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El Muyahidín

Arturo Pérez Reverte – XL Semanal – 10 – 9 – 2.018.

Se cumplen 18 años de la muerte en combate, en Sierra Leona, del reportero


de guerra español Miguel Gil Moreno. Zenda rescata hoy un texto publicado en
2001 por Arturo Pérez-Reverte.

Eran las siete de la mañana y José Luis Márquez telefoneaba desde Israel:
“Tío, acaban de cargarse a Miguel en Sierra Leona”. Le respondí que sí, que ya
lo sabía. Que acababa de decirlo la radio, y que yo me había levantado a
echarme agua por la cara y luego estuve mirándome el careto mojado, de hito
en hito, como para asegurarme de que estaba, maldita sea, despierto del todo.
Nadie había contado pormenores todavía, pero Márquez y yo mismo y todos
los del oficio, jubilados o en activo, podíamos imaginar sin problemas los
detalles. Procedimiento habitual: una emboscada en pleno territorio comanche,
en esa inmensa y enloquecida casa de putas que son las guerras en África.
Miguel y Kurt Schork — buenos días, buenas noches, préstame un par de pilas
para la linterna, Holiday Inn de Sarajevo, agencia Reuter, dos puertas más allá
en el mismo pasillo, aquella intérprete bosnia y morena que más de uno le
envidiábamos —, buscando lo que buscas siempre: una historia, una imagen.
Todo eso en plena y literal merienda de negros. Ni un ruido, ni un alma, y
Miguel y el otro intentando llegar a alguna parte mientras se ganan el jornal. Y
de pronto, tacatacatá. Achicharrados los dos sin decir esta boca es mía. Por
suerte, apuntaba Márquez, los pillaron así y no vivos. Se tarda mucho más en
morir macheteado, comentó con su voz de carraca vieja. Ya sabes: chas, chas,
y mientras tanto dices muchas veces ay. Luego Márquez se despidió — a él
acababan de abrirle la cabeza de un ladrillazo en plena intifada, donde tenía la
desgracia de seguir currando con la Niña Rodicio — y yo me quedé pensando
lo que pienso a menudo: que Márquez sólo es duro por fuera, y que esa
mañana se le notaba muy requetejodido por Miguel. Por nuestro Miguelito. Han
rescatado el cuerpo, dijo antes de colgar. Así que cuando lo devuelvan a

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Barcelona, mándale una corona tuya y mía. O mejor ve al entierro. Contesté sí,
claro que iré. Pero la verdad es que no pensaba ir. No me consideraba con los
suficientes cojones para ponerme delante de Pato, su madre. Aunque luego,
claro, al final fui. En realidad lo que de verdad no tuve fueron cojones para no
ir.
Recuerdo eso. Que al colgar el teléfono después de hablar con Márquez me
quedé con la cara mojada mirándome al espejo, las arrugas y las canas que ya
me asoman. Qué cosas, me dije. Veintiún años de lo mismo, y tú aquí, jubilado,
y él allí donde está ahora, con todo por vivir y ya ves. Nunca llegará a mirarse
estas arrugas y estas canas. Y estuve así un rato largo, el grifo abierto, muy
callado y muy quieto, recordando al tipo alto, muy educado, que se nos acercó
una noche a Márquez y a mí en un bar de Split pidiendo que lo dejáramos
acompañarnos en su moto a la guerra, porque estaba harto de coger el
autobús para ir a trabajar como abogado en Barcelona. Eso dijo. Harto. No dijo
hasta los huevos porque siempre fue un chico educado, hasta el final. Eso
formaba parte de su encanto: un caballero en un mundo de asesinos, de
zumbados y de canallas. Dijo harto, y sonreía al decirlo como luego supimos
que sonreía siempre, enseñando el agujero de un diente que le faltaba, con
una mueca que le daba el aire de un monje ascético o un soldado viejo. Era
como esos veteranos que lo son antes de que les peguen el primer tiro, tal vez
porque llevan — a lo mejor es fácil decirlo ahora, a toro pasado — algo así
como su destino impreso en la cara, o en los ojos, o en la sonrisa. Quiero decir
que en las guerras, entre periodistas, a veces te tropiezas con tipos que
piensas que a lo mejor un día los pueden matar o no, y con otros a los que
desde el primer momento sabes que a esos no los van a matar nunca. Pasa
como con ciertos toreros. Y Miguel era de los primeros. De los que pueden
matar o no matar, según salgan las cartas que te da la vida, y que luego a
veces resulta que los matan. Como Márquez, o Gerva, o Julio Fuentes (*), o
Alfonso Rojo, o tantos otros a los que todavía no ha matado nadie. Me refiero a
los que están vivos simplemente porque no salió su número, no porque
cuenten la guerra desde los bares de los hoteles o desde los campos de
refugiados como hacen los que miran, o sonríen, o se callan de manera
diferente.

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Miguel Gil Moreno. Un tipo que tres días más tarde había tenido su bautismo
de fuego y era nuestro ahijado y nuestro amigo, y a quien — él llegó cuando yo
casi me iba — describí así en Territorio comanche, pocos meses después:
“Miguel era un abogado de Barcelona que había cambiado la toga por el
periodismo, y se paseaba de un lado para otro, por la guerra, en una moto de
trial de 650 cc. Era su primer conflicto bélico y se lo tomaba todo muy a pecho
porque aún vivía esa edad en que un periodista cree en buenos y malos y se
enamora de las causas perdidas, las mujeres y las guerras. Era valiente,
orgulloso y cortés: nunca le pedía nada a nadie, hablaba a todo el mundo de
usted y era muy cuidadoso con el lenguaje. Miguel había conseguido, nadie
supo cómo, una acreditación de prensa con una carta de la revista Solo Moto, y
ahora mandaba excelentes crónicas desde la primera línea a El Mundo y a
diarios de provincias, utilizando el teléfono satélite del Cuarto Cuerpo de la
Armija. Mientras otros periodistas contaban la guerra desde hoteles, él vivía
casi todo el tiempo en Mostar, y cada vez salía y regresaba con medicinas para
los niños. Se lo encontraban entre los escombros, con un pañuelo verde en
torno a la frente, alto, flaco y sin afeitar, con los ojos enrojecidos y esa mirada
inconfundible que se les pone a quienes recorren los mil metros más largos de
su vida: mil metros que ya siempre los mantendrán lejos de aquellos a quienes
nunca les ha disparado nadie. Lo apodaban El Muyahidín porque con su pelo
negro y su nariz aquilina parecía más musulmán que los propios bosnios.
Después, cuando se quedaba sin un duro y le ofrecían el Intersat de TVE para
llamar a casa, su madre le daba unas broncas espantosas”.
Ahora releo esas líneas y me quedo absorto, con una incómoda congoja
dentro, y pienso que ya han pasado ocho años desde que Miguel Gil Moreno
se presentó aquella noche en Split, y que su carrera fue como él quiso que
fuera: dura, rápida, brillante y peligrosa. A veces, cuando me vienen los
jovencitos diciendo que qué hay que hacer para ser reporteros de guerra, antes
de mandarlos a hacer puñetas les digo que se busquen la vida como se la
buscó Miguel, que no andaba por ahí preguntándoselo a nadie. Luego, si vales
para eso, o te matan o te haces una reputación, aunque también puede ocurrir
que te hagas una reputación y además te maten. Miguel ya tenía esa
reputación cuando lo mataron. Empezó como chófer de periodistas, luego cogió
una cámara para ir a sitios donde nadie se atrevía a ir, y al fin la reputación se

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hizo leyenda asumiendo riesgos enormes en zonas muy difíciles, trabajando
por cuatro duros para las televisiones inglesas. Tuvo lo que quería tener, y lo
tuvo rápida e intensamente: amistad, amor, aventura. Tuvo muchos amigos que
lo envidiaron, muchos que lo quisieron, y un par de mujeres bellas que lo
amaron. Una de ellas, Elida — dos veces viuda en un año, por cierto, pues
acaban de matar en Kosovo a su segundo hombre, el reportero Kerem Lawson
—, estaba en su entierro, enlutada y llorando, el día que lo bajaron la fosa
dentro de una caja. Camarógrafo de guerra de la Associated Press TV, a
Miguel le gustaba trabajar solo, le dieron en premio Rory Peck por sus
imágenes de Kosovo, le rompieron dos costillas y le abrieron la cabeza en el
Congo, y dejó boquiabierta a la tribu de zánganos que transmitía la guerra
desde el quinto coño — ahora todo cristo se especializa en crónicas desde
campos de refugiados — cuando fue el único periodista español que, al cuarto
o quinto intento, logró meterse en Grozni a base de perseverancia y de huevos.
Y hay algo que casi nadie sabía entonces, salvo Márquez y yo, y también Paco
Nistal, el páter, capellán de los cascos azules: Miguel era católico creyente, y
siempre que podía se confesaba antes de entrar en combate.

Murió, cuentan los colegas que estaban allí, porque se la jugaba como cámara
de agencia para darles material a otras televisiones oficiales cuyos cámaras no
tenían agallas para asomar siquiera el hocico por la ventana. Aquel día, dicen,
salió porque le presionaban sus jefes, presionados a su vez por parásitos que
nunca se la juegan y cobran sueldos millonarios. Iba siempre tieso, con lo justo,
en un oficio donde nadie se hace rico salvo los golfos. Entraba en fuego
muchas veces solo, sin ni siquiera un ayudante de sonido, porque era más
rentable que trabajara así para sus jefes. Según afirma su familia, no llevaba ni
seguros de vida, ni empleo fijo, ni nada de nada. Un sueldo y su pellejo como
única garantía. Estuvo siete años debiéndome cien marcos que le presté un día
que andaba tieso, como de costumbre, y siempre bromeábamos sobre esa
eterna deuda, que me negaba a cobrarle si no era en forma de bayoneta de
Kalashnikov, que él siempre juraba traerme en el siguiente viaje. Sólo tengo
dos fotos suyas: una con Carmelo Gómez e Imanol Arias, el día que estuvimos
juntos por última vez en zona de guerra, cuando a punto de rodar aquella
película lo acompañamos a ver cómo filmaba a los serbios que incendiaban las

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afueras de Sarajevo al retirarse. La otra es en Mostar, en una trinchera, con su
chaleco de reportero y el pañuelo en la cabeza que daba aire de muyahidín
islámico a su perfil de halcón flaco. Hablé con él tres semanas antes de que lo
mataran, cuando me llamó desde Londres para que le diese una entrevista a
una periodista amiga suya. Me dijo que ya tenía treinta y dos tacos, y que a
veces estaba cansado. Poco dinero y mucho riesgo, añadió. Será malo
envejecer así, y quizá deba buscarme algo por ahí. A ver si me lo monto como
tú, reía. Cabrón. Ahora recuerdo esa conversación, y me parece verlo reírse
por el agujero del diente que le faltaba. También lo veo cruzando con su moto a
través de la guerra y de la vida, veloz, impasible y valiente, del mismo modo
que entró en Sarajevo cruzando el monte Ingman, con aquel par de huevos que
tenía blindados de acero. Y sé que me he quedado sin la bayoneta de
Kalashnikov, y que el tiempo pasa, y que cada vez tengo menos amigos y más
canas. Unas canas que Miguel no tendrá nunca.

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* A Julio Fuentes lo mataron poco después en Afganistán.
Este texto se publicó en el libro Los ojos de la guerra, editado en 2001 en
memoria de Miguel Gil Moreno.

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