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Gonzalez
El sacerdote rupestre
Rockdrigo González, el sacerdote rupestre
Primera edición: 2015
ISBN: 9786078222865
La conciencia de clases 11
y una ciudad cactus dentro de la garganta
El Manifiesto Rupestre 37
Ésta es una historia
como un piso remozado,
como un viento inconsciente
como un día que se han robado.
Nada es lo que dice,
nada tiene que decir;
puedes quedarte a escucharla
o también te puedes ir.
Rockdrigo,
“Historia de la no historia”
PrOlogo
Unos chifliditos para Tamaulipas
Nora de la Cruz
7 El sacerdote rupestre
De estos años data el material que puede
encontrarse actualmente en discos compactos o
en internet. En entrevistas de radio, recitales o
cápsulas de televisión, la imagen que se proyecta
es la de un cantautor emergente. Pero para 1984,
según sus propias declaraciones, había escrito ya
más de 150 canciones. Y no era un cronista ur-
bano, como se le nombraba: él se presentaba al
inicio de sus tocadas como un representante del
colectivo rupestre, una muestra de la música que
se produce no sólo en la ciudad de México. Cuan-
do le preguntan sobre su trayectoria menciona su
primer lugar en el concurso “Canto a Tampico”-e
incluso propone tocar la canción-; al hablar de sus
influencias menciona a Donovan, Dylan, The Beat-
les, Pink Floyd y los grandes autores de la música
clásica, pero insiste en que admira la capacidad
de improvisación de los huapangueros, afirma
que el requinto de “Tiempo de híbridos” se lo en-
señó Cuquiux Sánchez y dice que puede tocar una
canción de Rigo Tovar –el paisanazo- si el público
se lo pide. Se entusiasma, en el punto más alto de
un toquín: viva Tamaulipas, por favor, unos chifli-
ditos para Tamaulipas.
Rodrigo González había conseguido, a
mediados de los ochenta, cierta madurez, y con
ella su propia forma de expresión: se separaba del
canto nuevo y de la música tradicional con la in-
tención de crear el rock huasteco, de entenderlo
como sistema espiritual y transmitir, como Sacer-
dote Rupestre, los mensajes del Profeta del Nopal.
Su fama comenzó a crecer y se dice que en sep-
tiembre de 1985 ya concertaba su primera gra-
bación con una compañía discográfica: la WEA.
Pero la ciudad tembló, Rockdrigo murió en ella y
ya nunca más se separaron.
La versión en español que hace Julissa del
tema de Jim Jacobs y Warren Casey parece haber-
se inspirado en este mito: cuando yo nací la tierra
tembló […] porque el rock nació conmigo. Con la
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muerte de Rodrigo González, el Movimiento Ru-
pestre quedó mutilado, dio algunos brotes más y
luego palideció. Sin embargo, el nuevo rock mexi-
cano se anunciaba en las poco más de cuarenta
canciones que el tamaulipeco consiguió grabar y
que han rolado en grabaciones pirata, en discos
compactos vendidos en tiendas de prestigio, en
archivos comprimidos y luego descargados ile-
galmente, en los videos que los fanáticos suben a
YouTube y en el novedoso servicio de streaming
Spotify. Audios de mala calidad, fotos previas a la
tecnología digital: un rastro sutil pero tenaz ha
bastado para crear una leyenda germinal, el héroe
arquetípico de la epopeya del rock azteca. En la
montaña veracruzana, el Profeta del Nopal se ma-
nifestó y dijo: Rockdrigo, en ti edificaré mi iglesia.
Un puñado de canciones y algunas fotos,
pero no podemos dejar de hablar de él. Tal vez
porque el misterio del artista que muere pre-
maturamente nunca se agota. En este tomo, la
intuición, la imaginación y la memoria contribu-
yen en el intento de dibujar al personaje. Brenda
Ríos encuentra en sus canciones la camaradería
necesaria para sobrevivir en la capital; Amanda
Lalena intenta no construir al padre desde los re-
latos acerca de Rockdrigo, sino abrazar a Rodri-
go Eduardo, el joven a quien puede evocar en sus
recuerdos infantiles, o al que intuye a partir de
lo que tienen en común como artistas tampique-
ños avecindados en el DF; finalmente, Armando
Vega-Gil relata su último encuentro con el amigo
con quien compartió tocadas, conversaciones,
proyectos creativos y hasta viajes en metro. Tres
perspectivas que se unen a otros cientos, tal vez
miles. Porque cada quién tiene su propio Rockdri-
go. ¡Ay San Rockdrigo, para qué te nos moriste!
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La conciencia de
Clases y una ciudad
cactus dentro de
la garganta
Brenda Ríos
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El rock urbano lo escuché desde chica, por alguna razón llegó
hasta donde estaba, así que cuando el DF, y yo nos conocimos yo sabía
con qué lidiaba, de qué estaba hecho, y no tuve miedo de vivir aquí, de
aguantar, de ver qué más hay, qué sigue. No tengo miedo de ninguna
ciudad, gracias a ésta, la capirucha, la selva de asfalto, la madre de
todos los que se la tienen que romper cada día, el mundo desde abajo,
desde afuera, nada de privilegios, nada de comodidades, sólo un golpe
bien dado y ya está, hermano, nos iniciaron una vez y para siempre.
Esta ciudad nos hace una costra donde los mosquitos no pasan. Vivi-
mos aquí y soportamos todo. No hay mañana, hay presente continuo:
llegar a, sobrevivir la distancia, el humor del día. Nos dieron toloache,
agua de calzón, y estamos aquí a sabiendas de que hay muchos otros
sitios para estar en paz. Pero quién quiere la paz y negarse la vida de
tanto movimiento junto. Tanta gente inquieta atropellándose por salir
del metro, bajar al metro, pelear el taxi, hacer la cola para los tacos,
atestar las cantinas del centro en ese bullicio triste que acompaña los
viernes cuando cobramos.
Los de afuera no entienden, el amor por la ciudad se vive en
la semilla de la fruta, no en su piel. Entiendo amorosamente, con mi
capacidad entera de amor, a quienes se hacen una limpia afuera del
Templo Mayor: se exponen a la mirada del otro pero es su fe; la crisis,
la desesperación los ha llevado ahí; aguantan todo porque la humi-
llación es nada, es ofrenda, es tributo, si uno se “limpia” y sana. Li-
Foto:
Rockdrigo Fabrizio León
gonzalez 12 Diez
bre de envidias, de mal de ojo; libre para desear,
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lejos de la perfección pues él por Su personaje es un hom-
qué superaría eso: su esfuerzo es bre que no tiene oportunidad de
notable -sin duda-, formó públi- crecer, de avanzar, de vivir bien,
cos -sin duda-, y su influencia ha consciente de la división de cla-
sido enorme, pero un gran artista ses. El pobre de la periferia ur-
no lo era. Su valor está en el desa- bana es el héroe. El que viene de
rrollo de una música de protesta abajo y se hace a sí mismo hom-
urbana ligera, simple, y que sabe bre y mujer. Se planta. Se mag-
que los demás sabemos de lo que nifica en su conciencia de clase.
está hablando: una obra que dialo- Sabe a dónde no pertenece. Sabe
ga con alguien, el interlocutor com- qué no le toca. Así que el resen-
prende y aplaude: no vive lejos de timiento social es una posibilidad
eso que se cuenta/canta/enarde- de algo que se construye.
ce. Las canciones son relatos de la Si bien Rodrigo canta-
no-posesión, no de los desposeídos ba la caída de Babilonia (ciudad
sino del no poseer: del deseo de ser decadente, soportada por lo que
otros, más afortunados, más que- uno pudiera conseguir para miti-
ridos; otros. Relatos de la periferia gar la sed, el desamor, el desem-
que es el mismo centro de una ciu- pleo, la voluntad de ser mejor a
dad que de tan grande olvida dón- sabiendas de que no, no se pue-
de comienza y dónde termina. de, hoy no, mañana sí) una ciu-
La ciudad habita en su can- dad es todas las ciudades. Ahí, en
to desguanzado, como el paisaje las estaciones del metro sucede
urbano en los poemas de Efraín la humanidad: el calor, el apego
Huerta; la ciudad que lo comió en- corporal, la prisa, el ansia, las
tero, por dentro y por fuera. ¿No ganas de matar, la ternura, la so-
fue así que como él llegó, buscando lidaridad. En el metro Tasqueña
lo que buscaba, fue puesto dentro logré ver a mujeres aventando
de la misma ballena que le provo- los bultos o a los hijos pequeños
caba salir a la calle para hablar de por las ventanas para apartar
lo que veía, conocía, alcanzaba a asientos en los vagones del me-
comprender? tro; he visto a mujeres entrar con
Cronista, antropólogo, vago, los codos al lado del cuerpo en
estudioso de las clases sociales, de la estaciones de tránsito: guerreras
calle, de lo real y lo duro, lo vívido, lo en la misión de subirse al vagón;
fresco de cada día. Ese era su traba- he visto peleas por un centíme-
jo: observar, decir, cantar, alimentar tro de aire en la hora pico. He ad-
la esperanza sabiendo que no hay mirado a las mujeres que comen,
modo: el jodido está ahí, la vida está desayunan, se ponen el rímel, los
ahí, en la azotea, pensando en al- tubos, a las 7 am, en la ruta de In-
guien que no llegará. dios Verdes a C.U.
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Cada quién va a alguna de personas (si se incluye la zona
parte, a cada uno lo esperan en un conurbada), en medio del ruido,
sitio. Ya en la noche, todos esta- el amotinamiento invisible de sus
mos agotados de vivir, pues cada habitantes, en medio de la resu-
día es una vida entera (¿escuchas- rrección cada mañana frente al
te Joyce?): los albañiles en las mi- puesto de atole y tamales. Son las
cros se regañan de que cobraron 6 am, esta ciudad comienza.
menos de lo que debieron pero
el patrón es gandalla y abusa; los
chavitos planean ligar a la vecina; El pobre de la
periferia urbana
atravesar la ciudad, Dios, dos ho-
ras y media, sur-norte-zona co-
es el heroe.
nurbada, trabajar, regresar. Hacer
la vida, la familia. De eso se trata.
El que viene de
Sin aspavientos, ni dolores, ni ma-
yor queja porque estamos aquí
abajo y se hace
para seguir adelante. No hay tiem-
po para cambiar la vida, ya no. La
superación personal existe en la a si mismo
medida que podemos sólo seguir.
Salvar lo que pueda ser salvado. hombre y mujer.
Se planta.
Lo que sí no puede haber
es indiferencia. Como las can-
ciones de Marley, las de Rodrigo
González hablan de compren-
sión y empatía; del mismo amor
trillado entre los hombres; si es-
tamos en la selva nadie se salva
solo, eso dice. No es posible salir
solo. A medida que comprenda-
mos al otro podemos ser capaces
de pertenecer. Rodrigo González
es el Levinas del DF: un filósofo
del rostro, de la responsabilidad,
de mirar a los demás y tratar -de
ser posible- de comprender; y,
si se nos es permitido, incluso,
no agandallarse al prójimo. Acto
de fe es la vida que se elige y se
forma en medio de la mayor so-
Foto: Fabrizio León Diez
ledad, en medio de 21 millones
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El trazo
que se desdibuja
Amanda Lalena
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letras son coloquiales, sencillas y po- vir en el mundo actual mediante
pulares, sin más pretensión que hacer la visión indirecta, de la misma
reír; la cumbia es el único ritmo com- manera en que Perseo vence a la
patible con las historias que invento. Medusa. Calvino hace una analo-
Aunque a Rockdrigo y a gía entre el escudo de Perseo y el
mí nos separe un abismo, coincidi- arte, y compara a la Medusa con
mos en el amor a la crónica, en la la realidad, una realidad que nos
crítica social y en la búsqueda del trata de volver piedra; solamente
significado, me atrevo a decir espi- por medio de la visión indirecta
ritual, a través de la urbanidad. (es decir, gracias al arte) pode-
En una época donde el mos mirar la realidad.
lector es un ave que está por ex- En la década de los seten-
tinguirse, las letras de las can- ta y ochenta el contenido en las
ciones son uno de los últimos letras era mucho más interesan-
recursos que quedan para crear te que en la actualidad; en este
conciencia. La canción es una he- aspecto, el rock en español se
rramienta de construcción, para ha desnutrido. La mayoría de las
ver la realidad con otra óptica. canciones hablan de amor en re-
Ítalo Calvino -en su libro Seis pro- dundantes rimas y muestran una
puestas para el próximo milenio- extraña obsesión por hablar de
plantea una forma para sobrevi- sentimientos, ignorando los otros
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aspectos de la vida. Las letras de
Rodrigo penetran las apariencias, Las letras de
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baldío. Para el año siguiente habían hecho un estacionamiento públi-
co: levantaron una barda que nos impedía entrar. Recuerdo que sentí
sosiego porque, al menos para mí, esos eventos eran terribles.
Los homenajes continuaron con disciplina en el parque fren-
te al edificio, pero mi madre enfermó y se alejó de ese mundo. En el
metro Balderas se develó una placa y posteriormente una estatua. Mi
madre murió.
Durante los años en los que la ciudad se reconstruyó fui ar-
mando mi propio carácter. Encontré en la literatura un refugio ma-
ravilloso: me dediqué a leer, a escribir poemas y a conocer gente de
un mundo que no tuviera nada que ver con el de Rockdrigo. Decisión
acertada: durante mi adolescencia me di cuenta de que la única for-
ma de relacionarme con mi padre era desvincularme de todo lo que
rodeaba a ese icono del que tanta gente tiene mucho que decir. Hasta
que, por un extraño azar, terminé dedicándome a lo mismo; azar o, tal
vez, un acto inconsciente, un intento de conectar o comprender. Cuan-
do cumplí 23 años formé con unas amigas un grupo musical, con el
único fin de divertirnos. Pero el escenario es como un país maravilloso
del que nadie se quiere ir; descubrí que escribir canciones me hacía
profundamente feliz, además de que todo me resultó fácil: no tuve que
tocar muchas puertas, en poco tiempo saqué mi primer disco, todo
fluyó para que yo tuviera esta profesión.
Aunque jamás le dije a los medios que era hija de Rockdrigo,
en un programa de televisión esto salió a la luz. Recuerdo que al otro
día tenía miles de insultos en mi página de Internet y reclamos en mi
correo electrónico, llamadas telefónicas de sus ex amigos. Mucha gen-
te se sentía ofendida, todos creían tener derecho a emitir juicios sobre
mis decisiones; me escupían palabras con el intento de emborronar el
trazo que había dibujado de mi padre. No lo lograron.
Para cuidar la delicada silueta que he pintado, para proteger mi ca-
riño, tengo una estrategia. Ya no suelo asistir a homenajes. No hurgo
en una época acabada; me mantengo en un margen de espectador. Y
como se me hunde el pecho cuando escucho su voz sólo lo escucho
poco y cuando estoy a solas.
De los primeros años de mi infancia recuerdo lúcidamente a
un hombre dulce, de anteojos, un padre amoroso; su nombre era Ro-
drigo Eduardo. Él me llamaba por mi segundo nombre: Lalena.
No hablo ni hablaré de ese tiempo. Aquellos días son solo míos.
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Rockdrigo,
el profeta telurico
Armando Vega-gil
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ochenta y cinco. Eros y Tanates. con los vagos más vagos de todo
¿Por qué carajos? Y se dice que te el puerto, con tu lira, cante que
obsesionaba la idea de la muerte, cante en la esquina de la Quina,
que ni tu chava ni tus cuates ni el diciéndole harta marranada cada
recuerdo de tu hija podían sacarte vez que ella, faldita breve pal ca-
del vértigo de una espiral depresi- lor y pierna sabrosa, pasaba jun-
va y feroz. Cierren puertas y venta- to a tu bolita de cábulas. Tabula
nas, escondan a sus hermanas, que rasa. Allá en Tampico no hallabas
ahí viene la muerte. Tanto se dice qué hacer y dejaste la familia y
de tu muerte anunciada, tanto que los huachinangos al mojo de ano
el sismo colectivizó tu agonía y y bajaste al séptimo círculo del
segó un árbol costero que apenas Infierno, acá en la Capital de mil
comenzaba a dar sus primeros formas, de recuerdos que se mue-
frutos mecos de papaya. Préstala ren entre el polvo/
pa payase/ /no falta nada: en la es-
/adiós, mamacita tructura, esmog, los zapatos viejos
rica, qué patotas! Y mi cuata Cata- y las caras oxidadas, las máquinas
lina me cuenta que allá en Tampi- rugen feroces sobre Antonio Caso,
co Madero, jaibas rellenas y prie- la ciudad que te mató se volvió
tas playas mar petróleo, le dabas musa, odio, amor, pesadilla recu-
miedo, todo pinche mechudo y rrente, concreto que diera con-
gandalla, siempre en esa esquina creción a la delirante lírica de tu
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nada: una borrachera lo ahogó en su propio vómito, ¡pinche muerte
culera, siempre corres adelante, metiéndole zancadillas al desti/
/no tengo tiempo de cambiar mi
vida, la máquina me ha vuelto una sombra borrosa, y atrás de tus den-
sos lentes oscuros, Rockdrigo, carnalito difunto, uno podía adivinar el
sarcasmo cintilando con un temblor de no saber dónde descansar la
mirada, como cuando estuvimos los dos en una mesa sobre rock en
la ENEP Acatlán y alternábamos rollos, tundiéndole a la guitarra con
nuestras hoy viejas rolas, y el inquieto clavar los ojos en las inquietan-
tes piernotas de una preguntona estudiante de Comunicación:
—Vas sobre la morra, cabrón –me dijiste a bocajarro–, tú eres el carita
de la conferencia.
—No –te contesté–, vas tú, que aquí tú eres el carismático.
Y te burlaste de mí con ese ácido cañón que sólo tú sabías des-
tilar, y nos fuimos a chupar por allí cerca a una cervecería clandestina
montada en una casa de paracaidistas con techos de cartón enchapo-
potado como las playas de tu infancia. En esos días, tú ya eras el Pro-
feta del Nopal en un gran pueblo magnético, con Marías ciclotrónicas,
tragafuegos supersónicos y su campesino sideral, y para ti la belleza
era un miasma despreciable y hacías oscuras apologías al feísmo: qué
feo estoy, tengo una pata de palo y un ojo de vidrio. Profeta. Querías
que el horror te sepultara hasta el cuello para encontrar, entre ruinas,
escombros y desolación, a la belleza, y le escupías al pinche mundo un
dolor que entre sombras deslumbraba. Si volviera el amor, si tuviera
un hermano, un amigo, un sueño en la mano, moriría ese dolor de bus-
car calor en el cruel laberinto de este vaso de alcohol, de estas calles sin
sol, ¡carajo!, y yo que te vi desaparecer en el convoy subterráneo sin
darte un abrazo, carnalito muerto, sin decirte que emigraras de esta
ciudad que nos está mat/
/ando que no me calienta el sol, me
asomé a mis adentros, sólo mis viejos cuentos y una manera insólita de
sobrevivir, miré hacia todos lados, dije: Dios, ¿qué ha pasado? Entre los
Botellitos de Jerez y tú habían chonchas zonas de contacto y parentes-
co: desmontar la realidad con las pinzas de la sorna, encuerar a la seu-
doconcreción con el desarmador de la autoparodia, que sólo el humor
nos hará libres. Y nos pediste que fuéramos padrinos de tu grupo Qual,
y le teloneamos en el Museo del Chopo, y ahí sí nos dimos un abrazo,
el último, el único, carnalito ausente, y nos propusiste tocar un día
con puras guitarras huecas y un tambor de hojalata, unplugged pre-
histórico. Sí, estabas cocinando en las cavernas de nuestro subsuelo el
Gran Movimiento Rupestre: la rasposidad del juglar destecnificado, la
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rapidez del rock guerrilla (tocar y al norponiente, mi comadre Car-
escapar, tocar y escapar). melita gritaba horrorizada bajo
–Mira –me dijiste en el cabús del los escombros de Tepito, entre hi-
Metro, tres metros bajo tierra–, jos vivos y angelitos muertos. Yo
aquí el Misael está inventando quedé varias horas atrapado en un
la onda del rock ranchero, y este cerco de policías y bomberos en el
otro carnal el rock pop-ó, ustedes Centro. Pero tú ya no saldrías, gui-
el guacarrock y yo el rock huaste- tarra al hombro, de los colmillos
co Potosí. de varilla y granito de tu depa de
Tamaulipeco, después de todo: el la Juárez. Yo tenía cuarenta de ca-
canto de los vientos de la Huaste- lentura y tú perdías tu calor y tu
ca, es costa, montañas, hoja seca; voz. Me enteré de tu sepelio dos
entre caña, tabaco y pescado frito, semanas después, y, ¡carajo!, ¿por
el huapanguero llega alegrando a qué no te di un abrazo y te pedí
todos con su rito. que te largaras de esta ciudad que
—¿Por qué no hacemos un toquín nos está matando a to/
ustedes y yo con la Botellita Ru- /dos se-
pestre? manas después. Y te lloré, cara-
—Órale, hay que ponernos de jo, ¡si el del carisma eras tú, no
acuerdo para hacer ese cotorreo – mames, no te puedes morir así!
te dije, pero tiempo y espacio nos Y te lloró Catana que igual vio
llevaron por caminos diver/ morir a su chava por un petardo
/S.O.S. de esquirlas, ¡puta madre! Y Emi-
La ciudad de México ha sido de- lia lloró tanto cuando escuchó
vorada por la furia de Coatlicue, nuestra versión de Asalto chido:
la de falda de serpientes emputa- por fin, Botellita Rupestre, a pura
das. Nahui-ollin, la caída del cuar- guitarra de palo y blues harp. Y
to Sol, ¡el cielo se derrumba...! Ese el corazón se me estrujó cuando
día llovió polvo. Algunas cuadras un cabrón me llegó con un chiste
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sísmico-catártico, de esos que inventamos los mexicas cuando, desga-
rrados por el luto y el terror, sacábamos un cadáver de entre los es-
combros: «¿Sabes de qué murió Rockdrigo...? De una sobredosis de ce-
mento». Ese chiste malamadre te habría gustado por lo doloroso, por
cruel y gandalla. Sí. En tus manos la burla solía ser un animal furioso
y a los que odiabas los llamabas panzones y, gustoso, los invitabas:
«A ver cuándo vienes a cagar a la casa». Y después salieron los aban-
derados de tu recuerdo, los que se decían poseedores de tu verdad (a
pesar de que lo tuyo nunca fue más que un sueño, un poema conjetu-
ral), los que en tu nombre descalificaban, pedía, perseguían, aullaban.
Pero, qué más puedo hacer yo, hermanito muerto, que recriminarme
no haberte dado un abrazo y decirte que te fugaras de esta ciudad que
nos está matando. A veces siento que se cae esa coraza que me mantiene
seguro de moverme en todos lados; y entonces pienso que he corrido con
algo de suerte en estas páginas dibujadas por la muerte.
Adiós, carnalito.
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Los sabios rupestricos
Brenda Ríos (Acapulco, Guerrero, 1975). Es-
critora. Editora en el área de Publicaciones de
Rectoría General en la UAM. Traductora. Ex pro-
fesora universitaria y de nivel medio superior. Ex
promotora cultural. Dice que escribió (y por eso
ofrece disculpas sentidísimas) Empacados al va-
cío, ensayos sobre nada, Calygramma, 2013; Las
canciones pop hacen pop en mí. Ensayos sobre lo
ridículo, lo cotidiano, lo grotesco, IVEC, Xalapa,
2013; El vuelo de Francisca, Pehuén, Chile, 2011;
Del amor y otras cosas que se gastan por el uso. Iro-
nía y silencio en la narrativa de Clarice Lispector,
Tierra Adentro-f,l,m., 2005. Actualmente escribe
en http://callealta25.tumblr.com/ y la columna
-más agria que dulce- República Frambuesa en
Metrópoli Ficción (metropolificcion.com); y cola-
bora en https://losinaudibles.wordpress.com/ y
https://losreduccionistas.wordpress.com/ .
Rockdrigo gonzalez 34
y el umbral (poesía), Diario íntimo de un Guaca-
rróquer (novela autobiográfica), Cuenta regresiva
y otras fábulas supernumerarias, donde reúne su
obra narrativa reciente, su thriller apocalíptico
de terror cósmico Picnic en la fosa común, entre
otros libros. En la actualidad escribe una columna
de ensayos sobre cine en Emeequis y colabora en
el blog ojosdeperro.org.
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