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PREGUNTAS DE EXAMENES HISTORIA MODERNA DE ESPAÑA I

EL CHOQUE CON LA REALIDAD HISPANA: EL MOVIMIENTO COMUNERO. LAS


GERMANÍAS.

La xenofobia no explicaba por sí sola el hondo descontento que a la altura de 1520 se podía percibir
claramente y que ya se había manifestado en la actitud sobre todo de la ciudad de Toledo, seguida por
Segovia y algo después por otros núcleos urbanos castellanos, de oposición a las directrices políticas y
fiscales que emanaban de los recién llegados gobernantes.

Para comprender mejor el estallido revolucionario de las Comunidades habría que tener muy en cuenta la
descomposición política que desde la muerte de Isabel, incluso quizá un poco antes, había minado la
autoridad de la Corona y resquebrajado la estructura estatal, haciendo predominar las luchas de intereses, la
corrupción, los comportamientos egoístas tendentes a un rápido enriquecimiento. En definitiva, se notaba la
falta de una eficaz política de Estado que fuera llevada a cabo por un gobierno fuerte e incontestado,
situación que se hacía aún más crítica dado el clima de anarquía social existente: de enfrentamientos
nobiliarios por un mayor protagonismo, de tensiones entre los grupos burgueses (exportadores contra
manufactureros, del centro contra los de la periferia), de protesta del clero en su denuncia del general
deterioro que se manifestaba por doquier, de inquietud popular por el empeoramiento de las condiciones de
vida.

Y frente a este estado de cosas, el poder aparecía dividido, fragmentado, preocupado casi exclusivamente
por recaudar dinero de donde fuera para sufragar los cuantiosos gastos de la expedición real y los generados
a raíz del nombramiento del emperador, lo que contribuía a aumentar el malestar social. También la marcha
del rey hacia Alemania y la incorporación de España al Imperio producían inquietud por lo que de abandono
podía significar la ausencia, que se presumía prolongada, del monarca y la subordinación de los intereses
castellanos a los imperiales y dinásticos representados por los Habsburgo.

Desde la llegada de Carlos en 1517 a la península, los borgoñones continuaban siendo los principales
consejeros del rey, que le mantenían alejado de los castellanos, que contemplaban como los cargos y
sinecuras eran invadidos por extranjeros y, como éstos se apoderaban de la riqueza nacional. Naturalmente,
reaccionaron porque, aunque había indicios de que el régimen borgoñón podía ser transitorio, en especial
tras la muerte de Sauvage (jun. de 1518), su sustitución en el puesto de gran canciller por el piamontés
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Mercurino de Gattinara, humanista, erasmista y defensor de la idea imperial era una nueva causa de
resentimiento. Esta se manifestó especialmente en Castilla, donde la hostilidad al nuevo soberano, a sus
ministros y su política adoptó, la forma de una oposición colectiva con base en las ciudades y encabezada
por Toledo.

A fin de preparar la coronación imperial, obtener dinero y embarcarse para los Países Bajos, Carlos V
retornó desde Barcelona a Castilla convocó las Cortes (Santiago, marzo 1520). Los representantes de Toledo
no acudieron a estas Cortes y las restantes ciudades intentaron dar a sus procuradores instrucciones precisas.
De hecho, las Cortes se negaron a conceder el subsidio solicitado.

A raíz de ello, las Cortes continuaron en La Coruña y fue allí donde Carlos V presentó lo que los
historiadores han calificado como el germen de su programa imperial. Se afirmó que Carlos había
aceptado el título imperial para hacerse cargo de la defensa de la fe católica contra sus enemigos infieles
y que España siempre sería la base de su poder y la fuente de su fuerza. Con ello, no consiguió
impresionar a las Cortes y, aunque una mayoría de los procuradores habían sido sobornados para que
aprobaran el subsidio, ello se realizó con la oposición de los representantes de 6 ciudades y la abstención de
otras 10, de un total de 18. El dinero nunca llegó a recaudarse y las multitudes atacaron las casas de los
procuradores que habían votado a favor. Por otra parte, salió reforzada la mala impresión inicial que Carlos
V había causado en los españoles.

Cuando el monarca partió de España en mayo de 1520, rodeado de extranjeros y en una misión que era
ajena a sus súbditos españoles, la agitación había dejado paso a la rebelión. La acumulación de agravios
contra el régimen borgoñón había producido el primer sentimiento de ultraje: la pobre impresión que
habían causado el rey y sus representantes extranjeros, el desprecio de Chièvres hacia los españoles, su
monopolio venal de las influencias, el nombramiento de extranjeros para ocupar cargos y obispados
españoles, la opresión de los recaudadores de impuestos, las enormes cantidades de dinero enviadas fuera
del reino y, como culminación de todo ello, el nombramiento de un regente extranjero, Adriano de Utrecht,
para gobernar Castilla durante la ausencia del rey.

EL MOVIMIENTO COMUNERO. Causas.

La crisis se precipitó cuando Carlos V se comprometió con una idea imperial que apenas tenía cabida en las
tradiciones de España y que despertó escaso eco en el país. La pequeña nobleza y las ciudades castellanas se
rebelaron, entonces, contra un régimen al que consideraban contrario a sus intereses y que amenazaba con
sacrificar Castilla a una política imperial o dinástica. Pero la revuelta de los comuneros no fue simplemente
un movimiento político, sino una revolución que tuvo lugar en una región profundamente dividida por
intereses opuestos y en una sociedad en conflicto.

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En Castilla existía desde hacía tiempo una industria manufacturera artesanal, y fue el sector textil el que se
situó a la cabeza. Pero la industria textil sufría una situación de estancamiento a comienzos del S. XVI, la
mayor parte de la producción de lana era enviada al extranjero y los manufactureros castellanos eran
demasiado débiles para competir por ella y para desafiar a la coalición de intereses (aristocracia, corona y
comerciantes) que convertía a Castilla en un exportador de materias primas y que comprometía el desarrollo
de una industria textil nacional. Ante el empeoramiento de su situación, los manufactureros recurrieron a la
corona, pero ni Isabel ni Carlos V se mostraron dispuestos a ayudarlos.

Mientras, florecían las exportaciones de lana desde Burgos-Bilbao y el comercio de Sevilla con las Indias, la
Castilla interior se sentía cada vez más marginada. Éste fue el bastión de los comuneros y los intereses en
conflicto eran los de los manufactureros contra los exportadores de lana, el centro contra la periferia,
Segovia, que apoyó la revuelta, contra Burgos, que muy pronto la abandonó.

Estas tensiones se inscriben en el conflicto secular entre las ciudades y la nobleza, un problema que
empezaron a afrontar Fernando e Isabel para luego dejarlo sin resolver. En los últimos años de su reinado la
nobleza intentó un nuevo asalto al poder, reagrupando sus fuerzas privadas, ocupando los puestos dirigentes
del ejército real y compitiendo de forma implacable por copar los puestos de la administración. Luego
comenzaron a apoderarse de tierras de las ciudades, a usurpar rentas y cargos urbanos y a incrementar sus
exigencias señoriales a sus vasallos urbanos. Los habitantes de las ciudades, los comerciantes y los artesanos
se consideraban víctimas de una revitalizada aristocracia y de una corona complaciente con ella, y cuando
los enfrentamientos adquieren mayor virulencia intentaron en vano conseguir el arbitraje real. La situación
empeoró a la muerte de Isabel.

La regencia fue incapaz de salvar a la monarquía del declive militar y financiero, y las ciudades negaron su
ayuda. Carlos V se vio inmerso en una crisis de la que no fue totalmente responsable, pero sus peticiones de
dinero y tropas contribuyeron a aumentar el resentimiento de grupos urbanos que consideraban esas
demandas como una nueva versión de una vieja política.

Los comuneros pertenecían a los sectores medios de la sociedad y se levantaron contra la aristocracia
terrateniente y sus aliados. Sin embargo, no fue únicamente una lucha de gentes del común contra nobles ni
una mera protesta contra un régimen impopular y sus servidores. Antes bien, puso de relieve las divisiones
subyacentes en la sociedad que emergieron a la superficie tras el reinado de los Reyes Católicos. Éstos, que
desconfiaban de la alta nobleza e intentaron reducirla, favorecieron la promoción de la baja nobleza, los
caballeros e hidalgos, que desempeñaron una función importante en la administración, el ejército y el
gobierno local. Pero muchos fueron rechazados por el nuevo monarca en 1517, y algunos, resentidos, se
integraron en las filas de los comuneros. No constituían una clase media. Ya se tratara de hidalgos rurales o
letrados urbanos se consideraban auténticos nobles o, como los grandes comerciantes y banqueros, aspiraban
a la nobleza. Por otra parte, entre los comuneros se incluían pequeños comerciantes y manufactureros, que
constituían una incipiente clase media, aunque su número era reducido en la polarizada sociedad de Castilla.

Desarrollo de los acontecimientos.

El levantamiento de los comuneros fue dirigido por Toledo, que ya antes de que Carlos V partiera de España
el 20-5-1520 había expulsado a su corregidor y establecido una comunidad. Durante el mes de junio la
revuelta se difundió por la mayor parte de las ciudades de Castilla la Vieja que expulsaron a los oficiales
reales y a los recaudadores de impuestos y proclamaron la comunidad.

Fueron revueltas populares espontáneas, aunque el patriciado urbano también participó y en Zamora estuvo
al frente del movimiento un obispo soldado, Antonio de Acuña.

Toledo tomó la iniciativa en el intento de extender la base política del movimiento y en el mes de julio
convocó una reunión de cuatro ciudades en Ávila, de la que surgió una junta revolucionaria que obligó al

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regente Adriano a salir de Valladolid y organizó un gobierno alternativo rival. El levantamiento comunero
no tardó en cobrar fuerza, sumándose poco a poco a la revuelta iniciada por Toledo y Segovia, las villas y
ciudades castellanas (Zamora, Toro, Madrid, Guadalajara, Ávila, Salamanca, Burgos...).

En julio de 1520 se formaba en Ávila la Junta Santa, que hizo de órgano dirigente y portavoz de las
propuestas de los sublevados, centradas fundamentalmente en querer dotar a las Cortes de mayor
representatividad estamental, de aumentar sus competencias legislativas y facultad de decisión política junto
a la reivindicación del papel de las ciudades cara a la buena marcha del Reino y al logro de mayores
libertades.

El destrozo un tanto fortuito de Medina del Campo por las tropas realistas en agosto hizo que aumentase el
número de núcleos urbanos sublevados, pareciendo que la causa de las Comunidades podía salir victoriosa.

Con una causa, una organización y un ejército, la Junta ya no pedía reformas, sino que intentaba imponer
condiciones al monarca. En este punto, comenzaron a producirse divisiones entre revolucionarios y
reformistas. La junta pretendía redefinir la relación entre el rey y el pueblo, sobre la base del principio de
que el reino estaba por encima del rey y de que la junta representaba al reino. En el nuevo orden político las
Cortes ejercerían una función muy importante.: tendrían el derecho de estudiar sus quejas antes de votar los
impuestos, y se permitiría «a los representantes de la comunidad» que votaran a sus delegados. Ello
determinó que abandonaran el movimiento los elementos moderados de Burgos y Valladolid (sometidos a
una importante presión por las autoridades reales y la alta nobleza).

La hábil política del regente logrando atraerse a los nobles que hasta entonces habían simpatizado con la
revuelta, el cambio de actitud de éstos provocado además por la radicalización del movimiento subversivo
que, habiéndose extendido por el campo, se estaba convirtiendo también en una rebelión antiseñorial, la
división interna de los grupos burgueses que sustentaban la protesta (plasmada significativamente en la
separación de Burgos) y la incapacidad de los cabecillas revolucionarios para levantar un ejército
disciplinado, organizado y eficaz, motivaron el fracaso de las Comunidades.

Cuando la junta comenzó a reclamar todos los poderes del Estado, los moderados abandonaron la lucha y las
fuerzas reales entraron en acción. El 5 de diciembre, con la ayuda de la aristocracia y el oportuno envío de
fuerzas desde Portugal, tomaron Tordesillas, el cuartel general de la Junta.

Pero los comuneros no estaban derrotados todavía. Su revuelta no era simplemente un movimiento político,
sino también social; era más que un conflicto entre las ciudades y el poder real, era un enfrentamiento con la
alta nobleza y los grandes comerciantes. Carlos V había tenido la habilidad de situar al almirante y al

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condestable de Castilla, Fadrique Enríquez e Íñigo de Velasco respectivamente, junto a Adriano de Utrecht
como cogobernadores del país, alineando, con ellos, a los magnates castellanos en favor de la causa real.

En el campo de batalla los comuneros no eran enemigo para el ejército real y las fuerzas de la nobleza, y
fueron derrotados en la batalla de Villalar el 24-4-1521. Al día siguiente fueron ejecutados los jefes de la
rebelión, Juan de Padilla, Juan Bravo y Pedro Maldonado, representantes de Toledo, Segovia y
Salamanca respectivamente. Toledo resistió 6 meses más, con sus fuerzas comandadas por el último jefe
rebelde, el obispo Acuña, pero sólo duró un mes. En octubre de 1521 también Toledo tuvo que capitular.

¿Quiénes eran los comuneros?

Se apreciaba muy claramente cuál era la base social de los comuneros. El grueso de sus filas lo formaban los
sectores populares urbanos, que se enfrentaban a la oligarquía tradicional de las ciudades. Es decir, el pueblo
llano contra el patriciado. Segovia, centro de una activa región agrícola y de un sector industrial en
crecimiento, desempeñó un papel destacado en la revuelta y sufrió las consecuencias al recaer sobre ella con
mayor rigor las multas y castigos.

Los grandes y la alta nobleza actuaron en contra de los comuneros, en defensa de la ley y el orden y para
restablecer su propio poder allí donde se había visto menoscabado. No les preocupaban seriamente los
derechos de Carlos V, sino más bien, que junto al ala política de los comuneros se había desarrollado un
movimiento antiseñorial radical que desafiaba el poder feudal de la nobleza.

Era una revolución desde abajo, un levantamiento de los vasallos contra la nobleza. En consecuencia, los
grandes no sólo luchaban para servir al rey sino para defender su jurisdicción señorial.

Las capas medias urbanas -los pequeños propietarios, artesanos, comerciantes al por menor y titulados
universitarios- estuvieron en el centro del movimiento comunero y protagonizaron la dirección del mismo.
Aunque no eran pobres (algunos tenían tierras, otros eran profesionales y no se identificaban con los
desheredados) tampoco eran ricos y poco tenían en común con los acomodados comerciantes exportadores,
aliados de la nobleza contra los comuneros. Las capas medias no constituían una clase social homogénea,
una burguesía urbana, y si bien los comuneros tenían base social carecían de una base de clase. En el
conflicto se enfrentaban intereses sectoriales distintos, y cada uno de los bandos constituía una coalición de
grupos o una alianza política.

El programa de los comuneros tenía algo que ofrecer a la mayor parte de quienes los apoyaban: la limitación
del poder real, el freno al poder de la nobleza, la reducción de los impuestos, la reducción de los gastos del
gobierno y la represión de la corrupción y la reforma de los municipios que permitiera una mayor
participación de los sectores no privilegiados, la comunidad. Pedían también la reducción de las
exportaciones de lana en favor de los compradores nacionales y la protección de la industria textil
castellana. Aunque Carlos V contó con la colaboración de los grandes y los nobles para aplastar a los
comuneros, no satisfizo sus ambiciones ni les otorgó el poder que reclamaban. Fue una victoria de la
aristocracia sobre la población de las ciudades pero el premio del triunfo fue a parar a manos del rey.

Resultados.

El absolutismo monárquico quedó a partir de entonces como claro vencedor frente a las aspiraciones
constitucionales de las ciudades, mientras que la nobleza reafirmó con el triunfo su poder militar, político y
social sobre los grupos burgueses, las clases medias urbanas y los sectores campesinos.

La alianza Corona-aristocracia había vuelto a funcionar, consolidando el viejo orden estamental e


imponiendo las formulaciones absolutistas y señoriales al conjunto de la sociedad.

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De todas maneras, las interpretaciones que se han hecho y se siguen haciendo del levantamiento de las
Comunidades son muy variadas, dependiendo en cada caso de sobre qué aspecto se ponga mayormente la
atención y de lo que se quiera demostrar, siempre teniendo en cuenta que fue un movimiento complejo,
donde se mezclaron intereses muy distintos, con anhelos variados y motivaciones diversas no siempre
convergentes ni dirigidas a un único fin.

Lo que sí se suele aceptar mayoritariamente es que tuvo una dimensión principalmente política, que se
redujo a un marco geográfico bastante bien delimitado (la vieja Castilla, estrictamente hablando) y que sus
protagonistas destacados fueron los grupos intermedios y burgueses ciudadanos, quedando los sectores
humildes excluidos en cierta forma, dándose asimismo una menor participación de la nobleza.

LAS GERMANÍAS.

Estos movimientos se producen en Valencia y Mallorca. Mientras que los comuneros poseían una
organización, unos líderes y un ideario, los levantamientos de las Germanías, hermandades cristianas, de
Valencia y Mallorca en 1519 fueron protestas sociales espontáneas que planteaban peticiones determinadas,
y que nunca llegaron a constituir realmente un programa político. Los dos movimientos no se influyeron
mutuamente. Las Germanías no cooperaron con los comuneros, y su revuelta tenía un origen distinto.

Valencia.

La protesta de los artesanos de los gremios de Valencia contra los elementos aristocráticos (nobleza y
grandes mercaderes) que dirigían el gobierno local y controlaban las principales actividades de los
intercambios, influida la queja por el mal gobierno y la escasa representatividad del organismo municipal,
propiciada además por la difícil coyuntura económica del momento (inflación, crisis de subsistencias), tuvo
una dimensión social muy particular, con características propias, y una evolución bien distinta al
movimiento de las Comunidades.

El movimiento valenciano comenzó como una protesta contra los funcionarios de la ciudad y los
aristócratas, y a continuación la violencia se convirtió en una guerra abierta contra los musulmanes, quienes
a su vez apoyaron a sus señores frente a las hermandades. Los cabecillas de la revuelta supieron ver las
ventajas que suponía invocar una justificación religiosa para su acción y darle un interés más general del que
originalmente poseían.

Desarrollo de los acontecimientos.

En principio la cronología que se le puede aplicar es muy imprecisa en cuanto a sus límites, ya que surgen
serias dudas a la hora de establecer con fechas concretas su comienzo y su final, no por desconocimiento de
cuándo transcurrieron los acontecimientos sino porque éstos se desarrollaron inicialmente dentro de la
legalidad, contando incluso con la aprobación real (ratificación por el monarca del permiso de armarse los
gremios, en noviembre de 1519, ante el peligro de un ataque por mar de la piratería berberisca); continuaron
con manifestaciones públicas del potencial de los descontentos (alarde militar de todos los gremios en
febrero de 1520), consiguiéndose por lo demás sin apenas violencia algunos objetivos, a saber, una mayor
presencia municipal, favorecida por la huida de la nobleza de la ciudad a raíz de conocerse, en el verano de
1519, la existencia de un brote de peste, y más representatividad, gracias sobre todo a las elecciones de
jurados que por el nuevo sistema se celebraron en mayo de 1520, mediante las cuales salieron elegidos dos
representantes gremiales, todo ello ocurrido sin que hubiera una declaración explícita de enfrentamiento
bélico.

A finales de mayo de 1520 la situación se radicalizó por los motines populares que se dieron, merced a los
cuales se liberaron presos de las cárceles y se asaltaron las casas de las autoridades. La contestación
artesanal, de las clases medias y populares fue tomando unos perfiles nítidos por las formulaciones

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programáticas de los líderes que habían ido surgiendo, especialmente del moderado Joan Llorens, uno de los
cabecillas artesanos destacados.

La reacción del rey, más interesado en su coronación imperial que se iba a producir en Aquisgrán que por
los problemas internos del no muy extenso reino valenciano, llegó en forma de prohibición a los gremios de
que tuvieran y usaran armas, orden que lógicamente nadie iba a tener en cuenta, tanto más cuando se
produjo la muerte de Llorens a finales de junio de 1520, pasando la revuelta a ser encabezada por otros
dirigentes extremistas que la precipitaron hacia un mayor radicalismo revolucionario.
Poco a poco el movimiento insurgente se fue extendiendo por la huerta valenciana, adquiriendo un claro
matiz antinobiliario que se concretaba en el campo por el levantamiento campesino contra el régimen
señorial.

Los insurgentes no tardaron en controlar la capital de Valencia, con el apoyo de la mayor parte de los
gremios y desde allí dirigieron el levantamiento del resto de Valencia, organizando enfrentamientos armados
con el virrey y la nobleza, obligando a los moros a bautizarse, suprimiendo todo tipo de impuestos y
amenazando con interferir en la distribución de la tierra.

Entonces, la rebelión perdió el apoyo de un sector de la clase media de la que había obtenido gran parte de
su fuerza y no pocos de sus líderes. Esto permitió al virrey, Diego Hurtado de Mendoza, y a los aristócratas
que le apoyaban enderezar la situación.

El año 1521 fue pródigo en sucesos relevantes, alcanzándose en su transcurso el momento álgido de la
protesta, el estallido de la guerra propiamente dicha y la derrota primera de la causa agermanada. La
dirección de los sectores radicales amotinados llegó a decretar la supresión del pago de los impuestos en el
mes de febrero (medida que luego se revocaría), produciéndose meses después saqueos de propiedades de
los caballeros y el incendio del arrabal de la morería. Precisamente iban a ser los moriscos víctimas
inocentes de la lucha de los agermanados contra los señores territoriales, descargándose sobre ellos una
violencia desmesurada acompañada del bautismo forzado a que se vieron sometidos tras ser acusados de
infieles y aliados de la nobleza.

En pleno conflicto bélico las fuerzas agermanadas, lideradas por el radical Vicenç Peris, obtuvieron algunos
éxitos frente a las tropas del virrey, pero en septiembre de 1521 se produjo la derrota de Peris en Sagunto,
que marcaba el principio del fin, aunque posteriormente en la primavera de 1522 se diera un rebrote de la
subversión popular, esta vez gracias a la aparición de un extraño personaje, el Encubierto, que no tardaría
en ser asesinado, acabándose definitivamente con su muerte la insurrección agermanada.

La represión de las autoridades y de los grupos privilegiados no se hizo esperar, fomentándose una especie
de terror blanco que se dejaría sentir de forma intermitente a lo largo de varios años. Sin embargo, las
represalias oficiales tras el fracaso de la rebelión no produjeron un elevado número de penas de muerte ni de
castigos físicos; fueron sobre todo de tipo económico, realizadas por medio de las confiscaciones de bienes a
muchos agermanados, de multas a lugares que habían apoyado la revuelta y a todos los gremios que en ella
habían intervenido, imponiéndose también bastantes a individuos concretos.

Tras la pacificación, Germana de Foix fue nombrada virreina en marzo de 1523, dándose a comienzos de
1524 un nuevo pregón contra los agermanados, seguido por la continuidad de las persecuciones, prueba de
que la revuelta no se daba aún por superada. Hasta mayo de 1528 no se obtuvo el perdón general del rey,
fecha muy tardía si se tiene en cuenta lo lejos que quedaba ya la derrota de los amotinados.

Al igual que había ocurrido en Castilla con los comuneros, las aspiraciones de los agermanados valencianos,
que fueron en su gran mayoría maestros artesanos y labradores, no se vieron cumplidas, volviéndose al
anterior estado de cosas. También en el Reino de Valencia quedó afirmada la autoridad real, esta vez por
medio del virrey, y robustecido el poder de la nobleza.

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El levantamiento agermanado había traído consigo unos años de fuerte inestabilidad social y política,
muchas muertes en los campos de batalla, una persecución de los moriscos y una represión intermitente y
duradera, factores que causaron grandes perturbaciones en la organización social valenciana.

Notas características de las Germanías.

En Valencia, las tensiones sociales no eran meros conflictos de clase y ésta no fue una rebelión homogénea.
Participaron en ella artesanos que luchaban por su supervivencia y, tal vez también, por conseguir
protección, campesinos oprimidos por las cargas feudales, algunos representantes de las capas medias de la
población con conciencia política y algunos miembros del bajo clero, todos ellos unidos únicamente por
unas míseras condiciones de vida y por los abusos señoriales, así como por su odio hacia los musulmanes, a
quienes estaban dispuestos a atacar, destruir y convertir.

El pueblo aprovechó la oportunidad para enfrentarse a una nobleza opresora y unos funcionarios
impopulares. Exigieron representación en el gobierno municipal, que aún no poseían, y el acceso a la justicia
del emperador, que les era negada por sus señores locales.

El primer dirigente de la Germanía, el tejedor Juan Llorenç, deseaba dotar a Valencia de una constitución
republicana al estilo de las de Génova y Venecia. Sin embargo, tras su muerte otros cabecillas de segunda
fila llevaron al movimiento hacia la perpetración de violencias y atrocidades sin dotarlo de un programa
preciso.

Aunque la Germanía de Valencia acabó enfrentándose con el poder real, se había iniciado como una protesta
contra el poder de la aristocracia terrateniente y contra sus jornaleros moros. Contó también con un
importante apoyo entre las clases medias y con la cooperación de casi todos los gremios. Sin embargo, el
movimiento careció de una base social definida. Era una alianza heterogénea de grupos que expresaban sus
protestas, artesanos pobres, pequeños agricultores y jornaleros, el bajo clero y algunos comerciantes.

Fue el levantamiento de grupos de rebeldes, una protesta campesina contra la escasez de productos de
primera necesidad, contra la jurisdicción señorial y la competencia por parte de la mano de obra mora. Fue
también una protesta contra la administración local y una oposición a la carga fiscal y poseyó también
algunos rasgos auténticamente revolucionarios y de oposición a las estructuras existentes. Indirectamente
fue también un movimiento de resistencia a la corona.

La nobleza y el alto clero, conscientes de cuáles eran sus auténticos intereses, prestaron un apoyo unánime a
Carlos V, y por esta razón la represión del movimiento fue una nueva victoria del absolutismo.

Mallorca.

Parecidas consecuencias que en Valencia se dejaron sentir en las vecinas islas Baleares al extenderse la
rebelión antiseñorial y contra la oligarquía municipal por tierras mallorquinas. Las luchas sociales fueron allí
todavía más intensas, al igual que lo fue la represión contra los sublevados una vez que se puso fin a la
revuelta por las tropas reales y las fuerzas nobiliarias.

En Mallorca la Germanía, que comenzó a fines de 1520, tuvo un claro tono social, los artesanos y
campesinos de Palma contra la clase dominante. Se organizó un poder agermanado y el virrey tuvo que huir
a Ibiza (1521), mientras la Germanía se extendía a toda la isla con la excepción de la villa de Alcudia.

La sucesión de tendencias entre los agermanados se hizo de forma violenta. Joan Crespí, el jefe de la
organización, fue encarcelado y murió en prisión. Su sucesor, Joanot Colom, se impuso drásticamente e
impulsó el programa económico de la Germanía: la supresión de los censales y una reforma fiscal que
gravará la propiedad agraria. La contraofensiva del ejército real se inició en octubre de 1522 y culminó con

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el largo sitio de la ciudad de Mallorca (de diciembre 1522 hasta marzo 1523). La represión fue más dura que
en Valencia.

LOS MEDIOS DE LA MONARQUÍA Y EL SISTEMA DE CONSEJOS. EL SISTEMA


POLISINODIAL DE LA MONARQUIA HISPANICA.

Gattinara tenía en mente un sistema imperial de gobierno y trató de crear una maquinaria supranacional que
resultara adecuada no sólo para el reino de Castilla sino para una monarquía universal. A esta idea se
oponían tanto Carlos V como Castilla. A la muerte de Gattinara desapareció el cargo de Gran Canciller.

Carlos V gobernaba sus dominios como cabeza de una organización dinástica. En cada uno de sus estados
estaba representado por un regente o virrey. El emperador tenía virreyes en cada uno de los países que
formaban la monarquía: Aragón, Cataluña, Valencia, Sicilia, Nápoles, Cerdeña y Navarra así como en Perú
y en Nueva España.

En los Países Bajos estaba representado por un gobernador general, primero su tía Margarita de Austria
(1518-1530) y después su hermana, María de Hungría (1531-1555). El gobierno de Alemania también estaba
en manos de un Habsburgo, su hermano Fernando.

Carlos V era rey de Castilla y Aragón más que rey de España y no tenía el mismo poder en Aragón que en
Castilla. El grado de unidad existente procedía de la hegemonía de facto de Castilla, que era su principal
fuente de riqueza y la mayor proveedora de tropas, y de las actividades de la Inquisición, cuya jurisdicción
se extendía sobre toda España sin consideración de las fronteras legales.

En España, como en todas partes, el sistema de gobierno de Carlos V era la monarquía personal que ejercía a
través de unas instituciones centralizadas pero no unificadas, y el instrumento elegido por la monarquía
austriaca era el Consejo Real, que el emperador había heredado de Fernando e Isabel.

Los Reyes Católicos habían reorganizado el gobierno a través de consejos, reduciendo el número de sus
miembros e introduciendo la burocracia y la especialización, apareciendo consejos especializados en las
diferentes funciones del gobierno. Carlos V llevó aún más allá estas reformas, de manera que el gobierno
por medio de consejos se convirtió en el rasgo característico de la monarquía Habsburgo. Los consejos eran
asambleas, en las que la mayor parte de sus miembros eran juristas (no de la aristocracia), para la aplicación
de la política real.

Existían dos tipos básicos de consejos:


 El Consejo de Estado, un organismo honorífico y formal, formado por grandes del reino y oficiales,
cuya función teórica consistía en asesorar al monarca en los asuntos más importantes de la política
del Estado. Carlos V no confió en los grandes del reino para ocupar cargos políticos y su consejo
estaba formado por siete eclesiásticos y administradores.
Con todo, Carlos V no consultó regularmente al consejo sino que tomó las decisiones personalmente
con el asesoramiento de sus principales secretarios. En ocasiones, siendo reforzado en tales casos por
expertos militares, se transformó en un Consejo de Guerra al que Carlos V podía consultar sobre
cuestiones concretas.
 En segundo lugar, existía un grupo mucho más numeroso de consejos, que pueden ser calificados de
auténticos organismos administrativos y divididos en 2 categorías según el territorio que gobernaban
y la función que desempeñaban. Cada una de las partes constitutivas de la monarquía tenía su propio
consejo:
Según el territorio:
 El Consejo de Castilla tenía su origen en el Consejo Real medieval de los reyes de Castilla, que los
Reyes Católicos habían convertido en un organismo muy burocrático. Carlos V completó el proceso
de modernización de la institución sustituyendo a la aristocracia por miembros de la pequeña nobleza
y juristas. Como la mayor parte de los consejos españoles, desempeñaba funciones legales y
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administrativas. Como tribunal de justicia entendía las apelaciones de las audiencias. Como
organismo administrativo se ocupaba de la mayor parte de los asuntos internos de Castilla,
incluyendo aspectos de jurisdicción eclesiástica.
 Para la administración de los reinos del Levante peninsular Carlos V heredó el Consejo de Aragón
que, tras las reformas de Fernando se convirtió en una burocracia moderna, de la que quedó excluida
la nobleza. El Consejo de Aragón, además de administrar justicia, ejercía también funciones
administrativas generales. A esos efectos contaba con una cancillería y una tesorería perfectamente
organizadas, y cuyos miembros eran en su mayoría juristas procedentes de los 3 reinos.
 En 1555 los asuntos de Italia quedaron separados de la jurisdicción de Aragón, creándose un consejo
específico, a imagen del de Castilla.
 Los asuntos relativos al imperio colonial español ya habían sido asignados a un consejo especial, el
Consejo de Indias en 1524. Sin embargo, todos estos consejos territoriales sólo eran territoriales
nominalmente. De hecho, se trataba de instituciones centralizadas, que no estaban situadas en los
países que administraban sino al lado del monarca.

Finalmente, había un grupo de consejos a los que hay que reservar sin lugar aparte por las funciones
especializadas que desempeñaban:

Los más importantes eran el Consejo de la Inquisición, cuya jurisdicción se extendía más allá de los límites
de Castilla, abarcando al conjunto de España, y cuyas funciones equivalían prácticamente a las de un
consejo de asuntos eclesiásticos, y el Consejo de Hacienda, creado originalmente en 1522 para la
administración de las finanzas de Castilla pero que gradualmente se responsabilizó de suministrar a Carlos V
mayores recursos para sus guerras en el exterior. Entre los consejos funcionales se incluían una serie de
consejos subordinados como el de las órdenes militares, el de la Cruzada y, durante un determinado período,
el de la Hermandad.

A pesar de que el sistema fue perfeccionado por los Reyes Católicos y por Carlos V, el gobierno por medio
de consejos no era un instrumento eficaz para resolver los asuntos, debido a su farragoso procedimiento y a
la confusión de funciones administrativas y judiciales. De hecho, Carlos V no solía mantener un contacto
directo con los consejos, sino que se comunicaba con ellos a través de los secretarios, a los que hay que
considerar como la figura clave en el sistema de gobierno de la monarquía Habsburgo.

El cargo de Secretario se desarrolló en estatus y poder en el reinado de Carlos V. Las secretarías del
emperador, como las otras esferas de su gobierno, estaban organizadas sobre una base nacional y no
imperial, y en España la más importante era la de Castilla. Sin embargo, Aragón poseía ya una cancillería
burocrática estrictamente organizada.

La cabeza de la administración era el vicecanciller, que refrendaba todos los documentos reales y a quien
ayudaba en sus tareas un protonotario, que estaba a cargo de las 3 secretarías y de su gestión.

Cuando Carlos V se hizo cargo del gobierno de España conservó la estructura de la cancillería en Aragón.
En cambio, Castilla tenía un sistema diferente. El Consejo de Castilla era el principal organismo
gubernamental y todos los documentos tenían que llevar, al menos, la firma de 3 de sus miembros.

Los secretarios reales eran el punto de contacto, entre el soberano y el Consejo. Preparaban el orden del
día de las reuniones y, a través de sus ayudantes, eran responsables de la redacción de todos los documentos
reales, que tenían que ser refrendados por uno de los secretarios. En general, la administración castellana
estaba menos definida que la de Aragón, prestándose a la confusión o al abuso de autoridad. La necesidad de
tomar decisiones con mayor rapidez y el deseo del monarca de ejercer una autoridad sin cortapisas por
parte de los consejos fueron las causas de que el cargo de secretario viera ampliada su autoridad.

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Hay que mencionar a 2 secretarios a los que se puede calificar adecuadamente como secretarios de Estado
para distinguirlos del amplio grupo de secretarios cuyas funciones subordinadas hacía que fueran poco más
que meros empleados administrativos. El primero de esos secretarios de Estado es Francisco de los Cobos.
Nombrado secretario real en 1516, aunque compartía sus tareas con otros secretarios, no tardó en convertirse
en el personaje más importante del personal de la secretaría y, a raíz de las reformas de 1523, en la figura
que controlaba el nuevo Consejo de Hacienda, además de ser miembro y secretario de la mayor parte de los
restantes consejos. Todo ello le otorgaba un importante papel como coordinador. El ascenso de Cobos a
primer plano redujo a los demás secretarios a un papel secundario, provocando la rivalidad con otros
oficiales más antiguos, en especial con el Gran Canciller Gattinara. A partir de 1527 se hizo evidente que
el secretario Cobos, que ocupaba un cargo fuertemente institucionalizado, ocupaba el puesto de mayor
responsabilidad y confianza, al tiempo que la influencia de Gattinara, básicamente de carácter personal,
comenzaba a eclipsarse, dejando de ser incluso el principal consejero en los asuntos extranjeros.

En 1529, Nicolás Perrenot, Señor de Granvela, fue nombrado miembro del Consejo de Estado y comenzó a
participar de forma destacada en la política exterior. A la muerte, de Gattinara en 1530, el cargo de Gran
Canciller desapareció y el emperador asumió la responsabilidad personal de la política, sirviéndose de
Cobos y Granvela como sus principales agentes y consejeros, acordándose entre ambos una repartición de
funciones, que determinaba la especialización de Granvela en los asuntos exteriores e imperiales, mientras
que Cobos se encargaba del gobierno de Castilla.

Se puede considerar a Cobos como a uno de los creadores de la burocracia habsburguesa en Castilla. Fue él
quien reclutó y preparó para Carlos V un grupo de oficiales que gradualmente adquirieron un espíritu
corporativo y profesional; los seleccionó entre sus propios protegidos, que tenían experiencia en otras ramas
de la administración y en los que sabía que podía confiar. Al igual que Cobos, pertenecían a la pequeña
nobleza de ciudades pequeñas, tenían una mentalidad y una preparación burocráticas y les animaba el deseo
de conseguir beneficio y promoción. La clave para la promoción no era pertenecer a la nobleza ni poseer
educación, sino la red de influencias, los lazos familiares, los amigos y protectores. La actuación de esos
protectores no era tanto un acto de amistad personal como la forma de conseguir una clientela útil y la
creación de una trama de apoyos que pudiera ayudar al patrón.

La organización de la administración quedó claramente definida bajo la dirección de Cobos. Desde un


principio tenía a su cargo los asuntos referentes a Castilla, Portugal y las Indias, y a partir de 1530 quedaron
también bajo su responsabilidad los asuntos de Italia. Sin embargo, se guardó mucho en no interferir en la
labor de los secretarios de la Corona de Aragón.

El secretario era la figura clave en la distribución de la correspondencia recibida, ya fuera remitiéndola


directamente al monarca con un informe o derivándola hacia el consejo correspondiente.

Por tanto, todas las cuestiones llegaban al emperador después de haber sido exhaustivamente examinadas
por Cobos y los consejos.

Sin embargo, los secretarios no podían obrar milagros. Debido a que los intereses de Carlos V eran tan
variados, y al hábito cada vez más firme de seguir su propio criterio a la hora de tomar decisiones, se

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acumulaban los asuntos, que la maquinaria burocrática, aunque funcionaba con laboriosidad, no podía
controlar. Además, la burocracia llegó a ser un grupo de intereses y creció hasta convertirse en un auténtico
parásito. Los secretarios no sólo eran importantes como medio de acceso al monarca, sino que además
estaban próximos a la fuente de influencias. Cobos tendió a utilizar únicamente a sus protegidos,
monopolizando casi por completo el control de los cargos. Por otra parte, dedicaba mucho tiempo a observar
las tácticas y la política de sus rivales.

El emperador estaba al tanto de las maniobras que se desarrollaban en el seno de la administración para
conseguir poder, influencia y riqueza. En la “Instrucción Secreta” que envió a su hijo Felipe en mayo de
1543 cuando partió del país dejándolo como regente de España, Carlos V realiza un agudo análisis de las
facciones existentes en su gobierno. Era consciente de las rivalidades que existían entre los hombres que
había dejado con su hijo como consejeros en los asuntos de Estado.

Sin embargo, Carlos V sabía apreciar también al buen administrador y no albergaba dudas acerca de la
lealtad y eficacia de Cobos. Al final de su vida, gracias sobre todo a su capacidad y experiencia, y a la
confianza que el emperador había depositado en él, más que a la condición de su cargo, Cobos había
alcanzado una posición de poder e influencia y estaba al frente de una administración amplia y sumisa.

LA ANEXIÓN DE NAVARRA.

La posición geopolítica de Navarra en la intersección de Francia y Castilla, y el hecho de que fuera


gobernada desde 1234 por dinastías de origen francés otorgaban al reino de Navarra una situación política
muy peculiar en el ámbito hispánico.

Al morir 1479 Juan II de Aragón, casado con Blanca de Navarra, el reino pirenaico pasó a manos de la hija
de éstos, Leonor, separándose así Navarra de la herencia aragonesa de Fernando II con el establecimiento de
la dinastía Foix-Abret.

Los Reyes Católicos veían la presencia de una dinastía francesa al sur de los Pirineos como una amenaza a
la seguridad política y militar de sus reinos. La fórmula para garantizar un equilibrio político fue la
constitución de una especie de protectorado castellano sobre Navarra, establecido por una serie de acuerdos
que se iniciaron con el Tratado de Madrid de 1494, por el cual se permitió el establecimiento de
guarniciones castellanas en diversas fortalezas de aquel reino.

Esta neutralización política y militar de Navarra, que permitió la supervivencia de los Foix-Albret en el
trono del reino pirenaico, tenía, sin embargo, unas bases muy frágiles. Los reyes franceses no cejaron en sus
propósitos de reincorporar a su vasallaje estos dominios. Asimismo, el protectorado de los Reyes Católicos
sobre Navarra y la misma gobernación del reino eran problemáticos por los intensos lazos y grandes
intereses que ataban a los Foix-Albret como señores de amplios dominios franceses.

En 1512 los sucesos se precipitaron: las pretensiones de Luis XII de acaudillar una revuelta conciliar contra
el papa Julio II -aliado del Rey Católico- relanzaron los enfrentamientos franco-españoles.

El duque de Nemours murió en la batalla de Rávena y, al no tener hijos, sus derechos y reclamaciones sobre
Navarra y el Bearne pasaron a su hermana Germaine, la 2ª esposa de Fernando de Aragón. Ello obligó a dar
un giro radical a la política francesa.

Por el tratado de Blois de julio de 1512, Luis XII ofreció a Jean d'Albret y Cathérine la plena soberanía en el
Bearne, además de la posesión indiscutida y completa de la herencia de los Foix y una renta anual de 8 mil
libras tornesas, a cambio de una ruptura definitiva con el Rey Católico bajo la forma de una declaración de
guerra a Inglaterra, aliada en aquellos momentos de la monarquía española.

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Viendo el cariz de los acontecimientos, Fernando ya había solicitado al papa Julio II sendas bulas para
apoyar o justificar la conquista de Navarra, en julio de 1512 y con un ejército de 17.000 hombres al mando
del duque de Alba se anexiona Navarra, pero no fue hasta 1515 cuando incorporó su conquista a la Corona
de Castilla, al tratarse de una empresa militar ejercida desde posiciones militares castellanas.

EXPULSIÓN DE LOS MORISCOS.


Hecho capital en el reinado de Felipe III, es un paso decisivo por los personajes implicados (la reina y el
propio Lerma) y los criterios de seguridad empleados por el Consejo de Estado pero sobre todo las
concomitancias de los moriscos con los turcos, piratas y otros enemigos de la corona, a quienes se les
acusaba de pasar información en contra de España.

La expulsión comenzó en 1609 en el reino de Valencia en 1610 se extendió a los demás reinos y se terminó
en 1614 con la expulsión de los moriscos del valle de Ricote. Cierto vacío en la documentación, pero se
supone que unos 300 mil moriscos (sobre todo en Valencia, seguida de Aragón y en menor escala Cataluña
y escasamente en Castilla y Andalucía). Supuso gran pérdida demográfica y también económica por la
bajada en la productividad ya que los nuevos pobres no tenían ni la laboriosidad ni la resignación de los
moriscos.

Consecuencias de la expulsión de los moriscos.

La expulsión de los moriscos tuvo efectos distintos según las regiones. La pérdida total de población que
provocó fue de 275.000 personas, alrededor del 4%.

Mientras que Castilla se vio relativamente poco afectada, Aragón perdió el 20% de su población y Valencia
el 30% (importantísima pérdida de mano de obra). La repoblación de Valencia fue lenta e incompleta. Los
castellanos preferían emigrar a América que a Valencia. Sólo es posible especular acerca del número de
ellos que lo hicieron.

RIVALIDAD LUSO-CASTELLANA: EL TRATADO DE TORDESILLAS Y EL REPARTO DEL


OCÉANO.

Al trasladarse las principales rutas del comercio mundial del Mediterráneo al Atlántico, todos los países de
la franja costera occidental de Europa se beneficiaron de su posición geográfica. Pero son los 2 pueblos de la
Península Ibérica los que realizan las mayores empresas, dadas su vieja tradición marinera mediterránea y
las nuevas técnicas de las navegaciones atlántica, a lo que hay que sumar el fin de la Reconquista y la
organización de un Estado eficaz.
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El objetivo esencial de esta época es llegar a la India. Meta que se propuso alcanzar la corte portuguesa
desde principios del S. XV. Obra suya fue el descubrimiento de las costas africanas que empezó en 1415 con
la toma de Ceuta desde donde Enrique el Navegante impulsó la prosecución de la aventura. De 1415 a 1437
el fin fue rodear el Marruecos infiel por el S. para conquistarlo. Es la época del establecimiento en Madeira
y en las Azores. En 1434 se llegó a Cabo Bojador y en 1437 el descalabro ante Tanger introdujo un cambio
de métodos y perspectivas.

De 1437 a 1444 el proyecto se centra en llegar al país del oro. Llegan a Rio de Oro, al islote de Arguin, y a
Cabo Verde y sus islas.

De 1455 a 1475 el cambio hacia el E. de la costa africana plantea nuevos problemas y la muerte del príncipe
Enrique paraliza las empresas. Pero los portugueses llegan hasta Gabón, más allá del Ecuador, en 1475. Se
precisan los relieves de la costa y se establecen las dimensiones del continente; además se desarrolla el
aspecto económico con el comercio de malagueta (pimienta), oro, marfil y negros.

Después de 1480 el proyecto indio gana prioridad: el fin es encontrar la ruta del Este. En 1486 se llega al
trópico meridional y a partir de 1487 Bartolomé Díaz pasa a lo largo del Cabo y toca la costa de Natal, con
la certidumbre de haber rodeado el continente. En 1498 Vasco de Gama llegó a Calcuta donde, a pesar de las
hostilidades musulmanas, estableció vínculos con los príncipes indios.

Tras los descubridores llegaron los conquistadores. Portugal había de defender con las armas su posición en
el océano Índico y la India, así que, tras la expedición de Vasco de Gama, las flotas portuguesas hubieron de
combatir duramente contra los árabes y los indios, éstos instigados por aquellos. La política de la corte lusa
evolucionó desde la mera utilización económica de la ruta del SE a la fundación de un imperio colonial, a
base de puntos de apoyo fortificados y la exclusión de toda competencia.

La rivalidad hispano-lusa se manifestó al regreso de Colón de su primer viaje. Ante la reclamación


portuguesa de que los territorios les pertenecían por las bulas de Nicolás V y por el Tratado de Alcaçobas de
1479, Fernando e Isabel obtuvieron en breve plazo las famosas bulas de Alejandro VI, en 1493, que,
favoreciendo claramente a España, ponen la “raya” de demarcación entre las zonas de descubrimiento
español y portugués en un meridiano de 100 leguas marinas españolas al Oeste de la última isla de las
Azores. Todo lo situado más allá de esta línea pertenece a España. Juan II de Portugal no aceptó esta
donación pontificia y los RRCC se avinieron a una negociación que concluyó con el tratado de Tordesillas
(7-6-1494). Por este tratado se estableció la línea de demarcación a 370 leguas marinas al Oeste de las Islas
de Cabo Verde, que dividía al mundo de polo a polo. Las consecuencias fueron de una magnitud que
entonces no podía preverse, pues gran parte del Brasil quedaría así englobado en la órbita portuguesa.

Con la llegada de Magallanes a las islas de las Especias, donde se encontraron marineros lusos y españoles,
la rivalidad entre las cortes de España y Portugal a propósito de la posesión de las Molucas se acrecienta, ya
que resulta difícil dilucidar a cuál de los 2 hemisferios correspondía. Finalmente se firmó el tratado
hispanoportugués de Zaragoza (1529) por el que España renunció a sus derechos sobre las Molucas,
previo pago de unos 350 mil ducados para el emperador. También se situaba la línea de demarcación en el
grado 17 de longitud al Este de las Molucas. Las Filipinas quedaron en zona portuguesa, pero, una vez
conquistado México, en 1568 Legazpi se apoderó de estas islas.

La rivalidad luso-castellana comienza, como ya se ha visto, con las primeras expediciones (Islas Canarias,
Guinea, etc.), sin embargo, el hallazgo de Colón la intensificó.

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Los descubrimientos colombinos plantearon a los Reyes algunos problemas que resolvieron en muy pocos
meses, como el de la incorporación de las Indias a la Corona de Castilla y el derecho a ocupar las nuevas
tierras. Fueron dos cuestiones casi simultáneas e íntimamente relacionadas. Las Indias, como Canarias y
Granada, eran bienes gananciales del matrimonio formado por los Reyes Católicos. Como tales podían ser
puestas en la Corona de Aragón o en la de Castilla. Los monarcas decidieron anexarlas a Castilla y en un
plazo rapidísimo. Aunque se desconoce la razón de semejante decisión, está indudablemente relacionada con
la necesidad de tener que negociar con Portugal unos límites de lo descubierto, para lo que Castilla, y no
Aragón, contaba con un tratado básico que era el de Alcaçobas-Toledo.

La misma razón motivó el asunto de las bulas. Los Reyes Católicos aprovecharon la circunstancia de que el
Papa Alejandro VI era español para equiparar sus derechos sobre las Indias a los que los portugueses habían
logrado anteriormente en sus dominios africanos. Las bulas se dieron en 1493 y han planteado muchos
problemas, pues fueron documentos antedatados (sus fechas no corresponden al día, y a veces ni al mes, en
que se expidieron). Fueron cinco bulas, sin embargo, las únicas que establecieron donación fueron la
primera Inter Coetera y la Dudum Siquidem, mientras que la segunda Inter Coetera se limitó a señalar una
frontera entre los dos países descubridores (correspondiente al meridiano distante a 100 leguas al oeste de
las Azores y Cabo Verde).

No aceptó el monarca portugués la línea papal de demarcación y empezó una negociación diplomática entre
Castilla y Portugal. Juan II propuso que en vez de un meridiano se trazara un paralelo, reservando a los
portugueses la zona austral y dejando la septentrional para los españoles. Los Reyes Católicos insistieron en
el meridiano y ofrecieron correrlo más hacia el oeste: hasta 250 leguas e incluso 350 desde Cabo Verde,
pero Juan II siguió empeñado en que era necesario llevarlo más lejos, lo que hubo que aceptar al fin. Se
acordó colocarlo a 370 leguas al oeste de Cabo Verde. El convenio se plasmó en el Tratado de Tordesillas,
firmado el 7 de junio de 1494. Las tierras descubiertas o que se descubrieran al oeste de dicha línea serían
castellanas, y las situadas al este de la misma serían portuguesas. La nueva línea, que caería luego hacia la
desembocadura del Amazonas, permitió la ocupación de Brasil por parte de Portugal. El empeño del rey de
este país por conseguir el paralelo, o al menos un meridiano tan alejado de Cabo Verde, se ha interpretado
lógicamente como consecuencia de haber descubierto ya el Brasil, pues no se explica de otra manera.

IMPUESTOS DEL CAMPESINADO.

LA ALCABALA.

Impuesto de origen árabe que gravaba de las compraventas en un porcentaje del 10% sobre el valor de las
mismas en la Corona de Castilla. Era un impuesto indirecto que afectaba a toda la población, incluidos los
estamentos privilegiados, puesto que consistía en una contribución sobre todo aquello que se compraba o
vendía. Sin embargo, en la práctica muchos no la pagaban (algunos gremios artesanos que aducían la calidad
liberal, no manual, de su trabajo; como por ejemplo los plateros).En cuanto al porcentaje, rara vez se llegaba
al tope del 10%.

Durante el s. XV, junto con las tercias reales, a las que iba asociada, constituyó un 80-90% de los ingresos
totales de la Corona. El cobro de la alcabala se hacía de forma habitual mediante arrendamiento,
encargándose los distintos arrendadores de su recaudación. Las Cortes consiguieron el derecho de veto sobre
el aumento de las imposiciones y a partir de 1526 se convirtió en práctica regular para las ciudades el
“componerse” para la alcabala aportando una suma fija llamada encabezamiento, lo que supuso que el valor
relativo del impuesto fuera disminuyendo proporcionalmente al aumento de los precios.

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La venta de alcabalas a particulares por parte de la Real Hacienda (durante los s. XVI-XVII se enajenaron
muchas) fue una de las causas de la escasa recaudación que llegó a proporcionar este impuesto. Con Felipe
IV se pretende, por una parte, recobrar las alcabalas enajenadas, y por otra, se continúan vendiendo las de
algunos pueblos debido a necesidades bélicas. La pérdida de valor de la alcabala hizo imprescindible que el
servicio, contribución extraordinaria votada en Cortes, se convirtiera en un título regular, aumentando el
número de éstos a medida que decrecía el valor de la primera.

DIEZMO.

Décima parte de la producción agrícola que se repartía entre la Iglesia y el Estado, siendo un gran ingreso
eclesiástico considerado de derecho divino, que todo cultivador debía entregar con una triple finalidad:

a) Mantenimiento del clero

b) Mantenimiento de edificios de culto

c) Ayuda a los pobres

Los problemas que presentaba la correcta aplicación de estos principios queda patente en la legislación
castellana del siglo XIV que precisaba la obligación de los diezmos.

Impuesto eclesiástico consistente en el 10 % de la producción agrícola y ganadera, generalmente pagado en


especie. Durante el Antiguo Régimen fue el impuesto más seguro para la economía eclesiástica y constituyó
una segunda fiscalidad para todos los productos agrícolas y ganaderos laicales y eclesiásticos seculares,
quedando libre de ella el clero regular.

En Europa el diezmo se pagaba generalmente sólo a la Iglesia, pero en España la situación era distinta.
Desde 1219 el Papado cedía una parte proporcional (dos novenos) a la Corona castellana, donación
confirmada en 1494, recibiendo entonces el nombre de tercias reales. Por tanto, el diezmo era un impuesto
pagado tanto al Estado como a la Iglesia.

La parte del diezmo que ingresaba la Iglesia estaba destinada a la manutención del clero local y a la diócesis.
En la época moderna la distribución se hacía de la siguiente manera: el párroco recibía el diezmo y hacía la
tazmía ( distribución entre los interesados).Él se quedaba con una tercera parte, otro tercio se destinaba al
alto clero diocesano y la tercera parte restante se repartía así: un 33% se aplicaba a las fábricas de las iglesias
(sostenimiento y reparaciones) y el 67 % restante lo cobraba la Real Hacienda en concepto de tercias o el
señor jurisdiccional, a favor del cual la Hacienda lo hubiera enajenado. Felipe II obtuvo del Papa el
excusado, que era el diezmo del mayor dezmero de cada parroquia.

Los ingresos totales alcanzados en concepto de diezmo eclesiástico eran muy elevados debido a la fuerte
carga que significaba este impuesto sobre el campesinado productor.

La resistencia al pago ocasionó frecuentes revueltas populares.

La revolución liberal redujo en 1821 la tasa de los diezmos a la mitad. Fueron abolidos en 1841.

SERVICIOS ORDINARIOS Y EXTRAORDINARIOS.

Impuesto personal aprobado por las Cortes por un período de tres años del que estaban exentos la nobleza
y el clero.

Servicio.
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Contribución extraordinaria concedida por las Cortes a los monarcas cuando la recaudación de tributos
ordinaria era insuficiente para sufragar nuevos gastos.

Generalmente, los gastos ordinarios se atendían con las rentas de la Corona, pero los imprevistos,
originados casi siempre por la política exterior, debían ser expuestos ante las Cortes para conseguir los
servicios necesarios; de ahí el poder de influencia de esta institución en los tiempos modernos. Sólo los
pecheros estaban obligados a contribuir, mientras que los estamentos privilegiados quedaban exentos. En
la práctica existían diferentes vías para adquirir la inmunidad tributaria, entre ellas la compra de hidalguías.
Padrones, recaudadores, etc. eran los mecanismos institucionales habituales para obtener la recaudación.

Hasta comienzos del XVI las Cortes consiguieron mantener el carácter extraordinario de los servicios, pero
el incremento del poder monárquico los convirtió paulatinamente en ordinarios.

La política imperial empujó a Carlos V a la búsqueda de nuevas fuentes de ingresos, por lo que se inició la
distinción de dos tipos de servicios: ordinarios, previa reunión de las Cortes, y extraordinarios, que sólo se
concedían en caso de necesidades especiales.

El procedimiento recaudatorio más habitual era entonces el repartimiento, aunque no se renunció a la


utilización de otros mecanismos encaminados a aumentar la base social de los contribuyentes. Desde 1590
las Cortes otorgaron un nuevo concepto, el de los millones.

MILLONES.

Impuesto aprobado por Felipe II que afectaba al contribuyente común, no a los privilegiados. Se aprobó en
1590 y exigió una negociación con las Cortes. Hubo desórdenes en algunas ciudades y especialmente entre
un grupo de caballeros de Ávila, que fueron castigados.

Las consecuencias de esta fiscalidad implacable fueron el empobrecimiento del campesinado (peste,
hambre), despoblación del medio rural, reducción de la demanda de bienes de consumo con repercusión
negativa en la industria.

Conjunto de arbitrios municipales dirigidos y organizados por las ciudades para atender las necesidades
fiscales de la Corona. Gravaban los productos de primera necesidad (vino, aceite, carnes y vinagre en un
principio) y se llamaba “servicio de Millones” porque se pagaba en millones de ducados. Entró en vigor en
1590 y se mantuvo vigente hasta la reforma tributaria de 1845.

El primero, concedido a Felipe II para sufragar los gastos de la Armada Invencible, fue de una cuantía de 8
millones, a pagar en un período de 6 años. Las ciudades diseñaron un reparto entre todos los distritos, a
excepción de aquellos que se negaron a aprobar el servicio. En este sentido, este impuesto suponía la
obtención por parte del poder urbano de plena autonomía fiscal en sus distritos.

Con el tiempo los millones pasaron a ser una contribución voluntaria y extraordinaria, a tener un carácter
permanente, debido a la fuerte presión fiscal de la Corona.

El impuesto lo abonaba el vendedor, repercutiéndolo sobre el consumidor por medio de sisadas en un


octavo: así, por ejemplo, un azumbre (cuatro cuartillos) de vino tenía en realidad sólo 7,18 de azumbre.

Los millones tuvieron desde el principio muchos adversarios, aunque sus defensores decían que era un
impuesto equitativo, ya que afectaba a todos en proporción a su consumo, y en consecuencia, a su fortuna.
Lógicamente, era más gravoso para los pobres, pues recaía sobre los artículos de primera necesidad. Aunque
se intentó que este impuesto desapareciese, no sólo no se logró sino que se acentuó el pago aún más.
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El recargo de los precios de los productos de primera necesidad dio lugar al incremento del fraude y de los
gastos de recaudación de manera que el rey recibía una cuarta parte de los doce millones anuales que
tributaba el pueblo por las sisas. Este recargo sobre los productos favoreció y promovió el contrabando.

Los eclesiásticos por sus privilegios y los nobles por las influencias que tenían en el gobierno municipal
tributaron poco, e incluso se lucraron con el fraude y con la obtención de los cargos superiores para la
administración de los millones.

Se llegó a crear una Comisión de Millones dirigida por la Diputación del Reino para administrar el servicio.

CONTRIBUCIONES DIRECTAS DE LA IGLESIA AL ESTADO.

TERCIAS REALES.

Contribución que hacía la Iglesia a la Hacienda Real consistente en una participación de dos novenos del
diezmo, lo que suponía un 22% de la cantidad total.

Se cobraron unidas a las alcabalas aunque fuesen impuestos distintos. Para su cobro la Corona empleó el
sistema de encabezamiento que era un contrato entre la Corona y las ciudades por el que éstas se
comprometían a entregar a la Real Hacienda una cantidad al año en concepto de alcabala o tercias, durante
un período acordado.

La abolición de las tercias llegará en 1841, junto a la de los diezmos.

EXCUSADO.

Nuevo impuesto que se implantó para contribuir a costear la guerra en Flandes, que consistía en el diezmo
total de la propiedad más valiosa de cada parroquia, del año 1567.

Impuesto pagado por la Iglesia a la Hacienda Real consistente en la totalidad del diezmo aportado por la
primera casa dezmera de cada parroquia, el llamado primer excusado. Fue concedido por el papa Pío IV a
Felipe II en 1571 para el sostenimiento de la guerra contra turcos y herejes, aunque no entró en vigor el
cobro de este impuesto hasta 1573. Su nombre se debe a que las primeras casas dezmeras quedaban
excusadas de pagar a la Iglesia.

Existían también el segundo y tercer excusado, que correspondían a la segunda y tercera casa de dezmeras.

Era un impuesto injusto y desigual porque había pueblos en los que una finca absorbía casi toda la riqueza.

Posteriormente, la Iglesia prefirió concertar una cantidad fija anual que repartía entre las diócesis de modo
análogo al subsidio.

Desde mediados del s. XVIII por orden de Carlos III, el excusado se administraba por cuenta de la Real
Hacienda. Despareció en el s. XIX junto con el diezmo.

LA CRUZADA.

Impuesto que les fue concedido a los Reyes de España por una bula pontificia y que debían pagar tanto los
laicos como los eclesiásticos. Había sido concedida en un principio como contribución directa auxiliar para
ayudar a los monarcas en su lucha contra los moros, pero en el reinado de Carlos V se convirtió en una
fuente de ingresos que habían de pagar cada tres años todos los hombres, mujeres y niños que deseaban una

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bula de indulgencia. Fijado a un precio de dos reales por bula, este impuesto proporcionó durante el reinado
del emperador una suma de unos 150 mil ducados.

Impuesto que la Iglesia pagaba a la Real Hacienda. Las bulas de cruzada nacen de la necesidad de financiar
la Reconquista: se vendían indulgencias a precio fijo a todo aquel que quisiera comprarlas. Con el paso del
tiempo, la bula de cruzada tuvo otro objetivo, ya que reducía los días de ayuno y abstinencia. Su precio se
fijó en dos reales de plata, comprándola prácticamente todo el mundo, invariablemente de su poder
adquisitivo. Se convirtió en una renta considerable, creándose para su administración el Consejo de Cruzada.
Desapareció a mediados del s. XIX.

SUBSIDIO.

Contribución que hacía la Iglesia a la Real Hacienda concedida por el papa Pío IV a Felipe II en 1561. Su
cuantía era de 420.000 ducados anuales destinados a pagar los gastos de la guerra contra turcos y berberiscos
en el Mediterráneo. La concesión se hizo por quinquenios renovables, no de modo permanente. No siempre
se utilizaron para los fines en los que surgió, despareciendo con la caída del Antiguo Régimen.

OTROS IMPUESTOS.

ALMOJARIFAZGO.

Derecho de aduana que gravaba las mercancías a la entrada o salida de un núcleo de población. De origen
árabe, fue incorporado en Castilla al conjunto de las rentas, permaneciendo vigente en los lugares en donde
los musulmanes lo habían establecido.

En el s. XV se obtuvo poco dinero de este impuesto, siendo a veces enajenado a favor de los Concejos o de
los señores.

Existían dos tipos de almojarifazgo de notable interés: el Almojarifazgo Mayor de Sevilla, renta de gran
significación económica, y el almojarifazgo de las Indias.

 El Almojarifazgo Real de Sevilla se encargaba de los derechos que pagaban los géneros de esta
ciudad así como los de la costa andaluza y murciana. Las tasa oscilaban entre el 5 al 20 %.
 El almojarifazgo de las Indias gravaba todas las mercancías que se comercializaban entre España y
América. Consistía en un 5 % del valor de los géneros que se exportaba o importaban de las Indias,
más el 10 % de las alcabalas. Los Reyes Católicos concedieron la exención de este impuesto en 1497
pero Carlos I suspendió tal privilegio.

La recaudación y administración del almojarifazgo la hacían en Sevilla y Cádiz los funcionarios del puerto
en representación de la Corona, y en tierras americanas los llamados oficiales reales del cuerpo de
funcionarios de la Real Hacienda. Con frecuencia se arrendó o administró junto con el Almojarifazgo Real
de Sevilla, ya que estaban en relación muy directa, sobre todo porque la administración de ambos se
realizaba en la misma ciudad.

Para evitar el fraude en la valuación de las mercancías se emplearon varios sistemas. La declaración jurada
del comerciante fue sustituida en 1624 por la división de artículos en diferentes grupos, cada uno con su
valor uniforme. En 1660 se estableció el sistema de cupos fijos que pagaban los comerciantes por
repartimientos anuales.

Con Carlos III el almojarifazgo fue absorbido por los nuevos aranceles generales.

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SEÑORÍO O RÉGIMEN SEÑORIAL.

El señorío era un dominio territorial cuyo titular disponía, en mayor o menor medida, de patrimonio, rentas y
jurisdicción, merced a una concesión regia, puesto que era la Corona la que traspasaba ciertas competencias
públicas a un particular. Dicha institución permaneció prácticamente inalterada durante los 3 siglos de la
modernidad y de ella disfrutaron fundamentalmente la nobleza titulada y el clero.

Desde el siglo XII la Corona, en su interés por crear un poderoso sector de aliados para llevar acabo la
reconquista y repoblación del territorio, delegó ciertas funciones en algunos nobles sin renunciar por ello a
su soberanía. Al comienzo de la Edad Moderna, España se encontraba dividida en multitud de
jurisdicciones, cuyo control se repartían la Corana, la nobleza y la Iglesia. Así, extensas zonas del país
escapaban a la autoridad real, ya que tanto las finanzas como la justicia estaban en manos de los señores.

Bajo los Austrias, la nobleza incrementó su jurisdicción y sus posesiones. Tampoco se impuso límite alguno
a la acumulación de propiedades por parte de la Iglesia, las cuales estaban exentas de tributación. Los
RRCC mantuvieron firmemente su oposición al incremento de las jurisdicciones nobles, pero las
enajenaciones territoriales del siglo XVI fueron masivas, por lo que se produjo un importante aumento en
Castilla.

Las ventas prosiguieron durante la siguiente centuria, principalmente bajo Felipe IV, sobre todo las de tipo
jurisdiccional, con lo que se reforzó considerablemente el régimen señorial es España.

En el siglo XVIII con la nueva dinastía Borbónica, comenzó un retroceso y gracias a la Junta de
Incorporación (1707), se intentó la recuperación de los señoríos obtenidos de forma legítima.

Los señoríos fueron abolidos por las Cortes de Cádiz por decreto de 6 de agosto de 1811.

Los señoríos respecto de los conceptos de propiedad territorial y de jurisdicción podían ser de varias clases:

Señorío territorial: en el que los señores eran ante todo propietarios de la tierra, lo que suponía para la
población ciertas obligaciones para su tenencia.

Señorío jurisdiccional: donde el señor ejercía los derechos que le habían sido concedidos para administrar
justicia, recaudar impuestos, nombrar cargos y reclutar hombres para el rey, pero no gozaba de la propiedad
de la tierra.

Señoríos mixtos: la propiedad y la jurisdicción se daban a la par. Atendiendo al concepto de titularidad


individual o colectiva, laica o eclesiástica, existían también diferentes tipos de señoríos:

- Infantazgos: eran los señoríos de los hijos del rey.


- Señoríos de las Órdenes Militares: sometidos al Consejo de Órdenes desde la incorporación de los
maestrazgos a la Corona en la época de los RRCC.
- Abadengos o eclesiásticos: concentrados sobre todo en las cercanías de las ciudades importantes.
- Behetría: cuando los habitantes designaban voluntaria y temporalmente a su señor.
- Nobiliarios o solariegos: eran aquellos cuyo carácter variable según la extensión de la tierra
perteneciente al señor. Se caracterizaban porque sus vasallos (solariegos) obtenían derechos de
herencia de sus señores a cambio de ciertos deberes o servicios.

Grupo social predominante en la sociedad era la nobleza, grupo terrateniente hereditario y privilegiado de
origen militar. Su riqueza era básicamente agraria y se ejercía por medio del régimen señorial. Este régimen
no se limitaba a la propiedad de la tierra, sino que incluía un importante factor de autoridad pública. El
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señorío comprendía de entrada una base territorial, aunque el señor solía tener sus tierras cedidas por medio
de algún tipo de contrato a los cultivadores. En el mejor de los casos el señor podía limitarse a cobrar una
cantidad ligera o un tributo simbólico y devaluado en señal de su dominio, como la martinega en Castilla.
Pero lo normal era que recibiera una parte variable de la cosecha del campesino.

El señor era también autoridad pública en sus dominios. Le correspondía el nombramiento o control de los
municipios y la administración de la justicia, siendo difícil la apelación a los tribunales reales, que
comenzaban a organizarse. También se consideraban de índole pública, como regalías, una serie de
monopolios económicos (horno, molino, almazara, peaje, portazgo, etc.) que ponían en manos de los señores
el control de la actividad económica y les reportaban substanciosos beneficios. En Castilla muchos nobles
usurparon el cobro de rentas reales, como alcabalas, que quedaron privatizadas en su poder.

ENFITEUSIS.

Según el derecho romano la enfiteusis era una cesión perpetua o por largo tiempo del dominio útil de un
inmueble, mediante el pago anual de un canon al que hacía la cesión, el cual conservaba el dominio directo.
El enfiteuta tenía sobre el fundo (finca rústica) un derecho dominical que podía enajenar y transmitir a los
herederos, siempre que pagasen el canon o renta. Si éste no se pagaba o se dejaba de notificar la enajenación
al propietario, el derecho de enfiteusis se extinguía.

El dominio directo y el dominio útil no debían coincidir en la misma persona para que se diera la propiedad
enfitéutica.

La concesión de una tierra en enfiteusis suponía el compromiso por parte del enfiteuta de mejorar durante un
periodo o a perpetuidad, aparte de pagar el canon.

En España los contratos o censos enfitéuticos tuvieron gran difusión, adquiriendo especial importancia en
algunas zonas, como por ejemplo, en Cataluña, la rabassa morta y en Galicia, el foro.

En Cataluña eran enfiteutas grandes señores útiles que, a su vez, habían concedido contratos en enfiteusis a
muchos campesinos. Los propietarios catalanes y los foreros de Galicia presionaron firmemente para evitar
que se pusiera en marcha la redención de censos prevista en sucesivos proyectos. En el año 1945 fue cuando
se vio la posibilidad de redimirlos.

IMPUESTOS.

CENSO.

En teoría se trataba de un contrato de compraventa asegurado de ordinario con la garantía de una tierra o de
un inmueble, pues lo que se vendía era el capital y el precio de la venta eran los intereses que este capital
devengaba hasta que fuera reintegrado.

Contrato mediante el cual se pagaba un interés anual en concepto de devolución de un préstamo, asegurando
este pago con bienes raíces; por extensión, se llamaba censo a los pagos anuales (en la Corona de Aragón,
censals).Aunque la Iglesia tradicionalmente prohibía la usura, el censo y sus variantes estaban muy
generalizados en el s. XV en toda la Europa occidental.

Estaban los llamados censo enfitéutico, que era una cesión a largo plazo de una finca en la que el propietario
conservaba el dominio directo y censo al quitar, que era un préstamo a corto plazo. Se pagaba en moneda o
en especie y las tasas de interés eran el punto clave de este tipo de inversión. En Castilla la tasa máxima

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permitida en 1534 era del 7.14 %, pero en la práctica llegó a ser superior, sobre todo en censos pagaderos
por un periodo de una o dos vidas. En el s. XVII descendió al 5%.

Los que adelantaban los censos eran en su mayoría habitantes de las ciudades, burgueses o clérigos. Los
beneficios obtenidos facilitaron una movilidad social entre la burguesía e incrementaron el control
eclesiástico sobre la tierra, ya que estuvieron al alcance de todos los estamentos sociales que fueron
poseedores de bienes (campesinos, artesanos, señores...).

En teoría el censo tenía como objetivo que los campesinos mejorasen sus pertenencias, lo cierto es que en la
práctica muchos labradores perdieron sus propiedades y los censualistas vieron incrementados sus ingresos y
bienes a costa de los campesinos.

En Castilla y Navarra el censo tuvo una gran incidencia económica y social debido al importante papel
desempeñado por la Iglesia como censualista.

Termina despareciendo en la primera mitad del s. XIX.

JURO.

Consistían en títulos que autorizaban a sus poseedores a cobrar las rentas de un determinado impuesto. En
1480 las Cortes lograron una reducción de los juros, con una rebaja del interés. Para hacer frente a la guerra
de Granada, los Reyes Católicos tuvieron que solicitar empréstitos y poner en venta juros. Carlos V continuó
esta práctica a una escala tal que llegó a alcanzar enormes proporciones. Los juros eran comprados por
banqueros extranjeros y del país, por comerciantes y por nobles. En general por todo el que tuviera dinero
para invertir. El resultado fue el nacimiento de una clase poderosa de rentistas ”juristas”.

Es la primera versión de la deuda pública castellana del Antiguo Régimen. Se denomina juro a la pensión
anual que el rey concedía, con cargo a las rentas de la Corona, a determinadas personas o instituciones
que obtenían el derecho a percibir cierta cantidad en metálico o en especie, como merced por un servicio
prestado. Los juros se situaban sobre una renta concreta de la Corona.

En la Edad Media los juros podían ser de dos tipos: perpetuos o de heredad, que eran los que podían
venderse o eran transmisibles por herencia; y los vitalicios, que se concedían durante la vida del tenedor o la
del rey.

La necesidad de obtener capitales para financiar las campañas llevó a la Corona a emitir y vender títulos
para conseguir fondos a cambio del pago de unos intereses anuales. Estos títulos recibieron la
denominación de juros al quitar, ya que con ello se indicaba que podían ser amortizados aunque lo cierto es
que se convertían en una deuda a largo plazo.

Al principio tuvo un interés fijo pero comenzó a sufrir variaciones estableciéndose en torno al 7 y 5 %.

LA INQUISICIÓN.

La Inquisición no fue un invento español. Fue creada por el papado, en 1233, contra la herejía albigense
en el sur de Francia, de donde pasó luego a España. Esta primitiva Inquisición dependía del Papa y de los
obispos y ya a fines del siglo XV estaba prácticamente extinguida.

La Inquisición española fue creada para ocuparse de los judíos conversos, algunos de los cuales se
distinguieron por su encarnizamiento contra sus antiguos correligionarios, como el franciscano Alonso de

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Espina y el jerónimo Alonso de Oropesa. El propio fray Tomás de Torquemada, primer inquisidor general
de Castilla y Aragón, era probablemente de estirpe conversa, aunque no está del todo claro.

La bula de Sixto IV autorizando el establecimiento de la Inquisición se expidió el 1 de noviembre de 1478;


dos años después llegaron a Sevilla los primeros inquisidores y en 1481 se celebró en dicha ciudad el primer
auto de fe.

La Inquisición española fue creada con el rango de un Consejo de Estado, el Consejo de la Suprema y
General Inquisición, con jurisdicción sobre todos los asuntos relacionados con la herejía. Para asegurar el
control real sobre la nueva institución y excluir el del Papa, los RR.CC. crearon un nuevo cargo, inexistente
en la Inquisición medieval, el inquisidor general, máxima figura de la institución y cuyo nombramiento
correspondía exclusivamente a la Corona, al igual que el de los funcionarios subordinados, aunque en la
práctica estos últimos eran designados por el inquisidor general y por la Suprema. Ésta, nombrada también
por la Corona, estaba formada por seis miembros, entre los que se incluían representantes de la orden de los
dominicos y del Consejo de Castilla. La Suprema conocía las apelaciones de los tribunales locales y
controlaba la administración financiera de la Inquisición, sus propiedades y los procedimientos de sus
confiscaciones, cuyos beneficios iban a parar al tesoro real. Los tribunales provinciales estaban formados
por dos o tres inquisidores, asistidos por numerosos personal auxiliar, administrativo y subalterno.

En los asuntos de herejía, la Inquisición tenía jurisdicción sobre toda la población secular y sobre todo el
clero, aunque no sobre los obispos, quedando excluidos todos los demás tribunales. Sus sentencias eran
inapelables, incluso ante el Papa, pues estaba subordinada a la autoridad real. Uno de los rasgos más
peculiares, pues, de la Inquisición española era la combinación de la autoridad espiritual de la Iglesia con el
poder temporal de la Corona.

Aunque el máximo inspirador de la Inquisición española fue el dominico Alonso de Hojeda, los dominicos
sólo estuvieron en el primer plano al principio, pero muy pronto perdieron notoriedad. Los inquisidores eran
casi siempre miembros destacados del clero secular, titulados universitarios que se estaban labrando una
carrera en la Iglesia o en el Estado. En realidad, la primera ofensiva de los dominicos se alimentaba del
antisemitismo de las masas. Así, la primera generación de familiares, agentes de la Inquisición con la
función de informadores de la herejía, fue reclutada entre las clases populares, más que entre las clases
sociales elevadas, que sólo más tarde se interesaron en ocupar puestos en la Inquisición.

El procedimiento legal de la Inquisición española suponía la conjugación de dos funciones: la judicial y la


de policía pues tenían también poderes de investigación.

Además del castigo de los transgresores buscaban su confesión y su retractación para salvar sus almas.
Mientras que el procedimiento de la medieval era la simple inquisitio, en la que el inquisidor actuaba como
fiscal y como juez, la española procedía teóricamente con mayor imparcialidad, a través de la acusatio, con
un fiscal público como acusador, y los inquisidores actuando sólo como jueces. Pero era únicamente una
ficción legal y suponía solamente que el inquisidor contaba con un letrado preparado para realizar la
acusación. Eran los inquisidores los que reunían las pruebas, actuando a la vez como fiscales y como jueces.

Cada localidad era visitada anualmente por un inquisidor que publicaba un Edicto de Fe que obligaba a todo
cristiano, bajo pena de excomunión, a denunciar a cualquier hereje conocido. Cuando el tribunal consideraba
que existía una situación sospechosa, comenzaba publicando un Edicto de Gracia, que concedía un período
de 30 ó 40 días a todos los que desearan presentarse y confesar sus faltas. Los que se acogían a él podían
salir del paso con penas muy ligeras, pero la mancha que caía sobre ellos era imborrable; además, exigía una
condición: que el penitente revelara quienes eran sus cómplices. En ambos edictos existía la posibilidad de
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cometer graves abusos, en especial el Edicto de Fe, al exigir la denuncia, obligaba a los fieles a colaborar
con la Inquisición convirtiéndoles en espías, siendo además una tentación para dar rienda suelta a los
rencores privados.

El procedimiento inquisitorial era durísimo, incluso para la época, como el secreto riguroso sobre la
identidad de los acusadores y de los testigos de éstos, y la transmisión de la infamia a los descendientes de
los reos, los cuales quedaban inhabilitados para ciertos cargos y honores. Aparte de estas incapacidades
legales, eran víctimas de un ostracismo social, porque los nombres de los condenados se exhibían
públicamente en tablillas y los sambenitos que habían llevado se colgaban en ciertos templos. La única
garantía que tenía el acusado era hacer una lista de sus enemigos y, si entre ellos se encontraba alguno de sus
acusadores su testimonio era rechazado. Al acusado se le asignaba un abogado de oficio, pero podía
recusarlo y solicitar otro. Se le destinaba también un consejero cuya función era convencerle de que debía
realizar una confesión sincera. La presión del consejero, junto con el secreto de los acusadores, debilitaba la
posición del acusado, a lo que había que añadir la posibilidad de la utilización de la tortura para conseguir
pruebas y una confesión.

Este procedimiento de reunión de pruebas era largo, a veces de cuatro o cinco años, y al final del mismo se
pronunciaba la sentencia. Si el acusado confesaba su culpa en el curso del juicio, antes de que se hiciera
pública la sentencia, y se aceptaba su confesión, era absuelto y se le aplicaba un leve castigo. En el caso
contrario era absolutoria o condenatoria. El veredicto de culpabilidad no implicaba necesariamente la
muerte, sino que dependía de la gravedad del caso.

Las penas, que derivaban del derecho civil y canónico medieval, podían suponer una penitencia, una multa o
el azote, en el caso de ofensas menores, y las galeras o la confiscación de propiedades para las penas más
graves; la pena de muerte era rara en proporción al número de casos. Sin embargo, un hereje arrepentido que
reincidía no escapaba a la pena de muerte. Quienes persistían en la herejía o continuaban negando su
culpabilidad eran quemados vivos, pero los que se arrepentían en el último momento, habiendo sido
publicada ya la sentencia, primero eran estrangulados y luego quemados. La ejecución no era realizada por
la Inquisición sino por las autoridades locales, pero sólo los casos más notorios terminaban en un auto de fe,
en los demás casos las sentencias se daban a conocer privadamente.

Aunque la Inquisición española fue establecida para ocuparse los conversos, se ocupó también de los moros
convertidos o moriscos, y de los herejes españoles, ya fueran protestantes o de cualquier otro credo. Sin
embargo, la Inquisición sólo tenía jurisdicción sobre los cristianos y no era un medio para conseguir la
conversión de los no creyentes por la fuerza. Castigaba la herejía y la apostasía, pero no la profesión de una
fe distinta, siendo el bautismo un requisito necesario para que existiese herejía.

Por esa razón, tanto los judíos como los musulmanes y los indios americanos quedaban al margen de su
autoridad. No obstante, la Inquisición española se ocupó también de casos de bigamia, sodomía y blasfemia
y, ocasionalmente, realizó funciones administrativas, como el cumplimiento de los reglamentos aduaneros
en las fronteras.

El excesivo rigor de la Inquisición española motivó muchas protestas, en primer lugar del propio Sixto IV,
quien quiso dar marcha atrás, pero los reyes no lo consintieron. Hubo también intentos desesperados por
parte de los conversos más amenazados: una conspiración en Sevilla fue descubierta y otra, en Zaragoza,
tuvo como resultado el asesinato del inquisidor Pedro Arbués en la catedral y que fue seguida de un
recrudecimiento de la persecución (1485). En la Corona de Aragón la Inquisición encontró una fuerte
oposición porque era considerada como un agente de la intervención castellana y una posible amenaza para
sus intereses económicos, pero Fernando respondió otorgando al tribunal una fuerte protección real. En
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cuanto a las posesiones italianas, hubo Inquisición, dependiente de la española, en Sicilia y Cerdeña, pero no
en Nápoles, que amenazó con una sublevación armada si el proyecto se llevaba a cabo.

Sobre la naturaleza y fines del tribunal de la Inquisición se han emitido diversos pareceres. Algunos
historiadores le han negado su carácter eminentemente eclesiástico aduciendo que, en la práctica, dependía
de los reyes; pero se olvida que los reyes de España, como los del resto de Europa, tenían también una
autoridad eclesiástica más o menos reconocida por la Santa Sede. Los raros casos en que fue utilizada con
fines políticos no autorizan a negar el carácter principalmente religioso de aquella institución.

Íntimamente ligada con la cuestión anterior está la de saber qué finalidades perseguía. Llorente y Hume
aseguraron que la Corona pretendía lucrarse con el dinero de las confiscaciones, aserción que, según
Domínguez Ortiz, no se sostiene, pues, aunque al principio recaudó sumas considerables, la Inquisición no
fue un buen negocio, nunca fue una institución rica y los reyes tuvieron que ayudarla en muchas ocasiones.

Para Lynch, las razones decisivas de la creación de la Inquisición en España fueron el temor a la apostasía
de los judaizantes y la convicción de que la Iglesia y el Estado estaban siendo socavados desde dentro.
Respecto a esto último, opina que, si bien es cierto que el objetivo principal de la Inquisición no fue despojar
a los conversos de sus bienes, éste no estuvo ausente en los cálculos oficiales. Afirma, no obstante, que la
situación financiera de los tribunales regionales fue siempre precaria y que necesitó el apoyo de la Corona y
de las elites locales.

Para Henry Kamen, aunque los motivos religiosos fueron medulares, afirma que también reflejaba la alianza
de las clases feudales con el pueblo para expulsar de los poderes municipales a judíos y conversos; opinión
que comparte con Haliczer. Cabría preguntarse entonces por qué la Inquisición reprendió más de una vez a
los señores por favorecer a los judíos y conversos.

Domínguez Ortiz concluye que la Inquisición fue un tribunal religioso que, por su dependencia de los reyes
y la amplia esfera de sus atribuciones, tuvo notables repercusiones en la vida espiritual, ciertas repercusiones
políticas y una moderada incidencia en aspectos secundarios de la vida social.

LOS ÓRGANOS DE GOBIERNO DE LA NUEVA MONARQUÍA.

Los RR.CC. representantes de la monarquía autoritaria, procedieron a la sujeción de los estamentos


(nobleza, municipios, Iglesia y Cortes) al poder real: disminuyeron las facultades de las Cortes, sustituidas
en lo posible por los Consejos, simples órganos consultivos; codificaron las leyes; reorganizaron la
Hacienda, las fuerzas militares y la administración de justicia, intervinieron en los municipios por medio de
los corregidores y, en cuanto a la Iglesia, lograron del papa Sixto IV la ampliación del patronato real en la
provisión de cargos e impulsaron la reforma del clero.

El paso previo fue la pacificación del reino, antes, incluso, de que terminase la lucha dinástica, con las
campañas punitivas contra los nobles rebeldes. La aristocracia castellana, que había monopolizado los frutos
de la reconquista de España a los moros –tierras y cargos públicos-, tenía el poder suficiente para convertirse
en una autoridad independiente que desafiaba a los reyes, se adueñaba de las tierras de la monarquía y
utilizaba el poder así obtenido como instrumento de sus propias ambiciones. Galicia y Asturias eran dos
importantes focos de inseguridad, y sobre ellos actuaron los monarcas, sometiendo a la nobleza levantisca,
derribando fortalezas y restituyendo a la Corona muchas tierras usurpadas. En otro orden de cosas, se
declararon ilegales las guerras privadas, se suprimió la figura del adelantado –gobernador de los territorios
fronterizos- y se circunscribió a los funcionarios de la Corona a la realización de funciones precisas y
limitadas, privándolos de toda influencia en el gobierno y en el diseño de la política. Además, los

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maestrazgos de las Órdenes Militares, que habían sido uno de las principales fuentes de desorden, fueron
incorporados a la Corona.

El absolutismo regio tenía su raíz ideológica en el romanismo, si bien estaba mitigado por las exigencias de
la Ley Divina, además de no ser incompatible con la teoría de un pacto entre gobernantes y gobernados. Por
ello, las RR. CC. Mantuvieron esa voluntad de poder, pero, a la vez tuvieron presentes que había tradiciones
e intereses que no podían atacar de frente. De ahí que sus relaciones con la nobleza se caracterizaran por la
prudencia política, por la mezcla de generosidad y firmeza. Una vez que la nobleza reconoció sus límites,
renunció a sus ambiciones políticas y se sujetó a los reyes, éstos la mantuvieron como pieza esencial en su
plan de organización social y de reforma política.

LA SANTA HERMANDAD.

Uno de los instrumentos de que se valieron los reyes para pacificar el reino fue la Santa Hermandad. No era
un institución nueva, pues, desde el siglo XIII, se habían constituido en Castilla varias hermandades: las de
Toledo, Talavera de la Reina, Ciudad Real, Guipúzcoa, Álava y Vizcaya, cuyo fin era suplir la carencia del
poder real, defenderse de los nobles y castigar los delitos, sobre todo los realizados en despoblado.

Estas hermandades fueron reorganizadas en las Cortes de Madrigal de 19 de abril de 1476 en once capítulos
que definían la nueva Hermandad como instrumento capaz de restablecer la paz interior, gravemente
amenazada por la guerra civil castellana. Fue extendida por toda Castilla y su mantenimiento obligaba a
todos, incluidos nobles y clero –lo cual era una innovación-, creando, además, el Consejo de la Hermandad
para garantizar que quedara bajo el control de la Corona.

En Madrigal se plantean los principios generales y la organización del conjunto: la Santa Hermandad se
encarga de reprimir el asalto en los caminos, robos, muertes, incendios de viñas, mieses o casa, estando
limitada su jurisdicción a las zonas exteriores de las ciudades; los malhechores eran juzgados de manera
sumarísima, si bien con más garantías que en las viejas hermandades. Cada municipio de más de cuarenta
familias (doscientos habitantes, aproximadamente) tiene que recaudar un impuesto especial para pagar a dos
jueces y sostener una brigada de cuadrilleros.

En los meses siguientes se completa el dispositivo: en Valladolid, el 15 de junio de 1476, se adscribe un


caballero a cualquier conjunto de más de cien familias y un hombre de armas a todo grupo de más de ciento
cincuenta familias. Finalmente, la asamblea general de Dueñas, del 25 de julio al 5 de agosto, organiza la
Santa Hermandad en el plano nacional: el reino se divide en distritos y cada uno de los cuales elige sus
representantes; se constituyen grupos móviles (capitanías) que se añaden a las brigadas locales (cuadrillas) y
se designa un consejo superior y un comandante en jefe de la Hermandad.

Junto a esta función de tipo policial, la nueva Hermandad constituía un instrumento de tipo fiscal para
acabar con los lastres políticos y técnicos de los servicios medievales y, a través de un fallido proyecto de
1496, ser la base de un ejército popular permanente.

Para mantener su estructura policial y militar la Hermandad acordó una contribución ordinaria que equivalía
a los anteriores servicios de Cortes, aportando, además, contribuciones extraordinarias para financiar la
Guerra de Granada, creándose un impuesto de 18.000 maravedíes por cada cien vecinos. Terminada la
guerra, se alivió la carga impositiva y, en 1498, la Hermandad quedó disuelta en su organización fiscal y
militar, limitándose a partir de entonces a sus funciones policiales y judiciales. En definitiva, la Santa
Hermandad y sus milicias desempeñaron un papel fundamental en la reducción del poder de la nobleza y en
la persecución de los criminales, con independencia de su estatus.

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HACIENDA.

Otro de los objetivos necesarios para la creación de un verdadero Estado era el saneamiento de la Hacienda,
tarea que fue atendida en las Cortes de Toledo de 1480, bajo el impulso de Fray Hernando de Talavera,
quien se preocupó de sanear el presupuesto del Estado, gravado desde hacía muchos años por los juros y por
las gratificaciones que había que abonar, sobre todo a la alta nobleza. El resultado fue el rescate de unos
treinta millones de maravedíes, la mitad aproximadamente de lo enajenado en los reinados anteriores,
operación digna de consideración que Azcona no duda en comparar con la supresión de bienes inalienables
(desamortización) realizada en la primera mitad del siglo XIX.

El conjunto de exacciones, tanto directas como indirectas, que se habían ido creando en los reinados
anteriores, fue sistematizado por los RR.CC. en un ordenamiento fiscal que perduraría con pocos cambios
hasta el siglo XVIII.

Entre los ingresos ordinarios de la Corona destacaba:

 La alcabala, impuesto universal que gravaba el 10% del valor de todas las transacciones realizadas y
que aportaba el 80% de los ingresos ordinarios.

Otros ingresos ordinarios eran:

 Las tercias reales, 2/9 partes del diezmo eclesiástico a que tenía derecho la Corona, desde su
concesión por el papa Inocencio IV en 1247.
 Los derechos de aduanas.
 El servicio y montazgo, o derechos sobre la trashumancia del ganado.
 Las rentas de la Órdenes Militares, desde su incorporación a la Corona, y
 Los monopolios reales sobre las salinas y las explotaciones mineras.

El cobro de estas rentas se hacía mediante un sistema de arrendamientos a compañías de publicanos, con
contratos regulados por normas específicas. Este sistema de arrendamientos coexistió, desde 1495, con los
conciertos directos que cada ciudad o villa establecían con la Hacienda Real, sistema llamado de
encabezamiento, pues cada ciudad o villa se encabezaba en una cantidad global a pagar por dicha renta.

Durante el reinado de los RR.CC. la situación de Hacienda mejoró de forma espectacular, pasando los
ingresos ordinarios a constituir un 60-70 % de las disponibilidades del erario regio.

Los ingresos extraordinarios también crecieron, contándose entre ellos:

 Las bulas de la Santa Cruzada, concedidas por la Santa Sede, y los subsidios del clero, aportaciones
ambas de gran importancia en la financiación de la Guerra de Granada.
 Los servicios que las Cortes otorgaban bajo la doble forma de pedidos y monedas.
 y las aportaciones de la Santa Hermandad, que vinieron a sustituir a los servicios de las Cortes en
el período 1480-1498.

Estos ingresos servían para satisfacer los gastos corrientes de la Monarquía: mantenimiento de la Casa Real,
pago de funcionarios civiles y militares, mantenimiento de castillos y fortalezas, pago de pensiones, etc.
Pero los crecientes gastos de la política exterior obligaron a los reyes a acudir al crédito de instituciones y
particulares, bien devueltos a corto plazo, bien consolidados como deuda, desde 1490, en forma de juros,
que rendían un interés anual entre un siete y un diez por ciento.

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La administración de la Hacienda recaía sobre dos organismos: la Contaduría Mayor de Hacienda,
encargada del control sobre gastos e ingresos, y la Contaduría Mayor de Cuentas, que vigilaba la legalidad
de todas las gestiones y actos efectuados con el dinero de la hacienda real. Ambas contadurías fueron
reguladas y perfeccionadas por diversas ordenanzas de 1476, 1478 y 1488.

Pero el sistema impositivo estaba desigualmente repartido, no sólo en el aspecto social, que libraba a la
nobleza y el clero de los impuestos directos, sino también en el aspecto geográfico, pues dos terceras partes
de las rentas ordinarias provenían de los sectores centrales de la Corona de Castilla, mientras que las
regiones fronterizas con Aragón y Portugal, así como Galicia, Asturias y las provincias vascas contribuían
en mucho menor grado al esfuerzo fiscal.

En cuanto a la Corona de Aragón, la situación del fisco era muy distinta a la de Castilla. La Hacienda del
reino –controlada por las Generalidades o Diputaciones– estaba separada de la Hacienda real, y el rey,
aparte de los servicios ofrecidos por las Cortes y de los préstamos otorgados por las ciudades, instituciones o
particulares, sólo disponía de los recursos del patrimonio real, siendo éstos tan exiguos que apenas permitían
el mantenimiento de la administración real de cada uno de los reinos. Los RR.CC. sólo dispusieron en sus
reinos aragoneses de los recursos extraordinarios derivados de la fiscalidad eclesiástica, es decir, las
cantidades pagadas por las diócesis en concepto de Bula de Cruzada y de subsidios, desde los años de la
Guerra de Granada.

La administración de la Hacienda real, en la Corona de Aragón, estaba encomendada en cada reino a


distintos funcionarios. El maestre racional controlaba las cuentas del erario real y pagaba a los oficiales de la
Corona; la gestión de los bienes, rentas y derechos del Patrimonio Real corría a cargo del batlle general en
Cataluña y Valencia, el merino mayor en Aragón, y un Procurador Real en Mallorca, Rosellón y
Cerdaña.

LOS CONSEJOS.

El instrumento esencial de gobierno fueron los Consejos. Su pieza central, el Consejo Real de Castilla,
institucionalizado en las Cortes de Valladolid de 1385, fue reorganizado en las Cortes de 1480, tanto en el
aspecto judicial como en el de órgano supremo de gobierno y administración. Mientras que con anterioridad
este organismo había estado controlado por la nobleza, a partir de los RR.CC. se compuso de un prelado que
actuaba como presidente, tres caballeros y ocho o nueve letrados. La importancia de los juristas quedó
confirmada al disponerse la obligatoriedad de su presencia para que los acuerdos del Consejo tuvieran
validez; los letrados fueron mayoritariamente castellanos, si bien no faltaron aragoneses.

Las decisiones del Consejo debían adoptarse por mayoría de dos tercios de sus miembros, los cuales eran
designados directamente por los soberanos. Había también un número de consejeros honoríficos,
pertenecientes a la alta nobleza civil y eclesiástica, que tenían acceso a la Sala del Consejo, pero sin voto en
las deliberaciones.

Las atribuciones del Consejo eran amplísimas: política interior e internacional, Hacienda, asuntos de la
Hermandad y de las Órdenes Militares, etc.

Estas especializaciones y la creciente complejidad de los asuntos de la Monarquía, darían lugar al régimen
polisinodial de la época de los Austrias. En definitiva, con las reformas de 1480, los reyes despolitizaron el
Consejo, al tiempo que lo profesionalizaron.

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El carácter compuesto de la Monarquía española exigió un sistema administrativo diverso y múltiple, de
modo que los RR.CC. fueron creando otros Consejos, a imagen del de Castilla: Consejo de las Órdenes
Militares, Consejo de Indias, Consejo de la Inquisición y Consejo de Aragón.

El Consejo Supremo de Aragón fue creado por Fernando en 1494. El absentismo del rey hizo necesario dar
una nueva estructura al antiguo Consejo Real de la Corona de Aragón. Este Consejo de Aragón estaba
integrado por:

 Un vicecanciller, seglar graduado en leyes, que ocupaba la presidencia de las sesiones.


 El Tesorero General de la Corona, de capa y espada, es decir no letrado, lo que causaba su
inhibición en los asuntos jurídicos, y que se encargaba de los asuntos financieros.
 Siete Regentes, también seglares y letrados
- dos para Cataluña, condados de Rosellón y Cerdaña, y Mallorca
- dos para Aragón
- dos para Valencia
- uno para Cerdeña
 cuatro secretarios, con el título de protonotarios, encargados de los asuntos de cada uno de los
territorios que representaban
 un abogado fiscal y patrimonial.

Estos cargos los ocupaban naturales de la Corona de Aragón, siendo el primer vicecanciller Alonso de la
Caballería, alto magistrado de origen judío y doctor en ambos Derechos.

El Consejo tenía amplias atribuciones militares, administrativas y judiciales: proponía al monarca la terna de
posibles candidatos para virrey; ejercía de tribunal de alzada en las apelaciones de los tribunales locales de
justicia; oía las autoridades locales, actuando de mediador entre éstas y la Corona, y tenía la responsabilidad
política de todos los nombramientos oficiales y de ministros reales, así como de la concesión de gracias y
mercedes.

La intervención del gobierno en tantos aspectos de la vida pública determinó que se multiplicase la
burocracia. Los RR.CC. designaron a juristas profesionales para ocupar los puestos de los consejos reales y
de otros organismos, y convirtieron en práctica habitual la promoción de hombres de segunda fila para el
desempeño de cargos públicos. Esta práctica modificará poco a poco el funcionamiento de los poderes
públicos, apareciendo, cada vez con más fuerza la figura de los secretarios reales, cuyas funciones fueron
reguladas por unas ordenanzas de las Cortes de Madrigal de 1476.

Encargados, al principio, de preparar las sesiones del Consejo y de dar forma a las decisiones tomadas,
terminarán por tomar cada vez mayor importancia, convirtiéndose en colaboradores directos de los
soberanos y despojando al Consejo de parte de sus atribuciones. Fueron el precedente de los futuros
ministros y, entre ellos destacaron hombres como Gaspar de Gricio, Hernando de Zafra o Lope Conchillos.

LAS CORTES.

Las Cortes era la asamblea destinada a asegurar la representación del Reino ante el soberano en
determinadas circunstancias y, en particular, a concederle los subsidios necesarios. La visión romántica
trasladó a la Edad Media conceptos modernos como absolutismo y constitucionalismo, viendo las Cortes
como la institución defensora de los derechos y libertades del ciudadano, en oposición al monarca y sus
consejeros. No hay que olvidar sin embargo, que los tres estamentos que la formaban eran por definición,
jurídica y socialmente, privilegiados: alta nobleza, jerarquía eclesiástica y patriciado urbano. Sus

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representantes actúan en nombre de sus propios estamentos y, conjuntamente, en nombre de la Tierra para,
por una parte, pedir el respeto a los privilegios y el mantenimiento de los derechos fundamentales de la
Tierra y, por otra parte, para ofrecer al rey los medios de actuación para su gobierno.

Reunirse en Cortes no era pues, un derecho, sino un privilegio de una minoría de ciudades que envían dos
procuradores, los cuales son elegidos entre los notables que componen los consejos municipales y cuyos
cargos se transmiten de padres a hijos.

En Castilla, las Cortes eran un organismo que no formaba parte del sistema regular de gobierno, pues desde
finales del siglo XIV, su capacidad representativa había ido menguando paulatinamente. Eran consultadas
cuando la Corona así lo decidía y servían para reforzar la autoridad de la Corona, pero no para limitarla.

El derecho de representación era un privilegio que poseían 17 ciudades (18 con la incorporación de
Granada): Burgos, Soria, Segovia, Ávila, Valladolid, León, Salamanca, Zamora, Toro, Toledo, Cuenca,
Guadalajara, Madrid, Sevilla, Córdoba, Jaén y Murcia, a las que se añadirá Granada, después de 1492. Cada
una de ellas enviaba dos procuradores, en cuya selección la Corona intervenía directamente.

Las Cortes tenían el derecho de presentar peticiones, pero no poder legislativo que, en Castilla, descansaba
exclusivamente en la Corona, pues las nuevas leyes no requerían el asentimiento de las Cortes, a no ser que
estuvieran en contradicción con una ley antigua. Según una ordenanza de 1387, la Corona no podía revocar
una ley válida sin el consentimiento de las Cortes, pero por lo demás, su poder legislativo era ilimitado. En
cuanto al poder financiero de la institución, tampoco era mucho mayor.

Aunque, según una ley escrita en las Cortes de Valladolid de 1307, la Corona tenía que consultar a las
Cortes para obtener ingresos extraordinarios, esta función se veía debilitada por la exención tributaria de la
nobleza y de la Iglesia, así como por el hecho de que la Corona disponía de fuentes alternativas de ingresos,
como eran los impuestos indirectos (alcabalas, bulas de Cruzada…) frente al impuesto directo –servicios-
que debía ser obligatoriamente concedido por las Cortes.

Al principio de su reinado, los RR.CC. se apoyaron en las Cortes para ratificar su concepto del Estado. Este
es el sentido de las Cortes de Toledo de 1480, que permitieron, en líneas generales, la nueva organización
del reino: generalización de los corregidores, papel preponderante del Consejo Real, debilitamiento de la
nobleza. A partir de entonces, sólo se convocan en caso de absoluta necesidad, cuando la situación exige
impuestos nuevos o hay que preparar la sucesión al trono. Además, como los ayuntamientos están presididos
por derecho por los corregidores, el poder central dispone de un derecho de fiscalización en la designación
de los diputados a Cortes. En total, los RR.CC. reunieron las Cortes sólo cinco veces en el transcurso de su
reinado: 1476, 1479-1480, 1489, 1499 y 1502.

En los estados de la Corona de Aragón las Cortes contaban con privilegios más reales y con mayores medios
para escapar al control de gobierno y, por ello, experimentaron la acción reformista en menor grado que
Castilla. Pero, si poseen un mayor grado de independencia respecto a la autoridad real, no se trata, en
palabras de Ladero, “de una anticipación democrática, sino de un recio conservadurismo postfeudal de los
privilegios y libertades que los estamentos dominantes habían conseguido en el pasado”.

Las Cortes de Aragón estaban formadas por cuatro estamentos: alta nobleza, baja nobleza, clero y ciudades,
y, aunque su convocatoria era una prerrogativa real, el derecho de asistir a ella estaba claramente establecido
y no dependía, de la decisión real. A diferencia de Castilla, el rey de Aragón no podía legislar sin las Cortes
ni imponer impuesto alguno sin su consentimiento. Además, durante los intervalos de las reuniones de
Cortes, un comité formado por los diferentes estamentos constituía una Diputación del Reyno, para

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supervisar el cumplimiento de las leyes por parte de los funcionarios públicos y los particulares, y para
controlar la administración de los ingresos públicos.

Las Cortes de Cataluña y Valencia eran similares a las de Aragón. La institución catalana estaba formada
por tres estamentos, siendo doce las ciudades representadas en el tercero de ellos. No era posible promulgar
ninguna ley sin su consentimiento, ni imponer nuevos impuestos que no hubieran sido votados por las
Cortes; además, en la sesión de clausura, antes de obtener los subsidios, el monarca debía jurar que aplicaría
las medidas aprobadas en las Cortes. Los diversos estamentos de éstas también formaban un comité de
vigilancia, la Diputación General del Reyno, similar a la de Aragón.

Todas las Cortes de los reinos orientales eran instrumentos potenciales de oposición a la Corona, sin
embargo, Fernando no se opuso a sus privilegios ni aplicó ninguna reforma estructural, sino que recurrió al
expediente de enviar listas oficiales, de las cuales tenían que ser elegidos los representantes de las ciudades.

Generalmente, la inmunidad de los reinos orientales frente al absolutismo monárquico se explica por razones
estrictamente constitucionales; sin embargo, las razones hay que buscarlas en las diferentes condiciones
económicas y sociales de Castilla y Aragón. Castilla era la más rica, tanto en población como en bienes
imponibles y sólo en ella podía encontrar la Corona, en cantidad suficiente, los dos instrumentos básicos del
poder: reclutamiento para su ejército y dinero para su tesoro. En cambio, en la Corona de Aragón los
recursos disponibles apenas servían para completar los de Castilla. Con lo cual, si los reinos orientales
quedaron a salvo del absolutismo monárquico fue por su pobreza, y su inmunidad sobrevivió con el
consentimiento de la Corona.

LA ADMINISTRACIÓN DE JUSTICIA: CHANCILLERÍAS Y AUDIENCIAS.

En la forma de Estado que los RR.CC. pretendían construir, las relaciones entre el monarca y sus súbditos
debían regularse a través de la obediencia de todos a la ley. La base doctrinal era, por una parte, el orden
ético natural, establecido por Dios y del que nacían los derechos de los hombres; de otra, el Derecho
Romano, que potenciaba la legislación real frente a las fuentes jurídicas locales.

Por ello, Isabel y Fernando, mandaron realizar una recopilación de las ordenanzas y pragmáticas vigentes
posteriores al Fuero Real, y las leyes y ordenamientos de Cortes a partir del Ordenamiento de Alcalá, con el
fin de evitar ambigüedades, confusiones o contradicciones en la ley castellana. Las primeras en aparecer
fueron las Ordenanzas Reales de Castilla (1485), obra del jurista Alfonso Díaz de Montalvo, trabajo
complementado con el Libro de bulas y pragmáticas del escribano Juan Ramírez, recopilación de leyes
destinadas a restringir las competencias de los tribunales eclesiásticos, y con las Leyes de Toro de 1505,
colección de ochenta leyes sobre Derecho Civil y privado, la mayoría relacionadas con la propiedad y la
herencia.

En la Corona de Aragón, por las mismas fechas, se promulgaron:

 Constitucions i altres drets de Catalunya


 Los Fueros y observancias del reino de Aragón
 Los Furs e ordenacions del regne de València y
 El Sumari e repertori de franqueses e privilegis del regne de Mallorques

Hubo también un intento de reorganización de la justicia real, la cual estaba estructurada en tres niveles:

 la justicia impartida en primera instancia por los corregidores del rey

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 ·los tribunales de las Audiencias y Chancillerías, destinados básicamente a recibir las apelaciones
de los tribunales de los corregidores y también de los jueces municipales y señoriales
 el Consejo Real de Castilla, tribunal supremo del reino

La Chancillería de Valladolid, creada por Enrique II, fue institucionalizada de forma definitiva por las
ordenanzas de Córdoba (1485), Piedrahita (1486) y Medina del Campo (1489) y se le asignaron los
territorios al norte del Tajo. Para los territorios al sur del mismo se creó la Chancillería de Granada, que tuvo
su sede primera en Ciudad Real (1494), siendo trasladada a la ciudad andaluza en 1505.

Las Chancillerías estaban presididas por un regente que presidía el organismo, dieciséis oidores o jueces de
lo civil, y tres alcaldes del crimen o jueces de lo criminal; estaban agrupados en cuatro salas de lo civil, una
de lo criminal y otra de los hijosdalgos, donde se resolvían los pleitos de la nobleza. En la Chancillería de
Valladolid estaba, además, la sala y el Juez Mayor de Vizcaya, para juzgar las apelaciones de los naturales
de aquel señorío.

Las sentencias de las chancillerías eran definitivas e irrevocables, y sólo en casos muy graves se podía
recurrir al Consejo de Castilla.

Las Audiencias eran también organismos para la administración de la justicia real, inferior en rango a las
Chancillerías y de competencia menos extensa que éstas.

A lo largo del siglo XVI se crearon en Castilla nuevas Audiencias, en La Coruña (1563), Sevilla (1566) y
Canarias (1568).

Las Audiencias de la Corona de Aragón tenían una doble función: asesorar al virrey en los asuntos de
gobierno y actuar como tribunales de justicia, disponiendo, a partir de 1585 de salas para lo civil y para lo
criminal. En las Cortes de Barcelona de 1493, Fernando desgajó la Audiencia Real –alto tribunal de justicia
creado por Pedro el Ceremonioso en 1365– en diferentes Audiencias para cada uno de sus territorios: en
1493, las Audiencias de Cataluña y de Aragón, y en 1507 la Audiencia de Valencia; en Mallorca y Cerdeña
actuaba en esta época la figura del regente de chancillería, hasta la creación de las respectivas Audiencias,
en 1571 y 1564.

Las sentencias de la Audiencia eran definitivas, a excepción de las de pena capital que eran revisable por
las Chancillerías.

LA ADMINISTRACIÓN LOCAL.

Durante los siglos medievales, las ciudades estaban sometidas a una oligarquía urbana restringida en la que
predominaba la baja nobleza de los caballeros: los regidores (o veinticuatros), que se transmiten el cargo de
padres a hijos y se reservan exclusivamente los oficios municipales: jueces (alcaldes), inspectores (fieles),
etc. Desde mediados del siglo XIV, los reyes de Castilla habían comenzado a introducir en las ciudades más
importantes la figura del corregidor, representante del gobierno central, pero sólo de forma excepcional y
temporal.

La generalización del sistema de corregidores fue, sin duda alguna, la más efectiva de las medidas tomadas
por los RR.CC. para extender el poder real a los municipios castellanos. Estos funcionarios reales contaban
con poderes voluntariamente imprecisos, pero muy amplios:

 Judiciales, pues tramitaban algunos asuntos en primera o segunda instancia.

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 Administrativos, porque el corregidor preside por derecho las reuniones del Consejo Municipal
(ayuntamiento) y porque ninguna decisión es válida sin su aprobación. Sus actividades incluían,
además, las relacionadas con la realización de obras públicas, vigilancia de la sanidad,
funcionamiento de los mercados, organización y dirección de las milicias urbanas, etc.
 Políticos, pues interviene en la designación de los diputados a Cortes y, en cualquier circunstancia,
defiende las prerrogativas reales.

El reino estaba dividido, hacia 1494, en cincuenta y cuatro corregimientos (territorios sobre los que el
corregidor ejercía su jurisdicción), que se elevaron a sesenta y cuatro en 1516, lo que permitía al poder
central hacerse oír y respetar en todas partes.

Los corregidores eran, en definitiva, funcionarios reales escrupulosamente escogidos entre las capas sociales
medias –y muchos de ellos letrados-, que proporcionaban un vínculo estable entre los municipios y el poder
real, siendo los agentes más eficaces de la Corona en su esfuerzo por restablecer en todo el territorio
nacional la autoridad del Estado.

Aunque los reyes no pudieron introducir en la Corona de Aragón el sistema de corregidores, Fernando
redujo la independencia de las corporaciones municipales mediante el régimen insaculatorio, en el que los
beneficiarios de los cargos públicos procedían de listas de candidatos previamente designadas o controladas
por el rey, con lo que la influencia real estaba asegurada. Las ciudades aceptaban de buen grado esta política
real porque salían beneficiadas en la mejora de la administración así como en el restablecimiento de las
finanzas, del crédito y del comercio. El triunfo de la insaculación tuvo, en definitiva, un significado parecido
para la Corona al de la hegemonía de los corregidores en los municipios castellanos.

Causas del cambio demográfico en el S. XVII.

Al finalizar el siglo XVII, la población de España había disminuido con relación a la que existía en los
inicios de la centuria. En el decenio de 1590 había terminado ya la época de expansión demográfica de
siglos XV y XVI. En ese momento la población era de unos 8,4 millones de almas. En 1717 había
descendido a 7,6 millones. También el resto de Europa experimentó una recesión demográfica, o un
estancamiento, en el siglo XVII, pero en ninguna parte comenzó tan pronto, duró tanto tiempo y alcanzó
tales proporciones como en España. La guerra, el hambre y la peste no eran fenómenos exclusivos del siglo
XVII; el control de la natalidad, aunque no era desconocido, apenas se practicaba y la tasa de natalidad era
elevada, como correspondía al período, a pesar de la incidencia del celibato. La concurrencia excepcional de
una serie de adversidades (la peste, el hambre y la guerra) tuvo como resultado una catástrofe demográfica
en España, sin parangón en Europa: al finalizar el siglo XVII la población de España había disminuido con
relación a la que existía en los inicios de la centuria.

La tendencia demográfica secular no fue igual en todas las partes de España. La mayor parte de las regiones,
al margen de Castilla, experimentaron un estancamiento demográfico, más que una pérdida neta de
población.

Inicios del siglo XVII Castilla 6.600.000 Las mayores pérdidas se contabilizan en las dos Castillas y
Extremadura.

Finales del siglo XVII Castilla poco más de 5.500.000.

Inicios del siglo XVII Navarra 350.000.

Finales del siglo XVII Navarra 350.000.


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Inicios del siglo XVII Valencia 450.000.

Finales del siglo XVII Valencia 300.000.

Inicios del siglo XVII Cataluña 450.000.

Finales del siglo XVII Cataluña 400.000- 450.000.

En Valencia la expulsión de los moriscos hizo descender la población de un 33% y a mediados de la centuria
ese vacío todavía no había sido llenado cuando la provincia sufrió el azote de la peste. Cataluña, al igual que
otras regiones de España, sufrió los efectos la peste y el hambre: el principado fue un campo de batalla a
partir de 1640, y la inmigración francesa, fenómeno importante en el periodo anterior, se redujo
enormemente a partir de entonces. Aragón se recuperó más rápidamente de la expulsión de los moriscos,
pero las difíciles condiciones económicas precipitaron una tendencia demográfica descendente a partir de
1650. La relativa inmunidad de Navarra y las provincias vascongadas respecto de las grandes epidemias de
peste se vio contrarrestada por su primitiva economía, que forzó la emigración de un gran número de
segundones, y también allí la población permaneció estacionaria.

Pero la peor parte estaba reservada a Castilla, y dentro de ella a su núcleo central, puesto que las provincias
periféricas, Galicia, Asturias, Andalucía y Murcia, se vieron menos afectadas por la despoblación. Tanto
Castilla la Vieja como Castilla la Nueva y Extremadura sufrieron importantes pérdidas de población. Sin
duda, hubo un cierto movimiento migratorio hacia las regiones menos deprimidas y hacia ultramar, pero la
verdad es que una gran parte de esos castellanos desaparecidos murieron a consecuencia del hambre o la
enfermedad o en la guerra, y las adversas condiciones económicas retrasaron la recuperación demográfica.
Por otra parte, el desastre fue también repentino: comenzó en 1590 y 60 años después había pasado ya lo
peor de la crisis. Después de los terribles años de 1677-1683, en que las enfermedades y las adversidades
climáticas golpearon nuevamente a Castilla, la población tendió a estancarse, con una ligera tendencia al
alza.

La peste y las carestías.

La causa fundamental de la recesión demográfica era una tasa de mortalidad anormalmente elevada y el
principal agente letal eran los brotes epidémicos. La viruela, el tifus, la disentería y otras enfermedades
malignas contribuyeron a elevar la tasa de mortalidad. Pero el mayor enemigo era la peste, principalmente
la peste bubónica. Las crisis periódicas de subsistencia provocaban una malnutrición extrema y debilitaban
la resistencia a la infección y, por otra parte, la excesiva aglomeración de población en las ciudades, que
causaba el hacinamiento, la existencia de arrabales de trabajadores y el descuido de la higiene (Los niveles
de higiene eran extraordinariamente bajos y los recursos médicos muy primitivos. Las ciudades hacinadas
eran intensos focos de infección, que la escasez de alimentos no hizo sino prolongar. Las zonas de la costa
salieron mejor libradas, porque podían recibir por mar suministros de urgencia. Es por ello que en el corazón
de Castilla, que se encontraba aislado del mundo exterior, a merced de un sistema de transporte lento e
ineficaz, se produjeron los niveles de mortandad más elevados), convertían a las ciudades españolas en un
perfecto caldo de cultivo de la enfermedad.

La primera gran epidemia de peste bubónica penetró por Santander en 1596 y se difundió hacia el oeste a lo
largo de las provincias costeras septentrionales, causando una gran mortalidad. Hacia 1598 llegó a la zona
central de España y comenzó a extenderse por las dos Castillas. En 1599 alcanzó Andalucía. La peste atacó
después de que se produjeran una serie de malas cosechas y escasez de alimentos, abatiéndose sobre unas
comunidades ya debilitadas por la pobreza y la depresión. En algunas ciudades su impacto fue catastrófico

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cobrándose hasta más del 50% de la población (Santander). El brote que se produjo posteriormente, la gran
peste de 1647- 1652, azotó fundamentalmente a la zona oriental de España y a Andalucía. Penetró por
Valencia -tal vez procedente de Argel- y desde allí se difundió de forma implacable hacia Andalucía y
finalmente barrió Aragón y Cataluña. En conjunto, esta monstruosa epidemia causó la muerte de unas
500.000 personas en España y a lo largo del siglo esta cifra aumentó hasta las 1.250.000 víctimas, puesto
que, entre 1676 y 1685, el país recibió de nuevo la visita de la letal enfermedad, siendo Valencia y
Andalucía los núcleos de la infección.

Las guerras.

En general, es difícil calcular las bajas producidas por la guerra, aunque sin duda, España, como nación
guerrera que era, sufrió grandes pérdidas. Durante la primera mitad del siglo XVII estuvo inmersa en una
guerra casi permanente: en los Países Bajos, Alemania, Italia y en la frontera francesa. Si bien, en un
principio se trataba de tropas profesionales, con un núcleo de voluntarios y un gran número de mercenarios
extranjeros, la situación cambió a partir de 1635, cuando la guerra con Francia obligó al gobierno a ampliar
el ámbito del reclutamiento forzoso, a movilizar a la aristocracia, a la pequeña nobleza y a sus séquitos, a
organizar milicias urbanas y a reclutar un contingente de quintos forzosos en cada comunidad. Por otra
parte, a partir de 1640 la península se convirtió también en escenario de la guerra y el conflicto de Castilla
con Cataluña y Portugal adquirió el carácter, si no de guerra total, al menos de una guerra a muerte, en la
que el pillaje y la devastación adquirieron grandes proporciones, en la que se mataba a los prisioneros y era
necesario realizar numerosas levas. Para luchar en el frente catalán, el gobierno pretendía alistar a 12.000
hombres al año en Castilla, estableciendo cupos en cada comarca. La carga recaía especialmente sobre el
sector más pobre de la población, por cuanto la nobleza y los ricos pagaban para que les sustituyeran en la
milicia o compraban un cargo que conllevaba la exención del servicio militar. En cuanto a la guerra con
Portugal, en un principio consistió en escaramuzas a lo largo de la extensa frontera y fue en gran medida una
operación de contención. Pero a pesar de ello se cobró un alto precio y las bajas fueron numerosas entre la
población civil. En especial, Galicia tuvo que soportar constantes levas. A partir de 1659, el intento de
reconquistar Portugal se llevó a cabo con ejércitos reducidos formados en su mayor parte por soldados
extranjeros.

El mayor esfuerzo militar se concentró en los años 1635-1659, y fue en ese período cuando se produjeron
mayores tasas de mortalidad por efecto de la guerra (288.000 defunciones, con un promedio anual de 20.000
bajas al año). Pero la muerte se producía más por otras causas que durante la batalla. En efecto, la guerra
desencadenaba enfermedades y hambre y las perpetuaba. Es probable que muriera más gente a causa de los
efectos secundarios de la guerra, por efecto de la peste y la malnutrición, que por la espada y las balas.

La expulsión de los moriscos.

La expulsión de los moriscos tuvo efectos distintos según las regiones. La pérdida total de población que
provocó fue de 275.000 personas, alrededor del 4%. Mientras que Castilla se vio relativamente poco
afectada, Aragón perdió el 20% de su población y Valencia el 30% (importantísima pérdida de mano de
obra). La repoblación de Valencia fue lenta e incompleta. Los castellanos preferían emigrar a América que a
Valencia. Sólo es posible especular acerca del número de ellos que lo hicieron.

Las migraciones.

Los contemporáneos tenían la impresión de que eran muchos los emigrantes que atravesaban el Atlántico
todos los años, dejando Castilla casi vacía detrás de sí. Pero era una impresión errónea. Los datos que han
llegado hasta nosotros indican que durante todo el período colonial se concedieron 150.000 licencias de
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emigración, de las cuales 40.000 corresponderían al siglo XVII, es decir, un promedio, de 400 al año. Los
historiadores calculan una estimación de 4.000 a 5.000 emigrantes al año, número insignificante en una
población de 7 millones de habitantes.

El síndrome de la peste, el hambre y la guerra produjo la catástrofe demográfica en España. El gobierno era
consciente de la crisis, aunque sólo fuera por los informes que recibía de los recaudadores de impuestos y de
los sargentos encargados del reclutamiento. Pero no poseía estadísticas fiables. Consideraba la guerra como
inevitable y en materia de salud pública estaba a la altura de otros gobiernos de la época. Los niveles de
higiene eran extraordinariamente bajos y los recursos médicos muy primitivos.

Al Estado le interesaban más las consecuencias de la despoblación que sus causas. Ocasionalmente
afrontaba el problema, pero sin que ello produjera efectos tangibles. Entre los planes de reforma alumbrados
al inicio del reinado de Felipe IV figuraba la creación de una Junta de Población, posiblemente con la
intención de crear industrias y atraer extranjeros, pero como carecía de los fondos necesarios pronto
interrumpió su actividad. Y en un intento de elevar la tasa de natalidad, el gobierno declaró exentos del pago
de impuestos a aquellos padres de familia que tuvieran ocho o más hijos. A estos prolíficos españoles se les
denominaba, en son de burla, «hidalgos de bragueta».

Sociedad estamental: grupos sociales.

La polarización de la sociedad española en dos sectores, una minoría de privilegiados que monopolizaban la
tierra y los cargos y una masa de campesinos y trabajadores, continuó si cabe con mayor fuerza en el siglo
XVII. La base de esa división social era la riqueza puesto que era el dinero el que permitía alcanzar la
nobleza y el motor de la movilidad social. La distinción de clases era reconocida y reforzada por la
legislación (por ejemplo leyes que prohibían a todos aquellos que trabajasen con las manos llevar vestidos
de seda, etc.).

La aristocracia.

En el curso de su historia, la aristocracia española engendró su propia jerarquía y sus propias distinciones, en
una lucha constante por la promoción en la que los caballeros trataban de convertirse en títulos y los títulos
en grandes y que producía una especie de movilidad social y una modificación de la composición de la
misma. A la nobleza de sangre original se le habían sumado un gran número de hidalgos, que compraron,
consiguieron o demostraron su condición nobiliaria (a principios del siglo XVII, la nobleza había crecido
tanto hasta constituir el 10% de la población en Castilla). Al finalizar el período existía un verdadero abismo
entre los grandes y los títulos, por un lado, y la masa de caballeros e hidalgos, que poseían poco más que un
escudo nobiliario. Una vez más la prueba definitiva era de carácter económico pues unos eran más ricos que
otros.

La alta nobleza.

Cuando en 1520 Carlos V definió legalmente la grandeza, ésta estaba formada por 20 familias y, entre ellas,
los duques de Medinaceli, Alburquerque, Medina Sidonia, Alba, Frías y Béjar. Los primeros grandes eran un
grupo selecto y poderoso, con privilegios políticos y diplomáticos específicos; para mantenerles alejados de
la política, los primeros Austrias los utilizaron -así como a sus fortunas- en la guerra y en la diplomacia
antes que en la administración central. Bajo el reinado de Felipe III, los grandes aumentaron su presencia en
la corte, donde negociaron los mejores nombramientos en el Consejo de Estado y en los virreinatos y esta
situación se acentuó con Felipe IV: en 1627, había 168 nobles titulados en Castilla y en 1640, la corona creó
10 nuevos grandes, cada uno de los cuales se comprometió a llevar un contingente militar al frente catalán

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(el siglo XVI contempló un moderado movimiento ascendente: los 20 grandes y 35 títulos existentes
originalmente habían aumentado hasta 99 a finales del reinado de Felipe II: 18 duques, 38 marqueses y 43
condes. Felipe III aceleró el proceso, creando otros 20 marquesados y 25 condados. Felipe IV creó 66
marqueses y 25 condes y, por último, Carlos II sancionó la creación de tantos títulos como en los 2 siglos
anteriores: 5 vizcondes, 78 condes y 209 marqueses). Los grandes más antiguos mostraban una actitud de
desdén hacia los recién llegados y miraban con desconfianza a quien los había encumbrado (Olivares) y en
el reinado de Carlos II alcanzaron el apogeo de su poder. Si bien introdujeron mayores sutilezas en su
jerarquía, con la distinción entre grandes de 1ª, de 2ª y de 3ª clase, todos ellos eran extraordinariamente
ricos, poseedores de las mayores fortunas del reino, la verdadera razón por la que eran grandes y la base de
su resurgimiento en el XVII.

La nobleza de títulos eran los mayores propietarios, la auténtica aristocracia terrateniente. Como el comercio
y la industria no atraían a la alta aristocracia, sus miembros trataban de conseguir “mercedes reales”; éstas
no solían ser concesiones directas de dinero, sino recompensas por servicios prestados y cargos,
especialmente los lucrativos virreinatos en Italia y las Indias. Felipe III había sido extraordinariamente
generoso con nobles y cortesanos, y aunque, posteriormente, Olivares intentó recortar las mercedes, a la
caída de éste, Felipe IV no pudo evitar una nueva marea de pensiones y concesiones entre la aristocracia.

Los caballeros.

Los caballeros pertenecían a las capas medias de la nobleza. Vivían en las ciudades y obtenían la mayor
parte de sus ingresos de sus propiedades, que complementaban con las anualidades que les rentaban sus
juros y censos. Frecuentemente, eran titulares de regimientos, lo que les daba la oportunidad de llegar a ser
procuradores en Cortes y, de esa forma, evitar que los impuestos afectaran a las propiedades e intereses de
su clase. Sin embargo, por encima de todo, anhelaban ser caballeros de hábito y comendadores, dado que
dichos títulos conferían un honor intachable, prueba de pureza racial y de nobleza. La venta de hábitos
durante el reinado de Felipe IV y, sobre todo, de Carlos II degradó su valor.

Provisto de un señorío, un hábito y tal vez una encomienda, el caballero intentaba hacerse un hueco en las
filas de los títulos, puesto que como ya se ha visto, en la consideración popular, eran la auténtica nobleza.

Los hidalgos.

La nobleza no era sinónimo de riqueza tal como refleja la figura del hidalgo, noble por herencia o por
adquisición reciente, pero cuya pobreza o falta de cargos le impedía continuar progresando, por lo que
constituía el lugar más bajo de la jerarquía aristocrática. Algunos hidalgos eran orgullosos y pobres, y otros
se veían obligados a trabajar para ganarse el sustento, desempeñando ocupaciones que, en sentido estricto,
eran incompatibles con la nobleza, pero todos trataban de mantener a toda costa su inmunidad fiscal, aunque
sólo fuera formalmente. Se distribuían, sobre todo, por el norte de Castilla y las zonas montañosas de
Cantabria (más hacia el sur, los hidalgos que poseían alguna fortuna preferían el título más ilustre de
caballero). Sin embargo, el pobre hidalgo castellano no era una figura típica en toda España. En los demás
lugares, la nobleza conseguía algo más que simplemente sobrevivir.

Aparte de éstos, una serie de títulos y caballeros participaban en la industria y el comercio, lo cual se
consideraba aceptable en tanto en cuanto no dirigieran sus propias empresas y éstas no estuvieran asentadas
en su casa. Sin embargo, en la práctica los aristócratas negociantes eran escasos.

Los ingresos de la nobleza procedían principalmente de la tierra, asegurados por la primogenitura y la


vinculación y reforzados por los señoríos. La tierra era una inversión social más que económica, puesto que

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los aristócratas no eran agricultores interesados en mejorar sus tierras y tenían que darse unas condiciones
excepcionalmente favorables para que se decidieran a invertir en la extensión de las tierras cultivables. El
hecho de que los aristócratas fueran incapaces de aumentar sus ingresos con los productos procedentes de la
tierra podría explicar su cada vez mayor ansiedad de complementar sus recursos con concesiones y cargos,
puesto que si seguían viviendo exclusivamente de sus rentas agrarias corrían el riesgo de pasar apuros
económicos.

Frecuentemente, los ingresos procedentes de la tierra se complementaban con las rentas señoriales. La
aristocracia había adquirido señoríos, ya fuera en virtud de su posesión inmemorial, por concesión real o
mediante compra; la jurisdicción señorial sobre ciudades y aldeas reportaba a los nobles vasallos, cargos y,
con frecuencia, rentas, las más importantes de las cuales eran las alcabalas, en lugar de ir a parar en manos
de la corona (paradójicamente, al tiempo que los Austrias enajenaron jurisdicción, también intentaron
recuperarla, ya fuera por decreto o, más frecuentemente, recurriendo a la justicia. Pero esa campaña no tuvo
éxito en todos los casos y lo más que consiguió el gobierno de Felipe IV fue obligar a algunos de los nobles
más adinerados a entregar una suma fija al erario público. No fue hasta el XVIII cuando se emprendió con
decisión la incorporación de señoríos).

Por otra parte, la nobleza daba acceso a la burocracia: los mejores cargos públicos eran monopolizados por
los nobles, que también ocupaban prácticamente la mitad de los cargos municipales. El Consejo de Estado
estaba siempre dominado por la alta nobleza y en los demás consejos había un mayor porcentaje de hidalgos
y caballeros, pero no representantes del pueblo llano. Asimismo, otros cargos importantes, como el de
corregidor, eran detentados generalmente por caballeros. En el curso del siglo XVII, la depresión económica
general acentuó la tendencia de la nobleza a desempeñar cargos en la corte y en la administración municipal.
Al mismo tiempo, mejoraron sus oportunidades en el aspecto educativo gracias a que pudieron usurpar los
fondos de los Colegios Mayores, consiguiendo acceso gratuito a la educación universitaria (también el
sistema educativo favorecía a la nobleza, quien llegó a monopolizar los Colegios Mayores, instituciones
creadas originalmente para financiar los estudios de alumnos inteligentes procedentes de familias pobres. Un
título universitario era una cualificación para ocupar un cargo y en el siglo XVI las universidades habían
contribuido a la formación de un grupo social nuevo y homogéneo, los letrados. Sin embargo, en el siglo
XVII la depresión económica puso fin al boom académico del siglo anterior y empeoró las perspectivas
laborales de los universitarios. El resultado fue un mayor exclusivismo y un énfasis aún mayor en lo
utilitario: el ideal de una universidad no era la erudición, sino llegar a ocupar un cargo). Gracias a ello,
ocuparon las embajadas y los consejos, consiguieron corregimientos, escaños en las Cortes y envidiables
beneficios en la Iglesia. La educación superior se convirtió en un instrumento poderoso para la perpetuación
del dominio social y político de la aristocracia.

Finalmente, la nobleza suponía inmunidad fiscal cuyo valor en términos de prestigio, pues confería honor
y estatus social y para alcanzarlo muchos castellanos estaban dispuestos a sacrificarlo todo, superaba incluso
las ventajas financieras: era la prueba crucial de hidalguía.

El privilegio fiscal se vio fuertemente erosionado en el siglo XVII por el incremento de los impuestos
indirectos -principalmente los millones- y otros tributos que creó la corona para conseguir que la nobleza
contribuyera, en ocasiones de forma importante. Pero se resistían con todas sus fuerzas al pago de los
impuestos personales, como el servicio ordinario y extraordinario, porque la exención identificaba su estatus
y tenía un gran valor simbólico. También tenían inmunidad fiscal en determinados impuestos municipales,
entre ellos la sisa, y en algunas ciudades existían tiendas especiales para los nobles, donde podían comprar
los alimentos libres del impuesto sobre la venta.

38
En definitiva, pues, la nobleza española conseguía una enorme riqueza de diversas fuentes, cuando algunas
de ellas, como la propia corona, se veían obligadas a vivir de los empréstitos. Sin embargo, la dependencia
mutua fue el nexo de unión entre ambas: la corona utilizaba a la aristocracia para gobernar a España y la
aristocracia obtuvo de la corona la sanción de la jerarquía social y de la jurisdicción señorial.

Por supuesto, los nobles eran vulnerables a la adversidad económica (la inflación monetaria afectó a quienes
vivían de ingresos fijos) y a las medidas políticas del Estado (la aristocracia de Aragón y Valencia “sufrió”
la desaparición de la mano de obra morisca y, a partir del decenio de 1620, todo el conjunto de la nobleza
fue objeto de una atención más estricta por parte de los ministros de Hacienda (Olivares estaba convencido
de que la inacción convertía a los nobles en elementos perturbadores por lo que intentó crear una nobleza de
servicio, movilizar a los señores y a su séquito para que participaran en la guerra a expensas de su señor. Si
lo preferían, podían comprar la exención. Muchos de los nobles que se negaron a aportar lo que se les pedía
fueron alejados de la corte hacia sus propiedades, con la advertencia de que aumentaran sus ahorros para
poder ayudar después a la corona. Esta fue una de las razones por las que Felipe IV y Olivares perdieron el
apoyo de la nobleza), al igual que el resto de la sociedad. Sin embargo, los peores enemigos de los nobles
eran ellos mismos: a pesar de sus importantes ingresos, una gran parte de la alta nobleza vivía al borde de la
bancarrota. Sus dificultades derivaban, fundamentalmente, de su ineptitud administrativa que, en muchas
ocasiones, de no haber existido el impedimento de la vinculación, les habría llevado a vender sus posesiones
(los nobles tenían que conseguir el permiso real para casarse, para enajenar su patrimonio, para hipotecar sus
propiedades, en definitiva, para todo aquello que pudiera debilitar a la clase a la que pertenecían, porque,
aunque un tanto ingenuamente, la corona consideraba a la nobleza como una reserva de talento al servicio
del país, por lo que había que preservarla. Generalmente, la corona negaba el permiso de venta, pero era más
indulgente respecto a las peticiones para hipotecarlas). Los nobles, que carecían de profesionalidad en la
gestión de sus asuntos, estaban inmersos, además, en un sistema muy costoso: los grandes nobles tenían
importantes gastos generales, pues tenían que observar un determinado estilo de vida y mantener una gran
casa, y al mismo tiempo se esperaba de ellos que repartieran limosnas con generosidad y actuaran como
benefactores de fundaciones, asilos y hospitales. Por una u otra razón, muchos nobles, incluso los de más
alta alcurnia, estaban fuertemente endeudados y cualquier situación especial -el servicio a la corona o la dote
a una hija- les ponía en aprietos. El estilo de vida aristocrático se basaba en falsos ideales de honor y
reputación que contaminaban a toda la sociedad y comprometían seriamente los valores económicos.

El pueblo llano.

En España no existía un ordenamiento legal que definiera los estamentos, y desde el punto de vista jurídico
no existía un tercer Estado, sino simplemente una masa de población -unos 6 millones- de fortuna variable, y
cuya única definición era su exclusión de los estamentos aristocrático y eclesiástico. Nada impedía a una
persona del común enriquecerse y vivir “noblemente” (imitar las pautas de consumo de la nobleza). Varios
posibles caminos se abrían a un hombre ambicioso.

EXPANSIÓN DEMOGRÁFICA SIGLO XVI .

Para los observadores del siglo XVI el rasgo más notable del paisaje español era que se trataba de un paisaje
vacío. Efectivamente, una gran parte de España estaba desierta y si la tierra apenas estaba cultivada en parte
se debía a que estaba escasamente poblada.

La población de España aumentó de forma significativa en el siglo XVI y no sufrió retrocesos catastróficos
hasta en torno al 1600. Castilla era, por entonces, la región más densamente poblada con 4,3 millones de
habitantes sobre una población total de 5,2 (casi el 80%). Asimismo, se recuperó de la Peste Negra y de las
epidemias subsiguientes más rápidamente que sus vecinos de la Península Ibérica y comenzó antes su
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crecimiento demográfico, tal vez ya a finales del XV. La recuperación de la zona oriental de España fue más
lenta: la población total de la corona de Aragón era superior al millón. Entretanto, la población de Castilla
pasó de 3.856.199 habitantes en 1530 a 6.611.460 en 1591.

En Castilla existían variaciones regionales en el crecimiento demográfico. La población de Galicia aumentó


aproximadamente el 78% entre 1528 y 1591. La combinación de población y pobreza en una región
montañosa determinó la función clásica de Galicia de exportar habitantes hacia las llanuras. En cambio, en
las tierras de Castilla la Vieja, el crecimiento demográfico, aunque no inexistente, fue menos pronunciado,
menos resistente, tal vez, a las condiciones cambiantes. En Castilla la Vieja el crecimiento demográfico se
inició antes que en otras regiones de España, fue más modesto –el 20% en conjunto–, y alcanzó el punto
álgido ya en 1561. El mismo modelo se repitió en Castilla la Nueva. La provincia de Guadalajara conoció un
incremento de la población del 51,5% entre 1528 y 1591. Ciudades como Madrid y Cuenca sobrepasaron,
con frecuencia, el incremento de su hinterland rural, la primera por ser la capital, y la segunda como centro
de una industria textil. Pero en general, aunque el crecimiento global de la población (el 78% en el período
1528–1591) de Castilla la Nueva fue más elevado que el de Castilla la Vieja, se produjo según las mismas
pautas.

Andalucía, centro comercial del reino de los Habsburgo, siguió un modelo de crecimiento demográfico
diferente. Al igual que Castilla, el aumento de la población fue bastante rápido en la primera mitad de la
centuria. En Jaén y su provincia se produjo un aumento de la población del 55,5% entre 1528 y 1561. Pero
la situación fue distinta en el S. que en el N., en cuanto que la población continuó aumentando, aunque a un
ritmo menor, aprox. el 20,8% en el período de 1561-1591 en el caso de Jaén. Sevilla es un caso especial,
como capital de la región agrícola más próspera de la provincia, la Andalucía occidental, y centro del
comercio y la administración americana. La ciudad y su zona circundante conocieron, en conjunto, un
crecimiento del 45,5% entre 1528 y 1591, mientras que el aumento en la ciudad fue de un 136% en 1530-
1588. Valencia y Murcia constituyen ejemplos de variaciones en el modelo meridional. La población de
Valencia experimentó un importante repunte a partir de 1550, alcanzando el máximo en 1580-1590, para
conocer luego una recesión a partir de 1600. Murcia creció ininterrumpidamente desde 1530 para alcanzar el
período de máximo incremento (el 50%) entre 1586 y 1596. En contraste con otras ciudades de la península,
Murcia no se vio afectada por el declive demográfico de finales de siglo.

También Extremadura se aparta del modelo demográfico castellano. La población de Cáceres aumentó de
manera constante durante todo el S. XVI, con un fuerte movimiento al alza en la segunda mitad,
produciéndose una contracción en 1595-1646, aunque menos grave que en el caso de la zona central de
Castilla.

Incluso en Castilla la distribución de la población experimentó variaciones importantes en el s. XVI, tal vez
como consecuencia del incremento del número de habitantes. Se produjo un movimiento de población del
Norte hacia el Sur, atraída por el monopolio andaluz del comercio de las Indias. Otro movimiento de
población se produjo a raíz de la rebelión de las Alpujarras entre 1566 y 1571, a la que siguió la dispersión
de los moriscos de Granada por toda la zona septentrional de Castilla; el vacío se llenó en parte asentando
colonos procedentes del Norte y centro de España. Por último, la imposibilidad de subsistir podía impulsar a
la población a emigrar a otras partes del país, en Castilla desde las zonas rurales a las ciudades y en Cataluña
desde los Pirineos hacia las tierras bajas. Pero además de los movimientos internos de población, hay que
mencionar también el factor de la emigración, en parte forzosa como en el caso de los judíos en 1492, y en
parte voluntaria, hacia América. El número de españoles que emigraron a América a lo largo del S. XVI fue
mucho más reducido de lo que se ha supuesto, siendo menos de 50.000 hacia el decenio de 1550. Sin
embargo, en el contexto de los estados contemporáneos se trataba de un éxodo importante de mano de obra,
40
lo cual suscita el interrogante de si España se convirtió en una potencia colonial porque tenía una población
suficiente para sostener sus descubrimientos, o incluso porque el crecimiento demográfico por encima de los
recursos disponibles la forzó a la expansión.

Por otra parte, junto a la partida de españoles de la madre patria, se produjo la inmigración en España de
numerosos extranjeros. El número de franceses que atravesaron los Pirineos, atraídos por la riqueza de
Sevilla y del comercio de las Indias, y en la zona oriental de España incluso por la posibilidad de realizar
trabajos manuales, aumentó ininterrumpidamente durante los siglos XVI y XVII. Pero el grupo más
influyente de inmigrantes extranjeros fue el de los genoveses. Desde el siglo XIII poseían una colonia
importante en Sevilla, mientras que en el Mediterráneo rivalizaban con Barcelona. Todos los privilegios
conseguidos durante ese período y revocados por Fernando de Aragón en el año 1500 les fueron
restablecidos por Carlos V como recompensa por el espectacular viraje protagonizado por Andrea Doria en
1528, cuando desertó de Francia para colocarse a su servicio. Desde ese año los banqueros genoveses
desempeñaron un papel de primera magnitud en las finanzas del Estado español, junto con los Welser y los
Fugger, consiguiendo las rentas más productivas, los juros, monopolios y privilegios comerciales como
contrapartida por los numerosos préstamos que realizaban a la corona. Su situación mejoró aún más cuando
España se separó del imperio alemán y terminaron por sustituir a sus rivales del norte, incluidos los Fugger.
Además, se hicieron con una parte importante del tesoro americano, tanto en concepto de devolución de sus
préstamos a la corona como por su participación en el comercio de las Indias, que incluía importantes
contratos para el suministro de esclavos negros. Genoveses hispanizados echaron raíces en España, se
integraron en los consejos y en la Iglesia y comandaron ejércitos y flotas españolas. De hecho, gracias a su
poder económico y –por tanto– político, podían ser considerados como miembros de la clase dirigente
española.

ESTRUCTURA SOCIAL.

La estructura social de España se basaba casi exclusivamente en la propiedad de la tierra, la mayor parte de
la cual estaba en manos de la nobleza y de la Iglesia que ocupaban una posición privilegiada y preeminente.
La sociedad del siglo XVI era jerárquica y tradicional, donde la nobleza era el punto de referencia para la
burguesía urbana; a estos les seguían una mayoría de artesanos, criados y trabajadores no cualificados como
estructura urbana y un campesinado que estaba compuesto por un 80% de la población.

El estamento nobiliario: criterios de jerarquización y niveles socioeconómicos.

La nobleza española no era homogénea. En ella se integraban desde los poderosos grandes de España y los
adinerados títulos hasta los empobrecidos hidalgos, y mientras que algunos nobles poseían propiedades que
abarcaban casi provincias enteras, había también aristócratas que eran simples campesinos. Pero, en general,
la nobleza latifundista gozaba de una posición privilegiada, ayudada por las concesiones de la Corona en el
pasado por el gran desarrollo de la agricultura en el siglo XVI y gracias a que disponía de mayores recursos
de capital. La concentración de la tierra en manos de la aristocracia fue protegida legalmente mediante la
institución del mayorazgo, que, junto con el principio de primogenitura, vinculaba las propiedades a
perpetuidad a la misma familia e impedía su enajenación. El mayorazgo era un privilegio, en lugar de una
prohibición. Las Leyes de Toro (1505) regularon y ampliaron el proceso convirtiendo lo que hasta entonces
había sido privilegio exclusivo de la nobleza en una institución de derecho civil. El pueblo llano, o más bien
aquellos que podían permitírselo, aprovecharon esta disposición para establecer pequeños mayorazgos, y
aunque redujo el monopolio de la nobleza más rancia, también incrementó la inmovilidad de la tierra en
España y favoreció su estancamiento.

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La aristocracia española, apoyada en sus vastos latifundios y protegida por la institución del mayorazgo, se
vio favorecida también por la situación económica del siglo XVI. La tierra era una buena inversión para
obtener prestigio y beneficio y esto era lo que atraía a la vieja nobleza, a los que acababan de conseguir un
título nobiliario y a los conquistadores que retornaban de América, muchos de los cuales deseaban invertir
no sólo en productos de lujo sino también en la tierra. Los precios agrícolas aumentaron mucho más
rápidamente que los de los productos no agrarios durante los tres primeros cuartos del siglo XVI, y entre
1575-1625 se incrementaron de forma similar. El productor agrícola español podía aumentar sus ingresos no
sólo explotando su tierra y vendiendo productos de primera necesidad (trigo, lana, y ganado) sino también
elevando el precio del arrendamiento en un momento de subida del valor de la tierra. Los ingresos
procedentes de los arrendamientos se incrementaban con el alza de los precios, con la consecuencia de que
la nobleza, que desdeñaba el trabajo y consideraba degradante la actividad de los negocios, fue uno de los
pocos sectores de la sociedad española que no se vio afectado por la revolución de los precios. Los
aristócratas españoles eran terratenientes absentistas, que utilizaban el campo como una fuente de riqueza e
influencia, como un lugar para visitar pero no en el que vivir.

La concentración de la tierra, que favorecía a los propietarios, podía ser perjudicial para la agricultura. Los
aldeanos castellanos se quejaban frecuentemente de que escaseaba la tierra cultivable, hecho que atribuían a
la extensión de las dehesas (tierras cercadas para pasto), propiedad de nobles absentistas cuyo interés
fundamental era la cría de ganado más que la agricultura. Los terratenientes en su mayor parte deseaban
tener en sus tierras el mayor número posible de campesinos arrendatarios para conseguir unos ingresos
procedentes de las rentas y de la producción de cereales. Pero la resistencia del campesinado a pagar rentas
elevadas determinaba que una gran parte de la tierra quedara vacía, pues los campesinos preferían arrendar
las tierras baldías locales, que podían cultivar sin necesidad de pagar renta. Pero en esos momentos se veían
enfrentados al poder no sólo económico sino político de la nobleza, que en muchos casos dominaba los
concejos municipales, y esa posición les permitía influir en el funcionamiento y en el cumplimiento de las
leyes locales. En ocasiones controlaban en su propio beneficio la utilización de las tierras comunales,
incorporándolas a sus propiedades o imponiendo leyes contrarias a su cultivo, obligando a los campesinos a
regresar a las tierras de sus señores pagando las rentas exigidas.

Hay que considerar la pérdida de poder político por parte de la aristocracia en el contexto de su poderío
económico. La nobleza había renunciado a su papel feudal ante las exigencias de la monarquía absoluta y
aceptaba servir a la corona en actividades subordinadas como la guerra, la diplomacia y la administración
virreinal. Pero como compensación reforzó su poder económico, proceso para el cual contó con el apoyo de
la corona. Por otra parte, el poder feudal de los nobles declinó en el contexto nacional, pero sobrevivió en las
zonas en que residían en forma de jurisdicción señorial sobre sus vasallos, que les permitía cobrar tributos
feudales, nombrar funcionarios locales e incluso administrar la justicia.

Sin embargo, donde la jurisdicción señorial sobrevivió en su forma más primitiva fue en Aragón, donde
estaba protegida frente a la corona por los fueros, que amparaban los privilegios aristocráticos con el
pretexto de la inmunidad territorial. Aunque la dureza de este régimen se atemperó con la progresiva
castellanización de Aragón y la intervención ocasional de la corona, todavía en 1591 Felipe II no osó abolir
sus sagrados fueros.

En cambio, en Castilla la aristocracia tuvo que adaptarse a las circunstancias. Felipe II continuó la política
de sus predecesores y gobernó con la ayuda de una burocracia profesional, designando a los miembros más
poderosos de la nobleza, para ocupar distantes virreinatos u otros cargos. Una administración constituida por
juristas con formación universitaria se esforzó con éxito creciente por sustituir la justicia señorial por la
justicia real, que habitualmente apoyaba al vasallo contra su señor. Se intentó poner fin a las franquicias
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privadas; en 1559 la corona recuperó mediante la compra los enormes privilegios del almirante de Castilla y
las aduanas de los puertos vizcaínos. Poco a poco, a pesar de algunas excepciones, como el duque de Alba y
el duque de Feria, la nobleza castellana se vio desposeída de su importancia política. Sin embargo,
sobrevivió un vestigio de su poder no obstante el peso del absolutismo real.

La riqueza territorial de la nobleza y su exención parcial de los impuestos convirtió a esta clase en el ideal al
que aspiraban todos los españoles. En 1520 Carlos V estableció la distinción entre grandes (a los que redujo
a 20) y títulos. Los títulos de nobleza podían ser comprados y las necesidades financieras de la corona le
indujeron a vender hidalguías a quienes podían adquirirlas: comerciantes, nuevos ricos procedentes de las
Indias y letrados de la administración real, cuyos orígenes humildes alimentaban la ambición de alcanzar el
estatus nobiliario. Las patentes de nobleza eran costosas y la recompensa en forma de exención de impuestos
escasa, pues la condición de noble sólo garantizaba la exención de una serie de impuestos concretos, pero no
de aquellos que aportaban los mayores ingresos, la alcabala y los millones, que eran impuestos sobre las
ventas que pagaba todo el mundo. Las justificaciones tradicionales de la nobleza, el linaje y la guerra
continuaron siendo más importantes que el dinero.

El clero: importancia numérica e impacto en la vida económica y social.

En el siglo XVI la Iglesia estaba presente en todos los niveles de la sociedad española. Se afirmaba que
acumulaba la mitad de la renta nacional. Sin embargo, pese a los privilegios y riqueza, el clero español no
podía ser considerado como una clase social separada: en sus filas se incluían hijos de artesanos y
campesinos, así como representantes de la pequeña y de la alta nobleza, y su misión era compartida por
aristócratas como Sta. Teresa de Ávila y hombres del pueblo como S. Juan de la Cruz.

Las diócesis más importantes, y los beneficios más apetecibles, estaban en manos de hombres de familias
aristocráticas, tendencia que resultaba no sólo del prejuicio y la influencia social sino también de que hasta
que se pusieron en práctica los decretos del Concilio de Trento no existían seminarios para la educación de
sacerdotes, por lo cual para los candidatos de origen humilde su procedencia de un medio inculto era una
desventaja en el momento de la designación. Además, la Iglesia acumulaba un porcentaje desproporcionado
de la riqueza del país y compartía con la aristocracia el monopolio de la tierra. Las Cortes protestaban
frecuentemente, aunque en vano, ante la acumulación de propiedades en manos muertas, señalándola como
una de las causas de la mala situación económica del país. Pero la Iglesia no sólo absorbía tierra, sino
también mano de obra. En las últimas décadas del siglo XVI cuando aumentaron las presiones económicas
sobre la mayor parte de los sectores de la sociedad española, la seguridad que ofrecía la Iglesia y sus rentas
contribuyó a inflar las filas del clero cuando las familias desposeídas dedicaron a sus hijos al sacerdocio y
cuando los segundones de la nobleza comenzaron a competir con mayor intensidad aún por conseguir los
mejores beneficios.

Con todo, aunque el clero defendía con tanto celo como la nobleza sus privilegios, inmunidades y riqueza,
sus miembros tenían ideas diferentes sobre su utilización.

 En primer lugar, el renacimiento religioso asociado a la reforma incluía un renovado énfasis en la


caridad (aliviar la situación de los pobres y mantenimiento de hospitales).
 En segundo lugar, el alto clero estaba totalmente identificado con la política del Estado,
especialmente en el reinado de Felipe II. La Iglesia proporcionaba a la corona no solo buenos
administradores, sino también subsidios económicos que compensaban hasta cierto punto la exención
parcial del clero de los impuestos ordinarios.

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Así pues, el interés de la corona hacia la Iglesia se extendió inevitablemente a los nombramientos para los
beneficios, porque deseaba una jerarquía que se distinguiera no sólo por su piedad y su erudición sino
también por su disponibilidad a cooperar con el Estado.

La riqueza de la Iglesia estaba distribuida de forma desigual entre el alto y el bajo clero, que estaban
separados por diferencias de extracción social y de cultura. A pesar de las grandes rentas, el bajo clero era
muchas veces indigente y su posición social estaba más próxima a la de los desheredados. De hecho, dadas
las diferentes actitudes sociales del clero en España y sus frecuentes enfrentamientos por causa de las
relaciones interraciales y los métodos misioneros en las colonias españolas, hay que decir que la Iglesia
española del siglo XVI era mucho menos monolítica de lo que parece. Y en una sociedad rígidamente
dividida en clases, era la única institución que permitía salvar el abismo existente entre ricos y pobres,
dirigiendo su mensaje a todos, con independencia de su posición social.

El estado llano: campesinos, artesanos y burguesía mercantil.

En España la clase media era escasa y débil. Es cierto que en Castilla existía una clase mercantil. Los
comerciantes de Burgos y Medina del Campo obtenían, desde hacía mucho tiempo, buenos dividendos,
mientras que con la riqueza de las Indias se formaron las fortunas de muchos españoles y de numerosas
casas comerciales extranjeras. No faltaban entre los acreedores del Estado apellidos españoles, si bien eran
una minoría. Por estas razones es necesario modificar la opinión tradicional de que los españoles tenían
pocas aptitudes para las actividades comerciales. Sin embargo, no cabía esperar que se desarrollaran
operaciones comerciales a gran escala en un país escasamente urbanizado y con una población que no tenía
tradición en el mundo de los negocios. Simón Ruiz, en Medina del Campo, se hallaba en el centro de la
actividad comercial, manteniendo intensas relaciones con los grandes comerciantes de Lisboa, Amberes,
Lyon y Génova y era bien conocido en el círculo de Felipe II.

Sin embargo, los comerciantes como Ruiz eran una pequeña minoría en España. Había una veintena de casas
genovesas similares a la suya y sólo cinco o seis que pudieran ser consideradas como plenamente
castellanas. No se puede negar que en el siglo XVI existían factores económicos que dificultaban las
actividades de los negociantes españoles. Las condiciones favorables creadas por la afluencia de metales
preciosos y la apertura del mercado americano dieron nuevas oportunidades a los industriales y comerciantes
españoles, pero no se prolongaron mucho más allá del año 1550. El estímulo creado por el alza de los
precios y por los mercados coloniales se convirtió entonces en una desventaja al atraer a un número cada vez
mayor de manufactureros y comerciantes extranjeros al comercio colonial. A pesar de los intentos de
monopolizar el mercado americano, Castilla no pudo resistir la presión de la competencia extranjera.

Hay otra razón que contribuye a explicar la debilidad de la clase media en España: el prejuicio social contra
las actividades comerciales y en favor de la nobleza, prejuicio que encontraba expresión en la convicción de
«que el no vivir de rentas, no es trato de nobles». Una vez más, se trataba más de una tendencia que de un
valor absoluto. En efecto, lejos de despreciar el comercio, las familias aristocráticas más importantes de
Sevilla participaron intensamente como inversores en el comercio y la navegación con América. Pero el
tiempo demostraría que se trataba de un tipo de inversión limitada. En definitiva, la ambición de casi todos
aquellos que habían conseguido su riqueza en el mundo de los negocios, especialmente la segunda
generación de una empresa familiar, era abandonar el mundo mercantil, que sólo consideraban como un
paso intermedio en la jerarquía social, y vivir como aristócratas. Ello produjo un desprecio por el comercio y
una gran ansiedad por integrarse en la nobleza que resultaron ruinosos para España y su población.

En una sociedad en la que la pauta era marcada por la aristocracia terrateniente había pocas perspectivas
para los trabajadores y artesanos. La clase obrera española del XVI, enfrentada a una próspera nobleza cuya
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propiedad era un imán para los productores y comerciantes, tenía pruebas evidentes para sustentar la
convicción de que el trabajo era degradante, y con ello el tenente y el artesano perdían confianza en el
trabajo como medio de progreso. Trabajaban porque no tenían alternativa o porque ésta era el hambre.
Ciertamente, era mucho lo que tenían que trabajar para conseguir una subsistencia miserable, que apenas
cubría las necesidades vitales. Si por casualidad el trabajador obtenía un excedente de su salario, los
impuestos, cada vez más gravosos, se lo arrebataban. Pero generalmente era poco lo que tenía.

El porcentaje de propiedades campesinas variaba según las regiones, y era reducido frente a las propiedades
de las clases privilegiadas. Pero la propiedad no lo era todo pues un campesino podía ser propietario de una
tierra pobre o arrendatario de una extensión fértil. En la zona central de España la proporción de propiedades
campesinas era más elevada: tal vez el 25-30% de la tierra de Castilla la Nueva entraba en esa categoría.
Posiblemente, tan sólo una quinta parte de la tierra cultivable en Castilla era propiedad de los campesinos,
mientras que el resto pertenecía a la corona, a la nobleza, la Iglesia y las ciudades. Pero además de trabajar
sus propias tierras, el campesino frecuentemente tenía tierras en arrendamiento con contratos a largo plazo, o
censos, en unas condiciones que en muchos casos eran más favorables que las que derivaban de la condición
de propietario y en algunos lugares los campesinos tenían, acceso a las tierras comunales. Así pues, el
campesinado español estaba formado por una variedad de tipos, desde los labradores (campesinos
independientes) en el estrato más elevado, hasta los jornaleros, pasando por los campesinos arrendatarios y
los aparceros. En general, el número de jornaleros aumentaba hacia el sur, especialmente en Andalucía.

Muy intensa era la pobreza rural en las provincias septentrionales de Burgos y León, así como en
Extremadura y Andalucía. La mayor parte de los campesinos vivían en los límites de la subsistencia, con
sólo lo suficiente para alimentar a sus familias una vez satisfechas todas sus obligaciones para con el Estado,
la Iglesia y el señor. Cualquier excedente sólo podía proceder de un trabajo extra, como la industria
doméstica. La mayor parte de ellos no se beneficiaron de la eclosión agrícola del siglo XVI. Los
campesinos, ante la urgente necesidad de conseguir alimentos y semillas, se veían obligados a vender su
cosecha por adelantado a un precio fijo para el resto del año, lo que les impedía obtener ventaja de las alzas
de precios estacionales. La elevación del precio de los cereales (el 385% en el período 1522–1599) fue
acompañada de un incremento constante de la renta de los arrendamientos. Necesitaban arrendar la tierra
para sobrevivir, y cualquier incremento de los costes disminuía sus ingresos disponibles. Si la renta era su
primer enemigo, muy de cerca seguían los impuestos. El campesino tenía que recurrir al censo. Una gran
parte del dinero para el crédito rural procedía de las instituciones eclesiásticas, con lo que cuando el
campesino se atrasaba en el pago la Iglesia no tenía reparos en ejecutar la hipoteca y apropiarse la
propiedad. Las masas silenciosas del XVI tenían pocos portavoces, pero el ejército de vagabundos,
mendigos y desempleados que vagaban de monasterio en monasterio en busca de un plato de sopa y que
infestaban los caminos de España son un testimonio elocuente del aumento de la indigencia en una sociedad
en la que las clases privilegiadas monopolizaban la riqueza.

Esta era la situación en Castilla. En la zona oriental de España la pobreza tenía un origen distinto. La presión
de la población en una región montañosa que no podía sustentarla obligó a los habitantes de las tierras altas
en los Pirineos catalanes a descender hacia las llanuras vecinas del Ampurdán y Lleida. Allí toparon con los
campesinos catalanes ya establecidos, con lo que se convirtieron, ante la imposibilidad de encontrar un
medio de vida, en proscritos que vivían del contrabando y del bandolerismo. Los bandoleros de las
montañas, en busca de botín, aterrorizaban las aldeas del llano y acechaban para robar a los granjeros y
correos en una zona fronteriza en la que prácticamente no se respetaba la autoridad del rey. Por todo ello, no
era difícil encontrar aventureros aragoneses y catalanes en todas las regiones de España y del imperio y
estaban presentes en todas las guerras.

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LAS MINORÍAS ÉTNICO-RELIGIOSAS: EL PROBLEMA CONVERSO Y LOS ESTATUTOS DE
LIMPIEZA DE SANGRE.

Judíos y musulmanes fueron víctimas de una persecución similar, pero distinta en cronología, y en muchas
facetas. La conversión forzosa se impuso durante el reinado de los RRCC. A pesar de su conversión los
moriscos terminaron siendo expulsados por Felipe III, cosa que no sucedió con los conversos de origen judío
por las características sociales del grupo y a su comportamiento.

El problema de los conversos radicaba en la resistencia que la sociedad cristiano-vieja oponía a su


integración. La oposición era a la vez de tipo económico– social y religioso. La formación de los conversos
era mayor en general que la de los cristianos viejos, esto supuso la escala social tanto en la administración
como en el campo de la cultura y de la economía. De ahí la conformación definitiva en la primera mitad del
siglo XVI de los estatutos de limpieza de sangre. Los estatutos no provenían de un impulso centralizado,
sino que eran adoptados individualmente por ayuntamientos, órdenes religiosas, conventos, cofradías, etc. El
resultado fue el de prohibir o de obstaculizar a los conversos y a sus descendientes el acceso a dignidades
civiles y religiosas o la práctica de profesiones que deseaban prestigiarse. El campesinado, por lo menos el
rico, podía alardear, a falta de sangre noble, de tener sangre limpia o exenta de antecedentes conversos. En
cambio, había familias de la nobleza con conocidos y famosos antepasados conversos. Posiblemente, a fines
del XVI, y ya en el XVII llegó a su culminación la preocupación por la limpieza, su valoración como
sustitutivo de la hidalguía, la obsesión por conseguir las probanzas de linaje cristiano viejo.

La población de origen musulmán (moriscos) sufrió una persecución creciente y una pérdida de su
personalidad cultural. Los moriscos pertenecían esencialmente a las clases populares: agricultores y
artesanos. La Inquisición no podía actuar por el momento contra los moriscos. Se confiaba en una
asimilación cultural y religiosa rápida, esperando que una oportuna campaña de evangelización les llevaría a
la verdadera fe; en suma, se creía que no practicaban el cristianismo por falta de información.

Los cristianos viejos, políticos y clases populares, vivían obsesionados por la idea del complot morisco, con
la posibilidad de que los moriscos se sublevasen ayudados por sus hermanos de religión, o por cualesquiera
otros enemigos de la monarquía española (franceses). El objetivo de las autoridades cristianas era la
deportación, la pérdida de la identidad colectiva, pensando incluso en la separación de padres e hijos para
conseguir la cristianización y asimilación de éstos. La respuesta de la comunidad morisca a la presión fue,
de una parte, la resistencia legal y de otra, el desarrollo del bandolerismo. En 1568, las zonas rurales del
reino se alzaron en armas. El centro de la rebelión se situó en las Alpujarras. Como consecuencia de su
derrota la mayor parte de la población morisca granadina fue deportada a Castilla, donde crearon nuevos
focos de tensión.

Hubo por ambas partes esfuerzos de comprensión, e incluso de sincretismo. Hubo sacerdotes moriscos
ejemplares que intentaron conseguir sin violencia la conversión de sus hermanos; hubo incluso moriscos que
fueron muertos por su adhesión al cristianismo. También hubo sacerdotes cristianos que confiaban en la
conversión pacífica y aristócratas tolerantes por razones económicas o políticas, o por un mejor
conocimiento de la realidad social.

En 1609, Felipe III expulsa a los moriscos de España. De esta expulsión resultaron daños demográficos y
económicos importantes para los reinos de Valencia y Aragón, para la agricultura.

Los gitanos eran una población esencialmente nómada, objeto de persecución tanto en Castilla como en
Aragón y Navarra. Las Cortes de cada reino pedían con insistencia su persecución. Se les acusaba de robo
sobre todo en el campo, de vivir ociosos y con engaños, así como de no ser controlados ni por el poder
46
político ni por el religioso. El objetivo único era la desaparición de la comunidad gitana. Para conseguirlo se
aplicaban los azotes, el destierro e incluso el destino a galeras. La forma de vida de los gitanos variará poco
a lo largo de la E. Moderna. La mayoría vivían dedicados al comercio de caballería.

El fenómeno de la esclavitud se mantuvo a lo largo y ancho del mundo mediterráneo y se vio potenciado por
la expansión atlántica. En España se conocía la cifra de 50.000 esclavos, salvo en Canarias, donde la mano
de obra servil fue empleada con abundancia en los trabajos agrícolas, la esclavitud fue ante todo doméstica.
La corte (Toledo, Valladolid, Madrid) atrajo esclavos porque formaban parte del séquito de la aristocracia y
de la alta burguesía. Las fuentes de la esclavitud eran dos: la guerra, que proporcionaba esclavos blancos
(moriscos, berberiscos y turcos) y la trata, ejercida por traficantes en el África Negra.

La mayor parte de los dueños de esclavos, sobre todo los pertenecientes a estamentos privilegiados, poseían
esclavos sobre todo como un elemento de lujo, dado que su precio era caro y creciente. Se les dedicaba
sobre todo al servicio doméstico. Los conventos de monjas solían tener esclavas negras. También elementos
menos privilegiados, incluso artesanos, poseían esclavos.

Puede pensarse también que se diera la libertad a los esclavos mayores. La práctica de la manumisión no era
infrecuente, sobre todo por disposición testamentaria. Una parte de la población negra de las ciudades
andaluzas estaba constituida por libertos, por ex–esclavos. La cristianización facilitaba el proceso.

EL TESORO AMERICANO Y LA REVOLUCIÓN DE LOS PRECIOS.

Antes del S. XVI, el comercio europeo se alimentaba fundamentalmente del oro procedente del Sudán. Pero
las expediciones portuguesas por el litoral atlántico de África hacia el golfo de Guinea entre 1460-1470, así
como el establecimiento de relaciones comerciales directas entre Portugal y las Indias orientales a
comienzos del S. XVI, alejaron del Mediterráneo la ruta del oro sudanés provocando una gran escasez de
oro en Europa. A partir de 1530 el problema quedó solucionado inesperadamente cuando los metales
preciosos americanos comenzaron a sustituir a las fuentes antiguas de aprovisionamiento, haciendo afluir
hacia Europa inmensas cantidades de dinero, que originaron graves alteraciones de los precios,
especialmente en España, país al que llegaba el tesoro americano y que actuaba como punto de distribución.

Las remesas procedentes de América eran casi exclusivamente de plata. Es cierto que hasta 1550 también se
enviaba oro, pero el oro americano nunca fue suficiente, ni siquiera en los mejores años, para producir un
efecto apreciable sobre los precios y desde 1550 fue relativamente insignificante. En cambio, las remesas de
plata aumentaron de manera vertiginosa. A partir de 1580, el fenómeno provocó una profunda revolución en
los precios. Tras la riada de plata subyace una revolución técnica en América. El nuevo método de
amalgama ideado en Alemania, que consistía en el tratamiento de la plata con mercurio, fue introducido en
las minas de Nueva España por Bartolomé de Medina en 1551 y desde 1571 se aplicó también a los
yacimientos de Potosí en el Alto Perú. Este proceso permitió que se multiplicaran por 10 las exportaciones
de metales preciosos, que alcanzaron su punto álgido en el período 1580-1630, la época dorada del imperio
español.

El interés del Estado por los metales preciosos derivaba de su capacidad de comprar lo que más necesitaba,
los medios del poder. Pero el monopolio, y los intentos de conservarlo, no fueron perfectos. En este sentido,
las Cortes se quejaron con frecuencia de que la salida constante de metales preciosos estaba empobreciendo
el país. Son numerosas, no obstante, las razones que explican que los metales preciosos salieran de España y
circularan en el extranjero. España era fundamentalmente un exportador de materias primas y un importador
de productos manufacturados. Su balanza comercial deficitaria le obligaba a realizar los pagos en efectivo.
En cierto sentido, los metales preciosos fueron como las muletas que permitieron que la economía española
47
siguiera avanzando. Fue la corona la que envió las remesas más importantes de dinero para hacer frente a
sus compromisos en el exterior. En lugar de invertir su dinero en empresas nacionales productivas como lo
hicieron los Fugger en Augsburgo, los Austrias españoles lo dilapidaron cada vez en mayor cantidad en
empresas en el extranjero. El dinero era fundamental no sólo en el conflicto con Francia y en la guerra de
los Países Bajos, sino también para la economía del Norte de Europa.

El tesoro americano tuvo importantes consecuencias no sólo para España sino también para sus vecinos. El
ritmo y volumen de metales preciosos que llegaban a Sevilla, especialmente a partir del decenio de 1570,
condicionó, las tendencias económicas de Europa y las pautas que siguieron esos envíos se convirtieron en
indicadores de realización económica. La plata americana alimentaba los mercados financieros de Italia, el
Sur de Alemania y los Países Bajos. Alivió la escasez crónica de dinero circulante que había obstaculizado
la actividad económica de la Europa occidental, estimuló la producción y los flujos comerciales y se
convirtió en un agente de crecimiento hasta que la suspensión de las importaciones de plata en 1619-1622
provocó un desajuste financiero y comercial. Otros indicadores confirman estas tendencias.

 Las tasas de interés descendieron en el período 1570-1620 al aumentar la masa monetaria, lo que
impulsó el comercio y la industria.
 Los precios tendieron al alza desde mediados del S. XVI hasta los primeros años del XVII, siendo el
aumento del triple en España y de más del doble en Francia e Inglaterra. Aunque no se trata de una
“revolución de los precios” según los parámetros modernos, el alza de precios fue lo bastante
importante como para afectar a las economías de la Europa de comienzos de la Edad Moderna.
 Mientras, los salarios se rezagaron con respecto a los precios.

La teoría del crecimiento producido por la afluencia masiva de plata presupone la existencia de mercados
nacionales integrados en los que la moneda circulaba a velocidad constante, no a ritmos distintos en
numerosos mercados locales. Aunque parece existir una cierta relación entre el declive de la economía
europea y la interrupción de las remesas de plata en 1619-1622, no puede afirmarse en modo alguno que
hubiera tocado a su fin el flujo de plata a la economía europea.

En cuanto a España, hay que decir que la plata americana se convirtió en un riesgo para la economía y un
problema para los historiadores posteriores. La «relación extraordinariamente estrecha entre el incremento
en el volumen de metales preciosos y el alza de los precios de los productos durante todo el S. XVI, en
especial desde 1535», ha quedado establecida de tal forma que puede afirmarse que los productos de las
minas americanas fueron la principal causa de la revolución de los precios en España. El gobierno español,
al igual que sus vecinos en el resto de Europa, no comprendió la conexión causal entre la afluencia de
metales preciosos y el alza de precios, lo cual le impidió adoptar una política económica y financiera
adecuada. En cambio, los contemporáneos eran conscientes de la revolución de los precios, ya que se
reflejaba en el coste de vida y, aunque existía incertidumbre y confusión sobre sus causas, una serie de
economistas comenzaron a ser conscientes de la importancia del tesoro americano. El más notable de ellos
es el teórico francés Bodin, que estableció una conexión entre las importaciones de metales preciosos y la
inflación en 1568. Españoles de la escuela de Salamanca fueron también conscientes de este fenómeno.

Sin embargo habría que esperar a la investigación moderna para comprender adecuadamente el problema.
La relación causal entre la afluencia de metales preciosos y el alza de los precios ha de establecerse por
regiones y periodos.

 En general, el alza de los precios fue más impuestos en Andalucía, que debido al monopolio del
comercio indiano recibió siempre el primer impacto de las importaciones de metales preciosos.

48
 Seguían en importancia Castilla la Nueva y, luego, por un lado Castilla la Vieja y León y, por otro,
Valencia, en función de la distancia del centro receptor.
 El nivel general de los precios en España aumentó en algo más del doble durante la 1ª mitad de la
centuria.
 Los precios continuaron la tendencia alcista en la 2ª mitad del siglo, con períodos de estabilidad
relativa, para elevarse de nuevo de forma vertiginosa a partir de 1596, alcanzando su cénit en 1601.
En 1600 los precios estaban en un nivel 4 veces superior a los de 1501.
 A partir de 1601 se interrumpió la tendencia alcista y tras un período de oscilaciones terminó en un
descenso temporal desde 1637 a 1642, en que se produjo una importante disminución de las remesas
indianas, pero los precios nunca llegaron realmente a caer del cenit alcanzado en los últimos años del
S. XVI.

Hay que añadir, sin embargo, tres consideraciones a esta descripción de los hechos.

 En primer lugar, aunque los precios alcanzaron su punto más alto en la 2ª mitad del S. XVI, el alza
fue proporcionalmente mayor en la 1ª mitad de la centuria (1501- 1550 un 107,61%, 2ª mitad un
97,74%). Además, el ritmo de aceleración de la revolución de los precios fue menor en los años
centrales del siglo (1549-1560 un 11,9%). Este fenómeno de mediados de la centuria puede
relacionarse con el descenso del comercio indiano (canal del tesoro americano) en los mismos años,
e indica que la depresión económica del S. XVII y su relación con la afluencia de metales preciosos
se anticiparon ya en los inicios del reinado de Felipe II.
 En 2ª lugar, sería erróneo explicar únicamente en función de los precios la diferencia entre el
progreso económica de España y el Norte de Europa. Es cierto que, en general, el alza de los precios
fue posterior y menos importante en el resto de Europa que en España, debido al tiempo necesario
para que circularan los metales preciosos procedentes de América y a la pérdida de fuerza que sufría
el proceso. Sin embargo, esto no transmite una imagen completa del coste de vida en los diferentes
países. Por ejemplo, el trigo fue siempre más caro en Francia que en España durante el gran período
inflacionario.
 Un tercer aspecto se refiere a la tasa y al momento en que se produjo la inflación, respecto de lo cual
sólo es posible hacer especulaciones. El tesoro español se diseminó por el extranjero para poder
financiar productos alimentarios, manufacturas, suministros navales y victorias militares. Su lugar
fue ocupado por toda una serie de expedientes financieros -monedas de vellón, pagarés, recursos
crediticios y nuevos instrumentos bancarios-, liberando así la plata para su uso exterior. La afluencia
de metales preciosos influyó en los mercados internacionales, a los que España y otros países estaban
inexorablemente vinculados. Por tanto, la inflación española se considera como un reflejo de la
revolución de los precios que se produjo en el conjunto de Europa. Sin embargo, los metales indianos
no fueron la única causa de la revolución de los precios. Los precios se ven afectados también por las
condiciones de la oferta y la demanda.
 En consecuencia, es necesario tomar en consideración también la producción industrial y agrícola. El
dinero que afluyó a España desde América no se utilizó para aumentar la productividad nacional y la
consecuencia inevitable fue el aumento de los precios. Después de que en la 1ª mitad del S. XVI
hubiera un incremento de la producción industrial, la producción española cayó en picado y el
dinero tuvo que salir al exterior en busca de productos.
 También fue importante el factor demográfico. El importante aumento de la población europea en el
período 1460-1620 determinó la necesidad de alimentar, vestir y dar alojamiento a un mayor número
de personas y, al mismo tiempo, redobló la demanda de bienes de todo tipo. Los precios de los
productos agrícolas, especialmente el trigo, aumentaron antes y más rápidamente que los de otros
49
productos y la inflación de los precios agrícolas determinó, en último extremo, un alza general de los
niveles de precios.

Posiblemente es más difícil incluso determinar las consecuencias de la revolución de los precios que sus
causas. No hay duda de que provocó un incremento general del coste de vida, pero no sabemos con certeza,
qué significó eso para las diferentes clases sociales y para el desarrollo económico del país en su conjunto.
Según la explicación clásica, el atraso económico de España estaba directamente relacionado con las
consecuencias de la inflación. El retraso de los salarios con respecto a los precios en Europa permitió la
acumulación de capital; el coste decreciente de la mano de obra dio a los hombres de negocios la
oportunidad de obtener beneficios extraordinarios que luego se podían invertir. En cambio, España, se
argumentaba, constituyó una excepción a esta regla general, pues aunque los salarios quedaron por detrás de
los precios, ello no fue suficiente para permitir obtener beneficios extraordinarios y, en consecuencia, dar un
impulso importante al capitalismo.

La grandeza de España coincidió con la inflación de 1520 a 1600 y su hundimiento con la deflación de 1600
a 1630. La relación entre la inflación de los beneficios y la acumulación de capital era estrecha; como los
salarios en España eran más elevados que en otros lugares, también había menos posibilidades de acumular
capital, razón fundamental de la inferioridad económica de España. Es cierto que la inflación española no
produjo una acumulación de capital para la inversión, pero ello se debió a que quienes se beneficiaron de
ella utilizaron su riqueza de manera improductiva, ya fuera para comprar títulos y propiedades, para realizar
construcciones extravagantes, comprar productos suntuarios o, simplemente, para acapararla.

Hay pruebas abundantes también de que en España los ricos lo eran cada vez más, mientras que los pobres
eran cada vez más pobres. La apertura del mercado americano y el crecimiento demográfico en la península
produjeron el aumento de la demanda de productos agrícolas, la extensión del cultivo y la elevación del
valor de la tierra cultivable, factores todos ellos que coincidieron con el estímulo añadido de la inflación. Si
tenemos en cuenta además la concentración de la propiedad en manos de unas pocas familias
extraordinariamente ricas, así como la posibilidad de elevar la cuantía de los arrendamientos, no parece que
el período inflacionario fuera desfavorable para los grandes terratenientes españoles y, desde luego, no
disuadió a quienes querían invertir en la tierra para que no lo hicieran. Cualquiera que tuviera algo que
vender o intercambiar podía beneficiarse de la inflación, como ocurrió en el caso de los industriales y
comerciantes en la 1ª mitad de la centuria.

Cuando las condiciones se hicieron más difíciles y la inflación permanente comenzó a hacer que la empresa
española fuera menos competitiva en los mercados internacionales y coloniales, sólo los comerciantes más
poderosos pudieron sobrevivir a la competencia extranjera, pero los que lo consiguieron realmente
prosperaron. Ingentes fortunas se iban a formar gracias al comercio indiano, cuya expansión guardaba una
relación directa con el alza de los precios. En cambio, la revolución de los precios conllevó el
empobrecimiento de quienes vivían de ingresos fijos y de rentas pequeñas, que no aumentaron al mismo
ritmo que los precios. Menos clara es la situación del campesino, porque es difícil conciliar la prosperidad
agrícola con la impuesta emigración rural hacia las ciudades, que a su vez hace difícil explicar la supuesta
extensión del cultivo en España. Pero una cosa es cierta: los salarios quedaron rezagados por detrás de los
precios, y la dificultad entre ambos fue mayor en la 1ª mitad de la centuria. Aun cuando el valor monetario
de los salarios aumentó posteriormente, su poder adquisitivo continuó descendiendo. Durante la mayor parte
del S. XVI la vida fue difícil para los sectores más pobres de la sociedad española. Verdaderamente, para la
masa de asalariados españoles la revolución de los precios constituyó un fuerte golpe que hizo descender
aún más su ya bajo nivel de vida.

50
En cambio, la corona, al igual que la aristocracia, se vio menos afectada por esos fenómenos que la mayoría
de sus súbditos. Cierto que el coste de la administración y de pagar, alimentar y equipar a las fuerzas
armadas aumentó para la corona. Pero, de la misma manera que la nobleza podía aumentar el precio de las
rentas, también el Estado podía incrementar sus ingresos, permitiéndole hacer frente a los precios, mientras
que la inflación aliviaba la carga de los préstamos, que constituían una parte tan importante de sus ingresos.

EL SISTEMA DE INTERCAMBIOS: COMERCIO MEDITERRÁNEO Y EUROPEO. EL


COMERCIO ATLÁNTICO.

Las diferentes áreas económicas que formaban en la península la monarquía de los Austrias no se hallaban
integradas entre sí. El comercio interior era lento y difícil. Las comunicaciones, a lomos de caballerías o en
carros, eran costosas y a veces peligrosas, por los obstáculos naturales y humanos (bandolerismo). El trazado
de las rutas fundamentales se remontaba a la época romana. Las principales vías de comunicación eran:

a) de Barcelona a la corte;

b) del Mediterráneo a Andalucía, y

c) de León a Sevilla.

Toledo fue, hasta 1560, el principal núcleo de comunicaciones y lugar de un activo comercio de sedas,
curtidos y armas. Sólo mercancías de poco peso y mucho valor podían resistir los costes del transporte.
Tampoco contribuía a facilitar la circulación de mercancías la conservación de las aduanas entre las coronas
de Aragón y Castilla (puertos secos), así como entre Castilla y el País Vasco. El transporte por agua era
mucho más rápido y barato, pero los ríos españoles no permitían en general la navegación.

Como consecuencia, las fachadas litorales de la Península podían comerciar entre ellas y con el extranjero
con mayor facilidad que con el interior. Por esta razón pueden considerarse 3 ámbitos del comercio exterior:
el mediterráneo, el cantábrico y el atlántico.

A) COMERCIO MEDITERRÁNEO.

Hubo un cierto retraimiento de los puertos de la corona de Aragón con relación al mayor protagonismo de
genoveses y franceses. La guerra continua con los países musulmanes añadía un elemento más de
inseguridad a la navegación. En esta circunstancia, Barcelona y Valencia siguieron, como en el resto de su
evolución económica, un ritmo tardío. En Barcelona, sólo a partir de 1577, se produjo una reanimación del
tráfico. El paso de la plata americana con destino a Génova, a partir de 1578, parece un factor clave de esta
mejora. En el caso de Valencia, la tendencia alcista se produjo también en la 2ª mitad del siglo. Hacia 1580,
sin embargo, era el puerto de Alicante el 1º del litoral mediterráneo español, por haberse convertido en la
salida del comercio mediterráneo de Castilla hacia Italia, desbancando a Cartagena.

El comercio exterior de la corona de Aragón se basaba en la exportación de materias primas: el aceite de


Mallorca, el hierro de Conflent, la lana de Aragón o del Maestrazgo, la sal de Ibiza, la seda de Valencia y el
azafrán de Aragón. Los tejidos catalanes defendían con dificultad sus posiciones en el tradicional mercado
sardo y sobre todo siciliano; los tejidos catalanes estuvieron presentes en las ferias de Medina del Campo
mientras éstas conservaron sus actividades; parece que desde Medina, estos paños alcanzaban
indirectamente los circuitos ultramarinos en Sevilla y Lisboa. En cuanto a las importaciones de trigo a
Valencia procedentes de Sicilia y de Castilla, se hallaba muchas veces en manos de los genoveses, los cuales
controlaban también la exportación de lana.

51
El reino de Aragón nos ofrece el caso de un territorio exportador de materias primas y productos agrarios,
sobre todo el trigo. Aragón mantenía un comercio preferente con Francia a través del Pirineo, y en menor
grado con Cataluña. Por su parte, Valencia recibía de Castilla trigo y carne y vendía seda a la industria de
Toledo.

B) COMERCIO CON EL NORTE DE EUROPA.-

El comercio cantábrico se desarrolló sobre la base existente en el reinado de los RRCC. Los grandes
comerciantes de Burgos, el grupo más denso de burguesía mercantil de España, dirigían el negocio de los
fletes o los seguros y la exportación de la lana, no sólo por Bilbao, sino también por Laredo y Santander. El
País Vasco, deficitario de cereales, exportaba los productos castellanos y su propia producción de hierro, al
tiempo que continuaba su expansión pesquera en el Atlántico. Aunque en menor grado los puertos de
Asturias y de Galicia, comerciaban con los puertos ribereños del Atlántico. Galicia lo hacía con Inglaterra.
Pero los puertos preferentes eran los del litoral de Francia (La Rochele, Nantes, Ruan) y sobre todo los
Países Bajos, centro director de la vida mercantil y financiera europea, y a la vez parte del imperio de
Carlos V. Amberes era en el S. XVI la capital economía de aquellos territorios (se formaron colonias
mercantiles para participar en un tráfico internacional). El comercio entre Castilla y los P. Bajos era denso y
complementario; el 60% de las exportaciones flamencas se dirigían a España. Una vez más los territorios
españoles exportaban productos agrarios y naturales y recibían productos manufacturados. La lana castellana
iba a parar a los telares flamencos.

El eje fundamental del comercio atlántico Norte, el llamado eje Burgos-Amberes, se rompió al filo de 1570,
como consecuencia de la rebelión de Flandes contra Felipe II, de la actuación de los corsarios protestantes
en las aguas del mar del Norte y también de la propia situación de Amberes en el orden financiero a partir de
la crisis de la hacienda de 1557. Sin embargo, no cesaron las relaciones entre los Países Bajos y la Península
por lo menos con la zona de obediencia hispánica; porque además del comercio vasco y castellano existía la
vinculación con el comercio colonial a través de Sevilla. La crisis económica desorganizó también la
navegación vasca y la pesca de altura.

C) COMERCIO ATLÁNTICO.-

El comercio atlántico, centrado en Sevilla y en los puertos del B. Guadalquivir, consistía primordial, pero no
únicamente (Sevilla mantenía sus lazos comerciales con el Mediterráneo y el Norte de Europa), en el
comercio con América. Las Canarias, que tenían una posición privilegiada en el tráfico indiano, enviaban
parte de su producción vitícola de calidad a Inglaterra. Los antiguos clientes nórdicos e italianos, acudían
también a Sevilla en función de su nuevo papel de redistribución de las mercancías coloniales.

Durante el reinado de Carlos V, de 1529 a 1538, se permitió que puertos de la corona de Castilla pudieran
comerciar con América, pero desde 1561-1564 quedó perfilado el Sistema de la Carrera de las Indias tal
como iba a funcionar por lo menos durante 150 años. Los imperativos de defensa frente a los corsarios y la
escasez relativa de pilotos experimentados que conocieran bien las rutas atlánticas, llevaban a la navegación
en grupo. Dos grandes salidas de embarcaciones daban el ritmo al mundo mercantil de Sevilla. En mayo-
junio salía la flota con destino a Veracruz (México), pasando por Santo Domingo y Cuba. En verano
zarpaban los galeones que se dirigían a Tierra Firme, a los puertos de Nombre de Dios y Cartagena de
Indias. De allí, las mercancías se trasladaban por tierra cruzando el istmo de Panamá, y luego eran
transportadas a lo largo del litoral pacífico hasta el Perú. El recorrido inverso tenía lugar mediante la
agrupación de todos los buques en la Habana la primavera siguiente y el retorno conjunto a España (todo
duraba más de un año). Para la defensa de la navegación aparecieron unidades armadas como la “armada” de
la “guardia de Indias”.
52
El sistema atlántico tenía su complemento en el Pacífico desde la llegada de los españoles a Filipinas en
1571. El llamado galeón de Manila o nao de Acapulco unía estos 2 puertos y ponía en relación a México con
los circuitos mercantiles del Este Oriente, con la seda y porcelana de China. El retorno de Filipinas a México
se hacía siguiendo la corriente marítima del Kuro Siwo, llamada por los españoles la vuelta de Poniente.

Los mejores años del comercio con América se sitúan entre 1585 y 1607. El esquema del comercio
hispano-americano obedecía a unas relaciones de dominación.

 Desde Sevilla se enviaba a América productos manufacturados y también productos agrarios


procedentes de la propia región andaluza.
 El retorno de América consistía masivamente en metales preciosos (cerca del 75%), y un
complemento de productos naturales americanos (colorantes, cuero, azúcar).

Estas remesas de metales salvo el quinto reservado a la Corona, tenían como receptores a los comerciantes
exportadores de Sevilla, a los cargadores agrupados en el consulado o universidad de mercaderes, institución
fundada en 1543. Se admite comúnmente que el destino final de la plata americana fueron los centros
comerciales europeos más desarrollados, que se beneficiaron de la balanza mercantil desfavorable de la
Península. Pero varios historiadores franceses han insistido en el error histórico. No toda la plata americana
fue traspasada al extranjero, y sobre todo no lo fue inmediatamente. La proporción de metal precioso que
quedó en la Península como beneficio del comercio americano y el uso que se dieron a estos beneficios,
constituyen dos problemas de difícil resolución, pero que parecen evidentes.

También parece claro el influjo que el comercio extranjero tuvo en Sevilla. Algunos de estos círculos
mercantiles eran súbditos o aliados de la monarquía hispánica, como los flamencos, genoveses, algunos
alemanes, etc. A fines de siglo se impuso la preponderancia de los navíos del Norte Lisboa y Sevilla recibían
el providencial trigo del Norte de Europa. A pesar de la hostilidad existente entre Felipe II y Holanda,
continuaba el comercio entre los súbditos de ambos países. En Holanda se necesitaba la sal de las salinas de
Andalucía y Portugal, ambas monopolio de la Corona, pero en España se necesitaba los productos del
Báltico para la construcción naval y los cereales.

CONCEPTOS – DEFINICIONES.-

 Mayorazgo.

Institución destinada a perpetuar en una familia la propiedad de ciertos bienes que recibía el heredero sin
posibilidad de enajenarlos (transmitirlos a otra persona), estando obligado a transmitirlos a su sucesor
intactos y con las mismas condiciones de inalienabilidad.

Inspirado en la fórmula romana del fideicomiso, el mayorazgo se puso de práctica a finales de la Edad
Media como un recurso legal para controlar la transmisión de la propiedad en el seno de las grandes
familias. Los términos legales del mayorazgo o forma de vinculación de la tierra establecían la imposibilidad
de enajenar la propiedad familiar o una porción de la misma, al mismo tiempo que dictaban una orden
sucesoria, generalmente de primogenitura.

La regulación del mayorazgo fue acordada en las Cortes de Toro (1505).Durante dos siglos esta institución
fue la piedra angular de la sociedad y la economía del Antiguo Régimen. Bajo los Reyes Católicos se
convirtió en un instrumento legal para estabilizar la propiedad aristocrática, expuesta al riesgo de una
excesiva fragmentación a través de matrimonios y herencias compartidas por todos los hijos.

53
Como consecuencia, al congelar la propiedad más valiosa, que en una sociedad preindustrial era la tierra, el
mayorazgo deprimió el mercado de la misma durante más de dos siglos, afectando a la evolución de la
economía.

A partir del s. XVII se observan ya fuertes corrientes contradictorias en torno a la institución del mayorazgo,
pero serían las Cortes de Cádiz las encargadas de preparar leyes contra vínculos y mayorazgos, siendo
abolida la institución en 1820.

 Manos muertas.

Las manos muertas o bienes amortizados eran aquellos pertenecientes a la Iglesia y demás instituciones
benéficas, asistenciales y de tipo piadoso, cuya transmisión y enajenación estaban expresamente prohibidas
por diversas disposiciones canónicas y por la voluntad manifestada por sus fundadores. Es decir, la Iglesia al
igual que los mayorazgos, estaba autorizada para adquirir bienes, pero no para enajenarlos, lo que conducía
a una acumulación creciente. En la Edad Moderna, en concreto, dicha acumulación debió de ser notable, a
juzgar por las quejas de los contemporáneos.

También los municipios se oponían con frecuencia a las nuevas fundaciones religiosas, para lo cual contaban
con el apoyo de las ya existentes, que tenían la competencia de las nuevas. Las Cortes de Castilla
denunciaron con frecuencia este hecho y consiguieron una ley que las prohibía sin su consentimiento. Sin
embargo, las manos muertas no cesaron de aumentar.

En el s. XVIII las vinculaciones (sujeción de los bienes para perpetuarlos en una determinada sucesión, por
disposición del fundador de un vínculo) fueron consideradas como uno de los principales males que
aquejaban a la agricultura, un obstáculo y un elemento que drenaba las posibilidades del fisco real. Habría
que esperar, sin embargo, la llegada de las leyes desamortizadoras para alcanzar su abolición.

En el caso de la desamortización eclesiástica comenzó ya a finales del s. XVIII, generalizándose en la


siguiente centuria. De este modo se produjo la liberalización de la tierra acumulada en las manos muertas y
su puesta en explotación por parte de los nuevos propietarios.

 Amalgama.

Procedimiento mediante el cual se limpia la plata con mercurio. Es una técnica conocida desde el s. XV en
Italia llegando a México en 1556 y a Perú en 1571.

Este procedimiento consistía en una mezcla triturada de plata y reducida a polvo junto con agua, sal y
mercurio. La mezcla permitía separar la plata de sus impurezas con gran ahorro de combustible y tiempo.

 Puertos secos.

Aduanas establecidas en distintos puntos territoriales de carácter fronterizo desde el punto de vista
administrativo para recaudar derechos y fiscalizar el tránsito de mercancías y personas.

En el s. XV, con el arancel de Juan II en 1431, la ley de los puertos secos de 1446 y la Ordenanza de puertos
de mar en 1450, se construyó el entramado castellano de normas aduaneras, que presidió su evolución a lo
largo de la Edad Moderna en la Corona de Castilla.

Los puertos secos limitaban Castilla con Vizcaya, con Navarra, con Aragón y con Valencia y, a partir de
1559, con Portugal, salvo el breve intervalo de tiempo que transcurre entre la anexión del reino en 1580 y

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1593, en que fue restaurado el puerto fronterizo para intentar proteger el comercio sevillano que se había
desviado hacia Lisboa.

Atravesar estos puertos secos costaba el pago de un arancel que a fines de la década de 1560, se unificó en el
10% del valor de cualquier mercancía, habiéndose distinguido con aranceles más baratos los productos de
primera necesidad.

 Diezmo de la mar.

Impuesto aduanero que gravaba un 10% las mercancías, tanto exportadas como importadas, que pasaban por
los puertos del Cantábrico y de la zona atlántica de Galicia. No era un impuesto que requiriese el
consentimiento del reino ni derechos señoriales, pues entraba en la categoría de las regalías y, por lo tanto,
podía el monarca imponerlos o alterarlos libremente.

Se delimitaron dos áreas claramente diferenciadas: la costa vascongada y de la marina de Castilla, y la del
reino de Galicia, llegando a existir una fuerte competencia fiscal entre ambas. El cordón aduanero en torno a
Castilla comenzaba en los puertos cantábricos, rodeando Vizcaya y Guipúzcoa, puesto que era en
Valmaseda, Orduña y Vitoria donde se abonaban los derechos de entrada y salida.

El tráfico comercial entre los puertos gallegos y astures y el resto de la Corona de Castilla estaba exento del
pago de este impuesto, a excepción de los paños de lana.

La recaudación del diezmo de la mar se hacía por el sistema de arrendamiento, siendo muy desigual la
cantidad que reportaba a la Real Hacienda. En Galicia y en Asturias se arrendaban por muy poco, mientras
que en Castilla proporcionaban una importante renta.

 Asiento.

Operación financiera consistente en un préstamo realizado por particulares a la Real Hacienda, cuyo nombre
procedía de asentar una operación o partida en los libros de registros de la Administración.

El asiento comportaba una gran complejidad. Suponía una operación de crédito y otra de giro al extranjero,
con un cambio de la moneda española a la del país en donde se efectuaba el desembolso de la suma. Por la
cantidad entregada al rey, la transferencia y cambio de la moneda, el asentista percibía un interés variable
según el mercado del dinero, de las urgencias de la Corona y de la seguridad del reembolso. Podía oscilar
entre el 12% anual al 30%, como máximo, trimestral que era el tiempo medio que duraba la operación.

Los asientos se negociaban en el Consejo de Hacienda, excepcionalmente los gobernadores españoles lo


hacían en Flandes.

Los asientos estaban vinculados a las ferias internacionales ya que se hacían con letras de cambio, emitidas
desde España por los banqueros sobre sus corresponsales europeos.

El asiento podía ser también un convenio entre la Corona y un particular o asociación de particulares, por el
que la primera arrendaba a los segundos determinada explotación en régimen de monopolio: explotación de
minas, comercialización de esclavos, etc. A cambio el asentista satisfacía cantidades establecidas con la
Corona o la Real Hacienda.

Durante los s. XVI-XVII destacan como asentistas los Fugger, los Welser (banqueros de Carlos V), junto a
otros banqueros italianos, castellanos y flamencos. Todos ellos se enriquecieron aunque tuvieran que
hacer frente a alguna bancarrota.

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 Avería.

Impuesto que gravaba las mercancías transportadas a las Indias. Estaba destinado a costear los gastos de los
buques de guerra que acompañaban a la flota para defenderla de los ataques de los piratas. En los períodos
bélicos era necesario incrementar la defensa naval y con ello la avería.

Felipe IV estableció en un 12% la avería sobre el valor de las mercancías. Nadie estaba exento de pagar este
impuesto y en 1660 la Corona asumió todo el gasto de la defensa de las flotas, imponiendo a los
comerciantes un canon fijo.

La palabra avería es de origen árabe y significa daño o pérdida. Se aplicó a este impuesto en alusión a los
posibles daños sufridos en la navegación por mercancías u otros efectos.

 Quinto real.

Inicialmente correspondía al monarca un tercio de los metales preciosos obtenidos por rescate (especie de
trueque de objetos y mercancías entre los españoles y los indígenas de las Indias).En 1503 se redujo a un
cuarto y en 1522 quedó establecido en un quinto con el fin de incentivar más la labor de descubridores y
exploradores. Al iniciarse la explotación de las minas de plata se redujo hasta el 10% (diezmo de la plata).

 Servicio y montazgo.

La trashumancia había generado dos impuestos medievales: el servicio de ganados y los montazgos. El
servicio de ganados surge como impuesto extraordinario concedido al rey por las Cortes, pasó a ser un
tributo ordinario. Su cobro estaba en función del paso de los ganados trashumantes por determinados puntos
de peaje establecidos a lo largo de cañadas principales. El montazgo era un impuesto cobrado por el
aprovechamiento de los terrenos comunales por los trashumantes en los territorios de realengo. Ambos
impuestos se funden en una sola contribución bajo el nombre de servicio y montazgo. Se pagaba a razón del
número de cabezas de ganado.

 Portazgo.

Impuesto que gravaba el tráfico de mercancías y también las transacciones realizadas en los mercados. El
pago se hacía efectivo al entrar o salir de las ciudades y también en los caminos y el mercado. Determinadas
localidades estuvieron exentas del pago del portazgo, existiendo esta excepción en mercancías como el pan,
las frutas o el vino.

 Renta de la seda de Granada.

Impuesto del 10% sobre la seda producida y elaborada en el reino de Granada. Era un impuesto peculiar de
este reino, en donde fue establecido por los musulmanes, pasando durante la conquista a los Reyes
Católicos. La recaudación se llevaba cabo en las alcaicerías de Granada, Málaga y Almería, siendo los
fraudes cuantiosos.

 Moneda forera.

De origen medieval era un tributo que pagaban los súbditos castellanos al monarca cada siete años para
evitar la alteración de la moneda. Este tributo era pagado únicamente por los pecheros y quizás por ello
perduró aunque su producto invariable llegó a ser insignificante.

Fue suprimida por la Real Cédula de 22 de enero de 1724.

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 Maestrazgos.

Conjunto de señoríos y rentas pertenecientes a las Órdenes Militares. Su origen data del s. XII alcanzando
gran importancia con motivo de la Reconquista y de las donaciones reales y señoriales.

A comienzos del XVI los maestrazgos de las Órdenes Militares de Santiago, Calatrava y Alcántara fueron
incorporados a la Corona y su administración pasó a depender del Consejo de Órdenes. Los maestrazgos se
extendían fundamentalmente por Castilla la Nueva y Extremadura.

CARLOS V Y EL PAPADO.

Para Carlos V y para muchos de sus contemporáneos, la unidad de la cristiandad bajo el dominio imperial y
su defensa frente a los musulmanes y herejes, era la misión suprema que les había sido encomendada.

Sin embargo, los proyectos internacionales del emperador nunca obtuvieron el apoyo papal que él creía que
merecían. Al igual que otros gobernantes europeos, el Papa era consciente de la omnipresencia del poder de
los Habsburgo, pues en la misma Italia planteaba una amenaza inmediata para él: si el mismo rey poseía
Milán y Nápoles, la independencia del Papado, atenazado entre esos dos estados, peligraba.

Pero las reservas que el Papa no eran simplemente las de un hombre de Estado hacia otro, sino que
derivaban también de motivos religiosos. Nadie en España desafiaba la autoridad espiritual del Papa pero se
intentaba por todos los medios minimizar la intervención papal en los asuntos temporales e incluso en
cuestiones eclesiásticas, como los nombramientos y la jurisdicción.

Carlos V heredó y reforzó esa tradición. Así, en 1523 consiguió de su antiguo tutor y regente, Adriano VI,
la concesión perpetua del derecho de presentación para las sedes episcopales. Pero los papas subsiguientes
se mostraron menos complacientes, y los enfrentamientos sobre la jurisdicción eclesiástica fueron una fuente
constante de tensiones entre España y el Papado. Por lo demás, éste veía con desconfianza algunos de los
objetivos religiosos del emperador y consideraba que, o no comprendía las doctrinas de Lutero o
subestimaba su distanciamiento de la ortodoxia católica.

Carlos V había recibido el concepto medieval de que el emperador estaba obligado a convocar un concilio
cuando la situación crítica de la cristiandad así lo exigía; pero también convenía a sus intereses: en primer
lugar, porque la probable diferencia de opiniones entre el concilio y el papa permitía al emperador utilizar la
amenaza de un concilio para presionar al Papado, y en segundo lugar, el emperador deseaba la celebración
de un concilio en el que pudiera expresarse libremente la opinión protestante, para alcanzar un compromiso
a través de una cierta relajación de la disciplina de la Iglesia, en aspectos concretos como la autorización al
clero para contraer matrimonio y la celebración de los servicios religiosos en las lenguas vernáculas. En este
caso, lo que le impulsaba a mantener esa postura era más la política alemana que la idea de conseguir la
revitalización de la Iglesia.

Sin embargo, a la Iglesia española lo que le interesaba era el problema práctico de asegurar la celebración de
frecuentes concilios reformistas, garantizando el cumplimiento de sus decretos, que la cuestión de la
autoridad papal como tal, y siempre manifestó una hostilidad implacable frente al luteranismo en todos los
lugares donde se manifestaba. Pero, ni siquiera la importancia de España le permitió a Carlos V conseguir la
alianza papal. Sus consejeros españoles consideraban, al igual que el propio monarca, que Pablo III tenía
que abandonar su posición de neutralidad en el conflicto entre su señor y Francisco I, basándose en que el
Papa estaba obligado a apoyar a una nación ortodoxa, como España, antes que a otra poco segura como
Francia. Lo cierto es que cuando el Papado abandonó su neutralidad no siempre lo hizo a favor de España,
como lo demostraron la alianza de Clemente VII con Francia y Venecia contra el emperador, en 1524, o la
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posterior Liga de Cognac, en 1526, también protagonizadas por Francisco I y Clemente VII, contra Carlos
V, lo que provocó el conocido Saco de Roma, el 6 de mayo de 1527 por parte de las tropas alemanas y
españolas de Carlos I y señaló una victoria imperial crucial en el conflicto entre el Sacro Imperio Romano
Germánico y la Liga de Cognac (1526–1529,como hemos dicho anteriormente era la alianza del Papado,
Francia, Milán, Venecia, y la Florencia firmada el 2 de mayo de 1526).

La herencia de Carlos de Gante.

El 24 de febrero de 1500 nacía en Gante Carlos I de España y V de Alemania. Sus padres eran Felipe de
Habsburgo, conocido como El Hermoso, archiduque de Austria, duque de Borgoña, de Luxemburgo, de
Brabante, de Güeldres y Limburgo y conde de Tirol, Artois y Flandes, y doña Juana de Castilla, heredera
de la corona castellana y de la aragonesa. Sus abuelos maternos eran nada menos que los Reyes Católicos y
los paternos el Emperador Maximiliano I y doña María de Borgoña. Como heredero de todos ellos al ser el
primogénito, Carlos obtendrá uno de los mayores imperios del Renacimiento, siendo uno de los primeros
impulsores de la idea de unificación en Europa, tomando la religión católica como el instrumento
unificador.

La educación del joven príncipe corrió a cargo de su tía Margarita de Austria, mujer de gran cultura que
inculcará en Carlos el amor por las artes y la cultura. Como preceptor se hizo cargo del muchacho el
cardenal Adriano de Utrecht, futuro papa Adriano VI. Desde los nueve años encontramos a otro personaje
en el círculo de Carlos: Guillermo de Croy, señor de Chievres, hombre de gran codicia que se ganó la
confianza del príncipe, durmiendo incluso en la misma habitación que él con la excusa de que si el príncipe
se despertaba, tendría alguien con quien hablar. Aunque esta relación no parece, aparentemente positiva, el
contacto de Carlos con Guillermo de Croy le convertirá en un hombre de estado, acercándole a los secretos
del gobierno.

Carlos, era un extraño para España y no hablaba castellano, su educación, en la que se le inculcaron
ciertos ideales caballerescos, piedad y preocupación por su dinastía, era borgoñona.

Carlos representaba un ideal europeo, la Europa unida que respetara las peculiaridades nacionalistas de gran
actualidad, opuesto al nacionalismo francés de su rival Francisco I. Por una combinación de matrimonios
dinásticos y muertes prematuras, recayó en él el destino de convertirse en gobernante de un imperio
mundial, su herencia era:

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- De su padre, Felipe de Borgoña, hijo de Maximiliano y María de Borgoña heredó los Países Bajos,
Artois, Luxemburgo, Flandes, Franco-Condado y el derecho al ducado de Borgoña, que había revertido a
la Corona de Francia.

- De la reina Juana, su madre, debido a su incapacidad para gobernar podía reclamar: Castilla, Granada,
Navarra, plazas de África y las posesiones americanas.

- De Fernando II, su abuelo materno, podía reclamar Aragón, Cataluña, Nápoles, Cerdeña y Sicilia.

- Del Emperador Maximiliano, en su condición de nieto, era presunto heredero de Austria, Tirol y algunas
zonas del Sur de Alemania, que recibió a la muerte del emperador en enero de 1519.

De cuantos países heredó, España resultó el más difícil de conseguir por su condición de extranjero (en
lengua y educación).

Carlos embarcó en Flandes con destino a la península ibérica, llegando a las playas de Asturias en
septiembre de 1517. El cardenal Cisneros, regente de Castilla, acudió al encuentro con el nuevo rey, pero
falleció en Roa antes de que se produjera. El cardenal no sufrió la humillación de ver como el monarca le
entregaba la dimisión, ingrata recompensa para un hombre que tanto había dado al reino.

La camarilla de flamencos que rodeaba al inexperto rey (tenía 17 años y no sabía hablar castellano, por lo
que no se podía comunicar con sus súbditos) acaparó rápidamente todos los puestos de confianza, iniciando
una auténtica caza y captura de los caudales del reino que salían de las fronteras para la financiación de los
asuntos en los Países Bajos.

Lo primero que hizo Carlos en tierras españolas fue visitar a su madre, encerrada en Tordesillas desde hacía
más de siete años. El encuentro entre madre e hijos (a Carlos le acompañaba su hermana Leonor, futura
esposa de Manuel I de Portugal) fue emotivo ya que hacía más de doce años que no se veían. Posiblemente
el motivo de la visita sería la legitimación de la decisión de coronarse rey (lo que había hecho en Bruselas el
14 de marzo de 1516) cuando la legítima propietaria de Castilla no había fallecido. Para solucionar este
problema legal y político, desde este momento en todos los documentos oficiales figurarán el nombre de
ambos soberanos, siempre el de la reina en primer lugar.

La nobleza castellana había empezado a agitarse ante la toma de poder de los flamencos, las ciudades
estaban dispuestas a alzarse en armas para defender sus privilegios y no existía una trama de influencias para
crear un círculo afectó al nuevo rey. De hecho, eran muchos en España los que preferían al hermano menor
de Carlos, el infante Fernando, que había sido educado en España y que gozaba de gran popularidad. Incluso
los Guzmán pensaron en llevar a Fernando a Aragón donde sería coronado rey con el apoyo de doña
Germana de Foix, segunda esposa del Católico.

El propio Consejo de Castilla se opuso con fuerza a la idea de que Carlos adoptara el título de rey en vida de
su madre y sólo cedió porque nada pudo hacer para evitarlo.

Con el fin de eliminar problemas, Chièvres decidió enviar a don Fernando a Bruselas. Sin embargo, las
Cortes reunidas en Valladolid se opusieron a dicha medida, exigiendo que Fernando permaneciera en
España al menos hasta que Carlos tuviera descendencia. Pero Chievres consiguió su objetivo y envió al
infante a Bruselas, saltándose la decisión de la asamblea.

Los ánimos estaban bastante encendidos ya que los procuradores a Cortes (encabezados por el representante
de Burgos, Juan de Zumel) no admitían que la presidencia estuviera en manos de un extranjero, Jean de
Sauvage, ni los desmanes cometidos por los flamencos. Por eso se realizaron una serie de exigencias al rey
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como el respeto a las leyes de Castilla, el inmediato despido de los extranjeros que tuviera a su servicio, el
aprendizaje del castellano y la ubicación de castellanos en los cargos más importantes. Carlos juró respeto
a las leyes castellanas y consiguió un crédito de 600.000 ducados por un plazo de tres años.

Superado el escollo castellano, Carlos pone rumbo a Aragón donde las complicaciones también estaban a la
orden del día. En las Cortes aragonesas existía un amplio grupo que quería nombrar príncipe-heredero a
Fernando. Tras meses de duros debates, las Cortes reconocieron a Carlos como rey y le otorgaron un
empréstito de 200.000 ducados. Después pondría rumbo a Cataluña donde los tratos también se prolongaron
en el tiempo. Un año tuvo que estar el rey entre sus súbditos catalanes. En Barcelona recibe la noticia de su
elección como Emperador, el 28 de junio de 1519.

La decisión de Carlos V de obtener el título imperial derivaba, en parte, de su temor de que recayera en
Francisco I de Francia, quien podría amenazar no sólo la herencia borgoñona de Carlos V sino también sus
dominios de la Casa de Habsburgo. Consideraba, también, necesario poseer ese título como consecuencia de
la diversidad de las posesiones que gobernaba con muy diferentes títulos (un símbolo de unidad). Sin
embargo, la razón de mayor peso era su convicción de que el título imperial le correspondía por derecho,
para coronar los reinos del gobernante más poderoso de la cristiandad, y que la extensión de sus dominios lo
convertía en la persona más cualificada para obtenerlo.

Fue Chièvres, y no un español, quien negoció su elección, y si es cierto que algunos españoles comprendían
las posibilidades que abría el título imperial de Carlos V, en modo alguno satisfacía ni impresionaba a la
mayoría de sus súbditos españoles. Lo que éstos deseaban era un monarca propio y no compartir a un
emperador extranjero.

Este nombramiento encenderá los ánimos en Castilla, al considerar que los gastos de Carlos aumentarían
considerablemente. Rápidamente se extendieron las protestas desde Toledo a las otras ciudades del reino,
exigiendo la convocatoria de una reunión de Cortes donde se recomendase al monarca que no se marchara
del país, que no permitiese el saqueo de las arcas castellanas por los flamencos y que éstos abandonasen los
cargos que ocupaban.

Las Cortes fueron convocadas en Santiago de Compostela, pero con unos propósitos absolutamente
diferentes. Los procuradores eran reacios a las propuestas que les hacían los consejeros de Carlos por lo que
Gattinara decidió unilateralmente trasladar la reunión a La Coruña, donde se concedió el ansiado subsidio
con el que Carlos se trasladaba a Alemania. El cardenal Adriano de Utrecht quedaba como regente de un
país en rebeldía.

Desde que Carlos marchó a Alemania (mayo de 1520) hasta su regreso a Castilla (julio de 1522) se
sucederán en España dos de los episodios más destacables del siglo XVI: la revuelta de las comunidades en
Castilla y la rebelión de las germanías en Valencia.

Camino de Alemania, Carlos hizo escala en Inglaterra, llegando a Aquisgrán donde sería coronado Rey de
Romanos en octubre de 1520, pero el título carolingio necesitaba también de la dignidad papal para
completarse: emperador de los germanos y emperador de los romanos. La coronación se celebró en Bolonia,
el 22 de febrero de 1530 donde fue coronado emperador del Sacro Imperio por el Papa, Clemente VII. Al
recibir el nombramiento, el nuevo emperador se compromete a mantener los derechos de los príncipes,
mantener el orden imperial, emplear oficiales alemanes en el interior de las fronteras, restaurar el Consejo de
Regencia y convocar una Asamblea de los Estados. Dicha asamblea, denominadas Dietas, tiene lugar en
Worms en 1521. En esta reunión Fernando es nombrado regente del Imperio y elevado al rango de

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archiduque. Lutero es declarado proscrito, iniciándose el enfrentamiento religioso que implica la
expansión del luteranismo.

En la primavera de 1522 Carlos pone rumbo de vuelta a España, haciendo una escala en Inglaterra para
firmar un acuerdo con Enrique VIII con el fin de establecer la defensa de ambos países contra Francia. En
julio desembarcaba en Santander y desde ese momento van a primar los asuntos exteriores sobre la política
interior. Y es que Carlos tendrá desde el primer momento una idea imperial en su cabeza, imaginando
una comunidad supranacional de estados europeos unidos por la religión cristiana y vinculados por la
común pertenencia a la dinastía de los Habsburgo.

A partir de 1525 cobra extraordinaria importancia la figura de Carlos de Habsburgo, emperador de Alemania
y rey de España, hasta el punto de que su personalidad y su política son representativas de la Europa de la
primera mitad del siglo XVI. Carlos representa el ideal ecuménico y cosmopolita del Renacimiento, aún
impregnado de esencias medievales. Sus objetivos supremos fueron mantener la universalidad y unidad de la
Iglesia, y la universalidad y predominio del Imperio que había heredado. La amplitud de ambas empresas y
el volumen de los intereses opuestos a ellas, determinan el mecanismo interno de los sucesos históricos de
esta primera mitad del siglo.

La característica esencial de dicho mecanismo es la íntima asociación entre los hechos políticos y religiosos.
Así, el curso de la Reforma alemana hubiera sido otro sin la oposición en el campo internacional de las
ambiciones de Francisco I de Francia y los deseos de Carlos V, y sin la presencia del alud turco.
Inversamente, los problemas planteados por la política de la monarquía francesa y las agresiones de los
ejércitos de Solimán I hubieran tenido otra solución si no hubiese mediado el problema alemán.

El origen del poder de Carlos V estaba en la portentosa herencia que había heredado en tan solo cuatro años.

- En 1515 heredaba los estados de Borgoña, que incluían los Países Bajos, Flandes, el Artois, el
Luxemburgo, el Franco Condado y los derechos sobre el ducado de Borgoña.

- En 1516, la muerte de su abuelo Fernando el Católico le libraba el gobierno de España, lo que significaba

 el gobierno de los dominios peninsulares,


 las posesiones aragonesas en el Mediterráneo (Cerdeña, Sicilia, Nápoles),
 y las castellanas en África (Melilla, Orán, Bugía, Trípoli y las Canarias) y América.

- En 1519, la muerte de su abuelo paterno, el emperador Maximiliano, le hizo heredero de los dominios de
los Habsburgo en Alemania (Austria, Carnolia, Estiria, Tirol, Sundga, derecho al ducado de Milán), al
tiempo que le proporcionaba la corona imperial, tras la votación en Francfort en junio del mismo año.

La idea de un gobernante y un imperio no sólo era considerada con reservas por los españoles, que querían
que su rey se ocupase más de sus asuntos nacionales, sino que era rechazada por otros gobernantes y otras
naciones por considerarla una afrenta a su soberanía. Sin embargo, es comprensible que Carlos V intentara
conservar las posesiones que su singular posición dinástica le había deparado. Ningún gobernante del siglo
XVI renunciaba voluntariamente a una herencia. Por otra parte, la situación de Europa en ese siglo favorecía
todavía la existencia de superestados y sería un anacronismo insistir en que en ese momento los estados
universales estaban condenados a desaparecer. Existían aún zonas de Europa que no estaban preparadas para
la soberanía nacional, y, ante la política francesa en Italia desde 1494 y las aspiraciones de Francisco I al
imperio en 1519, no hay que desechar la idea de que si España no las hubiera reclamado para sí lo habría
hecho Francia, pues también los monarcas franceses tenían ambiciones dinásticas, no muy diferentes a las de
los Habsburgo.
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En último término, los intereses opuestos a Carlos V, constituirían, en consecuencia, un frente antiimperial,
formado por Francia, Alemania y Turquía.

Las guerras con Francia.

La permanente hostilidad de Francia puede explicarse por un mecanismo de defensa de un Estado


centralizado y unificado que se veía cercado por el poder de Carlos V, si bien es cierto que la idea de cercar
diplomáticamente a Francia ya había sido contemplada por Fernando de Aragón y fue continuada por el
emperador. En parte, la rivalidad era inevitable como consecuencia de la vecindad de dos grandes potencias.

Pero, desde el momento en que Carlos V ocupó el trono de España, se añadió una nueva dimensión al
conflicto, pues la frontera española con Francia dejó de estar únicamente en los Pirineos para extenderse a
muchas otras partes de Europa:

- por el norte, en los Países Bajos y el Artois

- por el este, en el Franco Condado

- por el suroeste, España y el Mediterráneo

El principal objetivo, pues, de la política francesa era resistir el poder de los Habsburgo, golpeándolos a la
vez que lo hacían sus otros enemigos, los alemanes y los turcos, y, a poder ser, en su punto más sensible,
bien fuera Alemania, Italia o el Mediterráneo.

La primera vez que se midieron las fuerzas de Carlos V y Francisco I fue en el enfrentamiento por la corona
imperial, que ambos deseaban, y que se decidió a favor del primero. A partir de entonces, el monarca
francés decidió sacar partido de las dificultades de su rival. Aprovechando la revuelta de los comuneros en
España, Francisco I declaró la guerra al emperador, el 22 de abril de 1521, invadiendo Navarra; sin
embargo, los rebeldes castellanos se situaron al lado del ejército real para rechazar a los franceses,
poniendo fin al intento de Navarra de recuperar su independencia bajo la protección de Francia.

No obstante, el principal escenario de la guerra se hallaba en Italia. En tanto que la política de Chièvres,
muerto en mayo de 1521, había sido conseguir la protección de los Países Bajos, el nuevo consejero del
emperador, Gattinara, consideraba Italia como el núcleo central de los intereses imperiales: el dominio de
Italia y la alianza con el Papado debían ser las claves para el éxito del imperio de Carlos V. Así pues, la
influencia de Gattinara cambió la orientación de la política del emperador, pero se debió, también, a que
coincidía con los intereses estratégicos de los Habsburgo.

Milán ocupaba una posición clave en el eje hispanoaustríaco, pues era un nexo vital en las comunicaciones
entre España y el Franco Condado, así como entre España y el Tirol. Carlos V, actuó con rapidez y envió
una expedición a Lombardía, conquistando Milán en noviembre de 1521. Además, en enero de 1522, el
antiguo tutor de Carlos V, y ahora regente de España, Adriano de Utrech, fue elegido papa con el nombre de
Adriano VI. La consecuencia inmediata fue que, en agosto de 1523, el emperador y sus estados vasallos,
junto con el Papa, Venecia, Florencia e Inglaterra estaban aliados contra Francisco I.

Pero Adriano VI, que era la pieza clave, murió en septiembre, sucediéndole Clemente VII, cuyo deseo era
mantener el equilibrio entre las dos grandes potencias, al igual que hicieron los sucesivos papas italianos.

Pero, mientras, Carlos V había concluido, el 16 de junio de 1522, una alianza en Windsor con Enrique VIII,
a la que siguió un tratado secreto. Como consecuencia del pacto, el monarca español quedaba prometido a
la hija de Enrique VIII, María –que tenía seis años-, y los aliados acordaron un plan para la conquista de
62
Francia; en el reparto del botín, a Inglaterra correspondería la corona y las provincias occidentales del
reino, y el emperador recuperaría todos los antiguos territorios borgoñones, añadiendo Languedoc,
Provenza y el valle del Ródano, con lo que habría un nuevo nexo entre España e Italia, y las posesiones
habsburguesas del norte.

No obstante, el plan era irreal y estaba condenado al fracaso; por una parte, Inglaterra era un aliado
diplomático más que militar, por otra, el Papa se desinteresaba por la coalición formada en tiempos de su
antecesor. Es más, Francisco I reconquistó Milán en octubre de 1524, y en diciembre Clemente VII concluía
una alianza con Francia y Venecia. En esas circunstancias, Carlos V concluyó que una novia portuguesa le
aportaría más, en concepto de dote, y le permitiría resolver la cuestión de Italia. Mientras tanto, las tropas
imperiales fracasaban en Champaña y Marsella, y Francisco I, persiguiendo a los españoles en su
retirada, volvió a invadir Italia, llegando hasta la plaza de Pavía, que fue sitiada durante cuatro meses.
Para socorrerla, acudió un ejército improvisado que se midió con los franceses ante los muros de la ciudad.
El 25 de febrero de 1525, la batalla de Pavía daba la victoria a los imperiales, que, además, capturaban a
Francisco I. Carlos V estaba en situación de establecer las condiciones de paz sin tener en cuenta a
Inglaterra. Por el tratado de Madrid, firmado el 15 de enero de 1526, Francisco I se comprometió, a
cambio de su libertad, a renunciar a sus derechos sobre Italia y Flandes, y a entregar Borgoña al
emperador.

Lejos de cumplir las cláusulas del tratado, Francisco I organizó la Liga de Cognac contra el emperador, el
22 de mayo de 1526. El papa Clemente VII, Francisco Sforza, duque de Milán, que había sido repuesto en
sus posesiones por el emperador, Venecia y Florencia, se unieron a Francisco I, bajo la neutralidad de
Enrique VIII, que había abandonado momentáneamente la alianza española. Carlos V decidió dirigir sus
fuerzas contra el eslabón más débil, el Papa; pero era difícil controlar unos ejércitos que no habían recibido
su paga, y el asalto de Roma (saco de Roma), realizado el 5 de mayo de 1527 por las tropas españolas y
alemanas, fue seguido del pillaje y profanaciones sacrílegas durante una semana. Clemente VII, sitiado en el
castillo de San Ángelo, tuvo que capitular (noviembre).

La situación de impasse que se produjo en 1527, entre Francisco I y Carlos V, fue porque ninguno de los dos
monarcas tenía dinero para salir adelante. Desde 1526, los administradores españoles de Carlos le
aconsejaban evitar cualquier plan que implicara una mayor participación en Italia. Pero, al mejorar las
perspectivas económicas de Carlos V, éste comenzó a tener una posición ventajosa frente a su rival.

63
Comenzaban a llegar cantidades importantes de metales preciosos desde las Indias y, por otra parte, en
julio de 1528, Andrea Doria desertó de Francia para entrar, junto con su flota, al servicio del emperador
(motivos patrióticos motivaron esta decisión, ya que Génova sólo podía vivir independiente con un
Milanesado habsburgués). El ejército francés, que había invadido Milán y Nápoles, fue derrotado y, en
julio de 1529, el papa y el emperador se reconciliaron mediante la firma del tratado de Barcelona,
aceptando el primero recibir a Carlos V en Italia. Francisco I se vio obligado a ceder y, por la Paz de
Cambrai, el 3 de agosto de 1529, (conocida también como la Paz de las Damas, pues había sido negociada
por Luisa de Saboya, madre de Francisco I, y Margarita de Austria, tía del emperador) reconoció la
soberanía de Carlos V sobre Artois y Flandes y renunció a sus derechos sobre Milán, Génova y Nápoles;
a su vez, Carlos V renunciaba momentáneamente a Borgoña, y reconocía al duque de Milán, Francisco
Sforza, como vasallo imperial.

Carlos V completó su victoria política en Italia con su coronación imperial en Bolonia por Clemente VII,
el 24 de febrero de 1530. Inmediatamente antes de abandonar España, pronunció su discurso “imperial” en
Madrid, en el que expresó su ideal de un imperio cristiano. Sin embargo, la posición dominante en Italia le
impidió pacificar el continente y utilizar su imperio cristiano contra los turcos, con los que Francia ya
había establecido relaciones diplomáticas.

La muerte del duque de Milán, en 1535, planteó de nuevo la cuestión de Italia al pretender el gobierno
francés que el sucesor fuera uno de sus candidatos. En marzo, de 1536, un ejército francés invadía Saboya y
Piamonte y ocupaba Turín, amenazando Milán. En consecuencia, Carlos V no pudo completar su campaña
en África, que había culminado con la conquista de Túnez, porque se vio obligado a dirigir otra vez su
atención hacia Francia. El emperador, en su encuentro con el papa Pablo III, y en presencia de dos
embajadores franceses, el 17 de abril de 1536, denunció el incumplimiento de las promesas por parte de
Francisco I y sus actividades subversivas en las posesiones del emperador, anunciando que estaba dispuesto
a ir de nuevo a la guerra si Francia no aceptaba sus condiciones de paz.

Las negociaciones causaron también el enfrentamiento entre Carlos V y sus propios ministros. Tanto Cobos
como Granvela instaron al emperador a practicar una política de paz, aunque eso significara ceder: Cobos,
porque conocía la situación financiera del emperador; Granvela, por el deseo de que la paz en los frentes
italiano y flamenco, dejara las manos libres a Carlos V para solucionar el conflicto con los protestantes
alemanes. Finalmente, contra el parecer de sus consejeros, y animado por sus dos principales comandantes
–Andrea Doria y Antonio de Leyva-, Carlos V decidió reanudar las hostilidades. Decidió llevar a cabo una
ofensiva combinada sobre dos frentes –Provenza y San Quintín-Peronne-, saldándose ambas con un fracaso;
dos contraataques de los franceses en Artois y Piamonte no tuvieron más éxito. Las dificultades financieras
y el agotamiento de los contendientes determinaron el armisticio. La tregua se firmó en Niza, el 18 de junio
de 1538, manteniéndose el statuquo, con el acuerdo de que la misma debería prolongarse durante diez años,
y cuyas cláusulas eran: la formación de una liga contra los turcos, la guerra contra los protestantes y la
cooperación en un concilio general.

Sin embargo, la lucha se reanudó antes de que expirara la tregua, otra vez por la cuestión de Milán.
Francisco I, aprovechando el fracaso y el agotamiento de los recursos del emperador en la expedición de
Argel de 1541, renunció a la tregua en julio de 1542, y, con la alianza de Suecia, Dinamarca, Escocia y el
ducado de Cléveris, envió un ejército invasor a los Países Bajos, donde la administración del emperador se
veía acosada por la presencia de la herejía y el descontento por las exacciones fiscales. Pero Carlos V, a fin
de asestar un golpe definitivo a Francia, renovó la alianza inglesa (11 de febrero de 1543), ordenó a Cobos
que reuniera todos los fondos disponibles en España y acudió personalmente a Alemania para concertar un
compromiso religioso y conseguir dinero y tropas para realizar un ataque contra Francia desde el este. El
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emperador reunió un ejército en Metz y, mientras los ingleses invadían Normandía, él penetró en Francia por
Champagne, llegando cerca de París. Ante su posición ventajosa, y deseoso de tener las manos libres para
enfrentarse a los luteranos en Alemania, decidió negociar sin la participación de su aliado inglés. En la Paz
de Crépy (19 de septiembre de 1544), Francisco I renunciaba a sus pretensiones sobre los Países Bajos y
Nápoles, mientras que Carlos V le ofrecía dos posibles matrimonios al duque de Orleáns, segundo hijo del
rey de Francia:

- bien con su hija María, lo que le reportaría los Países Bajos a la muerte de Carlos V

- o con su sobrina, Ana de Hungría, con el ofrecimiento del ducado de Milán un año después.

Aunque parece ser que el emperador prefería la segunda alternativa, la muerte del duque de Orleáns dejó sin
resolver el conflicto milanés. Los objetivos de ambos monarcas sobre dicha cuestión seguían siendo los
mismos, pero Francisco I, en la paz de Crépy, se había comprometido a desistir de su alianza con los turcos
y a apoyar a Carlos V en su intento de unificar la cristiandad; por otra parte, el emperador deseaba la paz
porque tenía que resolver urgentes problemas en Alemania. Ambos monarcas estaban en paz al morir
Francisco I, el 31 de marzo de 1547. Pero si la rivalidad entre ellos había terminado, persistía el conflicto
de poder y las disputas territoriales entre Francia y España.

LAS LUCHAS POLÍTICO-RELIGIOSAS CON EL IMPERIO DE CARLOS V.

Los problemas que Carlos V tenía en Alemania eran tanto de índole religiosa como política. De una lado,
Lutero había publicado su tesis contra las indulgencias el mismo año, 1517, que Carlos llegó a España; de
otro, aunque los Habsburgo tenían el título imperial, su poder era escaso fuera de sus dominios y no podía
contrarrestar el particularismo de los príncipes alemanes. Tanto la crisis religiosa como su vertiente política
redoblaron la presión sobre Carlos V y sobre España.

Para el emperador, el protestantismo era un problema aún más complejo que el de los turcos y fue, en último
extremo, el que desbarató su política. No sólo estaba vinculado a su lucha contra Francia, sino que afectaba
a sus relaciones con el Papado y, sobre todo, socavó su posición en Alemania, por sí ya bastante precaria.

Aunque Carlos V no fue un hombre de la Contrarreforma ni un líder del renacimiento espiritual de la Iglesia
Católica, era un fuerte enemigo de la herejía, posición en la que coincidía con España, país de donde recibió
las tropas y el dinero necesarios para combatirla, tanto allí como en los Países Bajos, donde la posición del
emperador era más fuerte que en Alemania. Muchos de los grandes líderes intelectuales que combatieron la
Reforma eran españoles, y la idea de convocar un Concilio para reafirmar el dogma católico y condenar el
luteranismo fue idea, asimismo, de teólogos españoles y de Carlos. Ya tras el saqueo de Roma, en 1527, el
emperador amenazó a Clemente VII con la convocatoria de un concilio, pero hasta el pontificado de Paulo
III no pudo vencer las reticencias del Papado. Esto se debía no sólo a que los pontífices eran,
tradicionalmente, reacios al movimiento conciliar, sino también a la conciencia que tenía Roma del gran
poder de Carlos V.

A pesar de que en la Dieta de Worms, de abril de 1521, el emperador manifestó su decisión de asumir la
defensa de la cristiandad y de las doctrinas de la Iglesia, Carlos V subestimó las diferencias entre Lutero y la
Iglesia y tardó en actuar con decisión. La situación era difícil pues el emperador se veía enfrentado también
a un problema político en Alemania, derivado de la soberanía de los parlamentos y de la independencia de
los príncipes. Así, aunque Lutero fue declarado proscrito por el Edicto de Worms, contó con la protección
del elector de Sajonia, convirtiéndose, lo que parecía ser un cisma temporal, en una ruptura duradera, cuyas
ventajas políticas fueron explotadas tanto por los reformadores como por los príncipes. La vinculación de

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parte de la aristocracia al luteranismo acarreó la íntima conexión entre lo religioso y lo político, vinculación
que se efectuó a través de la secularización de las propiedades eclesiásticas, que Lutero ponía a disposición
de los príncipes para el cumplimiento de su misión en el orden político y religioso.

La Dieta de Espira de 1526, convocada por el emperador, tras su éxito sobre Francisco I en Pavía, al
objeto de aplicar formalmente el Edicto de Worms de 1521, tuvo un resultado muy distinto del propósito que
había provocado su reunión. Los estamentos declararon que cada Estado del Imperio sólo debía atenerse a su
responsabilidad ante Dios y el emperador, fórmula que dio la base jurídica para la constitución de las
iglesias territoriales evangélicas, pues, en la práctica, suponía el derecho de cada príncipe a decidir la
religión en su propio Estado. La causa de este vuelco se ha achacado a la formación de la Liga de Cognac,
concertada contra Carlos V por Francia y el Papado en aquellas críticas circunstancias, que debilitaba el
poder del emperador al enfrentarlo con la Iglesia en aquel decisivo momento. En una nueva Dieta en Espira,
en 1529, los luteranos fueron instados por el emperador revocar los acuerdos de 1526, según la fórmula de
que no podían introducirse futuras innovaciones en los estados adscritos a la aplicación del edicto de Worms
y, al mismo tiempo, que el culto católico había de ser mantenido en los territorios evangélicos. Los luteranos
protestaron contra el acuerdo de la mayoría católica de la Dieta, favorable a la propuesta imperial, basándose
en que una decisión adoptada unánimemente por la Dieta no podía ser revocada por una simple mayoría.

Sin embargo, las circunstancias se coaligaron a favor de Carlos V, que decidió pasar a la acción. Por una
parte, la paz de Cambrai (1529) con Francia y su posterior coronación por el Papa (1530), ratificaban su
dominio de Italia y le dejaban las manos libres para actuar; por otra, el sitio de Viena por los turcos (1529)
podía alentar el sentimiento nacional alemán. Así, aprovechando además la pugna abierta entre luteranos y
“sacramentistas” (los zwinglianos), Carlos V decidió trasladarse a Alemania y convocar la Dieta de
Augsburgo (1530).

El emperador intentaba encontrar una solución que no comprometiera el dogma católico. Teólogos y
representantes de las sectas evangélicas fueron invitados a comparecer ante la Dieta. Los “sacramentistas”,
de acuerdo con las doctrinas radicales de Zuinglio, redactaron la Confessio Tetrapolitana; en cambio, el
partido luterano, a través de Melanchton, redactó la Confessio Augustana, procurando hacer resaltar las
diferencias que separaban a Lutero de Zuinglio y disminuir las que lo separaban de Roma, pero los jefes
políticos del movimiento luterano, incluido el propio Lutero, desaprobaron la labor de Melanchton. Los
intentos de arbitraje de Carlos V fracasaron, incluida su oferta de celebrar un concilio general, que fue
rechazada tanto por los protestantes como por el Papa. La ruptura fue inevitable y el emperador, respaldado
por la Dieta, publicó un decreto, en noviembre de 1530, restableciendo el Edicto de Worms; por él se
restauraban la jurisdicción y los bienes eclesiásticos, y se instituía el Tribunal Imperial como órgano para
juzgar a los protestantes.

Las amenazas sin sanciones eran de escaso efecto y los protestantes alemanes, favorecidos por la muerte de
Zwinglio en Cappel, reforzaron su posición política formando la Liga de Esmalcalda, en febrero de 1531,
dirigida por el elector de Sajonia y el landgrave de Hesse, y aliada potencial de otros enemigos del
emperador en el norte de Europa. Su propósito era oponerse a la autoridad del emperador en lo político, y a
los acuerdos de Augsburgo en lo religioso.

Por el momento, los aliados más importantes de la Liga fueron los turcos, que habían invadido Austria en
1532. Carlos V se vio obligado a renunciar a la política de Augsburgo y a firmar con los miembros de la
Esmalcalda la Paz de Núremberg (mayo de 1532), mediante la cual se alcanzó una paz general en el
imperio, no siendo condenado nadie por sus convicciones religiosas hasta la celebración de un concilio. La

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medida resultó eficaz y el emperador, con ayuda de los protestantes, consiguió organizar un ejército que
liberó Austria y forzó la retirada de los turcos.

Durante todo el decenio de 1530, Carlos V tuvo que seguir contemporizando con los protestantes, en parte
por la presión de los turcos en el Mediterráneo, en parte por los problemas con Francia en Italia, pero debido
también a su desesperada situación financiera. Por estas razones, el emperador deseaba conseguir un frente
unido en Alemania y estaba dispuesto a ceder. Por otra parte, Carlos V y Granvela tenían la convicción de
que al emperador le asistía el derecho de resolver los problemas religiosos sin la intervención del Papa, si
era necesario, además de pensar que la renovación católica debía comenzar con la supresión de los abusos de
la Iglesia.

En cuanto a la convocatoria de un concilio, si bien Paulo III era un Papa reformista y partidario de su
celebración, estaba el problema de la participación protestante en el mismo.

Así pues, deseoso de obtener la ayuda de los parlamentos imperiales contra Francia y contra el Turco, y ante
la falta de la convocatoria del concilio, Carlos V decidió imponer su propia solución en Alemania mediante
la Declaración de Ratisbona, en julio de 1541. En ella se garantizaba la seguridad de los que se habían
adherido a la Confesión de Augsburgo, se aceptaba la secularización de algunas propiedades eclesiásticas,
se concedía a los príncipes protestantes el derecho de reformar los monasterios y otras instituciones
religiosas, y se redoblaba la influencia protestante en la Cámara Imperial.

El Papa condenó la Declaración de Ratisbona, como también la condenaron los acontecimientos, pues
cuanto mayor eran las concesiones, más se mostraba la debilidad del emperador y mayores eran las
exigencias de los protestantes. En junio de 1542, Pablo III promulgó una bula convocando el Concilio de
Trento para el 1 de noviembre, pero en ese momento, Francisco I quebrantó la tregua de Niza y se preparó
para atacar al emperador, haciendo imposible la realización del concilio en la fecha prevista.

Tras firmar la Paz de Crépy con Francia, en 1544, Carlos V tenía las manos libres para enfrentarse a la
subversión política y religiosa en Alemania. El Concilio de Trento (1545 - 1563) comenzó en diciembre de
1545 y los representantes del emperador intentaron impedir una definición dogmática del problema de la
justificación porque no querían provocar el rechazo de los luteranos, en espera de que aceptasen la
invitación para participar en el concilio; en éste, sin embargo, se defendió la doctrina de la justificación y de
los sacramentos.

Muchos católicos, entre ellos el dominico español Pedro de Soto –confesor del emperador-, defendían el
recurso a la guerra, pues los mismos protestantes contaban con una organización política y militar. Paulo III
accedió a una acción ofensiva contra los protestantes, mientras Cobos, en España, conseguía fondos
suficientes para levantar un ejército. Con estos apoyos, Carlos V presentó batalla a los miembros de la Liga
de Esmalcalda, venciéndolos en la batalla de Mühlberg, el 24 de abril de 1547.

El triunfo ponía al emperador en posición de imponer sus condiciones políticas y religiosas en Alemania.
Sin embargo, la discrepancia entre el Papa y Carlos V sobre la resolución del conflicto evangélico en
Alemania, determinó que no se dedujesen del triunfo de Mühlberg las consecuencias favorables que cabría
esperar. El Concilio de Trento se dispersó tras la victoria del emperador: los prelados que lo apoyaban se
quedaron en Trento, y los demás se reunieron en Bolonia, a instancias de Paulo III; posteriormente se
suspendió el Concilio por la oposición de Carlos V.

En la Dieta de Augsburgo (1547-1548) el emperador consolidó su supremacía política en el régimen interno


del Reich; pero, en la cuestión religiosa actuó con independencia del Papado, siendo partidario de fórmulas

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de aproximación entre católicos y evangélicos. A este criterio obedece la publicación del Ínterim (30 de
junio de 1548), redactado por teólogos de procedencia erasmista, pero supervisado por canonistas españoles
de intachable ortodoxia. En él, se preservaba la doctrina católica y la autoridad del Papa, pero se hacían todo
tipo de concesiones a los luteranos en materia de disciplina y culto. No obstante, el Ínterim desagradó tanto a
protestantes como a católicos, como se demostró en las reuniones de la segunda sesión del concilio y en la
hostilidad de las masas luteranas contra la fórmula imperial de convivencia religiosa.

Pero para lograr su éxito, Carlos V debería haber tenido en cuenta dos factores: la situación internacional y
el irreprimible deseo de los príncipes alemanes, católicos o protestantes, de garantizar su “libertad”, es decir,
sus privilegios. Sus objetivos políticos también causaron disensión entre los propios Habsburgo, pues, tras la
muerte de Francisco I, la idea de Carlos V era conseguir la sucesión imperial para su hijo Felipe, propósito
que encontró la oposición implacable de su propia familia. Tras una reunión familiar en Augsburgo, en el
invierno de 1551-1552, los planes del emperador se vieron frustrados por las ambiciones de su hermano
Fernando y la hostilidad de Maximiliano, hijo primogénito de éste.

Por otra parte, el poder de los Habsburgo orientales, extendido sobre Austria, Bohemia y Hungría, y su cada
vez mayor independencia, coincidía con los intereses de Alemania, que se negaba a aceptar la subordinación
política y las leyes católicas y, por ende, no querían un sucesor español para el imperio, sino a Fernando
y luego a su hijo Maximiliano. Así pues, la cada vez mayor influencia de Fernando en Europa central y su
decisión de conservar el imperio, implícito en el mismo título de “rey de los romanos”, obligaron a Carlos
V a llegar a un acuerdo el 9 de marzo de 1551, por el cual Fernando sucedería a Carlos, pero a su vez,
apoyaría como sucesor suyo a Felipe, quedando Maximiliano en tercer lugar. Pero, la determinación de los
Habsburgo austriacos y la hostilidad de Alemania se conjugaron para frustrar las aspiraciones de Carlos V.

A ello también ayudó la situación internacional en 1551-1552, en la que Francia fue, de nuevo, el factor
clave en la renovada ofensiva contra el emperador. Aprovechando las dificultades imperiales en Alemania,
Enrique II, sucesor de Francisco I, firmó en 1551 una alianza con el duque de Parma, con vistas a una
acción ofensiva sobre el Milanesado. A su vez, y por mediación de Mauricio de Sajonia, el francés firmó
con los príncipes alemanes el acuerdo de Chambord, a principios de 1552, por el cual Enrique II
subvencionaría con dinero a los príncipes alemanes y éstos le reconocían, en calidad de “vicario del Reich
(imperio)”, el derecho a apoderarse de las ciudades de Cambrai, Toul, Verdún y Metz. Por otra parte,
Francia había renovado su alianza con los turcos, instando al sultán a romper la tregua con los Habsburgo, y,
en agosto de 1551, los otomanos ocupaban Trípoli.

Carlos V, acosado en todos los frentes, así como por las peores dificultades financieras que había tenido
hasta entonces, y preocupado sobre todo por el Mediterráneo, ordenó a sus tropas españolas e italianas que
evacuaran Württemberg. Pero esta acción preparó, indirectamente, la acción alemana de 1552.

La acometida de los coaligados de Chambord contra el emperador, que se hallaba confiado en Innsbruck,
fue rápida y afortunada: Mauricio de Sajonia dirigió, en mayo de 1552, un repentino ataque cerca de
Innsbruck, y Carlos V tuvo que huir precipitadamente hasta Villach, en Corintia; la segunda sesión del
Concilio de Trento fue clausurada; Metz, Toul y Verdún cayeron en manos de Francia, y los turcos
volvieron a amenazar la seguridad de Austria, al adueñarse de Temesvar y del territorio entre el Tisza y el
Maros.

El tratado de Passau, negociado por Fernando y Mauricio de Sajonia, y ratificado por Carlos V el 15 de
agosto de 1552, fue la sanción de la derrota del emperador. En el mismo se reconocía el protestantismo, en
el imperio, en igualdad de condiciones con la religión católica, sobre la base de la fórmula “Cuius regio,
eius religio” (su mayor importancia histórica está relacionada con la Reforma Protestante. La Paz de
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Augsburgo, firmada en 1555 entre el emperador Carlos V y la Liga de Esmalcalda, impone esta solución
para los territorios alemanes, como compromiso entre católicos y protestantes. Con ello se concede
confirmación imperial al principio promulgado en las Confesiones de Augsburgo de 1530), es decir, el
derecho del príncipe a abrazar una u otra confesión, la cual debería ser adoptada también por sus súbditos.
La paz religiosa de Augsburgo, el 25 de septiembre de 1555, daba forma constitucional a esas concesiones.

Tras la derrota en Alemania, Carlos V intentó recuperar Metz en el invierno de 1552, pero tuvo que levantar
el frustrado asedio en enero de 1553 y retirarse a los Países Bajos, donde permaneció hasta su retorno a
España, en 1556. Perdida Alemania y, ante la actitud amenazadora de Francia, la única preocupación del
emperador en sus últimos años fue garantizar la seguridad de los Países Bajos.

FELIPE II. EL HOMBRE Y EL REY.

Raras veces la figura de un príncipe ha suscitado tantas controversias: desde los retratos siniestros
aureolados por la “Leyenda Negra” hasta la visión apologeta de cruzado católico.

El hombre.

Solitario y reservado, se conoce bastante mal al hombre Felipe a pesar de la publicación de las cartas del rey
a sus hijas Isabel y Catalina -fruto de su tercera esposa, Isabel de Valois, por las que parece que tuvo gran
cariño. Su fama de hombre severo y despiadado está en gran parte basada en la tragedia del infante Don
Carlos que, por otra parte también fue la de Felipe II. El drama que termina por la muerte de su hijo Don
Carlos, en 1568, después de la condena de este príncipe, sin que se hayan conocido nunca exactamente las
circunstancias de su muerte en prisión, ha sido interpretado en forma muy diferente, según se juzgase desde
el punto de vista de la política o de la simple moral humana.

El Rey.

Nacido en España, donde permaneció tras su regreso de Flandes en 1559, amado de sus súbditos castellanos,
Felipe II encarna el ideal del monarca absoluto que vincula el Estado a su persona y dispone, por ello, de
amplísimas prerrogativas.

La historiografía actual reconoce su extrema conciencia profesional, su alto concepto del deber y
responsabilidad, el cuidado que ponía en los asuntos, su aptitud para mantener su libertad de decisión; sin
embargo, también destaca en él un gusto exagerado por los detalles, cierta estrechez de perspectivas,
irresolución y una desconfianza excesiva hacia sus servidores. Su ideario político gira alrededor del eje de la
unidad católica y de la hegemonía de la Corona española.

Si bien no se puede poner en duda la sinceridad de la vida religiosa del monarca, es innegable que muchas
de las actuaciones políticas que le hicieron valer su fama de “paladín del catolicismo” tenían sus
motivaciones más profundas en razones de Estado, como la cruzada contra el imperio turco, la guerra de
Granada o la uniformidad religiosa en sus territorios; asimismo, las relaciones tirantes con los pontífices por
cuestiones de jurisdicción dan buena muestra de ello.

Felipe II pareció más preocupado por conservar que por agrandar sus dominios. Con él, el eje del imperio se
desplazó desde el norte de Europa hacia el sur, hacia España, fuente principal de sus ingresos.

CORONAS, REINOS Y TERRITORIOS DE LA MONARQUÍA FILIPINA.

Las posesiones Italianas.

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En 1540, Felipe había sido proclamado duque de Milán, tras la muerte de Francesco Sforza en 1535 (por el
tratado de Cambrai de 1529 Sforza había sido repuesto en el ducado de Milán, pero como vasallo del
emperador Carlos V) ante las quejas de Francisco I de Francia que pretendía el Milanesado para su hijo.

De julio a octubre de 1554 Carlos V cede a su hijo, que se había convertido en rey de Inglaterra por su
matrimonio con María Tudor, el reino de Nápoles y la Corona de Sicilia, que el papa le concedía en Feudo,
para otorgarle un título real y conseguir que el nuevo novio tuviera mayor prestigio. La dominación española
no fue especialmente dura: Felipe II dejó que subsistieran las instituciones locales y confió los más altos
cargos, excepto los de virrey (del reino de Nápoles), a italianos.

Las posesiones del Norte de Europa.

El 25 de octubre de 1555 el emperador Carlos V, ante los Estados Generales de Bruselas, renunció a favor
de Felipe su querido dominio borgoñón: éste incluía todavía las 17 provincias de los Países Bajos (Felipe II
dejó el gobierno de éstos a su hermana natural, Margarita de Parma, cuando regresó definitivamente a
España en 1559) y las posesiones de habla francesa como el Luxemburgo y el franco Condado.

Los Reinos de España.

Finalmente, el 16 de enero de 1556 Carlos I de España abdicó de todos sus dominios españoles tanto en el
Viejo como en el Nuevo Mundo a favor de su hijo: la Corona de Castilla, junto con el reino de Navarra, las
posesiones en el norte de África y las Indias, y estas comprendían el virreinato de Nueva España (Méjico y
Guatemala) y el de Nueva Castilla (Panamá, Colombia, Venezuela, Ecuador, Perú y Chile), y la Corona de
Aragón–Cataluña, junto con el reino de Cerdeña.

EL SISTEMA DE GOBIERNO: LA CORTE Y EL ESTADO.

Felipe II fue un monarca nacional, y eso se reflejó inevitablemente en el funcionamiento de la corona y sus
instituciones. Bajo su reinado se acentúa la centralización del Estado español, a la par que una progresiva
castellanización, a pesar de que conservó las instituciones que había heredado, así como la autonomía
constitucional de las diferentes partes constitutivas de su imperio. En 1561 la villa de Madrid es elevada a
capital de la monarquía y la corte y los órganos de gobierno se instalan en ella casi definitivamente.

Las grandes distancias existentes entre los territorios de Felipe II hicieron que su gobierno dependiese de
una creciente burocracia que se alimentaba principalmente de la pequeña nobleza letrada. Sin embargo, el
país está bien administrado bajo su reinado: los Consejos realizan grandes encuestas (1561, 1575) para
conocer mejor a la población, los recursos y los problemas del país (Felipe II inició investigaciones sin
precedentes respecto a la población, los recursos y la capacidad fiscal de su país, que culminaron con el
Censo General de 1591).

En cuanto a la Corte y su relación con la esfera política, el monarca no excluyó totalmente de los cargos a la
alta nobleza: como sus predecesores, destinaba a sus miembros a los más altos cargos, virreyes y
gobernadores, así como a las embajadas en el extranjero.

ADMINISTRACIÓN Y BUROCRACIA: LOS SECRETARIOS, LOS CONSEJOS Y LAS CORTES.

Ante todo, cabe caracterizar la administración del reinado de Felipe II como condicionada por el celo
absorbente del monarca: control personal de todos los expedientes (lentitud, aplazamiento sine die).
Asimismo, se desarrolla un burocratismo complejo y centralizado que se refleja, principalmente en la
ampliación de los Consejos y Secretarías. En cuanto a los miembros de los Consejos y a los secretarios,
son casi todos castellanos, excepto Granvela, originario del Franco Condado, el príncipe de Éboli (Ruy
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Gómez da Silva) y el portugués Moura. Los castellanos dominan ampliamente (el duque de Alba, el conde
de Feria, Mendoza, Manrique, los secretarios Gonzalo Pérez y Vargas antes de 1570. Don Juan de Austria,
los cardenales Espinosa y Covarrubias, el gran inquisidor Quiroga, el conde de Chinchón, los marqueses de
los Vélez y de Aguilar después de 1570 ó 1575, con los secretarios Mateo Vázquez y Antonio Pérez y, a
finales del reinado, el duque de Medina Sidonia, el conde de Barajas y el marqués de Velada, con los
secretarios Idiáquez y Moura).

LOS CONSEJOS.

El gobierno de los Consejos continúa siendo el rasgo esencial de la administración filipina. A la cabeza de
todos ellos se encuentra el Consejo de Estado, cuyas competencias no llegaron a ser definidas, quedando
como una vaga comisión para analizar los asuntos exteriores y cuestiones de Estado.

Aunque el rey era su presidente nominal nunca asistía a las reuniones. Teniendo en cuenta de que se trataba
de un monarca que no quería delegar responsabilidades, resulta lógico que este organismo nunca se
profesionalizara, no pasando de ser un grupo de nobles, favoritos y eclesiásticos a quienes el rey consultaba
cuando así lo deseaba. Parece que hubo dos facciones en el Consejo, al menos hasta 1570, pero sin ninguna
fuerza fuera de la administración: la primera alrededor de Ruy Gómez, y de Mendoza favorable, en todas las
circunstancias, a un acuerdo pacífico con los Países Bajos;. la segunda, dirigida por el duque de Alba,
partidaria de soluciones de fuerza. Pero Felipe dejó que se enfrentaran ambas facciones para controlarlas
mejor, decidiendo en última instancia él mismo.

De hecho, las opiniones de estos grupos no eran consistentes, sino que variaban según el momento y el
problema. Su objetivo real no era promocionar una política determinada, sino la conquista del poder y la
riqueza, que dependían de la gracia y el favor reales.

Por el contrario, los consejos regionales que supervisaban la administración de zonas o reinos concretos,
Castilla, Aragón, Italia, Portugal, los Países Bajos y las Indias, estaban totalmente profesionalizados y
aunque no eran ministerios constituían el medio a través del cual se imponía el control central sobre todo el
imperio (ejercían funciones ejecutivas, legislativas y judiciales). Cabe señalar que los consejos regionales no
castellanos tenían su propia sede en territorio castellano, al alcance del rey, bajo la influencia central y
castellana.

En el Consejo de Castilla las funciones judiciales fueron un freno para su eficacia, y no fue hasta 1598
cuando Felipe II tomó la decisión de dividir el consejo en departamentos separados, casa uno con una
función específica.

El Consejo de Aragón, cuyo presidente y cinco consejeros eran aragoneses, catalanes y valencianos (así
pues, fueron respetados sus principios constitucionales) era el tribunal supremo de justicia para Valencia, las
islas Baleares y Cerdeña, pero no en Aragón ni en Cataluña, cuyos fueros determinaban que la justicia fuera
administrada en el propio reino. Durante el reinado de Carlos V también trataba los asuntos de las
posesiones italianas, sin embargo, la insistente presión castellana consiguió que, en 1555, quedasen
completamente desligados de la órbita levantina.

El Consejo de Italia (Nápoles, Sicilia y Milán) estaba formado por seis consejeros (denominados también
regentes) de los cuales, tres eran españoles y tres italianos. Generalmente, el cargo de presidente era
detentado por un hombre de experiencia política, un grande de España distinguido o una alta dignidad
eclesiástica (por ejemplo, el cardenal Quiroga) y, junto al presidente del Consejo de Castilla, asistía a las
reuniones del Consejo de Estado. El Consejo de Italia era el tribunal supremo de apelación para los dominios

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italianos y supervisaba todos los aspectos de la administración italiana, incluyendo nombramientos, el
comercio y las finanzas.

Los puestos de consejeros, si bien no podían comprarse, no fueron desempeñados por administradores
destacados, debido al natural recelo del monarca respecto a la independencia de sus oficiales lo que
favoreció la mediocridad y el conservadurismo en la administración. Al desempeñar funciones jurídicas
estaban compuestos casi por completo por letrados (juristas profesionales). Otra vía para la promoción en la
administración civil era la Iglesia tal y como demuestran los casos de Gonzalo Pérez , Diego de Espinosa,
Diego de Covarrubias o Gaspar de Quiroga.

LOS SECRETARIOS.

El enorme crecimiento de la administración por medio del papel en el reinado de Felipe II elevó la
importancia del secretario, en quien recaía la responsabilidad de que funcionara tan pesada maquinaria.
Existía un secretario real para cada uno de los consejos regionales y el rey establecía su comunicación con el
Consejo de Estado a través de su secretario principal (su titular era más que un simple empleado
administrativo pero menos que un ministro). Los secretarios ordinarios se ocupaban de los asuntos rutinarios
del gobierno, mientras que el rey y su secretario privado se centraban en los grandes temas de política.

El nexo eficiente entre el rey y los Consejos fue la de los secretarios reales: asistían a las reuniones de los
consejos y, aunque no tenían derecho de voto, su estrecho contacto con el monarca daba un cierto peso a sus
opiniones, y eran ellos quienes redactaban las consultas.

Sin embargo, ninguno de los secretarios desempeñó el papel de Los Cobos bajo Carlos V puesto que el
propio Felipe II atendía toda la correspondencia recibida y se encargaba de dirigir el trabajo de todos sus
secretarios. Si bien el monarca comenzó con un solo secretario de Estado, Gonzalo Pérez, a quien le
sucedió su brillante hijo Antonio, éste no heredó todas las funciones del cargo: sus atribuciones se limitaban
a los asuntos del Norte, Francia, Inglaterra, los Países Bajos y Alemania, al tiempo que en su condición de
secretario del Consejo de Castilla supervisaba la correspondencia interna. Los asuntos del Mediterráneo
fueron asignados a otro secretario, Diego de Vargas, que era el único secretario del Consejo de Italia.

La desconfianza de Felipe II hacia sus subordinados y su deseo de repartir las responsabilidades lo indujeron
a ampliar su secretariado en 1573, nombrando secretario a Mateo Vázquez de Leca. Tras la caída de
Antonio Pérez en 1579 (por traficar con secretos de Estado, a la vez que intrigar entre el monarca y Don
Juan de Austria) Mateo Vázquez se convirtió en el principal secretario y Felipe II resolvía a través de él la
mayor parte de los asuntos importantes. Hacia 1580 se formó una comisión de secretarios que actuaba bajo
la supervisión de Vázquez. Asimismo, los asuntos de Estado se asignaron a Juan de Idiáquez, al conde de
Chinchón se le adjudicaron los asuntos aragoneses e italianos, y a Cristóbal de Moura los portugueses.

Las Juntas.

A mediados de los ochenta, la complejidad y el costo de la política aumentó. Ello conllevó a la aparición del
sistema de “Juntas” que se convocaban cuando era necesario para ocuparse de problemas específicos y
estaban formadas por un núcleo de ministros y oficiales. La Junta Grande se formó en 1586 para organizar la
recaudación de los fondos necesarios para la Invencible o tal vez para ocuparse de las finanzas en general.
Era una agrupación informal de oficiales, a cuyas opiniones el rey solía prestar atención y que muy pronto
comenzó a ejercer una función coordinadora en el gobierno. Para ocuparse de aspectos concretos de
gobierno se creaban juntas más reducidas como la Junta de Cortes, Junta de Arbitrios, Junta de Presidentes,
Junta de Población y Junta de Milicia.

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La monarquía personal se conservaba intacta, pero en las filas de la Junta había un grupo reducido
constituido por Moura, Idiaquez, Vázquez y Chinchón, que diseñaban los grandes asuntos políticos y la
estrategia general y que eran responsables directamente ante la corona. Este grupo era conocido como la
“Junta de la Noche”. Este sistema configuraba una situación muy diferente a la de las primeras décadas del
reinado, ya que el puesto de secretario, lejos de ganar importancia hasta convertirse en un auténtico
ministerio, la había perdido, repartiéndose sus funciones entre figuras de segunda fila cuyo papel era mudo y
anónimo.

Las Cortes.

Aunque las Cortes de Castilla votaron, sin oposición, más que por cuestiones formales, los servicios
exigidos, incluso los de finales del reinado, muy gravosos, es evidente que no dejaban de tener fuerza
(cuando había un tema de importancia, una causa popular y un gobierno en bancarrota, las Cortes podían
encontrar la energía y los medios necesarios para oponerse a la Corona).

El rey necesitaba a las Cortes para conseguir la legitimidad fiscal. En cuanto a las Cortes, la pertenencia a
las mismas era una valiosa prerrogativa, tanto para las 18 ciudades representadas, que consiguieron una
cierta autonomía en la administración de los impuestos, como para los procuradores, que recibían una
recompensa económica de los fondos que votaban. El hecho que en 1590 obtuvieran la solución de los
agravios antes de la concesión de dinero (inversión del orden del protocolo) demostró la debilidad de la
corona que, dependía ahora de las Cortes para la obtención de una parte cada vez mayor de sus ingresos.

Las Cortes de los dominios levantinos se reunían de dos formas distintas: en Cortes particulares de cada uno
de los reinos, Aragón, Cataluña y Valencia, y en Cortes generales, reuniéndose las tres simultáneamente,
aunque los procuradores se sentaban por separado. Pero el rey raramente visitó esos reinos, con lo cual
convocó muy pocas veces las Cortes, dado, además, que su capacidad fiscal era mucho menor que la de
Castilla. Felipe II convocó solo 2 veces las Cortes en sus reinos levantinos: Cortes Generales que se
reunieron en Monzón en 1563 y 1585. En ninguna de las dos se produjeron incidentes y en ambas se
manifestó la preocupación obsesiva de la asamblea por los asuntos legales y constitucionales. Con su
cooperación voluntaria, reclutó tropas y recaudó impuestos en las pocas ocasiones en que lo solicitó.

Es por todo ello que Felipe II no encontró razones para modificar los principios de sus predecesores con
respecto a estos reinos ni siquiera cuando en 1592 convocó a las Cortes aragonesas en Tarazona, tras la
rebeldía surgida durante el episodio del secretario Antonio Pérez. En esta ocasión, las instituciones
aragonesas fueron modeladas, otorgándose al monarca el derecho de nombrar un “virrey extranjero”, así
como al Justicia Mayor de Aragón.

El pensamiento político de la época.

Los teóricos políticos españoles del XVI rechazaban el despotismo e insistían en el principio de que el
soberano debía gobernar de acuerdo con la ley divina y natural. El teólogo jesuita Juan de Mariana, al igual
que otros filósofos españoles, prefería la monarquía a cualquier otra forma de gobierno, pero esa preferencia
estaba matizada por la afirmación de que el rey tenía que gobernar no sólo con un consejo sino también con
el consentimiento de sus súbditos expresado en un senado formado por “los mejores hombres”, y que debía
administrar “los asuntos públicos y privados de acuerdo con las opiniones expresadas por aquellos”.
Mariana veía con buenos ojos las leyes e instituciones protectoras de Aragón, donde, desde su punto de
vista, la ley de la comunidad, o república, como él la llamaba, estaba por encima de la del rey. Rechazaba el
principio de que pudiera decretar impuestos o derogar leyes a su voluntad. En esas materias existía, o debía
existir, derecho de oposición, un derecho que había desaparecido en Castilla pero que todavía existía en
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Aragón. Afirmaba que el derecho de crítica y oposición tenia que estar representado en las Cortes, y por esa
razón criticaba el declive de las Cortes de Castilla y su abandono por parte de la Corona.

Por otra parte, los neoescolásticos españoles eran defensores del más puro absolutismo. A diferencia de
Mariana, no podían ofrecer una salvaguardia real frente al abuso de autoridad política, en la medida en que
esa autoridad era legítima y actuaba, al menos teóricamente, de acuerdo con la ley divina y natural y en
beneficio del bien común. Su postura es más representativa de la opinión española que la de Mariana y
refleja la realidad política de Castilla. Sin embargo, como se ha podido ver la monarquía filipina era absoluta
pero con limitaciones y su poder era menos imponente en la práctica que en la teoría.

En primer lugar la monarquía absolutista estaba limitada por la ineficacia: la burocracia nunca consiguió
superar totalmente los obstáculos que planteaba la distancia para gobernar España y para hacer llegar las
decisiones del poder central a todo lo largo y ancho del país. En segundo lugar, estaba limitada también por
la existencia de fuerzas locales: la nobleza, con su jurisdicción feudal, y algunas de las ciudades con sus
privilegios, habían pedido tradicionalmente participar en el control que la monarquía ejercía en el país, o un
cierto grado de independencia respecto a ese control. Cuando el Estado intento compartir los costes
crecientes de la guerra con sus súbditos mejor situados económicamente, tuvo que compartir también su
poder.

LA HACIENDA REAL: BANCARROTAS, IMPUESTOS Y ARBITRIOS.

Las empresas imperiales de Carlos V habían sido financiadas por Castilla, y en el decenio de 1550 Felipe
tuvo que conseguir dinero no sólo mediante los impuestos ordinarios sino también recurriendo a
procedimientos extraordinarios. A la confiscación de remesas privadas de América hay que añadir el recurrir
a préstamos (hay que subrayar la ausencia de grandes casas de Banca en Castilla. A pesar de las sucesivas
bancarrotas a los banqueros extranjeros (Fugger, Spinola, Malvenda) les interesaba seguir con su cliente
puesto que las tasas de interés en ocasiones llegaron al 70%) y la venta de muchos cargos públicos (esa
práctica, corriente desde la Edad Media, fue intensificada por Carlos V a partir de 1543, tanto para
recompensar como para conseguir lealtades y, sobre todo, para obtener ingresos), que posteriormente
conduciría a un mal gobierno. Felipe II comenzó a crear una serie de cargos con el único objetivo de
venderlos, sin embargo, excluyó de la venta los puestos administrativos y financieros más importantes y
todos los cargos judiciales.

Bancarrotas.

Es cierto que, en el reinado de Felipe II, las rentas del Estado aumentaron más deprisa que los precios, lo
que permitió al rey de España llevar a cabo una política de poder. Pero las necesidades eran tan grandes que
Felipe II tuvo que resignarse por tres veces a la bancarrota: en 1557, nada más ser coronado rey de España
y como consecuencia de los altos gastos ocasionados por la política imperialista de Carlos V; en 1575 que
trajo consigo la ruina del eje Medina del Campo-Amberes (ruta del tráfico mercantil y financiero península-
continente) y el colapso del comercio lanero, y 1597. La suspensión de pagos no significaba que los
banqueros lo perdieran todo ni que el Estado anulara sus deudas, sino que suponía la reconversión de la
deuda en títulos de crédito a largo plazo sobre futuros ingresos. Sin embargo, esos juros se multiplicaron
muy por encima de los recursos reales de la corona, y al finalizar el reinado de Felipe II suponían la enorme
suma de 100 millones de ducados y se convirtieron en un papel moneda que se depreció rápidamente y
provocó una especulación salvaje.

Impuestos.

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El peso más importante de la carga fiscal recaía sobre la población de Castilla, bajo la forma de la alcabala,
que constituía un tercio de los ingresos reales. Este impuesto consistía el 10% sobre todas las ventas, aunque
en la práctica, a partir de 1536, se recaudaba en forma de encabezamiento, que pagaban de forma colectiva
los municipios de Castilla a cambio del derecho de recaudar ellos mismos el impuesto. La cuota de la
alcabala fue aumentada exageradamente en 1574, lo que, sumado a la progresiva despoblación, fue un duro
golpe para los contribuyentes individuales.

La carga fiscal de Castilla se vio aumentada en 1590 con la aprobación por las Cortes de un subsidio para
poder hacer frente a la reconstrucción de la Armada Invencible y que se materializó en los “millones”. Este
impuesto era recaudado por cada ciudad y gravaba fundamentalmente productos esenciales como el vino, el
aceite y la carne. Sin embargo, no afectó realmente a los privilegiados que, en muchos casos, conseguían en
sus propiedades los productos alimentarios básicos.

Los ingresos que Felipe II conseguía a partir de los recursos eclesiásticos fueron un elemento permanente e
importante en su presupuesto. La renta eclesiástica más importante era la cruzada, concedida por el papado a
la corona en forma de una bula de cruzada en la que se concedían beneficios espirituales a los fieles a
cambio de una entrega de dinero. Mucho tiempo después de que hubiera desaparecido su justificación
original la cruzada siguió siendo renovada, entre otras cosas porque se consideraba que se concedía al rey de
España con el objetivo de difundir el catolicismo. El subsidio, en cambio, gravaba directamente a la Iglesia
española puesto que era un impuesto sobre los arrendamientos, tierras y otras rentas del clero, así como los
tercios reales y las rentas de las órdenes militares. Por último, en 1576 Pío V le concedió un nuevo impuesto,
el excusado, que era un tributo sobre la propiedad de cada parroquia y cuyo objetivo era financiar la guerra
en Flandes.

Las sumas obtenidas en las Indias, consistentes en el quinto real, la alcabala, los derechos de aduana y la
cruzada, se cuadruplicaron en los dos últimos decenios del reinado de Felipe II, sin embargo, suponían un
porcentaje de los ingresos totales más reducido de lo que se pensaba (entre un 10 y un 20 %).

EL PROBLEMA PROTESTANTE: FOCOS Y REPRESIÓN.

La liquidación de la guerra con el Islam fue la respuesta a la presión creciente del norte de Europa. También
allí las pasiones religiosas adquirieron nueva fuerza: la rebelión en los Países Bajos y la hostilidad de
Inglaterra eran una afrenta a la sensibilidad católica de los españoles y un duro golpe para sus intereses
políticos y económicos. Ver a España como paladín de la Contrarreforma supone ignorar el contenido
secular de su política exterior, sus malas relaciones con el papado y su evolución religiosa en el siglo XVI.
Supone también distorsionar el carácter de la Contrarreforma. Como hemos visto, España se había puesto al
frente de la reforma eclesiástica incluso antes de la aparición de Lutero y luego había abrazado con
entusiasmo la causa de Erasmo. Sin embargo, en el decenio de 1540 los erasmistas habían sido dispersados,
la Inquisición adoptaba una actitud cada vez más vigilante y era difícil mantener la actitud conciliadora
frente a los problemas religiosos.

Entre 1556, año en que se produce el retiro de Carlos V a Yuste, y 1563, en el que el Concilio de Trento
terminó finalmente sus deliberaciones, el clima de opinión religiosa en España conoció una nueva
transformación. La Inquisición española se hallaba ahora en manos de otros elementos que hacían gala de
una actitud de mayor intransigencia: Hernando de Valdés, arzobispo de Sevilla e inquisidor general entre
1547 y 1566, y su consejero teológico el dominico Melchor Cano. Las autoridades eclesiásticas colaboraban
con el Estado, bajo la dirección de Felipe II, que regresó a la península desde los Países Bajos en 1559. La
vieja generación de humanistas españoles había desaparecido. Tras la paz de Augsburgo, Carlos V había
renunciado a sus intentos de ejercer una labor arbitral entre Roma y los protestantes alemanes, mientras que
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en Roma los sueños de reconciliación que alimentaban los reformadores humanistas habían cedido ante la
política más firme. El protestantismo había progresado hasta ocupar posiciones inexpugnables: en Alemania
y en Inglaterra estaba organizándose en iglesias nacionales, mientras en Francia su poder iba en aumento. Al
tiempo que las actitudes se endurecían en toda Europa, había aparecido un elemento nuevo y más
intransigente: el calvinismo militante. Las autoridades españolas no tardaron en tomar conciencia de su
existencia, ya que penetró en los Países Bajos, y los escritos de sus imprentas llegaban hasta la misma
España. A medida que los disidentes españoles comenzaron a dirigirse a Ginebra, París y los Países Bajos, la
Inquisición comenzó a investigar más atentamente los posibles contactos que habían dejado en el país.

En estas circunstancias, Felipe II no podía continuar la iniciativa de su padre, aunque lo hubiera deseado. La
única política posible parecía ser la de reforzar sus defensas religiosas. Por decreto del 7 de septiembre de
1558 fueron ratificadas con mayor firmeza al determinarse que la importación de libros sin licencia real era
un crimen susceptible de ser castigado mediante la muerte y la confiscación de las propiedades. Mientras
tanto, la lista de libros prohibidos era cada vez mayor. El índice fue revisado y ampliado periódicamente, de
manera que en 1583 no sólo prohibía las obras de los herejes conocidos, sino que incluía también los
nombres de numerosas figuras que se habían distinguido al servicio de la Iglesia católica, como Tomás
Moro y John Fisher, fray Luis de Granada y Juan de Ávila, so pretexto de que algunas de sus obras podían
ser utilizadas de manera inconveniente y malinterpretadas. El índice prohibitorio de 1583, preparado por el
inquisidor general Quiroga, fue seguido por un índice expurgatorio de 1584, el primero de este tipo en
España, que señalaba las expurgaciones necesarias para que los libros enumerados fueran aceptables, en
lugar de condenarlos totalmente. La ampliación gradual de la censura fue acompañada de otras medidas
dirigidas a reforzar las barreras intelectuales entre España y el protestantismo. Cuando Felipe II decidió
regresar a España en julio de 1559 se mostró contrario a que ninguno de sus súbditos españoles
permaneciera en los Países Bajos expuesto a la contaminación. Así, notificó a todos los españoles que
estudiaban en la universidad de Lovaina que debían regresar a España en el plazo de cuatro meses y
presentarse ante la Inquisición, a su regreso, para quedar libres de sospecha. A continuación, mediante un
decreto del 22-11-1559 prohibió a todos los españoles que estudiaran en universidades extranjeras.

A los ojos de las autoridades estas medidas estaban justificadas no sólo por el peligro potencial del
protestantismo en España sino por su mera existencia. La paz religiosa había sido quebrantada por la nueva
religión. En el decenio de 1550 se descubrió un grupo de luteranos en Valladolid y otro en Sevilla. Cabe
pensar que sin las investigaciones de la Inquisición podrían haberse convertido en auténticas sectas
protestantes, sobre todo porque sus principales representantes no eran oscuros entusiastas como los de los
iluministas sino hombres de cierta posición en la sociedad civil y eclesiástica. El inspirador del grupo de
Valladolid era, probablemente, Carlos de Seso, un laico que había asimilado algunas de las nuevas doctrinas
en su Italia natal para llevarlas luego a España hacia 1550. Pero su figura más destacada era Agustín de
Cazalla, un canónigo de Salamanca, que había sido nombrado capellán de la corte en 1542 y había pasado
nueve años en Alemania y en los Países Bajos en el círculo del emperador, para regresar después a España.
Era un notable predicador que no ocultaba sus opiniones reformistas y no tardó en ser denunciado ante la
Inquisición por supuestas doctrinas heréticas. Cuando la Inquisición comenzó a actuar existían
ramificaciones del movimiento en Zamora, Palencia, Toro y Logroño.

Cuando se conocieron los sucesos de Valladolid, Carlos V se hallaba ya retirado en Yuste y Felipe II estaba
en los Países Bajos. Carlos V escribió rápidamente a la regente, su hija Juana, apremiándole para que pusiera
en marcha una política de represión rápida e implacable. Valdés para salvar su posición necesitaba organizar
urgentemente una caza de herejes en la que hubiera víctimas a cualquier precio. Pero para ello la Inquisición
necesitaba poderes más absolutos de los que ya poseía, pues según el estatuto en vigor carecía de
jurisdicción sobre los obispos y era costumbre exculpar a quienes solicitaban perdón y confesaban sus
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errores, lo que permitía a los herejes arrepentidos escapar a la pena capital. En septiembre de 1558 dirigió un
escrito al papado en el que afirmaba que la Inquisición española necesitaba todo el apoyo y poder que
pudiera conseguir. Por ello solicitaba un breve papal autorizándolo a ir más allá de la legislación eclesiástica
vigente y a condenar a los culpables sin importar las circunstancias. Su petición tuvo una acogida favorable
y los breves papales de 1559 concedieron a la Inquisición una jurisdicción limitada incluso sobre los obispos
y la autorizaron a condenar a los penitentes aun cuando solicitaran medidas de gracia, ya que se consideraba
que su conversión no era sincera. Amparada en semejantes poderes, la Inquisición arremetió contra el grupo
de Valladolid en dos autos de fe que provocaron una enorme conmoción, en mayo y octubre de 1559.
Cazalla, Rojas, Seso y doce personas más fueron entregados al brazo secular y ejecutados.

Entretanto, había sido descubierto un nuevo grupo luterano importante en Sevilla. Sus inspiradores eran Juan
Gil y el doctor Constantino Ponce de la Fuente, canónigos de la catedral de Sevilla. Ninguno de ellos era
realmente protestante. Egidio fue perseguido por la Inquisición aproximadamente desde 1550, pero salió
relativamente bien parado. En cuanto a Constantino, había sido capellán de la corte y predicador, y como tal
había acompañado al príncipe Felipe a los Países Bajos y Alemania durante los años 1549 a 1551. Poco
después de establecerse como canónigo de Sevilla en 1556 fue atacado por su ascendencia judía y por
considerarse que sus doctrinas eran luteranas. Conducido a prisión en 1558, murió allí, para ser
posteriormente quemado en efigie como luterano, al igual que Egidio, después de su muerte.

Mientras tanto había aumentado el número de miembros del grupo sevillano, con dos centros importantes, el
monasterio jerónimo de San Isidro y la casa de Juan Ponce de León, hijo del conde de Bailén. La Inquisición
comenzó a actuar cuando descubrió dos cargamentos de libros heréticos transportados desde Ginebra por
Julián Hernández. Más de 800 personas fueron juzgadas por la Inquisición, muchas de ellas mujeres
pertenecientes a familias de clase alta. En dos autos de fe celebrados en 1559 y 1560 más de treinta
víctimas fueron entregadas al brazo secular para sufrir la pena de muerte y, como las retractaciones
fueron menos numerosas que en Valladolid, fueron más los que murieron en la hoguera.

La política de represión cercenó cualquier posibilidad de un luteranismo organizado en España, si es que


aquélla existió nunca. Pero Valdés tenía que cobrarse aún su víctima más importante, el arzobispo de Toledo
y primado de toda España, Bartolomé de Carranza. Parece que, al principio, defendió la moderación en las
relaciones con los protestantes ingleses, pero más tarde, cuando fue acusado de protestantismo, pretendió
evitar cualquier ambigüedad y afirmó haber sido más enérgicamente antiprotestante que el resto del círculo
eclesiástico del príncipe Felipe y haber utilizado su influencia para enviar a Crammer a la hoguera. En 1557
fue nombrado arzobispo de Toledo y casi inmediatamente sus enemigos lo acusaron de herejía ante la
Inquisición, citando sus famosos Comentarios sobre el catecismo cristiano. Estaba claro ahora el propósito
de la solicitud dirigida por el inquisidor general al papado para que se le permitiera juzgar incluso a los
obispos.

Valdés sentía envidia de Carranza, por su brillante carrera y el hecho de que su rival fuera elevado a la sede
de Toledo, premio que él esperaba obtener, sólo sirvió para incrementar su odio. También Melchor Cano era
enemigo personal de Carranza. Así pues, su detención el 22-8-1559 no fue un acto imparcial de justicia sino
reflejo, en cierta medida, del resentimiento personal de sus detractores. Por desgracia para Carranza, su
lenguaje teológico no era incisivo ni preciso y aunque no era en modo alguno un hereje, utilizaba
expresiones exageradas que podían ser malinterpretadas. La malicia de Valdés y de la Inquisición española
mantuvo a Carranza en prisión en Valladolid durante más de siete años.

Durante ese período su caso se convirtió en un enfrentamiento por motivos jurisdiccionales entre Felipe II y
la Inquisición española por un lado y el papado por otro, mientras que el supuesto delito de herejía quedaba

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en un segundo plano. A Valdés le sucedieron inquisidores como Espinosa y Quiroga, que tenían sus
prejuicios pero que no veían un hereje en cualquier sacerdote devoto. Ciertamente, ya veremos que la
Inquisición no había dicho la última palabra en la campaña por la uniformidad, pero una vez superada la
tensión inmediata de la década de 1550, el reinado de terror iniciado por Valdés no se prolongó más allá de
la duración de su cargo. Al mismo tiempo, es útil recordar que la Inquisición española no fue un producto de
la Contrarreforma, pues existía desde el siglo anterior, antes de que apareciera el protestantismo. Y al
lanzarla contra la herejía en los primeros años de su reinado Felipe II no actuaba en colaboración con Roma.
Las relaciones entre España y el papado durante el pontificado de Pablo IV (1555-1559) eran peores que
nunca e impedían cualquier tipo de acción concertada.

EL PRÍNCIPE DON CARLOS Y EL PROBLEMA SUCESORIO. LA LEYENDA NEGRA.

El traspaso del poder de un soberano al siguiente nunca fue fácil en el siglo XVI. En España, el índice de
mortandad de la familia real era muy elevado. Felipe II, cuyo advenimiento al trono estuvo libre de
complicaciones, tuvo más dificultades para encontrar un sucesor. Su primera esposa, Mª de Portugal, tenía
sólo 16 años cuando contrajeron matrimonio en 1543. Dos años después había muerto durante el parto de
don Carlos, cuya salud también era precaria. Nueve años más tarde se casó con María Tudor. Su tercer
matrimonio, en 1559, fue también un acuerdo diplomático, pero Felipe aprendió a amar a Isabel de Valois.
Ahora bien, pasarían siete años antes de que le diera fruto alguno, y en este caso fue una hija, Isabel Clara
Eugenia, que, junto con su hermana menor Catalina, fueron la alegría de la vida de Felipe II. Isabel murió en
octubre de 1568. Su muerte había sido precedida en ese mismo año por la del infante don Carlos. Estas
aflicciones, fueron también problemas políticos para Felipe II. A los 41 años de edad estaba viudo de nuevo
y sin un heredero masculino.

Cuando Felipe II regresó a España en 1559 don Carlos tenía catorce años y había vivido toda su infancia sin
ver a su padre. Su abuelo, Carlos V, aterrado por su aspecto y su temperamento, se negaba a verlo, y a que
viviera con él en Yuste. Sus tutores, García de Toledo y el humanista Honorato Juan, no lo encontraban más
atractivo y, el segundo manifestó a Felipe II su convicción de que el muchacho estaba enloqueciendo. Su
malhadada herencia estuvo en su contra desde el principio. Su padre y su madre eran primos, y ambos eran
nietos de Juana la Loca.

Los resultados de esa endogamia se aprecian, tal vez, en la forma grotesca de don Carlos. Sin duda alguna
Felipe ll había engendrado a un hijo que era anormal desde el punto de vista mental y físico. Sin embargo,
en 1560 las Cortes de Castilla reconocieron a don Carlos como heredero del trono y Felipe II tomó las
medidas necesarias para su crianza y educación.

Paso la adolescencia en Alcalá en compañía de don Juan de Austria y Alejandro Farnesio, pero la
universidad no pudo dejar huella alguna en la mente retrasada del hijo de Felipe II. Sólo hizo gala de una
habilidad: de escapar a sus guardianes para buscar la compañía de una joven. En una de esas escapadas cayó
por las escaleras y resultó gravemente herido en la cabeza. Felipe II se apresuró a trasladarse a Alcalá con un
médico, que realizó la operación de la trepanación, un tratamiento al que el príncipe consiguió sobrevivir.

En 1562, una vez recuperado, el rey lo hizo regresar a Madrid y, con la esperanza de que adquiriera mayor
responsabilidad, lo nombró presidente del Consejo de Estado, a cuyas sesiones comenzó a asistir. Su
comportamiento se fue haciendo cada vez más excéntrico. Ahora eran sus colegas en el Consejo el blanco de
su ira y de su obstinación, mientras adquiría notoriedad su indiscreción política. Había que plantear la
cuestión de su matrimonio y Felipe acarició la idea de intentar desposarlo con María Estuardo, pero pronto
la abandonó. D. Carlos también deseaba ser gobernador de los Países Bajos, como había prometido su padre
a los Estados Generales en 1559. Pero a la vista de su incapacidad política, los Países Bajos eran el último
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lugar al que podía ser enviado en aquellos años de 1560. La frustración sólo sirvió para empeorar la
condición del príncipe, que comenzó a criticar a su padre de forma abierta, convencido de que le negaba el
cargo y el afecto sin ninguna razón. Al mismo tiempo, caía en actos de violencia y sadismo sexual.

La conducta de don Carlos adquirió un tono más siniestro en el contexto político de 1567. La situación en
los Países Bajos estaba llegando al paroxismo y Felipe II envió al duque de Alba para poner en marcha una
operación de represión. Uno de los cabecillas rebeldes, el conde de Egmont, había estado en Madrid entre
enero y abril de 1565 y había entrado en contacto con don Carlos, quien, en su trastorno, hacía los primeros
planes para escapar a los Países Bajos y probar suerte allí. Pero el príncipe confió sus proyectos al príncipe
de Éboli, el más leal de los ministros de Felipe II, que informó inmediatamente a su señor. Felipe se limitó a
registrar la información. En junio de 1566, el barón de Montigny llegó a Madrid para representar los
intereses de los líderes rebeldes, Egmont y Hornes, y cuando el duque de Alba informó desde Bruselas que
había conducido a prisión al segundo, Felipe II capturó a su agente y lo ejecutó tres años más tarde. También
Montigny había estado en contacto con don Carlos. En 1567, el príncipe había ideado ya otro plan para
escapar a los Países Bajos y solicitó a Éboli que le diera 200.000 ducados para llevarlo a cabo. Felipe II
volvió a ser informado y nuevamente decidió no actuar. Entonces, don Carlos escribió cartas a varios
miembros de la alta nobleza, pidiendo su ayuda para una gran empresa que estaba planeando. El monarca no
tardó en enterarse. Finalmente, el príncipe pidió a don Juan de Austria, que acababa de ser nombrado
capitán general de la armada española, que lo llevara a Italia, prometiéndole Nápoles y Milán cuando
triunfara su causa. Don Juan informó al rey de todo ello.

Para entonces Felipe II ya había decidido lo que había que hacer. Era su deber evitar que la corona fuera a
parar a manos de un hombre incapacitado para gobernar y que situaría de nuevo a la monarquía en la
situación de la que había sido rescatada por los Reyes Católicos. También era importante impedir que
contrajera matrimonio y tuviera un heredero, del que no podía esperarse nada mejor. Sólo había dos
soluciones: el confinamiento perpetuo o la muerte. En la noche del 18 de enero de 1568, Felipe II,
acompañado de tres consejeros y un destacamento de guardias, entró en la habitación de su hijo en el
Alcázar de Madrid. Don Carlos se despertó, confuso, y al ver a su padre preguntó si había venido a matarlo.
Con su habitual talante impasible, Felipe II se llevó consigo todos los documentos del príncipe, lo entregó a
los hombres armados y se marchó de la habitación. Ésa fue la última vez que vio a su hijo. Mientras don
Carlos permanecía confinado, Felipe II comunicó su decisión al cardenal Espinosa, al príncipe de Éboli y
al guardián del príncipe, el duque de Feria, y también pidió el consejo de algunos distinguidos teólogos.
Luego, antes de empezar a preparar un lugar más adecuado, dio instrucciones sobre el régimen de vida de su
hijo en su pequeña prisión del Alcázar. Allí murió don Carlos el 25 de julio de 1568 en circunstancias
todavía desconocidas.
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Entra dentro de la lógica que Felipe II hubiera ordenado la ejecución de su hijo, pues creía que estaba en
juego el destino de la monarquía. Pero no sabemos si éste fue el caso. Las diferentes versiones sobre la
muerte de don Carlos –que su muerte fue ordenada por su padre y que fue decapitado, estrangulado o
envenenado, o que murió a causa de sus excesos en la prisión–, son meras especulaciones, pues no existen
pruebas fehacientes al respecto. Menos fundamento histórico tiene aún la interpretación literaria y polémica
del caso. Incluso sus planes fantasiosos para escapar a los Países Bajos o a Italia –ninguno de los cuales supo
mantener en secreto– deben ser considerados más como producto de una mente desordenada que como una
conspiración calculada para subvertir la monarquía, de lo cual era totalmente incapaz.

Don Carlos había sido aceptado por las Cortes como heredero al trono y, por tanto, su padre se creyó
obligado a justificar su arresto. Al día siguiente de su detención, Felipe II ordenó a su correo mayor que
retuviera toda la correspondencia y durante dos días no salió ninguna carta de la capital. Entonces, el 22 de
enero, el rey dio a conocer al mundo su versión oficial, en cartas dirigidas al papa, a sus embajadores y a sus
oficiales. Esas misivas se limitaban a recoger los hechos objetivos de la detención del príncipe, con la
apostilla de que su deber lo había obligado a tomar esa dolorosa decisión. Más tarde, cuando comenzaron a
difundirse los rumores y el escándalo, defendió su actuación de forma más detallada en cartas confidenciales
que dirigió a todos aquellos cuya opinión consideraba importante. La esencia de sus explicaciones es que
ordenó al arresto de su hijo no porque hubiera cometido delito alguno, sino porque su hijo no era
responsable de sus acciones. Felipe II no llegó nunca a utilizar la palabra «demente» al referirse a su hijo,
pero era consciente de su estado, y sabía que era su obligación arrestarlo, en parte en interés de su propio
hijo, pero sobre todo para impedir su advenimiento al trono, y tal vez con la intención de desheredarlo. La
explicación más probable de su muerte puede hallarse en sus excesos durante su confinamiento. Una breve
huelga de hambre fue seguida por un ataque de gula y, luego, por un consumo masivo de hielo y el colapso
final.

La tragedia de don Carlos fue también la de Felipe II. 1568 fue un año terrible para el monarca, tal vez el
peor de su reinado. Junto a los sinsabores políticos de los Países Bajos y de Granada, su aflicción personal le
afectó con terrible intensidad. Había perdido a dos esposas y a su único hijo, éste en circunstancias que no
tardaron en desatar un torrente de injurias por toda Europa. Poco después moría su tercera esposa, a la que
más había amado, dejándolo totalmente desolado. Y todavía tenía que resolver el problema de encontrar un
sucesor para el trono. En noviembre de 1570 se casó con su cuarta y última esposa, Ana de Austria, hija de
su primo, el emperador Maximiliano II. Antes de que muriera diez años más tarde le dio cuatro hijos varones
y una niña, de los cuales sólo uno pudo superar la niñez, siendo éste el que sucedería a su padre con el
nombre de Felipe III. El amor del monarca hacia sus hijas, Isabel y Catalina, era el de un hombre que se
aferraba desesperadamente a los últimos vestigios de una vida familiar.

LA REBELIÓN DE LAS ALPUJARRAS.

En la ciudad de Granada y en la parte oriental del reino sobrevivía una sociedad musulmana autóctona
numerosa –y en aumento– y con su propia clase dirigente. Desde el punto de vista político, el reino de
Granada fue simplemente anexionado a Castilla en 1492 y no conservó ningún tipo de autonomía. De hecho,
la intención de Castilla era absorber y asimilar Granada lo más rápidamente posible. Concluida su
reconquista se instalaron señores cristianos en sus tierras ricas y bien cuidadas. Pronto los siguieron oficiales
y eclesiásticos, algunos menos honrados que otros, pero todos ellos disfrutando de las ventajas de aquel
reino. Se produjo así una situación de «colonialismo» dentro de la propia España: unos colonos nuevos, una
población sometida y la opresión civil y militar.

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También los moriscos tenían sus protectores, como el virtuoso Hernando de Talavera, primer arzobispo de
Granada, que dedicó su vida a convertir a los moros mediante la benevolencia y la comprensión, y la familia
Mondéjar, cuyos miembros desempeñaban, por herencia, el cargo de capitán general de Granada, y que
frecuentemente arriesgaron su cargo y su reputación en la defensa de los moriscos.

Pero la política oficial no era coherente y los moriscos fueron unas veces perseguidos a causa de la envidia y
de la frustración, y otras veces ignorados a cambio de aportar importantes subsidios.

La economía de los moriscos de Granada, como la de sus predecesores musulmanes, descansaba


básicamente en el comercio de la seda (dos de los cabecillas de la rebelión de 1569 estaban relacionados con
la industria de la seda: Aben Abó era tintero y Aben Faraxcon) con Italia. Granada, al igual que Almería y
Málaga, tenía talleres que producían finas sedas y había telares en la mayor parte de los pueblos. La seda era
prácticamente el único cultivo comercializable de las Alpujarras. La producción y manufactura de la seda
eran importantes fuentes de impuestos que la corona explotó al máximo. Además, los moriscos entregaban
constantes subsidios en su desesperado intento de comprar el favor real. Desde 1559 una serie de agentes
reales comprobaron todos los títulos de propiedad para reclamar las tierras de la corona. En consecuencia,
los moriscos necesitaban sus títulos de propiedad árabes más que nunca, en el preciso momento en que la
campaña contra su lengua y su cultura era más virulenta.

Sin embargo, no hay que atribuir únicamente a los españoles la responsabilidad de la crisis que sobrevino en
las relaciones entre el Estado y los moriscos de Granada, y que llegó al paroxismo en el decenio de 1560. En
el Mediterráneo, Argel libraba una guerra religiosa y económica con España. La presión turca era más
distante pero más poderosa y las fuerzas combinadas del Islam parecían dominar todo el Mediterráneo. El
peligro se agudizó en el decenio de 1560, cuando los turcos comenzaron a hacer acto de presencia en el
Mediterráneo occidental sitiando Malta en 1565. Este hecho estuvo acompañado de un incremento en la
frecuencia y la dureza de los ataques corsarios contra la costa granadina, desde sus bases en Tetuán,
Cherchell y Argel.

También los moriscos eran fuente de preocupación por razones de seguridad, tanto interna como externa. El
bandolerismo y la piratería eran endémicos entre ellos. En la década de 1560 bandidos que eran
denominados bandoleros, salteadores o monfíes, según la región, actuaban en toda la España morisca.
Asimismo, piratas moriscos frecuentaban las costas de Valencia y Andalucía casi con total impunidad. A
medida que la campaña musulmana ganaba en intensidad, los moriscos entraron en contacto con los jerifes
de Marruecos, los piratas de Tetuán y el sultán de Constantinopla. Los otomanos pretendían utilizar a los
moriscos como una quinta columna y, mientras los españoles centraban sus esfuerzos en la seguridad
interna, conquistar algunos de sus principales objetivos, como Chipre y Túnez. Espías moriscos fueron
enviados a Malta desde Constantinopla para recoger información sobre el poderío naval de España. Por sí
solos, estos incidentes tenían escasa importancia, pero ante la fuerza conocida del enemigo y la insuficiencia
de las defensas, las autoridades españolas creyeron que se estaba fraguando una operación concertada en la
que Granada iba a convertirse en cabeza de puente para una invasión musulmana de España.

 Así pues, la crisis de Granada tenía raíces más profundas que el incremento de la población morisca
y su opresión a manos de los oficiales de la corona y de los cristianos viejos.
 El odio y la desconfianza hacia los moriscos crecieron en proporción al peligro procedente de
Turquía y se desbordaron una vez iniciado el cerco de Malta.
 El odio se alimentaba de otras fuentes: del resentimiento popular ante la prosperidad del artesano y
del comerciante morisco.

81
 y del hecho, conocido por los cristianos, de que el Corán y no la Biblia era el principal texto sagrado
en Granada.

La tensión era ya muy fuerte antes de que el gobierno decidiera pasar a la acción, y la ineptitud que
demostró no fue más que la chispa que precipitó la explosión. En noviembre de 1566 el inquisidor general
Diego de Espinosa preparó, junto con Felipe II, un edicto que imponía diversas prohibiciones a los moriscos.
El día de Año Nuevo de 1567, Pedro de Deza, presidente de la Audiencia de Granada, promulgó el edicto y
comenzó a imponer su cumplimiento.

 Por la nueva disposición los moriscos de Granada estaban obligados a aprender el castellano en el
plazo de tres años, y a partir de entonces se consideraría delito hablar, leer o escribir el árabe en
público o en privado.
 Se les exigía también que abandonaran sus vestimentas, sus apellidos, sus costumbres y sus
ceremonias y se les prohibía la práctica del baño, so pretexto de que ofrecía la oportunidad de
practicar las abluciones rituales prescritas en el Corán.

El propósito que animaba estas medidas era acabar con la identidad nacional de los moriscos para
convertirlos en católicos españoles. Por el momento, los moriscos se limitaron a negociar, como lo habían
hecho en otras ocasiones, convencidos de que, como siempre, conseguirían, por medio de dinero, la
suspensión de las medidas. Su representante, Jorge de Baeza, se trasladó a Madrid para protestar ante Felipe
II, mientras que su anciano notable Francisco Núñez Muley presentaba un memorándum a Deza en el que
manifestaba la lealtad de los moriscos, tanto en el presente como en el pasado.

Las negociaciones se prolongaron durante un año y, cuando los moriscos comprendieron su futilidad,
explotó súbitamente todo su resentimiento reprimido y decidieron la insurrección una vez más. La fecha que
eligieron fue el día de Nochebuena de 1568 y, aunque los insurgentes no consiguieron que se levantara el
Albaicín rápidamente, extendieron la revuelta por las montañas de las Alpujarras, entre Sierra Nevada y la
costa. De hecho, el auténtico núcleo de la rebelión estuvo en las montañas. Desde allí se difundió hacia las
llanuras, aunque no por todas partes. Fue fundamentalmente un movimiento rural, siendo menor la
participación de las ciudades, tal vez más integradas en la España cristiana. El cabecilla de los moriscos,
Fernando de Valor, era de rancio linaje árabe, descendiente de los califas de Córdoba. Recuperó su nombre
árabe de Aben Humeya y fue proclamado rey debajo de un olivo. Fue asesinado un año después y le sucedió
como rey su primo Aben Abó. Líderes como Aben Daud, Aben Farax y Aben Abó eran moriscos
granadinos, pero la mayor parte de los restantes, y especialmente los jefes guerreros, provenían de las
montañas. Los cabecillas de las montañas procedían de la jerarquía social tradicional de los moriscos y se
identificaban más fácilmente con su causa. En la estructura social del movimiento tuvo tanto peso la
solidaridad familiar como las consideraciones económicas o políticas, de manera que clanes enteros se
mantuvieron unidos en el apoyo de la rebelión o en su lealtad a la corona. Más allá de los motivos
económicos y sociales, contemplamos a una minoría que luchaba por su identidad en el seno de una España
extraña. Familias hasta entonces enfrentadas se unieron en una causa común.

Los moriscos de Granada no tardaron en entrar en contacto con sus aliados en Valencia y enviaron misiones
a los países norteafricanos, a Argel y Tetuán, y también a Constantinopla, en busca de ayuda y de apoyo
militar. De Argel recibieron voluntarios, municiones y alimentos, que pagaron con el envío de prisioneros
cristianos. Argel tenía un interés religioso en la guerra de Granada, pero también se aprovechó del conflicto,
pues al inmovilizar a España permitió a Euldj Alj conquistar Túnez en 1570. También los turcos
aprovecharon su oportunidad. El sultán Selim II consideraba a los moriscos como aliados en el interior de
las líneas enemigas, y les habría enviado más armas y hombres de no haber tenido que atender a otros

82
compromisos, pues el sultán prefirió aprovechar la coyuntura para progresar en sus intereses inmediatos en
el Mediterráneo oriental y, aunque su flota se hizo a la mar, fue para atacar Chipre y no para ayudar a los
moriscos.

La guerra de Granada sobrevino para España en un momento en que sus recursos eran mínimos y en que sus
intereses se hallaban en grave peligro. Además, durante el primer año de las hostilidades, estuvo paralizada a
consecuencia de la indecisión sobre la táctica militar a adoptar. Era difícil alcanzar a los rebeldes en sus
lugares recónditos de las montañas y aislar a sus aliados en la costa, pues era imposible bloquear la larga
línea costera de territorio rebelde con sus innumerables calas y su fácil acceso para los barcos procedentes
de Argel. En esas circunstancias, la guerra se convirtió en una larga y confusa sucesión de patrullas y
emboscadas, en las que predominó la ferocidad, nacida de la desesperación en los moriscos y de la debilidad
entre los españoles. Sólo a partir de enero de 1570 el comandante español don Juan de Austria, impulsado
por el temor a una intervención musulmana desde el exterior, decidió llevar a cabo una campaña en toda
regla. La nueva orientación militar estuvo acompañada de una política de expulsión de las tierras llanas para
aislar a los rebeldes de las montañas. Por decreto de junio de 1569, 3.500 moriscos fueron expulsados de la
ciudad de Granada y dispersados por La Mancha. Los rebeldes de la montaña, privados de apoyo,
perseguidos de manera implacable, tuvieron que rendirse en el transcurso del año 1570. La escena final se
desarrolló en una cueva en Berchules, donde Aben Abó fue muerto a puñaladas por sus propios seguidores.

El levantamiento había durado dos años y había agotado por completo los recursos del país. Por tanto, las
condiciones para la solución del conflicto tenían que ser duras. Se decidió deportar a todos los moriscos del
reino de Granada, hubieran participado o no en el levantamiento, a otras partes de España. El 28 de octubre
de 1570 se dio la orden de evacuación, fijando don Juan de Austria la fecha del 1 de noviembre. Los
moriscos, encadenados y esposados, fueron conducidos en largos convoyes hacia las ciudades y aldeas de
Extremadura, Galicia, La Mancha y Castilla la Vieja. No todos llegaron a su destino: el duro viaje invernal
se cobró numerosas vidas y sus efectivos disminuyeron al menos en un 20–30%. La expulsión no fue total y
en 1587 vivían todavía en Granada unos 10.000 moriscos.

Finalmente, parecía haberse resuelto el problema de Granada. Para llenar el vacío provocado por tan
inmensa emigración, las tierras abandonadas fueron confiscadas por la corona y ofrecidas en condiciones
favorables, junto con ganado y utensilios, a colonos procedentes de Galicia, Asturias, León y Burgos. Sin
embargo, el resultado de la operación no fue totalmente satisfactorio. Aunque la corona obtuvo sustanciosos
beneficios de las confiscaciones y ventas de tierras a inmigrantes pobres, a magnates, monasterios e iglesias,
surgieron nuevos problemas y revivieron otros del pasado. Muchas de las tierras ofrecidas, situadas en las
Alpujarras y en otras zonas montañosas, eran pobres, porque los cristianos viejos ya ocupaban las mejores
vegas de las llanuras. Muchos de los nuevos pobladores, defraudados en sus expectativas, se desanimaron y
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acabaron por marcharse. Así pues, aunque la población cristiana de Granada era importante y en aumento,
las Alpujarras y la zona costera de las proximidades estaban mucho menos pobladas que antes y seguían
planteando, por tanto, un problema de seguridad interna.

En realidad, la política de deportación no resolvió nada en Granada y agravó el problema morisco al


extenderlo a toda Castilla. Los moriscos granadinos, prolíficos, activos e ingeniosos, no eran bien recibidos
por sus vecinos, y la tarea de asimilarlos y convertirlos en católicos y españoles era realmente imposible. El
conjunto de la población española se mostró cada vez más hostil hacia ellos, a medida que fue adquiriendo
conciencia de su existencia. Más tarde, a principios del reinado de Felipe III, en los círculos oficiales se
consideraba que la política de dispersión había sido un error de cálculo. Durante los 40 años siguientes
fueron una preocupación constante para el gobierno. La intención había sido dispersarlos en números
reducidos a lo largo de una superficie extensa, pero los moriscos tendían a abandonar los lugares que les
habían sido asignados, y sus hábitos trashumantes hacían que fuera difícil seguir sus huellas. Muchos de
ellos regresaron incluso a Granada, donde se decretó una nueva expulsión, de menores proporciones, en
1584. La frustración de sus nuevas condiciones de vida despertó en ellos tendencias criminales, y algunos se
integraban en bandas de proscritos que vivían de los frutos del robo y la violencia. No deja de ser irónico
que siguieran inquietando al gobierno, esta vez en un nuevo contexto: desde 1589 hubo un temor
permanente, aunque irracional, de que se produjera un levantamiento en Andalucía en una acción concertada
con invasores ingleses.

Los moriscos eran odiosos para la masa de la población porque evadían las responsabilidades nacionales en
los asuntos religiosos y bélicos, dedicándose sosegadamente a incrementar su número. Pero, sobre todo,
ganaban demasiado y gastaban demasiado poco. Estas afirmaciones no son necesariamente ciertas; no
existen testimonios estadísticos de que el crecimiento demográfico entre los moriscos se produjera porque
evadían sus responsabilidades nacionales. Además, su situación económica variaba de una región a otra, y
de uno a otro grupo, pues también existía en su seno una estructura social. Sin embargo, lo que hacía a los
moriscos diferentes del resto de los españoles era su religión. Los moriscos siguieron siendo inadaptados e
inadaptables. España, que comenzó el período moderno de su historia tolerando a una numerosa minoría
heterodoxa, terminó imponiéndole la sumisión, para finalmente reconocer la derrota. La medida de
expulsión adoptada en 1609 era un reflejo de la impotencia.

ANTONIO PÉREZ Y LAS ALTERACIONES DE ARAGÓN.

Mientras la política de Felipe II se aproximaba a su merecido declive en el exterior, su autoridad también


encontraba oposición en el interior. Durante los años cruciales de su intervención en Francia (1590 y 1592)
no había podido enviar un ejército al otro lado de los Pirineos porque lo necesitaba en España. En Aragón
encontraba una resistencia cada vez mayor que alcanzó su punto crítico en 1590; su posición allí había sido
débil desde el inicio del reinado.

Carlos V le había advertido que le resultaría más difícil gobernar los reinos orientales que Castilla, a causa
de la fortaleza de sus privilegios y constituciones.

El rey gobernaba en Aragón a través de su virrey y con el apoyo del Consejo de Aragón. Tanto los virreyes
como los consejeros eran nombrados por el rey, aunque todos los cargos en Aragón estaban reservados
exclusivamente a los aragoneses. Aparte de la administración, el rey se veía limitado también por toda una
red de leyes locales y prácticas legales.

 La justicia real en Aragón estaba administrada por la Audiencia de Zaragoza, pero éste no era el
único tribunal en Aragón.
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 La jurisdicción real encontraba la oposición de otro tribunal, el tribunal del Justicia, formado por
cinco miembros nombrados por la corona y dieciséis por las Cortes aragonesas, y a su frente se
hallaba un magistrado, el Justicia de Aragón, que teóricamente era designado por la corona a título
vitalicio, pero en la práctica el cargo lo desempeñaba de forma hereditaria una sola familia.
 El Justicia ejercía la jurisdicción civil y criminal en determinados casos, especialmente los litigios
entre la corona y la nobleza.
 También tenía poder para intervenir en los procedimientos de los tribunales y de los oficiales reales,
ya fuera mediante el proceso conocido como manifestación, que consistía en tomar a cualquier
acusado que afirmara haber sido amenazado con violencia y situarlo bajo protección en la cárcel del
Justicia, mientras su caso era juzgado por jueces competentes, o mediante el procedimiento de
expedir firmas (cartas) a aquel que buscara solución frente a la supuesta injusticia de los funcionarios
reales, de manera que quien la recibía conseguía inmunidad total frente al poder real mientras sus
alegaciones eran investigadas. Éstos eran los fueros de Aragón, y el único tribunal frente al cual no
tenían validez era la Inquisición.

Pero, las libertades de Aragón no eran populares ni democráticas, muy al contrario este sistema protegía una
estructura social arcaica. Detrás de esas barreras legales acechaba un feudalismo más primitivo que el de
ninguna otra parte de la Europa occidental. Los fueros existían en beneficio de los señores pero no para la
masa de la población que trataban de escapar de la tiranía de sus señores buscando la protección de la
jurisdicción real, y de esta forma el deseo de los campesinos de que las propiedades en las que vivían fueran
incorporadas a la corona coincidía con el deseo de ésta de hacer efectiva su soberanía.

Pero durante una gran parte de su reinado, la preocupación de Felipe II por otros problemas, su decisión de
gobernar Aragón desde la distancia a través de sus representantes y su respeto por la ley vigente
determinaron que se limitara a impulsar los esfuerzos de la población rural, a pasar de la jurisdicción
señorial a la jurisdicción real y a estimular los matrimonios mixtos entre la nobleza aragonesa y la de
Castilla para fomentar el proceso de integración. Pero era un proceso lento y frustrante.

Pero Felipe II no dejaba de ejercer cada vez más una mayor presión. A comienzos de 1588, convencido de
que había llegado el momento de afirmar su autoridad y poner fin a la insubordinación de los aragoneses,
decidió nombrar a un virrey que no fuera del país, y que no estuviera obsesionado por los fueros ni ligado a
los intereses locales. Envió al marqués de Almenara para que sustituyera en el cargo de virrey al conde de
Sástago. Los defensores de los fueros afirmaron que la ley exigía que todos los funcionarios reales de
Aragón fueran aragoneses. No estaba claro que esa norma se aplicara también al cargo de virrey, pero Felipe
II era profundamente legalista y deseaba ver su derecho reconocido en Aragón, no por la fuerza sino por el
tribunal del Justicia. Pero el momento era inoportuno. Sobre Almenara llovieron fueros desde todas partes;
condenado prácticamente al ostracismo e incendiada su casa, regresó lleno de humillación a Castilla para
informar al rey. Entonces, Felipe II depuso al conde de Sástago y lo sustituyó por Andrés Simeno, obispo
de Teruel, aragonés pero una figura secundaria, fácil de manipular y que, evidentemente, fue nombrado con
carácter provisional. Cuando regresó Almenara en la primavera de 1590, con mayores emolumentos y
poderes, estaba claro que el monarca estaba decidido a que ejerciera la autoridad en Aragón, con el título de
virrey, si conseguía que la validez de su nombramiento fuera confirmada en el tribunal del Justicia. Cuando
la situación estaba llegando a un punto crítico, intervino un nuevo factor al llegar a Zaragoza Antonio Pérez,
que huía de Castilla, y reclamar la protección de los fueros.

Desde su detención en julio de 1579 Pérez había visto cómo se cerraba progresivamente la red en torno a él.
Como el propio monarca estaba implicado en el asesinato de Escobedo y deseaba recuperar los documentos
comprometedores que estaban en poder de Antonio Pérez, había procedido con cautela contra su antiguo
85
secretario. Luego, cuando habló uno de los asesinos y los Escobedo y sus aliados en la corte intensificaron
sus acusaciones, fue arrestado por segunda vez (enero de 1585), aunque para distraer la atención de la
opinión pública se lo acusó únicamente de traficar con cargos públicos y con secretos de Estado. Fue
declarado culpable y sentenciado a dos años de prisión y al pago de una multa muy elevada. Pero los jueces
no consiguieron que entregara sus documentos. Pero en ese momento Felipe II buscaba algo más que
documentos; buscaba también la paz para su conciencia sobre el asesinato de Escobedo, siendo de
conocimiento público que el monarca había dado su consentimiento a ese crimen. Así pues, para expiar su
culpa y para poner en claro que la responsabilidad recaía sobre Antonio Pérez, que lo había engañado sobre
don Juan de Austria y Escobedo, Felipe lo llevó a juicio por segunda vez. En enero de 1590, el acusador
real informó a Pérez de que el rey admitía que sabía que él había ordenado la muerte de Escobedo, pero que
para la tranquilidad de su conciencia necesitaba saber si los motivos que le había dado para cometer esa
acción tenían peso suficiente. Pérez, después de ser torturado, confesó algunas de las causas que habían
motivado la muerte de Escobedo, pero sin revelar nada sustancial ni aportar prueba alguna. Esa revelación
fue fatal para él. Como no tenía pruebas de que don Juan de Austria fuera culpable de subversión y, por
tanto, nada incriminaba a Escobedo, el rey podía creer ahora que había sido engañado y que la
responsabilidad del crimen no era suya sino de Pérez, que lo había engañado con falsedades. Pérez sabía
hasta qué punto era desesperada su situación y decidió huir. Ya tenía contactos en Aragón, que
probablemente guardaban sus documentos. En abril de 1590 escapó, ayudado por su esposa, de la prisión en
Madrid y puso rumbo hacia la tierra de los fueros. Muy pronto estaba bajo custodia protectora en la cárcel
del Justicia.

Había elegido bien el momento porque en Aragón la defensa de los fueros era el problema que ocupaba el
primer plano, y el sentimiento regionalista estaba deseoso de utilizar cualquier pretexto para resistirse a la
corona. Antonio Pérez tenía apoyos en Aragón, el duque de Villahermosa y el conde de Aranda entre los
magnates y muchos otros en las filas de la pequeña nobleza, todos ellos violentos defensores del sistema
feudal. En Madrid, Pérez fue condenado a muerte después de haber huido. Entonces, el monarca entabló un
proceso legal contra él en el tribunal de Justicia acusándolo de haber tramado el asesinato de Escobedo
apoyándose en falsas acusaciones, de haber divulgado secretos de Estado y de haber huido de la cárcel. Pero
el lento procedimiento judicial permitió a Antonio Pérez hacer pública su versión de los hechos,
especialmente que había ordenado el asesinato de Escobedo siguiendo instrucciones del monarca. Para
impedir que Antonio Pérez siguiera capitalizando el proceso, y en la convicción de que el veredicto sería de
absolución, Felipe II retiró sus acusaciones, y recurrió al único tribunal en España frente al cual de nada
valían los fueros de Aragón y la autoridad del Justicia: la Inquisición. El confesor del rey, Diego de
Chaves, fraguó un proceso en el que pudiera intervenir la Inquisición, y en mayo de 1591 Pérez fue
trasladado desde la prisión del Justicia a la de la Inquisición. Sus partidarios, encabezados por Heredia,
organizaron un tumulto en Zaragoza, durante el cual la multitud atacó a Almenara, que luego moriría a
consecuencia de las heridas, asaltó la prisión de la impopular Inquisición y rescató a su nuevo ídolo para
llevarlo de nuevo a la prisión del Justicia. Desde allí desarrolló Pérez su actividad propagandística, atacando
a la corte y a la Inquisición, instando al pueblo a defender sus libertades incluso con las armas. Fue entonces
cuando los partidarios de Antonio Pérez hicieron planes para separar Aragón de la corona española y
convertirla en una república, tal vez bajo la protección del príncipe de Béarn, Enrique de Navarra. En los
círculos gubernamentales se temía que se estaba preparando en Aragón “un nuevo Flandes”.

Pero, ¿quiénes fueron los que apoyaron a Antonio Pérez? La mayor parte de los seguidores de Antonio Pérez
procedían de la pequeña nobleza que trataban de conservar su poder feudal frente a la monarquía o que
actuaban movidos por un sentimiento de frustración al verse excluidos de los cargos y ante las perspectivas
que se abrían para ellos en una España dominada por Castilla. Su cabecilla era Diego de Heredia.

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Naturalmente, el carácter feudal del movimiento le impidió contar con el apoyo de la masa de la población.
Su impacto sólo se dejó sentir en Zaragoza, centro del gobierno regional y lugar donde se podía conseguir
una movilización multitudinaria. Así ocurrió cuando el rey intentó que Pérez fuera conducido a la cárcel de
la Inquisición el 14 de septiembre. Una vez más, Heredia y los suyos pasaron a la acción, dispersaron a la
guardia real y liberaron a Pérez. Los rebeldes se hicieron con el control de la ciudad, convencieron al joven
Justicia, Juan de Lanuza, y a la Diputación del Reino para que les dieran su apoyo formal y advirtieron al rey
que el envío de un ejército castellano a Aragón supondría una violación de los fueros. Los magnates y los
moderados, obligados a elegir entre apoyar a la corona o unirse a los rebeldes, optaron por lo primero. Fuera
de Zaragoza la mayor parte de las poblaciones también apoyaron al rey.

Felipe II ya había reunido en la frontera de Aragón un ejército al mando de Alonso de Vargas, un veterano
de los Países Bajos. Una vez fracasadas las negociaciones legales decidió recurrir a él. A finales de octubre
Vargas penetró con sus fuerzas en Aragón sin encontrar oposición alguna. Mientras se aproximaba a
Zaragoza se desintegró la oposición en la ciudad. Pérez y sus cómplices huyeron a Béarn, mientras que el
Justicia y el ala «constitucional» de los rebeldes se refugiaron momentáneamente en Epila. Las represalias
fueron rápidas e implacables. El Justicia fue capturado y ejecutado, y muchos otros sufrieron el mismo
destino. Villahermosa y Aranda fueron enviados a Castilla, donde murieron misteriosamente en prisión, y
la Inquisición empezó a perseguir a quienes la habían atacado. Desde Béarn, Pérez y los emigrados
organizaron una pequeña invasión que Enrique de Navarra apoyó simplemente para importunar a Felipe
II en España y aliviar la presión que ejercía sobre Francia. Pero la insignificante fuerza de los rebeldes y sus
aliados protestantes que atravesaron los Pirineos en febrero de 1592 fue derrotada por Vargas y encontró la
resistencia de los aragoneses, muchos de los cuales eran vasallos de los cabecillas emigrados y cerraron filas
frente a una invasión protestante y extranjera.

Los invasores fueron perseguidos hasta Francia y Heredia fue capturado y conducido a España, donde
sería ejecutado. En cuanto a Antonio Pérez, después de ofrecerse, sin éxito, a los gobiernos de Francia e
Inglaterra, pasó sus últimos años en París, en un exilio sin influencia y sin dinero. Allí murió en 1611, sin
haber obtenido el perdón de la corona española.

En contraste con la severidad de la represión, las condiciones políticas que se impusieron fueron moderadas.
Aragón no podía esperar conservar intacta su constitución. En 1588, Felipe II, a pesar de que era un monarca
absoluto se había mostrado dispuesto a acudir al tribunal del Justicia para que ratificara su derecho a
nombrar a un virrey castellano. Ahora, con un ejército de ocupación en Aragón, el país y las instituciones
estaban a su merced. Tenía poder para destruir los fueros de Aragón si así lo deseaba, pero nada estaba más
lejos de sus pensamientos. El respeto de Felipe II por la estructura tradicional de España y su concepción
pluralista de la monarquía le impedían someter Aragón a Castilla y eliminar su identidad política. Y, al igual
que sus antecesores, no creía que ese proceder aumentará sustancialmente su poder.

Las Cortes aragonesas fueron convocadas en Tarazona en junio de 1592 para que dieran forma legal a los
cambios pretendidos. Ninguna de las instituciones de Aragón fue suprimida, pero fueron remodeladas para
responder a las exigencias del poder real. Se otorgó al monarca el derecho de nombrar a un «virrey
extranjero» y de esta forma se situó a Aragón en un plano de igualdad con los demás reinos. La Diputación
del Reino, comité permanente de las Cortes, perdió en gran medida su poder de control sobre la utilización
de los ingresos aragoneses y sobre la guardia regional, y perdió el derecho de convocar conjuntamente a
representantes de las ciudades del reino. El Justicia podría ser destituido por la corona y de esta manera el
rey socavaba la independencia del cargo y el monopolio familiar que había existido en él durante tanto
tiempo. Se modificó también el nombramiento de los miembros del tribunal del Justicia para que quedara
bajo el control de la corona y se eliminaron muchos anacronismos del sistema legal aragonés. Finalmente,
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para reforzar el poder del gobierno central, Felipe II apuntaló el poder de la Inquisición a la que instaló en
el palacio fortificado de la Aljafería y la protegió con una guarnición real.

Las condiciones que se impusieron en Aragón fueron resultado de un compromiso entre la monarquía y la
nobleza feudal. Los nobles aragoneses prefirieron aceptar la autoridad del rey como la mejor garantía de sus
privilegios feudales, y el precio de ese pacto fue la erosión de los fueros y la ampliación de la autoridad real.

LA CRISIS DE LOS AÑOS NOVENTA.

En 1595 los estragos de la edad y el exceso de trabajo se dejaban sentir con fuerza sobre Felipe II.
Consideraba que los reveses políticos formaban parte de su condición de soberano y no le afectaban.
Continuó con su incansable rutina de trabajo y superó periódicas crisis de salud, hasta que en junio de 1598
sufrió un ataque especialmente virulento de la enfermedad que lo indujo a trasladarse a El Escorial para
preparar su muerte. Murió al amanecer del 13 de septiembre de1598, cuando tenía 71 años.

Su reinado había durado casi medio siglo e inevitablemente en España perduró la huella de Felipe II durante
algún tiempo. Había completado la unidad de la península y perfeccionado su constitución. Sin embargo,
Felipe II dejó a España al borde de una crisis, porque los cimientos económicos de su poder eran todavía
más frágiles que al comienzo del reinado, y su gobierno no había hecho nada por mejorar su condición. En
el decenio de 1590 la vida era difícil para los españoles. Tras el alza constante de precios de la mayor parte
de la centuria hubo un rebrote adicional de la inflación al aproximarse su final que hizo más difíciles aún las
condiciones de vida. La situación del consumidor empeoró como consecuencia del peso insoportable de los
impuestos, que el gobierno elevó para tratar de superar las dificultades en que se veía a causa de la inflación
y para financiar las guerras en el exterior.

También los productores se vieron afectados por la inflación y los impuestos. Pero fue la población
necesitada de las ciudades y de las zonas rurales la más afectada por la dureza de la recesión. Ahora, en el
último decenio de la centuria, tres nuevas calamidades, las malas cosechas, la peste y los millones, cayeron
sobre ellos, todas en el espacio de unos pocos años.

Cuando los campesinos vivían en la indigencia, no había consumidores para la industria y la recesión de la
economía rural, consecuencia en parte de la acción del Estado, afectó también a éste en sus ingresos y en su
poder. Pocos sectores escaparon a las adversidades durante el decenio de 1590.

El desastre no era total y por el momento España se salvó de las consecuencias de su propia locura gracias al
dinero que obtenía en América. Las defensas imperiales que erigió Felipe II permitieron que los ingresos
procedentes de las colonias continuaran inyectando vida en la economía nacional. Los enormes gastos del
Estado, los gastos suntuarios de la aristocracia y la clase dirigente, y el deseo de todos los españoles de vivir
de rentas y pensiones indicaban de manera inequívoca que los españoles creían que la riqueza sólo se
hallaba en el dinero y en los intereses que éste producía. Cuando declinó el comercio colonial, se produjo
también el declive de España. Mientras tanto, la inercia del gobierno y la mentalidad de la clase dirigente
reforzaron las dos condiciones básicas que prepararon el camino: la ausencia de producción y el
estancamiento social.

Mientras España estuvo inmersa en las guerras en las que la comprometió Felipe II su recuperación
económica fue imposible. Todo el reino estaba abocado a la guerra en uno u otro frente, durante muchos
años en dos frentes a la vez –el Mediterráneo y los Países Bajos– y en el decenio de 1590 en tres frentes al
mismo tiempo, los Países Bajos, Inglaterra y Francia. En los últimos 15 años de su reinado, el monarca
español actuó sobre el supuesto de que la guerra podía permitirle obtener cualquier objetivo que se

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propusiera. Pero no tenía orden de prioridades. La mayor fuente de poder de España, y el mayor campo para
la expansión de sus ideales religiosos y políticos, era su imperio en América. Lo más lógico habría sido
concentrar los esfuerzos y los recursos en ese frente detrayéndolos de otros. Sin embargo, los Países Bajos
fueron la sangría más importante y permanente de los recursos españoles. Una vez que Felipe II condujo allí
un ejército y se comprometió en una campaña por tierra ya no pudo desmovilizarlo. Año tras año la guerra
devoró a sus hombres y su dinero y no pudo apartarse de un conflicto que, tras la recuperación de las
provincias del sur, no podía ganar.

A medida que los ejércitos y las flotas españoles consumían de manera insaciable los recursos de la nación
con recompensas cada vez menores, el espíritu de su población pasó de la confianza a la duda y a una
creciente desilusión por la grandeza. En las últimas Cortes celebradas en el reino se dejaron oír voces
discrepantes que protestaban contra los impuestos crecientes y las guerras innecesarias. La petición de
nuevos subsidios en 1593 suscitó un memorable debate en el que un diputado tras otro aconsejaron al rey
que se situara a la defensiva y redujera sus pérdidas. El propio monarca había aprendido algunas lecciones al
llegar al final de su reinado. La situación de sus finanzas lo obligó a aprender algo. Intentó entonces
abandonar algunos de los frentes en el norte de Europa. En 1598 consiguió apartarse del frente francés, pero
no pudo hacer lo mismo en los Países Bajos; y por lo que respecta a Inglaterra no veía alternativa alguna a la
guerra. En cualquier caso, era difícil liquidar el pasado imperialista de España, así como era difícil
transformar su sociedad.

Felipe II y la pugna con Francia.

Câteau-Cambrésis: El enfrentamiento con Francia y la consolidación de la primacía hispana.

El tratado de Câteau-Cambrésis se sitúa en el umbral de dos etapas diferenciadas. Por un lado, allí se
enterraba el equilibrio inestable de las principales fuerzas anteriores, con la rivalidad entre Carlos y
Francisco; por otro, se iniciaba un nuevo orden bajo la hegemonía de la Monarquía Católica. La Corona de
Felipe II imponía, sin discusión, su supremacía en el sur de Europa, pero no así en el centro y en el oeste del
continente.

Felipe II creyó, desde la hegemonía que le otorgaba el acuerdo de Câteau-Cambrésis, que podía imponer su
ley en Europa: ese fue su error. Los Países Bajos pronto demostraron dónde se encontraba esta debilidad.

Fundamentalmente, la paz de Câteau-Cambrésis imponía el dominio español sobre Italia, dominio


indiscutido desde entonces. Francia renunciaba definitivamente a ella y el tratado le imponía un conjunto de
barreras físicas que en un futuro le impediría el acceso al mundo italiano. Saboya y el Piamonte eran dos de
esas barreras, mucho más cuanto que, políticamente, quedaban inclinados por lazos de familia hacia España.
La Córcega francesa pasaba también al lado español, y Milán y Nápoles eran indiscutibles piezas de la
monarquía de Felipe II. La alianza con Cosme de Médicis de Florencia y los acuerdos con la República de
Génova, constituían otros dos aspectos positivos que otorgaban a Italia un color netamente hispano. La paz
española se imponía sobre toda la Península, con dos excepciones: los Estados Pontificios, resignados a
aceptar lo inevitable, y la República de Venecia, muy de espaldas a la política europea. La solución italiana
fue, pues, el gran éxito español de las paces de Câteau-Cambrésis.

Sin embargo, el equilibrio que quedó configurado para el resto del continente, dibujaba una imagen no tan
precisa para los intereses españoles. Francia, en principio, no salió tan debilitada como a primera vista
parecía. Por lo pronto recobró Calais y alejó así la presencia, en su territorio, de los ingleses. También
mantuvo las plazas de Metz, Toul y Verdún conquistadas por Enrique II y que otorgaban a la Corona
francesa una situación de privilegio para yugular, con facilidad, el llamado camino español. Igualmente
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recobró todas las plazas que, en su territorio, había perdido tras las derrotas de San Quintín y Gravelinas. Por
otro lado, el matrimonio del príncipe heredero francés con María Estuardo, reina de Escocia y posible
heredera de Inglaterra, permitía pensar en una futura alianza entre Francia, Escocia y, posiblemente,
Inglaterra, alianza en extremo perjudicial para España. Con todo, para la seguridad de Francia sólo había un
problema: los Países Bajos, su auténtica pesadilla y su amenaza permanente, sobre todo si estaban en manos
de los Habsburgo.

Sin duda, los muchos problemas que tuvo que afrontar Felipe II, en su relación con Europa, hubieran sido
todavía mayores si Francia hubiera desarrollado el protagonismo que le correspondía por su privilegiada
situación política y por su fuerza económica. Quizá fue por eso por lo que Felipe II prefirió encontrar
fórmulas de acuerdo, teniendo en cuenta la deriva que iba tomando Inglaterra. En Cateau-Cambrésis se
concentró, en consecuencia, un matrimonio que sellaba la alianza hispano-francesa. En junio de 1559,
Felipe II se casaba por poderes en la catedral de Nôtre Dame de París con Isabel de Valois.
Se iniciaba así con Câteau-Cambrésis un período de extraordinaria complejidad en la vida europea. El
conflicto religioso había ya estallado de modo definitivo por todas partes y, también, todas las pugnas
políticas entre príncipes y coronas parecían camufladas dentro de un ropaje vistoso y espectacular, el de las
luchas de religión. Alrededor de ellas se fraguaron, en cierto sentido, los nacionalismos modernos. Con una
Inglaterra escorada hacia la causa anglicana, los Países Bajos amenazaban ruina, mucho más ahora que,
también allí, nacía y crecía el rumor de la disidencia religiosa. En esa zona residía la debilidad de Felipe,
sobre todo cuando Alemania estaba perdida y sus parientes, los Habsburgo del imperio, su tío
Fernando, el nuevo emperador, le exigía una nueva y permanente ayuda dinástica sin demasiadas
recompensas a cambio. Mas con todo, con una Italia controlada, Felipe II podía mantener su presencia en
Flandes asegurando el camino español. Muy a su pesar, era ésta, en cierto modo, una aventura
periférica, porque el centro de gravedad de su fuerza estaba en la Península Ibérica. En 1559, y ya
definitivamente Felipe se instaló siempre en España, desde donde dirigió sus intereses dinásticos. Surgía
así el imperio de base hispánica.

Pero lo cierto es que Felipe II nunca había aceptado la paz de Câteau-Cambrésis con Francia. El
ataque hugonote a sus comunicaciones en Europa y América, el temor de la extensión del Calvinismo por
sus propios dominios, la intervención francesa en apoyo de los rebeldes en los Países Bajos, contribuyó a
aumentar la desconfianza y su vigilancia. Pero en Francia tenía una baza que nunca había tenido en
Inglaterra: la Guerra civil. Así hasta 1589 las armas de Felipe II fueron la diplomacia y la subversión;
mientras Francia estuvo dividida internamente, los propios reyes se cuidaron de mantenerse contra los
Guisa y los hugonotes, por lo que no hubo real peligro para España; bastaba a Felipe apoyar y financiar las
fuerzas católicas. Posteriormente Enrique III reunió fuerzas para desafiar la tutela de la Liga y en
diciembre de 1588 había asesinado al duque de Guisa y a su hermano el cardenal de Lorena. Su acción
sumergió más a Francia en la lucha civil, y París y otras ciudades fueron a las armas. Enrique II se vio
obligado a ponerse en manos del duque de Navarra y de los hugonotes. Desde este momento hubo
guerra abierta entre católicos de la Liga y el hombre que no habría de reconocer como rey de Francia:
Enrique de Navarra.

Felipe II estaba decidido a desbancar del trono de Francia a Enrique de Navarra, y si Francia caía bajo
un soberano protestante, podría representar un peligro real para los Países Bajos españoles; Farnesio
quedaría encerrado entre los holandeses y los franceses y también Italia podría quedar expuesta a una
invasión: Pero sus ambiciones no se limitaban a la mera defensa de sus dominios; ahora se le ofrecía la
oportunidad de aspirar al trono de Francia, como yerno de Enrique II, y así redondear su imperio.
En septiembre de 1589 el rey español ordenó a Farnesio que se mantuviera a la defensiva en los Países
Bajos y disminuyera gastos. El general español envió un pequeño destacamento desde Flandes para
ayuda de la Liga contra Enrique de Navarra; las fuerzas combinadas católicas fueron derrotadas en
Ivry (marzo 1590) y Enrique cercó París. Entonces Felipe decidió comprometer todo su ejército de Flandes
bajo el mando de Farnesio, ya en guerra declarada contra Enrique. Farnesio se mostró escéptico y esta
vez su desaprobación fue compartida por Idiáquez en Madrid y por muchos de los funcionarios españoles
en su propio ejército; pero una vez más Farnesio obedeció, aunque es cierto que limitó su objetivo
90
exclusivamente a la liberación de París, consiguiendo reavituallar la ciudad y obligar a Enrique a
levantar el asedio. Las fuerzas españolas habían rescatado París, por lo que Felipe II contaba con su
ejército en Francia decidió que había llegado el momento de plantear abiertamente sus pretensiones al
trono francés, en defensa de su hija Isabel, o imponer un candidato aceptable. Farnesio no estuvo de
acuerdo, pues entendía que los franceses no tolerarían este tipo de intromisión en sus asuntos, además
entendía que la seguridad de los Países Bajos estaba en peligro, y contra los deseos del rey, regresó con
su ejército en noviembre.

En los Países Bajos, durante la ausencia de Farnesio, la situación para España había empeorado, y
mientras Enrique de Navarra seguía acaparando la atención y los recursos de Felipe II hacia Francia. Las
Provincias Unidas contaron con el mejor aliado hasta la fecha. Su jefe Mauricio de Nassau, hijo de
Guillermo de Orange, que aprovechó la oportunidad para preparar la ofensiva y cuando Farnesio regresó
con su ejército, le atacó y en junio de 1591 había capturado Zutphen y Deventer; en octubre se apoderó
de Nimega. Mientras Farnesio, que intentaba contener la ofensiva rebelde, recibió órdenes para que
abandonara toda acción militar en los Países Bajos y volviera de nuevo a Francia para ayudar a la Liga.
De nuevo chocaban las voluntades de Farnesio y Felipe II, y el primero hizo cuanto pudo para hacer
comprender al rey la locura del camino que había comenzado, pues atacar en Francia significaba retroceder
en los Países Bajos, prolongando la guerra para las provincias leales, arruinando su economía y
exponiéndolas simultáneamente a los ataques de los holandeses y a los motines de las tropas españolas
mal pagadas.

El primer objetivo de Felipe, la seguridad en los Países Bajos, estaba dispuesto a sacrificarlo por una
política imperialista en Francia, pero las maniobras de las tropas españoles fueron esfuerzos
fragmentarios a todas luces insuficientes para doblegar a Francia, por lo que el rey deseaba una invasión
mayor con un ejército poderoso, pero en cualquier caso, el ejército que tenía en España estuvo ocupado
desde 1590 a 1592 en la rebelión la rebelión de Aragón, por lo que una invasión de Francia desde el este
por el ejército de Farnesio era la única alternativa. En diciembre de 1591, Farnesio cruzaba por segunda
vez la frontera francesa para reanimar la triste suerte de la Liga. A pesar de todo Farnesio obligó a Enrique
de Navarra a levantar el asedio de Ruán, y a mediados de junio regresaba a los Países Bajos.
De todos los hombres que sirvieron a Felipe II en altos cargos, Farnesio fue el más honrado y el más
realista, sin embargo el reconocimiento de estas virtudes no fue una de las cualidades que Felipe II admirara
en sus servidores. Desde el fracaso de la Armada, el prestigio de Farnesio en Madrid había iniciado su
decadencia y la desconfianza del rey aumentó cuando Farnesio se opuso abiertamente a su política en
Francia. Desde finales de 1591 Felipe II estaba sopesando su destitución. En octubre de 1592 Farnesio
recibió órdenes para que se dirigiera de nuevo a Francia, durante la marcha murió en Arras.

Falto de su mejor general, el panorama iba empeorando para Felipe II, que, desesperado envió una
tercera expedición desde los Países Bajos, por lo que es manifiesto que el rey echaba mano de cualquier
medio coactivo para que los Estados Generales se declararan a favor de su hija o de alguno de sus otros
candidatos; en cambio los franceses buscaban eludir sus exigencias intolerables, impedir que la corona
cayera en manos extranjeras y salvar a su país de la condición de satélite. La única baza en que se apoyaba
Felipe era que Enrique de Navarra era protestante. Pero también perdió ésta cuando Enrique declaró su
intención de convertirse y en julio de 1593 fue recibido en la Iglesia Católica. Los españoles se negaron a
aceptar su conversión como auténtica, y, aunque costó dos años, el papa reconoció a Enrique IV, que fue
coronado en febrero de 1594, expulsó la guarnición española de París y se adueñó de la capital. Su
conversión produjo la progresiva adhesión del país a su causa; Felipe II, frustrado, tuvo que ver cómo sus
aliados o le abandonaban o eran derrotados. Pero todavía quedaban fuerzas españolas en Marsella y
Bretaña, y Enrique temía que lo que Felipe II no había podido obtener por la subversión tratara de
conseguirlo por una guerra declarada. En consecuencia, el 17 de enero de 1595 declaró oficialmente la
guerra contra Felipe II.

Con una temeraria acumulación de compromisos, Felipe II se había enredado en una guerra con tres
potencias: Inglaterra, las Provincias Unidas y Francia, ocupó ciertas posiciones, rodeando Francia; pero

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el corazón del país quedaba protegido por barreras infranqueables del territorio y de población, y a pesar de
su cercanía y de su flota, ni siquiera pudo mantener sus primitivas posiciones, perdiendo Toulouse y
Marsella, aunque en realidad, el único problema auténtico de Enrique y la única esperanza para España
residía en la frontera nororiental de Francia, donde todavía conservaba su fuerza el ejército de Flandes.
Los españoles tomaron absolutamente por sorpresa Calais en abril de 1596, con lo que Felipe II, por fin,
contaba con un puerto en el Canal. Sus avances por el noroeste de Francia obligaron a Isabel I a olvidar
sus recelos por los objetivos franceses en los Países Bajos y en mayo de 1596 firmó un tratado con
Enrique IV por el que le aseguraba un préstamo y 2.000 soldados, a cambio de la promesa de no firmar
ninguna paz independiente con España. La alianza también fue firmada por las Provincias Unidas, además,
la situación militar de Felipe en Francia era muy inestable, y aunque ocupaba plazas en territorio
enemigo, éstas las tenía que mantener por la fuerza en medio de una población hostil; dadas las fuerzas de
que disponía, el problema no tenía solución.

La Paz de Vervins de 1598.

Por fin, Felipe II se dio cuenta de que era imposible luchar simultáneamente con los Países Bajos y con
Francia, sobre todo cuando acababa de atravesar una seria crisis financiera que le había llevado a la
bancarrota de 1596.

Pero ¿qué ventaja podía esperar España de la guerra con Francia? Mientras España quedaba
inmovilizada por las inmensas operaciones continentales, los beneficios reales de la guerra (el comercio y
la expansión comercial) iban a parar a Inglaterra y a las Provincias Unidas. En el Mediterráneo,
embarcaciones holandesas e inglesas, cada vez más numerosas, eludían las patrullas españolas, en busca del
comercio y obteniendo crecientes beneficios. En el Atlántico, los enemigos de España seguían
disputándose su monopolio colonial, además, desde 1595, el papado se había alineado inequívocamente a
favor de la independencia francesa. Roma se ofreció como intermediaria para una paz hispano-francesa.
De los Países Bajos llegaban al rey consejos urgentes para abandonar la lucha. Desde 1596 su
gobernador allí había sido su sobrino el archiduque Alberto, que desde que llegó allí buscó sacar a España
de la guerra contra los tres adversarios que inmovilizaba su programa para los Países Bajos y desvanecía los
recursos del rey.

Así, por iniciativa del archiduque se firmó la paz con Francia en Vervins (2 de mayo de 1598). España
cedió Calais y las demás plazas que ocupaba en la Picardía y Bretaña, y a cambio de esto, poco ganó.
Como Enrique IV creía que Francia no podría estar segura si España reconquistaba los Países Bajos
septentrionales, siguió proporcionando ayuda a las Provincias Unidas, preocupándose poco por disimular
esta ayuda.

Por tanto, de Vervins Felipe II ni siquiera obtuvo el respiro que había esperado. En cambio, ahorró una
buena cantidad de dinero y su ejército pudo regresar a los Países Bajos.

Tras este acuerdo, Felipe II buscó la solución para los Países Bajos. Reflexionando sobre la posibilidad
de una autonomía propia para Flandes, desligado de su propia persona, el monarca informó, que, tras su
muerte, la soberanía sobre aquellas tierras recaerían sobre su hija Isabel, casada con el archiduque
Alberto, su sobrino. La cesión contemplaba un conjunto de cláusulas que recogía las múltiples
posibilidades de herencia que vincularían siempre y de por vida, a los Países Bajos a la causa española. De
ninguna manera Felipe II reconocía la soberanía de las siete provincias del Norte, aunque era evidente
que éstas tenían ya libre el camino hacia su independencia. Todavía pasarían cincuenta años para que la
monarquía católica la reconociera.

La cesión a su hija Isabel de los Países Bajos y la Paz de Vervins se firmaron en el intervalo de muy pocos
días: en mayo de 1598. Para entonces la salud del rey estaba ya muy quebrantada, y murió el 13 de
septiembre de 1598. Mientras que la noticia corría por Europa, comenzaba a forjarse la leyenda.

92
LA DEFENSA DEL MEDITERRÁNEO.

España tenía en el Mediterráneo un punto débil: el Islam. Continuamente tenía que estar a la defensiva
con el Imperio Turco Otomano, obligada a defender sus costas y posesiones mediterráneas, a proteger su
comercio en la zona y la navegación. Y sobre todo a contener la expansión de los Otomanos hacia el O,
hacia tierras peninsulares.

Carlos V no mostró mucho interés en resolver el problema que representaban los turcos, pasando este
asunto prácticamente intacto a su hijo, Felipe II. Por ello es que Felipe II hereda una flota naval que
realmente no estaba a la altura de las circunstancias.

El Mediterráneo era la zona donde los intereses españoles corrían más peligro. Por ello, durante los
veinte primeros años de su reinado, Felipe II se ve obligado a otorgar prioridad a la defensa y contraofensiva
contra el Islam en la zona.

La Turquía de Solimán el Magnífico era la pesadilla española en el Mediterráneo. Los turcos otomanos
poseían una poderosa flota y un grandioso cuerpo de elite, los jenízaros. En la corte turca existían tres tipos
de influencia antiespañola:
 de un lado estaban los radicales musulmanes-quienes en 1569 entran en contacto con los
revolucionarios de Granada-dirigidos por Mehmet Sokollu;
 de otro los intereses de Francia e Inglaterra, rivales comerciales y políticos de España que buscan
cualquier oportunidad para deshacerse de Felipe II y sus dominios.
 Pero también existían personajes, mercaderes de origen oriental, que tenían un profundo odio hacia
España y que ejercen una gran influencia sobre los turcos-como ejemplo tenemos al rico comerciante
judío José Miques-Méndez, conocido también como Josef Nasi o Duque de Naxos, el cual se
convierte en amigo y confidente del sultán, siendo además el cerebro de muchas operaciones turcas
contra España.

España tenía otros enemigos en el Mediterráneo además de los turcos. Tal es el caso de los estados
berberiscos, Argel o el reino de Trípoli, por lo que España se verá obligada a hacer frente a los ataques de
piratas de estos estados quienes atacan de forma continua las comunicaciones españolas en el Mediterráneo
en busca de botín y rescates de dinero.

Juntos, turcos y estados berberiscos eran un enemigo demasiado potente para la débil política exterior, en
la zona, de España. Carlos V se había inclinado a efectuar una política de exterior a favor de Europa
Central descuidando completamente el poder naval en general.

Felipe II tuvo que partir desde el principio en este campo, por lo que poseía gran desventaja en la carrera
naval con respecto a sus enemigos. La iniciativa en este campo estuvo durante mucho tiempo en poder del
bando contrario.

Una vez terminadas las hostilidades con Francia, Felipe II dio prioridad al Mediterráneo. Abandonó la
táctica de organizar expediciones vistosas y arriesgadas, poniendo en marcha un programa de reforma
militar y naval por el que comenzó a reforzar las plazas ya existentes como la de Orán.

En junio de 1559, Felipe II decide emprender un ataque sorpresa contra Trípoli se, principalmente, en la
paz recién firmada con Francia lo cual privaba a los turcos de un aliado. Felipe II corría un gran riesgo con
este ataque ya que podía provocar una contraofensiva turca. Es por ello por lo que se inclina por un ataque
rápido, aprovechando el buen tiempo y de tal forma que el enemigo no pudiese reaccionar a tiempo. El
encargado de dirigir este ataque es el duque de Medinaceli, virrey de Sicilia, quien comete el error de
organizar el ataque a la vieja usanza: seis meses de preparativos, con una flota compuesta por los barcos de
mayor tonelaje y tamaño. El factor sorpresa desaparece y los turcos estaban preparados para el ataque.

93
Zarparon en diciembre, viéndose obligados a detenerse en Malta, trasladándose después hacia Djerba.
Ello facilitó el ataque turco, quienes en mayo del año siguiente atacan a los españoles; éstos, llevados por
la indecisión y la desventaja, huyen perdiendo en la huida 42 de sus 80 barcos. A merced de los turcos y
presionados por la escasez de agua, se vieron obligados a capitular en julio. España perdió 18.000 hombres
y la flota turca regresó triunfante a Constantinopla con un botín de barcos y prisioneros.

El desastre de Djerba fue una dura lección que Felipe II tuvo que aprender. Comprendió la necesidad de
hacerse con una poderosa fuerza naval, por lo que desde 1560 comienza un programa de rearme naval en
puertos y muelles de Sicilia, Italia y Cataluña. Para llevarlo a cabo, Felipe II realizó un gran esfuerzo
económico. Ese mismo año obtuvo un subsidio del Papa en forma de un impuesto sobre el clero español,
complementario de la cruzada. Aunque la construcción naval se hacía en defensa de la cristiandad para
evitar posibles ataques de los infieles, los estados aliados de España-Saboya, Florencia, Génova y
Portugal- se limitan a alquilar sus barcos, con lo que generan más gastos para España. En 1562 las
Cortes de Castilla fueron convocadas para que concedieran un subsidio extraordinario que permitiera
financiar el programa naval.

Los turcos concedieron una tregua, inexplicable por cierto, a los españoles. Por ello Felipe II decide
“probar” su nueva flota atacando a los corsarios. A Felipe II no se le olvidó el desastre de Djerba y por
eso en esta nueva ofensiva, decide por un ataque rápido, con prontitud y eficacia. En 1564 España ya
estaba en condiciones de pasar a la ofensiva, aunque todavía no tenía en mente una ofensa directa contra los
trucos.

En mayo de 1565 la flota turca llegó inesperadamente a Malta, la isla de los caballeros de San Juan,
apoderándose de ella. La respuesta española fue lenta, provocada por los obstáculos que representaban la
distancia y la organización-García de Toledo se resistía a la improvisación y a lanzar sus tropas en
pequeñas unidades contra los turcos-.Finalmente lograrían derrotar a los turcos y expulsarlos de la isla.

Desde 1565 el proyecto de recuperación naval se intensificó. En 1566 moría Solimán el Magnífico,
quedando el Imperio Otomano en manos del débil Selim II. Aunque esto significó el comienzo del fin para
los turcos, Felipe II no mostró deseo alguno de acelerar el proceso. Con gran perspicacia continuó
desarrollando una política defensiva. Felipe II tuvo que trasladar sus mejores tropas desde el
Mediterráneo hasta los Países Bajos, donde desde 1566 comienzan a exigir una mayor atención política.
Los recursos financieros también se desplazaron a este nuevo escenario de la política exterior española, y
es que Felipe II carecía de recursos necesarios para realizar ambas tareas con prontitud y eficacia.

El Papa instaba al monarca español a la creación de una liga contra los turcos, pero el monarca español
no quería provocar la susceptibilidad de los protestantes mediante una alianza con claras connotaciones
religiosas, al mismo tiempo que se desplazaba hacia el N de Europa. Tampoco es que pudiera elegir entre
el Mediterráneo y los Países Bajos, en ambos lugares tenía que defender sus intereses.

Entre 1567 y 1568 el Mediterráneo quedó relegado a un segundo plano en la política exterior española. La
aparición de un nuevo foco de tensiones (P. Bajos) y la tregua firmada por Selim II-a quien le interesaba
en ese momento preparar en ataque contra Venecia y Chipre- y Felipe II significó un respiro para España,
a quien le había surgido otro problema: una revuelta en Granada (1569) Los años 1569-1570 fueron los
más difíciles para España de todo el s. XVI.

La batalla de Lepanto.

En 1570 Chipre, posesión veneciana muy valiosa por sus salinas, algodón y producción vinícola, cae en
manos de los turcos. Venecia busca aliados, pero a Felipe II-con sus problemas en los Países Bajos y
Granada- no le interesa, limitándose a reforzar las defensas en Italia y el Norte de África. Pero las
presiones del Papa y de Venecia obligan a los españoles a dirigirse hacia Chipre en un intento de salvar la
isla.

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La flota cristiana (venecianos, genoveses, pontificios y españoles) sufre un fuerte revés provocado por el
recelo entre las nacionalidades, el mal tiempo y una nueva victoria turca en Chipre; lo que les
desmoraliza y les hace volver a su punto de partida.

Venecia siempre se había mostrado partidaria por una política neutral. Consciente de hallarse en medio de
dos enemigos –España y Turquía-procuraba no participar en ninguna alianza en la que estuviese España, y
tampoco crearse problemas con los turcos, ya que de ello dependía sus rutas comerciales con Oriente y el
abastecimiento de sus numerosa población. Pero ahora había sido atacada por Turquía, por lo que
necesitaban una ayuda ya que sola no les podía hacer frente.

Venecia buscó a la desesperada una alianza con España pero ésta se negaba. No había bajado la guardia
con los turcos pero tampoco quería enfrentarse, de momento, a ellos. Será el Papado quien logre
“convencer” a España para que firme una alianza con Venecia. Pío V no sentía un especial afecto por
Felipe II pero era consciente de que en ese momento era el único monarca europeo –el rey francés
mostraba claras inclinaciones pro turcas y el emperador Maximiliano II había firmado una tregua con
Turquía- capaz de hacer frente a los turcos. Por ello decide seguir mandándole subsidios y a su
representante, Luís de Torres, para las negociaciones.

Felipe II acaba aceptando la alianza por varias razones:


 Los sucesos de Granada había reavivado en la Península la lucha contra el Islam-aunque el sultán
turco pensase que esta rebelión interna tendría ocupado al monarca español junto con
consideraciones políticas (una liga proporcionaría a España los servicios de una flota, hombres y
armas de los aliados) y económicas (cruzadas, las cuales suponían unos 400.000 ducados al año).
 Felipe II aprovecha el respiro momentáneo en el Occidente (los Países Bajos parecían
firmemente controlados por la férrea mano del Duque de Alba e Inglaterra estaba volcada en
resolver sus propios conflictos internos) para dar un golpe definitivo a su enemigo del Este.

El tratado entre los tres aliados (España, Venecia y el Papado) se firmó el 20 de mayo de 1571 tras una
serie de contratiempos (Venecia intentó por dos veces llegar a un acuerdo con los turcos).

 El triunfo moral del nacimiento de esta liga era del Papado, pero lo cierto es que éste no habría
llegado sin la ayuda militar de España.
 El tratado estipulaba que cada 1 de abril de cada año, una fuerza de 200 galeras, 100 veleros,
50.000 soldados de infantería y 4500 de caballería ligera, se reunirían.
 Los gastos de la alianza eran satisfechos por España en tres partes, Venecia dos y el Papado
una, además de la alimentación de este gran ejército y el abastecimiento de Venecia mientras sus
líneas de aprovisionamiento con Oriente permaneciesen cortadas. Todo ello suponía un enorme gasto
para España.
 El objetivo final del tratado no era solamente el Imperio Turco sino cualquier enemigo de la
cristiandad, como Vergel, Túnez o Trípoli.
 La liga actuaría como una patrulla que velaría por el bienestar de sus posesiones en el
Mediterráneo ante posibles ataques de los infieles.

El encargado de dirigir la expedición fue D. Juan de Austria, hermanastro del rey español, hombre joven,
contaba con 24 años, pero que tenía en su haber la victoria sobre el Islam en Granada. Vigilando sus
pasos el rey había mandado a Requesens, hombre inteligente y de talante abierto además de ser uno de
los mejores administradores del reino. Don Juan de Austria se mostró capaz de dirigir la acción desde el
primer momento. A pesar de las críticas recibidas por sus aliados, logró llegar a tiempo-en agosto- para
reunirse con las tropas aliadas. Causó muy buena impresión entre los comandantes veneciano, Veneiro, y
papal, Colonna. Ante la inferioridad numérica de los venecianos logró que éstos aceptasen 4.000

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veteranos españoles e italianos, distribuyendo los recursos y aumentando la valía de todo la flota aliada al
hacerla más móvil e intercambiable.

El siguiente paso era buscar al enemigo y destruirlo. Cuando los turcos entran en la batalla venían de un
verano ajetreado y con un grado de preparación poco óptimo. Don Juan de Austria lo sabe y decide
que por ello es el momento adecuado para la lucha.

Las dos flotas, que se perseguían una a la otra, se encuentran en la madrugada del 7 de octubre de 1571 a la
entrada del golfo de Lepanto. 230 galeras turcas se enfrentan a 208 galeras cristianas, teniendo éstas
últimas el mayor poder de fuego y transportando a una infantería, la española, fuertemente armada. La
batalla comenzó al mediodía. La galera de Don Juan, La Real, avanzó en línea recta hacia el buque insignia
turco, La Sultana, comandado por Ali Pachá. Tras una batalla feroz y sangrienta, parecía que el mar se
había vuelto rojo de tanta sangre allí derramada, la victoria de los aliados fue abrumadora. Sólo
consiguieron escapar 33 galeras turcas, las demás fueron capturadas o hundidas. Los aliados perdieron 12
galeras, a 9.000 hombres y un balance de 21.000 heridos y Alí Pachá terminó con su cabeza clavada en
una pica y la bandera aliada ondeando en el mástil de La Sultana, su nave capitana.

Gracias al liderazgo de Don Juan de Austria y a los buenos consejos de Requesens, junto al poder de
fuego de los galeones venecianos y la excelente infantería española, la victoria aliada fue un hecho.
Lepanto constituyó un rotundo triunfo de la cristiandad.

A raíz de las pérdidas sufridas y de lo avanzado de la estación la flota aliada se tuvo que retirar a Italia. El
Imperio Otomano no se había visto muy afectado: Chipre continuó bajo su poder y se recuperaron de
las pérdidas materiales con asombrosa rapidez.

¿Qué consecuencias tuvo la batalla de Lepanto?

 En primer lugar el mito del poder turco desaparece mientras que la cristiandad obtiene una victoria
moral.
 Terminó la época de la supremacía turca, aquella en la que podían moverse libremente por el
Mediterráneo. Los turcos ya no se aventurarán más hacia Occidente y esta retirada fue lo peor
que les pudo pasar, ya que su flota comenzó a pudrirse en los puertos.
 En cambio las galeras cristianas consiguieron un gran refuerzo en recurso humanos gracias a los
prisioneros de guerra.
 La alianza cristiana no sobrevivió mucho más tiempo tras la batalla. Cada país tenía sus propios
intereses por lo que resultó imposible organizar nuevas cruzadas contra el Islam.-Tras la muerte de
Pío V, Felipe II se desentiende de la alianza –sus aliados lo acusan de traidor-alegando
preocupación por lo acaecido en los P.Bajos. Pero lo cierto es que Felipe II no estaba dispuesto a
sacrificar su política en Argel para favorecer a los venecianos-que optan por una acción política
hacia Levante- aunque se cuida de mencionar sus planes en Roma-para poder seguir cobrando los
subsidios.
 Nadie cree al rey español, surgiendo voces de protesta –tanto venecianas como papales, incluso
espaldas (Don Juan de Austria y Requesens)-por lo que Felipe II es casi obligado a regresar a la
liga.
 Venecia abandona la alianza en marzo de 1573 agobiada por su comercio y al reflexionar acerca
de las consecuencias de Lepanto: Chipre seguía en manos turcas, por lo que realmente la victoria
para ello no existía.

A España este abandono le supuso un alivio. A partir de ahora podía centrarse en su propia política, por
ello ataca Túnez en 1573.Las indecisiones de los españoles es aprovechada por los turcos quienes atacan en
julio de 1574, obligando a los españoles a capitular dos meses después.

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Aunque parecía anunciarse una nueva guerra entre ambos países, esto no ocurre. Turquía tenía
intereses en Persia y España en los Países Bajos por lo que ninguno de los dos tienen mucho interés en un
enfrentamiento. Ambos comienzan una retirada con la que pondrán punto y final a lo sucedido en Lepanto.
Felipe II nunca estuvo en situación de atacar varios frentes a la vez ni de dedicar todos sus recursos a un
solo objetivo, supo aceptar estas limitaciones y su realismo fue positivo para España.

La política de paz creada fue perjudicial para los turcos ya que la inactividad acabó con la flota turca,
destruyendo sus barcos-terminan por pudrirse en los puertos ante la inactividad- y la priva de marineros
experimentados.

Desde 1578 a 1587 Turquía y España firman una serie de treguas con las que nuestro país inicia una
nueva etapa en las relaciones exteriores con el Islam. En 1590 se vivió un momento de tensión entre
Turquía y España que no llegó a mayores. Se había puesto punto y final a las hostilidades con los infieles.

LA INSURRECIÓN DE LOS PAÍSES BAJOS.

Integrados en la Monarquía hispana por Carlos I, los Países Bajos constituían su elemento más excéntrico
en Europa; eran el punto de apoyo obligado para la política hegemónica de España en el continente.
Riquezas, intelectualidad y cultura distinguían a los Países Bajos desde la Baja Edad Media; pero más
importante todavía que la utilización de estas posibilidades era para España su ubicación estratégica, a
espaldas de Francia, frente a Inglaterra y en la desembocadura de la cuenca renana. El mantenimiento
del pabellón español en los Países Bajos era, por lo tanto, condición vital para la misma existencia del
Imperio.

La nueva aristocracia del dinero y la pequeña burguesía de los gremios formaban una masa social
predispuesta a las novedades intelectuales y religiosas, en contraste con la alta nobleza, en la que
persistía lo tradicional, inquebrantablemente unido a un intransigente espíritu de amor a las
prerrogativas y libertades del país. En fin, estas condiciones habían motivado la pronta penetración de
las corrientes religiosas protestantes.

Felipe II se planteaba la necesidad de conservar directamente en sus manos los Países Bajos como
baluarte de su política religiosa y hegemónica en el occidente de Europa. Introdujo en el gobierno de los
Países personalidades fieles, aunque extranjeras; demoró la retirada de las tropas españolas; recabó de
la población nuevos y onerosos impuestos; reorganizó la constitución eclesiástica del país, renovó la
vigencia de los antiguos edictos contra el protestantismo y se opuso a la participación de los Estados
Generales en el gobierno, 1558.

Tales disposiciones descontentaron, en primer lugar, al alta nobleza, en su mayoría católica, pero
deseosa de conservar lo privilegios de los Países Bajos y la influencia en su gobierno. El blanco de sus
diatribas fue Antonio Perrenot Granvela, natural del Franco Condado, quien había hecho una portentosa
carrera al lado del emperador, gracias a sus cualidades de astuto diplomático y de la fidelidad a toda
prueba. Bajo Felipe II, Granvela, antiguo obispo de Arrás, fue designado arzobispo de Malinas, 1560,
cardenal, 1561, presidente del Consejo de Estado y todopoderoso mandatario del soberano en los
Países Bajos, a expensas de la autoridad de la lugarteniente general Margarita de Parma, hermanastra del
rey. Contra este personaje se concentró la animadversión de los grandes nobles, como Lamoral, conde de
Egmont, y Guillermo de Nassau, señor de Orange, en el Bajo Ródano, uno de los grandes propietarios
del Brabante y Luxemburgo y, al mismo tiempo, príncipe del Reich alemán. A su vera, fomentando la
oposición. Le apoyaban el conde de Flandes y el mismo duque de Brabante.

La confabulación nobiliaria tuvo un éxito brillante. Achacando las inquietudes populares –manifestadas
contra el pago de impuestos y ciertos tumultos calvinistas- a la presencia de Granvela en el gobierno,
lograron los nobles la destitución por Felipe II (1564). Pero a este triunfo siguieron otras tentativas para
dar satisfacción a las aspiraciones comunes. El conde Egmont planteó ante el mismo rey una serie de

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pretensiones moderadas: intervención de los Estados Generales en la política interior de los Países Bajos
y mitigación de las leyes religiosas, que los católicos de tipo erasmista conceptuaban en exceso severas y
los burgueses atentatorias a sus intereses económicos.

Felipe II se negó a aceptar tales demandas, en razón especialmente a la irrupción violenta del calvinismo
en los Países Bajos, cuyos adictos se empeñaban en preparar un movimiento revolucionario contra el
régimen hispanocatólico (1565). La propaganda calvinista, acelerada por la presencia de refugiados
franceses que venían huyendo de las primeras luchas de religión en Francia, se difundió rápidamente por
los medios obreros, en los centros industriales de la lana y el lino, valones o flamencos, y también entre
las clases de la baja nobleza. La negativa de Felipe II y el edicto de octubre de 1565 sobre la aplicación
estricta de los “plakats” religiosos, los decretos del Concilio de Trento y la introducción de la
Inquisición, produjeron la inevitable aproximación entre la nobleza católica y los elementos
revolucionarios. Bajo la mirada complaciente de los grandes nobles, Felipe de Marnix, educado en
Ginebra, preparaba la unión de los intereses de clase de la baja nobleza con los calvinistas, redactando un
Compromiso para oponerse a la instauración del Tribunal del Santo Oficio, el cual fue firmado por los
caballeros en noviembre de 1565 en Breda. Más tarde, los compromisarios manifestaron su oposición
irreductible a Margarita de Parma, en una entrevista donde recibieron su nombre de combate: gueux o
pordioseros, por los trajes usados con que se habían revestido, en Bruselas 05-04-1566.

La turbia política de la nobleza originó una convulsión social terrible: durante el mes de agosto de 1566,
los elementos extremistas, apoyados por los calvinistas que regresaban de su destierro al amparo de las
circunstancias, desencadenaron un devastador movimiento iconoclasta. Cuatrocientas iglesias fueron
saqueadas e incomparables obres de arte destruidas. Las masas lograron apoderarse del poder en muchas
localidades, denotando cuál era la finalidad de su sublevación. Ante los sucesos, resultaron ineficaces las
medidas de las autoridades reales y los nobles, ya que todos abrigaban recelos sobre la conducta e
intenciones futuras del bando contrario.

Realmente, en 1566 se había abierto un foso insalvable entre la monarquía católica y los rebeldes
protestantes. Felipe II había recogido el guante lanzado a su autoridad. Las órdenes con que envió al
duque de Alba, al frente de un poderoso ejército de aguerridos tercios, a restablecer el prestigio del rey
en los Países Bajos y castigar los excesos cometidos, fueron muy duras y severas; pero no incompatibles
con una futura solución del problema político de los Países Bajos. Desgraciadamente, política y religión
iban tan estrechamente unidas, que la represión de los disturbios aparejaba nuevos antagonismos entre
los nobles católicos y por ende, el fomento del movimiento revolucionario.

La actuación del duque de Alba en el gobierno de los Países Bajos, ya que Margarita de Parma dimitió
al tener noticia de la tropa de castigo en 1566, fue poco hábil, excesivamente rigorista. A su llegada a
Bruselas, 22-08-1567, instituyó un Tribunal de Tumultos, cuyo procedimiento rápido y severo estaba en
desacuerdo con las normas imperantes en los Países. Al mismo tiempo hizo detener a los nobles católicos
condes de Egmont y de Horn, consejeros reales, acusados de complicidad con el gran rebelde Guillermo
de Orange, el cual había aceptado en 1566 el caudillaje de la resistencia armada ofrecido por el sínodo
calvinista de Amberes. Huido éste a Alemania, Egmont y Horn fueron ajusticiados para dar ejemplo, 1568,
Sangre inútil, puesto que Guillermo el Taciturno, por aquellos mismos días, libraba letras de corso a los
pescadores de Holanda, Zelanda y Frisia, como estatúder o lugarteniente real, para atacar y acometer las
naves y puertos leales a Felipe II. Gente atrevida y fanática, adepta al credo calvinista, los Wassergeussen
o gueux del mar, protegidos por Isabel de Inglaterra desde aquellos mismos días, llevaron su atrevimiento
y sus saqueos desde el mar del Norte a la desembocadura del Escalda. Este rudimentario ejército de la
independencia de Holanda iba a ser el núcleo de su potencialidad y hegemonía marítimas en el XVII.

Todavía no se había formulado la secesión entre los Países Bajos y España. Los desaciertos del duque
de Alba, en parte motivados por el ambiente en que se movía, y los alientos que los sublevados recibían de
Inglaterra y de los hugonotes franceses, facilitaron la resistencia del partido de Guillermo de Orange.
El duque de Alba había introducido a rajatabla los decretos religiosos expedidos por Felipe II y

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mantenido las guarniciones españolas en las principales ciudades valonas y flamencas. Sólo a este
precio había podido mantener los Países Bajos libres de las amenazas de la subversión orangista. Pero
los soldados necesitaban las pagas oportunas, y para hacer frente a tales cargas financieras el duque
implantó unos impuestos, parecidos a los derechos de la alcabala castellana, que gravaban las ventas de
los bienes muebles con el 10% y las de los inmuebles el 5%, además de un impuesto extraordinario del
1% sobre cualquier propiedad, mueble o inmueble. Estas contribuciones importaban cantidades
fabulosas en un país dedicado al comercio y a la especulación bursátil. En consecuencia, el disgusto
profundo con que fueron soportadas añadió leña a la hoguera de las deserciones.

La acometida de los Wassergeussen, al mando de Guillermo de la Marca, sobre la ciudad de Brielle, en


la desembocadura del Mosa, 01-04-1572, fue el signo de la insurrección general de Holanda, Zelanda,
Güeldres, Utrecht y Frisia (1572). El duque de Alba intentó una enérgica ofensiva; pero las tropas de
Guillermo de Orange supieron hacer una heroica resistencia en Harlem y Alkmar (1573).

Los triunfos de los evangelistas demostraban la ineficacia de la política preconizada por el duque de
Alba. Felipe II decidió sustituirlo por un hombre más moderado, Luis de Requesens y Zúñiga (1573).
Sus propósitos de concordia, amnistía y perdón general, supresión del Tribunal de Tumultos, chocaron
con el envalentonamiento del bando rebelde. Durante su corto período de mando, truncado por la muerte
en 1576, continuó por lo tanto, la dura lucha entre las tropas del rey y las huestes de Guillermo el
Taciturno. Mientras las provincias del Sur se mantenían fieles a Felipe II, la rebelión triunfaba y se
organizaba en el Norte. En 1574 los calvinistas se dieron una constitución eclesiástica en el sínodo de
Dordrecht, y en 1576 las provincias de Holanda y Zelanda se declararon unidas y entregaron el poder
político y militar, provisionalmente, a Guillermo de Orange. Apuntábase, pues, la estructuración del
nuevo Estado holandés a base de una organización religiosa cerrada y de un gobierno monárquico.

Los proyectos del Taciturno iban dirigidos a mantener la unidad de los Países Bajos y su independencia
o plena autonomía de España, subordinando a este fin las querellas y enconadas parcialidades de carácter
religioso en un ambiente de confianza mutua. Nunca estuvo tan próximo a alcanzar sus propósitos como
durante el período turbulento que siguió a la muerte de Requesens. La insubordinación y excesos de los
tercios españoles, cuyos soldados no habían recibidos sus pagas, culminantes en el saqueo de Amberes,
noviembre de 1576 vinieron a fomentar la actitud de oposición después de la desaparición de Requesens,
por los estados de Brabante y los Estados Generales. En Gante, calvinistas del Norte y católicos del Sur
llegaron a un acuerdo, Pacificación de Gante, 08-11-1576, para exigir la retirada de los plakats y el
mantenimiento de la unidad de los Países Bajos, a pesar de las diferencias religiosas, bajo la lugartenencia
del príncipe de Orange.

Cuando el sucesor de Requesens, don Juan de Austria llegó para hacerse cargo del gobierno, 1576, sólo el
Luxemburgo se mantenía fiel a la Corona. Sus primeros actos tendieron a estabilizar el estado de cosas
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creado en aquellos territorios por la Pacificación de Gante, cuyos términos reconoció en el Edicto
Perpetuo de febrero de 1577. Este le fue impuesto por los Estados Generales, que funcionaban
revolucionariamente desde noviembre de 1576. Los tercios españoles salieron de los Países Bajos, pero la
situación distó mucho de quedar despejada. El Taciturno se negaba a reconocer el Edicto Perpetuo, por
cuanto en él se disponía la conservación del culto católico en todas las provincias, incluso Holanda y
Zelanda. Unas entrevistas y tentativas entre ambos bandos, el realista y el de Orange, abrieron nueva brecha
en las actitudes respectivas. Ya que la paz era imposible, de nuevo había de hacerse la guerra. Desde
Namur, don Juan reclamó el regreso de las tropas españolas, que acudieron de Italia al mando del
expertísimo Alejandro Farnesio, hijo de Margarita de Parma. La batalla de Gembloux, 1578, abrió las
puertas del Brabante a los españoles, sin que la nobleza del Sur rectificara su decisión de oponerse a las
órdenes de Felipe II. Hacía escaso tiempo que los Estados Generales habían nombrado gobernador al
archiduque Matías, hermano del emperador Rodolfo II, y ante el peligro con que les amenazaba el éxito de
Gembloux habían recurrido al auxilio de un ejército francés, acaudillado por Francisco de Alençon,
hermano del rey de Francia Enrique III. El ambicioso Alençon no logró realizar ninguna de las
esperanzas de los que le habían elegido defensor de las libertades de los Países Bajos.

En este trance difícil, la inesperada muerte de Juan de Austria llevó la poder a Farnesio, 1578. De
grandes cualidades intelectuales y de espíritu realista, el nuevo virrey que supo explotar para su
beneficio las debilidades de sus enemigos. Entre el Norte y el Sur de los Países Bajos, las diferencias de
raza, lengua y cultura correspondían a diferentes conceptos políticos y religiosos. Alejandro Farnesio
supo aprovechar estas profundas discordias y resolverlas en beneficio de su soberano. Su política se basó
en dos extremos_ garantizar las libertades valonas y profundizar el foso religioso que les separaba de
los holandeses. En aquellos tiempos el problema de Flandes ya no era sólo militar; la división religiosa
había penetrado dentro del tejido social, y estaba poniendo de relieve las muchas contradicciones sociales
implícitas en aquella sociedad.

El movimiento calvinista se instaló sólidamente en los gremios de artesanos y menestrales y constituía una
formidable arma social y política opuesta a las capas medias e incluso a las más ricas, a las que pretendía
desplazar de aquellos puestos concejiles. El calvinismo se oponía al catolicismo conservador de sus
enemigos sociales. Cada vez más numerosos, los reformados calvinistas amenazaban con el desorden social
y el escándalo religioso; en consecuencia, la lucha era inevitable. En los concejos chocaron entre sí unos
bandos contra otros ocultando sus verdaderas diferencias políticas o disfrazándolas bajo el signo religioso.

En el Sur, las familias católicas, de actitudes muy moderadas y poderosas, temieron el radicalismo
calvinista que ascendía desde las clases inferiores. Comprendieron que su supervivencia no estaba en el
calvinismo ni en su brazo armado, los mendigos el mar, ni siquiera en su líder, Guillermo de Orange, sino en
el reforzamiento de su estatus social identificado con la defensa de su credo católico. Así, muchas
provincias del Sur, las de Artois, Hainaut, Brabante, etc., declararon su adhesión a la religión católica
e hicieron un llamamiento a los estados Generales, a las 15 provincias que firmaron el Edicto Perpetuo
para que declarasen su oposición al calvinismo por considerarlo extremadamente peligroso desde un punto
de vista social.

En 1579 se realizaron los deseos del virrey. Por la Unión de Arrás, las provincias de lengua francesa
(Artois, Henao y Douai) se comprometieron a mantener el catolicismo, a base del reconocimiento del poder
real. Farnesio poco más tarde reconocía por la llamada Paz de Arrás las libertades tradicionales de los
Países Bajos, de conformidad con las estipulaciones y espíritu de la Pacificación de Gante. Aquella
declaración de las ciudades del Sur, suponía la guerra civil y, como consecuencia, arrojaba a Holanda y
Zelanda al aislamiento exclusivo que conduciría finalmente a la independencia.

En respuesta a estas decisiones, las provincias del Norte (Holanda, Zelanda, Güeldres, Overisel, Frisia
y Groninga) se confederaron en la Unión de Utrecht al objeto de defender por las armas el
protestantismo y oponerse a lo que reputaban tiranía española, 1580. Estos actos, escindían la unidad de
los Países Bajos y daban vida al futuro Estado Holandés, implícitamente existente desde los acuerdos de

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Utrecht y de modo claro cuando Guillermo de Orange proclamó, por el manifiesto de La Haya de 1581, la
deposición de Felipe II. La segregación de las siete provincias Unidas respondía a los postulados
emitidos por los reformadores de Ginebra y era el primer síntoma evidente, en el orden político
internacional, de la aplicación de las teorías democráticas del calvinismo.

Flandes era un terreno lleno de contradicciones. En la llamada al catolicismo de las provincias del Sur
se escondía una profunda hostilidad para las posiciones que se adoptaban en las provincias del Norte.
Desde la toma de Amberes, cuando los ejércitos reales campaban furiosos por todo el territorio y la causa
del rey se desmoronaba precipitadamente, las provincias de Holanda y Zelanda apostaban ya por su
plena autonomía. Cada una de ellas, libre en sí misma, podía federarse, junto con las demás, en una unión
que asegurase a todas las independencias. En enero de 1579 esa unión se firmó. Se trataba de una alianza
militar para la defensa mutua, que iba acompañada de la declaración de practicar el culto calvinista.
Manifestaba también la Unión su deseo de autogobernarse y, por razones de estrategia política, nada
decían sobre su vinculación con el rey de España.

Aquel acuerdo fue la famosa Unión de Utrech, que provocó la respuesta contraria del Sur, donde se creó la
Unión de Arrás a instancias de los Estados de Hainaut y Artois, a los que se unieron Flandes y todas las
provincias valonas. La división entre el Norte y el Sur era ya irreversible. Mientras la Unión de Utrecht
nada decía de la soberanía, la Unión de Arrás se reconciliaba con el monarca. El Sur de declaró
partidario de mantener la religión católica como credo oficial, y consiguieron que la monarquía reconociese
la autonomía política que sus propios ordenamientos constitucionales exigían, plasmándose en el tratado de
Arrás del 17 de enero de 1579.

Fue éste un extraordinario triunfo de la diplomacia de Alejandro Farnesio. El Sur se había retenido
para la causa real, y los problemas venían para los estados del Norte. La Unión de Utrecht entraba en un
periodo difícil en el que existían conflictos entre las fuerzas partidarias de mantener las autonomías
provinciales sin romper con el rey de España, y aquellas otras que, más radicales, buscaban desvincularse
totalmente de la Monarquía Católica.

Tales diferencias condujeron a la guerra entre el Norte y el Sur. Desde la conquista de Maastricht (junio
1579) hasta 1587 con la ocupación de la desembocadura de los grandes ríos, todos los Países Bajos fueron
ocupados por las tropas reales, a excepción de las provincias de Zelanda, Holanda, Utrecht y Frisia. Los
éxitos militares de Farnesio y la posibilidad de que sus tropas pudieran conquistar también la provincia del
Norte fue lo que motivó la alarma de Francia y de Inglaterra. La reina Isabel decidió que la causa de las
provincias que formaban la Unión de Utrecht, acosadas por las armas de Farnesio, afectaban también a la
seguridad del reino. Inglaterra no podía permanecer inmóvil. Tal decisión por parte de Inglaterra, suponía
la guerra contra España, y la reina Isabel, consciente de ello, se dispuso a ganar tal embate ayudando a los
neerlandeses, pirateando a los galeones españoles en la ruta de Indias y fortaleciendo su propia defensa.

La derrota de la Armada que Felipe II envió contra Inglaterra en 1588 señaló otro momento especial
en la larga lucha de las provincias del Norte contra Felipe II. Para aquellas, el desastre español
demostraba que su propia lucha no se hacía contra un enemigo invencible; por el contrario la causa real, el
desastre de la Invencible minó gravemente las posiciones adquiridas, llovieron las críticas contra
Farnesio como responsable de aquel enorme error de coordinación entre los buques de Medina Sidonia y
los suyos propios. Tantas fueron las críticas que recibió Farnesio que el monarca perdió la fe en él. Por
otro lado, tras la Invencible, otra vez comenzaron a fallar los recursos económicos, las pagas se retrasaban
y el peligro de los motines de los soldados apareció otra vez. Sin embargo, en los inicios de los años 90, con
la derrota de la Armada, la Monarquía Católica perdió el control de los mares y sus galeones apenas
podían ya hacer frente a los modernos buques ingleses, más rápidos y mejor armados.

Pese a los esfuerzos de España por dominar el mar, la guerra, aunque fue larga, en realidad estaba
perdida, y además los males no venían solos y un nuevo frente se abría también entonces contra Felipe II.
Tras el asesinato del rey de Francia Enrique III, último rey Valois, que no dejaba herederos directos, las

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leyes sucesorias señalaban a Enrique de Navarra como sucesor legítimo. Enrique era un príncipe
protestante, y la posibilidad de un rey luterano en Francia suponía, de hecho, la intervención de Felipe II. Tal
intervención provocó el rechazo xenófobo de los hugonotes franceses y también de muchos católicos
moderados. Aunque la conversión al catolicismo de Enrique otorgó a éste la corona de Francia, Flandes se
convirtió entonces en piedra angular de la política internacional. Luchando contra las provincias del Norte
y con la hostilidad de Inglaterra y de Francia, la situación de la Monarquía Católica era difícil. No
había otra solución que la paz, y Felipe pareció comprenderlo en sus últimos días.

EL CONFLICTO CON INGLATERRA: la Gran Armada.

Desde que Felipe juró como rey de Portugal en Tomar, Inglaterra, Francia y los rebeldes holandeses
incluyeron también el territorio portugués en sus objetivos bélicos. Desde entonces Felipe debería
atender no sólo a la seguridad en el Atlántico, para mantener el flujo de la plata, sino que también debería
mantener la integridad de la ruta portuguesa de Oriente, y ésta resultaba ser extremadamente débil.
Desde la década de 1580, los mendigos del mar, los hugonotes de La Rochelle e, incluso, la piratería
inglesa de Plymouth, dificultaban extraordinariamente la comunicación marítima entre España y Flandes.

En 1585, cuando la ofensiva militar de Alejandro Farnesio en Flandes culminó con el éxito de Amberes,
todo el mundo comprendió que la lucha de los holandeses con las tropas de Felipe II terminaría con la
derrota de los primeros, si Francia e Inglaterra no acudían en su ayuda. En tierra, Farnesio resultaba
invencible; sus enemigos comprendieron que había que aumentar la debilidad su debilidad atacando en el
mar. Por eso, el control del canal de la Macha y en general del Atlántico Norte, resultaba se vital para la
suerte de los rebeldes flamencos. En agosto de 1585, la reina Isabel hacía público su compromiso de
proporcionar armas y apoyo marítimo a los rebeldes de Holanda. Ese mismo año, una flota al mando del
mismo sir Francis Drake, saqueó Vigo y puso rumbo al Caribe, donde capturó Santo Domingo y atacó
Cartagena de Indias. Aquella declaración de la reina de Inglaterra suponía la guerra; y la invasión de
Drake indicaba que las debilidades estructurales del Imperio de Felipe II estaban en el mar.

Con un protestantismo tibio en las islas, comprensivo con los rebeldes holandeses, el problema de los
Países Bajos era irresoluble. La reina Isabel inquietaba a las Indias y soliviantaba Flandes. La única
solución era la guerra.

A principios de 1586, después de haber ordenado la incautación de todos los barcos ingleses y
holandeses, anclados en puertos españoles, como respuesta contra la expedición de Drake al Caribe, Felipe
II consultó al marqués de Santa Cruz sobre las posibilidades de éxito de una invasión de Inglaterra. La
empresa de Inglaterra conllevaría la organización del transporte de un ejército de invasión de unos 60.000
soldados, y de una flota de guerra que debería acallar la resistencia naval que impondría Inglaterra. En
total 90.000 hombres, entre soldados y marineros y unos 560 barcos. Las previsiones que hizo Santa Cruz
superaban ampliamente las posibilidades reales. Farnesio, el general de Flandes, también consultado,
opinaba que el éxito de la empresa resultaría más seguro si se iniciaba desde los Países Bajos.

La organización de la empresa de Inglaterra absorbió prácticamente todos los esfuerzos de la alta


administración de la monarquía y exigió un trabajo denodado de la diplomacia, que pasaba, primero,
por convencer al Papa para que apoyase la empresa concediendo rentas de la Iglesia española. Así Felipe II
pudo maniobrar con más facilidad, asegurándose la retaguardia en el sur de Flandes y consiguiendo para
la guerra la calificación papal de Cruzada, lo que significaba, aparte de las bendiciones divinas, la
contribución económica de la Iglesia española.

En la corte, la Junta de Novhe (reunión permanente de cuatro o cinco ministros del monarca que actuaban
como asesores) organizaba los preparativos bajo la atenta mirada del rey. A finales de 1586, ya parecía
haberse diseñado la empresa, y ésta sería el resultado de la combinación de colaboración entre el marqués
de Santa Cruz y Alejandro Farnesio. El primero organizaría la flota de combate desde Lisboa con la
misión de neutralizar la marina de guerra inglesa, y el segundo entraría en contacto con la Armada de

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Santa Cruz y trasladaría sus tercios a Inglaterra bajo la protección de los buques del almirante. La
Armada, que llegaría a Inglaterra, había de ser grande, tan importante que la victoria estuviese plenamente
asegurada.

El éxito del plan estaba en conseguir el contacto entre la Armada y el ejército que Farnesio debería de
haber embarcado previamente. El lugar de unión entre ambos se fijó en un punto cercano a la
desembocadura del Támesis. Desde allí, los tercios y los soldados desembarcarían en la costa de Kent y
con rapidez se dirigirían hacia Londres. Felipe II soñaba con un levantamiento posterior de los
católicos escoceses y galeses que ayudarían a derribar a la reina. Pero siendo más realista, la empresa
habría cumplido con pleno éxito su misión si Isabel renunciaba al apoyo que otorgaba a los rebeldes de
Flandes y exigía que éstos acatasen la soberanía de Felipe y, además, toleraba, en Inglaterra el culto
católico. Si todo esto se lograba, el rey de España no exigiría derechos al trono de San Jaime. Todo, pues,
dependía de la conexión entre Santa Cruz y Farnesio. Fue lo único del plan que, finalmente no pudo
conseguirse. Ahí residió el fracaso.

Fueron muchas las dificultades. Los preparativos comenzaron a finales del 1586 en Andalucía y Lisboa,
pero reclutar hombres fue un problema, pero lo fue mayor el asunto de proveer barcos a la empresa, pues
la marina permanente no existía. El rey tuvo que acudir a todo tipo de recursos: el embargo de naves
extranjeras, el arriendo de buques y a la construcción naval. Los preparativos se demoraban, y en febrero de
1588 moría Santa Cruz, y le sustituía en la dirección el duque de Medina sidonia, don Álvaro de
Guzmán, que al asumir la dirección aportó hombres, naves y dinero.

A la demora había contribuido muy directamente la intervención de Drake que, con permiso de la reina
Isabel, había caído sobre Cádiz en la primavera de 1587, devastando los astilleros donde se construían
las naves destinadas a la empresa. Fue un golpe duro pero que no desanimó a Felipe II. Para entonces el rey
había dotado a su empresa de un cierto carácter divino. La ejecución de María Estuardo, presa en
Escocia, y acusada de conspirar contra Isabel, alejaba de raíz las posibilidades de una sucesión católica al
trono de Inglaterra. Felipe II se veía en la obligación de reparar aquel asesinato, e incluso, por qué no,
reunir en su persona las coronas de Inglaterra y Escocia. La causa del catolicismo, era evidente, daba
también un color especial a aquella empresa que comenzó siendo principalmente política.

En menos de dos meses el Guzmán consiguió poner la Armada en condiciones de zarpar. En mayo la
flota estaba lista y sus efectivos eran 130 naves y 30.000 hombres. Aparentemente aquella flota bien
merecía el nombre de Invencible, sin embargo, contemplada con atención, tenía muchas debilidades. No
era una flota homogénea; los galeones, los buques más poderosos y los más adaptados a las aguas
profundas del Atlántico, apenas llegaban a 20, poderosos, pero no suficientes; había también galeazas,
galeras, urcas, zabras, etc. En conjunto, no era una flota despreciable, pero sí podría decirse de ella que,
para la misión a que estaba destinada, resultaba ser poco funcional, y contrastaba con la flota inglesa, más
reducida, pero mucho más ágil, más homogénea, y mejor equipada.

La flota de Isabel se basaba, como la Armada, en los galeones, pero éstos habían sido reparados y
reforzados con una artillería de mayor capacidad de fuego y con mayor alcance de tiro. La victoria no
podía conseguirse con el tradicional recurso al abordaje de la nave enemiga. El vencedor sería aquel que
demostrase mayor capacidad de tiro y tuviese mayores posibilidades de maniobra. Los galeones
ingleses, algunos de los cuales llegaban a las 1.000 toneladas y eran auténticas fortalezas de artillería.

La Felicísima Armada, como entonces se la llamaba, se puso en camino, y con ella iban depositadas las
esperanzas de un rey que, ya cansado de guerrear, esperaba resolver, por fin, sus problemas militares y
políticos en Flandes. La empresa fue muy arriesgada; de su éxito dependía el mantenimiento del
monopolio español en las Indias y la seguridad para comerciantes y hombres de negocios. Cuando la
Armada, obligada por las tormentas, tuvo que entrar en el puerto de La Coruña, a los trece días de salir
de Lisboa, cundió el desánimo en el duque de Medina sidonia, y comprendió que aquella expedición no
estaba bien pertrechada y habían bastado unos cuantos golpes de mar para comprobar cómo varias naves

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no habían podido resistir el temporal. Don Alonso de Guzmán, en carta el rey, aconsejaba que se
suspendiese la empresa. El rey, alegando razones religiosas, le contestó que detenerla ahora suponía
soportar la soberbia de los herejes ingleses y holandeses y de los hugonotes franceses. Ciertamente
habían razones lógicas y más importantes: el prestigio político. Por todo ello, Medinasidonia no podía
detener las naves: Yo tengo ofrecido a Dios este servicio... Alentaos, pues a lo que os toca, contestó el rey.
Salieron de la Coruña y a finales de julio llegaron al canal de la Mancha. El plan indicaba que el contacto
con las tropas de Farnesio sería cerca del cabo Margate; desde allí, la Armada aseguraría el desembarco en
Inglaterra. Todo fue bien hasta la entrada en el Canal; pero allí, con el viento en su contra, la Armada
Invencible se encontró con dificultades.

La primera batalla naval comenzó el 31 de julio de 1588. Los españoles intentando infructuosamente el
abordaje de los galeones ingleses, y los ingleses castigando permanentemente con su artillería los buques
enemigos, cambiando constantemente de situación y, aprovechando los vientos a favor, enviar pequeños
botes incendiarios (los brulotes) contra los cascos de los navíos españoles.

El encuentro con Farnesio no se produjo porque éste quedó con sus tercios a pocos kilómetros de
Calais sin poder hacerse a la mar, desde donde los holandeses lo impidieron. La Armada presentó
batalla, pero no consiguió imponer la táctica que le convenía: el abordaje, como ocurrió en Lepanto.
Los ingleses Drake, Seymur y Howard, lejos de acercarse, lanzaban sobre ello todo el fuego de su pesada
artillería hasta lograr desplumarla poco a poco. El deseado contacto con Farnesio finalmente se produjo,
pero la hostilidad de los buques ingleses, la deficiencia de los preparativos y los problemas de
abastecimiento impidieron la coordinación del encuentro. Castigada por el fuego inglés, la Armada hubo
de internarse en el mar del Norte, mientras Farnesio quedaba con sus ejércitos en Dunquerque y con sus
barcazas sin armamento alguno.

Internada en el mar del Norte, castigada y todavía perseguida, la Armada no podía dar marcha atrás. El
retorno resultó ser, entonces, el verdadero problema. Bordeando Escocia e Irlanda, castigada por los
temporales, aquella flota, ya muy quebrada por el fuego inglés, retornó a los puertos del norte de España.
Se habían perdido muchas naves y cerca de 15.000 hombres.

La conmoción fue tremenda, tanto en Inglaterra como en España se buscaron causas que explicasen el
triunfo y el fracaso con argumentos de fe. Dios se había tornado protestante.

Felipe II comprendió que debería defenderse contra esa guerra con una Armada defensiva permanente
que garantizase la seguridad de la carrera de Indias. La contrapartida fue la pérdida del control del
canal de la Mancha y del mar del Norte, zonas ambas que quedaron a merced de ingleses y holandeses.
Ello significaba que Flandes a largo plazo no podía ser mantenido y que el comercio español con el mar
Báltico, si se pretendía que continuase, debería aceptar a los holandeses como intermediarios. Ésta fue
una de las consecuencias graves que resultaron de aquella derrota de la Armada. Otra fue la imposibilidad
de Castilla para atender las urgentes necesidades que el comercio portugués de Extremo Oriente tenía

104
de ser defendido. Castilla carecía de recursos y optó por defender su propio espacio. En consecuencia,
Portugal debería afrontar la defensa de su propio imperio por sí mismo. Muy pronto los holandeses
iniciaron sus expediciones hacia Oriente, destruyendo la talasocracia portuguesa. Sólo Brasil quedó
resguardado. La empresa de Inglaterra, aunque desde el plano técnico no supuso el fin del dominio español
en Europa, sí es verdad que muestra el principio de su declive. Las armas españolas eran tan poderosas
como antes; sin embargo, lo que cambió realmente fue la percepción que el poder hispano tuvo desde
entonces. Felipe II lo sabía, y se hacía preciso recuperar la reputación dañada. Por ello, contra la idea del
repliegue que indicaban algunos grupos sociales, el rey no disminuyó su presencia en Europa, antes al
contrario, se incrementó, y la participación en los asuntos de Francia fue la prueba más evidente.

RELACIONES CON EL PAPADO (Relaciones con Roma).

Aunque se ha considerado a Felipe II como el brazo secular de la Contrarreforma, lo cierto es que la


opinión de los Papas con los que el monarca español se relacionó es totalmente distinta. Para ellos, el
rey de España utilizaba el pretexto religioso para agrandar sus dominios y generalmente todos los
pontífices tuvieron una profunda aversión hacia España y una mala consideración de su monarca.

Entre Felipe II y prácticamente todos los Papas estallaron conflictos. El protestantismo tenía poco que
temer ante una alianza Roma-España pues la relación entre ambos era tan mala que no se hubieran puesto
de acuerdo nunca a la hora de actuar conjuntamente.

Desde tiempos de Carlos V, el rey tenía pleno derecho a entrometerse en los asuntos eclesiásticos.
Podía elegir a los obispos y sobre todo obtenía importantes y lucrativos beneficios de la Iglesia español.
Felipe II disponía de unos beneficios económicos enormes que provenían de la Iglesia y pese a su devoción
hacia la Iglesia no pudo resistirse a la tentación de explotarlos.

Aunque el Papa intenta hacer llegar su autoridad ante el estado español, lo cierto es que la Corona
controlaba los tribunales eclesiásticos a través del Consejo de Castilla. Roma argumento que ello era
contrario a lo estipulado en el Concilio de Trento, pero de poco le sirvió. España se defendió argumentando
que cuando el Papa, como cabeza suprema de la Iglesia, delegó el poder en la Inquisición española, perdió
su autoridad puesto que su acción era irreversible. Ni tan siquiera el Papa podía actuar de forma espiritual:
excomuniones o bulas serían prohibidas en España si al rey no le interesaba o gustaba lo que en ellas se
dictaba.

Felipe II emprende una lucha contra el Papado con el firme propósito de mantener su posición con
respecto a la Iglesia, baza importante en su política. En esta lucha contaba con el apoyo de la Iglesia
española, teniendo en cuenta que los obispos y teólogos españoles eran nombrados por el mismo rey; este
apoyo era indiscutible.

Pero al clero español no le gustaba la idea de enemistarse con Roma. Fueron muchos los eclesiástico,
como el cardenal Quiroga-inquisidor general, que instan al monarca español a mantener buenas relaciones
con el Papado. Si Felipe II desafiaba la autoridad de Roma podía perjudicar su propia autoridad al romper la
autoridad católica a los ojos de sus súbditos. El Papa, aunque débil en el aspecto personal era el vicario de
Cristo, podía ser útil para España. Utilidad recomendable en tiempos de guerra ya que con su influencia
religiosa podía intervenir en el pueblo y éste se mostraría partidario de la política del gobierno.
Pero lo que más frenaba a Felipe II para romper relaciones con Roma era la cuestión económica. Las
rentas eclesiásticas, eran de vital importancia para la economía española. Sin ellas, muchas de las empresas
de Felipe II no se podrían haber llevado a cabo, por ello al monarca español no le interesa romper
relaciones con Roma.

 Con Pablo IV, violentamente antiespañol, Felipe II mantiene tan malas relaciones que estuvieron
en guerra durante los dos primeros años de su reinado.

105
 El rey español influyó en el cónclave de 1559 del que salió elegido nuevo pontífice Pío IV. En un
principio, Roma y España mantienen buenas relaciones. Pero éstas relaciones se rompen con
motivo de los decretos del Concilio de Trento y el caso del arzobispo Carranza (acusado por la
Inquisición española de hereje protestante, a pesar de la desaprobación del Concilio de Trento y del
Papa).
 Con Pío V el asunto no fue mejor. Hombre de carácter más férreo que su antecesor, se mantiene
firme en su misión eclesiástica: él estaba para servir a Dios y poco le importaban los asuntos
políticos. En un primer momento se negó a conceder el subsidio y la cruzada e incluso trasladó
el caso Carranza a Roma.
Este nuevo caso enfrenta seriamente al estado español, y a Roma. Ambos querían juzgar al Carranza,
uno en España mediante la Inquisición; el otro en Roma, alegando que el acusado no tendría un juicio
justo. Finalmente, tras siete años encarcelado, Carranza fue juzgado en Roma. Las cuestiones por las
que Felipe II cambió de padecer son misteriosas. Quizás tuviese miedo de que el Papa efectuase sus
amenazas o que éste lograse convencer al monarca utilizando para ello la religión. Sea como fuere lo cierto
es que en este asunto amas instituciones, Iglesia y Estado, consiguen salir airosas, puesto que en Roma se
hallaban miembros de la Inquisición española en el momento de juzgar a Carranza (el cual fue declarado
inocente del cargo de herejía, pero tuvo que renunciar a parte de sus escritos).

 Pío V volvió a mantener relaciones con España. En esta ocasión fue su ardiente deseo de organizar
una liga cristiana contra los infieles lo que le obligó a ello. El pontífice tenía plena conciencia de
que tan sólo el monarca español estaba capacitado para ello y a Felipe II le interesaba la parte
económica. La liga santa cumplió su objetivo: la destrucción de la flota turca en la batalla de
Lepanto de 1571.Tras ésta, Felipe II vio como el papado le renovaba la cruzada y el subsidio.
Pero la cruzada en el Mediterráneo que ansiaba Roma no llegó. España, al igual que Venecia,
comienzan a retirarse de la liga para cumplir sus objetivos principales, los cuales no coinciden con
los del Pontífice.
 Pío V apoya a Felipe II en su política en los Países Bajos. Pero, claro está, por motivos distintos.
Para el pontífice era primordial la pervivencia del catolicismo frente al protestantismo que se iba
extendiendo en la zona, para el monarca español sólo quería mantener lo que era parte de su herencia
política. Aunque ambos querían el mismo objetivo, lo cierto es que nunca hubo conexión entre
ambos. El Papa siempre culpó a Felipe II de las pérdidas católicas porque no consideró su
consejo de que se presentase personalmente en la zona.
 Tampoco estuvieron de acuerdo en la forma de solucionar el conflicto en la zona. Para el papa se
trataba de una lucha contra los herejes, para el rey español no era más que un escarmiento para los
rebeldes aunque también considerase importante el asunto religioso).Felipe II no quería despertar un
odio, y con ello una intervención de los estados del N europeo-era consciente de que su ejército no
aguantaría tal ataque-por ello intenta enmascarar su acción con tintes políticos.
 Con Inglaterra pasó algo parecido. El Papa deseaba atacar a Isabel I por cuestiones religiosas,
pero Felipe II se muestra reacio a ello (incluso llega a escribir una carta a la reina inglesa
manifestando su negativa a los deseos papales)

Felipe II se muestra partidario de atacar Inglaterra por motivos políticos-acción pirata en el comercio
español en las Indias-y de nuevo tenemos dos puntos de mira distintos, papado y España, con un mismo
objetivo: Inglaterra. España finalmente no se decidió a intervenir en Inglaterra, Felipe II escuchó los
consejos del Duque de Alba que así lo aconsejaba y decidió dejar a su suerte a los católicos ingleses que por
su escaso número y debilidad no eran un factor a tener en cuenta.

 Con Gregorio XIII no hubo cooperación para atacar Inglaterra. Felipe II tenía su prioridad en los
Países Bajos, Portugal y América, problemas más importantes que cualquier cruzada contra Isabel
I. Cuando España se decide a atacar a Inglaterra, lo hace movida por intereses políticos y
106
económicos, con la misión de acabar con la raíz de los ataques ingleses contra España y su imperio.
Felipe II desea la cooperación papal para ello por motivos económicos, y mientras Gregorio XIII
estuvo en el cargo, el asunto funcionó.
 Con la elección de Sixto V se produce un revés para los intereses españoles. Entre Felipe II y
Sixto V siempre existió una profunda antipatía. El carácter enérgico e independiente del nuevo
pontífice no se prestaba para la política de Felipe II, manteniéndose firme en sus cuestiones. Cuando
Felipe II decide atacar Inglaterra, en Roma estaban más dispuestos a realizar una política más
pacífica-creen en una posible conversión al catolicismo de la reina inglesa-. Incluso viendo que esto
nunca llegaría, Sixto V siempre mostró una gran simpatía hacia Isabel I. Pero el Papa no se podía
negar a la expedición española contra Inglaterra y aunque se mostraba reacio a ella, siempre
defendió una postura más pacífica, financió la expedición (aunque fuese en nombre del
catolicismo) e incluso logró de Enrique III de Francia su neutralidad. Pero el papado desconfía
que la empresa del monarca español llegue a buen puerto, a la vez que las relaciones entre ambos
eran nulas-se comunicaban a través del embajador español en Roma, el conde de Olivares-por lo
que decide pagarle a Felipe II el subsidio prometido cuando finalice la misión y ésta termine con
buen pie (Sixto V siempre pensó que la expedición fracasaría.)

Tras la derrota de la Invencible comienzan una serie de audiencias para que Sixto V pagase a Felipe II
el dinero que le debía (un millón de escudos) en concepto de subsidio. Nunca pagó el dinero, por lo que las
relaciones entre ambos se enfriaron aún más. Sixto V comenzó a poner en duda la capacidad y el poder
de Felipe II. Para el pontífice, que argumentó para no pagar el dinero que Felipe II no había actuado en
nombre de la fe cristiana, sino de su propio interés político, lo que verdaderamente le impulsaba a frenar al
monarca español era sus ansias imperialistas. Felipe II tenía un imperio en el que nunca se ponía el sol, y
Sixto V temía que semejante grandiosidad de poder pudiera, en un futuro, ser perjudicial para las demás
naciones cristianas. Por ello, lucha para que España no agrande más sus dominios.

 Ello queda patente en el último enfrentamiento de Felipe II con el Papado. La intromisión de Felipe
II en Francia, y con ello la posible anexión de su corona, hace que el Papa se muestre favorable a
Enrique de Navarra, a pesar de ser éste protestante. Felipe II mantiene desde el primer momento su
posición de hacer todo lo posible para que el “hereje Enrique” no llegue a ocupar el trono de Francia
(en realidad lo quería para sí o para su hija Isabel, hija de la francesa Isabel de Valois)
 Sixto V, por su parte, mantiene la defensa de Enrique de Navarra, alegando que éste podía volver
al seno de la Iglesia católica-Felipe II mantiene que si eso ocurre apelará puesto que sería una
conversión fingida.

Con la muerte, en agosto de 1590, de Sixto V, España respira más tranquila. Todavía tenía una
posibilidad de que el papado le diese la razón en su conflicto con Francia.

Pero nada de ello ocurre. Clemente VIII mantiene la misma postura que su antecesor, reconoce a Enrique
de Navarra-Enrique IV desde su conversión al catolicismo- como soberano francés; oponiéndose a los
intereses políticos de España (quien mantenía una guerra con el recién conocido monarca francés)

 Felipe II creía que tenía derecho a decir al Papa qué era lo mejor para la Iglesia y el pontífice
consideraba que el monarca español confundía los intereses de la Iglesia con los intereses
españoles. Pero Felipe II no era el primer gobernante, ni sería el último, en creer que sus intereses
coincidían con los de la religión.

RENACIMIENTO Y HUMANISMO EN ESPAÑA.

El Renacimiento se distinguía por presentar las siguientes manifestaciones:

 por el nacimiento del Estado como una obra de arte, como una creación calculada y consciente
que busca su propio interés;
107
 por el descubrimiento del arte, de la literatura, de la filosofía de la Antigüedad;
 por el descubrimiento del mundo y del hombre,
 por el hallazgo del individualismo,
 por la estética de la naturaleza;
 por el pleno desarrollo de la personalidad, de la libertad individual
 y de la autonomía moral basada en un alto concepto de la dignidad humana.

Características del Renacimiento español.

El Renacimiento es uno de los conceptos definidores del tránsito del mundo medieval a otro que se
consideraba a sí mismo “moderno”. El concepto de Renacimiento se originó en el ámbito literario, y más en
concreto humanístico, como renacimiento de las bellas letras, es decir, de la literatura clásica. Pasó a
aplicarse a la historia del arte, y desde mediados del S. XIX se habla de Renacimiento a una época histórica,
de la cual los historiadores destacan alternativamente la novedad y la continuidad. Se la define cono una
época de exaltación del individuo, y al mismo tiempo de clasicismo cultural y literario. El Renacimiento
coincidió con el movimiento de expansión económico secular, y al igual que éste evolucionó.

El Renacimiento fue un movimiento de origen básicamente italiano que tuvo variantes nacionales de
distinta cronología e intensidad. Durante el S. XV tuvo lugar una espléndida eclosión artística en Castilla y
Aragón. Se trataba de las etapas finales del gótico en arquitectura (llamado flamígero). Durante el reinado
de los Reyes Católicos comenzaron a construirse edificios de estilo renacentista, aunque la tónica general
fue mezclar elementos aislados renacentistas en contextos góticos. Existía también una fuerte tradición
constructiva y decorativa mudéjar, que agregada a otros estilos mencionados dieron lugar en los años
1470-75 a una arquitectura peculiar denominada estilo Isabel, estilo Reyes Católicos, y en algunos casos
concretos estilo Cisneros. El arte gótico perduró en España, construyéndose catedrales góticas como las
de Salamanca y Segovia en 1520 y 1530.

El arte español en el S. XVI estuvo muy influenciado por Italia y Flandes. Los artistas españoles pasaban
períodos de formación en Italia. Lo más frecuente era la entrada de artistas extranjeros. La iglesia era el
principal cliente y mecenas de la producción artística. La pintura y la escultura plasmaban
fundamentalmente temas religiosos. La Corona también solicitó de este arte como forma de exaltar la
monarquía: la Cartuja de Miraflores de Burgos, S. Juan de los Reyes en Toledo, la Capilla y el Palacio
Real de Granada y el Escorial en Madrid.

La influencia de la demanda eclesiástica sobre el arte era dilatada. La demanda civil era más restringida
y no olvidaba los aspectos religiosos. Ante la prepotencia de la Iglesia, Corona y nobleza, la demanda
urbana era escasa. Existió una notable construcción de residencias señoriales (Barcelona y Mallorca). La
expansión económica permitió una amplia difusión de edificios platerescos en Úbeda y Baeza. Los
grandes centros artísticos del S. XVI coinciden con el mapa de la red urbana y con el impulso
económico.

La Universidad, foco de las nuevas ideas.

Para hablar del pensamiento y corrientes culturales de la época hay que hablar de las universidades
españolas. Varias de las más prestigiosas universidades tienen su origen en el reinado de los Reyes
Católicos, aunque no son de iniciativa estatal, sino eclesiástica en la mayoría de los casos. La de Sevilla
procede del colegio fundado por el arcediano Rodrigo Fernandez de Santaella de origen converso. La de
Santiago no tuvo bula funcional como tal universidad hasta 1525, pero se remonta a fines del S. XV. La de
Alcalá de Henares fue una fundación de primer orden debido a la novísima orientación de su plan de
estudios con que la dotó el Cardenal Cisneros.

108
Las universidades tradicionales estaban orientadas hacia la enseñanza del Derecho Romano y el Derecho
Canónico, con objeto de proporcionar altos funcionarios a la administración y eclesiásticos. Cisneros
también fijó como misión primordial a la Complutense la formación de un clero culto, pero dentro del
espíritu de renovación eclesiástica y de orientación humanista. Por eso redujo al mínimo los estudios
jurídicos e implantó numerosas cátedras de Humanidades. En ellas trabajaron hebraístas (Alfonso de
Zamora y Pedro Coronel), helenistas (los hermanos Vergara) y latinistas como Antonio de Nebrija. A
pesar de todo, siguió siendo la salmantina la universidad más reputada. En ella enseñó el matemático y
astrónomo Abraham Zacuto hasta que el decreto de expulsión de 1492 le obligó a emigrar a Portugal.

El auge de los estudios astronómicos y cosmográficos debe ponerse en relación con la tradición
hispánica medieval, cultivada indistintamente por cristianos, árabes y judíos. La introducción de la
imprenta en la década de 1470 aparece simultáneamente en Valencia, Barcelona, Zaragoza, Tortosa,
Segovia y Sevilla, introducida por alemanes o flamencos. Es un paso adelante en la vulgarización de los
estudios y en la secularización de la cultura.

Los progresos de esta secularización se advierten en los géneros literarios más difundidos. Aunque los
libros piadosos y litúrgicos siguen teniendo una clientela amplísima, la imprenta promueve la difusión de
otros géneros. Hay que contar con el auge de dos nuevos géneros: el teatro y la novela. A caballo entre
ambos se encuentra la obra “la Tragicomedia de Calixto y Melibea” de Fernando de Rojas. En conjunto,
las obras literarias de esta época tienen una mezcla de lo medieval y lo moderno por igual que se advierte
en las artes plásticas.

La corriente erasmista en España.

El Renacimiento religioso promovido por Cisneros, reforzado a nivel local por hombres como Hernando
de Talavera, arzobispo de Granada y prolongado luego durante el S. XVI por los reformadores como S.
Pedro de Alcántara, Sta. Teresa de Jesús y S. Juan de la Cruz, tuvo resultados profundos y
permanentes. Mejoró las órdenes monásticas y el alto clero en España en tal medida que, durante los
años iniciales de la Reforma, la jerarquía española y religiosa pudo jugar un papel poderoso en los
concilios de la iglesia. La reactivación teológica llevada a cabo por los dominicos de la escuela de
Salamanca y muy desarrollada por la Compañía de Jesús, hizo posible que teólogos españoles expusieran
la doctrina católica en el gran debate con el protestantismo y que lograran aportaciones importantes en
los problemas del Imperio, en cuanto a relaciones radiales y al derecho internacional. A la vez, el hecho
de que la iglesia española hubiera emprendido por sí misma la reforma, inmunizó a España más que a
otros países de la propaganda protestante.

La entrada de Erasmo inauguró una nueva fase en el Renacimiento español. La estima en que se tenía la
investigación científica en España creó un clima intelectual propicio para una recepción favorable de sus
escritos. La corriente espiritual que llamamos “erasmismo” español no fue una mera recepción pasiva del
ideario religioso del gran humanista europeo, Erasmo de Rotterdam. Fue más bien la conexión entre las
enseñanzas del pensador holandés y las tendencias espirituales e intelectuales ya existentes en España.

En la corte de Carlos V había defensores influyentes de Erasmo, incluido el secretario latino del
emperador, Alfonso de Valdés. Desde 1522 la corte estuvo en España y los erasmistas españoles gozaron
así de una posición estratégica para promover los escritos de su maestro. Los cargos más importantes
estaban ocupados por entusiastas de Erasmo: Alfonso de Fonseca, arzobispo de Toledo, Alfonso
Manrique, arzobispo de Sevilla e Inquisidor General. Existía una coincidencia entre las tendencias de
reforma de la Iglesia y la política del gobierno imperial, que quería corregir los abusos de la curia
romana y llegar a un acuerdo con los súbditos alemanes del emperador. El erasmismo español no
formó un cuerpo doctrinal, ni una escuela organizada. Sin embargo, España fue el país en el que Erasmo
gozó de mayor popularidad. Sus obras eran leídas por las clases burguesas.

109
El humanismo cristiano de raíz erasmista arraigó también en la corona de Aragón: en Cataluña en torno
a la persona del vicecanciller Miquel Mai, embajador en Roma, y en Valencia con una pléyade de
estudiosos de lenguas clásicas. Vinculados en parte a la universidad, los cuales prolongaron su actividad
hasta los años 1560, e incluso más allá, de forma residual.

Si quisiéramos reducir a esquema las formulaciones del erasmismo español diríamos que privilegiaba la
religiosidad interior sobre la exterior. La liturgia, la organización eclesiástica, sobre todo el clero
regular, incluso las manifestaciones dogmáticas, eran elementos secundarios, puesto que según palabras
bíblicas se debía adorar a Dios en espíritu y en verdad. A los erasmistas les caracterizaba su nivel
intelectual alto, su condición de humanistas capaces de aplicarse al estudio de las escrituras. La crítica de
la estructura eclesiástica y en especial de los religiosos provocó una tensión entre erasmistas y frailes,
manifestada, por ejemplo, en la famosa conferencia celebrada en Valladolid en 1527. Los poderosos
protectores eclesiásticos de Erasmo tuvieron que suspender el coloquio para no arriesgarse a una condena
formal del humanista.

Entre los años 1522 y 1525 el movimiento erasmista se estableció con éxito en España. Pero también tenía
sus adversarios. Principal blanco de sus dardos, las órdenes monásticas, que atacaron a Erasmo de hereje,
sobre todo después de la aparición de la traducción española de su Euchiridion o “Manual del caballero
cristiano” con dedicatoria a Manrique, en 1527. Los adversarios obtuvieron el apoyo de la Inquisición.
Para decidir sobre la ortodoxia de Erasmo, Manrique convocó en Valladolid una junta de 32 teólogos, sin
llegar a una resolución unánime, prohibió los ataques contra el sabio.

En 1527 y 1528 Alfonso Valdés escribió 2 diálogos populares en castellano denunciando los abusos
clericales, justificando el saqueo de Roma por causa de la perversidad papal y alabando las tesis de
Erasmo. El hermano de Alfonso, Juan Valdés, publicó su “diálogo de la doctrina cristiana”, en el que no
sólo ensalzaba las virtudes de Erasmo sino que tachaba a sus opositores de locos que desconocían la
verdadera piedad cristiana. Esta vez la Inquisición actuó y Valdés tuvo que huir hacia Italia. La condena
de Juan de Valdés fue un signo de los tiempos, consciente de la expansión del protestantismo fuera de
España, la iglesia española se hizo más sensible a las críticas y menos capaz de tolerar las discrepancias
aunque se moviera dentro de la ortodoxia.

El año de 1529 fue crucial. En agosto el erasmista Manrique cayó en desgracia y fue confinado a su
sede de Sevilla. Al mismo tiempo, se retiró la mano protectora del emperador: Carlos V partió en julio
hacia Italia llevándose consigo a los más importantes erasmistas. La serie de interrogatorios llevados a
cabo por la Inquisición alcanzó su momento álgido en 1533 con el del profesor de griego Juan de
Vergara, amigo personal de Erasmo y figura de primera fila entre los círculos humanistas españoles.

La campaña de desprestigio del erasmismo mediante su vinculación a la herejía luterana e iluminista


alcanzó un brillante éxito y la condena de Vergara puso virtualmente punto final al movimiento
erasmista español. Algunos erasmistas, como Pedro de Lerma, abandonaron el país, donde no veían
porvenir para el estudio y la enseñanza. Con setenta años y después de un largo proceso, fue obligado a
retractarse públicamente en todas las ciudades donde había predicado, respecto a 11 proposiciones,
calificándolas como heréticas, escandalosas y perversas, e inspiradas por el diablo. Lerma abandonó
España a la primera oportunidad y regresó a la Sorbona, en donde había sido decano, negándose a volver a
su país de origen, donde afirmaba, las personas cultas no podían vivir entre esos perseguidores. Con la
muerte en 1538 del Inquisidor Manrique desapareció en España la última figura erasmista que ocupaba
una posición de autoridad en la Iglesia. Luis Vives escribió desde el extranjero.

El movimiento erasmista era un movimiento ortodoxo y sus seguidores nunca pretendieron una ruptura
con la Iglesia católica. Desde luego, en España no existía ningún peligro real de que enraizara la herejía
y que el protestantismo alcanzara a la masa de la población.

Alumbrados y luteranos.

110
La reforma española se había realizado bajo los auspicios de la Corona y con indepedencia de Roma, a
cuyo renacimiento religioso se anticipó en años. Esto contribuyó a potenciar el papel de la Corona en los
asuntos eclesiásticos, alimentó la suspicacia española respecto de Roma y tuvo repercusiones duraderas
sobre las relaciones entre España y el Papado. Fue un augurio interesante que, antes de que Lutero
opinara contra la predicación de indulgencias, el cardenal Cisneros las hubiera prohibido en
España, no por motivos doctrinales, sino porque pensaba que existían necesidades más urgentes que la
reconstrucción de la basílica de san Pedro en Roma. Las autoridades españolas consideraban poder
garantizar la ortodoxia sin la intervención de Roma.

Sin embargo, el renacimiento intelectual que impulsaron en los inicios del siglo XVI pronto produjo
nuevos brotes que empezaron a ser mirados con desconfianza. Y tuvo una serie de efectos no deseados, El
interés que despertaba la vida religiosa determinó un aumento incesante del clero, tanto regular como
seglar, gran parte del cual vivía en condiciones próximas a la miseria, al margen de la religión y evadiendo
el control eclesiástico.

Además, las tendencias evangélicas que inspiraron los movimientos de reforma de los franciscanos y
dominicos, en especial el enorme crecimiento de los observantes franciscanos, permitió la incorporación
de numerosos individuos poco fiables, cuyo nexo les inspiraba hacia el iluminismo y, según opinaban
algunos, al protestantismo. Al mismo tiempo, el castigo de los desórdenes monásticos por parte de
Cisneros sancionó de alguna forma de alguna forma los ataques contra el clero regular en general, siendo
éste uno de los rasgos del éxito de Erasmo en España.

El instrumento para hacer frente a la heterodoxia, real o potencial, era la Inquisición. Entre 1510 y 1520
aproximadamente, el prestigio de esta institución alcanzó el punto más bajo desde su establecimiento. Su
campaña implacable contra los cristianos nuevos había aplastado cualquier posible amenaza hacia la
ortodoxia en aquella dirección y había quitado fuerza a a una de las principales razones para su existencia,
en tanto que sus métodos arbitrarios y absolutistas eran el blanco de una crítica cada vez más
generalizada.

La secta de los iluministas o alumbrados, era de origen exclusivamente español, como lo revela tal vez su
peculiar carácter místico. Surgida con independencia del protestantismo, existía ya en 1512 en
Salamanca y Valladolid, y comenzó a existir entre un grupo de franciscanos, algunos conversos de
ascendencia judía.

El iluminismo era una aberración del misticismo. Su credo consistía en la sumisión de la voluntad a Dios
y en la capacidad-o supuesta capacidad- de establecer comunicación personal con la esencia divina por
medio del éxtasis, durante el cual no cometían pecado mortal. Algunos de sus practicantes encontraron en
estas doctrinas pretextos para dar rienda suelta a sus pasiones sexuales. Otros, simplemente, se presentaban
como santos y profetas, muchas veces con fortuna, consiguiendo la protección de la nobleza.

En 1525, La Inquisición codificó, para condenarlas, las creencias religiosas de unos pequeños grupos que
se habían desarrollado en el “reino de Toledo”, es decir, en Castilla la Nueva. Sus dirigentes eran
conversos (pero no judaizantes), sin estudios universitarios. El principal personaje del grupo era una mujer,
Isabel de la Cruz, vinculada a la orden franciscana y un laico, Pedro Ruiz de Alcaraz. Se hallaban
relacionados con el movimiento espiritual de la orden franciscana, pero siguieron una vía propia de
religiosidad interior, anti-intelectual (lo que les separaba de los erasmistas), a la búsqueda de la
iluminación del alma por Dios. Se les llamó iluminados o alumbrados. El núcleo de su doctrina era el
dejamiento del alma, anulando su voluntad ante la de Dios, y renunciando no sólo a las prácticas
religiosas externas, sino a la realización de buenas obras, consideradas como ataduras que impedían la
contemplación de Dios. El grupo fue rápidamente desarticulado por la Inquisición sin ejecuciones. Desde
entonces el movimiento tuvo escasa importancia, pero la Inquisición mantuvo siempre una estrecha
vigilancia sobre los sospechosos de pertenecer a él, de manera que todo aquel que estuviera animado por el

111
entusiasmo religioso era sospechoso de iluminismo (el propio Ignacio de Loyola fue acusado tres veces, y
en 1527 encarcelado e interrogado). A partir de 1570, se descubrieron grupos de supuestos alumbrados en
Extremadura y la Alta Andalucía.

Algunas confesiones realizadas en los procesos de la Inquisición implicaron a intelectuales erasmistas en


el momento en que éstos perdían a sus grandes valedores en la corte (Gattinara y Alonso Váldes). A lo
largo de los años 30 fueron procesados y condenados (no a la hoguera) el humanista Juan de Vergara, su
hermano Bernardino de Tovar, el impresor Miguel de Eguía, etc. Eran personajes que habían estado
vinculados a Cisneros, que habían servido a los arzobispos de Toledo. El propio inquisidor general
Manrique quedó desbordado ante la institución que presidía y no logró evitar el desmantelamiento de los
grupos erasmistas.

Esta persecución no impidió la radicalización de los reformadores religiosos. Juan de Valdés, hermano
de Alonso, se trasladó a Nápoles (1530) donde organizó un círculo de religiosidad intimista, con gran
repercusión entre la aristocracia italiana. Valdés había tenido relaciones con los alumbrados en el
palacio del marqués de Villena en Escalona. Algo posterior se desarrolló la trayectoria del médico
aragonés Miguel Servet, gran científico y autor religioso con su obra Restitución del Cristianismo. Servet
tuvo que huir de España, pero su radicalismo religioso y concretamente su negación del dogma de la
Trinidad le llevó a morir en la hoguera… por sentencia calvinista en Ginebra en 1553. Los españoles
que llegaron a ser claramente protestantes sólo pudieron desarrollar su pensamiento libremente fuera de
España.

En el decenio de 1550 el mapa religioso de Europa experimentó cambios notables. El emperador tuvo
que aceptar el status legal del luteranismo en Alemania. Inglaterra pasaba declaradamente al bando de la
Reforma. El calvinismo se expansionaba con rapidez en Francia y los P. Bajos. Ante este hecho la
Inquisición real y pontificia reaccionaron con dureza hacia las tendencias filoprotestantes, que se
detectaban en España e Italia, singularmente en medios eclesiásticos. En España la labor represiva fue
llevada a cabo por Fernando de Valdés, arzobispo de Sevilla, inquisidor general. En 1558-1559 fueron
condenados en Sevilla y Valladolid grupos eclesiásticos y seglares (algunos nobles) que fueron
calificados de “luteranos”.

Las interpretaciones más recientes consideran que los condenados de 1558-59 eran verdaderos protestantes.
Los más significativos habían viajado por Europa y habían conocido la gran polémica religiosa. En
Flandes quedaba un pequeño núcleo de erasmistas a salvo de la Inquisición. A principios del decenio de
1560, el grupo erasmista valenciano quedó reducido al silencio, con la ejecución del caballero Centelles
y la condena menor del eclesiástico Conques. Momento culminante de la labor inquisitorial fue la
detención del propio arzobispo de Toledo, fray Bartolomé de Carranza (1559). Carranza pertenecía a la
tendencia de la orden dominicana que había desarrollado la religiosidad interior. Su proceso representó
un conflicto grave en las relaciones entre la Corona y el Papado, y se arrastró durante 17 años, hasta
alcanzar una sentencia ambigua.

La ortodoxia quedó reafirmada por la publicación, a partir de 1551, de Índices o catálogos de libros
prohibidos. Las obras más representativas de Erasmo aparecían en el Índice.

La ciencia europea en la España de los siglos XVI y XVII.

Los descubrimientos científicos realizados en Europa a lo largo de los siglos XVI y XVII llegaron a
España con mucho retraso y, frecuentemente, no fueron comprendidos. La radicalización
temperamental de los españoles como consecuencia de la lucha religiosa de la Contrarreforma trajo por
consecuencia la aparición de una serie de trabas que les impidieron o cuando menos hicieron muy difícil el
poder realizar viajes de estudio al extranjero.

En este aspecto fue decisiva la disposición de 1559 dada por Felipe II en que disponía:

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“Mandamos que de aquí en adelante ninguno de nuestros súbditos y naturales, de cualquier estado,
condición y calidad que sean eclesiásticos o seglares, frailes niclérigos ni otros algunos, no puedan ir ni
salir destos reinos a estudiar, ni enseñar ni aprender, ni a estar ni residir en universidades, ni estudios ni
colegios fuera destos reinos; y que los que hasta agora y al presente estuvieran y residieren en tales
universidades, estudios o colegios se salgan y no estén más en ellos dentro de cuatro meses después de la
data y publicación desta carta…”,

y las penas que se imponían a los contraventores no eran ligeras: pérdida de bienes y destierro perpetuo.
Por otra parte, la vigilancia a que se sometía la importación de libros hacía el resto y durante un siglo, el
siglo en que se establecieron las bases de la ciencia moderna, España siguió viviendo anclada en la tradición
del Medievo, excepción hecha de campos como los de las ciencias naturales, en que el contacto con la
realidad americana permitió descollar a nuestros sabios, que eran de hecho los únicos que podían tener
acceso a las tierras recién descubiertas.

Sólo a fines del siglo XVII las nuevas teorías científicas hacen su irrupción en los textos españoles y el
anteojo y el microscopio son utilizados por estudiosos como el astrónomo y matemático José Zaragoza
(1660) y el anatomista Crisóstomo Martínez (1680). Posiblemente ambos instrumentos, y muy en
concreto el anteojo, eran utilizados en nuestro país desde unos treinta años antes de las fechas señaladas,
pero con fines muy distintos de los que aquí nos interesan: el de su conexión con la renovación científica.

Y así a mediados del siglo, Gaspar Bravo de Sobremonte, pronto seguido por Francisco San Juan
Domingo y Joan de Alós, expone la teoría de Harvey sobre la circulación de la sangre; Crisóstomo
Martínez descubre los vasos adiposos; José Zaragoza realiza valiosas observaciones astronómicas, etc.

Pero en conjunto, estos autores son personas cautas que evitan chocar de frente con el saber tradicional y,
sobre todo, los astrónomos ocultan su verdadero sentir acerca del sistema del mundo y evitan hacer
profesión de la fe copernicana y, externamente, cuando menos, muestran sus preferencias bien por el
sistema tolemaico, bien por el Tycho Brahe.

LA CASA DE CONTRATACIÓN DE INDIAS.

Se creó en 1503 en Sevilla, tomando como modelo la Casa de Guiné e Minas y la Casa da India
portuguesas. Su función principal era el almacenamiento de todo lo que se necesitaba para las
expediciones a América, la organización de éstas y la recogida de las mercancías de allí. Había para ello
un tesorero (se encargaba del almacenaje y la recaudación en metálico), un contador-escribano que llevaba
los libros de ingresos a la corona, de gastos de la Casa y de las mercancías despachadas y un factor,
funcionario para la contratación de artículos marineros.

Fue pronto ampliando sus atribuciones. Era básico el conocimiento de los aspectos geográficos,
astronómicos y náuticos que exigían a quienes dirigían los viajes. Se creó para ello el cargo de piloto
mayor. Se confeccionaron cartas de navegación hacia los nuevos territorios. Se llegó a confeccionar el
Padrón Real, carta náutica y mapa básico de las nuevas tierras. Con todo ello se creó la cátedra de
Cosmografía y Náutica. Los que viajaban debían conseguir un permiso expedido por la Casa y sus datos se
anotaban en unos libros de registro Con respecto a la Hacienda, se concreta en la recaudación de algunos
impuestos sobre el tráfico de mercancías, especialmente la avería dedicada a sufragar los gastos de la
armada que protegía a los buques mercantes así como la parte correspondiente a la corona, de los metales
preciosos y capitales enviados a América.

En competencia judicial, tenía potestad para entender en causas civiles y criminales del comercio y la
navegación a las Indias, pero tras unos conflictos con el Consejo de Castilla, se le otorgó la competencia
en las causas civiles con relación a la Real Hacienda y la contratación y navegación a América, si el
litigio era entre un particular y la Casa.
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En materia criminal tuvo todas las competencias para juzgar sobre el incumplimiento de las leyes de
comercio y navegación con las Indias y de los delitos cometidos en estas travesías. El desarrollo de la
labor judicial de la Casa fue tan importante que se crearon dos salas, una para resolver las causas de
justicia (la Audiencia de Indias) y la otra con los oficiales iniciales en el resto de los cometidos.

La complejidad de los cometidos de la Casa hizo que se personalizase la dirección con el nombramiento de
un Presidente (1579), la venta de cargos generalizada a partir de la época de Felipe II hizo que se crearan
muchos puestos sin un cometido concreto, lo que llevó a una corrupción administrativa grande.
La Casa de Contratación fue trasladada a Cádiz a comienzos del XVIII, donde continuó su labor hasta
1790, cuando fue cerrada por la supresión de los monopolios y una cierta descentralización del comercio
colonial.

El Consejo de Indias:

La creación dentro del Consejo de Castilla de una Junta que entendía en los asuntos indianos (1519), se
denominó Consejo de Indias, pues la superación del ciclo colonizador antillano y la entrada en el panorama
castellano del imperio azteca, hizo que los asuntos necesitados de decisiones se multiplicaran. Esto llevó a
que finalmente la Junta se transformara en el independiente Consejo Real y Supremo de las Indias en
1524.

En sus primeros años no se dictaron ordenanzas, por lo que éste debió operar siguiendo el ejemplo del de
Castilla. En 1554 se fijaron algunas disposiciones y en su presidencia tuvieron mayoría los nobles. Sus
resoluciones eran sólo consultivas: con ellas se elevaba al monarca una consulta, documento a cuyo
margen el rey escribía su decisión. Las sesiones del Consejo eran secretas, incluso no se levantaban actas
de sus debates, aunque sí un índice con lo tratado y acordado. Cuando la gravedad del asunto a tratar no
encontraba en el Consejo su medida, se celebraban Juntas especiales; destacadas fueron la Junta que dio
lugar a las Leyes Nuevas (1542) o la de Valladolid, donde se abordó el trato debido al indio, su naturaleza
y el medio más adecuado para su buen gobierno.

Las funciones del Consejo de Indias alcanzaban los campos de gobierno, administración, justicia,
hacienda, guerra y religión.

 En sus atribuciones gubernativas y administrativas, el Consejo tenía la obligación de presentar


ante el rey a las personas que ocuparían los más altos cargos en América, controlaba la marcha
de la administración indiana, exponía las resoluciones para mantener un gobierno efectivo en las
colonias, inspeccionaba el trabajo de la Casa de Contratación y ejecutaba la censura de libros y
concedía la licencia para su impresión en las Indias.
 Por sus atribuciones judiciales, el Consejo se constituía en la última instancia de apelación contra
las sentencias de las Audiencias, la Casa de Contratación y los Consulados; tenía plena
competencia en los juicios de residencia, en la determinación de visitas generales e incluso en
causas de fuero eclesiástico.
 En el campo militar, el Consejo tenía todas las competencias de las expediciones colonizadoras y
de conquista, en todo lo concerniente a la organización bélica.
 En virtud del Real Patronato, el Consejo presentaba ante el rey las personalidades a ocupar los
más altos puestos en la jerarquía eclesiástica indiana; autorizaba el paso a las bulas y
disposiciones papales dirigidas a América.

El exceso de burocracia y el sistema colegiado provocó una desesperante lentitud en la toma de


decisiones (especialmente en tiempos de Felipe II). Esta parsimonia se debía, en parte, al desconocimiento
directo que los integrantes del Consejo tenían de la realidad americana: sólo 7 consejeros de los siglos XVI
y XVII habían desempeñado cargos en Indias. Pero lo cierto fue que la corona estuvo muy bien
informada.
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Se creó el cargo de cronista de Indias, cuyo primer titular, Juan López de Velasco, redactó sobre los
cuestionarios recibidos su “Descripción Universal de las Indias”, la 1ª producción estadística realizada
sobre territorios americanos y sus gentes.

El Consejo alcanzó mayor efectividad bajo los Austrias menores. Durante el XVII se crearon otros dos
órganos de la administración central. La Junta de Guerra de Indias que asumió parte de las funciones
militares del Consejo, sobre todo la organización de la defensa de las colonias y la Cámara de Indias
integrada por algunos consejeros de Indias y fue la encargada de proponer candidatos para los altos
cargos civiles y religiosos y para la concesión de mercedes reales. En el XVIII el Consejo de Indias
perdió importancia al crear Felipe V cuatro secretarías, una de las cuales estaba dedicada a asuntos de
marina y América y desapareció definitivamente en 1812.

El sistema de Flotas.

Para evitar los numerosos problemas derivados de los ataques piratas a los barcos españoles cargados de
metales preciosos americanos, se ideó el sistema de flotas. Fue un sistema costoso pero eficaz. Para
sufragar los gastos que generaba se creó un impuesto, la avería.

Tanto en el s. XVI como en el XVII las pérdidas por la acción enemiga fueron escasas, inferiores a las
causadas por elementos naturales.

En un principio tenía que partir de Sevilla dos flotas anuales, una en primavera, hacia Tierra firme a
América del Sur y otra en otoño a Nueva España. La primera era la más importante llevando una escolta
de ocho o diez galeones.

Una vez salían de Sevilla y habían esperado a que los vientos les fueran favorables, se dirigían las
Canarias desde donde zarpaban rumbo a las costas americanas. En los lugares en lo que escalaban solían
hacerse ferias de interés como la de Portobelo. Ambas flotas se reunían en La Habana, para emprender
juntas la vuelta a España, haciendo escala en las Azores.

La enorme distancia entre los distintos puntos el imperio español, hacía que se tardase mucho tiempo (por
ejemplo, un viaje de Sevilla a Filipinas podía hacerse en unos tres años) en realizar cualquiera de estos
viajes. La vuelta de las flotas estaba sometida al factor sorpresa. Podían tardar más o menos tiempo
dependiendo, sobre todo, de la acción climatológica. Así, sabían cuando zarpaban de España, Si es que
volvían, ya que a tasa de mortalidad en estos viajes era de un 20-25 %, mortalidad provocada por las
tempestades, las enfermedades y los ataques enemigos. Muchos de los tripulantes de estos viajes se
quedaban clandestinamente en tierras americanas.

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Si es que volvían, ya que a tasa de mortalidad en estos viajes era de un 20-25 %, mortalidad provocada por
las tempestades, las enfermedades y los ataques enemigos. Muchos de los tripulantes de estos viajes se
quedaban clandestinamente en tierras americanas.

La mitad de la carga que transportaban las flotas eran vinos y aceite, aunque también transportaban
productos como tejidos los cuales, incluso, superaban en valor a los demás.

Estos productos estaban destinados a los blancos residentes en las Indias, los indígenas no tenían acceso
a ellos, aunque les estaban prohibidos, tampoco tenían el medio adecuado para hacerse con ellos.

El tráfico de Indias tuvo una gran importancia en su época. Todos los hombres de negocios, tanto
españoles como europeos, estaban pendientes de la llegada de la flota. España se había convertido en el
principal proveedor mundial de plata, la cual no se quedaba mucho tiempo en nuestro país. Era utilizada
para saldar el déficit de nuestro comercio con otras naciones o para costear guerras y subsidios diplomáticos.
Una parte de esta plata se perdió por el camino debido a la acción de piratas y funcionarios corruptos,
aunque lo cierto es que la mayoría de ella si llegó a España. La plata llegaba a España en forma de barras o
piñas, se registraba en la Casa de la Contratación de Sevilla (tras apartar el quinto reservado a la
Corona), tras lo que se entregaba a sus dueños. La acuñación de las monedas se llevaba a cabo, casi
siempre, en Sevilla. Después, esta plata salía de España, bien como forma de pago del rey o como pago de
las mercaderías que venían del extranjero por parte de los particulares.

En España no existía ni una industria ni un comercio plenamente desarrollados, por lo que los
beneficios que la plata pudiera a portar a nuestro país, comenzaron a ser disfrutado por los extranjeros.

España no sacó más que una pequeña parte del provecho que se podía sacar de América, pero ello no
quiere decir que no obtuviese ventajas. De América llegaba a España mucho dinero por distintos cauces a la
plata, como impuestos, donativos, ahorros de funcionarios... junto con todo el material que se empleó
para la creación de objetos de uso profano y pagano.

De América nos llegaba el maíz, cuyo cultivo se instaló entierras andaluzas, la patata, el tomate o el
pimiento. Estos últimos se cultivaron en época más tardía.

El tabaco se comenzó a cultivar en España muy tarde, quizás por los problemas de agua que poseen nuestras
tierras. Pronto se convirtió en una costumbre para los españoles y la Real Hacienda vio en él una fuente de
ingresos. Por ello decretó el estanco y arrendó la renta (la cual a finales del s. XVII rindió más de doscientos
millones de maravedíes).
El uso del chocolate, cuyo origen está en la planta americana del cacao, se limitó a España (el tabaco se
extendió rápidamente por Europa). A mediados del XVII, el chocolate era un rasgo típico del vivir español.

EL REINADO DE FELIPE III.

El régimen de validos.

A partir de 1598, el gobierno español comenzó a alejarse del sistema de gobierno personal practicado por
Felipe II y a superar las restricciones que existían para que se llevara a la práctica. En gran parte, el impulso
hacia el cambio procedió de la propia administración, pero Felipe III fue responsable del cambio más
trascendental de todos: la creación de un cargo muy próximo al de ministro principal. La persona elegida
fue su íntimo amigo, el duque de Lerma, con cuyo nombramiento se inició una línea permanente de
validos o favoritos, cuyo mérito principal era su amistad personal con el rey. Este hecho ha oscurecido
aquellos elementos del sistema que constituían una novedad constitucional.

Si bien es cierto que, mediante el nombramiento de validos, los últimos Austrias trataban de
desentenderse de los problemas de gobierno, el valimiento fue también una forma de adaptarse a las
circunstancias, dado que la carga que suponía gobernar España y su vasto imperio era ya demasiado pesada
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como para que pudiera soportarla un solo hombre, pues, incluso como mero problema administrativo,
dado que la documentación aumentaba inexorablemente día tras día, era imposible de revolver por un
ejecutivo unipersonal.

En el pasado, la Corona había compartido el trabajo administrativo, pero no la responsabilidad


política, con sus secretarios. El secretario tenía acceso a todos los documentos del Estado, el rey solicitaba
su consejo y era el nexo principal entre el monarca y el Consejo. Esto se hacía todavía más palpable en los
secretarios de Consejo de Estado, que ya no eran simples empleados administrativos del Consejo, sino que
se habían convertido en los secretarios del rey. Sin embargo, el desarrollo de las secretarías no alteró el
carácter del secretario, que siguió siendo un burócrata profesional sin ambición política.

El ascenso del valido comportó el declive del secretario de Estado, que había dejado de ser consejero
privado del monarca para convertirse en simple funcionario.

El valido era ahora el que supervisaba a los Consejos, controlaba los instrumentos escritos del gobierno
y aconsejaba al monarca. Su cargo tenía un mayor contenido político del que nunca tuviera la secretaría;
era un cargo no compartido y conllevaba mayor poder. Por otra parte, su proximidad al monarca y su
amistad con él era, a un tiempo, su distintivo de autoridad y su mérito principal para el cargo. Por último,
la posición social del valido era más sólida, pues procedía siempre de la alta aristocracia.

El valimiento, no sólo reflejaba la ineptitud del rey y el desarrollo de la administración, sino también las
ambiciones de la nobleza en su intento, si no de conseguir el control, al menos de monopolizar la corona,
y el resultado fue la victoria política de los grandes sobre los hidalgos y la pequeña nobleza. Pero el
valimiento era, ante todo, un sistema de patronazgo y clientela que impregnaba, no sólo la sociedad
española, sino otras sociedades europeas de la época, y en la que el valido era simplemente la cúspide del
mismo.

La corona española no era considerada únicamente como un ente legislador, sino también como un
benefactor. De todas partes de España fluía una corte constante de postulantes hacia Madrid en busca de
nombramientos, honores, privilegios, pensiones y concesiones de todo tipo que, ante la imposibilidad de
alcanzar la fuente del patronazgo, la corona, intentaban conseguir que un personaje bien situado, a ser
posible, con acceso al rey, intercediera por ellos. Así pues, los clientes intentaban asociarse a un patrono
poderoso dotado de influencia y de riqueza; por su parte, los patronos, ansiosos por conseguir un amplio
círculo de seguidores que dieran la medida de su poder y posición, se mostraban bien dispuestos a otorgar
favores. Esto explica las maniobras para conseguir una posición favorable en el entorno del rey y la
constante agitación en la corte.

El sistema de patronazgo tenía implicaciones políticas. Es cierto que no existían partidos políticos, pero
esto no significaba que no hubiera diferencias políticas entre los principales personajes, diferencias que se
expresaban en distintas facciones, cuya rivalidad se centraba en la influencia sobre el monarca y, por
ende, en el control del patronazgo y lo que ello significaba, es decir, riqueza y poder. Era inevitable pues,
que, de la misma forma que Lerma y sus sucesores buscaban el patronazgo del rey, lo ejercieran también, a
su vez, entre sus clientes y que, por tanto, consiguieran sus propios validos. Era en este punto donde el
sistema de patronazgo engendraba corrupción.

El gobierno del Duque de Lerma.

Felipe II murió el 13 de septiembre de1598 (Felipe II murió entregando su trono con cierto recelo: «Dios,
que me ha dado tantos reinos, me ha negado un hijo capaz de regirlos». Y, refiriéndose a los amigos
aristócratas que pululaban en torno al heredero del trono, confió a su secretario, pocos días antes de morir:
«me temo que lo han de gobernar»), dejando a su último hijo sobreviviente, que tenía entonces 20 años, el
gobierno del imperio más extenso y más poderoso del mundo. Felipe III, escasamente dotado en

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inteligencia y personalidad para sus enormes responsabilidades, sometió a la más dura de las pruebas a la
monarquía personal.

Su padre había concertado su matrimonio con una prima Habsburgo, Margarita de Austria, de 14 años
de edad, que le dio 8 hijos, 5 de los cuales sobrevivieron a la infancia, y murió al dar a luz en 1611. El
monarca, bondadoso y piadoso, impresionaba a los contemporáneos cuando menos por sus virtudes
morales, pero no se le conocían grandes intereses, excepto la caza y la mesa. Sus ideas políticas se basaban
en la convicción de la misión divina de la monarquía española e identificaba los intereses de la religión
con los de España. Por lo demás, parecía ver su cargo como una fuente de patronazgo para la
aristocracia española, aunque, más perjudicial todavía para los intereses del buen gobierno era su
incurable apatía.

El nuevo monarca no podía pretender emular a su padre. Felipe II, además de ser un gran rey, había sido un
gran funcionario; pero su sistema de gobierno, en el que el rey era al mismo tiempo consejero,
planificador y ejecutor, hacía recaer una carga demasiado pesada sobre el ocupante del trono. En los tres
primeros años de su reinado, Felipe III desatendió por completo sus responsabilidades. Tardaba un
tiempo exageradamente largo en enviar a los consejos el material que llegaba a su poder y en ocasiones le
llevaba hasta seis meses, y con frecuencia dos o tres meses, responder a una consulta. Aproximadamente
desde 1602 pareció enmendarse, pero siguió actuando con poca constancia. Felipe III reconoció sus
limitaciones y tomó una decisión sin precedentes: delegó el poder en un ministro principal. Su elección
recayó en Francisco Gómez de Sandoval y Rojas, marqués de Denia y elevado prontamente a la
condición de duque de Lerma, su amigo más íntimo y confidente, y escasamente más apto que el monarca
para el ejercicio del poder.

Lerma y su familia procedían de Castilla la Vieja; había nacido en Tordesillas y consolidó su linaje
desposando a la hija del duque de Medinaceli. Su condición social y su amistad con el rey eran sus
únicas virtudes para el cargo. A los 45 años, el único cargo importante (y en el que no se había
distinguido) era el de virrey de Valencia, que Felipe II le había confiado, no por sus méritos, sino para
alejarle del príncipe. Es cierto que abogó en todo momento por una política de paz y que trató de liberar a
España de sus compromisos imperiales en el norte y el centro de Europa, pero esas cualidades habrían
sido más convincentes si Lerma hubiera intentado utilizar la paz como medio para reformular las
prioridades españolas, aliviar al contribuyente y proseguir una política de ahorros y reforma.

Lerma quería el poder, no para gobernar, sino para adquirir prestigio, y sobre todo, riqueza. En su afán
de conseguirla se mostró activo y sin escrúpulos. Distribuyó títulos y oficios para seleccionar un grupo de
favoritos hasta que consiguió toda una facción afecta a él. La venalidad de Lerma está fuera de toda
duda, aunque es difícil concluir si ejerció una influencia corruptora sobre la vida pública española. Es
poco probable que el núcleo fundamental de la burocracia se viera afectado por la influencia de Lerma, pues
el funcionariado español no era tan sensible a los cambios como el rey. Sin embargo, en el traslado de la
corte a Valladolid (1601-1606), así como la política viajera del rey, cuidadosamente planificada, Lerma
pretendía alejar al monarca de influencias ajenas, a la vez que acrecentar su poder personal, su
influencia y sus propiedades.

La novedad de un monarca débil y un valido poderoso, no sólo impresionó a los contemporáneos, que
consideraron el año 1598 como el fin de una era, sino que también, historiadores posteriores han
considerado que ese año fue un punto de inflexión en la Historia de España: el momento en que el
gobierno personal del monarca dejó paso al de los validos. En España ya había quedado atrás la era de
los grandes filósofos políticos, al igual que la era de los grandes monarcas. Los sucesores de Vitoria, Soto
y Suárez eran figuras mediocres, autores que compilaban preceptos de filosofía moral para la instrucción y
edificación del gobernante y sus ministros. Daban por sentado que la forma perfecta de gobierno era la
monarquía personal, no cuestionaban que la soberanía tenía que ser absoluta y nunca se les pasó por la
cabeza considerar la función de las instituciones representativas. Desde luego, no buscaban los orígenes y la
naturaleza del poder sino el ideal del príncipe cristiano. Su búsqueda era correcta pero vana, pues la

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monarquía española nunca era tan débil como cuando más se la exhortaba. Como si hubieran perdido las
esperanzas con respecto a los monarcas, algunos teóricos de la política dirigieron su mirada a los validos
de los reyes y comenzaron a predicar sobre la educación, las cualidades y las tácticas del perfecto
privado. Este tipo de literatura alcanzó la cima de la trivialidad en las conclusiones del padre José Laynez:
«Si el privado es como debe ser es la más noble y rica prenda de la corona del Rey». Y así como los reyes
gobiernan por derecho divino, lo mismo ocurre en el caso de los validos: «Dios elige privado como Rey».
Por ridícula que llegara a ser la teoría política española en ese período didáctico, reflejaba el punto de vista
según el cual los reyes españoles estaban necesitados de estímulo y sus validos de reconocimiento. Esto
suponía un cambio radical con respecto a la teoría y la práctica de la monarquía en el reinado de Felipe II.

Sin embargo, este proceso no impidió la continuidad de las instituciones, las personas y la política, que
aseguraban, a su vez, la continuidad de la maquinaria administrativa. España seguía gobernada por el
aparato conciliar desarrollado por los primeros Austrias, que era, en esencia, un gobierno mediante
comisiones. Pero este sistema era deficiente en dos aspectos: no garantizaba la eficacia del ejecutivo, el
rey, al depender en exceso del mismo; y no tenía una centralización suficiente, ya que la coordinación
entre el centro y la periferia no iba más allá del nivel virreinal.

El gobierno conciliar, aunque irradiaba desde el centro, no era en realidad un sistema centralizado de
administración. En tanto que reflejo, en cierto grado, de la estructura constitucional de la monarquía,
con sus componentes regionales semiautónomos, no podía aspirar a la centralización. Pero las barreras
institucionales no eran las únicas. Madrid no estaba unido a las demás provincias mediante la burocracia.
Pocos de los consejos —el de la Inquisición y el de Indias eran excepciones— utilizaban sus propios
oficiales en todos los lugares. La coordinación entre el centro y la periferia difícilmente iba más allá del
nivel virreinal. De esta forma, los consejos sólo podían gobernar indirectamente. Por ejemplo, el Consejo
de Hacienda, para el que era de todo punto necesario poseer sus propios oficiales locales, tenía que confiar
para la recaudación de los impuestos en arrendatarios que no eran responsables ante el gobierno local.
En cuanto a los consejos regionales, prácticamente no tenían oficiales administrativos permanentes en
las zonas en las que ejercían su jurisdicción. Ni siquiera existía una centralización burocrática en el interior
de Castilla.

Felipe III heredó estos defectos estructurales y los agravó con sus propios métodos de trabajo. Pero su
misma indolencia permitió a los consejos asumir mayor control sobre los asuntos de su competencia y en
este sentido favoreció el desarrollo institucional. Esto era especialmente notorio en el Consejo de Estado,
pues con Felipe II los poderes del Consejo eran limitados y no se reunía con regularidad. En 1598, poco
después de subir al trono, Felipe III determinó que las reuniones del Consejo fueran más frecuentes y
nombró para integrarse en él a destacados miembros de la nobleza. En abril de 1600, el Consejo fue
reorganizado y, a partir de entonces, comenzó a reunirse de manera regular y a asumir un papel más
activo en la formulación de la política, como puede apreciarse en el mayor número de consultas que
procedían del Consejo de Estado. Sin embargo, aunque parece que el rey confiaba en las opiniones de esta
institución, se demoraba demasiado en hacerlo, alargando los trámites burocráticos.

A partir de1602, delegó la coordinación con los consejos en manos de Lerma, pero es difícil determinar
hasta qué punto éste influyó en las decisiones de los consejos, pues raramente asistía a las sesiones del
Consejo de Estado y al parecer prefirió dejar que la administración realizara por sí misma su tarea. Sin
embargo, había dos temas por los que Lerma demostraba un gran interés: las finanzas (el capítulo de
gastos) y el patronazgo.

El alejamiento del ejecutivo hacía recaer mayores responsabilidades en los Consejos y les obligó a
revisar sus procedimientos. Los Consejos de Estado, Guerra y Hacienda adquirieron un carácter más
profesional y el Consejo de Guerra inició una nueva fase, incorporando a personas experimentadas. En
1598, los consejos contaban con 22 secretarios, número que había aumentado a 47 a mediados del decenio
de 1620.

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Al mismo tiempo, ante el volumen creciente de trabajo crearon en su seno una serie de Juntas, o
comisiones, cuya función consistía en estudiar los problemas urgentes y especiales del momento. Por lo
general, se componían de unos cuantos miembros procedentes del Consejo que las había creado,
reforzados por especialistas de otros Consejos o de fuera de ellos.

El Consejo de Indias, cuyos problemas abarcaban muchas áreas del gobierno, utilizó el sistema de Juntas.
En 1600 se creó una Junta de Guerra de Indias, especializada en asuntos militares y navales del Imperio, y
compuesta por cuatro consejeros del Consejo de Indias y cuatro miembros del Consejo de Guerra; el mismo
año se formó una comisión de finanzas especial, la Junta de Hacienda, a la que se añadieron los miembros
del Consejo de Hacienda. Finalmente, los nombramientos y el patronazgo en las Indias quedaron en
manos de una pequeña comisión permanente, el Consejo de Cámara de las Indias, pero esta comisión no
tardó en adquirir una reputación de venalidad, asociada al duque de Lerma, y fue abolida en 1609.

El sistema de Juntas resultó particularmente útil para el Consejo de Estado, permitiéndole resolver el
número creciente de asuntos que recaían sobre él. Se crearon, así, una serie de comisiones especializadas en
los diferentes aspectos de la política exterior, como la Junta de Italia, la Junta de Inglaterra y la Junta de
Alemania. De esta manera, el consejo podía estudiar simultáneamente una serie de asuntos urgentes sin que
el pleno del Consejo tuviera que dedicarse a un solo problema.

Generalmente, la proliferación de Juntas en el reinado de Felipe III se ha considerado como un proceso


desordenado, síntoma de decadencia en el gobierno, pero, de hecho, fue un proceso realista, auspiciado
por la propia administración para dar respuesta al creciente volumen de trabajo. Por otra parte, tenía unos
precedentes totalmente respetables en el reinado de Felipe II.

La continuidad entre el viejo y el nuevo régimen puede apreciarse también en el personal de la


administración de Felipe III, sobre todo en lo referente al Consejo de Estado. Si bien el nuevo monarca
no aceptó a todo el equipo de consejeros de su padre, cesando a algunos e integrando otros nuevos, conservó
a hombres tan importantes como Juan de Idiáquez y el conde de Chinchón, quienes constituyeron un
elemento de supervivencia de la profesionalidad en el gobierno. Por otra parte, hubo algunos, como
Baltasar de Zúñiga, que fueron enviados al extranjero, en razón de que su talento diplomático se hacía
necesario en las embajadas de Bruselas, París y Viena.

Entre los nuevos, si bien Lerma constituye un ejemplo notable, pues frecuentemente se afirma que tuvo
una influencia perniciosa sobre la nueva administración, al integrar en ella a personajes afectos a él, lo
cierto es que hubo otros que fueron promocionados siguiendo criterios de experiencia y talento, y no de
favoritismo. Entre ellos estaban, en el Consejo de Estado, el duque de Alba, el duque del Infantado y el
condestable de Castilla, candidatos evidentes en ser promocionados en razón de su condición nobiliaria,
de su experiencia y de los servicios prestados a la corona; la inclusión del confesor real, fray Gaspar de
Córdoba, era aceptable según los parámetros de la época. Incluso el conde de Miranda, considerado por
algunos como protegido de Lerma, tenía experiencia como virrey y consejero en el reinado anterior. Así
pues, el nuevo Consejo de Estado no era una institución organizada de forma irresponsable, sino que, por el
contrario, era un organismo conservador y muy homogéneo, que ponía en práctica las doctrinas recibidas
de política española sobre las cuales concordaba prácticamente toda la clase dirigente. No era una
institución que pudiera ser sometida o corrompida por el duque de Lerma, aunque lo hubiera intentado.

Los miembros del Consejo de Estado procedían casi en su totalidad de la alta nobleza, al igual que había
ocurrido en el reinado de Felipe II, aunque las figuras más destacadas no eran necesariamente los nombres
de más alcurnia. En los demás consejos, Felipe III, como su padre, recurrió a un porcentaje mayor de
individuos pertenecientes a la nobleza media y baja y a un importante número de letrados, y raras veces,
o nunca, utilizó a gentes del común. Lo que parece fuera de toda duda es que la administración interna contó
con burócratas eficaces y profesionales, que constituían una reserva de talento a la que el rey podía
recurrir para reforzar las diferentes Juntas y comisiones que se ocupaban de examinar la política y los
problemas españoles. Y su presencia en la administración permitió que se incorporaran a ella otros

120
hombres menos profesionales, como el confesor real y los criados de Lerma, sin que se resintiera
demasiado el nivel de eficacia del gobierno.

Lerma fue acumulando cargos importantes en la casa real, hasta monopolizar el acceso al monarca, e
hizo lo mismo con los cargos secundarios para distribuirlos entre sus familiares y clientes. Al mismo
tiempo, se hizo con aquellos cargos que controlaban el acceso a los palacios reales y con el gobierno de las
ciudades a las que podía acudir el rey. De esta forma consiguió aislar al monarca de la influencia de sus
rivales e impidió que todo aquel que no contara con su aprobación se aproximara a la presencia real. Por
último, reforzó su entorno familiar con títulos y alianzas matrimoniales, empezando por conseguir un
ducado para él.

Este tipo de patronazgo podía volverse en contra de quien lo ejercía, como le ocurrió al promocionar a su
hijo mayor, Cristóbal, duque de Uceda, que sólo le sirvió para crearse un rival, o con uno de sus criados,
don Pedro Franqueza, que, como valido de Lerma, consiguió el título de conde de Villalonga y los
cargos de consejero y secretario de Hacienda, pero que en breve fue destituido de la administración por
venalidad flagrante.

La corona era un espectador pasivo de ese proceso, atrapada como estaba en un sistema que había ayudado
a crear; perdieron su independencia y se convirtieron en víctimas de unos validos y unas facciones
políticas poderosas. Lo que había comenzado como una delegación de poder terminó en la abdicación del
control. Sin embargo, su objetivo original era perfectamente admisible; de hecho buscaban un ministro
principal. Algunos comentaristas políticos adoptaron una actitud de profundo recelo ante este proceso,
pues consideraban que el hecho de que un rey compartiera su soberanía era incompatible con la
monarquía absoluta y, paradójicamente, para controlar el valimiento intentaron institucionalizarlo.

El valimiento, como institución, evolucionó a lo largo del S. XVII. La primera fase de su desarrollo fue el
período de veinte años en que el cargo fue ocupado por el duque de Lerma. Tras la muerte de su padre, y
a pesar de la desaprobación de Moura e ldiáquez, Felipe III disolvió la pequeña junta creada por Felipe II
para facilitar la transición dejando libre el paso para que Lerma adquiriera una posición preeminente.

La delegación de poder se puede inferir de un decreto publicado algunos años más tarde (23-10-1612),
en el que el monarca, tal vez para atajar las críticas crecientes contra el valido, declaró su total
satisfacción con los servicios que había prestado Lerma y ratificó el poder que le había otorgado al
iniciarse el reinado. En el mismo declaraba que las órdenes firmadas por Lerma tenían la misma fuerza
que una orden real, poniendo, así, todo el sistema conciliar a disposición del valido.

Así pues, era Lerma quien recibía los documentos de los secretarios y quien, tras las consultas a los
Consejos, tomaba las decisiones. Sin duda, examinaba en privado con el rey esos asuntos y en todo
momento tuvo buen cuidado de comunicar sus instrucciones en forma de una orden escrita o verbal del
propio rey, pero, de hecho, tenía el poder ejecutivo. Lerma también procuró mantener en sus manos el
control del patronazgo. En este sentido, dio instrucciones al secretario del Consejo de Estado para que
los asuntos referentes a nombramientos y mercedes fuesen sometidos directamente al monarca, no
pudiendo el Consejo ocuparse de ellos sin consentimiento expreso del rey. Lo que significaba, en la
práctica, que todas las decisiones de patronazgo eran tomadas por Lerma.

Durante 20 años, hasta 1618, Lerma aumentó su riqueza y su impopularidad, convirtiéndose,


inevitablemente, en el blanco de las críticas, tanto por la situación económica como por la política
internacional de España. A su desmedida ambición y a su falta de escrúpulos, se unió el
comportamiento escandaloso de alguno de sus clientes, en especial Calderón. Sus subordinados
empezaron a abandonarle, pero también el rey, desde el 1615, tomó conciencia de las deficiencias de
Lerma y de sus clientes, de la creciente insatisfacción existente en el país y, sobre todo, de la situación
real de las finanzas del Estado. El nombramiento de Fernando Carrillo como presidente del Consejo de

121
Hacienda en 1609 fue ya un signo de que Felipe III comprendía la necesidad de reformar la
administración.

Mientras tanto, a medida que el rey se emancipaba de Lerma, se dejaban oír nuevas voces en los consejos,
en especial, la de Baltasar de Zúñiga, que había regresado de su desempeño como embajador en el
extranjero, y la de Luis de Aliaga, el nuevo confesor. En el escenario internacional, España tenía que
hacer frente a nuevos problemas, relacionados con sus compromisos con los Habsburgo en Alemania, y
con su propia posición en los Países Bajos. Lerma defendía una política de paz y de no intervención en
los asuntos del Norte de Europa, política deseable pero que carecía de convicción moral al ser Lerma
quien la propugnaba, ya que éste había dejado pasar la oportunidad que ofrecía la paz para poner en
práctica medidas de ahorro y de reforma, dándose, por el contrario, a la extravagancia privada y el
despilfarro público.

La oposición al favorito fue movilizada por Aliaga, formándose una facción anti-Lerma, agrupada en torno
al propio hijo de Lerma, Cristóbal de Sandoval y Rojas, duque de Uceda. Mientras, en el Consejo de
Estado comenzaron a cobrar fuerza los puntos de vista de Zúñiga, principal defensor de una política de
línea dura en el norte de Europa. Lerma, en un intento desesperado de fortalecer su posición, consiguió
que Roma le designara para el cardenalato, pero, ni siquiera así, pudo impedir que Felipe III le retirase
su confianza desde abril de 1618. El resultado fue que, cuando durante los meses de julio y agosto el
Consejo de Estado se mostró dividido sobre la intervención o no en Alemania, Lerma quedó en franca
minoría.

A finales de septiembre de 1618, cuando solicitó permiso al rey para retirarse, su petición fue atendida
y la decisión se le comunicó el 4 de octubre. El valido se retiró a sus propiedades de Lerma, al sur de
Burgos, y luego a Valladolid, donde murió el 17-5-1625. Los clientes de Lerma, sobre todo sus favoritos,
como Calderón, fueron perseguidos implacablemente por sus enemigos en el nuevo régimen. Sin
embargo, su caída no dio paso a un cambio total en el gobierno y el núcleo central de la administración
permaneció invariable.

Uceda sucedió a Lerma en el valimiento. La transferencia de poder fue inmediata, pero incompleta. El 15-
11-1618, Felipe III promulgó un decreto mediante el cual revocaba el de 1612. A partir de entonces todas
las declaraciones políticas, las órdenes y las cuestiones de patronazgo emanadas de la voluntad real sólo
llevarían la firma del rey. Al cabo de poco tiempo, Uceda controlaba en buena medida el
funcionamiento de los consejos en nombre del rey y la administración parecía considerarle como ministro
principal. Sin embargo, su posición nunca estuvo tan claramente definida como la de Lerma. No
monopolizó la coordinación entre el rey y los consejos y, hasta cierto punto, volvieron a cobrar vigencia los
canales tradicionales de comunicación. Uceda carecía de dotes políticas y su régimen era un tanto anodino.
¿Era este hombre monótono un simple hombre de paja tras el cual actuaban otros consejeros, Aliaga, el
guardián de la conciencia del rey, y Baltasar de Zúñiga en los asuntos exteriores? Si la respuesta a esa
pregunta es afirmativa habría que hablar de reparto del poder delegado, lo que en sí mismo es un
fenómeno político positivo. Pero carecemos de datos para dar una respuesta segura. Si hemos de creer a los
cronistas, Felipe III murió arrepentido de haber abandonado el poder en manos de los validos. El
mismo día de la muerte de Felipe III, y por expreso deseo del nuevo monarca, Uceda fue obligado a hacer
entrega de los documentos oficiales y del control del gobierno a Baltasar de Zúñiga.

¿Cuáles eran las principales fuentes de ingresos de Castilla?

En primer lugar, estaban los ingresos ordinarios procedentes de la alcabala y los derechos aduaneros. El
servicio ordinario y extraordinario era concedido por las Cortes cada tres años y desde 1591 estaba fijado en
una suma de 405.000 ducados anuales. Sin embargo, la concesión más importante eran los millones, un
impuesto sobre productos alimentarios básicos, del que se esperaba un rendimiento de 2 millones de
ducados al año, cifra que, de hecho, aumentó a 3 millones en los primeros años del reinado, para volver a los
2 millones de ducados al finalizar el mismo.

122
Además de esos ingresos ordinarios y extraordinarios, la corona tenía otros ingresos de origen eclesiástico,
que no sólo recibía en Castilla sino en todos los dominios reales.13 El más importante de ellos era la
cruzada, procedente de la venta de bulas de indulgencia, cuyo rendimiento anual medio era, sólo en España,
de 800.000 ducados pagados en plata por el banquero que administraba el ingreso. El subsidio — unos
420.000 ducados al año— era un porcentaje de las rentas de la Iglesia que se pagaba a la corona para el
mantenimiento de los efectivos navales en el Mediterráneo. El excusado era un ingreso de 250.000 ducados
anuales que procedían de las propiedades eclesiásticas. Finalmente, la corona contaba con los apreciados
ingresos procedentes de las Indias. Sin embargo, la década de 1610-1620 contempló el comienzo de un
notable descenso de las remesas de plata de América, como consecuencia de la crisis del comercio de las
Indias, que afectó tanto a los beneficios públicos como a los privados. Durante el quinquenio 1611-1615, la
corona recibió 7.212.921 pesos, frente a 10.974.318 en el período de máximos ingresos, 1596-1600. El
quinquenio 1616-1620 conoció un descenso más acusado aún, situándose las remesas americanas en
4.347.788 pesos, un nivel que sería difícil aumentar durante el resto del siglo XVII.

En 1598, los ingresos estimados de la corona ascendían a 9.731.405 ducados. De esa suma, 4.634.293
ducados —procedentes en su mayor parte de los impuestos principales, como la alcabala, los derechos
aduaneros y el subsidio— ya estaban En 1598, los ingresos estimados de la corona ascendían a
9.731.405 ducados. De esa suma, 4.634.293 ducados —procedentes en su mayor parte de los impuestos
principales, como la alcabala, los derechos aduaneros y el subsidio— ya estaban asignados por adelantado
a capítulos permanentes del gasto, principalmente los juros (títulos de deuda pública) y algunos
compromisos de defensa, o habían sido enajenados recientemente a propietarios de impuestos. El resto de
los ingresos, algo más de 5 millones de ducados —procedentes de los millones y el servicio concedido
por las Cortes, la cruzada y las remesas de las Indias— estaba teóricamente libre de cargas, pero en
realidad una gran parte estaba comprometida por adelantado con diferentes banqueros como pago de
asientos anteriores o de contratos de defensa. En su mayor parte, los gastos de defensa se realizaban en los
Países Bajos, que en los doce primeros años del reinado absorbieron más de 40 millones de ducados.

Política mediterránea: la expulsión de los moriscos y sus consecuencias socio-económicas.

El 9 de abril de1609, Felipe III tomó la decisión de expulsar a los moriscos de España. La distensión
alcanzada gracias a la paz con Inglaterra en 1604 y con las Provincias Unidas en 1609 permitió a
España concentrar sus fuerzas terrestres y marítimas en el Mediterráneo para garantizar la seguridad
de la operación contra los moriscos. Pero detrás de los acontecimientos de 1609, se vislumbra el
empeoramiento de la situación económica, en el que las fluctuaciones en el comercio de las Indias eran,
al mismo tiempo, un síntoma y una causa. Las restricciones económicas tuvieron un impacto directo en
la posición española en los Países Bajos, pero sus efectos se hicieron sentir, sobre todo, en la situación de
los moriscos.

En un período de empeoramiento del nivel de vida, debida a la profunda recesión en el comercio de las
Indias de los años 1604 y 1605, aumentó el resentimiento de las masas contra una minoría próspera.
Aunque el gobierno español no actuó siguiendo directamente los sentimientos de la opinión pública, su
decisión reflejaba el malestar general, y también el estado de ánimo de los dirigentes de Castilla. Expulsar
a los moriscos suponía liberar a España de un grupo al que desde hacía tiempo se consideraba como
un enemigo nacional y, a la vez, asestar un golpe a favor de la ortodoxia religiosa, reforzando el poder
y el prestigio castellanos.

En la guerra con el Islam había desaparecido casi por completo el sentimiento de urgencia y, en 1609,
ya no constituía una preocupación fundamental. Cierto que las depredaciones de los corsarios
berberiscos y de sus aliados otomanos continuaban planteando un problema de seguridad en el
Mediterráneo occidental, pero nadie creía seriamente que había que librar una guerra de religión y no
existía peligro real de invasión de España ni de una colaboración militar entre Argel y los moriscos. Por
tanto, el argumento estratégico había perdido en gran parte su contenido, aunque todavía se invocaba: el
propio Lerma recurrió a él.

123
El problema fundamental que planteaban los moriscos era el de integración. Los moriscos seguían siendo
un mundo aparte, con su propia lengua y religión y una forma de vida que se basaba en la ley islámica.
En Aragón y en Valencia constituían un auténtico enclave del Islam en España, que se resistía a la
cristianización y a la hispanización, con sus propios líderes y su clase dirigente. Y dado que su patria
espiritual estaba fuera de España, se sospechaba que ocurría lo mismo respecto a su lealtad política. Sin
embargo, la opinión pública, por lo que puede desprenderse de sus puntos de vista en las Cortes y en la
literatura de la época, no presionaba para que se llegara a una solución definitiva, ni existía una
campaña masiva en favor de la expulsión. No puede hablarse de tolerancia, pero la hostilidad hacia los
moriscos se expresaba normalmente contra abusos específicos –el bandolerismo, o la competencia por los
puestos de trabajo-, sin adoptar la forma de una condena general ni de una petición de expulsión.

El debate político se circunscribía a los grupos políticos dirigentes de la Iglesia y el Estado. Algunos
representantes de la Iglesia, como fray Luis de Aliaga, el confesor real, y los obispos de Tortosa y
Orihuela, salieron en defensa de los moriscos «bien dispuestos» y de los auténticos conversos. Pero sus
voces eran eclipsadas por otras que expresaban un mayor fanatismo, como las de Jaime Bleda, fraile
dominico y miembro de la Inquisición de Valencia, o la de Juan de Ribera, arzobispo de Valencia. Sin
embargo, las opiniones de estos últimos no eran bien recibidas en Roma y no eran compartidas por todo el
clero, una parte del cual se mostraba partidario de una política de asimilación paciente, ni por la Iglesia
como institución, que no tenía una opinión oficial.

También en los círculos del gobierno estaba dividida la opinión, tal como se reflejaba en el Consejo de
Estado, entre una mayoría que apoyaba la política de Idiáquez, de su expulsión total, y aquellos que veían
con buenos ojos los argumentos del duque del Infantado, en el sentido de que la expulsión debía ser
discriminada, y no masiva. Obviamente, los más ardientes defensores de los moriscos eran aquellos que
tenían un interés personal, la aristocracia de Aragón y Valencia, en cuyas propiedades trabajaban los
moriscos como tenentes o vasallos. En cuanto a la masa de los campesinos castellanos, consideraban a los
moriscos como satélites de la aristocracia terrateniente.

En la raíz del problema morisco había una cuestión demográfica. En vísperas de la expulsión, la
población morisca de España era de 319.000, para un total de 8 millones de habitantes. Pero esos
moriscos no estaban distribuidos de manera uniforme por toda la península. Más del 60% se hallaban
concentrados en el cuadrante suroriental del país. En Valencia, que contaba con la mayor concentración
de población morisca, eran 135.000, aproximadamente el 33% de la población. Pero el problema se veía
agravado por el hecho de que la población morisca aumentaba más rápidamente que la cristiana. En Aragón
pasaba algo parecido: allí, había unos 61.000 moriscos, aproximadamente el 20% de la población, y su tasa
de crecimiento también era mayor que la de los cristianos.
124
En Castilla, la situación era menos tensa. Las antiguas comunidades de mudéjares, que constituían una
pequeña minoría, nunca habían planteado problema alguno. La dispersión de los moriscos granadinos por
toda Castilla, tras la revuelta de 1570, modificó ligeramente el panorama demográfico. En conjunto, los
mudéjares y los moriscos granadinos eran entre 110.000-120.000, lo cual no planteaba amenaza alguna a los
6,5 millones de cristianos que vivían en Castilla. Ni siquiera las dos comunidades moriscas estaban
integradas entre sí, y tenían muy poco en común con sus correligionarios de Aragón y Valencia. Sin
embargo, el rápido crecimiento demográfico de los moriscos de Valencia y Aragón no tardó en amenazar
con restablecer el equilibrio de poder entre ambas comunidades y, tal vez, incluso de decantar la balanza
en favor del Islam.

En último extremo, es difícil determinar las razones precisas por las que fueron expulsados los moriscos.
La decisión no fue simplemente consecuencia de la «presión demográfica». Esta política de expulsión fue
responsabilidad de unas cuantas personas: Felipe III, en quien residía la soberanía, y sus consejeros
inmediatos, que fueron quienes le plantearon la opción. El duque de Lerma tomó la iniciativa y, bajo su
dirección, el Consejo de Estado debatió la cuestión y, en enero de 1608, comenzó a propugnar la
expulsión, en razón de la seguridad del Estado, recomendando firmemente esta medida al monarca. Felipe
III aceptó el consejo y el 9 de abril de 1609 decidió expulsar a los moriscos de toda España.

Se comenzó por Valencia, donde se consideraba más agudo el problema morisco por su número, su
concentración en los enclaves montañosos y su situación en un litoral accesible desde el norte de África.
Los preparativos empezaron en secreto: las galeras del Mediterráneo y la flota del Atlántico fueron
concentradas en los tres puertos de Alfaques, Denia y Alicante, mientras que tres tercios, procedentes de
Italia, ocuparon posiciones estratégicas al norte y sur de Valencia. El 22 de septiembre, el virrey de
Valencia, marqués de Caracena, ordenó que se publicara el decreto de expulsión. Los aristócratas
terratenientes de Valencia, patronos y protectores de los moriscos, organizaron una protesta contra el
gobierno de Madrid, pero su protesta fue infructuosa, aunque Lerma había pensado en algún tipo de
compensación. Se permitió a los moriscos que llevaran consigo los bienes muebles, pero sus casas, sus
semillas, sus cultivos, sus árboles y otras posesiones irían a parar a manos de sus señores como
compensación, decretándose la pena de muerte contra cualquier acto de destrucción o incendio. Pero
estas órdenes se interpretaron de muy diversa manera y muchos moriscos se apresuraron a llevar sus
productos y sus propiedades al mercado; por lo demás, no causaron problemas. Abandonaron
tranquilamente sus aldeas y, conducidos por agentes especiales, fueron llevados hasta los puertos de
embarque, desde donde partieron, en convoyes sucesivos, hacia el norte de África.

Durante los 20 primeros días de octubre, unos 32.000 moriscos fueron trasladados por el
Mediterráneo. Los incidentes fueron escasos, pero los que se produjeron tuvieron repercusiones. Hubo
algunos casos aislados de robos y violencia por parte de los capitanes de los barcos y algunos grupos de
moriscos sufrieron robos y ataques a manos de algunos árabes en el norte de África. Estas noticias
provocaron sublevaciones de la población morisca en los valles de Ayora y de Laguarda. A finales de
noviembre, los rebeldes fueron vencidos y los que sobrevivieron fueron enviados a galeras o expulsados
inmediatamente. En los tres primeros meses de la operación, 116.022 moriscos fueron trasladados al
norte de África y en 1612, cuando ya habían sido enviados también los rezagados y los huidos, el número
total de moriscos expulsados de Valencia ascendía a 117.464.

La operación se desarrolló con la misma eficacia en Aragón, en 1610, una vez garantizada la seguridad
de Valencia. También allí protestó en vano la aristocracia. A mediados de septiembre ya habían sido
expulsados al norte de África, a través del puerto de Alfaques, 41.952 moriscos. El resto de los moriscos
aragoneses, 13.470, fueron conducidos por los Pirineos hacia Francia, donde las autoridades francesas les
llevaron al puerto de Agde para embarcarlos.

Por lo que respecta a Andalucía, donde era más difícil detectar a los moriscos por su riqueza relativa, a
mediados de 1610 ya habían sido expulsados 36.000. En el resto de Castilla la expulsión no presentó

125
problemas con respecto al número, pero fue complicada por la existencia de dos grupos de moriscos, los
antiguos mudéjares y los más recientes emigrados de Granada. Primero se les ofreció la oportunidad de
emigrar voluntariamente a Túnez, a través de Francia. Muchos aprovecharon la oportunidad y los
demás fueron expulsados mediante un decreto del 10 de junio de 1610, abandonando el país desde los
puertos del sur de España.

Aunque habían sido expulsados la mayor parte de los moriscos, la operación no estaba totalmente terminada.
Llevó 3 años, entre 1611 y 1614, localizar a todos los rezagados, que se mostraron particularmente
escurridizos en Castilla. Gradualmente, se completaron las operaciones de expulsión y, para 1614, habían
sido expulsados 275.000 moriscos en todo el país.

En su mayor parte, su trasladado se hizo al Norte de África, a Marruecos, Orán, Argel y Túnez, donde no
todos fueron recibidos de la misma forma; otros se trasladaron a Salónica y Constantinopla. Tal vez fueron
unos 10.000 los que consiguieron permanecer en España.

Las repercusiones fueron de muy diferente intensidad: casi nula en el norte y noroeste; reducida en
Cataluña, a pueblos del valle y delta del Ebro; escasa en Castilla y Andalucía y muy fuerte en Aragón y,
sobre todo, en Valencia.

La mayor parte de los arbitristas consideraron que el proceso no tuvo apenas consecuencias para la
economía del país en su conjunto; el gobierno hizo gala de una total indiferencia respecto a las
consecuencias económicas de la medida y, cuando el Consejo de Castilla hizo balance del estado de la
nación en 1619, ni siquiera se refirió a la expulsión. Probablemente, esto podía estar justificado en el
caso de Castilla, donde las consecuencias demográficas y económicas de la expulsión sólo pudieron ser
muy ligeras, aunque incluso allí se produjo un descenso de la población en algunas zonas, aumentaron los
salarios de los artesanos y los de los trabajadores del campo y subieron los costes del transportes. Sin
duda, la expulsión constituyó una pérdida de capital y de mano de obra, pues a pesar de los reglamentos
que lo impedían, los moriscos vendieron una gran parte de sus propiedades y se llevaron consigo el dinero
obtenido de la operación, pero resulta imposible cuantificar esa evasión de capital. Por otra parte, hay que
decir que, sin poner en duda la eficacia y diligencia de los moriscos, es falso que fueran la única clase
productiva de España; la mayor parte de los oficios en los que se especializaron, también eran
practicados por españoles, y, ni siquiera en Valencia, habían sido los únicos agricultores eficientes. A
juzgar por los niveles de salarios y los precios en los sectores económicos en los que los moriscos se habían
mostrado más activos, la expulsión tuvo escasas consecuencias materiales, incluso en Valencia, y la
actividad económica continuó inalterada.

Sin embargo, no puede negarse que la expulsión de los moriscos fue un acontecimiento importante en la
historia de España que no puede explicarse mediante una simple referencia a los niveles de salarios y
precios en determinadas zonas. La pérdida del 4% de la población española puede parecer pequeña, pero
representaba un porcentaje más elevado de la población activa. En algunos lugares, la deportación de los
moriscos abrió una brecha importante y la despoblación fue una realidad durante muchos decenios.
Algunas profesiones se vieron especialmente afectadas por la escasez de mano de obra y, en consecuencia,
por la elevación de los salarios, caso de la producción de seda, la horticultura y el transporte.

La disminución más importante de población se produjo en la zona oriental de España. Aragón perdió
una sexta parte de su población, en su mayoría en las zonas de regadío de Borja, Tarazona y Vega del
Jalón, que fueron recolonizadas por cristianos viejos que no conocían las técnicas agrícolas practicadas por
los moriscos, lo que hizo descender la producción.

Por su parte, Valencia perdió una tercera parte de población. La repoblación permitió una cierta
recuperación demográfica en Valencia gracias a la inmigración desde Castilla y Aragón, aunque la
mayor parte de los nuevos pobladores procedían de las proximidades; pero, cuarenta años después,
Valencia seguía estando despoblada. Con la excepción de la provincia de Castellón y la huerta de

126
Valencia, todas las regiones del reino de Valencia experimentaron una importante pérdida de mano de
obra. Valencia siguió siendo una economía de subsistencia, aunque ahora el cultivo fundamental era el
trigo. En algunas regiones, la producción de caña de azúcar descendió notablemente, y también perdió
importancia el cultivo del arroz, aunque la producción de seda y de vino –probablemente en manos de
cristianos viejos aumentó, y ello permitió su comercialización. En cuanto a los campesinos y agricultores
pobres, si por una parte había desaparecido la competencia y habían aumentado los salarios, por otra,
muchos de ellos heredaron de los moriscos deudas y créditos por los suministros agrícolas y el ganado.
Esas deudas no fueron canceladas y la corona las puso en manos de los nobles, a quienes consideraba
como las víctimas reales de la expulsión.

Prácticamente todos los señores de Valencia y, en menor medida, de Aragón, habían hipotecado sus
propiedades moriscas. Los acreedores de las hipotecas eran, generalmente, inversores privados y
comunidades eclesiásticas que se aseguraron unas rentas regulares a costa de los ingresos señoriales. Por lo
tanto, los grandes señores comenzaron a exigir rentas extraordinariamente elevadas a los nuevos
tenentes o a suspender el pago a los acreedores. El gobierno intentó compensar a los señores
adjudicándoles la propiedad de las posesiones moriscas y reduciendo la tasa de interés de las hipotecas,
pero ninguna de esas medidas resultó suficiente y los terratenientes continuaron exigiendo rentas
excesivas a los pocos nuevos tenentes, lo cual sólo sirvió para alejar a otros posibles pobladores.
Además, seguían con la obligación de hacer frente al pago de sus hipotecas.

Otro grupo de acreedores afectados por la expulsión fueron aquellos que habían invertido directamente
en la agricultura, otorgando créditos a los campesinos moriscos, y que eran, en su mayor parte,
comunidades eclesiásticas y grupos de ingresos medios en las ciudades. La consecuencia fue un nuevo
golpe para las capas medias de la sociedad española y una falta de incentivo a la inversión en una
agricultura ya descapitalizada.

Paradójicamente, la expulsión de los moriscos permitió a muchos aristócratas superar sus dificultades
financieras y comenzar de nuevo. Con la ayuda de la corona, la tasa de interés de sus hipotecas
descendió del 10 al 5 por ciento, y fueron autorizados a imponer a los nuevos pobladores las mismas
obligaciones y cargas que recaían sobre los moriscos. Algunos terratenientes acrecentaron sus
propiedades con los despojos moriscos y otros, los senyors feudales, estaban más interesados en
afianzar sus derechos sobre la producción agraria que en modernizar sus propiedades. Pero, a pesar de
las compensaciones que consiguió en forma de tierra y ventajas financieras, no recuperó la gran
prosperidad de la que había disfrutado en el S. XVI. Sus deudas les abrumaron durante el resto de la
centuria y si sobrevivieron en la cima de la sociedad fue gracias a la ayuda de la corona y como leales
servidores suyos.

En cuanto operación administrativa, la expulsión de los moriscos fue un ejemplo de organización y


eficacia de la maquinaria gubernamental, y también un ejemplo de cómo la política y la dirección
centrales podían llegar a las provincias. Este aspecto de la operación tuvo consecuencias que trascendieron
el problema de los moriscos.

La expulsión de los moriscos fue una medida decidida y ejecutada por Castilla. Desde este punto de
vista, alteró aún más el equilibrio de fuerzas en el interior de la península. Al expulsar a los moriscos de
Aragón y Valencia, Madrid estaba atacando la inmunidad de esos reinos y ahondando el desequilibrio
entre el centro y la periferia: en realidad, suponía un ataque contra la aristocracia no castellana. En su
origen, la aristocracia de Aragón era militar, con pronunciados rasgos feudales y señoriales, y debía su
existencia inicial al control que ejercía sobre una importante población morisca. La expulsión de los
moriscos supuso un golpe contra el poder y la riqueza de la aristocracia aragonesa. Lo mismo puede
decirse en el caso de Valencia, donde la alta nobleza sufrió un importante descenso de sus ingresos,
procedentes de las propiedades señoriales, a partir de 1609.

127
Los fueros de los reinos del levante peninsular los disfrutaban fundamentalmente las clases altas de las
ciudades y del campo; por tanto, atacar a la aristocracia terrateniente suponía atacar la inmunidad
constitucional de esas regiones. En el proceso, Castilla acabó con el poder que Aragón y Valencia
pudieran poseer en el seno de la monarquía, pues fue allí donde las consecuencias económicas de la
expulsión se dejaron sentir con mayor fuerza. Esa es la razón por la que el gobierno de Castilla hizo oídos
sordos a los argumentos económicos en contra de la expulsión.

El pacifismo de Felipe III: la Tregua de los Doce Años. Paz con Inglaterra.

El gobierno de Felipe III era un gobierno conservador, que aceptaba en sus puntos esenciales los
objetivos nacionales que se habían formado en el curso del S. XVI: defensa de los intereses españoles en
el norte de Europa y, en la península, perpetuación de un equilibrio entre el poder de Castilla y los
derechos de las regiones. Pero las circunstancias económicas empezaban a volverse contra España; un
sector básico de la economía, el comercio de las Indias, inició, tras una centuria de crecimiento casi
constante, un período de estancamiento y, luego, de depresión. En política exterior, la agresión
alternaba con la inercia, mientras que en el interior, Castilla comenzaba a reajustar sus relaciones con
la periferia.

El pacifismo de Felipe III se fundamenta en el hecho de que, en el curso diez años, incluyendo los últimos
meses de Felipe II, se llegó a establecer la paz con los tres Estados que combatían a España:

- El Tratado de Vervins (1598), con Francia


- El Tratado de Londres (1604), con Inglaterra
- El Tratado de Amberes (1609), con Holanda (Tregua de los Doce Años)

Sin embargo, los primeros años del reinado asistieron a un incremento del esfuerzo bélico y naval contra
Inglaterra. En 1601, una flota española se dirigió a Irlanda y realizó un desembarco en la población de
Kinsale, pero sin éxito. La muerte de Isabel I, en 1603, y la entronización de la dinastía Estuardo
supusieron un nuevo clima político.

La crisis financiera de los últimos años del reinado de Felipe II era motivo suficiente para impedir la
acción española en el norte de Europa. La paz firmada con Francia en 1598 fue el reconocimiento de que
España no podía luchar en tres frentes al mismo tiempo. En los Países Bajos, la transferencia de la
soberanía a los archiduques fue un intento tardío de poner fin al enfrentamiento con las provincias del
norte por medios pacíficos y de cerrar uno de los capítulos de gastos.

El archiduque Alberto era un hombre realista y utilizó su soberanía para reducir aún más los
compromisos. Por iniciativa propia, envió un embajador a Londres para iniciar negociaciones con el
nuevo monarca de Inglaterra, Jacobo I, e instó a Madrid a negociar. Esa política fructificó en el tratado de
Londres (1604), que puso fin a la larga guerra angloespañola. Con la excepción de Lerma, el gobierno
de Felipe III no mostró gran entusiasmo respecto a la retirada militar en el norte de Europa, pero
incluso en Madrid fue necesario plegarse a los argumentos financieros.

En Francia, y pese a las estipulaciones de la Paz de Vervins, Enrique IV seguía alentando la política
antiespañola en Flandes, Alemania e Italia, procurando atacar a los aliados españoles y debilitar el
“camino español” que unía Italia y Flandes. Las tensiones alcanzaron un punto máximo entre 1609 y
1610, por la ayuda prometida a los calvinistas alemanes por Enrique IV. El asesinato de éste en 1610 cerró
las posibilidades de guerra: la regente, María de Médicis, buscó la aproximación a España, negociándose
los matrimonios del delfín, Luis, con la infanta española Ana de Austria, y del heredero de la Corona
española, Felipe, con Isabel de Borbón.

La máxima dificultad consistió en alcanzar un acuerdo con los Países Bajos, pues, desde el decenio de
1590, la república holandesa había realizado nuevos progresos políticos, económicos y militares. Los

128
acontecimientos del año 1600 no podían haber sido más negativos. La guerra contra las Provincias
Unidas se libraba ahora también en otro frente -el océano Índico-, y en los Países Bajos el amotinamiento
de las tropas que no habían recibido a tiempo su soldada empeoró las perspectivas españolas. Pero, la
expansión cíclica en el comercio de las Indias, en los años 1602-1603, permitió al gobierno obtener el
dinero suficiente para reanudar las operaciones militares y realizar con éxito el asedio de Ostende, dirigido
Ambrosio Spínola. La victoria de Ostende de 1604 fue el preludio de una ofensiva a gran escala, en el
curso de la cual, Spínola penetró en Frisia para abrir una cuña en las Provincias Unidas y cortar sus
líneas de comunicación con Alemania. Sin embargo, la campaña de Yssel concluyó bruscamente en 1606:
la dificultad del terreno y la habilidad táctica de los holandeses abortaron la ofensiva española. A ello
se unió otro grave motín de las tropas españolas que desmanteló el esfuerzo de guerra desde dentro; la
causa del motín fue la falta de pago a consecuencia de las dificultades financieras derivadas de la
disminución de las remesas de las Indias en los años 1604-1605.

La revuelta de los tercios en 1606 quebrantó la convicción española respecto a la posibilidad de


reconquistar las Provincias Unidas y, junto con la suspensión de pagos de 1607 y las pérdidas sufridas
en el comercio de las Indias ese mismo año, convenció al gobierno español de que había llegado el
momento de negociar. Sin embargo, una vez más fue la administración de Bruselas la primera en
afrontar la realidad. El archiduque Alberto era consciente de que las Provincias Unidas nunca aceptarían
una rendición incondicional. Ahora era un Estado, reconocido como tal por muchas potencias europeas, que
poseía una administración eficaz, un próspero comercio internacional y una protección natural contra
cualquier ejército invasor. Pese a sus éxitos iniciales, la reciente campaña había demostrado simplemente la
imposibilidad de reducir a los holandeses por la fuerza. Así, el archiduque concluyó, por propia
iniciativa, un alto el fuego con los holandeses en marzo de 1607. Concesión trascendental de principio, ya
que incluía el reconocimiento de la soberanía de Holanda mientras durase el alto el fuego.

Pero aún fueron mayores las concesiones en las negociaciones subsiguientes, pues era obvio que
España tendría que reconocer la soberanía holandesa en unos términos que no permitirían una cláusula
de salvaguardia en favor de los católicos. Madrid se resistía a aceptar las recomendaciones de paz del
archiduque, por mucho que contara con el apoyo del experto militar, Spínola, y Felipe III intentó evadir
la decisión definitiva. El año 1608 constituyó un éxito sin precedentes en el comercio trasatlántico, lo
que indujo al gobierno español a acariciar la idea de romper las negociaciones de paz y financiar una
nueva ofensiva. Pero los ingresos de un año excepcional no podían solucionar los problemas financieros de
España y el gobierno se vio obligado a aceptar lo inevitable y firmar una tregua de 12 años con las
Provincias Unidas en 1609. Sin embargo, la tregua mantenida en Europa no detuvo la expansión
colonial holandesa a expensa de Portugal en Extremo Oriente, y en el litoral pacífico de
Hispanoamérica.
129
La decisión de 1609 supuso para España un respiro en los Países Bajos, reduciendo su ejército a una
fuerza de sólo 15.000 hombres y recortando la asignación anual de 9 a 4 millones de florines pero también la
constatación de una derrota política, militar e ideológica. Castilla, frustrada en el exterior y herida en
su autoestima, comenzó a buscar compensaciones en lugares menos alejados y a considerar más
atentamente su posición en la península.

Intervención española en el conflicto imperial. (Defenestración de Praga, detonante de la Guerra de


los 30 años).

La monarquía española siempre había mantenido una posición de alianza con los emperadores de la
Casa de Austria. El puesto de embajador español en Viena era uno de los principales cargos de la
monarquía, y, durante el reinado de Felipe III estuvo ocupado por diplomáticos de gran habilidad:
Guillermo de Santcliment (llamado San Clemente), Baltasar de Zúñiga y el conde de Oñate. Este
último, de acuerdo con el “partido español” o católico de la corte imperial, concertó un tratado en 1617,
por el cual España concedía su ayuda al archiduque Fernando para convertirse en emperador, y recibía,
a cambio, importantes posiciones clave a lo largo del “camino español”, sobre todo en Alsacia.

A partir de 1618, la insurrección de los protestantes de Bohemia contra la Casa de Austria iniciaba el
conflicto (defenestración de Praga, considerada el detonante de la Guerra de los 30 años). En España,
la quietud practicada por Lerma aparecía como una política degradante, que había causado el
desprestigio de la monarquía. En el Consejo de Estado, predominaban las opiniones de Zúñiga,
Villafranca y de los antiguos virreyes y embajadores, deseosos de una política de reputación.

España ayudó con dinero y tropas a la causa del emperador católico Fernando II. Tropas españolas,
movilizadas desde Nápoles por el virrey duque de Osuna, participaron en la decisiva batalla de la
Montaña Blanca, en 1620, contra los protestantes y el Palatinado fue ocupado en 1620-1621 por el
ejército español de Flandes, dirigido por Spínola.

La estrecha alianza entre los Austrias españoles y los vieneses se confirmó, ya durante el reinado de
Felipe IV, con el matrimonio en 1631 de la hermana del rey, la infanta María, con el archiduque
Fernando, hijo del emperador, y coronado como rey de Hungría.

ALZAMIENTO DE CATALUÑA.

La rebelión en Cataluña.

Para el gobierno de Felipe IV, Cataluña fue en un principio un problema fiscal, pero desde 1626 se
convirtió también en un problema político. En mayo de 1635, con el estallido de la guerra franco-
española, pasó a ser uno de los problemas internacionales de España. Aunque desde hacía algún tiempo
ya se preveía la entrada de Francia en la guerra de los Treinta Años, el gobierno español, no estaba
preparado para esa coyuntura. Tuvo que improvisar el reclutamiento de tropas y la obtención de dinero.

 El método al que recurrió fue la imposición arbitraria reforzada con llamamientos al


patriotismo. Se decretó un fuerte gravamen sobre los juros, se acuñaron millones de ducados de
vellón, se vendieron cargos, y se conminó a las Cortes de Castilla a que votaran nuevos
subsidios.
 Se enviaron diversos ministros a las provincias para conseguir tropas y préstamos, se ordenó a la
alta nobleza que organizara compañías a su propio costo, y se anunció a los hidalgos que estuviesen
preparados para el servicio militar.
 Castilla respondió a esos llamamientos, pero esa respuesta fue como una simple gota de agua en el
océano de los compromisos de España.

130
Los éxitos militares que se obtuvieron fueron poco relevantes.

 En 1635, el cardenal-infante pasó a la ofensiva contra Francia, avanzando confiadamente hacia


París desde los Países Bajos. En Agosto de 1636, su ejército había llegado a Corbie. Pero sus
superiores en Madrid no pudieron ayudarle abriendo un segundo frente en el sur de Francia.
 En Octubre de 1637, los holandeses reconquistaron Breda y en Diciembre de 1638 Bernardo de
Weirnar ocupó Breisach, interrumpiendo la ruta desde Milán a los Países Bajos. Los intentos de
enviar suministros por mar culminaron en un desastre naval cuando el 21-10-1639 el almirante
Tromp destruyó la flota de Antonio de Oquendo en la batalla de las Dunas (se trata de la
segunda batalla de las tres conocidas por este nombre. La primera tuvo lugar en 1600, la segunda
(ésta) en 1639, y la tercera en 1658. La primera y la tercera, terrestres, mantenidas cerca de la
ciudad belga de Niewpoort, la segunda, naval. Las tres dieron como resultado la derrota de las
armas españolas. La batalla naval de 1639, se desarrolló al norte de Dover, en las cercanías de
Downs (que por corrupción lingüística produce Dunas). El almirante holandés Maarten Harpetszoon
Tromp, derrotó a Antonio de Oquendo, haciendo uso de superiores fuerzas navales, tras dos días de
combates. Sin embargo Antonio Oquendo, consiguió hacer llegar a Flandes los soldados y el
dinero que transportaba desde La Coruña).

Estos reveses eran el resultado no tanto de la debilidad de España como de su incapacidad para
concentrar su nada despreciable poder militar en un punto y en un momento determinados. España
afrontaba ahora excesivos compromisos. Olivares era consciente de la situación y en 1640 había reducido
drásticamente sus pretensiones en un intento de liquidar la guerra con Francia, pero había un límite a
lo que podía conceder. No podía tolerar las conquistas holandesas en Brasil si quería conservar la
lealtad de los portugueses. Y Richelieu se negaba a romper su alianza con los holandeses. Así pues,
Olivares se vio obligado a continuar la guerra. El tesoro americano de 1639 no fue suficiente para
cubrir los asientos y en 1640 no llegaron remesas de las Indias, lo que desajustó completamente el
presupuesto. En estas circunstancias era más urgente que nunca conseguir contribuciones fuera de Castilla.
Por ello, la atención se dirigió de nuevo a Cataluña.

Sin embargo, para entonces el problema catalán había adquirido una nueva dimensión. Cataluña era ya
además, un problema estratégico, dado que era vecina de Francia y primera línea defensiva contra una
invasión francesa. Olivares, con su típico entusiasmo, consideraba que la guerra en los Pirineos era un reto
al que si se hacía frente con firmeza podía servir para que Cataluña dejara de ser un problema y se
convirtiera en un activo importante para la monarquía. De hecho, intentó obligar a Cataluña a que
contribuyera a la defensa del imperio convirtiendo la provincia en un teatro de operaciones en la
guerra con Francia.

Su intención no era situar un ejército en Cataluña, para provocar una rebelión (el tercer camino). Todo
lo que deseaba era hacer participar a Cataluña en los problemas, y en consecuencia en las finanzas de la
monarquía, para así poner fin a su inmunidad política y fiscal.

Olivares trabajó sobre ese supuesto desde finales de 1635, pero no era fácil llevarlo a la práctica. La
resistencia catalana ante los impuestos continuaba viva. Es cierto que entre 1636 y 1637, Barcelona aportó a
la Corona una importante suma en préstamos o donativos, pero no era más que la mitad de lo que debía en
concepto de atrasos de los «quintos» desde 1599. Igualmente difícil resultaba reclutar tropas. Los catalanes
se negaron a aportar hombres para enviarlos a Italia. Asimismo para realizar una maniobra de diversión en el
Languedoc, para aliviar a los que combatían en Italia, e igualmente, para socorrer en la defensa del sitio de
Fuenterrabía, en 1638. Todo ello, invocando sus constituciones, que prohibían reclutar tropas para luchar
fuera de sus fronteras.

Ahora, además, la oposición por parte de Barcelona fue reforzada por la de una revitalizada Diputación,
que se presentó una vez más como defensora de las leyes y libertades de la madre patria y que aprovechó
las dificultades financieras de la Corona para adoptar una posición de mayor dureza.
131
Si las constituciones catalanas frustraban los intereses legítimos de defensa había una base razonable
para modificar las leyes. Esta era la idea de Olivares y de sus asesores. Cuando planificaron las
operaciones militares de 1639 eligieron deliberadamente Cataluña como escenario en el que
desarrollarlas, para obligar a Cataluña a contribuir al esfuerzo de guerra. La campaña arrojó escasos
resultados positivos tanto para Madrid como para Barcelona. Las operaciones militares se vieron
seriamente dificultadas por las constantes disputas respecto al reclutamiento y al pago de las tropas. La
ineptitud militar aumentó aún más la confusión y Salces, después de haber sido perdido de forma infantil,
fue recuperado de manera extraña, con un elevado coste en vidas catalanas. Sin embargo, Cataluña
había sido obligada a reclutar tropas, y un ejército real permaneció acantonado en Cataluña durante el
invierno como preparativo para la campaña de primavera de 1640.

A finales de Febrero de ese año, Olivares había agotado la paciencia (El conde-duque, se desesperaba
ante las trabas que le planteaba la Diputación. “Que se ha de mirar si la constitución dice esto o aquello,
que se ha de atender a lo que determina el usaje, sin advertir que el negocio en que nos encontramos es la
propia conservación de la provincia, frente a Francia, y esta es la primera ley que deberían considerar. Y
es que o es extrema la cobardía a que llegan, y cómo le montan disfraz, o es que los catalanes han
menester ver más mundo que Cataluña”). Ordenó un nuevo reclutamiento. Un miembro de la Diputación
y dos del Consejo de la ciudad de Barcelona fueron encarcelados y se hicieron preparativos para implicar a
Cataluña inevitablemente en la campaña de 1640.
También los catalanes consideraron que ya habían soportado bastante y, repentinamente, en las
primeras semanas de Mayo de 1640 los resentimientos reprimidos de los 4 últimos decenios y la cólera
que de forma más inmediata había producido la presencia del ejército real estallaron en una rebelión
abierta.

Los campesinos de las zonas occidentales de Gerona y La Selva atacaron a los tercios allí acantonados.
La violencia fue implacable, organizada y provocada por agitadores. A finales de Mayo, fuerzas
campesinas habían penetrado en Barcelona. En junio se les unieron los segadors, que no tardaron en
hacerse dueños de la ciudad. Los jueces reales fueron perseguidos y el virrey, asesinado.

La reacción de Madrid ante estos acontecimientos era previsible. Los ministros insistieron en que había
llegado el momento de aplastar a Cataluña de una vez por todas, aunque Olivares creía aún posible una
solución razonable. Pero el asesinato del virrey anonadó incluso a Olivares, que perdió su fe en los
catalanes y comprendió que se enfrentaba con una grave rebelión que ningún gobierno podía perdonar. Por
el momento, el gobierno estaba impotente porque sus ejércitos y sus recursos ya estaban comprometidos en
varios frentes y no podían ser dirigidos hacia Cataluña.

Junto a la oposición política, se estaba produciendo una revolución social. Desde el primer momento, los
rebeldes habían atacado a los ciudadanos ricos y a sus propiedades. El liderazgo de Barcelona y de su
oligarquía fue rechazado cuando entraron en acción las fuerzas del descontento agrario.

Fue esta la rebelión de unos campesinos empobrecidos y sin tierra contra los campesinos propietarios y
los terratenientes aristócratas. Los cabecillas de la revolución política, atrapados entre la autoridad del
rey y el radicalismo de la multitud, dirigieron sus ojos a Francia. En ese momento quedó de manifiesto
hasta qué punto su posición era incoherente: incapaces de gobernar Cataluña por sí mismos, buscaban la
protección de los enemigos del monarca.

Pau Claris, canónigo de Urgel, uno de los cabecillas de la resistencia a Madrid, y Francesc de Tamarit,
ambos miembros de la Diputación, habían establecido ya contacto con Francia, antes de que estallara la
revolución. Por su parte, Richelieu tenía sus agentes en Cataluña.

También Olivares se vio atrapado en un dilema. Ofrecer la reconciliación podía ser interpretado como
debilidad, y sentar un mal precedente. Por otra parte, para aplastar a Cataluña mediante una acción

132
militar necesitaba la paz con Francia. Sin embargo, era necesaria una acción militar. Desde la pérdida
de Barcelona, el gobierno había utilizado el puerto de Tortosa, para el traslado de las tropas a Italia, con
propósito de abastecer a las fuerzas que aún tenía en el frente catalán. Pero en el mes de Julio también
Tortosa se rebeló. Entonces, comenzaron los preparativos para enviar un ejército contra Cataluña.

Castilla comenzó a movilizarse trabajosamente y también Cataluña comenzó a supervisar sus defensas. El
24 de Septiembre de 1640, la Diputación dirigió a París una petición formal para conseguir la
protección y ayuda militar de Francia. En Octubre firmó un acuerdo con ese país, por el cual permitía que
barcos franceses utilizaran puertos catalanes y se comprometía a pagar el mantenimiento de 3.000 soldados
que Francia enviaría a Cataluña.

Como señaló el conde-duque, España se enfrentaba a una segunda Holanda. Olivares encontraba
grandes dificultades para movilizar un ejército en Castilla y tuvo que recurrir a métodos medievales (se
ordenó que las milicias de las ciudades se pusieran en pie de guerra, que los nobles armaran a sus vasallos y
que los hidalgos y los caballeros de las órdenes militares siguieran al rey a la guerra. El resultado fue
desalentador, pues apenas llegaron al millar los aristócratas y los miembros de la pequeña nobleza que
respondieron al llamamiento). Cuando se organizó finalmente un ejército suficiente, se puso al mando del
marqués de los Vélez, virrey electo de Cataluña, que carecía de experiencia militar y que tenía escasas
condiciones para el mando. Tortosa fue ocupada a finales de Noviembre, pero el comportamiento del
ejército en su avance hacia Barcelona reforzó la determinación de los catalanes a seguir resistiendo.

El 23-1-1641, el principado se situó bajo la jurisdicción del monarca de Francia a cambio de la


protección militar francesa. Las fuerzas conjuntas catalanofrancesas defendieron con éxito Barcelona
ante el ejército de Castilla y el incompetente marqués de los Vélez no tardó en ordenar la retirada.

Los catalanes sufrían males aún mayores. Ahora habían alcanzado una especie de igualdad con Castilla:
también ellos se convirtieron en víctimas de la guerra y también se vieron obligados a soportar enormes
gastos de defensa, la inflación monetaria, el estancamiento económico, la peste, el hambre y, la
pérdida de un fértil territorio.

La actitud francesa en Cataluña estuvo dominada por consideraciones militares. Ahora contaban con
una base en España, que sería utilizada principalmente para penetrar en Aragón y Valencia. Nombraron a
un virrey francés y llenaron la administración de elementos fieles a Francia. Al mismo tiempo, insistieron
en que los catalanes alojaran, abastecieran y pagaran a las tropas francesas, que cada vez recordaban
más a un ejército de ocupación. Cataluña pasó a ser simplemente uno de los varios escenarios franceses de
guerra.

En 1642, con la conquista de Rosellón y la captura de Monzón y Lérida, fue un escenario victorioso,
pero en 1643-1644 los ejércitos de Felipe IV comenzaron a contraatacar, recuperando Monzón y Lérida
donde, en Julio de 1644, el rey juró solemnemente respetar las constituciones catalanas. Entre 1646 y
1648 los franceses fueron neutralizados en Cataluña y perdieron su libertad de movimiento. Cuando la
paz de Westfalia les privó de la colaboración de sus aliados holandeses, y la Fronda comenzó a ocupar
su atención en el interior del país, Cataluña dejó de ocupar un lugar importante en los proyectos de los
franceses.

Francia explotó a Cataluña tanto económica como militarmente. Desde el punto de vista comercial, el
futuro de Cataluña, era más difícil con Francia que con Castilla, y su causa despertaba poco interés en el
escenario internacional. El golpe definitivo para Cataluña fue la gran peste de 1650-1654 que provocó una
gran mortandad.

Sustituir el dominio de Felipe IV de España por el de Luis XIII de Francia no resolvió ninguno de los
problemas de Cataluña, que se dividió entre los partidarios de Francia y de España.

133
El progresivo alejamiento de Cataluña con respecto a Francia, ofreció a Felipe IV la oportunidad de realizar
un esfuerzo supremo para recuperar el principado. A mediados de 1651 el ejército español mandado por
don Juan de Austria, hijo bastardo de Felipe IV, avanzó sobre Barcelona e inició un prolongado asedio
de la ciudad, mientras las fuerzas navales establecían un bloqueo.

Barcelona se rindió el 13-10-1652, aceptando la soberanía de Felipe IV y la figura de don Juan como
virrey, a cambio de la amnistía general y de la promesa del monarca de conservar las constituciones
catalanas. Francia ocupaba todavía el Rosellón y, por la paz de los Pirineos (7-11-1659) España -y
Cataluña- perdieron el Rosellón y el Conflent. Pero España había recuperado la lealtad de Cataluña y los
catalanes podían jactarse de haber preservado sus constituciones y privilegios (Cataluña mantuvo sus
privilegios de modo pírrico, a costa de grandes privaciones, a costa de haber causado una herida
profunda al resto de España, y de haber sufrido otra en propia carne. En todo caso, quedaba claro para los
catalanes, que para garantizar sus constituciones, y garantizar el orden, tenían que contar con un gobierno
soberano, pues Cataluña no poseía los recursos necesarios para la independencia).

Se hace difícil definir con precisión la importancia de la rebelión catalana en la crisis que afectó a España
a mediados de la centuria (ciertamente reviste gran importancia, pero el colapso de las defensas
marítimas, el declive de la navegación española, la contracción del comercio con América y la
consiguiente disminución de las remesas de metales preciosos, fueron causas concomitantes de muchísimo
peso. La crisis del comercio colonial no sólo afectó directamente a los ingresos de la Corona, sino que
además redujo la afluencia de capital privado hacia Castilla, perjudicando así al conjunto de la economía.
Esta era una situación nueva y habría quebrantado el poder de España aunque no se hubiera producido la
rebelión de Cataluña). Es claro que un factor fundamental en dicha crisis, fue la depresión del comercio
de las Indias a partir de 1629 (La depresión del sector atlántico fue una de las razones por las que la
Corona tuvo que recurrir a otras posesiones -entre ellas Cataluña y Portugal- para conseguir ingresos
adicionales. En este punto, la revolución catalana desempeñó un papel fundamental, pues impidió a España
explotar la inestabilidad interna de Francia y la implicó en una desastrosa y costosa guerra civil en el mismo
momento en que necesitaba todas sus escasas reservas de dinero y recursos humanos para las campañas en el
exterior, y eso precipitó el hundimiento de España).

PORTUGAL, DE LA ANEXION AL ALZAMIENTO Y LA INDEPENDENCIA.

LA ANEXIÓN DE PORTUGAL.

En 1578 el rey Sebastián de Portugal encabezó una expedición suicida a Marruecos con el objetivo de
conquistarlo y convertir a los moros. El ejército portugués, mal abastecido, agotado por el calor y mal
dirigido por el rey, fue derrotado en la batalla de Alcázar-Kebir, donde el propio rey Sebastián fue
muerto sin dejar heredero directo. Ahora, Portugal sin gobernante y a la deriva, Felipe II podía hacer
valer sus pretensiones al trono, y podría no sólo cerrar un sector vulnerable de la Península, sino también
aumentar su poder en el Atlántico adquiriendo un nuevo reino, otro imperio, un litoral más extenso y una
flota suplementaria. Simultáneamente comenzó a mejorar su situación financiera, y España pasó de la
defensa al ataque, de la típica cautela de la primera mitad de su reinado al imperialismo de sus dos últimas
décadas.

Desde finales del siglo XV las relaciones entre España y Portugal habían fluctuado en un difícil balanceo
aunque sus economías imperiales fueron complementarias: Portugal, del que Imperio era esencialmente
comercial, necesitaba del oro y de la plata de América para fines de cambio; España, por su parte, tenía
que comprar pimienta, especias y sedas de las Indias Orientales portuguesas, productos de lo que estaba
falto su propio imperio. A partir de entonces tuvieron un interés común en la conservación de su
monopolio colonial. Felipe II no quitaba los ojos de Portugal desde antes de que falleciese su sobrino
Sebastián en 1578, estando dispuesto a hacer valer sus pretensiones a la corona portuguesa tan pronto como
se ofreciera una oportunidad. Sebastián no dejó heredero directo, y fue sucedido por su tío abuelo el
cardenal Enrique, el último hijo legítimo superviviente de Manuel I.
134
El desastre de Alcazarquivir había reducido el poder de Portugal y había desarticulado su economía. El
infiel había capturado una buena parte de la nobleza portuguesa; para poder pagar los inmensos
rescates el país tuvo que desprenderse del numerario que necesitaba para sus relaciones comerciales con el
Extremo Oriente, así como de las joyas y piedra preciosas. La gran cantidad de prisioneros despojó al
débil reino de la fuerza humana y lo debilitaba militarmente. La sucesión cayó en las manos
incompetentes de un anciano, el cardenal Enrique. Por todas estas razones Portugal se encontraba ahora
extremadamente expuesta a una intervención extranjera.

Felipe II, como hijo de la emperatriz Isabel, hija mayor de Manuel I, tenía razones para pretender la
corona portuguesa, una vez desaparecido el cardenal Enrique, aunque había otros pretendientes; entre
ellos, la duquesa de Braganza, Catalina de Médicis reina madre de Francia, y Antonio prior de Crato,
descendiente ilegítimo de Manuel I. Pero ninguno de sus derechos eran tan sólidos como los de Felipe II. El
rey español dio comienzo a una campaña de propaganda y de diplomacia. Echó mano de los juristas y
teólogos españoles para que demostraran la justicia de su causa. Por medio de sus agentes en Lisboa y de su
nobleza en la frontera luso-española se dirigió al público portugués, en especial a la nobleza y a los
procuradores de las Cortes, con una serie de mensajes que contenían una mezcla de adulación, promesas y
amenazas y casi siempre una alusión al poder militar español. Christóvâo de Moura logró agrupar a un
partido hispanófilo. Felipe también se aprovechó de la colaboración de los jesuitas, que ejercían gran
influencia en Portugal. Pero, para asegurarse el triunfo, Felipe II comenzó a inspeccionar las defensas
fronterizas portuguesas y a prepararse para la acción. Cuando el cardenal Enrique murió en febrero de
1580, todavía no había resuelto el problema sucesorio.

La población urbana y las capas bajas del clero secular no querían oír hablar ni de la posibilidad de una
dominación española, pero el Cardenal había descuidado el problema de la defensa, prefiriendo gastar
el dinero con rescates de los nobles en Marruecos. En cualquier caso, ¿estaban dispuestas las clases
terratenientes, los nobles y los mercaderes, a hacer frente a los sacrificios necesarios para levantar un
ejército nacional? Si el pueblo portugués fue traicionado, lo fue por su propia clase gobernante, pues ésta
tenía razones muy eficaces para no resistir. Todos los que jugaban en el comercio colonial necesitaban del
tesoro americano, y además Portugal solamente hubiera podido conservar su posición de último reino
independiente en la Península por medio de una alianza con los enemigos de España (protestantes
ingleses u holandeses o con los franceses predominantemente calvinistas), y semejante alianza no lograría
aglutinar un bloque nacional.

El cardenal Enrique había dejado un consejo de regentes, de los cuales dos o tres fueron ganados para la
causa de Felipe, que no pensaba dejar ni a las Cortes ni al papa llevar a cabo la sucesión, pues creía que sus
derechos eran tan imprescindibles que no admitían arbitrajes de nadie.

Los primeros meses de 1580, con el beneplácito del gobierno, los nobles castellanos empezaron a levantar
tropas a su costa; las ciudades contribuyeron también con tropas, naves y fondos, con un esfuerzo
nacional. Ante la insistencia de Granvelle, Felipe llamó al duque de Alba en febrero de 1580,
nombrándolo comandante en jefe del ejército invasor. A mitad de junio el ejército español cruzó la
frontera cerca de Badajoz y avanzó sobre Lisboa; por su parte, la flota, bajo la dirección del marqués de
Santa Cruz, quedó estacionada en la boca del Tajo. Cogido entre los dos, don Antonio y sus seguidores
nacionalistas quedaban sin defensa, Lisboa se entregó a finales de agosto. La parte meridional del país fue
ocupada por las fuerzas de apoyo de los grandes españoles. Bastaron cuatro meses para ocupar por entero
Portugal. Felipe II alardeó diciendo: “Lo heredé, lo compré, lo conquisté”, aunque prácticamente Portugal
le fue entregado.

Antes de la ocupación, Felipe II había prometido respetar los derechos constitucionales de los
portugueses y en las Cortes de Thomar (abril 1581) fue reconocido oficialmente como rey de Portugal y
señaló las condiciones de la anexión. Nunca pretendió Felipe sacar las Cortes portuguesas del reino ni que
una asamblea extranjera legislara sobre los asuntos portugueses; el cargo de virrey había de ser siempre

135
para un portugués o para miembros de la familia real; los nombramientos administrativos, militares,
navales y eclesiásticos quedaban exclusivamente reservados a los portugueses; el país quedaba defendido
únicamente por fuerzas portuguesas; para la consulta de los asuntos portugueses el rey había de tener
junto a sí un grupo de consejeros y funcionarios especializados, todos de origen portugués, que
compondrían el Consejo de Portugal; el comercio colonial había de seguir como antes, administrado por
funcionarios portugueses, llevado a cabo por mercaderes portugueses y transportados por naves de la
misma procedencia; por fin, había que suprimir todas las aduanas fronterizas entre Castilla y Portugal.

Un monarca del siglo XVI difícilmente habría podido conceder más a un país conquistado. Portugal no fue
incorporado a la corona de Castilla ni tratado como nación sometida; conservó su administración y su
personalidad.

Las concesiones de Felipe II reflejan no sólo su preocupación por evitar la oposición sino también sus
principios permanentes de gobierno y su convicción de que la descentralización regional era el mejor
método para gobernar sus numerosos reinos. Y en conjunto, Felipe II guardó sus promesas, aunque
naturalmente escogió los consejeros y funcionarios portugueses más castellanizados, como Moura, y
nombró a un miembro de su propia familia, el archiduque Alberto de Austria, como virrey.

Al llegar las noticias desde la metrópoli, el Imperio portugués se puso de parte de Felipe II sin lucha. Se
trataba de una unión de coronas, no de Estados, ni mucho menos, de naciones, por lo que las consecuencias
económicas también fueron limitadas. Ciertamente, Portugal ganó algo con la anexión, pues su
economía colonial siempre había descansado en la colaboración con España y se podían promover con
mayor eficacia los intereses mutuos en la conservación del monopolio. Pero las perspectivas a larga
distancia para Portugal no eran tan risueñas y la colaboración, en último término se convirtió en
rivalidad, pues Portugal ahora había cargado, junto con su rey, con los enemigos de España.
Especialmente los holandeses que durante la última década del siglo empezaron a torpedear el monopolio
portugués, que había de acabar con la destrucción de éste y en el siglo siguiente habría de extender su
ofensiva al Brasil.

Felipe II, tras la anexión de Portugal era ahora el gobernante de una Península unificada, con un poder
territorial y naval mayor en el Atlántico. Era también el señor de los dos mayores Imperios coloniales
del siglo XVI, cuyas defensas quedaban reforzadas con la adquisición de las Azores. Este
engrandecimiento provocó a sus enemigos, especialmente a Inglaterra. Desde que Felipe II fijó su
residencia en Lisboa (permaneció allí desde 1581 hasta 1583), colocó el centro de su Imperio heterogéneo
en el borde del Océano. Sus grandes victorias navales en las Azores de 1582-83 constituyeron un síntoma
de los tiempos. En 1586, Granvelle aconsejaba a Felipe II que residiera permanentemente en Lisboa,
donde podría organizar mejor una expedición contra Inglaterra.

La secesión de Portugal.

La rebelión catalana planteó a España un grave problema de seguridad pero no un problema económico.
Portugal constituía un riesgo aún mayor para la seguridad, pero incomparablemente superior en lo
económico.

Portugal era un problema fiscal para Castilla. No aportaba ingresos regulares, y sus defensas tenían que
ser costeadas por Castilla, de la que se esperaba, además, que acudiera periódicamente a la defensa de
Brasil. Por ello Olivares pensó en integrar también a Portugal en su Unión de Armas. Intentó primero
infiltrarse en la administración portuguesa. Para ello designó en 1634 a la princesa Margarita de Saboya
para que se encargara del gobierno del país, con un grupo de asesores castellanos, lo cual provocó un gran
resentimiento en la burocracia portuguesa. Luego intentó que Portugal contribuyera, para lo cual instauró
una imposición de 500.000 cruzados anuales para costear su propia defensa.

136
Lisboa ya había realizado una serie de contribuciones extraordinarias. Pero las nuevas exigencias sólo
sirvieron para aumentar la irritación de los mercaderes portugueses. Esas medidas provocaron también
revueltas antifiscales en 1637 tanto en Évora como en otras ciudades, pero fueron sofocadas sin dificultad.
Las divisiones de clase en Portugal jugaban a favor del gobierno español. En tanto que las capas bajas de
la sociedad y el bajo clero rechazaban tradicionalmente el dominio español, la aristocracia lo aceptó porque
el hecho de pertenecer a un imperio más extenso le ofrecía nuevas oportunidades. Sin embargo, en 1640
también la aristocracia portuguesa se puso en contra de España, siendo la causa de su resistencia la
cuestión relativa al servicio militar.

Olivares no sólo pretendía conseguir dinero en Portugal, sino también tropas. Se reclutaron unos 6.000
soldados para servir en Italia, pero la rebelión de Cataluña determinó que se integraran en el ejército
reclutado para el frente catalán. Olivares pretendía, sobre todo, movilizar a la nobleza portuguesa. Pero la
nobleza portuguesa, se negó a alejarse del país y en el otoño de 1640 algunos nobles comenzaron a
planear la revolución.

Cabe preguntarse por qué, Portugal, que había dado su apoyo a la unión, retiraba ahora su lealtad en
1640. La rebelión de Cataluña, les había dado modelo, mas no motivo. Tampoco fue la causa de la
resistencia portuguesa la llamada a prestar servicio militar. La auténtica razón hay que buscarla en el
imperio ibérico ultramarino. Olivares argumentaba que, puesto que Castilla, había ayudado a Portugal
en sus intentos de recuperar Brasil, era justo que ahora, Portugal ayudase a Castilla a recuperar
Cataluña.

La pérdida del imperio asiático por parte de Portugal no fue una prueba válida de la colaboración de
los dos reinos ibéricos. De cualquier manera, la pérdida del comercio de especias fue compensada con
creces por la formación de un segundo imperio portugués en Brasil. El azúcar brasileño fue una de las
industrias que consiguió un crecimiento más espectacular en los inicios del S. XVII. Aunque los holandeses
se habían infiltrado en el comercio del azúcar, ésta era una importante actividad para Portugal, que rendía
suculentos beneficios. En consecuencia, su defensa era una prueba crucial para la asociación de los reinos
ibéricos. La amenaza más seria procedía de la Compañía Neerlandesa de las Indias Occidentales.
Frecuentemente, se sugería que la mejor manera de defenderse de los ataques holandeses sería organizar un
sistema de convoyes similar al que operaba en el caso de la navegación transatlántica española. Pero la
idea fracasó debido a la forma en que estaba organizado el comercio de Brasil, que no se canalizaba a través
de puertos monopolísticos, así como a la oposición de los productores, mercaderes y armadores, que no
podían o no querían invertir el capital necesario para dotarse de escoltas más numerosas y mejor armadas.
Los holandeses no sólo atacaban el comercio de azúcar en el mar, sino que intentaron apropiarse de él en el
lugar de origen. Su primera conquista en Brasil suscitó una rápida respuesta y España colaboró de forma
importante en la expedición de socorro que reconquistó Bahía en 1625. En sólo unos pocos años los
holandeses habían echado los cimientos de una nueva colonia en el NE. de Brasil, situada en la rica
provincia de Pernambuco.

A menos que las potencias ibéricas pudieran enviar una expedición de socorro y una flota capaz de
enfrentarse al poder marítimo holandés en el Atlántico Sur, había una posibilidad real de que el enemigo
conquistara todo el litoral brasileño y comenzara a penetrar en la América española.

Olivares comprendió que la unión de las Coronas estaba en dificultades. La devolución de


Pernambuco pasó a ser una condición indispensable de una paz hispano-holandesa, a pesar de lo mucho
que España necesitaba la paz. En 1635, Olivares estaba decidido incluso a ofrecer a los holandeses Breda,
un rescate en dinero y el derecho a cerrar el Escalda, si devolvían Pernambuco. Pero los portugueses
querían ayuda militar y naval. Seis años llevó organizar una expedición de so-corro y fue en Septiembre
de 1638 cuando zarpó de Lisboa una fuerza conjunta. La expedición fracasó por la incapacidad de su
comandante, el portugués conde da Torre, totalmente inepto para la tarea (Se le entregó el mando sólo
después de que hubiera sido imposible encontrar a un hombre de talento. Mantuvo su armada
inmovilizada en Bahía durante la mayor parte del año 1639, ofreciendo a los holandeses una oportunidad

137
para prepararse para la batalla. Finalmente, trasladó su flota a Pernambuco (enero 1640) donde se le enfrentó
una flota holandesa con unos efectivos que no llegaban a la mitad de los del comandante portugués, que
después de algunos días de lucha se retiró cobardemente, dispersándose la mayor parte de su flota por las
Indias Occidentales).

Así pues, en 1639 la asociación de los reinos ibéricos ya no funcionaba con eficacia. Para los
portugueses, España tenía demasiados compromisos en todas partes, lo que le hacía descuidar sus
intereses más fundamentales.

Su resentimiento se vio agravado por el hecho de que estaban perdiendo también una de las grandes
ventajas que les había aportado Brasil, la posibilidad de acceder a la América española (Brasil era un
centro de distribución de un importante comercio de reexportación, que posiblemente acaparó la mitad del
mercado suramericano de España).

Además de comerciar ilegalmente en la América española, los portugueses se asentaban en ella, con un
permiso tácito, ya que no oficial. Algunos adquirieron tierras. Otros consiguieron cargos. Otros, se
asentaron en ciudades y puertos, adquiriendo entre otras cosas el monopolio de la lana de vicuña, y otros se
convirtieron en pequeños terratenientes. Esta invasión portuguesa de las Indias españolas fue uno de los
beneficios más importantes que consiguió Portugal de la unión de las dos Coronas.

Pero no podía dejar de producirse una reacción, y aproximadamente a partir de 1630 los españoles
comenzaron a oponerse a la invasión de su imperio. Un gran número de los portugueses que realizaban
actividades comerciales en la América española, eran cristianos nuevos y, por tanto, sospechosos de ser
judaizantes y contrabandistas. A partir de 1634, la Inquisición de Lima intensificó las acciones contra
ellos y llevó a cabo numerosas confiscaciones de sus propiedades. Los portugueses tenían ahora un
resentimiento adicional. En el mismo momento en que dirigían su mirada al imperio español, los españoles
reafirmaban su exclusivismo tradicional en las Indias.
Cuando, a principios de 1641, llegaron a la América española las noticias de la rebelión de Portugal los
oficiales coloniales ya estaban predispuestos a hacer caer sobre los inmigrantes el peso de la
discriminación fiscal, la confiscación de sus propiedades y, en algunos casos, la expulsión.

En 1640, los portugueses tenían razones, que eran de peso para ellos, si no para los españoles, para rechazar
la unión con España. Y también se les presentó la oportunidad. Las pérdidas de barcos que España había
sufrido en la batalla de las Dunas (Octubre de 1639) y en Pernambuco (Enero, 1640) habían debilitado
las defensas de España en el Atlántico y la habían privado de un arma contra Portugal. Es el momento en
que Cataluña absorbió los restos de las reservas militares españolas.

Richelieu ya había prometido a los portugueses la ayuda de Francia si estallaba una rebelión y, al
mismo tiempo, esperaban que los holandeses reducirían la presión que ejercían sobre sus territorios
coloniales si declaraban su independencia de España. Pero, además, los portugueses tenían otra baza que
jugar: Don Juan, séptimo duque de Braganza, quien podía alegar derechos dinásticos al trono portugués
y era un símbolo de la unidad nacional. Cuando Olivares intentó alejar a la nobleza del país, Don Juan y
sus seguidores no tuvieron más remedio que comprometerse. Así lo hicieron el 1-12-1640, cuando el
duque de Braganza fue proclamado rey en Lisboa con el nombre de Juan IV de Portugal (Juan IV el
Afortunado, actuó como rey de Portugal desde que la junta nobiliaria de Lisboa de 1640 le ofreciera el trono.
Aliado con los enemigos de los Habsburgo españoles, logró derrotarles en la batalla de Montijo en 1644.
Desde 1649 a 1654, combatió eficazmente a los holandeses en las costas de Brasil, recuperando sus
territorios americanos. Realizó una buena administración, logrando resituar a Portugal como país respetado
dentro de Europa). La independencia fue recibida con entusiasmo por la masa de la población. Los
jesuitas portugueses intervinieron de modo importante, y posiblemente influyeron decisivamente para
que Brasil se adhiriese a la causa de la independencia desde 1641.

138
En tanto en cuanto el frente catalán absorbiera las energías de España en la península, no había
posibilidad alguna de recuperar Portugal. Por tanto, España tuvo que situarse, por el momento, a la
defensiva contra los portugueses. Tampoco los portugueses podían librar una guerra ofensiva contra
España. Se veían obligados a dar prioridad a la defensa de Brasil. Los holandeses concluyeron con
Portugal una tregua de 10 años en Junio de 1641, pero en Agosto, ocuparon Luanda, centro del tráfico
de esclavos de Angola, amenazando con privar a Brasil de la mano de obra necesaria para las
plantaciones.

Los portugueses, en 1648, reconquistaron Luanda y en 1654 recuperaron Recife y expulsaron a los
holandeses de Brasil. Ahora disponían de recursos con que atacar a España, libres de la amenaza
holandesa.

Con la muerte de Juan IV (6-11-1656) y la regencia de su viuda, Doña Luisa de Guzmán, adoptaron una
actitud más beligerante, aunque sólo fuera para demostrar a Francia que podían ser unos aliados valiosos y
para disuadirla de que firmara una paz por separado con España.

En tanto las fuerzas navales españolas estaban totalmente ocupadas en la guerra contra la Inglaterra de
Cromwell, los portugueses invadieron España en 1657, amenazando seriamente Badajoz.

En Enero de 1659, fueron las fuerzas españolas las que invadieron Portugal, pero el ejército español
sufrió una terrible derrota en Elvas. Francia abandonó a Portugal en la paz de los Pirineos de 1659 y
apenas le compensó de algún modo permitiendo el envío de voluntarios al mando del conde Schomberg.
Fue la alianza inglesa de 1661 la que permitió a Portugal superar el aislamiento diplomático, y desde
ese momento pudo contar con apoyo naval y la ayuda de un contingente militar ingleses.

Para España, la guerra fue una sucesión de derrotas sin cuento. Felipe IV tuvo que recurrir a los tercios
alemanes e italianos, que, pese a estar comandados por don Juan de Austria, el vencedor de Cataluña,
fueron derrotados por Schomberg en la batalla de Ameixial en Junio de 1663. A duras penas fue posible
organizar un nuevo ejército al mando del marqués de Caracena, que también fue derrotado, en esta
ocasión en Villaviciosa (Vila Viçosa en portugués), el 17-6-1665. (La batalla estuvo cerca de ser ganada
por el marqués de Caracena, por su perfecta penetración en el territorio portugués, que hubiera podido
dejar aislado todo el sector alentejano, al ser nudo de comunicaciones entre Borba, Alandroal y Terena, con
lo que, de haber sobrepasado la posición, la situación portuguesa hubiera sido muy comprometida. Pero su
empeño en tomar la ciudad de Vila Viçosa, donde se encontraba (aún se encuentra) uno de los palacios de la
familia Braganza, dio al traste con las posibilidades, pues los portugueses fueron capaces de diezmar la
artillería española, volviendo el resultado a su favor).

Felipe IV se aferraba obstinadamente a la convicción de que los portugueses eran simplemente, súbditos
rebeldes, a los que en consecuencia, había que aplastar. El gobierno que le sucedió no tenía ni la voluntad ni
los recursos suficientes para proseguir la guerra, y el 13-2-1668 la viuda de Felipe IV, la regente Mariana
de Austria, reconoció la independencia de Portugal.

RECUPERACIÓN DE CATALUÑA. EL FRENTE PORTUGUÉS.

CATALUÑA.- Con las manos libres, después del Tratado de Münster y del de Westfalia, el gobierno
español inició la recuperación de Cataluña. Lentamente, los débiles ejércitos españoles fueron penetrando
en el Principado. Mazarino, preocupado por la Fronda, no pudo enviar ayuda en 1651. Las posiciones
francesas se derrumban. En 1651 el ejército del marqués de Mortara, con base en Lérida, se unen a las
fuerzas del ejército de Tarragona, al mando del hijo bastardo de Felipe IV, D. Juan José de Austria, y
marchan unidos hacia Barcelona.

Finalmente, en octubre de 1652 Barcelona se rindió. Se firmó el Acta de Manresa (1652). Tres meses
después, Felipe IV concedía una amnistía general y prometía observar todas las leyes y fueros del
139
Principado, tal como existían en la época de su ascenso al trono. Tras 12 años de separación (1640-1652),
Cataluña volvía a formar parte de España.

PORTUGAL.- Terminada la guerra con Francia (Paz de los Pirineos, 1659), Felipe IV podía esperar, por
fin, realizar su ambición de recuperar Portugal para la corona española. Pero la guerra portuguesa no iba a
acarrear al rey más que nuevas decepciones en el ocaso de su reinado. Con grandes esfuerzos, sobre todo
financieros (nueva bancarrota en 1653), pudo reunir 3 ejércitos, pero fueron derrotados. Una vez más
cometió un error de cálculo, porque los portugueses no tardaron en superar su aislamiento, estableciendo
una alianza con Inglaterra que les permitió defender con éxito su independencia. La guerra con Portugal
asestó el golpe definitivo a las tambaleantes finanzas de la Corona. La campaña tuvo un coste de unos 5
millones de ducados al año. Entre 1660 y 1665, en el paroxismo final de la fiscalidad, el gobierno utilizó
todos los expedientes aberrantes que conocía la administración de los Austrias.

Un ejército español mandado por don. Juan José de Austria, después de algunos éxitos iniciales, fue
vencido en Ameixial (1663) por el general francés Schömberg. Una nueva y definitiva derrota en
Villaviciosa o Montesclaros (1665) amargó los últimos días de Felipe IV pues falleció el 17-9-1665. El
gobierno que le sucedió no tenía la voluntad ni los recursos suficientes para proseguir la guerra; y el 13-2
1668 la viuda de Felipe IV, Mariana de Austria, regente de su hijo, el futuro Carlos II, reconoció la
independencia de Portugal en el Tratado de Lisboa.

Felipe IV murió el 17 de septiembre de 1665. Los últimos meses de su vida fueron un período de aguda
melancolía. Tampoco sus súbditos tenían muchos motivos para la alegría. El futuro político parecía poco
prometedor, porque si Felipe IV no dejó un problema sucesorio, sí dejó un problema en su sucesor, su hijo
Carlos, un hijo que había engendrado cuando ya era anciano y que estaba destinado a ser el más
degenerado de todos los Austrias españoles. Los españoles buscarían en vano una nueva dirección para
sus asuntos. También las perspectivas económicas eran sumamente difíciles. España había estado en
guerra durante más de medio siglo, la población había sido sometida a la carga de los impuestos y del
reclutamiento por encima de lo que podía soportar y había sido diezmada por las enfermedades
epidémicas. Al mismo tiempo, la aportación de las colonias, de importancia vital para España, había
disminuido enormemente. Los ingentes gastos de la guerra no habían producido unos resultados acordes
con tan extenuante esfuerzo. Pero aún quedaban aspectos positivos. El imperio colonial español estaba
todavía intacto, al menos territorialmente, y el poder militar de España, aunque fuertemente erosionado,
no se había eclipsado por completo. Habían sido necesarios los esfuerzos combinados de Francia e
Inglaterra para obligarle a sentarse a la mesa de negociaciones en 1659, lo cual no habrían podido
conseguirlo ninguna de las dos potencias por separado. Pero en realidad, los esfuerzos de España en el
norte y el centro de Europa no habían rendido fruto alguno. La alianza Habsburgo estaba periclitada y
las comunicaciones imperiales habían sido dislocadas. Si España conservaba el sur de los Países Bajos no
era tanto por su presencia militar como porque las otras potencias no llegaban a un acuerdo para ofrecer una
soberanía alternativa.

Las naciones pueden recuperarse de las consecuencias de la guerra y reconstruir su trayectoria. Pero la
postración de España era tan prolongada que parece indicar la existencia de una enfermedad mucho más
profunda. La guerra y la fiscalidad no sirvieron sino para añadir una carga adicional a una sociedad que
ya soportaba el lastre de los privilegios y a una economía debilitada ya por una serie de defectos
estructurales.

PERFIL DE FELIPE IV.

Felipe III murió prematuramente (el 31-3-1621), dejando el gobierno de España y de su imperio a su
hijo, un joven de 16 años, que aún no había sido introducido en los asuntos de Estado, dominado por
Gaspar de Guzmán, conde de Olivares. Su precipitada subida al trono fue suficiente para inducirle a
buscar desesperadamente la mano rectora de un poderoso ministro: Olivares.

140
Cuando hacia 1630, había conseguido cierta madurez y experiencia, y estaba en situación de cuestionar las
decisiones tomadas en su nombre, era demasiado tarde para afirmar su independencia, pues bajo la
presión de las guerras exteriores y las crisis interiores, la política española se había comprometido en la
consecución de determinados objetivos, que ya no era posible modificar.

La historiografía moderna ha intentado rescatar a Felipe IV de la deshonra que se abate sobre los
últimos Austrias. Los contemporáneos consideraban que superaba a su padre, si no por su apariencia -
tenía la exagerada mandíbula y el labio inferior característicos de los Austrias-, al menos por sus virtudes
intelectuales y políticas. Tras la inacción y la corrupción en el reinado anterior, el nuevo monarca fue
saludado como un reformador. El propio Felipe, afirmaba que el oficio de rey, se veía obligado a
aprenderlo asistiendo secretamente a las sesiones de los Consejos, y “examinando todos los informes sobre
todos los asuntos que conciernen a mis reinos”. Es cierto que anotaba de su propia mano, sus comentarios
y decretos, a veces extensos. Desde este punto de vista era un monarca consciente, nada indolente y no
menos informado que sus ministros. Pero sus esfuerzos por intervenir fueron esporádicos y poco
convincentes, meros indicios de un remordimiento periódico. Felipe IV tenía demasiado de cortesano
como para reproducir los hábitos de trabajo de Felipe II. Pero al menos la suya era una corte cultivada.
Su mecenazgo de la literatura, el teatro y las bellas artes dio un impulso incuestionable a la cultura barroca
de España. Las artes se convirtieron en un escaparate de los valores y ambiciones de la monarquía. Más
aún le interesaban los deportes al aire libre, y las corridas de toros. Aun así su pasión por los caballos se
vio superada por su pasión por las mujeres, lo bastante fuerte como para deteriorar su vida familiar con su
primera esposa Isabel de Borbón. Tuvo dificultades para tener un heredero, pero fue padre de cinco o seis
bastardos.

Se ha dicho que Felipe IV delegó el poder en Olivares, porque creía que Olivares era el hombre más
adecuado para esa tarea. Pues bien; no puede considerarse al rey como una simple marioneta. Entre él
y Olivares hubo desacuerdos y enfrentamientos abiertos por cuestiones de política.

Conforme fue creciendo en experiencia exigió una función militar para él, cambios en política exterior y
una revisión de los nombramientos. Pero, generalmente, su voluntad no era lo bastante fuerte como para
prevalecer, y se evadía de los deberes públicos. Buscó en Olivares, hombre capaz y de gran energía, el
contrapeso para su indecisión y su falta de criterio.

Además, su libertad de acción era limitada, pues la alta nobleza castellana, no hubiera tolerado que el
poder supremo fuese ejercido por alguien no perteneciente a sus filas. Olivares era el único miembro de la
clase dirigente que Felipe IV conocía lo suficiente como para poder confiar en él. No obstante es preciso
considerar el hecho de que Felipe IV hizo algo más que delegar el poder: renunció a su control. Decía
Quevedo que entregar el poder político a un valido, suponía enajenar la soberanía. Es preciso también,
considerar una cierta testarudez (En ningún momento se le ocurrió preguntarse si la perpetuación de la
presencia española en los Países Bajos o en Portugal, reportaba algún beneficio para sus súbditos. El único
criterio que le guiaba, eran sus derechos legales, y así, se obstinó en continuar la guerra por los derechos de
los Habsburgo. El 1648 renunció a su conflicto con Holanda, para concentrarse en el conflicto de Francia.
En 1654, se granjeó un nuevo enemigo: Inglaterra. En 1658 puso fin a la guerra que ocupaba a los españoles
durante los últimos 40 años, para poder castigar a los portugueses, que pronto se aliaron a Inglaterra, con lo
que la guerra por la causa portuguesa, puso fin a las exhaustas arcas de la Corona) por parte del rey.

ASCENSO DE OLIVARES Y SU PROYECTO DE REFORMAS.

a) Perfil y ascenso del conde-duque de Olivares

Gaspar de Guzmán y Pimentel, nacido en Roma el 6 de Enero de 1587, fue hijo de Enrique de
Guzmán, embajador y virrey bajo Felipe II. Los Guzmán era familia ambiciosa de una rama menor de
una célebre dinastía nobiliaria encabezada por el duque de Medina Sidonia. Procedían de Andalucía,
donde tenían propiedades en la región de Sevilla, que rendían ingresos por 60.000 ducados al año.

141
Después de una carrera socialmente, si no académicamente, productiva en la Universidad de Salamanca,
heredó el título y las propiedades de su padre en 1607 y desde entonces dedicó su energía y su patrimonio
a introducirse en la fuente del poder, la corte de Felipe III. En 1615 consiguió ser nombrado para formar
parte de la casa del príncipe Felipe (más tarde IV), quien muy pronto llegaría a confiar en él para todos
los detalles de su vida y, a medida que monopolizó al heredero al trono, le adoctrinó contra Lerma y
luego, contra los restos de la facción de Lerma. Éstos fueron dispersados en 1621 cuando Felipe IV sucedió
a su padre, y Olivares sucedió a Uceda. Consiguió entonces todos los cargos y honores que deseaba y, en
1625 fue nombrado duque de Sanlúcar la Mayor, pasando a ser universalmente conocido como el conde-
duque. Pero lo que ansiaba era el poder político.

Al principio, Olivares actuó con prudencia inclinándose ante la mayor experiencia de su tío, Baltasar de
Zúñiga. El nuevo monarca, durante un breve período, manifestó cierto rechazo a gobernar por medio de
un valido, pero gradualmente, y con discreción, Olivares comenzó a intervenir en asuntos de gobierno.
En Agosto de 1622 era ya miembro de una Junta formada por todos los presidentes de los Consejos y cuya
función era aconsejar al rey sobre los temas políticos más importantes. Con la muerte de Zúñiga, ocurrida
el 7-10-1622, el rey entregó el poder de forma oficial, y con exclusividad, a Olivares, expresando con
toda claridad que era el único que gozaba de su absoluta confianza.

Sus deficiencias estaban a la vista de todos: ambición desmedida, obstinación, impaciencia con los
necios y con sus oponentes. Pero también sus cualidades eran destacadas: Gran visión política. Capaz de
mostrar una gran magnanimidad. Trabajaba sin descanso al servicio del rey. Vivía dentro del alcázar
real, y atendía los más mínimos deseos de su señor, además de ocuparse de todos los asuntos de gobierno,
concediendo audiencias, escribiendo memorandos y entrevistándose con el rey. Olivares poseía acusado
instinto para el gobierno absoluto y la capacidad para ejercerlo. Si había un aspecto del gobierno que no
comprendía, como las finanzas, se apresuró a dominarlo. En cierto sentido su energía y su impaciencia eran
sus defectos, pues intentaba alcanzar con prisa objetivos que exigían un proceso más elaborado. Su designio
de una España más grande era demasiado ambicioso para el período de recesión en que vivía, y carecía
de talento para la maniobra y el compromiso político.

A Olivares le interesaba más el gobierno que el patronazgo. Felipe IV le otorgó poderes casi exclusivos
en materia de patronazgo, que utilizó para recompensar a sus amigos y castigar a sus enemigos. Pero no le
gustaba e intentó librarse de esa responsabilidad. Después descubrió que repartir mercedes era
fundamental en el proceso de gobierno.

El núcleo central de la administración de Olivares lo formaban sus clientes inmediatos ligados a él por
lazos de parentesco, amistad, dependencia y contactos andaluces. En la corte pululaban miembros de su
familia. La base de su poder rebasaba los límites de la corte para introducirse en sectores clave de la
administración, unidos por la estructura piramidal del clientelismo.

Al parecer, Olivares deseaba conseguir una colaboración de trabajo y una división del mismo entre él y
el monarca. Pero eso dependía de que el rey trabajara mucho más intensamente de lo que lo había hecho
hasta entonces. Pretendía educar a Felipe IV en el arte del gobierno, para hacer de él el gobernante que
correspondía a una gran monarquía. Por esa razón, nunca intentó reducir al rey a la condición de simple
figura decorativa. Olivares prefería el poder al prestigio. Se veía como un primer ministro, cargo que el
gobierno español necesitaba pero no poseía. Por tanto, Olivares tuvo que conseguir una serie de cargos
distintos para afianzar su posición y darle forma jurídica. Aunque no le faltaban deseos de adquirir riquezas,
no era tan codicioso como Lerma.

Un título por el que sentía especial predilección era el de Canciller Mayor y Registrador de las Indias,
que le concedió el rey el 27-7-1623. Este cargo estaba en desuso y fue restituido para que Olivares pudiera
introducirse en una institución imperial, el Consejo de Indias, y compartir su jurisdicción sobre el imperio
ultramarino de España. En el otro fiel de la balanza, Olivares oficializó su influencia en el gobierno local de

142
Castilla mediante los cargos de procurador en Cortes y regidor de las ciudades en ellas representadas.
Estos cargos le permitían intervenir no sólo en las Cortes, sino también en los asuntos internos de las
ciudades que las formaban. Naturalmente, su cargo más importante era el de consejero de Estado. En
1622 fue designado miembro del Consejo, que no tardó en dominar (la amplitud de ese dominio, se aprecia
en el hecho de que normalmente no asistía a las sesiones, aunque cuando lo hacía, sus intervenciones
eran extensas y decisivas. Controlaba la convocatoria, el orden del día, dando a conocer sus puntos de vista
por adelantado, (lo que era equivalente a dirigir las decisiones del Consejo) y si, pese a todo, tales decisiones
no obtenían su aprobación las revisaba, devolviéndolas a continuación al Consejo).

Olivares, al tiempo que neutralizó personalmente al Consejo de Estado, sustituyó a los presidentes de
los otros Consejos por «gobernadores» con poderes más limitados. Le interesaba particularmente el
Consejo de Hacienda, cuyo cometido era encontrar los recursos que permitieran al conde-duque llevar
adelante su política.

b) Las reformas

Si el patronazgo permitía el funcionamiento del sistema, era la burocracia la que proporcionaba la


continuidad institucional.

Olivares formó su propio equipo de secretarios, encabezado por su leal servidor y estrecho colaborador
Antonio Carnero. El poder de los secretarios aumentó a medida que disminuyó el de los Consejos. La
Secretaría de Estado fue dividida en tres secretarías, una para Italia, otra para el Norte y otra para
España. Ésta se asignó a Jerónimo de Villanueva, que pasó a ser el nexo fundamental de unión entre el
rey el valido.

El sistema de Juntas (Las Juntas fueron pequeños comités, surgidos para resolver las cuestiones más
urgentes que se plantearan en los Consejos, sin necesidad de convocar a todos sus miembros. La
proliferación se debió al frecuente deseo de los validos, de no someter a los Consejos determinados
asuntos. Por su tipología, unas eran meramente consultivas como la Junta de Competencias, para resolver
los conflictos jurisdiccionales entre diversos Consejos, la Junta de Alivios, para aligerar el gravamen fiscal
de los súbditos, la Junta de Medios, para analizar en tiempos de crisis los problemas de la Hacienda Pública,
con propuestas para resolver los problemas, o la Junta de Comercio creada tras la muerte de Felipe IV.

Otras Juntas tenían carácter ejecutivo, como la Junta de Fraudes, la Junta de Contrabando, la Junta de
armadas, especializada en asuntos navales, la Junta de presidios, encargada de las guarniciones fronterizas.
La especialización, tenía mucho que ver con los recursos que la Junta tuviese que administrar o disponer.
Así, por ejemplo las Junta de Media Annata, la Junta de Papel Sellado, o la Junta de Donativos, se
crearon para manejar ingresos extraordinarios que escapaban al Consejo de Hacienda.), enraizado
firmemente con Felipe III, proliferó con Felipe IV (No comienza tampoco en época de Felipe III, ya que su
padre, había instituido Juntas que le asesorasen de modo inmediato y permanente. Tampoco el reinado de
Felipe IV cierra el proceso. Muchas fueron creadas tras su fallecimiento. En ese sentido, conviene tener
presente que la Junta de Aposento, creada para el traslado de la Corte, se constituyó en 1561, (época de
Felipe II); la Junta de Comercio y Moneda, en 1679, (época de Carlos II); la Junta local de Granada, cuyo
objetivo era el fomento de la industria sedera, nació en 1684, (Carlos II); o la creada en 1814, Junta General
de Comercio, Moneda y Minas, época de Fernando VII). Se considera como un mecanismo que permitía a
Olivares ignorar a los Consejos y hacer recaer la administración en manos de sus hombres. No fue él
quien inventó el sistema, que no era más que la expresión de la costumbre de los administradores que tienen
que trabajar por medio de comisiones, de crear subcomisiones para aspectos de mayor especialización.
Dicho lo anterior, hay que añadir que ese sistema, que entrelazaba los asuntos de la política interior con la
exterior, es el característico de Olivares. Su auténtico “programa” de reformas. Esa burocracia, le permitía
soslayar los Consejos, poco ágiles, y con frecuencia, escasamente imaginativos.

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La Junta, al igual que el Consejo, elaboraba su orden del día de acuerdo con los temas que planteaban el
monarca u Olivares, y también dirigía sus consultas al monarca, aunque fuera en realidad Olivares quien
decidiera el curso a seguir.

Los miembros de las Juntas, se reclutaban de entre los personajes públicos de entre un conjunto muy
restringido y, obviamente, de adictos al conde-duque. Frecuentemente es difícil distinguir entre alguna
Junta y algún Consejo. Tal es el caso de la Junta de Estado, organismo que trataba de los mismos asuntos
que el Consejo de Estado. Tal vez la diferencia radique en que se pretendía que la Junta emitiese una
segunda opinión en las cuestiones en que, a juicio de Olivares, no se había dado el suficiente debate en el
seno del Consejo.

Olivares, en posesión de los principales instrumentos del poder, seguro ya del apoyo del rey, marcó la
dirección y controló el impulso de la política española durante los 20 años siguientes.
Los procesos de reforma presentan los siguientes hitos

 El 8-4-1621 se creó la Junta de Reformación, en la que se articulan ambiciosas medidas contra la


corrupción imperante en los últimos tiempos.

 El 11-8-1622 se convocó la Junta Grande de Reformación con todos los presidentes de los
Consejos y personajes relevantes, cuyo fin principal era impulsar un programa económico de carácter
mercantilista. Dicho programa se dirigía hacia 3 grandes objetivos:

1.- se buscaba una reforma moral y de austeridad, con disposiciones que iban desde la supresión de los
burdeles (los que no fuesen imprescindibles, según consta en la pragmática por la que se creó la Junta
Grande de Reformación), hasta leyes suntuarias para combatir el lujo en los vestidos, las joyas, los
carruajes o el excesivo número de criados de las casas nobiliarias. Sin embargo, este espíritu de reforma
moral y de costumbres duró bien poco. La intempestiva llegada, en marzo de 1623, del heredero de
Inglaterra, el príncipe Carlos, que pretendía desposarse con la infanta María, dio lugar a festejos y regalos
que superaron con mucho el coste del millón de ducados.

2.- reforma de carácter fiscal. Esencialmente, pretendía la abolición del odiado impuesto de los «millones»
(se conocía con el nombre popular de “los millones” el conjunto de arbitrios municipales, dirigidos y
organizados por las ciudades para atender las necesidades fiscales de la Corona. En principio gravaban los
artículos de primera necesidad; vino, aceites, carnes y vinagre, y se conocía como “servicio de los millones”
porque era en millones de ducados como se pagaba. El impuesto lo abonaba el vendedor, repercutiéndolo
sobre el comprador por medio de las “sisadas” en un 12’5%. Olivares empleó todos los medios, incluida la
intimidación, para obtener el voto favorable en Cortes, de este servicio. El resultado del recargo de los
precios, dio lugar al fraude, y el incremento de los gastos de recaudación. Los eclesiásticos por sus
privilegios, y nobles por eso mismo, y por su influencia en el gobierno municipal, tributaron poco, e incluso
se lucraron con el fraude, y la obtención de cargos superiores para la administración del impuesto) y su
sustitución por un repartimiento (Procedimiento tributario consistente en la asignación de un cupo a
satisfacer por cada unidad territorial, renunciando así el Estado a la recaudación directa, debido a su
incapacidad estructural para realizarla), vigente por un sexenio, para mantener un ejército de 30.000
hombres, cuyo montante suponía unos 2.160.000 ducados anuales.

3.- estímulo directo a la prosperidad de la agricultura, del comercio y de la industria. Entre sus logros
estuvo la creación en Sevilla, en 1624, del Almirantazgo del Norte, cuya misión era asegurar el comercio
entre España y los Países Bajos católicos y dirigir la guerra económica contra los holandeses. Entre los
proyectos frustrados, estuvo la fundación de una red de “erarios” o “montes de piedad” que darían
préstamos consignativos y acogerían ahorros a interés, para evitar tanto el endeudamiento externo con los
asentistas (los asentistas son particulares que, en ciertas condiciones realizaban un préstamo a la Real
Hacienda, del que se resarcían con el cobro de un interés), como los censos (Contrato mediante el cual,
se devuelve un préstamo con un cierto interés anual, asegurando el pago con bienes raíces. Se
144
distinguen el Censo enfitéutico, a largo plazo o de por vida e incluso por varias generaciones, y el Censo al
quitar, a corto plazo. El interés, en Castilla, durante el siglo XVII, se encontraba en torno al 5 – 15 %. Se
asemeja, por tanto, a una hipoteca. Por estos pagos, en la práctica, y contra lo que en teoría se perseguía,
muchos labradores se vieron en la ruina, perdidas sus tierras, por el imposible cumplimiento de los
contratos) que tenían que tomar los particulares necesitados de financiación. Los erarios se nutrirían
obligando a que todos entregaran un 5% de su riqueza a lo largo de 5 años, y recibirían a cambio unos
intereses del 5%. El dinero recaudado, se prestaría al 7%, favoreciendo con ello el crédito de agricultores y
artesanos. Además, los erarios deberían situarse en las oficinas encargadas de los encabezamientos de
alcabalas y tercias, aprovechando la infraestructura existente.

Pero Olivares no deseaba plantear su reformismo oficial a través de las Cortes (Conviene conocer el
funcionamiento de las Cortes de Castilla, las de Aragón y las de Cataluña, para entender el proceso algo
retorcido, pero imprescindible, por el que se buscan por la Corona (por Olivares), los fondos, y los efectivos
con que llevar a cabo su política exterior, que es pieza de su política interior, y viceversa. Por ello, incluiré
un capítulo de aclaraciones, fuera de los temas). El procedimiento escogido fue el de enviar sus propuestas
separadamente a cada una de las ciudades que tenían derecho a estar representadas. Olivares
pretendía recabar simplemente el beneplácito y el apoyo de las ciudades castellanas a sus planes, pues su
gestión quedaría en manos de la citada Junta de Reformación, de los Consejos y de su propia persona.
Por el contrario, dentro de los representantes de las ciudades existía un significativo sector que quería una
intervención conjunta de miembros de la administración y procuradores en Cortes. Esta oposición entre rey
y reino desmoronó buena parte del diseño reformista, pues Olivares nunca consiguió abolir los
“millones” -existían temores de que la desaparición de los millones acabaría con los rendimientos de
los juros (La necesidad creciente de dinero por la Corona, para financiar las campañas militares, la llevó a
emitir y vender títulos, pagaderos con unos intereses anuales. El pago se garantizaba al cobro de los
“millones”, lo que por otro lado perpetuó el impuesto, a fin de garantizar permanentemente los títulos. Estos
títulos reciben el nombre de juros al quitar o simplemente juros. Podían ser negociados y eran amortizables.
Son pues, la primera versión de la Deuda Pública, y aunque el interés fue decreciente (del 14 al 3%) y
muchas veces jamás se amortizaron, la figura del “jurista” (persona que negociaba con los juros), estuvo
siempre presente en el panorama financiero español). - ni crear los “erarios” -por la desconfianza que había
de dejar dinero en manos de la Hacienda real.

Por ello Olivares decidió aplicar, manu militari, 23 de los “capítulos de reformación”, las medidas
emanadas de la Junta Grande de Reformación, por pragmática de 10-2-1623.

Tras la apertura de la nueva convocatoria de Cortes castellanas en Abril de 1623, los procuradores no
aprueban ni la contribución para los 30.000 soldados, ni los erarios. Tras sucesivas negociaciones,
presiones y forcejeos, el 19-10-1624 los procuradores aprobaron finalmente un servicio de 12 millones de
ducados a pagar en 6 años, sobre los que se emitirían juros con un interés del 5%, además de autorizar la
venta de la jurisdicción sobre 20.000 vasallos. La ratificación de las ciudades, el 30-6-1625, llevaba
aparejada la supresión de cargos municipales incluida en la pragmática de Febrero de 1623, así como la
imposibilidad de crear los erarios con los inexistentes recursos de la Hacienda real. La reforma de Castilla
había llegado a un callejón sin salida. Los millones no habían sido abolidos, los defectos del sistema
fiscal habían aumentado, el régimen señorial era fortalecido.

LA “UNIÓN DE ARMAS”. LAS CORTES DE BARBASTRO, MONZÓN Y BARCELONA (1626).

Castilla no podía afrontar por sí sola la defensa de los intereses españoles en Europa y en Ultramar,
máxime al encontrarse despoblada y empobrecida, y en coincidencia cronológica con un rápido
deterioro de las fuentes de riqueza que aún poseía. El comercio transatlántico entró en una fase de crisis
aguda en los años 1629 – 1631, que presagiaba el hundimiento de diez años después. En consecuencia, a
causa de las necesidades fiscales y militares el gobierno central se dirigió a las provincias no castellanas
para intentar obtener recursos.

145
Tanto los economistas como los ministros dejaban oír su voz en favor de una distribución más equitativa
de la fiscalidad en los años iniciales del decenio de 1620, en que esas exigencias se hicieron más
apremiantes. Puntos de vista similares se expresaban desde hacía mucho tiempo en las Cortes de Castilla. El
decreto real de 28-10-1622, derivado de los principios de la “Junta Grande de Reformación”, dirigido a
las ciudades representadas en Cortes examinaba la posibilidad de sustituir los millones por un subsidio
garantizado para mantener una fuerza de 30.000 hombres, y de hacer extensivo el sistema a otras
provincias.

Es cierto que las posesiones italianas, contribuían a la defensa imperial de Italia. Los Países Bajos,
contribuían menos, pero se hallaban en primera línea de una guerra casi permanente. Navarra, Aragón
y Valencia sólo aportaban algunas sumas de forma ocasional, y Portugal y Cataluña se negaron a
contribuir a los gastos generales de defensa, como si no fuera de su incumbencia lo que ocurriera más allá
de sus fronteras.

Pero la estructura constitucional del imperio español y la diversidad jurídica que existía en su seno
impedían al gobierno central imponer contribuciones a los dominios periféricos, y suscitaban la
cuestión de la prerrogativa real frente a los privilegios regionales.

Ante este problema, Olivares tomó las ideas de uniformidad fiscal que se escuchaban desde hacía algún
tiempo y las incorporó a una teoría del imperio. A continuación, pasó el resto de su vida política intentando
hacer realidad la teoría.

El objetivo de Olivares era racionalizar la maquinaria imperial para convertirla en un instrumento eficaz
de defensa, unificando todos los recursos para utilizarlos donde y cuando fueran necesarios. Para ello era
imprescindible unificar el imperio. El obstáculo eran las diferentes constituciones de las partes
componentes. El requisito para eliminar tal obstáculo era la existencia de un cuerpo legal uniforme, lo que
quería decir el cuerpo legal castellano. A cambio de los sacrificios constitucionales que tendrían que
realizar las provincias, obtendrían los frutos del imperio: cargos y oportunidades. Estas ideas hacían de
Olivares el defensor esforzado no de Castilla, sino de una España nueva y unificada donde derechos y
deberes fueran compartidos por igual.

Olivares expuso estas ideas en una instrucción secreta fechada el 25-12-1624, que presentó a Felipe IV al
comienzo de 1625 («Tenga Vuestra Majestad por el negocio más importante de su monarquía, el hacerse
rey de España. No se contente con ser rey de Portugal, de Aragón, de Valencia, Conde de Barcelona, sino
que trabaje y piense por reducir estos reinos de que se compone España, al estilo y leyes de Castilla sin
ninguna diferencia, pues si Vuestra Majestad lo alcanza, será el Príncipe más poderoso del mundo»).

Para conseguir la unificación, según Olivares, uno de los procedimientos era poner en práctica la política
de atraer a los no castellanos ofreciéndoles favores, cargos, títulos y esposas en Castilla. Este era el
método mejor, pero más lento.

También podía el rey negociar con las diferentes provincias, pero tendría que hacerlo desde una posición
de fuerza.

Quedaba un «tercer camino». El rey podía ir personalmente a la provincia en cuestión y provocar una
rebelión, lo cual le daría pretexto para recurrir al ejército, a fin de que restableciera la ley y el orden, y
así tendría la oportunidad de reorganizar la provincia de conformidad con las leyes de Castilla y actuando
como en territorio conquistado. Este método, aunque menos justificado que los otros, sería el más eficaz.

Olivares prefería los 2 primeros procedimientos de atracción y negociación, e incluyó el “tercer


camino” para que el rey tuviera una visión completa de las opciones. No existen datos que indiquen que
146
intentase seguir esa vía. Son estos, sentimientos que suponen un concepto del imperio que trascendía el
particularismo, ya fuera el de Castilla o el de los demás reinos (si bien es cierto que en el curso de los años
que siguieron al memorial de 25 de Diciembre de 1624, Olivares no aplicó las ideas de apertura del acceso a
cargos a los no castellanos, más que esporádicamente. La causa podría estar en la dificultad de contrapesar
la reforma, que incluía el acceso a los cargos, con hechos y signos de cooperación, que, lejos de presentarse,
se dieron en sentido contrario). Refuerzan el sentido unificador que poseía Olivares, múltiples escritos
oficiales, cartas y discursos en ese sentido (de un discurso de Olivares en un Consejo de Estado de 1632, se
entresacan las siguientes palabras: “En decir españoles, se entiende que no hay diferencia de ésta a aquella
nación de las que se comprenden en los límites de España. Y lo mismo que de los catalanes, se entiende
cuanto a los portugueses”).

El memorial de 1624 quedó como un plan a largo plazo, que debía ponerse en práctica de forma
gradual. Por lo que respecta a la defensa inmediata del imperio y para remediar la situación de Castilla,
Olivares tenía otro plan: Era la llamada Unión de Armas, que explicó al Consejo de Estado en un
discurso en Diciembre de 1625. El objetivo de ese proyecto era conseguir un ejército de reservistas de
140.000 hombres, reclutado y sufragado por las diversas provincias en porcentajes distintos, ejército que se
utilizaría donde y cuando se produjera una situación de urgencia. Cada uno aportaría según sus recursos,
y recibiría según sus necesidades. Los principios que animaban el proyecto eran sumamente razonables
y podrían ser un paso hacia la unificación política15. Pero el plan chocaba con los derechos autónomos
de las regiones. Privilegios arcaicos, anacrónicos en un Estado del S. XVII, pero que no podían ser
ignorados (conviene disponer de información respecto al funcionamiento de las Cortes de Castilla y de los
reinos de la Corona de Aragón. Esta información básica se expone en un capítulo de aclaraciones, fuera de
los temas). Se planteaba, pues, una batalla jurídica constitucional entre el gobierno central, encarnado en el
conde-duque, y los gobiernos de las provincias.

Las regiones levantinas se prepararon para la batalla, movilizando sus reservas legales y afilando sus
armas constitucionales. Su primera línea de defensa eran las Cortes. En Enero de 1626, Felipe IV inauguró
las Cortes de Aragón en Barbastro, Cortes que pese a los esfuerzos de Olivares mostraron una decidida
oposición, y no habían hecho aún oferta alguna a la Unión de Armas cuando en Marzo el rey se trasladó a
Monzón, donde había convocado las Cortes de Valencia. También los valencianos se mostraron obstinados.
Entonces, Olivares rebajó sus peticiones, decretando la voluntariedad del servicio militar pero insistiendo
todavía en la entrega del dinero necesario para pagar a los hombres. Después de una serie de largos y
ásperos debates, las Cortes de Valencia acordaron, finalmente, votar un subsidio que fue aceptado por el
rey, suficiente para mantener a 1.000 soldados de infantería durante 15 años. Los aragoneses
aceptaron unas condiciones similares.

Más difícil iba a ser convencer a los catalanes, que ya habían tenido un enfrentamiento con Felipe IV,
debido a su negativa a aceptar un virrey nombrado por el gobierno central, antes de que el monarca
hubiera visitado Cataluña, y jurado observar sus leyes.

Cuando el 28-3-1626, el rey inauguró en Barcelona las primeras Cortes en 27 años, los catalanes no
mostraban mayor disposición a cooperar. Las Cortes catalanas, que tenían poderes legislativos, hicieron
uso de todos los procedimientos de que disponían. Aunque Olivares sólo deseaba que se votara rápidamente
el subsidio, aceptó el orden de los procedimientos. Sin embargo, el 18 de Abril la paciencia real estaba
agotándose y se hizo llegar a las Cortes un mensaje urgente de Felipe IV, que apelaba a la grandeza de su
nación (“Hijos: una y mil veces os digo y os repito, que no sólo no quiero quitaros vuestros fueros, sino
añadiros otros muchos. (...) Advertid que os propongo el resucitar la gloria de vuestra nación y el nombre
que tantos años ha estado en olvido y que tanto fue el terror y la opinión de Europa....”).

Pero las Cortes no se dejaron impresionar, sino que centraron su atención en el precio a pagar por ello:
16.000 hombres. Esto, afirmaron, desbordaba la capacidad de Cataluña y era una violación de sus
constituciones. Sucesivamente cada ciudad exigió concesiones fiscales y administrativas. Ningún monarca
podía aceptarlas si deseaba conservar su soberanía. Lo más que Olivares estaba dispuesto a conceder, era

147
olvidar la petición de infantes pagados, aceptando en cambio un subsidio mucho menor, asegurado por
quince años. Pero para las Cortes, esa era propuesta igualmente inaceptable.

Las estimaciones de Olivares se apoyaban en unos datos estadísticos defectuosos. Suponía que la
población era muy superior a la real, por lo que verdaderamente sus peticiones eran exageradas.

Las instituciones catalanas estaban mejor preparadas para resistir que el gobierno. Olivares intentó facilitar
la tarea, ofreciendo cancelar las cantidades atrasadas en concepto de los quintos (el tributo conocido por
los quintos, consistía en el pago de un 20% sobre todas las concesiones de la Corona, que reportaran
ingresos al beneficiario, incluyéndose todos los conceptos, tanto en territorio europeo como en ultramar) a
todas las ciudades que votaran el subsidio solicitado y no plantear nuevas exigencias al respecto hasta las
próximas Cortes. Pero la situación no cambió en absoluto (ni podía cambiar. La población que estimaba
Olivares, correspondía a unos 600.000 habitantes más de los verdaderamente existentes (un error del
150%), pero no es la única causa de la imposibilidad de Cataluña para atender las peticiones del conde-
duque. A pesar de que Cataluña se encontraba en mejor situación económica que Valencia y Aragón, las
recaudaciones de los últimos 20 años, se habían agotado, simplemente a causa de malversación. No 16.000
infantes como se les pedía. No hubieran podido sufragar ni el 5 %).

A su regreso a Castilla, sin embargo, Olivares declaró inaugurada la Unión de Armas, como si fuera un
hecho consumado y Castilla fuera a ser aliviada de sus cargas. Pero era un acto propagandístico y nadie se
dejó engañar. Castilla y sus posesiones continuaron soportando el mayor peso de los gastos de defensa.

Cataluña siguió resistiéndose, convirtiéndose, en su mismo aislamiento, en un problema político y fiscal,


que Olivares se había comprometido a resolver. Comenzó por ello a incrementar la presión sobre el
principado, reforzando así el cada vez mayor resentimiento existente en Cataluña y el creciente
sentimiento anticatalán que experimentaba la clase dirigente castellana, y ello en un momento, 1629-1632,
en que la depresión comercial y la peste redujeron aún más su capacidad fiscal.

Intentó acabar con la independencia del Consejo de Aragón, al que consideraba demasiado vinculado a
los intereses regionales. En Febrero de 1628, el rey sustituyó el cargo de vicecanciller, reservado hasta
entonces a los naturales de la provincia levantina, por el de presidente, a la manera de los restantes
Consejos, y nombró para ello a un amigo íntimo: el marqués de Montesclaros. El duque de Medina de
las Torres, cuñado de Olivares, pasó a ser el tesorero general, y la figura clave fue Jerónimo de
Villanueva (Villanueva, como se ha dicho, era para Olivares lo que Olivares para el rey. Era aragonés,
y por tanto aceptable fácilmente por el Consejo, burócrata de rancio abolengo. Empezó a controlar el
Consejo de Aragón desde 1626, y, a través del de Aragón, los del resto de la las provincias levantinas. Fue
designado secretario del Consejo de Estado, miembro del Consejo de Guerra, miembro de todas las Juntas.
Mano derecha de Olivares en los asuntos de la Corona de Aragón, además de haberle servido en otras
muchas materias).

Entretanto, Cataluña, con Barcelona a la cabeza, se negaba obstinadamente a cooperar. Olivares decidió
entonces recurrir de nuevo a las Cortes catalanas, aunque se desconoce qué es lo que esperaba conseguir. Sin
embargo, en su segundo llamamiento a Cataluña, Olivares estaba decidido a dar a las Cortes aún más tiempo
para tomar una decisión. El lugar del rey en Barcelona fue ocupado por su hermano, el cardenal-infante
Fernando, que actuaría simultáneamente como presidente de las Cortes y virrey de Cataluña. Los
resultados no fueron alentadores. Las deliberaciones de las Cortes fueron interrumpidas, mientras la ciudad
de Barcelona proseguía un conflicto interminable sobre sus derechos. Hay algunos datos que permiten
suponer que los miembros de la corrupta Diputación, pretendían interrumpir las relaciones entre Corona y
Cortes, para impedir una investigación. En Agosto de 1632 se cursaron instrucciones, para que los oficiales
representantes de la Corona en Barcelona aceptasen las propuestas de las Cortes con el fin de concluirlas.

A finales de Octubre de 1632, Cataluña permanecía todavía al margen de la Unión de Armas y seguía
siendo el principal obstáculo para el proyecto de Olivares de alcanzar la uniformidad fiscal.
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DIFERENCIAS ENTRE SECRETARIO Y VALIDO.

Hay una notable diferencia entre secretario y valido. El secretario era un burócrata con estudios que
actuaba entre nexo de unión entre los Consejos y el rey. Normalmente tenía un grado importante de
confianza con el rey pero se limitaba a transmitirle las consultas de los Consejos y la decisión era del rey. La
profesionalización del cargo era tan importante que, en muchos casos, miembros de la misma familia
llegaban al cargo de secretario. Sus atribuciones fueron variando con el tiempo y su extracción social era
más bien baja.

Sin embargo los validos, surgidos en el reinado de Felipe III, eran personajes de la alta nobleza que
tenían una conexión de amistad muy especial con el rey, en muchos casos habían sido sus preceptores
durante su niñez y adolescencia. Estos validos asumían el poder como un alter ego del monarca, hasta el
punto de que firmaban documentos en su nombre, hacían y deshacían a su antojo y tenían secretarios,
los llamados de "despacho" a su disposición para canalizar todas las gestiones. Como se puede ver eran
cargos muy diferentes.

“EL ESFUERZO EXTERIOR”.

Durante la primera mitad del reinado de Felipe IV tuvo lugar una profunda crisis bélica, en la cual la
Casa de Austria perdió la hegemonía europea que había detentado desde los días de Carlos V.

En primer lugar se desarrolló la guerra de los Treinta Años (1618-1648), Conviene recordar someramente
el complejo proceso conocido como Guerra de los Treinta Años, calificada como Primera Guerra Europea,
(aunque esta calificación la han merecido diversas guerras a lo largo de la Historia). Realmente, es la última
fase de una guerra de religión que duró ciento veinte años, relacionada con el éxito de la Contrarreforma.
Corresponde a la contraofensiva católica, y a la resistencia de la Europa protestante. Aunque tuvo orígenes
religiosos, se mezclan otros muchos motivos; políticos, sociales, económicos,....
Para España, se trata de lo que podríamos denominar “Gran Guerra del Norte”, desde 1568, cuando se
alzan los Países Bajos, a 1658; estrictamente, “guerra de los noventa años”. Con incesante lucha no sólo en
aquellas partes, sino por toda la Tierra desde las Indias Orientales hasta África, el Caribe, o el
Mediterráneo.
Esta imagen nos ayuda a situar la posición hispana en unas coordenadas más comprensibles, hasta el punto
de preguntarnos si no respondió más a la voluntad de supervivencia política y económica que a los dictados
de una proyección hegemónica» (Palabras de don José Alcalá-Zamora, catedrático de Historia Moderna de
la Universidad .Complutense, en su conferencia “La derrota de España” 1975).

En segundo lugar se reanudó la lucha entre la monarquía hispánica y la república de Holanda.

En tercer lugar, la hostilidad entre Francia y España terminó arrastrando a ambas monarquías dentro del
litigio general europeo e incluso lo sobrepasó.

En cuarto lugar la Inglaterra de Cromwell derramó el vaso colmándolo con una última gota.

ESPAÑA Y LA GUERRA DE LOS TREINTA AÑOS. OBJETIVOS DE LAS POTENCIAS


EUROPEAS.

En los orígenes de la guerra de los Treinta años, se entrecruzan muy distintas causas, presididas, al menos
en su apariencia, por los motivos de religión. Pero las causas de orden político, son importantísimas. La
situación en el Imperio, era especialmente delicada. Además de los problemas internos, confluían los
intereses del resto de Europa: Guerra entre los Países Bajos y España, rivalidad entre ésta y Francia,
guerra por la independencia de Portugal, inestabilidad de la frontera oriental en el Danubio, el problema

149
báltico, con conflictos recurrentes.... De ahí que el conflicto abierto en 1618, pase de guerra imperial a
guerra europea, que no concluirá hasta 1660.

 España, pretende la continuidad de su poderío hegemónico, con un fondo de defensa a ultranza


del catolicismo de la Contrarreforma, frente al protestantismo. Pero es muy cierto que para su
continuidad política, precisa la continuidad territorial, que la opondrá a Francia en múltiples
ocasiones.

En 1621, al expirar la Tregua de los Doce Años y reanudarse la guerra entre España y las Provincias
Unidas, la Corte de Madrid se ve impulsada a intervenir en el conflicto alemán para mantener la ruta
terrestre a los Países Bajos. Hay que considerar, además, la ambición de Olivares de dominar política y
económicamente a Europa por la muy católica Casa de Austria. Dada la posición geográfica del ducado de
Milán, será éste, escenario para frecuentes enfrentamientos con Francia.

 A su vez, Francia, busca alcanzar sus “fronteras naturales”; el Rhin, y los Pirineos, fronteras
de la antigua Galia, y por tal causa luchó por romper la línea Milán-Flandes, que habían trazado
los Habsburgo, y que Richelieu, creía asfixiaban Francia. Tanto a él como a Luis XIII, ambos
sinceros católicos, se les planteaba un problema de conciencia: ¿debían permitir el triunfo de los
Habsburgo, que en definitiva era el triunfo del catolicismo, o apoyar a los protestantes para abatir
el poderío de la casa de Austria? La razón política primó sobre la religiosa.

Pero el primer ministro francés, se sabía sin fuerza suficiente para enfrentarse a España y al Imperio,
por lo que su política estuvo basada en el apoyo a los enemigos de sus enemigos, hasta que, en la
denominada Fase Francesa de la guerra de los Treinta años, Francia se encuentra lo suficientemente
fuerte, y declara la guerra a España.

 Los soberanos de Dinamarca y luego de Suecia, intervienen desde el exterior en una guerra que se
hace más europea; reyes protestantes que defienden a los luteranos alemanes, pero reyes que se
sienten involucrados en el conflicto, a causa de los intentos de los españoles de estrangular el
comercio holandés, que era el principal suministrador de sus Cortes.

La participación de España hay que situarla en primer lugar en que era una potencia «imperial» en
Europa, pues poseía dominios fuera de su metrópoli, en Italia y en los Países Bajos. En segundo lugar,
tenía que preservar las comunicaciones con esas posesiones, y para ello, necesitaba invadir esferas de
intereses e influencias celosamente guardados por otras potencias. Existía la convicción en Europa de que
España actuaba movida por un catolicismo agresivo. Pero esa convicción era completamente errónea.

La España del siglo XVII había heredado determinadas posesiones en Europa. La mayor parte no estaban
preparadas para la independencia. Pero ese no era el caso de las Provincias Unidas, a las que España
consideraba como rebeldes pero que, realmente eran un Estado soberano. Pero los holandeses pretendían
subvertir la posición española en las provincias del sur de los Países Bajos y, además, libraban una
guerra abierta en las posesiones ultramarinas de los reinos asociados de la península Ibérica.

En los Países Bajos estaba en juego la defensa del imperio. Para impedir el aislamiento de aquellos,
España se vio impulsada a intervenir en Alemania, a la ruptura con Inglaterra, a entrar en conflicto
en el norte de Italia y, finalmente, a la guerra con Francia. En los albores del siglo XVII, España perdió
el control del corredor militar terrestre de tan vital importancia para el ejército de Flandes. La
recuperación de Francia a partir de 1595 y su reanudación de una política exterior antiespañola determinó
que en 1631 Francia dominara ya las cabezas de puente hacia Italia y Alemania y que España hubiera
perdido las vías de paso tradicionales de sus ejércitos.

España no podía permanecer impasible. No sólo envió subsidios al emperador, sino también un cuerpo
selecto de tropas españolas que participaron en la batalla de la Montaña Blanca (Esta batalla tuvo lugar el
150
8 de Noviembre de 1620. Se la conoce como batalla de Wiessemberg por los historiadores alemanes,
siendo ésta una colina situada en las cercanías de la ciudad de Praga. La batalla, se ganó por las tropas
españolas enviadas en apoyo del emperador Fernando II, que combatieron en su bando bajo el mando de
Jean t´ Sércales, futuro conde de Tilly, derrotando al ejército del protestante Federico V de Bohemia,
elector del Palatinado. La derrota supuso el final de la independencia de Bohemia, el reconocimiento
forzoso de la casa de Habsburgo como soberano imperial, y el fin de las libertades religiosas) en
Noviembre de 1620.

España centraba su esfuerzo en objetivos más próximos. En 1619, un ejército español avanzó desde
Normandía para defender Alsacia y el camino español, para los Habsburgo. En Julio de 1620, tropas
españolas al mando del duque de Feria, ocuparon el valle alpino de la Valtelina, paso que unía los
territorios de los Habsburgo españoles y austríacos, e igualmente importantes para las tropas españolas en
su trayecto desde Milán a los Países Bajos.

En Septiembre, Ambrosio Spínola, avanzó rápidamente por el oeste de Alemania, atravesó el Rhin y
ocupó el Bajo Palatinado. El objetivo principal de esta operación era salvaguardar la comunicación de
los Países Bajos con las posiciones aliadas en Alemania y las españolas en el norte de Italia, asegurando el
control del paso del Rhin.

La presencia española en el Bajo Palatinado, no fue bien vista por los príncipes alemanes, pero para
España, era un territorio de gran importancia estratégica ya que la tregua con Holanda, expiraba en Abril
de 1621 y los españoles estaban decididos a permanecer allí.

En las primeras fases de la guerra alemana, el Consejo de Estado manifestó que España tenía
demasiados pocos aliados en Europa como para permitir la destrucción de los Habsburgo, y que tenía un
especial interés en apoyar la causa imperial. Por tanto, entre 1618 y 1640, a pesar de las pavorosas
dificultades financieras, España destinó fondos sustanciales a la guerra en Alemania.

La razón fundamental de la presencia española en Alemania hay que buscarla en los Países Bajos,
porque España deseaba que la frontera política de los Habsburgo y la frontera religiosa del catolicismo
se mantuvieran más allá de los Países Bajos. Había que renovar la tregua de Amberes, pues con los
recursos existentes era imposible salir victorioso de un enfrentamiento bélico. Esta era la política
propugnada entre otros, por Spínola.

Pero Olivares pasó por alto sus puntos de vista y la reanudación de la guerra contra Holanda en 1621,
constituyó un golpe demoledor para la economía española. También en las Provincias Unidas había un
partido favorable a la guerra, formado por calvinistas y comerciantes de Ámsterdam.

Durante los años de tregua no habían perdido el tiempo y la ofensiva holandesa contra posiciones
portuguesas en los trópicos continuó con la misma fuerza. Si tuvieron menos éxito en el imperio español,
se debió a las defensas españolas.

La reanudación de la guerra en los Países Bajos en 1621 no fue una decisión tomada de antemano. Los
responsables políticos españoles debatieron todas las opciones posibles, incluso convertirla en una paz
permanente, pero no hubo una reacción holandesa que hiciera concebir esperanza de éxito. Lógicamente, la
ofensiva colonial holandesa pesó decisivamente en la decisión española de reanudar la guerra.

LAS DUNAS Y ROCROI.

La política de Richelieu, en el problema general de Alemania choca con la de Olivares. Pese a sus
convicciones religiosas, tanto auxilió a Dinamarca, como incitó a Gustavo Adolfo II de Suecia a
intervenir. Pero siempre tropezó con España. El éxito del Cardenal-infante en Nördlingen (1634) y la
subsiguiente paz de Praga (1635) amenazaban con derrumbar sus sueños y proyectos.

151
Entonces Richelieu cambió de estrategia constituyendo una alianza, en que participaron los enemigos del
emperador alemán y del rey Felipe IV. En 1635 firmó un pacto con Holanda y más tarde con el canciller
Oxenstierna (Axel Gustavsson Oxenstierna (1583-1654), fue nombrado Canciller de Suecia en 1612 por
el rey Gustavo Adolfo II, y como tal negoció los acuerdos de paz con Dinamarca (1613), Rusia (1617) y
Polonia (1623). Gobernador general de Prusia en 1626. Tras la muerte del rey, se convirtió en el político
más importante de la historia de Suecia. Legado plenipotenciario en Alemania, con poderes absolutos en
1633. Regente durante la minoría de edad de la reina Cristina, su poder fue casi absoluto. A esa época
corresponde el tratado de Compiègne. Pero, sin embargo, terminada la regencia, sus disputas con la reina
le llevaron a perder su privilegiada posición), con poderes para intervenir por Suecia, en nombre de la
reina Cristina; (tratado de Compiègne de 28 de Abril de 1635).

Tras esto, aceptó en la alianza a una serie de líderes protestantes, entre ellos, y con su ejército, a Bernardo
de Sajonia-Weimar, que será un instrumento poderoso en Alemania. Así, toda Europa es arrastrada en
un torbellino:

 Suecia contra Alemania y Dinamarca para asegurarse el dominio del Báltico;


 Holanda contra España para lograr el reconocimiento de su independencia;
 el voivoda de Transilvania para oponerse contra el dominio de los Habsburgo en Hungría;
 Francia para vencer a España y al Imperio.
 Todo ello constituye la resolución de las diferencias políticas entre Francia, España y el Imperio
alemán.

Declarada la guerra oficialmente el 19 de Mayo de 1635, los primeros éxitos consiguen desquiciar las
rutas de enlace de España con los imperiales. En un principio, sin embargo, las operaciones fueron muy
negativas para las armas de Luis XIII. Pero en 1638, en un insólito atrevimiento, cruzaron la frontera
peninsular, y pusieron cerco a Fuenterrabía, y aunque el episodio fue muy desfavorable para Francia,
representó una seria advertencia.

En 1637, España renunció al paso de la Valtelina y entregó el valle al dominio de los grisones (Tratado
de Milán); en el mismo año Breda fue recuperada por Holanda y en 1638 Bernardo de Sajonia-Weimar
hizo capitular la plaza de Breisach, llave de la ruta del Rhin, mientras las tropas francesas se asentaban
en Alsacia.

Lamentablemente, el hundimiento del comercio americano desde 1638, impidió a las fuerzas españolas en
los Países Bajos, seguir contando con los tesoros de las Indias, y los recursos que ello implicaba. En 1639, el
almirante holandés Tromp derrotó en el Canal de la Mancha a una flota española en la segunda batalla
de las Dunas, y Arrás caía en poder francés. Así, desde el Mar del Norte al Milanesado, la barrera
hispánica se desmoronaba. Pero más grave para España fueron los movimientos disgregadores internos,
sobre todo en Cataluña y Portugal (crisis de 1640-1641) que Richelieu supo explotar a fondo. Mazarino,
sucesor de Richelieu como primer ministro francés, recogió los frutos de la política anterior.

El 19 de Mayo de 1643 tuvo lugar la batalla más trascendente para España. Luis II de Borbón, duque
de Enghien (luego príncipe de Condé), aniquiló a los tercios españoles en Rocroi (desde el inicio de la
primavera de 1643, Francisco de Melo, al frente del ejército español en Flandes, inició una campaña en el
norte de Francia, atacando varias plazas y, partiendo de Lille, se dirigió a la fortaleza de Rocroi, a la que
puso sitio el 12 de Mayo. Inmediatamente el duque de Enghien, movilizó su ejército para socorrer Rocroi,
alcanzando la posición el día 16, y cruzó el desfiladero (no defendido por el ejército español), el día 18. El
19 tuvo lugar la batalla, muy bien conducida por el duque de Enghien, que supo aprovechar mejor su
caballería que la española, arrollando la formación mixta, compuesta por italianos, valores,
borgoñones y españoles. Sólo éstos permanecieron firmes soportando el ataque de todos los efectivos
franceses durante todo el día y la noche, hasta el punto de que el tercio de Zamora, último en rendirse lo hizo
en la mañana del día siguiente. Aunque la victoria francesa fue total, se vio obscurecida por la llegada de los
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refuerzos hispano-imperiales a las órdenes del barón Beck, que permitió la reorganización de un mermado
ejército, ya de escaso valor táctico). Allí desapareció la fama de la infantería española, juzgada por
invencible desde principios del S. XVI, y, asimismo, se extinguía el espíritu de ofensiva de España en
Europa. Rocroi se ha ganado una reputación legendaria como la mayor derrota sufrida por la
incomparable infantería española y con frecuencia se considera que marca el final del poderío militar
español.

Pero una batalla, no podía suponer el fin de una guerra. No obstante sí es cierto que, tras Rocroi, el
poder militar español quedó ensombrecido definitivamente, aunque España aún habrá de seguir
luchando durante mucho tiempo. Su esfuerzo militar en los Países Bajos no cedió y aunque sufrió nuevos
reveses, entre ellos la pérdida de Dunkerque, consiguió mantener su posición en las provincias del sur.
En ultramar, los holandeses seguían siendo incapaces de vulnerar las defensas coloniales españolas y su
expedición a Chile en 1642 se saldó con un clamoroso fracaso.

EL FINAL DE LA GUERRA DE LOS TREINTA AÑOS.

A la reducción de la potencialidad hispana, sigue un nuevo auge de Suecia, que logró éxitos en el mediodía
alemán (1642), y destruyen la oposición danesa en el Báltico. El ejército de Cristian IV de Dinamarca fue
totalmente destruido en la Escania sueca y Jutlandia. La Suecia de Cristina señoreaba ahora en el Báltico y
tiene las manos libres en Alemania. La acción de franceses y suecos triunfa en Alemania. Turena logró
apoderarse de Worms y de Maguncia, y el jefe sueco Torstenson, librado del enemigo danés, destruye las
fuerzas imperiales en Jankowitz (1645). Este éxito le abre las puertas de Bohemia y Austria. En 1646 las
fuerzas francesas y suecas unen sus fuerzas y obligan al duque de Baviera a firmar un armisticio en Ulm
(1647), armisticio pronto violado por el elector de Baviera, unido de nuevo a la causa del emperador, el
ejército austro-bávaro sufre una derrota en 1648 en Züsmarshausen. Desde ahora la causa imperial en
Alemania está perdida, ya que al caer el baluarte bávaro, Viena y Praga quedan expuestas al ataque
franco-sueco.

A la vez España perdía ante las tropas franco-holandesas las importantes plazas de Gravelinas y
Dunkerque. La conspiración de Aragón en 1647 para elevar al duque de Híjar, y la sublevación de
Sicilia y Palermo junto con el movimiento secesionista en Nápoles, dejaron la postura internacional de
Felipe IV muy dañada. Ya en julio de 1644, Felipe IV publicó un decreto en el que comunicaba a sus
ministros que la falta de recursos le inducía a buscar la paz lo antes posible en todos los frentes. Pero los
enemigos de España conocían su debilidad y supieron explotarla. Especialmente, Francia era un difícil
enemigo cuya peligrosidad aumentaría aún más si, como parecía posible, firmaba la paz con el emperador
y concentraba sus ataques sobre España. Por ello, España anticipó la paz de Westfalia, que puso fin a
la guerra de los Treinta Años, firmando una paz por separado con los holandeses en 1648.

MÜNSTER Y WESTFALIA: NUEVO EQUILIBRIO INTERNACIONAL.

En enero de 1648, el gobierno español ya había llegado a un acuerdo con los holandeses sobre las
condiciones generales para un tratado de paz, que constituyeron la base del tratado de Münster del 24-10-
1648. En virtud de sus cláusulas, España reconoció a las Provincias Unidas como un Estado soberano e
independiente, no consiguió la apertura del Escalda ni la tolerancia oficial para los católicos, dos de sus
objetivos más importantes para la firma de la paz, y reconoció explícitamente el derecho de los holandeses a
conquistar todo el territorio colonial portugués que reclamaban. España conservaba el Sur de los Países
Bajos y apartaba a los holandeses de la alianza con Francia.

Ahora el ejército español pudo intentar una última acción contra Francia para contrarrestar los éxitos
franco-suecos en Alemania. La tentativa del archiduque Leopoldo, virrey de los Paises Bajos, fracasó
en Lens (20-8-1648). Para el Imperio, privado del auxilio de Baviera y España, sólo quedaba un recurso:
capitular.

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Desde 1635, el Papado, Venecia y Dinamarca habían hecho sugestiones de paz entre los contrincantes,
hasta que el cansancio por la prolongada lucha invitó a buscar la solución jurídica a las cuestiones que se
debatían por las armas. En 1641 se acordó en Hamburgo, entre el Imperio, Francia y Suecia proceder a unas
negociaciones, pero hasta 1643 no se congregan todas las plenipotenciarias en las ciudades westfalianas de
Osnabrück y Münster, y hasta 1645 no dan comienzo los trabajos con cierta probabilidad de eficacia, pues
cuestiones de detalles o de títulos fueron utilizadas para demorar las negociaciones a compás de los éxitos
militares o de los reveses.

El Tratado de Westfalia firmado simultáneamente en Münster y Osnabrück el 24-10-1648, es el primer


intento de coordinación internacional de la Europa moderna. Sus prescripciones fueron tan esenciales
que la política europea se movió dentro de su órbita hasta la Revolución Francesa. Cierto que existieron
alteraciones territoriales, como las determinadas por la paz de Utrecht, pero en conjunto, Westfalia da la
luz a la Europa del Antiguo Régimen. Y aún más, el espíritu de Westfalia preside hasta nuestros días,
porque los diplomáticos del S. XVIII fundaron el reajuste europeo en una serie de principios que marcaron
las relaciones internacionales ulteriores. En lugar de una comunidad armónica de naciones, presidida
por el Papado y el Imperio, Westfalia basó la estructura de Europa en una serie de estados nacionales
laicos, relacionados por vínculos políticos y económicos.

Westfalia sustituyó la autoridad del emperador por la independencia efectiva de los electores,
príncipes y ciudades del Imperio. Trescientos cincuenta estados se erigen dentro del marco del anterior
Reich, los cuales, como independientes pueden concertar alianzas entre sí y con el extranjero. Por otro lado,
el reconocimiento oficial de la independencia de Holanda y Suiza reduce los límites del antiguo
Imperio, además, la posesión en manos de Francia y Suecia de territorios imperiales permitía la
intervención de potencias extranjeras en el seno de la misma Dieta. Así, hasta los acuerdos de Postdam
de 1945, la paz de Westfalia fue la más dura humillación sufrida por Alemania en la Historia.

Francia recibe el reconocimiento jurídico de su soberanía sobre los obispados de Toul, Metz y Verdún,
la posesión del Pinerolo y las 2 cabezas de puente en el Rhin (Breisach y Philisburgo). Además se le
reconocía su soberanía en el landgraviato de la Alta y Baja Alsacia, y la “prefectura provincial” de la
Decápolis, 10 ciudades imperiales alsacianas. De esta manera Francia se expande al Rhin.

Suecia recibe a título de feudo imperial la Pomerania occidental, los obispados de Brema y Verden, es
decir, los estuarios del Weser, del Elba y del Oder pasan a ser dominados por Suecia, con lo que esta
potencia consolidó su dominio en el Báltico, al mismo tiempo se le permitía como miembro de la Dieta, la
posibilidad de intervenir en los asuntos interiores de Alemania.

Disposiciones de la Paz de Westfalia.

Se conocen como Paz de Westfalia los tratados firmados en 1648 por el emperador germánico Fernando III
de Habsburgo con Francia (y sus aliados católicos) en Münster y con Suecia (y sus aliados protestantes) en
Osnabrück, que pusieron fin a la Guerra de los Treinta Años que había tenido lugar en el interior del
Imperio entre 1618 y 1648 (en principio por motivos confesionales, pero que se convirtió en una pugna
acerca de la constitución imperial y el sistema europeo de Estados).

Los acuerdos de Westfalia suponen la aparición de un nuevo sistema para la resolución de los conflictos
internacionales, a través de conferencias entre las distintas potencias basándose en los principios de
soberanía, igualdad y equilibrio entre los estados. Las principales disposiciones fueron:
 Confirmación de la Paz de Augsburgo (1555), reconociendo formalmente a los calvinistas como
reformadores. La autoridad mostrará tolerancia frente a los cambios de confesión de sus súbditos (no
respetado en los territorios patrimoniales de los Habsburgo).
 Se mantenía el derecho del príncipe a cambiar de confesión religiosa (ius reformandi), pero ello no
implicaba la imposición forzosa de la nueva religión a sus súbditos.

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 El Edicto de Restitución y la Paz de Praga quedaron sin efecto, (Se restaura en sus dominios a
aquellos príncipes excluidos durante la Paz de Praga) y la Reserva Eclesiástica se aplicó sobre las
tierras de señoríos eclesiásticos católicos y protestantes.
 Varios artículos del tratado de Münster aspiraban a restablecer el libre comercio en el Sacro Imperio.
 A los estados alemanes (unos 350), se les dio el derecho de ejercer su propia política exterior, pero
no podían emprender guerras contra el emperador del Sacro Imperio Romano. El imperio, como
totalidad, todavía podía emprender guerras y firmar tratados.
 Los Príncipes Electores, ahora son 8 (5 católicos, 3 protestantes).
 Los Palatinados fueron divididos en Bajo Palatinado y Alto Palatinado lo que significaba la división
entre protestantes y católicos.
 Independencia de la República de las Provincias Unidas (Holanda) y la Confederación Helvética
(Suiza).
 Como potencias vencedoras, Francia y Suecia exigían una serie de compensaciones económicas y
territoriales, así como un papel más activo en los asuntos del Sacro Imperio, al que ahora pertenecían
como miembros de pleno derecho.

Los edictos acordados durante la firma del Tratado de Westfalia fueron instrumentos para sentar los
fundamentos de lo que todavía hoy son consideradas como las ideas centrales de la nación-estado soberana.

LA PÉRDIDA DE DUNQUERQUE Y LA PAZ DE LOS PIRINEOS.

El reconocimiento de la independencia holandesa dejó las manos libres a España para intentar aislar a
Francia en un momento en que ese país se veía debilitado, además, por la inestabilidad interna. En último
extremo, España no pudo explotar el movimiento de la Fronda que había estallado en contra de Mazarino.
Pero al menos recuperó Dunkerque e inició también la recuperación de Cataluña. Si España hubiera
podido financiar, en ese momento, una gran operación bélica, probablemente habría conseguido una paz
favorable, antes de que Francia se recuperara de la inestabilidad política y de los problemas en que se
había visto sumida su agricultura y antes de que firmara una alianza con Inglaterra.

Aunque España no contaba con los medios necesarios para llevar a cabo una gran ofensiva, todavía era
capaz de defenderse y el hecho de que consiguiera neutralizar a Francia desdice el supuesto declive de su
poderío militar. Sin embargo, en ese momento la balanza se había decantado en contra de España como
consecuencia de la entrada en guerra de Inglaterra. El gobierno español tenía motivos para esperar un
resultado más favorable de su política hacia los ingleses, inspirada en el pragmatismo y no en la ideología.
En el decenio de 1640, Felipe IV practicó una política de estricta neutralidad con respecto a la guerra
civil inglesa y prestó escaso apoyo a la causa de los Estuardo. No tardó en reconocer a la nueva república
y se mostró dispuesto a conseguir su alianza, o al menos su neutralidad, casi a cualquier precio. Pero el
precio que había puesto Cromwell era demasiado elevado, pues pretendía conseguir una declara explícita
de tolerancia religiosa con respecto a los ingleses residentes en España y la posibilidad de que los
comerciantes ingleses participaran directamente en el comercio colonial español. Eran peticiones
gratuitas, ya que el problema religioso se había contemplado en anteriores tratados y los ingleses
participaban indirectamente en el comercio con las Indias españolas a través de la actividad
reexportadora que se realizaba desde Sevilla.

Esas exigencias eran tan provocativas que presumiblemente habían sido planteadas para que fueran
rechazadas. Como si pretendiera dejar claro que eso era así, Cromwell endureció aún más su postura,
incluyendo entre sus peticiones la cesión de Calais y Dunkerque.

Parece que ya en abril de 1654 Cromwell había decidido entrar en guerra con España. Desde agosto
planeaba una expedición de pillaje y en diciembre, sin que mediara declaración de guerra, dio vía libre a esa
operación. La operación estuvo mal planeada y mal ejecutada; sus comandantes no pudieron superar las
defensas españolas en La Española, que era el objetivo principal, y tuvieron que contentarse con la captura

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de Jamaica. Entretanto, otro escuadrón inglés patrullaba por aguas de Cádiz, a la espera de interceptar
las flotas cargadas de plata.

Felipe IV no daba crédito a esas noticias. En junio de 1655 no prestó atención a las advertencias del
duque de Medina, que afirmó que había que tomar medidas defensivas: «No se puede creer que ingleses
ayan de romper la fe pública y la paz que ay entre ésta y aquella Corona, y así no hay que hacer
prevención ninguna, sino enviar a lebante los quatro baxeles y patache y dar prisa al despacho de la
flota». El monarca español estaba decidido incluso a pasar por alto -al menos por el momento- la conquista
de Jamaica si eso podía facilitar la paz con Inglaterra. Pero Cromwell no deseaba la paz.

Fue la última desgracia para España. Felipe IV se vio obligado a librar con Inglaterra una guerra que
no deseaba. En septiembre de 1655 decretó la confiscación de las propiedades inglesas en España y en
diciembre se decidió utilizar en la defensa naval los beneficios conseguidos con la venta de esos bienes. Era
esta una necesidad urgente, pues las comunicaciones marítimas de España eran vulnerables al poderío naval
inglés. En septiembre de 1656, una avanzadilla del escuadrón de Blake interceptó la flota que
regresaba de Tierra Firme casi cuando se hallaba a la vista de Cádiz, capturó a la capitana y a un buque
mercante. Fue posible dar aviso a la flota de Nueva España, que se refugió en Sta. Cruz de Tenerife.
Pero allí, el 30-4-1657, también fue atacada por Blake, que la destruyó casi por completo, perdiéndose los
tesoros que transportaba. Así pues, durante 2 años no llegó a España flota alguna y, al mismo tiempo, el
comercio exterior estaba paralizado a consecuencia del bloqueo de la península y del control del Canal de la
Mancha por las fuerzas enemigas. Sin embargo, en 1656 se presentó una buena oportunidad para firmar
la paz con Francia. Cataluña había sido recuperada y los franceses prometieron no prestar ayuda a
Portugal. Pero en contra de las recomendaciones de sus ministros, Felipe IV se negó a negociar. España
fue duramente castigada por su falta de cordura. En junio de 1658, una fuerza conjunta anglofrancesa
derrotó estrepitosamente a los españoles en la batalla de las Dunas y ocupó Dunkerque. Los Países Bajos
españoles se hallaron ahora gravemente amenazados, y en la península los portugueses se sumaron al
castigo contra España con su victoria en Elvas.

Dado que el país se tambaleaba bajo esos golpes sucesivos, los ministros de Felipe IV le instaron a que
pusiera fin a esa agonía. Las últimas campañas, incluso en la península, se llevaron a cabo con tropas
reclutadas en Italia y con mercenarios irlandeses y alemanes. La falta de dinero para pagar esos
ejércitos era razón suficiente para firmar la paz. Mazarino deseaba encontrar una solución y el gobierno
inglés, que se resistía a seguir ayudando a Francia, tampoco se negaba a buscarla. Pero aun en ese
momento, Felipe IV se resistía a negociar y si Francia no hubiera modificado sus exigencias habría
seguido luchando. Don Juan de Austria en los Países Bajos, los diversos consejos en Madrid, Haro, el
primado de España, todos dieron el mismo consejo al monarca. En cuanto a sus súbditos, desde la
aristocracia hasta el más pobre de los campesinos, hacía ya mucho tiempo que habían dejado de pensar que
la guerra defendiera en modo alguno sus intereses y habían perdido por completo su vocación militar.

Finalmente, se dejó convencer, movido no por los sentimientos de su pueblo ni por la terrible penuria
económica, sino por otra ilusión, que la paz con Francia e Inglaterra le permitiría aislar y reducir a los
portugueses. Con esas intenciones acordó un armisticio en mayo de 1659 y el 7 de noviembre se firmó la
paz de los Pirineos. El tratado estipulaba el matrimonio de la hija de Felipe IV, Mª Teresa (quien
renunciaba a todo derecho a la corona española mediante el pago de una dote), con el rey de Francia, Luis
XIV. España cedía a Francia algunos territorios de los Países Bajos (Gravelinas, Landrecies,…) y, lo
que era más importante, la Cerdaña y el Rosellón en Cataluña. Otras concesiones territoriales, entre ellas
la de Artois, señalaron el final del control español sobre la ruta imperial que iba desde Milán a los
Países Bajos.

Sin embargo, el tratado no fue un desastre para España por lo que respecta a las cláusulas territoriales.
Su principal defecto era que había sido firmado con varios años de retraso. La experiencia no enseñó
lección alguna a Felipe IV. Es cierto que tras la caída de Olivares hizo un esfuerzo decidido para

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gobernar personalmente y devolver la confianza a sus escépticos súbditos, no sólo llevando a sus ejércitos
a Aragón, sino participando directamente en el gobierno.

Aunque afirmaba amar a sus súbditos y deseaba aliviar sus penurias, se veía por encima de todo como
representante de la dinastía de los Habsburgo, cuyas posesiones tenía que preservar. Esas posesiones
eran para él una propiedad vinculada a perpetuidad y no estaba dispuesto a afrontar la responsabilidad
de enajenar o perder una parte de su sagrada herencia. En ningún momento se le ocurrió preguntarse si la
perpetuación de la presencia española en los Países Bajos o en Portugal reportaba beneficio alguno a sus
súbditos españoles. El único criterio que guiaba su actuación eran sus derechos legales. Esto explica que
subordinara casi por completo la política interna a la política exterior y, asimismo, que se obstinara en
continuar la guerra en defensa de las posesiones de los Habsburgo. En 1648 renunció, no sin renuencia,
a la guerra con los holandeses para concentrarse en el conflicto con Francia. Seis años después, cuando
todavía no había terminado la guerra con Francia, se granjeó un segundo enemigo, Inglaterra. En 1659, puso
fin a una guerra en la que España había estado inmersa durante 40 años sólo para embarcarse en un
nuevo conflicto, contra Portugal.

Ahora en el Norte, en el centro y Occidente de Europa, el año 1660 señala una era en la Historia de
Europa. A la hegemonía cultural y política de España le sucede la cultura y las armas de Francia. Así
se cumplió el espíritu de Westfalia.

La Paz de los Pirineos (pregunta contestada según el ED).

La Paz los Pirineos puso fin a la guerra franco‐española comenzada en 1635. Desde la Baja Edad Media,
España y Francia se habían enfrentado por sus intereses políticos y ambiciones sobre Europa. El control de
los territorios limítrofes de Navarra y Cataluña, pero también de Borgoña y los Países Bajos, que
pertenecían a la Corona de España desde que fueron heredados por el Emperador Carlos I, habían sido
motivo frecuente de disputa. Durante el siglo XVI aumentó la tensión y rivalidad al pasar Nápoles y el
Milanesado a la órbita española. En el transcurso de la Guerra de los Treinta Años, Francia se alió con
Holanda y con Suecia. El abierto apoyó francés a las potencias protestantes le servía para luchar
indirectamente contra España y sus aliados, con la intención de socavar su hegemonía en Europa. Tras los
resultados desfavorables, Francia decidió entrar en guerra con España en 1635 dentro del amplio conflicto
denominado Guerra de los Treinta años, teniendo unos resultados mucho más ventajosos en los campos de
batalla ante el agotamiento de los Habsburgo. El primer ministro francés, el Cardenal Mazarino, forzó la
firma de la Paz de Westfalia (1648) con la que se finalizaba la Guerra de los Treinta años en el Imperio,
cambiando radicalmente el mapa de Europa, y consiguiendo importantes concesiones territoriales para
Francia en Alsacia y la frontera renana. Consciente de la situación de debilidad hispana, Francia continuó
la guerra hasta el año 1659, año en el que se decidió poner fin al conflicto ante el mutuo agotamiento.

La Paz fue estipulada en 1659 por los ministros Luis de Haro, por parte de España, y el Cardenal
Mazarino, por parte de Francia, tras tres meses de negociaciones. La definitiva firma se produjo en la isla
de los Faisanes, cerca de la desembocadura del rio Bidasoa, el 7 de noviembre de 1659. El nombre del
tratado viene dado porque desde entonces los Pirineos fueron establecidos como frontera entre ambos
reinos, de tal manera que el Rosellón, la Cerdaña y otras zonas situadas al norte de esa cordillera pasaron
a Francia. De hecho puede considerarse que esa delimitación fronteriza es una de las más estables y
antiguas de Europa.
Sus acuerdos más importantes consistieron en la definitiva cesión por parte de España, de los ya citados de
Rosellón, y de buena parte de la Cerdaña catalana. Pero también España debió renunciar a los territorios y
plazas que había perdido en Flandes, como casi la totalidad del condado de Artois (salvo las plazas de Aire
y Saint Omer), y algunas ciudades colindantes con Francia: Gravelinas, en Flandes, y otras en las
provincias de Hainaut y Luxemburgo.

Otra de las cláusulas de la paz, y el motivo por el cual ambos monarcas se desplazaron a la frontera, fue la
ceremonia de entrega de la princesa María Teresa, hija de Felipe IV, para convertirla en la esposa del

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joven rey francés Luis XIV. La alianza matrimonial era el mejor medio para sellar lo que se presumía como
una nueva era de cooperación y amistad entre los dos países, aunque con el tiempo eso no se demostró así.
España debía entregar 500.000 escudos como dote por María Teresa, renunciando ésta y su nuevo marido a
sus derechos sobre el trono español, algo que provocó problemas una década después.

En la Paz de los Pirineos España no perdía demasiados territorios, y lo cierto es que ambas potencias
hicieron concesiones, pero sin duda la paz marcó el inicio de la decadencia española en Europa y el
ascenso de Francia como la nueva potencia hegemónica. Otro hecho que sin duda a la larga reafirmó a
Francia como la gran vencedora fue las ventajas comerciales que consiguió, ya que España permitirá de
nuevo el paso y comercialización de las manufacturas francesas, que con fuerza se abrieron paso en el
mercado español.

ALGUNAS DEFINICIONES.

 CORREGIDOR.

Funcionario nombrado por el rey, que no era vecino de la ciudad, cuya misión era ayudar a los regidores de
los municipios en su gestión y, sobre todo, potenciar la intervención monárquica en la vida administrativa
municipal. Su origen se remonta al siglo XIV.

La generalización del cargo de corregidor fue, sin duda alguna, la más efectiva de todas las medidas tomadas
por los RRCC para extender el poder real a los municipios castellanos. Hacia 1494 existían 54
corregimientos (territorios sobre los que el corregidor ejercía su jurisdicción) en castilla, que dependían del
Consejo de Castilla.

El corregidor era el vínculo entre el gobierno y las ciudades, por tanto su carácter de funcionario real le
confirió una categoría social superior a cualquier otro funcionario del Concejo. Las funciones confiadas a los
corregidores abarcaban un amplio campo de actividades judiciales en lo civil y en lo criminal;
administrativas, en relación con la realización de obras públicas, vigilancia de la sanidad, funcionamiento de
los mercados, etc., y también políticas y militares.

Su carácter no electivo impidió el traslado de esta institución a la corona de Aragón, donde el gobierno
municipal se había instaurado sobre bases electivas y contractuales, protegidas por el régimen foral, que
garantizaba gobiernos colegiados en los que la intervención real era muy difícil.

Teóricamente el corregidor permanecía en el cargo 2 años, aunque en la práctica era por un periodo
mucho mayor. Al terminar su mandato se sometía un juicio de residencia o investigación sobre su
actuación durante el tiempo que había ejercido el cargo.

Con Felipe II existían 66 corregimientos en Castilla y en la época Borbónica el cargo se mantuvo. La


creación del cargo de Intendente le relegó a un segundo plano y en el periodo constitucional terminó
desapareciendo.

La veguería en los reinos de la Corona de Aragón era el territorio que abarcaba la jurisdicción del veguer,
que venía a ser el equivalente al corregimiento castellano, ya que tenía atribuciones análogas a las del
corregidor.

 REGIDOR.

Miembro de la administración municipal castellana en la Baja Edad Media y en la Edad Moderna, que
ejercía funciones de gobierno y justicia, siempre bajo la supervisión del corregidor, máximo representante de
la vida municipal.

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Los regidores eran nombrados por el rey libremente o bien a propuesta del Concejo. Por regla general se
hacían se hacían nombramientos perpetuos, vitalicios y hereditarios para los hijos de los titulares, lo que
llegó a ser un vehículo para otorgar mercedes, remunerar servicios o percibir ingresos. En muchos casos se
convertían en instrumentos del poder regio, el cual los utilizaba para decidir a su favor los votos del
Ayuntamiento.
El número de regidores variaba según la villa o ciudad, oscilando entre 2 y 12.

 MORISCO.

Musulmán que permaneció en España al finalizar la reconquista a los que se les obligó a una conversión
forzosa, así pues los moriscos eran los moros conversos, también llamados a veces, cristianos nuevos.

Esta minoría étnica terminó dando rienda suelta a sus frustraciones en un desesperado pero inútil
levantamiento: la rebelión del Albaicín y de las Alpujarras, tras la cual fueron expulsados de Granada,
dispersándose por toda Castilla y en 1571 se decretó por la corona confiscar los bienes raíces de los
moriscos que habían tomado parte en el levantamiento.

Su distribución geográfica fue irregular ya que se concentró el 60 % en el cuadrante sudoriental de la


Península, siendo el crecimiento de esta población más rápido que el de la cristiana.

A comienzos del siglo XVII los moriscos españoles se cifraban en un mínimo de 300.000, repartidos por
Valencia, Valle del Ebro, Castilla, Murcia y Andalucía.

Su principal problema era su integración ya que pese a estar bautizados era sabido que en privado seguían,
salvo exenciones, los preceptos del Islam. La Iglesia acudió a diversas campañas de evangelización para
instruir a los nuevos cristianos y la Inquisición osciló entre la benevolencia y las presiones ocasionales de la
Corona.

En general los señores defendieron a sus moriscos tanto de la Corona como de la Inquisición, que a raíz del
proceso de conquista, gran parte de los que habitaban en Aragón, Valencia y Granada quedaban bajo el
control señorial.

Finalmente fueron expulsados en 1609, con importantes consecuencias demográficas y económicas.

 MUDEJAR.

Musulmán que a diferencia de los moriscos permanecía fiel a su religión. Los mudéjares vivían en varias
zonas de Castilla en virtud de pactos muy antiguos, formando minorías tranquilas, y dentro de los inevitables
rasgos de inferioridad, el grado de coexistencia resultaba aceptable. Se dedicaban en gran proporción a las
labores agrícolas.

Tras la reconquista de Al-Andalus se respetaron sus costumbres e incluso la permanencia de autoridades


propias a cambio del pago de impuestos. Formaban comunidades llamadas aljamas, situadas tanto en el
campo como en las ciudades, en donde Vivian y desarrollaban sus actividades libremente, siendo buenos
trabajadores.

En los reinos de Aragón, que fue la zona en donde permanecieron en mayor número, los mudéjares eran
vasallos de grandes señores y gozaban de gran libertad religiosa, por lo que estos percibían de ellos
considerables tributos y aseguraban el cultivo de las tierras. Con el tiempo se fueron convirtiendo en una
amenaza para los cristianos. En época de los RRCC se les obligó a convertirse al cristianismo o abandonar la
Península. En la Corona de Aragón la conversión forzosa no tuvo lugar hasta 1526. Esta difícil situación se
fue complicando hasta su expulsión definitiva en 1609.

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 CONVERSO.

Aunque también se llamaba converso al musulmán convertido al cristianismo, se generalizó un uso


restringido del término referido específicamente a los convertidos procedentes del judaísmo, así como a sus
descendientes. Había conversos forzados (anusin) y conversos convencidos (mensumad).

Los judaizantes eran los conversos que después de haber adjurado de su religión y recibido el bautismo,
continuaban practicando ritos mosaicos, lo que se tomaba como señal de la falta de sinceridad en la
conversión.

Los términos “cristianos nuevos” y “marranos” (este último con un claro matiz despectivo) también se
utilizaron para designar a los conversos.

El problema converso fueron las conversiones masivas forzadas de 1391 y de años posteriores, que dieron
lugar al fenómeno del criptojudaismo, práctica oculta del judaísmo, que fue la causa más inmediata de la
creación del Tribunal de la Inquisición en 1480.

A finales del siglo XV la población conversa seguramente era 4 o 5 veces mayor que la judía. Las leyes de
limpieza de sangre no excluían de la vida pública a los conversos, llegando a ocupar puestos destacados en
la sociedad cristiana.

Ante la presión que supuso el decreto de expulsión de los judíos en 1492 por los RRCC, el número de
conversos aumento considerablemente.

 BIENES DE PROPIOS.

Eran tierras propiedad de los Concejos, campos de labor, viñas, huertas, pastos, dehesas, montes, etc., que
con el producto de su arrendamiento, servían para hacer frente a los gastos públicos del municipio. Su origen
se remonta, al igual que los bienes comunales, a la Reconquista, al conceder a los municipios amplios
territorios. A lo largo de la Edad Moderna se van ampliando con numerosas donaciones de la Corona y de
particulares.

Los gastos que se acometían con los ingresos por el arrendamiento de los propios eran los salarios
concejiles, obras públicas, sanidad, festividades, policía, beneficencia, etc. Incluso en algunos casos se
utilizaban para para las contribuciones que correspondían a los vecinos (encabezamiento de alcabalas,
servicio real y ordinario, etc.). También sirvieron de aval para solicitar créditos destinados a gastos
extraordinarios.

Estas tierras, igual que las comunales, no las podía vender el municipio sin permiso de la Corona, aunque en
la práctica se incumpliera con frecuencia tal requisito.

El termino propios se aplicó por extensión a las rentas y derechos municipales, tales como oficios públicos,
censos sobre casas o fincas, juros, monopolios, etc.

 BIENES COMUNALES.

Se designaba así al patrimonio territorial de los Concejos o Ayuntamientos, que era aprovechado bajo forma
comunitaria o colectiva. Los bienes comunales podían ser utilizados libremente por cualquier vecino para
cubrir sus necesidades: pastos, vegetación de monte bajo (que proporcionaba leña, ramaje), dehesas
cultivables, etc., y en consecuencia, se consideraban improductivos porque el concejo no recibia
compensación económica alguna. Sin embargo, a medida que aumentaron los gastos municipales, los
Concejos comenzaron a exigir un canon a los colonos e incluso los llegaron a arrendar en subasta pública,

160
pasando de esta forma a bienes de propios, que eran los que empleaba el municipio para obtener rentas con
las que hacer frente a los gastos públicos.

La mayor parte de los bienes comunales procede de época medieval, debido a las concesiones hechas a los
municipios fundados en tierras reconquistadas. En la edad Moderna estas tierras se incrementaron con los
baldíos.

 BALDÍOS.

Tierras pertenecientes a la Corona que en su origen no se repartieron en la Reconquista. Solían ser terrenos
de pastos y montes, alejados de los centros urbanos, dedicados a pasto para el ganado, aunque en parte
también se utilizaban para el cultivo, sobre todo en épocas de crecimiento demográfico. La Corona permitió
que los baldíos fueran utilizados gratuitamente por los vecinos de los Concejos a cuyos territorios
pertenecían.

Durante los reinados de Felipe II y Felipe V se enajenaron parte de estas tierras por necesidades de la
Hacienda. También pasaron a incrementar los bienes comunales de los Ayuntamientos.

 JURO.

Los juros suponen la primera versión de la deuda pública castellana del Antiguo Régimen. Se denomina a la
pensión anual que el rey concedía, con cargo a las rentas de la Corona, a determinadas personas o
instituciones que obtenían el derecho a percibir cierta cantidad en metálico o en especie, como merced por
un servicio prestado. Así, los juros se situaban sobre una renta concreta de la Corona (Situado).

En la Edad Media los juros podían ser de 2 tipos: perpetuos o de heredad, que eran los que se podían vender
o eran trasmisibles por herencia; y los vitalicios, que se concedían durante la vida del tenedor o la del rey.

Con los RRCC aparecieron los juros al quitar, que no eran una merced sino un título de deuda vendido.

La necesidad de obtener capitales para financiar las campañas llevó a la Corona a emitir títulos para
conseguir fondos, a cambio del pago de unos intereses anuales. Estos títulos recibieron igual denominación
que las mercedes medievales: juros. Pero con el calificativo de al quitar querían decir que podían ser
amortizados. Llegaron a ser valores negociables, por lo que podían utilizarse en cualquier operación
comercial.

Para su devolución, la Corona reservaba generalmente los ingresos obtenidos mediante la recaudación de
ciertos impuestos. Consecuencia directa de todo ello es que buena parte de estos estaban en manos de
“juristas” y nunca emprendían el camino de las arcas del tesoro. Los juros favorecieron durante largo
tiempo la existencia de una “clase” social de rentistas, a pesar de la paulatina disminución de los intereses
que generaban.

 ANTIGUO REGIMEN.

Denominación común asignada al periodo histórico al que puso fin la Revolución Francesa y, más
concretamente, a la etapa que abarca los siglos XVI al XVII.

CITAR 3 VALIDOS DE LA MONARQUIA ESPAÑOLA DURANTE LA EDAD MODERNA ( 1469-


1665).

Duque de Uceda, Conde-duque de Olivares y Duque de Lerma.

¿QUE MINISTROS FIRMARON LA PAZ DE LOS PIRINEOS?


161
Luis de Haro y el cardenal Mazarino.

¿QUIEN SUCEDE A DON JUAN DE AUSTRIA EN EL GOBIERNO DE LOS PAISES BAJOS?

Alejandro Farnesio.

CITAR OTRO GOBERNADOR D ELA ÉPOCA DE FELIPE II.

Luis de Requesens.

Ordenados cronológicamente los siguientes gobernadores de los Países Bajos:

Margarita de Parma, Duque de Alba, Luis de Requesens, Don Juan de Austria, Alejandro Farnesio e Isabel
Clara Eugenia.

¿Qué institución protegía la concentración de bienes y tierras en manos de la nobleza?

El Mayorazgo.

¿Desde cuándo?

El mayorazgo fue regulado mediante las Leyes de Toro en 1505, bajo el reinado de los Reyes Católicos.

CITAR 3 ORDENES MILITARES EXISTENTES EN LAS CORONAS DE CASTILLA Y ARAGON


DURANTE LA EDAD MODERNA:

Montesa, Calatrava Alcántara y Santiago.

POTENCIAS FIRMANTES DE LA PAZ DE CATEAU-CAMBRESIS:

España, Francia e Inglaterra.

¿A que pretensiones renunció Francia? Citar el matrimonio que se pactó en ella.

A sus intereses en Italia. En 1559 se firma el tratado de Câteau-Cambrésis por el que Francia renunciaba a
varios territorios italianos pero recuperaba San Quintín y conservaba Calais.
Se concertó también la boda de Felipe II con Isabel de Valois con la que se zanjaba el enfrentamiento
histórico de los Habsburgos y los Valois.

¿QUE INSTITUCION CENTRALIABA Y CONTROLABA EL TRAFICO COMERCIAL CON LAS


INDIAS?

La casa de contratación de Indias, situada en Sevilla.

Ordenados cronológicamente los siguientes hechos:

1. El tratado de Alcaçobas-Toledo 1479-1480.


2. La anexión de Navarra 1512.
3. La batalla de Lepanto 1571.
4. La anexión de Portugal 1580.
5. La unión de armas 1626.
6. La paz de los Pirineos 1659.

162
Señale los siguientes acontecimientos con sus fechas:

La paz de los Pirineos 1659.


La batalla de Pavía 1525.
La batalla de San Quintín 1557.
La toma de Barcelona por don Juan José de Austria 1652.
El tratado de Tordesillas 1494.
La sublevación de las Alpujarras 1568 y 1571 (los moriscos en protesta contra la Pragmática Sanción de
1567).
Señale los siguientes acontecimientos con sus fechas:

La expulsión de los judíos 1492.


Muerte de Isabel la Católica 1504.
La batalla de la Montaña Blanca 1620.
La Paz de Câteau-Cambrésis 1559.
La Sublevación de Portugal 1640.
La anexión de Navarra 1512.

Señale los siguientes acontecimientos con sus fechas:

La anexión de Navarra 1512.


El tratado de Tordesillas 1494.
La batalla de San Quintín 1557.
El inicio de la tregua de los 12 años 1609.
La Paz de Câteau-Cambrésis 1559.
La Paz Hispano-inglesa de Londres 1604.
Señale los siguientes acontecimientos con sus fechas:

La batalla de Villalar 1521.


La expulsión de los moriscos 1609.
La toma de Barcelona por don Juan de Austria 1652.
El tratado de Tordesillas 1494.
La expulsión de los judíos 1492.
La batalla naval de las Dunas 1658.

Señale los siguientes acontecimientos con sus fechas:

La paz de los Pirineos 1659.


La expulsión de los moriscos 1609.
La toma de Granada por los RRCC 1492.
La Sublevación de Cataluña 1640.
La expulsión de los judíos 1492.
La sublevación de las Alpujarras 1568.

Señale los siguientes acontecimientos con sus fechas:

La batalla de Lepanto 1571.


La paz de Vervins 1598.
La Sublevación de Portugal 1640.
La anexión de Portugal 1580.
La rendición de Granada 1492.
La Paz de Westfalia 1648.

163
Ordenar cronológicamente, por ejemplo,

el tratado de Tordesillas- 1494, la paz de Cambrai-1529, la Paz de Augburgo-1555, el acta de


abjuración de las Provincias Unidas-1581, la expedición de la armada invencible-1588, la paz de
Vervins-1598, el edicto de restitución-1629 y la paz de Westfalia-1648.

Acta de abjuración de 1581.

A mitad del siglo XVI las diecisiete provincias de los Países Bajos constituían una de las áreas más
prósperas del Viejo Continente. Un territorio fértil, de ricas campiñas, altamente poblado (con la densidad
demográfica más alta de Europa) y fuertemente urbanizado, con unas 200 ciudades en total, siendo Amberes
la más importante, con 80.000 vecinos (en la Península Ibérica diremos en comparación que ningún centro
podía competir con ella) y otras como Bruselas, Valenciennes, Gante, Ámsterdam, etc. Pasaban de los
30.000. En realidad las Diecisiete Provincias no constituían un territorio homogéneo, ni desde el punto de
vista geográfico y territorial, ni desde el político ni cultural. Se trataba de un conjunto de tierras unificado a
partir del siglo XIV por los antiguos duques de Borgoña, quienes habían amalgamado unos cuantos
territorios separados por una antigua y profunda hostilidad mediante una afortunada política de expansión,
donde cada una de las provincias mantenía sus propias leyes y estatutos, que defendían contra cualquier
injerencia externa, gracias a una serie de parlamentos locales (los Estados, formados por representantes de la
nobleza, el clero y la rica burguesía ciudadana) y que enviaba sus representantes a los Estados Generales, un
parlamento representativo de las elites encargado de defender las antiguas “libertades” frente a los
representantes del soberano y decidir sobre la imposición de nuevas tasas a través del acuerdo de una serie
de pactos. Este es el caldo de cultivo que se encuentra Felipe II, que era visto como un rey extranjero al
haberse criado en España, heredó un territorio donde su autoridad real era siempre puesta en duda, un “país”
que había padecido enormemente por las continuas guerras del emperador, siendo la base militar principal
de los ejércitos imperiales durante las guerras contra Francia y se veía arruinado debido al imparable
aumento de la fiscalidad. A partir de la paz de Câteau-Cambrésis se exige una disminución drástica de la
carga contributiva. Los nobles protestan contra Felipe II y la herejía que se había manifestado en los años
veinte, había empezado a difundirse libremente, creando una política por parte del Rey represiva y un
proyecto de reforma de la Iglesia católica. Se crearon 14 nuevos obispados, lo que produjo una fuerte
reacción de los Estados y de la nobleza, defensores del status quo y de una política más conciliadora para los
protestantes. En este contexto ya convulso de por sí, la grave crisis económica de los años sesenta y el clima
de depresión generalizado en el Viejo Continente favoreció un empeoramiento considerable de la situación.
Un cuadro casi catastrófico, en el que se imputaba al Rey Prudente de abandonar las Diecisiete Provincias y
de olvidarse de los asuntos de gobierno, concentrándose en los intereses Castellanos y en la situación del
Mediterráneo, lo que llevó un mes de septiembre de 1566, a el Consejo de Estado y Felipe II a decidir enviar
un ejército de veteranos españoles al mando del duque de Alba, lo que propiciaría las revueltas de los Países
Bajos, lo que a la postre daría lugar al comienzo de la guerra, tras la derrota en 1568 en la batalla de
Heiligerlee de las tropas reales, incluido el tercio de Cerdeña, por los Nassau, el cual sería disuelto por el
duque de Alba como represalia por la derrota. Comenzada ya la guerra algunos años, otra derrota, esta vez
contra los ingleses de la Reina Virgen, la derrota de la Gran Armada ante las costas inglesas (1588), no
solo desató una euforia nacional en Inglaterra, sino que también supuso un profundo alivio en las Provincias
Unidas. La rebelión contra el monarca hispánico que comenzó en 1568 y finalizó en 1648, con el
reconocimiento de la independencia de las siete Provincias Unidas, fue un período conocido como guerra
de los ochenta años, en el seno de la Paz de Westfalia.

El Acta de Abjuración del 26 de julio de 1581 es la declaración de independencia formal de las provincias
del norte de los Países Bajos de su obediencia al rey Felipe II y una vez que la Abjuración tiene lugar se
rompieron los vínculos entre el rey y sus súbditos de los Países Bajos septentrionales, así quedó
abiertamente planteada en plena guerra la cuestión de quién iba a reemplazar al rey como cabeza del cuerpo
político. Por la Unión de Utrecht (1579), habían quedado constituidas las Provincias Unidas calvinistas y se

164
había formalizado su ruptura con las provincias obedientes católicas. Además, se atribuía un papel
predominante a los Estados Generales (asamblea representativa) sobre el Gobernador General (oficial real).
En 1580, François de Alençon (duque de Anjou, hermano de Enrique III de Francia) asumió el cargo de
Gobernador General. No obstante, el verdadero hombre fuerte era Guillermo de Orange, estatúder de la
provincia de Holanda, auténtico líder de la revolución hasta que su asesinato en 1584 reabrió la cuestión.
El nuevo Gobernador General del Flandes obediente, Alejandro Farnesio, en 1585 recuperó Brujas, Gante,
Bruselas y Amberes. Ante tal amenaza, los Estados Generales neerlandeses ofrecieron la soberanía de las
Provincias Unidas primero a Enrique III de Francia (quien declinó por estar inmerso en las guerras de
religión de su país) y después a Isabel I de Inglaterra (quien también rechazó, pero firmó un tratado con las
Provincias Unidas por el que estas se convertían en una especie de protectorado inglés, nombrando
Gobernador General a Robert Dudley, conde de Leicester). Antes de la muerte del Rey de España, el
territorio de los Países Bajos, no pasó a su hijo Felipe III, sino conjuntamente a su hija Isabel Clara Eugenia
y su yerno el archiduque Alberto de Austria por el Acta de Cesión de 6 de mayo de 1598. Cabe destacar que
en realidad, las Provincias Unidas estaban políticamente muy desunidas.

En 1607 cesaron las hostilidades y finalmente el 9 de abril de 1609, en la villa de Amberes, se acordó la
Tregua de los Doce Años (1609-1621), que de hecho reconocía la independencia de la República de las
Provincias Unidas, y se les concedía el derecho a comerciar bajo impuestos preferenciales. España devolvía
así mismo todos los territorios que pudieran haber correspondido por herencia a la casa de Nassau, bienes
enajenados a Guillermo de Orange en su momento por el Gran duque de Alba cuarenta años antes, etc. Sin
embargo, de los bienes eclesiásticos y de colegios situados en zona rebelde sólo se devolverían los no
vendidos o enajenados en la fecha en que comenzaron las conversaciones de paz, alcanzándose así la tan
ansiada paz y el triunfo del protestantismo en su territorio. En cambio, en las provincias del Sur, sujetas a la
monarquía española, se imponía el catolicismo. Esta Paz fue inestable y al concluir no fue renovada, los
rebeldes por que se habían dado cuenta que en una guerra con España tenían más que ganar que
permaneciendo en paz y así se reactivó la guerra con fuerza en todos los frentes: el terrestre y el naval, que
por parte de España no podía dejar pasar por más tiempo sin respuesta las continuas ofensas de los
holandeses.

De esta manera la reanudación de las hostilidades hispano-holandesas se enmarcó en la Guerra de los


Treinta Años, iniciada en 1618. Hubo intercambios de ciudades (Breda fue conquistada por los españoles en
1625 y recuperada por los neerlandeses en 1637), pero lo más característico fue la guerra naval económica:
embargos, bloqueos de ríos y puertos, etc. Los plenipotenciarios españoles negociaron tanto con el Príncipe
de Orange como con los Estados Generales. La paz se firmó en enero de 1648, en el seno de la Paz de
Westfalia (España reconoce la independencia de las Provincias Unidas).

Paz de Augsburgo (1555).

En Alemania, las convulsiones políticas y religiosas de la Reforma se mezclaron con sublevaciones sociales
ya que el V Concilio de Letrán (1512 -1517), no afrontó la reforma de la Iglesia que muchos anhelaban. Los
primeros en sublevarse fueron los caballeros (pequeña nobleza), quienes hallaron en la predicación de
Lutero una invitación a apoderarse de la gran propiedad eclesiástica.

En 1530, Carlos V convocó la Dieta de Augsburgo, con la esperanza de restablecer la unida religiosa. Ante
las divisiones que se evidenciaron entre los protestantes, la Dieta adoptó una resolución por la que se
concedía a los reformadores un plazo de 7 meses para abandonar su doctrina y someterse. Los príncipes
protestantes y algunas ciudades se vieron amenazadas, por lo que crearon una confederación de carácter
defensivo: la Liga de Esmalcalda. En los años siguientes, el avance de la Reforma se vio favorecido por la
amenaza turca y la guerra con Francia. Obligado a luchar en varios frentes, Carlos V tuvo que hacer
concesiones en materia religiosa (Spira, 1544). Sin embargo, la Paz de Crèpy le permitió enfrentarse
militarmente a la Liga de Esmalcalda, a la que derrotó en Mühlberg (1547). Pero entonces los protestantes
llegaron a un acuerdo con Enrique II de Francia (Tratado de Chambord de 1552) y se reanudó la guerra.
Entonces Carlos V encargó a su hermano Fernando de Austria negociar con los protestantes. Y así se firmó

165
en 1555 la Paz de Augsburgo, que termina con 50 años de guerras intestinas y que finalmente resolvía el
conflicto religioso de la reforma protestante y establecía el principio “cuius regio, eius religio” (los súbditos
quedaban obligados a seguir la decisión de su soberano). La escisión religiosa fue definitiva y Carlos V
reconoce oficialmente la existencia de las iglesias luteranas y así se estableció la coexistencia jurídica de dos
confesiones (católica y luterana), con la importante exclusión de los calvinistas y otorga a los príncipes
alemanes la capacidad de elegir la confesión a practicar en sus Estados y como hemos dicho los súbditos del
mencionado príncipe estaban obligados a profesar la religión que éste eligiera o tenían la alternativa de
emigrar a otro Estado. También se establece el principio del “reservatum ecclesiasticum”, según el cual si
un príncipe que ocupaba un cargo eclesiástico católico se pasaba al luteranismo, no podía apropiarse los
bienes del obispado o abadía y hacerlos hereditarios para la propia familia, a esto se le llamo
"secularización" y fueron reconocidas como tales sólo las anteriores a 1552, mientras que los obispados y
los bienes católicos secularizados después de 1552 debieron ser restituidos. Tal cláusula fue muy
controvertida y considerada inaceptable por los príncipes luteranos, así que no fue votada en la Dieta, pero
fue agregada con una deliberación del Emperador. El estatus ambiguo de esta cláusula fue una de las causas
de la Guerra de los Treinta Años (1618 y 1648).

Cronología Guerras de Italia, 1494/1517:

1494: Carlos VIII, rey de Francia, invade Italia. Coalición antifrancesa. Los Médici expulsados de Florencia.
1497: Fin de la primera Guerra de Nápoles: Ferrante II.
1498: Muere Carlos VIII y le sucede en el trono de Francia Luis XII
1500: Batalla de Novara: Luis XII desaloja de Milán a Ludovico Sforza.
1501: Francia y España conquistan Nápoles.
1503: Muerte de Alejandro VI y elección de Julio II.
1504: Tratado de Lyon: fin de la segunda guerra de Nápoles. Luis XII reconoce a Fernando de Aragón como
rey de Nápoles.
1505: Tratado de Blois entre España y Francia.
1508: Liga de Cambrai: coalición europea contra Venecia.
1509: Los venecianos derrotados en Agnadillo.
1511: Santa liga: España, Venecia, Suiza, los estados pontificios y los Sforza contra Francia.
1512: Batalla de Rávena: victoria francesa sobre las tropas pontificias y españolas. Restauración de los
Medicis en Florencia. Confederación Helvética toma Milán.
1513: Giovann de Médici llega a ser el papa León X. La Confederación Helvética derrota a Francia en la
batalla de Novara.
1515: Muere Luis XII y le sucede en el trono Francisco I. Batalla de Marignano y recuperación francesa de
Milán.
1516: Tratado hispano-francés de Noyon. Concordato de Bolonia. Muere Fernando de Aragón y le sucede
Carlos de Gante.

Algunas cronologías de hechos de armas singulares y personajes:

-Cardenal Pedro González de Mendoza (1428-1495).


-Cardenal Francisco Jiménez de Cisneros (1436-1517).
-Isabel de Castilla (1451-1504).
-Fernando de Aragón (1452-1516).
-Gonzalo Fernández de Córdoba, el gran Capitán (1453-1515).
-Nicolás Maquiavelo (1469-1527).
-El Condottiero, Cesar Borgia (1475-1507).
-1476 batalla de Toro.
-1492 capitulación de Granada.
-1503 batalla de Ceriñola y Garellano.
-1512 batalla de Rávena.
-1521 Combate de Villalar.
-1522 Acción de Biccoca.
166
-1525 Batalla de Pavía.
-1527 Saco de Roma.
-1535 Carlos I conquista Túnez.
-1541 El Emperador fracasa en la vista de Argel.
-1547 Los católicos coaligados se imponen en Mühlbereg.
-1560 Se soporta el desastre de la isla de Gélvez (Tripoli).
-1568 Juan de Austria domina la rebelión morisca de las Alpujarras.
-1571 La armada turca es destrozada en Lepanto.
-1578 En Flandes se obtiene la victoria de Gembloux.
-1579 Se corona la toma de Maastricht.
-1585 Alejandro Farnesio toma posesión de Amberes.
-1588 Desastre naval de la gran Armada Invencible.
- Felipe II (1527-1598).
-Francisco I de Valois (1494-1547).
-Carlos I de Gante (1500-1558).
-Mauricio de Nassau (1521-1553).
-El conde de Egmont (1522-1568).
-Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel, III duque de Alba de Tormes (1508-1582).
-Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz (1526-1588).
-Alejandro Farnesio, duque de Parma (1545-1592).
-Juan de Austria (1547-1578).
-Luis de Zúñiga y Requesens (1547-1578).
-Batalla de Jemmingen (1568).
-Sitio de Amberes, por Alejandro Farnesio (1584-1585)
-Rendición de Breda 1625.
-Batalla de Lützen, (1632) donde muere el rey de Suecia.
-Batalla de Nordlingen 1634.Por el cardenal-infante.
-La guerra dels Segadors (1640).Fue una Guerra entre Cataluña y la monarquía Española dentro de la gran
guerra europea de los Treinta años, y dentro de esta en su etapa culminante, La guerra por la hegemonía
entre España y Francia. Richelieu ataca el Rosellón y Portugal se rebela.
-Batalla de Rocroi 1643.
-Batalla de las Dunas 1658.
-Ambrosio de Spínola (1569-1630), empresario genovés.
-Gonzalo Fernández de córdoba (1585-1635), duque de Alba.
-Gómez Suarez de Figueroa (1587-1633), III duque de Feria.
-Fernando de Austria (1607-1641), cardenal-infante.
-Gaspar de Guzmán, conde-duque de Olivares (1587-1645).
-Felipe IV (1605-1665).
-Conjura asesinato de Wallenstein 1634.

ORDENAR CRONOLOGICAMENTE LOS SIGUIENTES EPISODIOS:

- Acta de abjuración 1581.


- Câteau-Cambrésis (1559).
- Paz de Vervins 1598.
- Edicto de Nantes 1598.
- Paz de Augsburgo (1555).
- Paz de Westfalia 1648.
- Excomunión de Isabel I 1570.
- Felipe II rey de Portugal 1581.
- La empresa de Inglaterra (Armada Invencible) 1588.
- Ocho guerras de religión en Francia entre católicos y calvinistas, 1562 y 1598.
- Tregua de los Doce Años 1609-1621. Con las Provincias Unidas. (Felipe III).

167
- La Dieta de Augsburgo de 1530.
- La guerra dels Segadors (1640).
- Asesinato de Enrique III de Francia, 1588. Y el Duque de Guisa, asesinado por el anterior.
- Acta de Supremacía, 1534. Enrique VIII q quería separarse de Catalina de Aragón. Declaró que "el
rey es la única cabeza suprema en la tierra de la Iglesia de Inglaterra"
- Tratado de Tordesillas, 1494. Los representantes de Isabel y Fernando, reyes de Castilla y de
Aragón, por una parte, y los del rey Juan II de Portugal, por la otra, en virtud del cual se estableció
un reparto de las zonas de navegación y conquista del Océano Atlántico y del Nuevo Mundo
mediante un meridiano situado 370 leguas al oeste de las islas de Cabo Verde a fin de evitar
conflictos de intereses entre la Monarquía Hispánica y el reino de Portugal.
- Paz con Francia (Vervins, 1598), firmada por Felipe III.
- Paz con Inglaterra, tratado de Londres 1604, firmada por Felipe III.
- La Pax Hispánica (1598-1618)
- Edicto de Worms, 1521
- El tratado de Passau –negociado entre Fernando y Mauricio de Sajonia–, y ratificado por Carlos V
el 15 de agosto de 1552, fue la sanción de la derrota del Emperador. Ya que en 1552 el Emperador se
hallaba en Innsbruck, pero una rápida acción de Mauricio de Sajonia, en mayo de 1552, hizo que
debiera huir de la ciudad, ya que sus enemigos ganaron un combate en las cercanías de la ciudad.
- La revuelta de Bohemia 1618-1620. (Fue una rebelión de un grupo de nobles protestantes contra la
casa de Habsburgo por el control de la Corona Real de Bohemia, que se inició en 1618 y que fue
suprimida dos años después. No obstante, pese a su brevedad, este evento fue significativo para la
historia de Europa central, ya que la internacionalización de lo que inicialmente fue un conflicto
interno en los dominios de los Habsburgo, luego desembocó en la sangrienta guerra de los treinta
años).
- Defenestración de Praga 1618.
- La Paz de los Pirineos (1659) fue claramente favorable para los franceses. Francia obtuvo territorios
en Cataluña (el Rosellón y la Alta Cerdaña) y los Países Bajos (la provincia de Artois y una serie de
plazas fuertes desde Flandes hasta Luxemburgo), a cambio de no prestar ayuda a los rebeldes
portugueses.
- La Paz de la Oliva (1660) es desastrosa para Dinamarca, que pierde su control exclusivo sobre los
derechos arancelarios del Sund (compartidos ahora con los suecos) y que queda relegada a un papel
secundario en el Báltico. Suecia obtendrá también la Livonia interior; Brandeburgo, la Prusia
oriental; Rusia conserva sus conquistas sobre Ucrania oriental y los antiguos territorios de la Orden
Teutónica.
- Matanza de San Bartolomé 1572.
- En la llamada paz de Cambrai o de las Damas (1529), negociada por la tía del emperador,
Margarita de Austria, y Luisa de Saboya, madre de Francisco I.
- La Guerra de los Ochenta Años (1568-1648)
- El edicto de Restitución 1629. (Fernando II, no estando satisfecho con las ganancias territoriales
adquiridas para su régimen, deseaba un retorno a la situación religiosa y territorial presente
inmediatamente posterior a la Paz de Augsburgo. Subsecuentemente, en el 6 de marzo de 1629, y sin
la ratificación de cualquiera de los Príncipes Alemanes, promulgó el Edicto de la Restitución.
Ilegalizaba la secularización de las tierras eclesiásticas después del año 1552, y demandaba el retorno
de aquellas que ya habían sido secularizadas al cargo de la Iglesia Católica. Aunado a eso, asentaba a
los calvinistas fuera de la protección de la ley. Los Príncipes estaban de acuerdo con los puntos
fundamentales del Edicto, sin embargo, muchos de ellos cuestionaban su legitimidad; temían que era
una serie de medidas tomadas por el emperador para convertirse en un monarca absoluto, con
poderes dictatoriales.) Resumiendo:
El Edicto de Restitución (1629), promulgado por el emperador Fernando II que imponía el
restablecimiento de todas las tierras eclesiásticas (católicas) secularizadas desde 1552 y ampliaba la
Reserva Eclesiástica de 1555.
- El Tratado de Madrid (1526)
- la batalla de Pavía (1525)

168
- tras la batalla de La Bicoca (1522) los franceses fueron expulsados del norte de Italia
- La Paz de Praga del 30 de mayo de 1635, fue un tratado entre el Emperador del Sacro Imperio
Romano Germánico, Fernando II, y la mayoría de los estados protestantes del Imperio. Éste
eficazmente llevó al final del aspecto de la guerra civil de la Guerra de los Treinta Años (1618-
1648); sin embargo, la guerra continuó debido a la continuada intervención en terreno alemán de
España, Suecia, y, desde mitades de 1635, Francia.
- Paz de Crépy 1544, entre Francisco I de Francia y Carlos I de España.
- La Paz de Westfalia 1648.
- Elección de Carlos V como Emperador 1519.
- Coronación de Carlos I desde 1516 hasta 1556.
- Pacificación de Gante de 1576. (Fue un acuerdo al que llegaron los estados generales de las
provincias de los Países Bajos, tanto las que se habían rebelado contra la corona española como las
que habían permanecido leales, por el que se estipulaba las condiciones por las que aceptarían una
paz con España, en el marco de la guerra de los ochenta años.
Tras la muerte de Luis de Requesens, gobernador español de los Países Bajos, y mientras el nuevo
gobernador nombrado por Felipe II (Juan de Austria) llegaba a Bruselas, los Estados Generales asumieron el
gobierno, la potestad legislativa del país y el derecho de crear y reunir un ejército ante el vacío de poder
creado.
Al mismo tiempo, parte de las tropas españolas estacionadas en los Países Bajos, la mayoría de las cuales
llevaban más de un año sin cobrar, se amotinaban por la falta de pagas o cometían toda clase de robos y
pillajes para procurarse sustento.
La situación fue aprovechada por los rebeldes holandeses para tomar la ciudad de Amberes, intento que fue
frustrado por las tropas españolas que se desplazaron a defenderla, pero que tras su defensa se dedicaron a
saquear, en lo que se conoce como el saqueo de Amberes del 4 de noviembre de 1576.
El día 8, los representantes de las provincias, hartos de la guerra y de los desmanes que cometían las tropas,
acordaron dejar de lado sus diferencias religiosas y unirse contra la corona poniéndose de acuerdo en los
siguientes aspectos:
- Las tropas españolas debían abandonar los Países Bajos.
- Los estados generales podían legislar por iniciativa propia.
- Declaración de una amnistía para los insurrectos holandeses.
- Confirmación de los privilegios de la nobleza y la Iglesia.
- Guillermo de Orange actuaría como jefe del gobierno al lado del tutor nombrado por el rey.
El 5 de enero de 1577, Don Juan de Austria, nuevo gobernador de los Países Bajos, aceptaba el contenido
del acuerdo mediante el Edicto Perpetuo).

ORDENADOS CRONOLOGICAMENTE LOS ANTERIORES EPISODIOS:

- Tratado de Tordesillas, 1494.


- Coronación de Carlos I desde 1516 a hasta 1556.
- Elección de Carlos V como Emperador 1519.
- Edicto de Worms, 1521
- Batalla de La Bicoca (1522).
- Disolución de la Unión de Kalmar, en 1523 con la elección de Gustavo Vasa como rey de Suecia.
Dinamarca y Noruega, por su parte, permanecieron unidas hasta 1814.
- La batalla de Pavía (1525).
- El Tratado de Madrid (1526).
- El Saco de Roma (1527).
- Paz de Cambrai o de las Damas (1529).
- Paz de Barcelona 1529.
- La Dieta de Augsburgo de 1530.
- El estatuto de restricción de apelaciones, de 1533, que prohibía las apelaciones a Roma (permitiendo el
divorcio en Inglaterra sin la necesidad del permiso del Papa).

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- Acta de Supremacía, 1534. Enrique VIII que quería separarse de Catalina de Aragón. Declaró que "el rey
es la única cabeza suprema en la tierra de la Iglesia de Inglaterra".
- Paz de Crépy 1544, entre Francisco I de Francia y Carlos I de España.
-Concilio de Trento 1545-1563.
- El tratado de Passau 1552.
- Paz de Augsburgo (1555).
- Reserva Eclesiástica de 1555.
- Câteau-Cambrésis (1559).
- Ocho guerras de religión en Francia entre católicos y calvinistas, 1562-1598.
- La Guerra de los Ochenta Años (1568-1648).
- Excomunión de Isabel I 1570.
- Matanza de San Bartolomé 1572.
- Pacificación de Gante de 1576 (saqueo de Amberes tb).
- El Edicto Perpetuo 1577.
- Felipe II rey de Portugal 1581.
- Acta de abjuración 1581.
- Guerra anglo-española 1585-1604
- Asesinato de Enrique III de Francia, 1588.
- Asesinato del Duque de Guisa 1588.
- La empresa de Inglaterra (Armada Invencible) 1588.
- La Pax Hispánica (1598-1618).
- Paz de Vervins, Paz con Francia 1598.
- Edicto de Nantes 1598.
- La Pax Hispánica (1598-1618).
- Paz con Inglaterra, tratado de Londres 1604.
- Carta de Majestad 1609.
- Tregua de los Doce Años 1609-1621. Con las Provincias Unidas. (Felipe III).
- Defenestración de Praga 1618.
- La revuelta de Bohemia 1618-1620.
- La guerra dels Segadors (1640).
- Batalla de Rocroi 1643.
- Guerra de los 30 años 1618-1648.
- El edicto de Restitución 1629.
- La Paz de Praga del 30 de mayo de 1635.
- La Paz de Westfalia 1648.
- La Paz de los Pirineos (1659).
- La Paz de la Oliva (1660).

Preguntas cortas relacionadas de la Alta edad Moderna con Historia Moderna de


España I 1469-1665.
2. Erasmo.
Figura genial del Humanismo renacentista, y autor de grandes obras como el “Elogio de la locura”, Erasmo
de Rótterdam fue contemporáneo de Lutero y de los papas Julio II y Clemente VII. Ordenado sacerdote y
preocupado por las cuestiones religiosas, fue autor de un Nuevo Testamento que le dio fama en Europa, y
por lo que Lutero intentó ganarlo para la causa protestante. Pero pudo más su espíritu libre y crítico de gran
humanista y cuestionó también la reforma, lo que le salvó de la excomunión. Sin embargo sus críticas a la
iglesia romana y sus normas y la defensa de la pureza de corazón y los sentimientos frente a las ideas, le
valió también la enemistad de los católicos.
3. Casa de Austria.
La casa de Austria o de los Habsburgo tuvo su origen en Rodolfo IV príncipe elector imperial que adquirió
el ducado de Austria. Desde entonces, la casa de Austria coronó a alguno de sus miembros como emperador
del sacro imperio, hasta llegar a Carlos V que aglutinó la inmensa herencia de sus abuelos maternos y
170
paternos: Castilla, Aragón, los estados italianos, la Borgoña, los Países Bajos, etc. Con esta dinastía (Felipe
II, Felipe III, Felipe IV, Carlos II) se escriben las páginas más brillantes de la España monárquica, pero
quizás también las más trágicas, por estar plagados sus reinados de guerras y revueltas. Tras el reinado de
Carlos II que concluyó sin heredero, la dinastía de los Austrias pierde el trono español en favor de los
Borbones y se reduce al ámbito centroeuropeo hasta el inicio de la primera guerra mundial.
4. Dieta de Worms (1521).
Producida ya la excomunión de Lutero, se celebra en 1521 la Dieta de Worms. La Dieta era el órgano
consultivo del sacro imperio al que acudían los príncipes alemanes electores. Esta de 1521 era especialmente
importante y concurrida por asistir por vez primera Carlos I como emperador.
Lutero es citado a la Dieta pero lejos de retractarse de sus ideas reformadoras y someterse a la disciplina
católica, aprovechó el escenario para pronunciar un encendido discurso, denunciando la tiranía pontificia y
proclamando la soberanía de la palabra de Dios.
Sus palabras finales son, quizás la primera declaración de la libertad de conciencia: “No puedo ni quiero
retractarme de nada porque no es seguro ni honrado actuar contra la propia conciencia. Que Dios me ayude,
amén”.
El edicto imperial que convirtió a Lutero en proscrito, no sería ejecutado, pero sí controlados sus
movimientos.
5. Ulrico Zwinglio.
De la misma generación que Lutero, Zwinglio fue el reformador de la reforma, actúando, como decía él “no
desde la celda sino desde la experiencia pastoral de la predicación y la parroquia.
Sus 67 tesis más radicales que las 95 de Lutero propiciaron la conversión de la cuidad suiza de Zurich y la
propagación de sus ideas que vinieron acompañadas de la destrucción violenta de imágenes, la supresión de
la misa papista y la actividad sacramental. Las ideas de Zwinglio le llevan al enfrentamiento con el propio
Lutero por cuestiones dogmáticas como la consubstanciación de la eucaristía, que Zwinglio ve como mero
hecho simbólico.
Al contrario que Lutero, Zwinglio supo traspasar una primera etapa espiritual para desarrollar una segunda
de aspectos más organizativos.
6. Mercurino Gattinara.
En plena lucha por la hegemonía europea, Carlos V influido por su canciller Mercurino Gattinara, entiende
que su misión es la restauración de un imperio cristiano del que el mismo sería “rey de reyes”. Gattinara
jugó un papel importante al desplazarse a Nápoles durante el conflicto francés-hispano por los estados
italianos. Tras el Sacco di Roma en 1527, las tropas francesas ponen sitio a Nápoles con el apoyo de la flota
genovesa, al frente de la cual se encuentra Andrea Doria. La flota se interpone entre Nápoles y Sicilia
impidiendo el avance de las tropas españolas. La decisiva gestión de Gattinara, que supo manipular la difícil
relación en Francia y Génova, facilitó el cambio de bando de Andrea Doria, lo que supuso la victoria
española y lo que fue más importante el acercamiento de Génova, lugar donde residían los financieros de
Carlos V.
7. Confessio Augustana.
Carlos V convoca la Dieta de Augsburgo en 1530 con el fin de aclarar las diferencias entre católicos y
protestantes sin recurrir a las armas, pero Lutero con la ayuda de Melanchton, colega y gran humanista,
prepara con ánimo conciliador su profesión de fe en 28 artículos, en la llamada Confessio Augustana ó
Confesión de Augsburgo. Esta auténtica declaración de fe y creencias fue contestada por los teólogos
católicos. El emperador, en extremo conciliador, le ordenó volver al seno de la iglesia católica en el plazo de
un año. Pero al igual que la Dieta de Worms de 1521, esta orden quedó sin efecto ante la amenaza de los
turcos contra los intereses imperiales.
8. Liga de Esmalcalda.
Tras el intento de Carlos V en la Dieta de Augsburgo de 1530, la vía del diálogo se agotó y fue inevitable la
confrontación armada. Los príncipes protestantes actuaron con más rapidez y convencido Lutero que era
contrario al uso de las armas, constituyeron la Liga de Smalkalda en 1531, coalición militar alentada por
Felipe de Hessen y Juan de Sajonia.
Los católicos tardaron más en reaccionar y se organizan en 1538 en la Liga de Nurenberg. Alemania
quedaba así dividida en dos bloques que reflejaban la realidad de una división confesional. El bando
protestante contaba con el apoyo de Francia, y el católico con el de la monarquía española.

171
El enfrentamiento ya inevitable estuvo jalonado de momentos críticos: cuando los protestantes se niegan a
acudir al Concilio de Trento, cuando se firma la paz con Francia o cuando en 1546, muere Lutero.
Finalmente, la crisis de Felipe de Hesse, la traición del duque de Sajonia y la mayor capacidad del ejército
imperial, dio lugar a la victoria católica de Mulherg en 1547.
9. Tratado de Borgoña.
Los continuos conflictos con Francia y su rey Francisco I por los motivos que éste decía tener sobre los
Países Bajos, llevaron a Carlos V a dotar a las provincias que lo integraban de un marco político y jurídico
que mantuviese al rey francés alejado.
Ante la imposibilidad de integrarlas en un marco general, Carlos V dotó por el Tratado de Borgoña en 1548,
a cada una de las 17 provincias de una cierta autonomía que bajo la Sanción Pragmática las obligaba a seguir
obedeciendo y reconociendo a su soberano y su legislación central. El tratado permitía la sucesión en el
gobierno de cada una de las provincias y les imponía los impuestos necesarios para sufragar los gastos
militares y la defensa de los intereses del Imperio.
10. Dieta de Augsburgo (1547-1548).
Ante la oposición armada que ofrecen los luteranos, Carlos V convoca esta Dieta con la intención de
enderezar la situación. En ella se publica la ley imperial de cumplimiento hasta la celebración de un próximo
concilio, conocida como Interim de Augsburgo, y que desde la perspectiva católica hacía algunas
concesiones a los protestantes, como la comunión bajo las dos especies o el matrimonio de los clérigos.
Pero en la realidad el texto, por su ambigüedad, no contentó a nadie. Tras muchos intentos de resistencia y
discusión y cuando el sector protestante se retiraba, el paso de Mauricio de Sajonia al bando evangélico,
hizo cambiar la situación. Las derrotas de Innsbruck y Metz, condicionaron también a Carlos V que tuvo que
aceptar las imposiciones protestantes y firmar la Paz de Augsburgo en 1555.
11. Erasmo y el Humanismo.
Figura genial del Humanismo renacentista, y autor de grandes obras como el “Elogio de la locura”, Erasmo
de Rótterdam fue contemporáneo de Lutero y de los papas Julio II y Clemente VII. Ordenado sacerdote y
preocupado por las cuestiones religiosas, fue autor de un Nuevo Testamento que le dio fama en Europa, y
por lo que Lutero intentó ganarlo para la causa protestante. Pero pudo más su espíritu libre y crítico de gran
humanista y cuestionó también la reforma, lo que le salvó de la excomunión. Sin embargo sus críticas a la
iglesia romana y sus normas y la defensa de la pureza de corazón y los sentimientos frente a las ideas, le
valió también la enemistad de los católicos.
12. Magallanes y Elcano.
Hernando de Magallanes, navegante portugués, abandonó el servicio de la corona portuguesa para ofrecer
sus servicios al rey español Carlos V. En 1519, buscando una ruta hacia las islas Malucas que evitara pasar
por la demarcación portuguesa fijada en el Tratado de Tordesillas, partió con 5 naves y acompañado de Juan
Sebastián Elcano, hacia América del sur, buscando un paso hacia el Pacífico.
Pasado el estrecho que bautizó con su nombre, fue asesinado al llegar a las islas Filipinas, tomando el mando
de la expedición Elcano. Tras llegar a las Molucas, siguió viaje hacia el oeste y pasó el cabo de Buena
Esperanza. Comprobó entonces que, según los cómputos marítimos llevaban un día de retraso por haber
dado la vuelta al mundo de Este a Oeste.
Tres años después entraba con la nao Victoria en Sanlúcar, confirmando con esta vuelta al mundo, la
esfericidad de la tierra.
13. Lutero y la Reforma.
Agustino y teólogo alemán que al oponerse públicamente a las indulgencias propuestas por el papa, dio a
conocer sus 95 tesis que dieron lugar a la reforma religiosa.
Su idea se basaba en reconocer como único fundamento de la iglesia las Sagradas Escrituras, rechazando
todo aquello que no estuviera en las mismas, aunque viniera de la autoridad eclesial. Su base doctrinal quedó
patente en la Confesión de Augsburgo en 1530 a raíz de la cual y a pesar de su disconformidad con la
guerra, se creó la Liga Smalkalda que luchó por defender la causa de Lutero.
Para frenar la expansión de esta corriente religiosa, Carlos V hizo convocar el concilio de Trento en el que
se establecieron las bases de la llamada reforma católica o contrarreforma.
Con la paz de Augsburgo de 1555, el protestantismo quedó oficialmente reconocido aunque más adelante
dará lugar a la guerra de los Treinta años, que separaría Europa en dos bandos, católicos y protestantes.

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“El camino hacia la Guerra de Esmalcalda (1546-1547)”
En 1517 Martín Lutero, monje agustino, doctor en teología y profesor de lectura de la biblia en la
universidad de Wittenberg, presentó en una carta sus quejas sobre la situación de la iglesia católica al
arzobispo y príncipe elector Alberto de Maguncia. Sus críticas aludían sobre todo al abuso de la venta de
indulgencias. La gente pensaba, según Lutero, que solo con la compra de suficientes indulgencias podría
librarse del purgatorio ya que el dinero de su venta estaba destinado a roma, aparentemente para una buena
obra, es decir, para la construcción de la catedral de San Pedro. Esta carta fue, sin embargo, el
desencadenante de una controversia religiosa que acabaría dividiendo a la cristiandad; controversia que, a su
vez, acabaría sirviendo como bandera de intereses políticos diversos en un conflicto que cambió la historia
para siempre.
14. Carlos V.
Nacido en Gante, Carlos I heredó en 1517, de sus abuelos maternos Castilla, Aragón, Nápoles y los
territorios americanos, y de sus abuelos paternos, la Borgoña y Austria y los Países Bajos.
Tres años después sería nombrado emperador del sacro Imperio al tiempo que se desata en España el
problema de las germanías y el movimiento comunero.
Obsesionado con la idea de restaurar el viejo imperio sacro romano bajo una fe universal, buscó la alianza
con el papado.
Tres fueron los enemigos de su reinado: Francia, los protestantes, y los turcos.
Con Francia entablará una guerra tras otra durante más de cuarenta años por la hegemonía de la casa de
Austria sobre la de los Valois. Con los príncipes alemanes intentará solucionar el problema de la reforma,
impulsando el Concilio de Trento que llegó demasiado tarde. Contra los turcos no logrará dejar el problema
resuelto traspasándolo a su hijo y heredero Felipe II.
En su herencia se desprendió de los Países Bajos y del título imperial a favor de la rama austriaca de los
Habsburgo, pero dejó consolidada la posición española en los territorios italianos y en el nuevo continente.
16. Calvinismo.
Seguidor de la reforma de Lutero, Calvino fue más extremista que este e inició en Suiza una reforma más
drástica, basada en las Escrituras pero reduciendo los sacramentos a dos, bautismo y comunión. Abogó
también no sólo por la idea espiritual que proclamaba Lutero sino por la necesidad de organizar la iglesia,
estableciendo 4 ministerios o jerarquías: los pastores, que deben predicar y administrar el bautismo, los
diáconos encargados de la acción social, los doctores responsables de la enseñanza y los presbíteros
delegados por municipio que se ocupaban de los asuntos disciplinares.
El calvinismo puro sólo llegó a implantarse en Ginebra, pero fue la variante protestante más dinámica y más
comprometida con la lucha de los insurgentes y los campesinos contra la nobleza y los burgueses.
17. Concilio de Trento.
Como respuesta a la expansión de la reforma luterana, los padres de la iglesia se reúnen en Trento buscando
la reforma que necesitaba la iglesia católica. El Concilio que duró con diversas paradas, 18 años, decretó que
las fuentes de la fe católica eran las Sagradas Escrituras y la tradición, que los sacramentos eran siete, se
editó un nuevo Catecismo y la Vulgata, se fijó el índice de libros prohibidos y se creó la Inquisición.
Esta reacción fue llamada Contrarreforma y sus defensores se fijaron como objetivos, el reforzamiento del
papado y de la iglesia católica, la reconquista de los países en manos de los protestantes y sobretodo detener
la herejía con el tribunal de la Inquisición.
18. Paz de Augsburgo.
Con la paz de Augsburgo firmada en 1555 se pone fin al enfrentamiento entre Carlos I y los príncipes
alemanes, reconociendo el primero el principio de libertad religiosa con el célebre lema “cuius regio, eius
religio”. Los príncipes obtenían así el derecho de imponer a sus súbditos, su propia religión También se
anulaba la secularización de los bienes de la iglesia en los años precedentes.
19. Pacificación de Gante.
La muerte de Requesens como gobernador de los Países Bajos en 1575 deja estos territorios sumidos en un
terrible caos. Se produce el saqueo de la ciudad de Amberes y los seguidores de Felipe II son expulsados del
Consejo de estado. Las provincias flamencas se unen entonces a Holanda y Zelanda firmando la Pacificación
de Gante, contra la opresión española. Con este pacto pretendían expulsar a los soldados y funcionarios
españoles y restablecer la antigua autonomía de las ciudades y la soberanía de los Estados Generales. Era el

173
intento de crear un estado nuevo, intento que se verá abortado por el nombramiento de Don Juan de Austria
como nuevo gobernador de las Países bajos.
20. Paz de Vervins y Edicto de Nantes.
Tras el largo periodo de las guerras de religión en Francia, se extingue la dinastía de los Valois, y es
nombrado heredero Enrique de Borbón. Esta decisión es aprovechada por Felipe II para iniciar de nuevo los
enfrentamientos contra la monarquía francesa, utilizando como excusa el que el nuevo rey no era católico.
En realidad, Felipe II pretende hacer valer los derechos dinásticos de su hija Isabel Clara Eugenia como
reina de Francia, por ser su madre Isabel de Valois ya fallecida.
Sin embargo Enrique abjura de su religión y con su célebre frase “París bien vale una misa” se convierte al
catolicismo, siendo proclamado rey como Enrique IV. Las pretensiones del rey español continuaban y
aprovechaba la situación para apoderarse de algunas posesiones francesas para canjearlas por la retirada de
sus demandas dinásticas.
Finalmente, aceptado el nuevo rey por la mayoría de los franceses, Felipe II decide zanjar la cuestión antes
de traspasar la corona a su hijo Felipe III, firmando en 1598 la Paz de Vervins que reconoce al nuevo rey
francés.
Ese mismo año queda firmada la paz interna en Francia con la publicación del Edicto de Nantes en el que se
concede la total libertad de conciencia, se autoriza el culto calvinista excepto en París y se asegura la
igualdad de oportunidades para acceder a los cargos públicos y el retorno de los bienes secularizados. A
diferencia de otros edictos este si se cumplió tanto por parte católica como por parte calvinista aunque el
paso de los años irá mermando los derechos conseguidos hasta que el edicto es revocado por el rey Luís
XIV, imponiendo con el absolutismo, la unidad religiosa en Francia.
21. Galileo.
La revolución científica que tiene lugar en el siglo XVII se basaba en dos principales propuestas: la que
afirmaba que todo lo que ocurría en la naturaleza se podía explicar por las matemáticas y la que aseguraba
que la realidad solo podía ser entendida por la observación y la experiencia.
Junto a otros científicos geniales como Copérnico y Newton, Galileo, físico, matemático y astrónomo
italiano, defendió las teorías heliocéntricas de Copérnico aunque utilizó un lenguaje metafórico para
explicarlas y burlar así al tribunal de la Inquisición.
Construyó el anteojo que lleva su nombre y que utilizó para observar la luna, las manchas solares y para
descubrir los satélites mayores de Júpiter.
Es considerado por sus descubrimientos y por sus obras científicas uno de los padres del método
experimental y de la ciencia moderna.
22. Revolución científica.
El concepto de “revolución científica” se emplea para definir la trasformación de la sociedad occidental en
su paso de medieval a moderna, proceso que se inicia en el siglo XVI con Nicolás Copérnico. Esta
trasformación se debe si duda a un cambio de mentalidad hacia la naturaleza y de un nuevo pensamiento
científico. Con Galileo, la física adquirió el status de ciencia, necesario para el resto de las disciplinas que
necesitaban de un conocimiento científico. Con el siglo XVII se desarrollarán las técnicas necesarias para
tener el control racional de la experiencia y demostrar que pueden usarse los conceptos matemáticos para
explicar los fenómenos naturales.
24 Unión de Arrás y Unión de Utrecht.
En plena revolución de los Países Bajos y bajo el gobierno de Luis de Requesens, se produce en 1576, la
proclamación de las provincias de Holanda y Zelanda de un poder político y militar único, que entregaron a
Guillermo de Orange. En noviembre, los católicos del Sur y los calvinistas del Norte llegaron a un acuerdo,
la Pacificación de Gante, por el que exigían la retirada de las tropas extranjeras.
Un año después bajo el mando de Juan de Austria tiene lugar unos tímidos intentos de negociación que no
dieron sus frutos. Su prematura muerte forzó el nombramiento en 1578, de un nuevo gobernador, Alejandro
Farnesio que fomentó la división entre el Norte, calvinista y democratizante, y el Sur, católico y nobiliario.
Por la Unión de Arras de 1579 las provincias del Sur (Artois, Henao y Douai) reconocieron el poder real y la
fe católica y poco después el gobernador prometía el respeto a las libertades tradicionales. Las siete
provincias calvinistas del Norte (Holanda, Zelanda, Frisia, Güeldres, Utrecht, Overijsel y Groninga) se
confederaron en la Unión de Utrecht (1579), oponiéndose a la soberanía española y declarándose
independientes.

174
25 Paz de Câteau-Cambrésis.
En 1559 se firma el tratado de Câteau-Cambrésis por el que Francia renunciaba a varios territorios italianos
pero recuperaba San Quintín y conservaba Calais. Se concertó también la boda de Felipe II con Isabel de
Valois con la que se zanjaba el enfrentamiento histórico de los Habsburgos y los Valois.
26. Paz de Westfalia.
La Paz de Westfalia en 1648 pone fin a la guerra de los Treinta años que enfrentó a casi todas las potencias
europeas del momento, con un triple trasfondo religioso, político y hegemónico. Tras las distintas etapas que
afectaron sucesivamente a Bohemia, Dinamarca, Suecia y Francia, la paz o tratado de Westfalia se fraguó
gracias al abandono de Francia para hacer frente al problema de las Frondas, y dará lugar a un nuevo mapa
europeo. El Sacro Imperio verá modificado no sólo su estructura sino también s organización política y
religiosa al suprimirse los poderes político, jurídico y religioso del emperador. Se pierde el poder de la Dieta
imperial y se reforzó el poder de los príncipes alemanes. Suecia y Francia se incorporaron como miembros
activos del Sacro Imperio. Suecia será la nueva potencia en el Báltico y Francia proseguirá su conflicto con
España obligando al emperador a mantenerse neutral. En el plano religioso se reconocen los derechos de los
calvinistas.
Se puso fin también a la guerra de independencia de las Provincias Unidas, reconociendo España como
estados libres a las siete provincias del norte. También se declara la independencia de Suiza.
27. Pax Hispánica.
Los primeros 20 años del siglo XVII bajo el reinado de Felipe III, serán conocidos como los años de la Pax
Hispánica. Tras poner fin a las guerras de religión con Francia con la Paz de Vervins de 1598 que
solucionaba también la cuestión sucesoria de Enrique IV, se obtiene también la paz con Inglaterra en 1604
tras la sucesión de Isabel I por Jacobo I.
Se iniciará entonces en 1609 una tregua de 12 años con los Países Bajos y la monarquía española acuerda
los matrimonios del heredero Felipe IV con Isabel de Borbón y de la infanta Ana Mauricia con Luis XIII.
Resurge en cambio a tensión en el mediterráneo por la cuestión turca y finalmente se expulsa a los moriscos
en 1614.
Este largo e inusitado período de paz se rompe cuando el emperador Matías, en la crisis de Bohemia reclama
ayuda a su sobrino Felipe IV en la llamada Guerra de los Treinta años.
28. Oliver Cromwell (1643-1658).
Accedió a la política a través del parlamento, procedente de la “gentry” o nobleza rural y tuvo un papel
decisivo en la llamada primera revolución inglesa contra el poder real, que supuso el aniquilamiento del
Antiguo Régimen y la instauración del nuevo orden burgués.
A la muerte de Carlos I, Cromwell fue elegido por el parlamento para hacerse cargo de la ambigua situación
derrotando a los partidarios de los Estuardos y del heredero Carlos II. Abolió el Consejo de Estado y la
Cámara de los Lores y se tituló Lord Protector en 1653, en la incipiente república. En política exterior apoyó
a Mazarino contra la corona hispana. A su muerte le sucedió su hijo Ricardo sin alcanzar su autoridad y
eficacia.
30. Paz de los Pirineos y Paz de Oliva.
Después de firmarse la Paz de Westfalia en 1648, el conflicto entre Francia y España continua por la
recuperación de Cataluña y las plazas italianas perdidas en la Guerra de los treinta años. Barcelona pudo ser
tomada en 1652 y aunque no se pudo recuperar Arrás, los éxitos de las tropas españolas forzaron una
acuerdo, que no les fue favorable por intervenir Cromwell a favor de Francia.
La paz de los Pirineos firmada en 1659 entre Francia y España, consolidó la hegemonía de Francia en
detrimento de España que perdió definitivamente, además de varias plazas menores, los territorios del
Rosellón y la Cerdeña. En esta misma paz se acordó el matrimonio de Luís XIV con la hija de Felipe IV,
María Teresa, que renunció a sus derechos sobre la corona española. Irónicamente, la corona española fue a
parar unos años después a Felipe V, nieto de Luis XIV, provocando el cambio de dinastía de los Austrias por
los Borbones.
También se reanudó el conflicto del Báltico tras la paz de Westfalia, tras ser invadida Dinamarca en 1654
por el rey sueco Carlos Gustavo y ocupar parte del territorio polaco incluida Varsovia. El soberano polaco
enfrentado también con Rusia tiene que recurrir a las Provincias Unidas y al emperador Leopoldo I y con el
apoyo de Francia fuerza la Paz de Oliva en 1660 conocida también como Paz del Norte, en la que

175
Dinamarca es la gran perdedora quedando relegada a un segundo puesto en el Báltico, pasando a detentar la
hegemonía Suecia.
31. Expansión colonial holandesa.
Durante el siglo XVII las Provincias Unidas, sobre todo Holanda, vivieron un enorme crecimiento
económico. Aunque las condiciones naturales de su territorio eran poco favorables para la agricultura, se
desecaron grandes extensiones que permitieron el cultivo de cereales y la creación de prados para criar vacas
lecheras. La actividad industrial alcanzó un gran desarrollo, básicamente en el ámbito textil y en la talla de
diamantes. Sin embargo, los grandes ejes de la prosperidad económica hay que buscarlos en la pesca en el
Mar del Norte, en el comercio marítimo y en la banca. La Compañía de las Indias orientales, fundada en
1602, conquistó los mercados asiáticos, desplazando a los portugueses y convirtiéndose en la dueña del
tráfico de especias. Años más tarde, en 1622 se creó la Compañía de las Indias occidentales, asentándose
también en la cosa americana y compitiendo con los españoles. El comercio terrestre también fue
considerable. Los puertos de Ámsterdam y Rotterdam recibían y distribuían mercancías de todo tipo. El
Banco de Ámsterdam y la Bolsa de Comercio, elementos clave del desarrollo económico holandés, fueron
sin duda, los centros financieros más importantes de aquella época.
32. Decadencia del imperio otomano.
El imperio otomano se extendía por tres continentes: África, Asia Menor y en Europa desde las orillas del
mar Egeo y el Mar Caspio hasta Hungría. Con Solimán el Magnífico, que muere a mediados del siglo XVI,
alcanzó la cima de la grandeza y el poder turco, pero ya en el siglo XVII a pesar de continuar siendo una
gran fuerza política y militar, comienzan los signos de debilidad y decadencia, motivado ante todo por la
falta de capacidad de los nuevos sultanes, que dejaron el gobierno en manos de sus visires.
Tras la caída del gran visir Solluku, el poder quedó en manos de las mujeres del harén, periodo que se
conoce como “sultanato de las mujeres” pasando a continuación el poder a un grupo de oficiales jenízaros,
los Agas, disgregándose en diversos grupos cada vez más enfrentados.
El salto de los europeos hacia Oriente limitó su supremacía en el tráfico de estas rutas con la consiguiente
reducción del comercio internacional. En el plano militar, el ejército otomano seguía aferrado a los formas
antiguas de combate, mientras Europa ensayaba nuevas técnicas y armamento, puesto en práctica en la
reciente Guerra de los 30 años, con una nueva artillería más ligera y móvil.
A pesar de todo ello a mediados del siglo XVII, el ejército otomano inicia la gran guerra del mediterráneo
intentando la conquista de Creta, una guerra de desgaste que durará 24 años.
En el siglo XVIII, los enemigos del pueblo otomano siguen siendo los Habsburgo, a los que se unen Venecia
y posteriormente Rusia, tras el segundo intento de sitiar Viena, intentando recuperar Hungría, Serbia y los
Balcanes, un enfrentamiento intermitente que finaliza con la paz de Jassy 109 años después, en 1792. Con
esta derrota los otomanos dejaron de estar presentes en Europa.
Su decadencia no es sólo militar sino también económica, industrial y cultural ya que ante el avance
imparable de los estados europeos en el siglo XVIII, el imperio otomano permanece cerrado y aferrado a su
religión, no relacionándose salvo para firmar tratados, con los gobernantes europeos. Este aislamiento y
desconocimiento de la realidad europea será una característica básica de la mentalidad otomana que le hará
frenar e iniciar su periodo de decadencia.
33. Regalismo.
La tendencia absolutista de las monarquías modernas llegó a plantear la potestad del poder real en los
bienes de la iglesia, contrarrestando el inmenso poder del clero en la economía, la política y la sociedad.
Esta postura intervencionista de los monarcas será la causa por ejemplo de la expulsión de los jesuitas de
España en el reinado de Carlos III.
35. Felipe II.
Felipe II de España, llamado «el Prudente» (Valladolid, 21 de mayo de 1527-San Lorenzo de El Escorial, 13
de septiembre de 1598), fue rey de España desde el 15 de enero de 1556 hasta su muerte, de Nápoles y
Sicilia desde 1554 y de Portugal y los Algarves —como Felipe I— desde 1580, realizando la tan ansiada
unión dinástica que duró sesenta años y rey de las Indias. Fue asimismo rey de Inglaterra e Irlanda jure
uxoris, por su matrimonio con María I, entre 1554 y 1558, Duque de Milán; Soberano de los Países Bajos y
Duque de Borgoña.
Hijo y heredero de Carlos I de España e Isabel de Portugal, hermano de María de Austria y Juana de Austria,
nieto por vía paterna de Juana I de Castilla y Felipe I de Castilla y de Manuel I de Portugal y María de

176
Aragón por vía materna; murió el 13 de septiembre de 1598 a los 71 años de edad, en el monasterio de San
Lorenzo de El Escorial, para lo cual fue llevado desde Madrid en una silla-tumbona fabricada para tal fin.
Desde su muerte fue presentado por sus defensores como arquetipo de virtudes, y por sus enemigos como
una persona extremadamente fanática y despótica. Esta dicotomía entre la Leyenda Blanca o Rosa y
Leyenda Negra fue favorecida por su propio accionar ya que se negó a que se publicaran biografías suyas en
vida y ordenó la destrucción de su correspondencia. La historiografía anglosajona y protestante lo ha
calificado como un ser fanático, despótico, criminal, imperialista y genocida minimizando sus victorias hasta
lo anecdótico y magnificando sus derrotas en exceso. Basta como ejemplo la pérdida de una parte de la
Armada Invencible —cuya verdadera denominación era la Grande y Felicísima Armada— debido a un
fuerte temporal, que fue transformada en una victoria inglesa.
Su reinado se caracterizó por la exploración global y la expansión territorial a través de los océanos
Atlántico y Pacífico, llevando a la Monarquía Hispánica a ser la primera potencia de Europa y alcanzando el
Imperio español su apogeo, convirtiéndolo en el primer imperio mundial ya que, por primera vez en la
historia, un imperio integraba territorios de todos los continentes del planeta Tierra.
36. Isabel I de Inglaterra.
Isabel I de Inglaterra (1558-1603), hija de Enrique VIII y su segunda esposa Ana Bolena, accedió al trono
tras la muerte sin descendencia de su hermanastra María Tudor. En un contexto internacional de hegemonía
española y guerras de religión y en un contexto interno de lucha entre las facciones católica y protestante de
la aristocracia, la reina tuvo que hacer frente a los problemas dinástico y religioso para consolidar su
autoridad. Dado que cualquier opción de matrimonio podría provocar conflictos entre las facciones
enfrentadas, Isabel I, que estaba soltera y sin descendencia, decidió resolver el problema dinástico
declarando que su matrimonio era una prerrogativa regia y que, por lo tanto, no podía someterse a discusión
parlamentaria. En el fondo, Isabel I temía perder el control político: su matrimonio con un noble inglés
enfrentaría a las facciones rivales y su matrimonio con un príncipe extranjero vincularía la política inglesa a
otra potencia, teniendo en cuenta además que María Estuardo de Escocia también reclamaba el trono inglés
como descendiente de Enrique VII. Finalmente, Isabel I murió soltera, lo que le valió el apodo de “reina
virgen”.
En 1559, el primer Parlamento convocado por Isabel I aprobó las Actas de Supremacía y Uniformidad, por
las que la reina era declarada “gobernadora suprema” de la Iglesia anglicana y se fijaban las normas
litúrgicas constitutivas de la misma. El papa Pío V respondió con la bula Regnan in Excelsis de 1570
(excomunión de Isabel), que supuso la consumación de la ruptura de la Iglesia de Inglaterra con Roma.
Frente a ella, Isabel decidió afirmarse como referente de la Reforma, ofreciendo protección a otros
movimientos antipapistas en Europa (empezando por los Países Bajos). En 1587, aceptó la ejecución de
María Estuardo de Escocia, lo que precipitó la guerra con España (Armada Invencible de 1588).
El anglicanismo que se consolida con Isabel I es una nueva variante del protestantismo instaurada por
voluntad de la realeza inglesa, doctrinalmente más cerca del catolicismo que de las confesiones propiamente
protestantes, pero con una gran afirmación de independencia frente a Roma, como corresponde a los
intereses políticos que están detrás de ella.
Mantuvo gélidas relaciones con Felipe II, con quien libró una guerra que arruinó económicamente a ambos
países.
37. La batalla de Lepanto.
La batalla de Lepanto fue un combate naval de capital importancia que tuvo lugar el 7 de octubre de 1571 en
el golfo de Lepanto, frente a la ciudad de Naupacto en el golfo de Corinto situado entre el Peloponeso y
Epiro, en Grecia actual.
Se enfrentaron en ella la armada del Imperio otomano contra la de una coalición cristiana, llamada Liga
Santa, formada por el Reino de España, los Estados Pontificios, la República de Venecia, la Orden de Malta,
la República de Génova y el Ducado de Saboya. Los cristianos resultaron vencedores, y se salvaron solo 30
galeras turcas. Se frenó así el expansionismo turco por el Mediterráneo occidental.
Felipe II le encarga la misión de dirigir la batalla a un Joven Don Juan de Austria (comandante supremo de
la flota), tutelado por Don Luis de Requesens y secundado por otros grandes militares y marinos como
Alejandro Farnesio, Don Álvaro de Bazán, el almirante García de Toledo y el genovés Andrea Doria entre
otros. Coordinar una gran flota como esta era ardua tarea pero Don Juan de Austria lo consiguió y todo salió
bien pase a toda clase de inconvenientes.

177
Esta batallas se inmortalizó por el bando cristiano como una milagro, pero no fue así ya que en poco tiempo
la armada otomana se rehízo y recupero su poder, pero fue la primera vez que se les pone freno a los turcos
en el mediterráneo.
En esta batalla participó Miguel de Cervantes, que resultó herido, y perdió la movilidad de su mano
izquierda, lo que valió el sobrenombre de «manco de Lepanto». Este escritor, que estaba muy orgulloso de
haber combatido allí, la calificó como «la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos, ni
esperan ver los venideros».

- 2: persecución del judaísmo.


Estimados profesores, si la religión católica ha perseguido al pueblo judío, o a su religión, ¿por qué esos
mismos católicos se identificaban con los antiguos reyes de Israel? Por ejemplo, la expulsión de los judíos
de España por los reyes católicos y la construcción en El Escorial de las esculturas de David y Moisés por
parte de Felipe II, con las que se identificaba a sí mismo y a su padre. No comprendo ese odio y a la vez esa
admiración. Ruego me disculpen si este no es el foro adecuado y les pido que por favor me respondan.
Muchas gracias y reciban un cordial saludo.
20/01/15

- 2: Re: persecución del judaísmo (respuesta a 1).


Estimado Tomás,
Lo que preguntas sin duda sobrepasa mis atribuciones, pero intentaré contestarte lo mejor que pueda.
En primer lugar estas confundiendo dos cuestiones, y metiendo en un mismo saco la religión, con el origen e
historia del pueblo judío. Es lógico que el cristianismo, actual o del pasado, identifique elementos de la
cultura y religión judía y los incluya como propios, al venir el cristianismo de ahí. Eso no nos debe
sorprender, al igual que el continuo uso de símbolos.
Tampoco creo que se haya perseguido al pueblo judío en sí (cultura o raza), sino su a religión, ya que buena
prueba de ello es el gran número de conversos que hubo en España. Estos se quedaron, y de los cuales
descendemos también los españoles. Los conversos solo eran perseguidos sí realmente se comprobaba que
no se habían convertido de manera sincera y seguían profesando su antigua fe.
En la Edad Moderna el “odio al judío” estaba profundamente cimentado en las clases sociales más humildes,
que veían (o eran guiados a ver) en los judíos un enemigo, y personas que se enriquecían “ilícitamente”
(según el cristianismo) de prestar dinero a los demás. En general las comunidades judías podían contaron
con cierta pujanza económica que desató muchas envidias y un odio que iba más allá de la religión, sobre
todo en pequeñas sociedades que en ocasiones canalizaban su odio sin ningún criterio, y muy especialmente
hacia los diferentes.
Un cordial saludo, Antonio J. Rodríguez

- 3: Re: Pax Hispánica (respuesta a 1).


Estimado Pablo,
El concepto de Pax hispánica es una expresión historiográfica, y como indica el nombre hace referencia a
España. En concreto a una parte del período de hegemonía española, la caracterizada por su política exterior
más pacifista, que se limitó al periodo entre 1598 y 1621, correspondiente al reinado de Felipe III y su
valido el Duque de Lerma. Realmente la Pax Hispánica es un proceso que se inicia en 1598 con La paz de
Vervins con Francia. Continúa con el tratado de Londres de 1604, que puso fin a la guerra anglo-española de
1585-1604. Y que realmente está en su máximo apogeo en 1609, con el inicio de la tregua de los doce años,
que puso un paréntesis en la guerra de los ochenta años con Holanda. Entonces España por fin contempla un
periodo de relativa paz que durará poco, hasta la llegada de Felipe IV y su valido Olivares (1621).

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En cuanto a los puntos a tratar serían los que comprenden a la España de ese periodo, y a ese proceso de
paces.
Un cordial saludo, Antonio J. Rodríguez

8: Ampliación de la Reserva Eclesiástica tras Paces de Westfalia.


Hola buenos días.
En las paces de Westfalia se amplía la Reserva Eclesiástica (paz Augsburgo 1555) sobre señoríos
protestantes y católicos.
Según la misma Si un príncipe que ocupa un cargo eclesiástico católico y se convierte al luteranismo no
puede apropiarse de los bienes de la iglesia católica y hacerlos hereditarios de su "familia". Solo
admitiéndose secularizaciones anteriores a 1552.
Mi duda es la siguiente:
La ampliación de la Reserva Eclesiástica sobre señoríos católicos y protestantes, incluida en la Paz de
Westfalia, ¿qué quiere decir? ¿Que también se admiten secularizaciones de bienes luteranos por parte de
católicos? y si es así ¿a partir de qué fecha? Agradezco de antemano su atención. Reciba un cordial saludo
12 Dic 2014, 09:49

- 8: Re: Ampliación de la Reserva Eclesiástica tras Paces de Westfalia (respuesta a 1).


Estimado Cristian,
Antes de la paz, los príncipes eclesiásticos, como por ejemplo el elector arzobispo de Colonia, se convertían
al protestantismo y se negaban a renunciar sus dominios temporales. Algo que provocaba numerosos
conflictos.
En las disposiciones de la Paz de Westfalia, subsistió la reserva eclesiástica, pero fueron reconocidos los
derechos de los protestantes, haciéndose extensivos a los calvinistas, manteniéndose como válidas las
secularizaciones anteriores a 1624.
Tras Westfalia, un alto tribunal de justicia del Imperio quedaba constituido con igual número de jueces
protestantes que católicos, siendo su misión principal regular estas cuestiones. Pero como suele ocurrir, los
católicos siempre se quejaban de la pérdida de los bienes de la Iglesia; y los protestantes, por el
mantenimiento de la reserva eclesiástica, que no les permitía adquirir nuevos bienes. La medida nunca
llegaría a satisfacer a nadie. Un cordial saludo, Antonio J. Rodríguez

TERMINO BISOÑO.
Estimado Fernando,
No hay ningún problema por preguntar. También te indico que en los Centros asociados deben poner el
nombre y la facultad de los profesores que asisten, si bien es bastante difícil que coincida que haya uno de
todas las facultades.
Yo sólo puedo decirte a nivel particular (y sin miedo a revelar ningún secreto, o publicar donde estarán los
demás) que la primera semana atenderé el tribunal de Soria, y la segunda semana en Pontevedra. Mucha
casualidad sería que estuvieras en uno de ellos.
Como buen conocedor que soy de los Tercios, te diré que efectivamente se les llamaba así por preguntar. El
término Bisoño viene de Italia, de cuando las tropas españolas llegaban a reforzar las guarniciones estables
de Milán, Nápoles o Sicilia. Al desembarcar los jóvenes españoles recién alistados solían pasar necesidades,
por lo que una de las primeras palabras que aprendían para comunicarse con la población autóctona era el

179
verbo italiano necesitar (Bisogno), que empleaban para intentar conseguir pan, agua o cualquier otro
elemento indispensable. Con el tiempo el término se españoliza fonéticamente hasta la fórmula actual,
Bisoño, que significa un recluta nuevo.
Nunca está de más aprender de donde vienen algunas cosas...
Un cordial saludo y mucho ánimo, Antonio J. Rodríguez

- 19: Re: Demografía antigua (respuesta a 1).


Estimado Fernando,
Un comportamiento demográfico antiguo, era el propio de los siglos XVI y XVII, y también del pasado.
Presentaba los siguientes rasgos: Un escaso crecimiento vegetativo, condicionado por altas tasas de
natalidad, pero con altas tasas de mortalidad, especialmente infantil; y la continua aparición de epidemias
catastróficas ante la falta de medidas higiénicas, y médicas.
Además, existía un inestable equilibrio entre la población y los recursos. El elemento regulador de la
demografía era la mortalidad, estrechamente relacionada con la dependencia de una economía de carácter
agrícola. Periódicamente se producían crisis de subsistencias desatadas por el encadenamiento de malas
cosechas, produciéndose hambrunas, enfermedades, epidemias….
A partir del siglo XVIII estos esquemas empiezan a cambiar, evolucionando este modelo en varias zonas de
Europa como Inglaterra, Francia, Holanda,… en donde el incremento de los excedentes alimentarios y la
mejor nutrición, conllevarían a la disminución del ciclo del hambre, epidemias y muerte. Otro factor que
influyó, aunque de manera todavía limitada, fue el tímido progreso de la medicina.
Un cordial saludo, Antonio J. Rodríguez

- 21: Re: Guerras en Italia (1494-1516) (respuesta a 1)


Estimado Pablo,
Ya se ha producido el primer examen y los foros de preguntas están cerrados. Aun así te diré que debes ser
menos puntilloso sobre ese aspecto, ya que en esos momentos los Trastámara y Habsburgo eran aliados y
estaban confluyendo en una rama familiar: los Austrias españoles. Si bien esto es así, ambas familias tenían
pretensiones sobre Italia: La rama Aragonesa sobre el sur de Italia, y los Habsburgo sobre el norte de Italia,
en lugares como Milán, ya que esta región formaba parte del Imperio.
Un cordial saludo, Antonio J. Rodríguez

La Guerra de los Treinta Años.

FLORISTAN

16. B. J. García: “La Guerra de los Treinta Años y sus conflictos asociados”

16.1. La Pax Hispánica (1598-1618)

16.1.1. La Europa de las pacificaciones: la balanza de las potencias.

Las guerras libradas durante el reinado de Felipe II (1556-1598) habían generado un importante desgaste
humano y financiero tanto en la Monarquía Hispánica como en las demás potencias beligerantes, que
deseaban abrir un período de estabilidad. Felipe III (1598-1621) accede al trono con el propósito de iniciar
un proceso de pacificación y contener el declive de la Monarquía Hispánica. De ahí que en sus primeros
años de reinado firme las paces con Francia (Vervins, 1598) e Inglaterra (Londres, 1604) y la Tregua de los
180
Doce Años con las Provincias Unidas (1609). La Pax Hispánica (1598-1618) es en realidad un período de
“guerra fría”, que no resuelve los antiguos problemas sino que tan solo los posterga por razones de
agotamiento militar y financiero. Felipe III fomentó formas más rentables de hostigamiento sobre sus
enemigos: embargos comerciales, impuestos aduaneros y la militarización del estrecho de Gibraltar (para
dificultar el comercio de los países del norte de Europa con el Mediterráneo). Con todo, España aprovechó
este período de relativa calma para retomar la política mediterránea (lucha contra el infiel) y el debate sobre
la reforma de los reinos peninsulares.

La Paz de Vervins de 1598, que ponía fin a la intervención española en las guerras de religión francesas y
cedían la soberanía de los Países Bajos a la infanta Isabel Clara Eugenia, puede considerarse realmente un
éxito de la diplomacia pontificia. Clemente VIII contribuyó a restablecer la situación acordada entre
Francia y España en Câteau-Cambrésis (1559), reforzando así la autoridad temporal de la Santa Sede en
Italia, cuyos dominios se ampliaron con la incorporación de Ferrara a los Estados Pontificios.

Se produce también un cambio decisivo en la estrategia de la guerra naval que se libraba contra ingleses y
holandeses en el Atlántico. En 1599, una expedición militar holandesa al mando de Van der Does saqueó la
ciudad de Las Palmas de Gran Canaria y la isla de La Gomera. Felipe III respondió enviando contingentes
militares en apoyo de la revuelta católica de Irlanda, que acabó con la derrota de las tropas españolas e
irlandesas en 1602. No obstante, los ingleses se vieron obligados a reforzar su presencia militar en Irlanda,
lo que favoreció la negociación de la paz con Inglaterra en vísperas de la sucesión de Isabel I. La Paz de
Londres de 1604, sobre una base de tolerancia religiosa y apertura comercial, privó a las Provincias Unidas
de una importante asistencia militar y financiera directa y facilitó las comunicaciones navales españolas con
los Países Bajos a través del Canal de la Mancha.

Tras reforzar las relaciones en el seno de la dinastía Habsburgo (mediante los dobles matrimonios de Felipe
III con Margarita de Austria y de la infanta Isabel Clara Eugenia con el archiduque Alberto de Austria, que
gobernaba los Países Bajos españoles desde 1595), Felipe III ratificó la cesión de soberanía y convocó la
Conferencia de Blogne (1600) para tratar sobre la pacificación de los Países Bajos (participaron
representantes de España, Francia, Inglaterra, Flandes y las Provincias Unidas). Después de algunas batallas,
llegó la Tregua de los Doce Años (1609-1621), cuyo articulado reconocía de facto la independencia de las
Provincias Unidas, pero no incluía cláusulas que defendiesen el culto católico en las provincias rebeldes ni
que frenasen la expansión de la recién creada Compañía Holandesa de las Indias Orientales. Se posponía así
la solución del verdadero conflicto de Flandes, con la esperanza de afrontarla más adelante en mejores
condiciones.

16.1.2. Desafíos a la quietud de Italia y crisis de la política de paz (1601-1617).

Una cuestión que había quedado sin resolver en el Tratado de Vervins era la posesión saboyana del
marquesado de Saluzzo. Por el Tratado de Lyon (1601), Saboya cedió a Francia sus territorios
ultramontanos (“Saboya francesa”) a cambio del marquesado de Saluzzo. Este tratado debilitaba la ruta
terrestre que unía la Lombardía española con el Franco Condado y Flandes, para el envío de dinero y
hombres al frente flamenco. Mediante una política de quietud, los gobernadores españoles de Milán
mantuvieron el delicado equilibrio de poderes en el norte de Italia, limitando el expansionismo de Saboya y
abortando las intrigas de franceses y venecianos. En cualquier caso, se mantenía una auténtica “guerra fría”
entre España y Francia en la zona.

16.2. La Guerra de los Treinta Años (1618-1648)

16.2.1. La guerra de las guerras: una interpretación más global


181
La expresión “Guerra de los Treinta Años” fue acuñada por Pufendorf en la segunda mitad del siglo XVIII,
para hacer referencia al conflicto bélico que asoló al Sacro Imperio entre 1618 y 1648 (el inicio estaría
marcado por la revuelta de Bohemia y la defenestración de Praga). Pero la nueva historiografía iniciada en la
década de 1970 nos ofrece una interpretación más amplia, hablando de una gran guerra europea con
repercusiones y escenarios en otros continentes.

La visión tradicional ha interpretado la Guerra de los Treinta Años como la última contienda confesional
europea entre la Reforma y la Contrarreforma, una vez agotado todo el potencial de la Paz de Augsburgo
(1555). Sin embargo, hoy tiende a considerarse que la religión fue básicamente un instrumento al servicio de
la propaganda política para movilizar las conciencias populares. En las alianzas confesionales que se forjan
en esta guerra, encontramos intereses políticos superiores que vienen determinados por otros conflictos:
dinásticos y sucesorios (como el de los Vasa en Polonia y Suecia), por rivalidades hegemónicas (como la de
Dinamarca/Suecia/Moscú por el Báltico o la de España/Francia) y por intereses económicos y estratégicos
(como los del dominio de los mercados del mar del Norte, del Mediterráneo y de los espacios coloniales
extraeuropeos).

Todos estos conflictos se hallaban estrechamente concatenados y por eso para su conclusión fue necesario
articular un nuevo sistema de conferencias de paz que desembocaría en la firma de los tratados de Westfalia
y daría lugar a un nuevo ordenamiento del mapa europeo.

Los principales factores desencadenantes fueron:

– Los conflictos que surgieron entre ciertos Estados que servían de frontera entre las grandes potencias y que
por ello resultaban esenciales para mantener el equilibrio político continental (el Palatinado, los ducados
renanos, Suiza, Bohemia, Brandeburgo, Transilvania, Saboya, etc.)

– La reanudación de la guerra de independencia de las Provincias Unidas.

– El grave conflicto constitucional del Imperio provocado por la renovada alianza dinástica de las dos ramas
de la Casa de Austria (Pacto de Praga de 1617, que suponía la renuncia formal de Felipe III a la sucesión
imperial en beneficio de Matías y Fernando II) y la confrontación civil entre los príncipes de la Liga
Católica y de la Unión Protestante, que socavó las bases de la Paz de Augsburgo (1555).

– El empeño de la Monarquía Hispánica por mantener el control de ciertas rutas estratégicas (entre la
Lombardía y Flandes, el Canal de la Mancha, las rutas atlánticas a las Indias Orientales y Occidentales y las
rutas del Pacífico en la fachada occidental de América).

– El expansionismo sueco, que relegará a Dinamarca y Polonia a un papel muy secundario en la política
europea.

Por último, en la Guerra de los Treinta Años se aprecian también tensiones sociopolíticas entre la
implantación del absolutismo regio y la defensa de los derechos jurisdiccionales (sobre todo en el Sacro
Imperio, pero también con brotes revolucionarios en Francia y España durante la década de 1640, que
explicarán el papel desempeñado por Gran Bretaña a raíz de sus guerras civiles).

16.2.2. La división confesional del Sacro Imperio: una frágil paz armada (1606-1617).

Durante el último cuarto del siglo XVI, el protestantismo se expandió por territorios que había confirmado
su catolicismo con la Paz de Augsburgo de 1555 (como los territorios patrimoniales de los Habsburgo),
Bohemia y Hungría. En 1606, tuvo lugar la revuelta de Donauwörth (ciudad imperial adscrita al círculo de
Suabia), donde se respetaba la convivencia de los cultos católico y luterano. El duque de Baviera intervino
182
militarmente y se apropió de la ciudad. Esto provocó la formación de dos coaliciones: la Unión Protestante
(liderada por el elector Federico IV del Palatinado y con el apoyo de la República de las Provincias Unidas y
de Inglaterra) y la Liga Católica (liderada por el duque de Baviera y los tres príncipes electores eclesiásticos
[Tréveris, Maguncia y Colonia] y con el apoyo de España).

16.2.3. La ofensiva católica: hacia una Pax Austriaca (1618-1628).

El reino de Bohemia constituía una pieza clave en la estabilidad de la Casa de Austria en el Sacro Imperio
(al asegurar la supremacía católica y la frontera con el Imperio Turco). El rey de Bohemia era príncipe
elector desde 1356 y contaba con recursos financieros mucho mayores que los que proporcionaban el reino
de Hungría y los Estados patrimoniales de los Habsburgo.

Fernando II de Habsburgo fue proclamado rey de Bohemia en 1617 y emperador en 1619. Aplicó una
política religiosa intransigente, declarando su voluntad de suprimir la “Carta de Majestad” (otorgada en
1609 por el también rey de Bohemia y emperador Rodolfo II, concediendo la libertad religiosa a los
bohemios). La oposición (pequeña nobleza y alta burguesía) se sublevó en la llamada “defenestración de
Praga” (1618). De inmediato se formó una confederación de todos los territorios de la corona bohemia sobre
los principios de la Carta de Majestad, garantizando la libertad religiosa. Estalló la guerra civil entre la
Unión Protestante y la Liga Católica. En 1619, los Estados Generales de Bohemia depusieron a Fernando y
eligieron al elector calvinista del Palatinado. El ejército católico derrotó finalmente a los rebeldes en la
batalla de la Montaña Blanca (1620). La derrota de los rebeldes dio lugar a la implantación de una
absolutismo patrimonialista y católico en Bohemia. Las tierras de los rebeldes fueron expropiadas y el
protestantismo fue perseguido. Se promulgó para Bohemia una nueva “Forma de Gobierno” (1628), que la
convertía en corona hereditaria para la dinastía de los Habsburgo y limitaba el poder de los Estados
Generales. Esto también reforzó el absolutismo en los Estados patrimoniales de los Habsburgo.

16.2.4. La guerra de independencia de las Provincias Unidas.

La última fase de la Guerra de los Ochenta Años (1568-1648) fue la Guerra de Flandes (1621-1648), que
se convirtió en la escuela de armas de toda Europa (allí acudieron militares de carrera y soldados de fortuna
para aprender las últimas innovaciones en técnicas y estrategias de combate).

Durante la Tregua de los Doce Años (1609-1621), hubo varias negociaciones de paz, que no llegaron a buen
puerto por diversos motivos (expansión neerlandesa en el tráfico mediterráneo, bloqueo permanente de los
accesos marítimos de Amberes, apoyo flamenco a la piratería berberisca, progresiva penetración de la
Compañía de las Indias Orientales en las rutas y mercados coloniales portugueses de África y Asia, etc.)
Además, en Holanda existía el enfrentamiento ente arminianos (liderados por Oldenbarneveldt y partidarios
de la paz, para potenciar la expansión mercantil y colonial que estaban financiando las élites dirigentes de la
provincia de Holanda) y gomaristas (apoyados por la Casa de Orange e interesados en reanudar las
hostilidades). Oldenbarneveldt fue procesado y ejecutado por traición en La Haya en 1619.

La última fase de la guerra fue iniciada en 1621. Ahora la contienda se libra principalmente por medio de
asedios, multiplicándose además las medidas de presión sobre el adversario (embargos, bloqueos, corso y
contrabando). Se crea la Compañía de las Indias Occidentales, para desarrollar la expansión colonial
neerlandesa en el Caribe, Brasil y Guinea, pero desde 1630 los holandeses comenzaron a ser desalojados de
todos estos territorios coloniales. En cambio, la Compañía de las Indias Orientales reforzó su presencia en
Extremo Oriente. En los Países Bajos, se produce la ofensiva del Ejército de Flandes. La toma de Breda
(1625) fue convertida por la propaganda española en una de las victorias más importantes del siglo. Los
holandeses la recuperaron en 1637 y los españoles volvieron a conquistarla en 1640. La batalla de las Dunas
183
(1639), librada frente a las costas inglesas del Canal de la Mancha, dificultó la posibilidad de asistencia
militar y financiera española directa a los Países Bajos meridionales. La toma de importantes plazas en
Flandes por los rebeldes dejó en una situación muy vulnerable a Amberes y Bruselas, propiciando la
apertura de negociaciones en 1645.

16.2.5. La invasión sueca y la crisis del bando imperial (1628-1934).

El emperador Fernando II promulgó el Edicto de Restitución (1629), que ampliaba la Reserva Eclesiástica
de 1555 al imponer el restablecimiento de todas las tierras eclesiásticas secularizadas desde 1552. Esto
suscitó la oposición de muchos príncipes alemanes y del propio Wallenstein (general católico de mucho
éxito, que había sido premiado por el emperador con diversos títulos nobiliarios). La Paz de Ratisbona entre
el Imperio y Francia (1630) retiró a los franceses de la lucha en el Sacro Imperio y forzó la destitución de
Wallenstein.

Los suecos desembarcaron en Alemania en 1630, llegando a asentarse de manera permanente. En 1631, Luis
XIII de Francia se comprometió a enviar un subsidio anual al ejército sueco asentado en Alemania. Ese
mismo año los príncipes alemanes protestantes (liderados por Sajonia) promulgaron el Manifiesto de
Leipzig, por el que establecían una alianza defensiva tanto frente al emperador como frente a los invasores
suecos. Pero la penetración de los católicos en Sajonia les llevó a aliarse con el rey Gustavo Adolfo de
Suecia. Por la batalla de Breitenfeld (1631), los suecos ocuparon amplias zonas del oeste. Pero la batalla de
Lützen (1632), en la que murió Gustavo Adolfo, acabó con los grandes proyectos suecos.

Cuando estalló la guerra entre Polonia y Rusia (1632-1634), Suecia decidió replegar el grueso de sus tropas
desde el sur de Alemania hacia Prusia, para garantizar el control de estas posesiones en el norte. Aseguraron
su influencia en los círculos de Franconia, Suabia y Renania estableciendo con sus principados protestantes
la Liga de Heilbronn (1633).

Por la Paz de Praga entre el elector de Sajonia y el emperador (1635), el Edicto de Restitución quedó
suspendido y se prohibió el mantenimiento de ejércitos privados. El emperador buscaba un arreglo con sus
enemigos internos para expulsar a los suecos.

16.2.6. La guerra hispano-francesa: hacia una guerra total (1635-1659).

En 1635, Luis XIII de Francia declaró la guerra a la Monarquía Hispánica, aduciendo la necesidad de
proteger a su aliado el elector de Tréveris (apresado por tropas españolas) y aplacar la supuesta pretensión
española de invadir Francia (apoyando las aspiraciones al trono de Gastón de Orleans). Previamente, había
organizado una amplia red de alianzas contra los Habsburgo, incluyendo acuerdos con el ducado de Saboya,
la Liga de Heilbronn y las Provincias Unidas.

Los primeros años de la guerra fueron favorables a España, saldándose con una profunda penetración del
Ejército de Flandes en Francia. En 1636, las tropas españolas llegaron a las puertas de París. Pero Madrid
concedió prioridad al frente flamenco sobre el francés, lo que motivó la retirada paulatina de Francia. Entre
1637 y 1640, Francia respondió ocupando gran parte del ducado de Luxemburgo. En 1640, las
sublevaciones de Portugal y Cataluña minaron todavía más la capacidad de contraataque español. En 1642,
el ejército francés ocupó el Rosellón y derrotó al ejército español en Lérida. En 1643, se producen casi a la
vez la muerte de Luis XIII y la derrota de Felipe IV en el norte de Francia (batalla de Rocroi de 1643). La
última gran batalla de la guerra hispano-francesa se desarrolló también en el norte de Francia y terminó
también con la derrota de Felipe IV (batalla de Lens de 1648).

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Los suecos, al borde de la bancarrota, firmaron la Paz de Stumdorf (1635), renunciando a Prusia y evitando
así un nuevo conflicto con Polonia. Pero enseguida se recuperaron (toma de Leipzig tras la segunda batalla
de Breitenfeld de 1642). A continuación debieron hacer frente a una nueva guerra con Dinamarca (1643-
1645), que concluyó con la Paz de Brömsebro, muy favorable a Suecia, que se hizo con las islas de Ösel y
Gotland y convirtió a Dinamarca en un país cuya independencia solo podía asegurarse con el apoyo de otras
potencias. Entre 1646 y 1648, amenazaron Viena y Baviera y lanzaron un terrible ataque contra Praga
cuando estaban a punto de firmarse las paces de Westfalia.

Después de negociar las paces de Westfalia, que pusieron fin a la Guerra de Flandes, la Monarquía
Hispánica pudo concentrase en la recuperación de Cataluña (Barcelona se rindió tras la batalla de Montjuïc)
y lanzar una fuerte contraofensiva en Italia (recuperación de varias plazas que permitieron mejorar las
comunicaciones navales entre Nápoles y Milán) y Flandes (fracaso en el intento de recuperar Arrás). En
1654, los ingleses declararon la guerra a la Monarquía Hispánica y se apoderaron de Jamaica. Varias
derrotas en América entre 1657 y 1658 obligaron a la Monarquía a negociar la Paz de los Pirineos (1659).

16.2.7. Nuevas paces para Europa: Westfalia, los Pirineos y la Oliva (1648-1660).

Se conocen como Paz de Westfalia los tratados firmados en 1648 por el emperador germánico Fernando III
de Habsburgo con Francia (y sus aliados católicos) en Münster y con Suecia (y sus aliados protestantes) en
Osnabrück, que pusieron fin a la Guerra de los Treinta Años que había tenido lugar en el interior del Imperio
entre 1618 y 1648 (en principio por motivos confesionales, pero que se convirtió en una pugna acerca de la
constitución imperial y el sistema europeo de Estados). Estos tratados tuvieron importantes repercusiones en
toda Europa, suponiendo el triunfo del poder principesco sobre el poder imperial, la quiebra definitiva de
los poderes con afán universalista (tanto por parte del Imperio como por parte del Papado), la consumación
de la ruptura de la Cristiandad y la sustitución de la hegemonía española por un nuevo sistema europeo de
Estados basado en la secularización de la política internacional y la coexistencia de varias potencias
(Francia, Inglaterra, Suecia y las Provincias Unidas) recíprocamente limitadas por un principio de equilibrio.
Las disposiciones de los tratados de Westfalia pueden agruparse en función de su contenido religioso,
jurídico-constitucional y político:

– Desde el punto de vista religioso, se confirma la Paz de Augsburgo de 1555, pero extendiéndola a los
calvinistas, y los cambios de confesión serán tolerados por la autoridad (excepto en el Palatinado Superior y
en los territorios hereditarios imperiales, donde solo se admite la religión católica).

– En cuanto a las disposiciones jurídico-constitucionales, hay que destacar que las leyes y tratados
imperiales quedan sujetos a la aprobación de la Dieta y se reconoce el derecho a la libre alianza de los
Estados imperiales (excepto contra el emperador y el Imperio). Además, Baviera mantiene su condición
electoral y el Palatinado la recobra (de esta forma, se pasa de siete a ocho príncipes electores) y se crea un
nuevo Estado imperial: el Palatinado Inferior.

– Las disposiciones políticas, por último, consisten básicamente en un reparto de territorios que viene a
resolver las disputas territoriales de la guerra: Francia obtiene Alsacia meridional y conserva los tres
obispados de Lorena (Metz, Toul y Verdún); Suecia obtiene Pomerania Occidental (en la desembocadura del
Óder) y el ducado de Bremen (en la desembocadura del Elba), así como el derecho de asistencia y voto en la
Dieta imperial; Baviera obtiene el Palatinado Superior, Sajonia y Lusacia; Brandeburgo obtiene Pomerania
Oriental y tres obispados (Halberstadt, Kammin y Minden); y la independencia y la neutralidad de la
Confederación Helvética y de las Provincias Unidas son reconocidas y garantizadas por todos los Estados.

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Los tratados multilaterales de Westfalia fueron seguidos por una serie de tratados bilaterales que los
concretaron. Hay que destacar el firmado en 1648 entre la Monarquía Hispánica y las Provincias Unidas
(Paz de La Haya), que supuso el reconocimiento de las 7 provincias septentrionales de los Países Bajos
como República independiente. Seguía sin asegurarse la libertad de culto público católico en los Países
Bajos. Por primera vez y de forma explícita, la Monarquía Hispánica renunciaba a su teórico exclusivismo
en el continente americano, al reconocer a las Provincias Unidas el derecho a navegar y comerciar en
aquellas tierras que no estuviesen bajo control español.

Este tratado se extendió también a las áreas coloniales, al establecer un reparto de zonas de influencia entre
España y Holanda que trataba de evitar futuras injerencias francesas o británicas.

La Monarquía se comprometió a no ampliar sus posesiones en las Indias Orientales, conservando


íntegramente los asentamientos existentes en Filipinas.

La Paz de los Pirineos (1659) fue claramente favorable para los franceses. Francia obtuvo territorios en
Cataluña (el Rosellón y la Alta Cerdaña) y los Países Bajos (la provincia de Artois y una serie de plazas
fuertes desde Flandes hasta Luxemburgo), a cambio de no prestar ayuda a los rebeldes portugueses. Pese a
todo, Cataluña experimentó un nuevo dinamismo facilitado por la libertad comercial establecida en el
tratado. El acuerdo quedó garantizado por el matrimonio entre Luis XIV y María Teresa de Austria.

Poco después de los tratados de Westfalia, se reanudaron los conflictos en la Europa báltica. En 1654, Carlos
Gustavo X de Suecia invade Dinamarca. La Paz de la Oliva (1660) es desastrosa para Dinamarca, que
pierde su control exclusivo sobre los derechos arancelarios del Sund (compartidos ahora con los suecos) y
queda relegada a un papel secundario en el Báltico. Suecia obtendrá también la Livonia interior;
Brandeburgo, la Prusia oriental; Rusia conserva sus conquistas sobre Ucrania oriental y los antiguos
territorios de la Orden Teutónica.

Para terminar, hay que decir que la Monarquía Hispánica y el Papado se negaron a firmar los tratados
de Westfalia, sin duda por lo que suponían de quiebra de la hegemonía española y de la autoridad
pontificia sobre la política de los Estados, respectivamente. Sin embargo, en el marco de la Paz de
Westfalia, fue lograda también la Paz de La Haya entre la Monarquía Hispánica y la República de las
Provincias Unidas. Por lo demás, el descuelgue español de los tratados de Westfalia hizo que continuara la
guerra entre España y Francia (hasta la Paz de los Pirineos de 1659) y el expansionismo sueco hizo que se
reanudaran temporalmente los conflictos en la Europa báltica (hasta la Paz de la Oliva de 1660).

BIOGRAFIA:

 Diccionario de términos de Historia de España Edad Moderna, Ariel, Barcelona, 2014, Josefina
castilla Soto, Justina Rodríguez García.
 Los Austrias 1516-1700, Critica, Barcelona, 2003, John Lynch.
 Apuntes de EME.
 Apuntes de Necrop.
 Apuntes Nacho Seixo.

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