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Estudios de Psicología

Studies in Psychology

ISSN: 0210-9395 (Print) 1579-3699 (Online) Journal homepage: http://www.tandfonline.com/loi/redp20

Los significados no están en la cabeza. ¿Y los


conceptos?

Antoni Gomila

To cite this article: Antoni Gomila (2002) Los significados no están en la cabeza. ¿Y los
conceptos?, Estudios de Psicología, 23:2, 273-286

To link to this article: http://dx.doi.org/10.1174/02109390260050058

Published online: 23 Jan 2014.

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Los significados no están en la cabeza.
¿Y los conceptos?
ANTONI GOMILA
Universitat Illes Balears

Resumen
Aunque la relevancia del pensamiento del segundo Wittgenstein para la teoría psicológica de los conceptos es
reconocida incluso en los manuales, en este trabajo sostengo que va más allá de la cuestión de los parecidos de
familia. En concreto, el segundo Wittgenstein constituye la base de argumentos anti-individualistas y anti-
representacionalistas,que convierten en inaceptable el punto de vista hegemónico en Psicología Cognitiva. Sin
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embargo, tales argumentos parecen conducir a una noción de concepto inservible para la explicación psicológica.
En la parte final, se presenta un modo de entender los conceptos que sea psicológicamente útil y metafísicamente
aceptable.
Palabras clave: Significado, concepto, concepción, anti-individualismo, anti-representacionalismo,
conocimiento implícito, Wittgenstein.

Meanings are not in the head.


What about concepts?
Abstract
Although Wittgenstein’s later thought is canonically viewed as relevant for a psychological theory of con-
cepts, the paper contends that this is so not just on behalf of his notion of “family resemblance”, as generally
thought. It is rather because of the anti-individualist and anti-representationalistarguments that he develops,
which go against the hegemonic view of concepts in Cognitive Psychology. However, these arguments are gene-
rally thought to conclude in an unworkable notion of concept for psychological explanation. In the final part, a
way of thinking of concepts that is psychologically useful and metaphysically acceptable is proposed.
Keywords: Meaning, concept, conception, anti-individualism, anti-representationalism,implicit
knowledge, Wittgenstein.

Agradecimientos: Este trabajo se inscribe en el proyecto de investigación BSO-2000-1116-C04-03. Quisiera


expresar mi agradecimiento especial a José Manuel Igoa por sus estimulantes comentarios críticos.
Correspondencia con el autor: Departamento de Psicología. Universitat Illes Balears. 07071 Palma de Mallorca. E-
mail: tonigomila@teleline.es

© 2002 by Fundación Infancia y Aprendizaje, ISSN: 0210-9395 Estudios de Psicología, 2002, 23 (2), 273-286
274 Estudios de Psicología, 2002, 23 (2), pp. 273-286

Significados y conceptos: la perspectiva dominante


Para entender una emisión lingüística es preciso, cuando menos, conocer el
significado de sus términos constituyentes. Pero, ¿en qué consiste conocer el sig-
nificado de una palabra? En la época de hegemonía conductista la respuesta a
esta pregunta consistía en negar la premisa mayor: no hay tal cosa como signifi-
cados, entidades abstractas por excelencia, que no pueden tener cabida en nin-
gún tipo de explicación naturalista de la conducta. Entender era cuestión, sim-
plemente, de responder apropiadamente, en virtud del patrón de asociación
aprendido. No es de extrañar que, desde este punto de vista, con disposiciones
conductuales sea suficiente.
Espero que no sea necesario volver sobre lo inadecuado de este planteamiento,
aunque en el curso del trabajo aparecerán consideraciones pertinentes a este res-
pecto. Baste, de momento, aclarar que si alguien quiere afirmar que las palabras
tienen significados, y que lo que hacen los niños al aprender una lengua es, entre
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otras cosas, aprender el significado de las palabras, y que los hablantes compe-
tentes entienden su lengua porque conocen el significado de sus vocablos, etc.,
entonces ese alguien está comprometido con la existencia de los significados de
las palabras, y que tales significados se pueden aprender y conocer. Pues bien,
nuestra cuestión consiste en ver qué cosas pueden ser tales significados, cómo
entender este constructo explicativo.
A mi modo de ver, la respuesta hegemónica en Psicología a esta cuestión con-
siste en decir que conocer el significado de una palabra es tener una cierta repre-
sentación mental o concepto asociado con cierta forma léxica. Es decir, la noción
de significado remite a la de concepto via la de representación mental; si las pala-
bras tienen significado, las representaciones mentales expresan conceptos. Cono-
cer el significado de una palabra consiste en captar el concepto correspondiente;
y captar el concepto, comprenderlo, consiste en tener la representación mental
que lo expresa (una defensa explícita de esta perspectiva se encuentra en Bloom,
2000). Este planteamiento es el dominante en el estudio de la categorización, en
la psicología del desarrollo cognitivo y lingüístico, y en el estudio psicolingüísti-
co de la comprensión.
En algunas formulaciones, el concepto se identifica con la representación
mental; pero me parece más clarificador entender el concepto como lo que la
representación mental expresa, porque de esta manera se puede dar cuenta mejor
del hecho de que los significados y los conceptos sean públicos, compartidos, y
objeto de relaciones semánticas (de sinonimia, antonimia o consecuencia lógica)
independientes de que sean captadas por todos los sujetos. De todos modos se
trata de una ambigüedad característica, que afecta también a otros términos rela-
cionados (idea, pensamiento), entre lo que podríamos llamar la dimensión proce-
sual o activa y la dimensión del contenido o abstracta, entre el pensar y lo que se
piensa, o entre el concebir y lo que se concibe. Mientras se distingan los dos sen-
tidos de concepto, la ambigüedad no tiene mayores consecuencias, aunque no es
inhabitual encontrar a quien confunde un aspecto con el otro.
En cualquier caso, es este planteamiento general el que hace que suene natu-
ral decir que si alguien no sabe qué significa “chambelán” es porque carece del
concepto de CHAMBELAN, o bien, porque no ha establecido la asociación
entre la palabra y el concepto. Pero, ¿en qué consiste tener el concepto de
CHAMBELAN? En saber en qué consiste ser un CHAMBELAN. Dicho de otro
modo, en conocer qué criterios hay que satisfacer para pertenecer al conjunto de
los chambelanes, y poder reconocer uno cuando se lo encuentra (categorizarlo es
la expresión técnica). Es decir, no cualquier cosa que sepamos relativa a los cham-
belanes cuenta (por ejemplo, que hay uno que se llamaba Pepe y vivía en el arra-
Los significados no están en la cabeza. ¿Y los conceptos? / A. Gomila 275
bal), sino sólo aquellas características propias de los chambelanes. Ese conoci-
miento se suele concebir, preferentemente, como un red semántica, una jerar-
quía de nodos asociados, correspondientes a estas relaciones conceptuales. Alter-
nativamente, puede entenderse como esquemas propios de cada concepto, que
remitirían así de uno a otro. Pero lo que nos interesa aquí no es tanto la cuestión
de su concreción psicológica, sino de su individuación, de su naturaleza.
Es conocido que la llamada “concepción clásica” de la naturaleza de los con-
ceptos consideraba que para comprender un concepto hace falta captar las condi-
ciones necesarias y suficientes de inclusión, una concepción que se remonta a
Aristóteles y a su doctrina de la definición esencial, que permitía resolver de un
sólo plumazo la cuestión ontológica de las clases de cosas que componen la reali-
dad, la cuestión epistémica de su distinción, y la semántica-categorial del signi-
ficado de los universales. Igualmente, es conocido que los trabajos de Eleonor
Rosch (antes Heider) en los años 70, desacreditaron esta concepción en el ámbito
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de la psicología, proponiendo en su lugar la concepción prototípica de los con-


ceptos. Esta concepción está directamente inspirada en los argumentos nomina-
listas de Wittgenstein en las Investigaciones Filosóficas (Wittgenstein, 1958)
sobre la falta de esencias ontológicas como fundamento de la categorización de la
realidad que refleja nuestro sistema conceptual, basado más bien en parecidos de
familia. Según esta concepción prototípica, el conocimiento conceptual consiste,
no en propiedades definitorias, en condiciones necesarias y suficientes, sino en
propiedades prototípicas, puesto que nuestra categorización de la realidad no se
basa en distinciones esencialistas, sino de parecido de familia (por ejemplo,
Rosch y Mervis, 1975).
Este planteamiento aguijoneó la investigación sobre la naturaleza de la repre-
sentación conceptual, generando toda una serie de desarrollos ricos y variados.
(Puede encontrarse un estado de la cuestión en Medin y Heit, 1999). No voy a
entrar aquí en detallar la diversidad de opciones, sus aportaciones y dificultades,
sino que quiero poner de manifiesto que, como ha reconocido uno de los líderes
en la investigación en este campo (Murphy, 1991), el terreno de juego en que se
mueve la discusión, tanto desde la perspectiva básica como ontogenética como
psicolingüística, sigue siendo el individualismo representacionalista de inspira-
ción clásica. Dicho de forma directa, según este planteamiento alguien tiene un
concepto si tiene el conocimiento apropiado sobre lo que determina la extensión
del concepto. Lo que se discute es si ese conocimiento consiste en una imagen o
una teoría o una combinación de los dos formatos, una red semántica, o un con-
junto ponderado de rasgos estadísticamente correlacionados que configuran una
red conexionista, o alguna otra cosa. Pero lo que no se discute es que si alguien
conoce el significado de “chambelán”, ese alguien sabe qué cosas son chambela-
nes y qué cosas no, porque en saber distinguir chambelanes es en lo que consiste
tener el concepto de CHAMBELAN.
Esto se traduce, a nivel experimental, en que la tarea más utilizada en este
campo es la de ostensión-categorización: si alguien entiende una palabra, conoce
su significado, comprende el concepto que expresa, ese alguien tiene que ser
capaz de distinguir si un objeto forma parte de la extensión de la palabra, a partir
de su aprendizaje en un acto ostensivo de “bautizo” (“esto es un ...”). Bien sea en
la versión de nominación (dado un objeto, decir su nombre), como de reconoci-
miento (dado el nombre y una serie de opciones, elegir la correcta), el criterio de
comprensión consiste en la categorización correcta. En la terminología introdu-
cida por Frege (1892), conocer el significado de una palabra consiste en captar el
“sentido”, el concepto que expresa, y el “sentido” determina la “referencia”, esto
es, la extensión de los conceptos. La referencia, por tanto, depende de cómo se
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conciba la categoría por parte del sujeto, por lo que estudiando cómo categoriza
el sujeto podemos acceder a su sentido.
En las dos secciones siguientes voy a esbozar dos objeciones a esta manera de
entender los conceptos. Ambas objeciones se inspiran, más o menos directamen-
te, en el segundo Wittgenstein. Lo cual sugiere que la relevancia psicológica de
sus argumentos van más allá de lo alegado por Rosch, y convertido en “carne de
manual”. Las consideraciones en torno al parecido de familia constituyen sólo
una de las líneas, inicial, del ataque de Wittgenstein contra la concepción tradi-
cional de los conceptos. Pero no pretendo ofrecer una reconstrucción de la posi-
ción wittgensteiniana –algo que contradice el espíritu antisistemático de este
pensador–, sino en apuntar dos líneas de desarrollo de su trabajo que, al igual
que sus notas sobre los parecidos de familia, pueden resultar de enorme interés
en la teoría psicológica. Una es el ataque al individualismo con respecto a los
conceptos, la idea de que lo que hace que alguien tenga o no un concepto, y qué
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concepto tenga, depende de cosas relativas exclusivamente a esa persona; la otra


es el ataque al representacionalismo, a la idea de que tener un concepto es dispo-
ner de una representación semántica explícita, una regla de aplicación de la pala-
bra. Mostrar la relevancia psicológica de estos argumentos no nos llevará directa-
mente a una propuesta alternativa, aunque trataré de proponer algunas ideas en
tal sentido, tras rechazar otras opciones.

Anti-individualismo
El primer paso en la formulación de la crítica al individualismo, tal como lo
acabamos de caracterizar, consiste en explicitar más claramente las dos dimensio-
nes del significado: la psicológica, la que “está en la cabeza”, según la expresión
famosa de Putnam, que consiste en la representación mental del concepto, el
sentido fregeano, en la medida en que es captado por un sujeto; y la externa, la
que no está en la cabeza, que consiste en la extensión, la referencia, la denotación,
la clase de cosas que satisfacen el concepto, de las que éste se puede predicar con
verdad. Una terminología que podría servir para expresar esta diferencia es la
que contrapone conceptos y categorías: conceptos, representaciones subjetivas;
categorías, clases ontológicas. Sin embargo, “categoría” ha sido utilizado históri-
camente con el sentido de “concepto básico o fundamental”, como las categorías
aristotélicas o las kantianas, por lo que el riesgo de confusión desaconseja plante-
ar la cuestión exclusivamente en estos términos. En cualquier caso, lo importan-
te es tener claros estos dos vectores del significado: qué entiende el sujeto cuando
usa competentemente o comprende una palabra, y cuál es la extensión de esa
palabra. Frente a la tradición, que confundía con frecuencia el objeto de referen-
cia y el significado (una confusión que todavía se percibe en ocasiones en la
literatura psicológica), fue Frege quien puso de manifiesto claramente esta doble
dimensión al insistir en la existencia de términos con la misma referencia, pero
con distinto valor cognitivo, en la medida en que el sujeto competente en los dos
términos puede ignorar que su referencia sea la misma.
En la versión psicologizada de Frege, que constituye el marco en el que se
plantea el estudio de los conceptos (tanto desde el punto de vista sistemático
como ontogenético, como hemos visto), los dos vectores están directamente rela-
cionados, en la medida en que es lo que está en la cabeza lo que determina la
extensión. Sin embargo, es fácil encontrar ejemplos de nuestras prácticas semán-
ticas que indican que esto no puede funcionar así. Pues es posible, tanto que lo
que está en la cabeza no determine la referencia, como que se pueda utilizar sig-
nificativamente una palabra sin tener una representación mental de su significa-
do. Putnam (1975, 1988) es quien más notoriamente ha presentado este tipo de
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casos (vid. también Burge, 1979). Aunque su ejemplo más famoso es el de la Tie-
rra Gemela, donde el agua no es H2O sino una substancia diferente, inexistente
en la Tierra, prefiero presentar ejemplos que no dependan de las consideraciones
metafísicas, de posibilidad y necesidad, que afectan a situaciones contrafácticas
como la imaginada por Putnam.
Un ejemplo del primer tipo, donde puede hablarse de un mismo concepto en
base a una misma referencia, es el de “estrella”. Nuestro concepto actual de
“estrella” especifica que se trata de cuerpos celestes situados a años luz de distan-
cia y que emiten energía fotónica; en el concepto griego, las estrellas eran aguje-
ros en la bóveda celeste. Sin embargo, no tenemos problemas para traducir
ambas palabras, y en suponer que, a pesar de las diferentes concepciones vinculadas
a “estrella” (subrayo este término porque va a jugar un papel importante poste-
riormente), ambas palabras significan lo mismo porque se refieren a lo mismo.
Otro ejemplo, también de Putnam, consiste en notar que nuestra representa-
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ción mental podría ser la misma tanto del aluminio como del molibdeno, o de
arce y roble; es decir, que no tenemos conocimiento individualizador suficiente
para distinguir una cosa de otra; lo que sabemos de uno lo sabemos también del
otro, vale también para el otro. Sin embargo, cuando decimos “aluminio” nos
referimos al aluminio, no al molibdeno. Por ello, en estos casos no es lo que tene-
mos en la cabeza lo que determina a qué nos referimos cuando decimos “alumi-
nio”, puesto que si lo fuera la extensión de alumnio y molibdeno sería única y la
misma, la categoría que incluiría ALUMINIO + MOLIBDENO, clase para la
que, en realidad, carecemos de palabra.
No es difícil empezar a ver en qué se basan estos ejemplos. Se trata de presen-
tar situaciones en que el conocimiento semántico disponible para un sujeto no
delimita la clase de referencia, bien sea porque es demasiado inespecífico o
incompleto, por ignorancia o por error. Dicho de otro modo, si el planteamiento
tradicional fuera correcto, en los casos en que el concepto, o sentido, que consti-
tuye el conocimiento semántico de un sujeto particular, es erróneo o insuficiente,
la extensión que determinaría sería distinta de la que realmente se da.
Supongamos que alguien se ha confundido y cree que el arroz es un marsupial
que habita en Australia. Si la teoría tradicional fuera correcta, cuando ese alguien
utilizara la palabra “arroz” esa palabra se referiría, en su boca, a los canguros. Sin
embargo, es claro que no es ésta la manera como interpretamos estos casos; lo
que decimos es que “arroz” se refiere al arroz, pero que esa persona no sabe lo que
es, o tiene una idea equivocada al respecto. Nótese que la ignorancia o el error
pueden afectar tanto a nuestro conocimiento de las propiedades características de
la clase, como a nuestra capacidad de identificar instancias concretas como de tal
clase.
El ejemplo del oro puede ser útil para entender esta distinción: conoci-
miento del primer tipo es saber el número atómico del oro; del segundo tipo
puede consistir en conocer un procedimiento práctico para reconocer una
muestra de oro; normalmente este procedimiento no consiste en contar pro-
tones. Esta distinción es relevante si se tiene en cuenta que el paradigma
experimental habitual para estudiar los conceptos es la categorizaci ón de
instancias, es decir, el reconocimiento de un caso concreto como de cierto
tipo. Alguien que sepa el número atómico del oro puede ser incapaz de dis-
tinguirlo. Lo cual también afecta a la idea de que el significado de las pala-
bras se aprende por ostensión; no puedo entrar ahora en ello, pero los resulta-
dos experimentales muestran que esta situación ostensiva se produce sólo en
un 30% de las palabras (Bloom, 2000).
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La razón por la que este planteamiento se enfrenta a este tipo de dificultades


radica en la doble tarea que se le asigna al concepto: como unidad de significa-
ción cognitiva y como modo de determinación de la referencia (en la semántica
fregeana, además, da cuenta también del contenido de las actitudes proposicio-
nales; en general, del fenómeno de la intensionalidad semántica). Constituye por
tanto el eje que hace posible que nuestra representación de la realidad, provenga
de nuestra actividad perceptiva o de nuestra interacción lingüística, sea única e
integrada. Pero lo que estos casos demuestran es que la concepción tradicional de
significado no es apta para jugar este doble papel.
A partir de estas dificultades y este diagnóstico, se ha desarrollado la llamada
“teoría histórico-causal de la referencia”, que insiste en la dimensión normativa
del significado, por su carácter social convencional, de tal modo que es la partici-
pación en una comunidad lingüística lo que determina a qué se refieren nuestras
palabras, independientemente del conocimiento semántico que tengamos al res-
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pecto. Cuando digo “oro”, por ejemplo, me refiero a la clase natural correspon-
diente porque así está establecido en mi comunidad, independientemente de lo
que yo sepa sobre el oro, y de mi capacidad de categorizar correctamente instan-
cias concretas (este ejemplo facilita la aceptación de este punto, puesto que la
gran mayoría de hablantes es incapaz de distinguir fehacientemente instancias
de oro, lo que facilita enormemente el auge de la bisutería).
Desde esta perspectiva, aprender el significado de una palabra es aprender una
convención, un hecho social, y no un conocimiento semántico, esencial, prototí-
pico o teórico, sobre la clase de cosas que constituyen su extensión. Es en este
sentido que Putnam concluye que “los significados no están en la cabeza”, en la
medida en que no es lo que está en la cabeza lo que determina la referencia, sino
las prácticas sociales establecidas en la comunidad lingüística de la que uno
forma parte. Qué conceptos tiene alguien depende, en este planteamiento, de a
qué comunidad pertenece y qué clases de cosas existen.
Merece la pena destacar, en este contexto, que este planteamiento ha tenido
cierta acogida en el campo del estudio del desarrollo del lenguaje, a través de la
obra de Bruner (Bruner, 1983). En sus estudios sobre el desarrollo de la referen-
cia compartida, este planteamiento le permite a Bruner centrar la atención en el
desarrollo de la capacidad del niño de vincular las palabras con las mismas cosas
que los adultos con que interactúa, con independencia del modo como las conci-
ben unos y otros. Su ejemplo favorito es que es posible que una madre dedicada a
la física y su niño se refieran a lo mismo (un enchufe) con el término “electrici-
dad”, a pesar de la gran disparidad de sus conocimientos respectivos y su com-
prensión del concepto correspondiente. Nuestra tendencia es a adjudicarles a los
niños, a pesar de su ignorancia, o sus concepciones parciales, o sobregeneraliza-
das, o erróneas, nuestra propia manera de deliminar las extensiones de las pala-
bras, en la medida en que podría decirse que sus intenciones comunicativas sólo
tienen sentido en el marco de la comunidad lingüística ya existente.
Sin embargo, este planteamiento referencialista social parece dejar fuera por
principio algunos de los temas característicos de una semántica lingüística: las
relaciones de sinonimia, presuposición, implicación, etc. Por ello, un modo de
reaccionar a la teoría histórico-causal de la referencia ha consistido en abrazar un
individualismo estricto. Es decir, entender los significados como representacio-
nes mentales de los sujetos con total independencia de las prácticas lingüísticas,
en particular, de la referencia, de la relación entre esas representaciones y aquello
a lo que se refieren. Esta es la estrategia, por ejemplo, de Jackendoff (Jackendoff,
1990) y recomendada por Chomsky (Chomsky, 1998). Predomina igualmente
en el ámbito de la Psicología del desarrollo cognitivo en el enfoque del “cambio
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conceptual” en el desarrollo conceptual infantil (vid., por ejemplo, Gopnik y
Meltzoff, 1996). Consiste, básicamente, en renunciar a la semántica en el sentido
tradicional, y convertirla en una sintaxis lógica, también llamada semántica del
rol inferencial. Su problema es que pasa por alto la cuestión básica de la indivi-
duación de los conceptos y su relación con aquello que representan (quien más se
ha distinguido en rechazar estos planteamientos ha sido Fodor; su última embes-
tida a este respecto es Fodor, 1998).
Una salida complementaria consiste en abrazar el anti-individualismo estric-
to: aceptando la fuerza de la argumentación anti-individualista, concluir que el
estudio del significado debe realizarse al margen de la psicología; el significado
sería un fenómeno social, antropológico si se quiere, y como tal debería estudiar-
se: como prácticas sociales institucionalizadas, como se estudian otras convencio-
nes (Wettstein, 1991). Esta es la línea que se desprende del lema de que el signi-
ficado no puede ser objeto de la psicología, que defendió Fodor durante un cierto
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tiempo.
Tanto si se adopta una alternativa radical como la otra se pierde algo funda-
mental en el camino: la dimensión específicamente psicológica de cómo hacen
los hablantes concretos y particulares para entender el significado de lo que se
dice, y de qué modo su conducta práctica está mediada por su representación de
la realidad. El hecho es que usamos palabras que tienen significado, y esto es algo
que, aunque no dependa exclusivamene de nuestras capacidades cognitivas,
tiene algo que ver con ellas. Como veremos en la sección siguiente, lo distintivo
del plano cognitivo es que la conducta está guiada por la comprensión de la
situación, y esa comprensión tiene carácter normativo. Del mismo modo, no es
fácil de aceptar sin más un planteamiento que desacopla nuestra manera cogniti-
va de categorizar la realidad y nuestra manera lingüística, como si funcionára-
mos simultáneamente con dos marcos conceptuales.
Sin embargo, los argumentos anti-individualistas no dejan ver fácilmente de
qué manera pueden vincularse los dos vectores del significado, una vez rechazada
la idea tradicional de que el sentido determina la referencia. Diversas propuestas
han coincidido en distinguir dos planos del significado –un significado psicoló-
gico frente a un significado social, por ejemplo (Loar, 1988) o un “contenido
estrecho” frente a un “contenido amplio” (Fodor, 1991; Block, 1986)–. Pero en
tanto no se indique de qué modo se relacionan, o pueden relacionarse, estas pro-
puestas, en mi opinión, agravan el problema, al multiplicar las nociones de sig-
nificado en juego. Intentaré sugerir una alternativa, pero como su viabilidad
depende de considerar también los argumentos anti-representacionalistas, es
preciso considerarlos antes, en la próxima sección.

Anti-representacionalismo
Una forma de reconstruir la argumentación anti-representacionalista de ins-
piración wittgensteiniana consiste en partir de la dimensión normativa de los
significados y los conceptos (que se deriva, en parte, de las consideraciones anti-
individualistas anteriores). La caracterización del uso lingüístico no se agota en el
plano descriptivo, sino que incluye constitutivamente la distinción entre un uso
correcto de uno incorrecto, como es el caso con cualquier convención. La natura-
leza convencional del significado lingüístico no debe entenderse solamente con
respecto al significante, a la arbitrariedad del patrón sonoro que sirve para expre-
sar cierto significado, sino a la propia relación de significación.
La comprensión lingüística, captar el significado de palabras y oraciones con-
cretas, supone, de este modo, una mínima apreciación de lo que constituye un
uso correcto; consiste en poder apreciar la diferencia entre usos correctos e inco-
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rrectos, en comprender la regla que rige su aplicación. Es en este sentido que la


argumentación wittgensteiniana se denomina en ocasiones como las considera-
ciones sobre seguimiento de reglas, y tienen un alcance que rebasa el específico
del significado (por ejemplo, Wittgenstein lo desarrolla especialmente en rela-
ción al razonamiento matemático y la fuente de su necesidad).
Pues bien, podría sintetizarse el argumento de Wittgenstein diciendo que el
intento de explicar esa competencia lingüística, esa comprensión del significado
que permite dar cuenta de su carácter normativo, esa posesión conceptual,
mediante la postulación de una representación mental interna, está condenado,
por principio, al fracaso.
Por una parte, el uso y la comprensión lingüística no están mediadas por la
intervención de una representación de la regla que expresa su contenido concep-
tual, se entienda éste del modo clásico como una definición, como un conjunto
de condiciones necesarias y suficientes, o se entienda más relajadamente como un
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prototipo, como un conjunto de condiciones estadísticamente relevantes. Por


una parte, hay conceptos que resultan más simples que cualquier especificación
posible (piénsese en ROJO). Es difícil concebir, además, cómo podría darse tal
especificación de forma no circular. Pero sobretodo, y aquí reside la originalidad
principal de la argumentación de Wittgenstein, no es posible que sea la “consul-
ta” de la regla explícitamente representada lo que gobierna el uso correcto de un
significado, porque en tal caso se plantea un problema de regreso: qué explicaría
la aplicación correcta de la regla en tal caso, dado que cualquier aplicación de una
regla exige interpretación. ¿Haría falta una nueva regla para la interpretación?
La argumentación de Wittgenstein consiste en mostrar que, ni la historia de
entrenamiento/instrucción, ni la práctica constituida (el conjunto de usos efecti-
vos en el pasado) son suficientes en sí mismos para determinar unívocamente
una única regla (esa misma historia de usos es compatible con diversas caracteri-
zaciones normativas, igualmente consistentes con “los datos”). Y, además, que
siempre es posible interpretar diferencialmente cualquier algoritmo explícito en
función del contexto. Finalmente, también señala que, aunque se disponga de la
representación de la regla, no interviene en el ejercicio de la competencia que
supuestamente capta. Por tanto, nuestra conducta normativa no puede explicar-
se en términos de conocimiento de reglas explícitas. (Esta argumentación se
encuentra en los parágrafos 135-242 de las Investigaciones Filosóficas de Witt-
genstein; entre las reconstrucciones más influyentes de estas consideraciones des-
taca Kripke, 1982; McGinn, 1984, cap. 1; McDowell 1984 y Pears, 1988, cap.
16-17.)
Hay cierto paralelismo entre la argumentación de Wittgenstein y la de Peir-
ce, que quizá merece la pena notar por la presencia de notables investigadores
Peirceanos. El paralelismo puede establecerse, en mi opinión, entre el argumen-
to del regreso de Wittgenstein y el problema del interpretante para las represen-
taciones mentales. Del mismo modo que Wittgenstein sostiene que la compren-
sión no puede basarse en disponer de una regla explícita, de cuya consulta depen-
de la competencia semántica, en el caso de Peirce se trata, igualmente, del
regreso que supone aplicar a los signos mentales el mismo esquema que a los sig-
nos públicos. Estos son significativos en la medida en que generan un “interpre-
tante” en un sujeto, es decir, en que alguien comprende la relación de significa-
ción entre el “representamen” (el significante) y el “objeto” (la referencia o deno-
tación). En este sentido, el “interpretante”, al menos el lógico (Peirce también
propone que existen intepretantes energéticos y emocionales), equivaldría al
concepto, a un modo subjetivo de captar el referente. Pero ese interpretante se
convierte a su vez en signo, en representación, en este caso mental, y su valor sig-
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nificativo no puede explicarse remitiendo a su vez a otro interpretante, y así
sucesivamente, porque entramos en un regreso, que deja en el aire el significado
del primer signo. La salida que propone Peirce es análoga también a la de Witt-
genstein: en términos de una disposición conductual, correspondiente a la
“forma de vida” wittgensteiniana, aunque en Peirce no encontramos el mismo
interés en la dimensión normativa y social que rige esta configuración conduc-
tual (Gomila, 1996).
En este sentido, Peirce se puede considerar como antecedente de una salida al
problema de dar cuenta de la caracterización de la capacidad conceptual: la desa-
rrollada por quienes han adoptado el programa de naturalización del significado,
como Fodor por ejemplo, consistente en proponer una caracterizació n disposi-
cional de la competencia semántica. Ciertas emisiones tendrían el significado
que tienen porque covarían, o están correlacionadas causalmente, con ciertas pro-
piedades. Sin embargo, esta perspectiva conlleva que el propio sujeto es ajeno a
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esas correlaciones, que simplemente está configurado de tal manera que su con-
ducta está regida por tales contingencias, y que, por tanto, no tiene por qué
entender el significado de sus propias proferencias, ni captar, como se planteaba
al principio, las condiciones normativas que parecen constitutivas de la com-
prensión conceptual de significados, ni las expresadas inferencialmente (com-
prender las relaciones entre conceptos), ni las que se refieren a su aplicación en
casos paradigmáticos (dado un término, ser capaz de identificar un ejemplar;
dado un ejemplar, ser capaz de nombrarlo). Pero parece, si se acepta el argumen-
to de Wittgenstein, que estas condiciones son necesarias para poder hablar de
comprensión conceptual. Lo que distingue los procesos cognitivos intencionales
de procesos simplemente causales es que presentan este carácter normativo y
racional: el sujeto organiza su conducta en base a su comprensión, trata de ade-
cuarla a ella, guiarse por ella. Por decirlo de forma general, la relación entre la
competencia cognitiva y el ejercicio de esa competencia es normativa, no mera-
mente descriptiva, y por ello, no puede entenderse en términos de simple habi-
tuación ciega, o condicionamiento operante, o de convergencia metafísica entre
las propiedades de la realidad y la configuración innata de la mente.
Ambas consideraciones nos plantean de nuevo la cuestión de cómo entender
los conceptos psicológicos: en qué consiste captar un concepto, dado que ni la
respuesta tradicional de que consiste en captar una regla explícita (que expresa
sus propiedades necesarias y suficientes, o sus propiedades prototípicas o diag-
nósticas, o una teoría), ni la alternativa que consiste en estar causalmente dis-
puesto a dar ciertas respuestas, resultan satisfactorias. Y además, teniendo en
cuenta las restricciones establecidas en la sección anterior: en qué consiste esa
comprensión cuya individuación depende de la comunidad lingüística a la que
uno pertenece. Como sugeriré en la sección siguiente, una propuesta alternativa
viable consiste en concebir el conocimiento semántico no como una representa-
ción mental explícita de las propiedades distintivas, sino como una capacidad
práctica de seguir una regla, de actuar como los demás.
Antes de introducir esta propuesta, creo que puede resultar instructivo situar
el tipo de competencia conceptual que hemos caracterizado en el contexto de los
avances en la comprensión de lo que se ha dado en llamar el inconsciente cogni-
tivo: toda una serie de investigaciones en los campos de la memoria y el aprendi-
zaje implícito, el conocimiento tácito o los diversos niveles de conciencia en el
control y registro de los procesos cognitivos (percepción, atención). Puesto que
lo que tienen en común, al igual que lo que estamos buscando, es este nivel
inconsciente de activación pero de manera propositiva, racional, regida por
reglas (Berry y Dienes, 1993; Shanks y St. John, 1994, y Foufre, 1999, constitu-
282 Estudios de Psicología, 2002, 23 (2), pp. 273-286

yen revisiones de estas investigaciones). En efecto, lo que tienen en común los


diferentes fenómenos englobados bajo esta denominación radica en que la expe-
riencia previa afecta el modo en que tiene lugar la conducta futura de los sujetos
de un modo sistemático y productivo, pero sin la mediación consciente y explíci-
ta de una regla que exprese esa contingencia. De hecho, en estos casos las razones
de la acción o la elección suelen ser inaccesibles a la consciencia; pero al mismo
tiempo, la conducta está guiada por una cierta intuición de corrección, por la
sensación, por parte de los sujetos, de que saben de qué va la cosa, de que pueden
juzgar la actuación de otros sujetos, de que no se trata, en definitiva, de un puro
accidente afortunado (que sonó la flauta). En este ámbito encontramos, pues, un
modelo que puede servirnos para nuestra explicación de en qué consiste captar
un concepto: ni poseer una regla explícita, ni simple habituación o correlación
con circunstancias externas, sino captación implícita e inconsciente de regulari-
dades y objetivos, que conforman y guían normativamente la propia conducta.
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Lo que los sujetos pueden verbalizar explícitamente acerca de lo que hacen y por
qué, según estas contribuciones, no constituye más que una parte de la dimen-
sión cognitiva humana, y no la básica.
Situar el tema de la comprensión conceptual sobre el trasfondo del dominio
del inconsciente cognitivo, no obstante, no nos proporciona directamente la
solución a nuestro problema. De hecho, puede decirse que, al menos en parte, el
debate sobre este campo está sometido al mismo conflicto que hemos caracteri-
zado, entre la mera habituación disposicional implícita y el conocimiento como
representación explícita, como los dos únicos modos de explicación disponibles.
Así, hay quienes sostienen que en las circunstancias propias del aprendizaje
implícito, por ejemplo, se daría una combinación de procesos implícitos y explí-
citos y que la tarea es separarlos (por ejemplo, Berry y Dienes, 1993). En cambio,
Tulving, por ejemplo, distingue tres tipos de sistemas de memoria, caracteriza-
dos por su modo de acceso: una memoria procedimental, correspondiente a la
disposición implícita; una memoria episódica, que corresponde al nivel de cono-
cimiento explícito y accesible, y finalmente un nivel intermedio, propio de los
sistemas perceptivos y semánticos (Tulving, 1985). Esta última propuesta resul-
ta más interesante para nuestro problema: cabría situar el conocimiento concep-
tual en este nivel intermedio, caracterizado por la inaccesibilidad a los conteni-
dos que guían nuestra conducta (que por tanto no se explica como seguimiento
explícito de reglas), pero al mismo tiempo por la conciencia de que la propia
conducta es correcta, de que “encaja” con la regla. Lo cual no quiere decir, cierta-
mente, que no podamos alcanzar un conocimiento consciente, reflexivo, de alto
nivel, autodirigido, de los contenidos de nuestros conceptos. Se trata, simple-
mente, de reconocer que ese conocimiento no puede constituir el paradigma
básico de nuestra comprensión conceptual.

Conceptos y concepciones
Es difícil encontrar una noción más fundamental en Psicología Cognitiva que
la de concepto, y no sólo por su conexión con el significado lingüístico. Por
tanto, parece deseable e imperioso contar con una concepto de “concepto” sólido
y viable. Pero, ¿es posible ofrecer una explicación de la naturaleza de los concep-
tos que evite los argumentos anti-individualistas y anti-representacionalistas y
que resulten psicológicamente plausible?
En un intercambio entre los psicólogos Smith, Medin y Rips y el filósofo Rey
(Rey, 1983; Smith, Medin y Rips, 1984), se planteó ya la cuestión de si la prácti-
ca psicológica de centrarse en la dimensión interna, representacional e individual
de los conceptos resulta viable, al ignorar su dimensión referencial, que sería el
Los significados no están en la cabeza. ¿Y los conceptos? / A. Gomila 283
objeto de interés de la filosofía del lenguaje y la mente. La conclusión entonces
pareció ser la resolución de desdoblar el concepto de “concepto” en dos, como si
fuera polisémico, sin darse cuenta de que al hacerlo así se estaba incurriendo en
una solución salomónica, en el sentido literal, esto es, la que propuso Salomón en
el caso del niño disputado, la de partir al niño por la mitad. Al igual que el niño
hubiera muerto, creo que cabe decir lo mismo de una medida parecida en el caso
de la noción de concepto.
No obstante, ésta parece ser la opción que ha prevalecido, quizá porque parece
que bloquea los problemas. De esta forma, los psicólogos no tienen por qué preo-
cuparse por la individuación de los contenidos de los conceptos que estudian (a
pesar de la importancia que conceden a la individuación como competencia cog-
nitiva, la capacidad de distinguir a un individuo de otro), y los semánticos se
abstienen de preguntarse por el fundamento de los significados lingüísticos y las
condiciones de verdad de las proposiciones. La distinción entre un contenido
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psicológico y un contenido social (Loar, 1988), que lleva a desproblematizar la


cuestión de sus interrelaciones, parece que se ha impuesto.
Sin embargo, como hemos señalado, aun aceptando estas dos dimensiones, la
cuestión de su conexión es irrenunciable, básicamente porque los conceptos
estructuran nuestras interacciones, sean perceptivas o agentes, con la realidad.
En particular, hacemos referencia a ciertas situaciones, objetos o procesos, gracias
al contenido conceptual de nuestros estados mentales, y al significado de las
expresiones lingüísticas que los expresan. Y aun más importante, en algunos
casos la referencia de un concepto, o el significado de un término, puede cambiar
como resultado de un cambio epistémico, del modo de concebirlo. Igualmente,
en la medida en que comprender un concepto es una competencia cognitiva, es
preciso dar cuenta de en qué consiste.
En otros trabajos (por ejemplo, Gomila, 2000b), he tratado de elaborar un
modo de enfrentarse a esta serie de condiciones para una teoría psicológicamente
satisfactoria de los conceptos (en un sentido parecido, vd. también Woodfield,
1997). A partir de los argumentos esbozados –que los significados, y los concep-
tos, no están en la cabeza, y que no se tienen en virtud de una representación
explícita de sus condiciones características–, la propuesta parte de distinguir
entre conceptos y concepciones.
Propongo considerar los conceptos como normas o reglas clasificatorias,
socialmente establecidas, que fijan la correción de actos de categorización simbó-
lica, que pueden expresarse de distintas formas léxicas en diferentes lenguajes.
Esto supone que los conceptos no están en la cabeza, sino que deben entender en
términos de relaciones entre los sujetos y la realidad. Supone, por tanto, adoptar
un punto de partida externista en la individuación de conceptos: lo que determi-
na qué conceptos tiene alguien es qué tipos de cosas distingue.
Desde este punto de vista, captar el concepto –de gato, digamos–, y ser com-
petente en el uso de un signo –”gato”– que expresa ese significado, no consiste
en tener una representación mental explícita o accesible. Consiste en aceptar la
misma regla clasificatoria que la comunidad lingüística de la que uno forma
parte, aunque eso no supone infalibilidad ni omnisciencia. No se trata de que la
conducta efectiva sea la misma para todos, ni que la competencia semántica con-
sista en la capacidad de reconocer, o categorizar, acertadamente cualquier instan-
cia de un concepto. Como nos indican los argumentos de Putnam o Burge, no
hace falta ser capaz de reconocer e identificar cualquier muestra de oro para tener
el concepto ORO. (De hecho, el grado de competencia identificadora exigible
para atribuirle a alguien un concepto depende del concepto que se trate).
284 Estudios de Psicología, 2002, 23 (2), pp. 273-286

No obstante, la capacidad del sujeto de captar esa regla debe ser explicada en
términos cognitivos, no metafísicos o trascendentales, en términos de una
supuesta relación de dependencia metafísica, o de configuración disposicional,
de las que el sujeto no tenga idea alguna, puesto que comprender un concepto no
es como estar al norte del paralelo 38 o estar rodeado de zurdos, relaciones per-
fectamente objetivas pero de las que uno puede no darse cuenta. Al contrario,
comprender un concepto implica tener alguna idea al respecto, si bien esa idea
puede ser variable, mayor o menor, completa y exhaustiva, o parcial y errónea, lo
que explica de hecho el diferente grado de capacidad de reconocimiento o cate-
gorización. Ahora bien, los argumentos anti-representacionalistas nos han hecho
ver que este darse cuenta no puede consistir en disponer de una representación
mental explícita. La propuesta consiste, por tanto, en decir que el concepto se
tiene en virtud de contar con concepciones implícitas, con modos de entender la
clase de referencia.
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Desde este planteamiento, lo que se espera es la diversidad, incluso la idiosin-


crasia, de las concepciones. El joyero, el físico atómico y el hombre de la calle
comparten el concepto ORO, lo que les permite comunicarse significativamente
y compartir sus pensamientos al respecto, a pesar de que sus concepciones al res-
pecto, la información de que disponen, y que les permite categorizar instancias
concretas, difiere. En realidad, las concepciones pueden considerse como el
paquete de información –verídica o no– relativo a cada concepto disponible, a
cada capacidad clasificatoria, y que la explica.
Una manera obvia en que esta idea de las concepciones se distancia de las teo-
rías psicológicas representacionalistas radica en que no se exige que el contenido
de las concepciones sean creencias, creencias sobre la identidad de la clase de
referencia o sobre sus propiedades prototípicas. Puede incluir información per-
ceptiva, anecdótica o circunstancial, proposicional pero también subpersonal, en
función de la historia individual de adquisición del concepto. Dos individuos
pueden tener la misma concepción de un concepto determinado, pero no es pre-
ciso para que podamos decir que tienen el mismo concepto. Lo decisivo es que
apliquen la misma regla clasificatoria, o mejor dicho, que acepten su fuerza nor-
mativa, aunque sea en base a vías epistémicas distintas. Por supuesto, también es
posible que por razones aleatorias un mismo sujeto pueda almacenar informa-
ción sobre un único concepto en dos concepciones separadas, sin darse cuenta de
que se refieren a lo mismo. En cualquier caso, no se exige que las concepciones
contengan una descripción individuadora del referente, como en la perspectiva
tradicional; no es el “sentido” lo que determina el referente, sino la práctica
social establecida. Tampoco puede establecerse un mínimo de conocimiento
correcto para que pueda adscribirse el concepto: ese mínimo puede variar según
el contexto y el concepto en cuestión.
Esta propuesta permite dar cuenta de los casos de Putnam y Burge, aceptando
el lema de que los significados no están en la cabeza, pero matizando su alcance,
al sugerir que algo debe de haber, alguna información, que pueda servir para
determinar cuál es la clase de referencia a la que se dirige, para individuar el con-
tenido del concepto. Ofrece asimismo un modelo para dar cuenta del fenómeno
del cambio conceptual en la infancia o en la historia, cultural o científica: como
resultado de la adquisición de nueva información puede ocurrir que lo que era
una regla conceptual se convierta en dos (se descubra que hay dos clases de cosas
que se confundían), o restrinja su dominio de aplicación, su clase de referencia, o
la amplíe, o incluso se produzca una reestructuración de mayor alcance del siste-
ma conceptual (el fenómeno de la inconmensurabilidad). Incluso permite dar
Los significados no están en la cabeza. ¿Y los conceptos? / A. Gomila 285
cuenta de la posibilidad y eficacia de los experimentos mentales en ciencia
(Gomila, 2000a).
Este enfoque permite ofrecer también un marco para situar la relación entre
lenguaje y pensamiento: en la medida en que muchos conceptos claramente se
adquieren en la medida en que se aprende el lenguaje y se captan los patrones
categoriales de la comunidad lingüística. Precisamente es esta dimensión social
la que proporciona estabilidad e intersubjectividad a nuestros conceptos, a pesar
de que cada cual pueda tener concepciones idiosincráticas y dinámicas. Incluso
en el caso de otros conceptos en los que su origen individual es indudable, los
conceptos presentes en la comunidad lingüística pueden reforzar, inhibir o
modificar ciertas capacidades conceptuales. Si se me permite la metáfora, podría
decirse que al aprender una nueva palabra, uno abre un archivo mental donde va
metiendo toda la información que obtiene sobre lo que esa palabra denota; ese
archivo constituye su concepción, el modo concreto en que es capaz de captar el
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concepto, reidentificar la clase de referencia.


En cuanto al modo en que esta distinción entre conceptos y concepciones per-
mite afrontar los argumentos anti-representacionalista s, es preciso subrayar
varios aspectos. En primer lugar, comprender un concepto consiste en una habi-
lidad, la capacidad de usar o regirse por un patrón abstracto ofrecido por el con-
texto socio-lingüístico. Las concepciones, por su parte, se sitúan al nivel del
conocimiento implícito intermedio que vimos que distingue Tulving, si bien es
posible llegar a hacerlas parcialmente explícitas. Pueden entenderse como repre-
sentaciones internas en la medida en que su relevancia causal en la dinámica cog-
nitiva no dependa de que sean “leídas”, sino de su propia configuración disposi-
cional. La idea es que el planteamiento clásico confunde el conocimiento concep-
tual accesible, generalmente en formato proposicional, con la competencia
conceptual. Es importante notar también la conexión entre lo implícito de las
concepciones y el carácter práctico de este conocimiento, la importancia de ser
sensible a los patrones categoriales de la comunidad, de responder a las presiones
normativas que puedan manifestarse en el curso de la interacción social. Esto es
especialmente claro cuando se considera el proceso de adquisición conceptual.
De nuevo aparece aquí la necesidad del lenguaje como medio simbólico que
posibilita la intersubjetividad de los conceptos, sin que ello suponga necesaria-
mente el relativismo lingüístico, puesto que nada excluye la posibilidad de que
diferentes comunidades compartan sus reglas semánticas.
Si esta manera de plantear nuestra competencia conceptual es acertada se
derivan varias conclusiones relevantes para la investigación psicológica. Ya he
hecho alusión a algunas, como la falta de justificación del paradigma experimen-
tal habitual en el estudio de los conceptos, el de categorización, sea en la variante
del reconocimiento o en la de la nominación, pues el repertorio conceptual no se
reduce al repertorio conductual; o al mayor peso que correspondería dar a la
cuestión de la referencia compartida, al modo de Bruner. Otras son más sutiles:
si la noción de concepto que he desarrollado es correcta, entonces confunde
hablar de “tener conceptos” o “adquirir conceptos” o “formar conceptos”, como
si fueran pertenencias individuales. Los conceptos, como las tradiciones, formarí-
an parte de una cultura, lo que encaja mejor con su carácter abstracto. En cam-
bio, resultan apropiadas con respecto a las concepciones. En efecto, cuando se
plantea a veces si un niño tiene el mismo concepto de gato que un adulto, lo que
debemos plantear es si la pregunta se refiere a mismo “concepto” o misma “con-
cepción”. Es frecuente que los estudios sobre conceptos, tanto ontogenéticos
como básicos, confundan ambas cuestiones, generando debates sobre falsos desa-
cuerdos. Del mismo modo, es también confuso hablar del “desarrollo” de los
286 Estudios de Psicología, 2002, 23 (2), pp. 273-286

conceptos, puesto que este planteamiento organicista oculta la cuestión de la


individuación, de cuándo un cambio constituye meramente un cambio de con-
cepción del mismo concepto, de un cambio conceptual efectivo (por cambiar la
referencia, la extensión).
Acabo con esto. Espero haber mostrado, cuando menos, la necesidad de tener
un concepto claro y viable de “concepto” en Psicología, la relevancia de las consi-
deraciones filosóficas recientes al respecto, y sus implicaciones en relación a la
práctica habitual y a la interpretación de los resultados experimentales.
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