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Studies in Psychology
Antoni Gomila
To cite this article: Antoni Gomila (2002) Los significados no están en la cabeza. ¿Y los
conceptos?, Estudios de Psicología, 23:2, 273-286
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Resumen
Aunque la relevancia del pensamiento del segundo Wittgenstein para la teoría psicológica de los conceptos es
reconocida incluso en los manuales, en este trabajo sostengo que va más allá de la cuestión de los parecidos de
familia. En concreto, el segundo Wittgenstein constituye la base de argumentos anti-individualistas y anti-
representacionalistas,que convierten en inaceptable el punto de vista hegemónico en Psicología Cognitiva. Sin
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embargo, tales argumentos parecen conducir a una noción de concepto inservible para la explicación psicológica.
En la parte final, se presenta un modo de entender los conceptos que sea psicológicamente útil y metafísicamente
aceptable.
Palabras clave: Significado, concepto, concepción, anti-individualismo, anti-representacionalismo,
conocimiento implícito, Wittgenstein.
© 2002 by Fundación Infancia y Aprendizaje, ISSN: 0210-9395 Estudios de Psicología, 2002, 23 (2), 273-286
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otras cosas, aprender el significado de las palabras, y que los hablantes compe-
tentes entienden su lengua porque conocen el significado de sus vocablos, etc.,
entonces ese alguien está comprometido con la existencia de los significados de
las palabras, y que tales significados se pueden aprender y conocer. Pues bien,
nuestra cuestión consiste en ver qué cosas pueden ser tales significados, cómo
entender este constructo explicativo.
A mi modo de ver, la respuesta hegemónica en Psicología a esta cuestión con-
siste en decir que conocer el significado de una palabra es tener una cierta repre-
sentación mental o concepto asociado con cierta forma léxica. Es decir, la noción
de significado remite a la de concepto via la de representación mental; si las pala-
bras tienen significado, las representaciones mentales expresan conceptos. Cono-
cer el significado de una palabra consiste en captar el concepto correspondiente;
y captar el concepto, comprenderlo, consiste en tener la representación mental
que lo expresa (una defensa explícita de esta perspectiva se encuentra en Bloom,
2000). Este planteamiento es el dominante en el estudio de la categorización, en
la psicología del desarrollo cognitivo y lingüístico, y en el estudio psicolingüísti-
co de la comprensión.
En algunas formulaciones, el concepto se identifica con la representación
mental; pero me parece más clarificador entender el concepto como lo que la
representación mental expresa, porque de esta manera se puede dar cuenta mejor
del hecho de que los significados y los conceptos sean públicos, compartidos, y
objeto de relaciones semánticas (de sinonimia, antonimia o consecuencia lógica)
independientes de que sean captadas por todos los sujetos. De todos modos se
trata de una ambigüedad característica, que afecta también a otros términos rela-
cionados (idea, pensamiento), entre lo que podríamos llamar la dimensión proce-
sual o activa y la dimensión del contenido o abstracta, entre el pensar y lo que se
piensa, o entre el concebir y lo que se concibe. Mientras se distingan los dos sen-
tidos de concepto, la ambigüedad no tiene mayores consecuencias, aunque no es
inhabitual encontrar a quien confunde un aspecto con el otro.
En cualquier caso, es este planteamiento general el que hace que suene natu-
ral decir que si alguien no sabe qué significa “chambelán” es porque carece del
concepto de CHAMBELAN, o bien, porque no ha establecido la asociación
entre la palabra y el concepto. Pero, ¿en qué consiste tener el concepto de
CHAMBELAN? En saber en qué consiste ser un CHAMBELAN. Dicho de otro
modo, en conocer qué criterios hay que satisfacer para pertenecer al conjunto de
los chambelanes, y poder reconocer uno cuando se lo encuentra (categorizarlo es
la expresión técnica). Es decir, no cualquier cosa que sepamos relativa a los cham-
belanes cuenta (por ejemplo, que hay uno que se llamaba Pepe y vivía en el arra-
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bal), sino sólo aquellas características propias de los chambelanes. Ese conoci-
miento se suele concebir, preferentemente, como un red semántica, una jerar-
quía de nodos asociados, correspondientes a estas relaciones conceptuales. Alter-
nativamente, puede entenderse como esquemas propios de cada concepto, que
remitirían así de uno a otro. Pero lo que nos interesa aquí no es tanto la cuestión
de su concreción psicológica, sino de su individuación, de su naturaleza.
Es conocido que la llamada “concepción clásica” de la naturaleza de los con-
ceptos consideraba que para comprender un concepto hace falta captar las condi-
ciones necesarias y suficientes de inclusión, una concepción que se remonta a
Aristóteles y a su doctrina de la definición esencial, que permitía resolver de un
sólo plumazo la cuestión ontológica de las clases de cosas que componen la reali-
dad, la cuestión epistémica de su distinción, y la semántica-categorial del signi-
ficado de los universales. Igualmente, es conocido que los trabajos de Eleonor
Rosch (antes Heider) en los años 70, desacreditaron esta concepción en el ámbito
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conciba la categoría por parte del sujeto, por lo que estudiando cómo categoriza
el sujeto podemos acceder a su sentido.
En las dos secciones siguientes voy a esbozar dos objeciones a esta manera de
entender los conceptos. Ambas objeciones se inspiran, más o menos directamen-
te, en el segundo Wittgenstein. Lo cual sugiere que la relevancia psicológica de
sus argumentos van más allá de lo alegado por Rosch, y convertido en “carne de
manual”. Las consideraciones en torno al parecido de familia constituyen sólo
una de las líneas, inicial, del ataque de Wittgenstein contra la concepción tradi-
cional de los conceptos. Pero no pretendo ofrecer una reconstrucción de la posi-
ción wittgensteiniana –algo que contradice el espíritu antisistemático de este
pensador–, sino en apuntar dos líneas de desarrollo de su trabajo que, al igual
que sus notas sobre los parecidos de familia, pueden resultar de enorme interés
en la teoría psicológica. Una es el ataque al individualismo con respecto a los
conceptos, la idea de que lo que hace que alguien tenga o no un concepto, y qué
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Anti-individualismo
El primer paso en la formulación de la crítica al individualismo, tal como lo
acabamos de caracterizar, consiste en explicitar más claramente las dos dimensio-
nes del significado: la psicológica, la que “está en la cabeza”, según la expresión
famosa de Putnam, que consiste en la representación mental del concepto, el
sentido fregeano, en la medida en que es captado por un sujeto; y la externa, la
que no está en la cabeza, que consiste en la extensión, la referencia, la denotación,
la clase de cosas que satisfacen el concepto, de las que éste se puede predicar con
verdad. Una terminología que podría servir para expresar esta diferencia es la
que contrapone conceptos y categorías: conceptos, representaciones subjetivas;
categorías, clases ontológicas. Sin embargo, “categoría” ha sido utilizado históri-
camente con el sentido de “concepto básico o fundamental”, como las categorías
aristotélicas o las kantianas, por lo que el riesgo de confusión desaconseja plante-
ar la cuestión exclusivamente en estos términos. En cualquier caso, lo importan-
te es tener claros estos dos vectores del significado: qué entiende el sujeto cuando
usa competentemente o comprende una palabra, y cuál es la extensión de esa
palabra. Frente a la tradición, que confundía con frecuencia el objeto de referen-
cia y el significado (una confusión que todavía se percibe en ocasiones en la
literatura psicológica), fue Frege quien puso de manifiesto claramente esta doble
dimensión al insistir en la existencia de términos con la misma referencia, pero
con distinto valor cognitivo, en la medida en que el sujeto competente en los dos
términos puede ignorar que su referencia sea la misma.
En la versión psicologizada de Frege, que constituye el marco en el que se
plantea el estudio de los conceptos (tanto desde el punto de vista sistemático
como ontogenético, como hemos visto), los dos vectores están directamente rela-
cionados, en la medida en que es lo que está en la cabeza lo que determina la
extensión. Sin embargo, es fácil encontrar ejemplos de nuestras prácticas semán-
ticas que indican que esto no puede funcionar así. Pues es posible, tanto que lo
que está en la cabeza no determine la referencia, como que se pueda utilizar sig-
nificativamente una palabra sin tener una representación mental de su significa-
do. Putnam (1975, 1988) es quien más notoriamente ha presentado este tipo de
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casos (vid. también Burge, 1979). Aunque su ejemplo más famoso es el de la Tie-
rra Gemela, donde el agua no es H2O sino una substancia diferente, inexistente
en la Tierra, prefiero presentar ejemplos que no dependan de las consideraciones
metafísicas, de posibilidad y necesidad, que afectan a situaciones contrafácticas
como la imaginada por Putnam.
Un ejemplo del primer tipo, donde puede hablarse de un mismo concepto en
base a una misma referencia, es el de “estrella”. Nuestro concepto actual de
“estrella” especifica que se trata de cuerpos celestes situados a años luz de distan-
cia y que emiten energía fotónica; en el concepto griego, las estrellas eran aguje-
ros en la bóveda celeste. Sin embargo, no tenemos problemas para traducir
ambas palabras, y en suponer que, a pesar de las diferentes concepciones vinculadas
a “estrella” (subrayo este término porque va a jugar un papel importante poste-
riormente), ambas palabras significan lo mismo porque se refieren a lo mismo.
Otro ejemplo, también de Putnam, consiste en notar que nuestra representa-
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ción mental podría ser la misma tanto del aluminio como del molibdeno, o de
arce y roble; es decir, que no tenemos conocimiento individualizador suficiente
para distinguir una cosa de otra; lo que sabemos de uno lo sabemos también del
otro, vale también para el otro. Sin embargo, cuando decimos “aluminio” nos
referimos al aluminio, no al molibdeno. Por ello, en estos casos no es lo que tene-
mos en la cabeza lo que determina a qué nos referimos cuando decimos “alumi-
nio”, puesto que si lo fuera la extensión de alumnio y molibdeno sería única y la
misma, la categoría que incluiría ALUMINIO + MOLIBDENO, clase para la
que, en realidad, carecemos de palabra.
No es difícil empezar a ver en qué se basan estos ejemplos. Se trata de presen-
tar situaciones en que el conocimiento semántico disponible para un sujeto no
delimita la clase de referencia, bien sea porque es demasiado inespecífico o
incompleto, por ignorancia o por error. Dicho de otro modo, si el planteamiento
tradicional fuera correcto, en los casos en que el concepto, o sentido, que consti-
tuye el conocimiento semántico de un sujeto particular, es erróneo o insuficiente,
la extensión que determinaría sería distinta de la que realmente se da.
Supongamos que alguien se ha confundido y cree que el arroz es un marsupial
que habita en Australia. Si la teoría tradicional fuera correcta, cuando ese alguien
utilizara la palabra “arroz” esa palabra se referiría, en su boca, a los canguros. Sin
embargo, es claro que no es ésta la manera como interpretamos estos casos; lo
que decimos es que “arroz” se refiere al arroz, pero que esa persona no sabe lo que
es, o tiene una idea equivocada al respecto. Nótese que la ignorancia o el error
pueden afectar tanto a nuestro conocimiento de las propiedades características de
la clase, como a nuestra capacidad de identificar instancias concretas como de tal
clase.
El ejemplo del oro puede ser útil para entender esta distinción: conoci-
miento del primer tipo es saber el número atómico del oro; del segundo tipo
puede consistir en conocer un procedimiento práctico para reconocer una
muestra de oro; normalmente este procedimiento no consiste en contar pro-
tones. Esta distinción es relevante si se tiene en cuenta que el paradigma
experimental habitual para estudiar los conceptos es la categorizaci ón de
instancias, es decir, el reconocimiento de un caso concreto como de cierto
tipo. Alguien que sepa el número atómico del oro puede ser incapaz de dis-
tinguirlo. Lo cual también afecta a la idea de que el significado de las pala-
bras se aprende por ostensión; no puedo entrar ahora en ello, pero los resulta-
dos experimentales muestran que esta situación ostensiva se produce sólo en
un 30% de las palabras (Bloom, 2000).
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pecto. Cuando digo “oro”, por ejemplo, me refiero a la clase natural correspon-
diente porque así está establecido en mi comunidad, independientemente de lo
que yo sepa sobre el oro, y de mi capacidad de categorizar correctamente instan-
cias concretas (este ejemplo facilita la aceptación de este punto, puesto que la
gran mayoría de hablantes es incapaz de distinguir fehacientemente instancias
de oro, lo que facilita enormemente el auge de la bisutería).
Desde esta perspectiva, aprender el significado de una palabra es aprender una
convención, un hecho social, y no un conocimiento semántico, esencial, prototí-
pico o teórico, sobre la clase de cosas que constituyen su extensión. Es en este
sentido que Putnam concluye que “los significados no están en la cabeza”, en la
medida en que no es lo que está en la cabeza lo que determina la referencia, sino
las prácticas sociales establecidas en la comunidad lingüística de la que uno
forma parte. Qué conceptos tiene alguien depende, en este planteamiento, de a
qué comunidad pertenece y qué clases de cosas existen.
Merece la pena destacar, en este contexto, que este planteamiento ha tenido
cierta acogida en el campo del estudio del desarrollo del lenguaje, a través de la
obra de Bruner (Bruner, 1983). En sus estudios sobre el desarrollo de la referen-
cia compartida, este planteamiento le permite a Bruner centrar la atención en el
desarrollo de la capacidad del niño de vincular las palabras con las mismas cosas
que los adultos con que interactúa, con independencia del modo como las conci-
ben unos y otros. Su ejemplo favorito es que es posible que una madre dedicada a
la física y su niño se refieran a lo mismo (un enchufe) con el término “electrici-
dad”, a pesar de la gran disparidad de sus conocimientos respectivos y su com-
prensión del concepto correspondiente. Nuestra tendencia es a adjudicarles a los
niños, a pesar de su ignorancia, o sus concepciones parciales, o sobregeneraliza-
das, o erróneas, nuestra propia manera de deliminar las extensiones de las pala-
bras, en la medida en que podría decirse que sus intenciones comunicativas sólo
tienen sentido en el marco de la comunidad lingüística ya existente.
Sin embargo, este planteamiento referencialista social parece dejar fuera por
principio algunos de los temas característicos de una semántica lingüística: las
relaciones de sinonimia, presuposición, implicación, etc. Por ello, un modo de
reaccionar a la teoría histórico-causal de la referencia ha consistido en abrazar un
individualismo estricto. Es decir, entender los significados como representacio-
nes mentales de los sujetos con total independencia de las prácticas lingüísticas,
en particular, de la referencia, de la relación entre esas representaciones y aquello
a lo que se refieren. Esta es la estrategia, por ejemplo, de Jackendoff (Jackendoff,
1990) y recomendada por Chomsky (Chomsky, 1998). Predomina igualmente
en el ámbito de la Psicología del desarrollo cognitivo en el enfoque del “cambio
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conceptual” en el desarrollo conceptual infantil (vid., por ejemplo, Gopnik y
Meltzoff, 1996). Consiste, básicamente, en renunciar a la semántica en el sentido
tradicional, y convertirla en una sintaxis lógica, también llamada semántica del
rol inferencial. Su problema es que pasa por alto la cuestión básica de la indivi-
duación de los conceptos y su relación con aquello que representan (quien más se
ha distinguido en rechazar estos planteamientos ha sido Fodor; su última embes-
tida a este respecto es Fodor, 1998).
Una salida complementaria consiste en abrazar el anti-individualismo estric-
to: aceptando la fuerza de la argumentación anti-individualista, concluir que el
estudio del significado debe realizarse al margen de la psicología; el significado
sería un fenómeno social, antropológico si se quiere, y como tal debería estudiar-
se: como prácticas sociales institucionalizadas, como se estudian otras convencio-
nes (Wettstein, 1991). Esta es la línea que se desprende del lema de que el signi-
ficado no puede ser objeto de la psicología, que defendió Fodor durante un cierto
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tiempo.
Tanto si se adopta una alternativa radical como la otra se pierde algo funda-
mental en el camino: la dimensión específicamente psicológica de cómo hacen
los hablantes concretos y particulares para entender el significado de lo que se
dice, y de qué modo su conducta práctica está mediada por su representación de
la realidad. El hecho es que usamos palabras que tienen significado, y esto es algo
que, aunque no dependa exclusivamene de nuestras capacidades cognitivas,
tiene algo que ver con ellas. Como veremos en la sección siguiente, lo distintivo
del plano cognitivo es que la conducta está guiada por la comprensión de la
situación, y esa comprensión tiene carácter normativo. Del mismo modo, no es
fácil de aceptar sin más un planteamiento que desacopla nuestra manera cogniti-
va de categorizar la realidad y nuestra manera lingüística, como si funcionára-
mos simultáneamente con dos marcos conceptuales.
Sin embargo, los argumentos anti-individualistas no dejan ver fácilmente de
qué manera pueden vincularse los dos vectores del significado, una vez rechazada
la idea tradicional de que el sentido determina la referencia. Diversas propuestas
han coincidido en distinguir dos planos del significado –un significado psicoló-
gico frente a un significado social, por ejemplo (Loar, 1988) o un “contenido
estrecho” frente a un “contenido amplio” (Fodor, 1991; Block, 1986)–. Pero en
tanto no se indique de qué modo se relacionan, o pueden relacionarse, estas pro-
puestas, en mi opinión, agravan el problema, al multiplicar las nociones de sig-
nificado en juego. Intentaré sugerir una alternativa, pero como su viabilidad
depende de considerar también los argumentos anti-representacionalistas, es
preciso considerarlos antes, en la próxima sección.
Anti-representacionalismo
Una forma de reconstruir la argumentación anti-representacionalista de ins-
piración wittgensteiniana consiste en partir de la dimensión normativa de los
significados y los conceptos (que se deriva, en parte, de las consideraciones anti-
individualistas anteriores). La caracterización del uso lingüístico no se agota en el
plano descriptivo, sino que incluye constitutivamente la distinción entre un uso
correcto de uno incorrecto, como es el caso con cualquier convención. La natura-
leza convencional del significado lingüístico no debe entenderse solamente con
respecto al significante, a la arbitrariedad del patrón sonoro que sirve para expre-
sar cierto significado, sino a la propia relación de significación.
La comprensión lingüística, captar el significado de palabras y oraciones con-
cretas, supone, de este modo, una mínima apreciación de lo que constituye un
uso correcto; consiste en poder apreciar la diferencia entre usos correctos e inco-
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esas correlaciones, que simplemente está configurado de tal manera que su con-
ducta está regida por tales contingencias, y que, por tanto, no tiene por qué
entender el significado de sus propias proferencias, ni captar, como se planteaba
al principio, las condiciones normativas que parecen constitutivas de la com-
prensión conceptual de significados, ni las expresadas inferencialmente (com-
prender las relaciones entre conceptos), ni las que se refieren a su aplicación en
casos paradigmáticos (dado un término, ser capaz de identificar un ejemplar;
dado un ejemplar, ser capaz de nombrarlo). Pero parece, si se acepta el argumen-
to de Wittgenstein, que estas condiciones son necesarias para poder hablar de
comprensión conceptual. Lo que distingue los procesos cognitivos intencionales
de procesos simplemente causales es que presentan este carácter normativo y
racional: el sujeto organiza su conducta en base a su comprensión, trata de ade-
cuarla a ella, guiarse por ella. Por decirlo de forma general, la relación entre la
competencia cognitiva y el ejercicio de esa competencia es normativa, no mera-
mente descriptiva, y por ello, no puede entenderse en términos de simple habi-
tuación ciega, o condicionamiento operante, o de convergencia metafísica entre
las propiedades de la realidad y la configuración innata de la mente.
Ambas consideraciones nos plantean de nuevo la cuestión de cómo entender
los conceptos psicológicos: en qué consiste captar un concepto, dado que ni la
respuesta tradicional de que consiste en captar una regla explícita (que expresa
sus propiedades necesarias y suficientes, o sus propiedades prototípicas o diag-
nósticas, o una teoría), ni la alternativa que consiste en estar causalmente dis-
puesto a dar ciertas respuestas, resultan satisfactorias. Y además, teniendo en
cuenta las restricciones establecidas en la sección anterior: en qué consiste esa
comprensión cuya individuación depende de la comunidad lingüística a la que
uno pertenece. Como sugeriré en la sección siguiente, una propuesta alternativa
viable consiste en concebir el conocimiento semántico no como una representa-
ción mental explícita de las propiedades distintivas, sino como una capacidad
práctica de seguir una regla, de actuar como los demás.
Antes de introducir esta propuesta, creo que puede resultar instructivo situar
el tipo de competencia conceptual que hemos caracterizado en el contexto de los
avances en la comprensión de lo que se ha dado en llamar el inconsciente cogni-
tivo: toda una serie de investigaciones en los campos de la memoria y el aprendi-
zaje implícito, el conocimiento tácito o los diversos niveles de conciencia en el
control y registro de los procesos cognitivos (percepción, atención). Puesto que
lo que tienen en común, al igual que lo que estamos buscando, es este nivel
inconsciente de activación pero de manera propositiva, racional, regida por
reglas (Berry y Dienes, 1993; Shanks y St. John, 1994, y Foufre, 1999, constitu-
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Lo que los sujetos pueden verbalizar explícitamente acerca de lo que hacen y por
qué, según estas contribuciones, no constituye más que una parte de la dimen-
sión cognitiva humana, y no la básica.
Situar el tema de la comprensión conceptual sobre el trasfondo del dominio
del inconsciente cognitivo, no obstante, no nos proporciona directamente la
solución a nuestro problema. De hecho, puede decirse que, al menos en parte, el
debate sobre este campo está sometido al mismo conflicto que hemos caracteri-
zado, entre la mera habituación disposicional implícita y el conocimiento como
representación explícita, como los dos únicos modos de explicación disponibles.
Así, hay quienes sostienen que en las circunstancias propias del aprendizaje
implícito, por ejemplo, se daría una combinación de procesos implícitos y explí-
citos y que la tarea es separarlos (por ejemplo, Berry y Dienes, 1993). En cambio,
Tulving, por ejemplo, distingue tres tipos de sistemas de memoria, caracteriza-
dos por su modo de acceso: una memoria procedimental, correspondiente a la
disposición implícita; una memoria episódica, que corresponde al nivel de cono-
cimiento explícito y accesible, y finalmente un nivel intermedio, propio de los
sistemas perceptivos y semánticos (Tulving, 1985). Esta última propuesta resul-
ta más interesante para nuestro problema: cabría situar el conocimiento concep-
tual en este nivel intermedio, caracterizado por la inaccesibilidad a los conteni-
dos que guían nuestra conducta (que por tanto no se explica como seguimiento
explícito de reglas), pero al mismo tiempo por la conciencia de que la propia
conducta es correcta, de que “encaja” con la regla. Lo cual no quiere decir, cierta-
mente, que no podamos alcanzar un conocimiento consciente, reflexivo, de alto
nivel, autodirigido, de los contenidos de nuestros conceptos. Se trata, simple-
mente, de reconocer que ese conocimiento no puede constituir el paradigma
básico de nuestra comprensión conceptual.
Conceptos y concepciones
Es difícil encontrar una noción más fundamental en Psicología Cognitiva que
la de concepto, y no sólo por su conexión con el significado lingüístico. Por
tanto, parece deseable e imperioso contar con una concepto de “concepto” sólido
y viable. Pero, ¿es posible ofrecer una explicación de la naturaleza de los concep-
tos que evite los argumentos anti-individualistas y anti-representacionalistas y
que resulten psicológicamente plausible?
En un intercambio entre los psicólogos Smith, Medin y Rips y el filósofo Rey
(Rey, 1983; Smith, Medin y Rips, 1984), se planteó ya la cuestión de si la prácti-
ca psicológica de centrarse en la dimensión interna, representacional e individual
de los conceptos resulta viable, al ignorar su dimensión referencial, que sería el
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objeto de interés de la filosofía del lenguaje y la mente. La conclusión entonces
pareció ser la resolución de desdoblar el concepto de “concepto” en dos, como si
fuera polisémico, sin darse cuenta de que al hacerlo así se estaba incurriendo en
una solución salomónica, en el sentido literal, esto es, la que propuso Salomón en
el caso del niño disputado, la de partir al niño por la mitad. Al igual que el niño
hubiera muerto, creo que cabe decir lo mismo de una medida parecida en el caso
de la noción de concepto.
No obstante, ésta parece ser la opción que ha prevalecido, quizá porque parece
que bloquea los problemas. De esta forma, los psicólogos no tienen por qué preo-
cuparse por la individuación de los contenidos de los conceptos que estudian (a
pesar de la importancia que conceden a la individuación como competencia cog-
nitiva, la capacidad de distinguir a un individuo de otro), y los semánticos se
abstienen de preguntarse por el fundamento de los significados lingüísticos y las
condiciones de verdad de las proposiciones. La distinción entre un contenido
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No obstante, la capacidad del sujeto de captar esa regla debe ser explicada en
términos cognitivos, no metafísicos o trascendentales, en términos de una
supuesta relación de dependencia metafísica, o de configuración disposicional,
de las que el sujeto no tenga idea alguna, puesto que comprender un concepto no
es como estar al norte del paralelo 38 o estar rodeado de zurdos, relaciones per-
fectamente objetivas pero de las que uno puede no darse cuenta. Al contrario,
comprender un concepto implica tener alguna idea al respecto, si bien esa idea
puede ser variable, mayor o menor, completa y exhaustiva, o parcial y errónea, lo
que explica de hecho el diferente grado de capacidad de reconocimiento o cate-
gorización. Ahora bien, los argumentos anti-representacionalistas nos han hecho
ver que este darse cuenta no puede consistir en disponer de una representación
mental explícita. La propuesta consiste, por tanto, en decir que el concepto se
tiene en virtud de contar con concepciones implícitas, con modos de entender la
clase de referencia.
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