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PAJAROS
d$l DESEO
Kairos
THOMAS M ERTON
EL ZEN Y LOS
PAJAROS DEL DESEO
editorial L/airós
Numancia, 117-121
08029 Barcelona
Título original: ZEN AND THE BIRD S OF APETITE
Traducción: Rolando Hanglin
© by Thomas Merton
© de la edición española:
1972 by Editorial Kairós, S.A.
ISBN : 84-7245-308-1
Dep. Legal: B -35103-2005 E.U.
PRIMERA PARTE
El Estudio del Z e n .................................................. 13
La Nueva Conciencia............................................. 29
Una visión cristiana del Z e n .............................. 49
D. T. Suzuki. El hombre y su o b ra .................... 79
Nishida: Un filósofo Z e n ................................... 89
Experiencia tra sc en d e n ta l................................... 95
El N i r v a n a .............................................................105
El Zen en el arte ja p o n é s ................................... 117
Apéndice: ¿El Budismo niega a la vida? . . . 121
SEGUNDA PARTE
Sabiduría del Vacío
Diálogo entre Daisetz T. Suzuki y Thomas
M e rto n ............................................................. 127
Conocimiento e in o c e n c ia ................................... 133
por Daisetz T. Suzuki
La reconquista del p araíso ................................... 149
por Thomas Merton
Observaciones fin ales............................................. 169
por Daisetz T. Suzuki
Observaciones fin a le s............................................. 171
por Thomas Merton
P o s tf a c io ..................................................................177
Notas .......................................................................183
Sin el canto de un ave
en la montaña
aún mayor es la quietud.
PROVERBIO ZEN
1
Cuando expongo el Zen a un público occidental, for
mado generalmente en la tradición cristiana, la primera
pregunta que se me formula es, generalmente, la que si
gue: «¿Cuál es el concepto Zen de moralidad? Si el Zen
pretende estar por encima de todo valor moral... ¿Qué
puede enseñarnos a los simples mortales?»
Si he comprendido correctamente a la Cristiandad, su
autoridad moral proviene de Dios, inspirador del Decálo
go, y se nos dice que, de violarla en cualquier sentido, reci
biremos nuestro castigo, siendo arrojados al fuego eterno.
Por esta razón se cree que los ateos son gente peligrosa:
carecen de Dios y no respetan código moral alguno. Tam
bién el hombre del Zen, con su desconocimiento de un
Dios de tipo cristiano y su proclama de una superación
del dualismo bien-contra-mal, o de lo cierto y lo falso, o
de lo acertado y lo erróneo, o de la vida y la muerte, suele
despertar fuertes sospechas. La noción de los valores so
ciales, imbricada profundamente en las mentes occidenta
les, tiene mucho que ver con la religión, hasta el punto de
que aquéllas tienden a creer que la ética y la religión son
una sola y la misma cosa y que la religión no tiene dere
cho a relegar la ética a una posición de importancia secun
daria. Cosa que aparentemente se atreve a realizar el Zen;
de ahí que se plantee la siguiente pregunta * : «El Dr. Su
zuki ha escrito que todos los valores morales y prácticas
sociales provienen de esta vida de Lo-que-es-tal-como-es,
que es Vacuidad. Por lo tanto, «bien» y «mal» son para él
dos diferenciaciones accesorias. ¿En qué consisten sus di
ferencias, y cómo haré yo para distinguir lo que es «bue
no» de lo que es «malo»? En otras palabras: ¿Es posible,
y en caso afirmativo, cómo es posible derivar una ética de
la ontología del Budismo Zen?»
Todos somos entes sociales, y la ética representa nues
tra preocupación por la vida social. El hombre Zen no pue
de vivir fuera de la sociedad. Tampoco ignorar los valores
éticos. Lo único que pretende es limpiar meticulosamente
su corazón de todas las impurezas arraigadas en el «Cono
cimiento» ** que nos fue dado al comer el fruto del árbol
prohibido. Retornando al estado de «Inocencia» (ver pie de
página sobre «Conocimiento») todo lo que hagamos será
bueno. Dice San Agustín: «Ama a Dios y haz lo que quie
ras». La idea búdica de Anabhoga-Carya *** corresponde a
la noción de Inocencia. Cuando en el Jardín del Edén, don
de campea la Inocencia, despierta el Conocimiento, tiene
lugar la diferenciación del bien y el mal. Del mismo modo,
* Esta pregunta me la formuló uno de los participantes de la
Tercera Conferencia de Filósofos del Este y el Oeste, en la Universi
dad de Hawaii, junio y julio de 1959. Se basaba en el documento con
que contribuí a esta conferencia. La respuesta que adjunto requiere
más elaboración de la que en esta oportunidad me permite el espacio
disponible. Se relaciona con mi concepción del relato de la creación
judeo-cristiano.
* * En este ensayo, el término «Inocencia» debe entenderse por el
estado mental propio de los habitantes del Jardín del Edén, vecinos
de la vida, cuyos ojos aún no se han abierto, desnudos, sin pudor
alguno ni conocimiento del bien y del mal; mientras que la palabra
«Conocimiento» alude a todo lo contrario, particularmente a un par
de ojos discriminatorios, ampliamente abiertos al bien y al mal.
* * * Ver D. T. Suzuki (trad.) Lankavatara Sutra (Londres: Routled-
ge & Kegan Paul), 1957, pp. 32, 43, 89, etc., donde el término se traduce
por «acto desprovisto de esfuerzo» o de «no empeñarse».
el pensamiento emana misteriosamente del Vacío de la
Mente, y allí está el mundo de las multiplicidades *.
La idea judeo-cristiana de la Inocencia es una interpre
tación moral de la doctrina búdica de la Vacuidad, de ca
rácter metafísico, mientras que la concepción judeo-cris
tiana del Conocimiento equivale, epistemológicamente, a
la noción budista de Ignorancia, aunque a nivel superficial
estos dos conceptos parezcan opuestos. La filosofía búdica
considera que la discriminación de todas sus formas
— morales y metafísicas — es un producto de la Ignoran
cia, que oscurece la luz original de Lo-que-es-tal-como-es,
o Vacío. Pero esto no significa que el mundo entero merez
ca nuestro desdén por tener su origen en la Ignorancia. Lo
mismo vale para el Conocimiento, pues éste es el resulta
do de haber nosotros perdido la Inocencia, al comer el
fruto prohibido. Pero, jamás deshacerse del Conocimien
to para recuperar el Paraíso en el que podría disfrutar de
la bendición de la Inocencia con la plenitud que les era
dada a los hombres cuando la Creación.
Lo que debemos comprender, entonces, es el significa
do del «Conocimiento» y de la «Inocencia», es decir, que
necesitamos examinar con el máximo de penetración el
vínculo que une a estos dos conceptos antagónicos: Ino
cencia y Luz Original por un lado, y Conocimiento e Igno
rancia por el otro. En cierto sentido, parecen irreductible
mente contradictorios, pero por otro lado resultan com
plementarios. En lo concerniente a nuestro humano en
tendimiento, no podemos concebir ambas formas al mis
mo tiempo, pero nuestra vida real consiste en un cons
tante apoyo de cada uno de los términos en el otro, o
mejor dicho en una inseparable cooperación.
* D. T. Suzuki (trad.), Asvaghosa’s Awakening o} Faith, Chicago,
Open Court Publishing Co., 1900, pp. 78-9.
La llamada oposición entre Inocencia y Conocimiento,
o entre la Ignorancia y la Luz Original, no pertenece al tipo
de antagonismo que hallamos entre blanco y negro, bueno
y malo, correcto y erróneo, ser y no ser, tener y no tener.
Esta oposición pareciera corresponder a la que existe en
tre lo contingente y lo contenido, entre el fondo y la
forma, entre una pista y los jugadores que en ella se des
plazan. El bien y el mal juegan sus papeles antagóni
cos sobre un campo que permanece neutral, indiferente,
«abierto», «vacío». Es como la lluvia, que tanto cae sobre
el justo cuando empapa al injusto. Como el sol, cuyos
rayos acarician por igual al malo y al bueno, a nuestros
amigos y a quienes nos odian. En cierto modo, el sol es
inocente y perfecto, al igual que la lluvia. Pero el hombre,
perdida su Inocencia a cambio del Conocimiento, diferen
cia los justos de los injustos, el bien del mal, lo cierto de
lo equivocado, los amigos de los enemigos. Por tanto no
es ya inocente, ni perfecto, sino intensamente «moral».
Evidentemente, la «moral» implica la pérdida de la Ino
cencia; la adquisición del Conocimiento, en términos reli
giosos, no siempre conduce a nuestra felicidad interior,
ni a la bendición divina. La responsabilidad «moral» pue
de llevar, eventualmente, a una violación de las leyes civi
les. La íntima bondad del «gran ermitaño» que libera a
los criminales de su prisión (Wisdom of the Desert, 37) *
* «Había una vez un gran eremita en las montañas, que fue ata
cado por salteadores. Sus gritos atrajeron a otros ermitaños de la ve
cindad, que se unieron para capturar a los criminales). Estos fueron
trasladados, bajo custodia, a la ciudad, donde un juez los condenó a
prisión. Pero esto entristeció y avergonzó a los hermanos, pues por su
denuncia se había juzgado a los ladrones. Fueron al Abad y le narraron
todo lo acontecido. Y el mayor escribió al eremita, diciendo: “ Recuerda
quién cometió lo primera traición, y sabrás la razón de la segunda. A me
nos que te hubieran traicionado antes tus pensamientos, jamás habrías
enviado a estos hombres a que los juzgaran” . El ermitaño, conmovido
por estas palabras, púsose de pie en el acto y fue a la ciudad y rompió
puede producir resultados más bien indeseables. Inocencia
y Conocimiento requieren un razonable equilibrio. Para
esto es necesario que el Conocimiento se someta a una dis
ciplina y que, al mismo tiempo, el valor de la Inocencia
sea estimado en adecuada relación con el Conocimiento.
Dice el Dhammapada:
No hacer nada de lo que es malo,
Hacer todo lo que es bueno,
Purificar totalmente nuestro corazón:
He aquí lo que Buda enseñó.
(verso 183)
Las dos primeras líneas se refieren al Conocimiento,
mientras que la tercera describe el estado de Inocencia.
«Purificar» significa «purgar», «vaciar» todo lo que conta
mina nuestra mente. La contaminación proviene de la con
ciencia egocéntrica, responsable de la discriminación en
tre lo bueno y lo malo, el yo del no-yo, denominada Igno
rancia o Conocimiento. Hablando metafísicamente, ésta
es la mente que comprende la verdad de la Vacuidad;
cuando así lo ha hecho, sabe que no hay ser, ni yo, ni
Atman para contaminar a la mente en su estado de cero.
A partir de este cero, se realiza todo el bien, así como se
esquiva el mal. El cero de que hablo no es un símbolo
matemático. Es el infinito, almacén o matriz (Garbha) de
todos los bienes o valores posibles.
cero: infinito, y también infinito: cero
Esta doble ecuación no sólo debe entenderse estática
mente sino también en un sentido dinámico. Está entre
los cerrojos de las celdas, liberando a los salteadores de la prisión y el
tormento.» The Wisdom of the Deserí, XXXV11.
ser y devenir. Pues estas dos nociones no se contradicen.
Lo vacuidad no es lisa y llana vacuidad, o pasividad, o
Inocencia. Es todo eso y al mismo tiempo no lo es. Es Ser,
es Devenir. Es Conocimiento y también Inocencia. El Co
nocimiento de que debemos hacer el bien y no el mal no
basta; debe arraigar en la Inocencia, donde la Inocencia
es Conocimiento y el Conocimiento es Inocencia.
El «gran eremita» es culpable de no haber compren
dido el Vacío, esto es, la Inocencia, y el Abad comete un
error cuando aplica la Inocencia por sobre el Conocimien
to en los asuntos mundanos. Los salteadores deben sufrir
la prisión por haber afligido a la comunidad; en tanto que
criminales, han de perder su libertad : pues así es el mundo
en que atendemos nuestros negocios, ganando el pan por
medio de duras y honradas faenas. Nuestro negocio sólo
es posible viviendo en el mundo del Conocimiento, porque
cuando prevalece la Inocencia el trabajo no es necesario:
«Todo lo que nuestra existencia necesita, Dios nos lo da
gratuitamente». Porque vivimos en comunidad, debemos
observar todo tipo de leyes. Somos pecadores, esto es,
conocedores, no sólo individual sino también colectiva
mente, comunitaria y socialmente. Los salteadores deben
ser encarcelados. Como seres espirituales debemos procu
rar la Inocencia, la Vacuidad, la iluminación, la vida de
plegaria. «El gran eremita» debe vivir en la penitencia
y en la plegaria, pero sin interferir con las leyes de la tie
rra que regulan nuestra vida secular. Donde se desarrolla
la vida secular hay un predominio del Conocimiento: de
absoluta necesidad resultan las labores más duras y ho
nestas, y cada individuo tiene derecho a los frutos de sus
fatigas. «El gran eremita» no lo tiene, en cambio, a liberar
a los criminales, amenazando así la paz de sus semejan
tes respetuosos de la ley. Cuando no se ejercita adecuada
mente el Conocimiento se producen fenómenos extraños
e irracionales. Sin duda, nuestro eremita es un miembro
muy bondadoso del orden social y no tiene intención de
dañar a sus conciudadanos; son los criminales quienes
perturban la paz de la comunidad a la que pertenecen. Se
impone apartarlos de la sociedad. El ermitaño merece
también su castigo por violar la ley, liberando a estos in
dividuos antisociales. Así es como el hombre bueno es
encarcelado mientras los malvados merodean libres e im
punes, hostigando a los ciudadanos amantes de la paz. No
es esto, estoy seguro, lo que deseaba el eremita.
3
Existe un conjunto de lo que podríamos llamar virtu
des morales fundamentales de perfección, conocidas en el
Budismo Mahayánico por el hombre de las Seis Paramita.
De los devotos del Mahayana se espera que ejerciten estas
virtudes en la vida cotidiana. Ellas son: (1) Dana, «dar»;
(2) Sila, «observar los preceptos»; (3) Virya, «espíritu de
la hombría»; (4) Ksanti, «humildad» o «paciencia»; (5)
Dhyana, «meditación»; y (6) Prajna, «sabiduría trascen
dental», que es una intuición del orden altísimo.
'* «Cierto hermano preguntó a uno de sus mayores, diciendo así:
"Si un hermano me debe algún dinero, ¿crees que debo reclamárselo?"
Díjole el mayor “ Pídeselo una sola vez, y con humildad” . Respondió el
hermano: “ Supón que así lo hago y no me lo devuelve. ¿Qué haré
luego?” Dijo entonces el mayor: “ No vuelvas a reclamárselo” . A lo que
contestó así el hermano: “ Pero no puedo librarme de la ansiedad que
esto me produce a menos que se lo reclame''. El mayor: “ Olvida tus
ansiedades. Lo importante es no entristecer a tu hermano, puesto que
eres un monje” .» The Wisdom o/ ¡lie Desert, XV CV III.
No explicaré cada una de estas seis virtudes en el pre
sente trabajo. Todo lo que puedo hacer es un intento de
llamar la atención de nuestros lectores sobre el orden en
que han sido presentadas. Primero tenemos a Dana, dar,
y en el último término a Prajna, especie de percepción es
piritual de la verdad del Vacío. La vida del budista co
mienza con «dar» y acaba en el Prajna. Pero, en realidad,
el final es el principio, y el principio está al final; las
Paramita se mueven en círculo, sin comienzo ni fin. Sólo
es posible dar cuando existe el Vacío, el cual es sólo acce
sible cuando se efectúa este dar en forma incondicional:
esto es lo que Eckhart ha denominado die eigentlichste
Armut.
Como el Prajna ha sido discutido frecuentemente, me
limitaré a exponer el Dana, o dar. No se refiere a una
entrega caritativa, ni al desprendimiento de posesiones
materiales, como entendemos generalmente cuando habla
mos de «dar». Significa que algo sale de uno mismo, dise
minando conocimiento, ayudando a la gente en dificulta
des de todo tipo, creando arte, promoviendo la industria
o el bienestar social, sacrificando la propia vida por una
causa valiosa y demás. Pero todo esto, aunque noble
— como dirían los budistas — no es suficiente si el hom
bre abriga la idea de dar, en uno u otro sentido. El genui
no dar consiste en la ausencia de todo pensamiento acerca
de lo que sale de nuestra mano o es recibido por otra per
sona ; esto es que en el dar no debe existir idea alguna de
dador o de receptor, ni de un objeto de esta transferencia.
Cuando esta acción de dar se desarrolla en el plano del
Vacío, es el auténtico Dana, primera Paramita, emanando
directamente de Prajna, Paramita final. De acuerdo a la
definición de Eckhart que citamos anteriormente, ésta es
la pobreza en su sentido verdadero. En otro pasaje, la
referencia a ejemplos le permiten ser más concreto.
«San Pedro dijo: “Hemos dejado todas las co
sas”. Dijo San Diego: “Todo lo hemos abandonado".
San Juan dijo : “Nada nos queda”. En consecuencia
os pregunta el Hermano Eckhart: ¿Cuándo dejamos
todas las cosas? Cuando abandonamos todo lo con
cebible, todo lo expresable, todo lo audible o visi
ble, entonces y sólo entonces hemos dejado todas
las cosas. Al abandonarlo todo en este sentido en
tramos en el campo de la luz que brilla con Dios».
Dice Kyogen, el Maestro Zen: «La pobreza de este año
es tal que hasta el alfiler ha desaparecido». Esto es sim
bólico. De hecho, significa que uno ha muerto para uno
mismo, de acuerdo a:
Visankharagatam cittam,
La mente marchó a su diso
lución,
Tanhanam khayam ajjhaga*
Los apetitos han llegado a su
fin.
Esto es parte del verso que se atribuye a Buda en el
momento de alcanzar la suprema iluminación, y recibe
el nombre de «Himno de la Victoria». El alfiler se ha
«disuelto», el cuerpo está «disuelto», la mente está «di
suelta», todo se ha «disuelto» por igual: ¿No es ésta la
Vacuidad? En otras palabras, estamos ante el perfecto
estado de pobreza. Eckhart cita a San Gregorio: «Nadie
recibe tanto de Dios cuanto el hombre que está comple
tamente muerto». Ignoro el sentido exacto que da San
* El Dhammapacla, verso 154.
Gregorio a la palabra «muerto». Pero es un vocablo muy
significativo si lo entendemos a la manera del poema de
Bunan Zenji * que sigue:
Aunque vivo, quédate muerto,
acabadamente muerto:
entonces todo será bueno,
hagas lo que hagas.
Vacío, pobreza, muerte o disolución: todo esto se
realiza y se comprende cuando uno atraviesa las experien
cias de «salir-fuera» que no son otra cosa que la «ilumi
nación» (Sambochi). Citando nuevamente a Eckhart:
«Cuando salgo-fuera... trasciendo todas las cria
turas y no soy Dios ni criatura: soy lo que he sido
y seguiré siendo ahora y siempre. Luego recibo un
impulso (Aufschwung) que me lleva por sobre to
dos los ángeles. En este impulso concibo el goce
fugaz de no estar satisfecho de Dios, en tanto que
Dios, en tanto que su divina obra entera, pues
cuando salgo fuera de este modo descubro que
Dios y yo somos una misma cosa...»
No sé cómo recibirán estas afirmaciones mis lectores
cristianos, pero desde el punto de vida búdico es obligada
una salvedad, a saber: aunque esta experiencia de «salir
fuera» sea trascendental en grado sumo y por encima de
todas las formas de condicionamiento, nuestra interpreta
ción de la experiencia puede resultar siempre una versión
distorsionada. El Maestro Zen nos aconseja, por lo tanto,
trascender o «arrojar» la misma experiencia. Este es el
* Vivió entre 1603 y 1676.
objeto del ejercicio del Zen: desnudarnos por completo,
ir más allá, incluso, de la recepción de un «impulso» de
cualquier tipo, estar absolutamente libres de todo posible
resabio de las ligaduras que nos han maniatado desde la
adquisición del Conocimiento. Es entonces y sólo enton
ces que descubrimos que somos, nuevamente, los vulga
res Juan, Pedro y José que hemos sido hasta el momento.
Joshu, uno de los supremos maestros del T'ang, confesó
algo parecido : «Me despierto temprano, por las mañanas,
y me contemplo: ¡ Con qué pobreza visto! Mi túnica está
hecha harapos, mi capucha cuelga deshecha. Tengo la ca
beza cubierta de mugre y cenizas. Cuando me inicié en el
estudio del Zen, soñaba con convertirme en un sacerdote
elegante y respetado. Pero jamás imaginé que acabaría
viviendo en esta pocilga y comiendo desperdicios. Después
de todo, no soy más que un pobre monje pordiosero».
Un monje vino a este hombre, preguntando: «Si un
hombre viene a ti, libre de toda posible propiedad. ¿Qué
le dirás?». Respondió Joshu: «¡Que arroje todo lejos
de sí!»
Vino otro discípulo y le dijo: «¿Quién es Buda?». Al
instante replicó Joshu: «¿Quién eres tú?».
Una anciana visitó a Joshu, diciéndole: «Soy una mu
jer, y de acuerdo al Budismo me someto a cinco prohibi
ciones *; ¿Cómo podría superarlas?». Esto es lo que Jos
hu le aconsejó: «Yo rezaría para que todos los seres vi
vieran en el Paraíso; pero, en cuanto a mí mismo, pediría
quedar por siempre en este océano de tribulaciones.»
Podemos enumerar una cantidad de virtudes prescri
tas para los monjes, tanto budistas cuanto cristianos: po
1
Uno de los «santos» de Dostoievski, el Staretz Zosima,
hablando como típico testigo de la tradición de la Iglesia
Rusa y Griega, nos ha dejado una sorprendente declara
ción. Ha dicho: «No comprendemos que la vida es el pa
raíso; pues bastaría con que deseáramos comprenderlo
para que el paraíso se nos presentara en el acto, ante
nuestros ojos, con toda su belleza». En el contexto de los
Hermanos Karamazov, contrastando con el fondo de vio
lencia, blasfemia y asesinato que caracteriza a esta obra,
esta afirmación causa justificado estupor. ¿Zosima habla
ba realmente en serio? ¿O se trataba de un idiota iluso,
delirando en pleno sueño frenético inspirado por el «opio
de los pueblos»?
El lector moderno pensará como quiera acerca de este
concepto, pero no cabe duda de que era un elemento bá
sico del Cristianismo primitivo. Recientes estudios sobre
los Padres han demostrado, más allá de toda discusión,
que uno de los motivos principales que impulsaron a los
hombres a abrazar la «vida angélica» (bios angelikos)
de soledad y pobreza en el desierto era, precisamente,
esta esperanza de que actuando de ese modo regresarían
al paraíso.
Ahora bien : debe comprenderse este concepto con pre
cisión y honestidad. El paraíso no es «el Cielo». El paraí
so es un estado, e incluso un lugar, en la tierra. El paraíso
pertenece más estrictamente a la vida presente que a
la futura. En cicrto sentido, corresponde a ambas. Es el
estado en que, originariamente, fue creado el hombre para
vivir en la tierra. Se lo concibe, también, como una suerte
de antecámara, del cielo, después de la m uerte: por ejem
plo, al final del Purgatorio del Dante. Cristo, agonizante
en la cruz, dijo al buen ladrón que a Su lado estaba: «Este
día estarás conmigo en el Paraíso», y es evidente que esto
no significaba, ni podría haber significado, el cielo.
No debemos imaginar al Paraíso como un lugar de
ocio y placeres sensuales. Es un estado de paz y descanso,
en todo sentido. Pero lo que buscaban los Padres del De
sierto cuando pensaban que podrían hallar el «paraíso»
en aquellas soledades, era la inocencia perdida, vacuidad
y pureza de corazón poseídas por Eva y Adán en el Edén.
Es notorio que no pudieron haber soñado con hallar her
mosos árboles y jardines en el reseco desierto abrasado
por el sol. Obviamente no abrigaban la menor esperanza
de dar con un rinconcillo, entre abruptas rocas y cuevas,
donde pudieran reposar plácidamente, al fresco de la
sombra, escuchando el murmullo de un arroyuelo. Lo que
buscaban era el paraíso dentro de ellos mismos, o mejor
dicho, más allá y por encima suyo. El paraíso se identifi
caba con la reconquista de aquella «unidad» hecha peda
zos por el «conocimiento del bien y del mal».
Al comienzo, Adán era «un hombre». La caída lo divi
dió en «una multitud». Cristo restauró la unidad del hom
bre en Sí mismo. El Cristo Místico fue un «Nuevo Adán»
y en El todos los hombres pudieron regresar a la unidad,
a la inocencia, a la pureza, convirtiéndose en «un hom
bre». Omnes in Christo unum. Naturalmente, esto no auto
rizaba a vivir a nuestro antojo, según el capricho de nues
tro ego, de nuestra limitada y egoísta espiritualidad, sino
que prescribía ser, con Cristo, «un espíritu». «Aque
llos que están unidos al Señor — dice San Pablo — son un
espíritu». Unirse a Cristo significa unidad en Cristo, de
modo que cada uno de los que están en Cristo, puede de
cir con Pablo: «Ya no soy yo quien vive, sino que Cristo
vive en mí». Es el propio Cristo quien vive en todas las co
sas. Con Cristo, el individuo «muere» en tanto que «viejo
hombre», entrega su ser exterior y egótico, «elevándose»
en Cristo un hombre nuevo, ser divino y desprendido que
es también el único Cristo, aquel que es «todo en todo».
En esta encrucijada se presenta la gran divergencia
entre cristianos y budistas. Desde un punto de vista meta-
físico, el Budismo parece definir la «vacuidad» como com
pleta negación de toda personalidad, mientras que el Cris
tianismo encuentra en la pureza de corazón y la «unidad
de espíritu» una realización suprema y trascendental de la
personalidad. Estamos ante un problema extremadamente
complejo y difícil que yo no me siento capaz de abordar.
Pero tengo la sensación de que, hasta el momento, la ma
yoría de las discusiones sobre este tema han sido por com
pleto equívocas. Muy a menudo, del lado cristiano, identi
ficamos «personalidad» con el ser egótico exterior e iluso
rio, que por cierto no es la auténtica «persona» cristiana.
Por parte de los budistas parece no existir la menor idea
positiva de la personalidad: el pensamiento búdico carece
absolutamente de este valor. Pero, sin embargo, en la
práctica budista es un concepto que no está ausente, ni
muchísimo menos, como se advierte claramente en la ob
servación del Dr. Suzuki de que, al cabo del ejercicio del
Zen, cuando uno ha quedado «absolutamente desnudo»
descubre que, otra vez, es el vulgar «Juan, Pedro o José»
que siempre ha sido. Me parece que, en la práctica, esto
corresponde a la idea de que un cristiano puede dejar tras
de sí al «viejo hombre» y hallar su ser verdadero «en Cris
to». La diferencia clave reside en que el lenguaje y la prác
tica del Zen son considerablemente más radicales, austeros
y estrictos: cuando el hombre del Zen dice «vacuidad», no
deja resquicio para que concepto o imagen alguna venga a
confundir la idea auténtica. El tratamiento cristiano de
este tema hace uso discrecional de expresiones metafóri
cas y de imágenes concretas, aunque debemos penetrar
cuidadosamente a través de la superficie exterior para lle
gar al contenido más profundo. De todos modos, la «muer
te del viejo hombre» no es una destrucción de la persona
lidad sino la disipación de una ilusión, y el hallazgo del
hombre nuevo equivale a un enterarse de lo que ha estado
allí mismo todo el tiempo, al menos como posibilidad ra
dical, en razón de que el hombre es la imagen de Dios.
Estos temas cristianos que llamamos «vida de Cristo»
y «unidad en Cristo» son bastante familiares, pero tengo
la sensación de que, actualmente, no se los comprende en
toda su hondura espiritual. Pocas veces se exploran sus
implicaciones místicas. Nos explayamos, en cambio, con
mucho mayor interés, sobre las connotaciones sociales,
económicas y éticas. Me pregunto si lo que el Dr. Suzuki
ha dicho con respecto a la «vacuidad» nos ayudará a pro
fundizar más de lo habitual en esta doctrina nuestra de
unidad mística y pureza en Cristo. Cualquiera que haya
leído a San Juan de la Cruz y conozca su doctrina de la
«noche» se formulará la misma pregunta. ¿Si hemos de
morir en nosotros para vivir «en Cristo», significa esto que
de algún modo debemos quedarnos «muertos» y «vacíos»
con respecto a nuestro propio ser? ¿Si hemos de movernos
entre todas las cosas por la gracia de Cristo, debemos con
siderar, en cierto sentido que esta acción proviene de la
vacuidad, emana del misterio de la pura libertad que es
«amor divino», y que ya no es una producción de nuestro
ser egótico y exterior, ligada a nuestros deseos, referida
a nuestro propio interés espiritual?
San Juan de la Cruz compara al hombre con una venta
na, a través de cuyos cristales resplandece la luz de Dios.
Cuando esta ventana está limpia de toda mancha, comple
tamente transparente, ya no la vemos: está «vacía» y sólo
se ve la luz. Pero cuando un hombre está salpicado de
manchas de egoísmo espiritual y preocupación por su ser
ilusorio y exterior, aunque sus «intenciones» sean buenas,
los cristales resultan claramente visibles, en razón de la
suciedad que los cubre. Por lo tanto, al deshacerse el hom
bre del polvo y las manchas que le produce su propia
ñjación a lo que resulta bueno o malo en referencia a su
persona, se convertirá en Dios, siendo entonces «uno con
Dios». Usando las palabras de San Juan de la Cruz:
«Permitiendo de este modo que Dios actúe en
ella, el alma (despojada de todas las impurezas y
fallos de las criaturas, lo que consiste en poseer
una voluntad perfectamente unida a la de Dios,
pues amar es afanarse por desnudarse y despojar
se, en alabanza a Dios, de todo lo que no es Dios) se
ilumina de inmediato, convirtiéndose en Dios, y
Dios le comunica Su ser sobrenatural en forma
tal que el alma se siente Dios Mismo, y tiene todo lo
que Dios Mismo tiene... Todas las cosas de Dios y
el alma son una, en transformación participante;
y el alma parece ser Dios, más que alma, y en rea
lidad es Dios, por participación». (San Juan de la
Cruz, Ascenso al Monte Carmelo, II, v. trad. Peers,
vol. 1, p. 82, edición en inglés).
Como veremos más adelante, esto es lo que los Padres
denominaban «pureza de corazón» y corresponde a la re
cuperación de la inocencia adánica del Paraíso. Las nume
rosas historias en que los Padres del Desierto demuestran
un extraordinario dominio de las bestias salvajes se en
tendían, originariamente, como manifestación de esta re
conquista de la inocencia paradisíaca. Como declaró uno
de los autores más tempranos, Paulo el Eremita: «Cuan
do uno adquiere la pureza, todo se le ofrece graciosamen
te, como ocurría con Adán en el paraíso, antes de la caí
da». (Citado por Don Anselmo Stoltz en Théologie de la
Mystique, Chevetogne, 1947, p. 31.)
Aún aceptando lo dicho por Staretz Zosima, en el sen
tido de que el paraíso es algo accesible porque, después
de todo, está presente en nosotros y sólo debemos descu
brirlo, podríamos detenernos a examinar un aspecto de
su afirmación: «uno sólo debe desear comprenderlo para
que ante nuestros ojos se presente el paraíso en toda su
belleza». Esto parece un poquillo demasiado fácil. Se re
quiere mucho más que un simple deseo. Cualquiera puede
desear cosas. Pero el tipo de «deseo» a que se refiere aquí
Zosima está más allá de las ensoñaciones y los pensamien
tos llenos de ilusión. Por supuesto, denota una absoluta
conmoción, una transformación total de la propia vida.
Debe uno «desear» sólo esta realización, abandonando los
deseos de todo otro tipo de cosas. Uno debe olvidar su
ansiedad por todos los demás «bienes». Se le exige una
entrega de todo corazón y con toda el alma a esta recon
quista de su «inocencia». Y sin embargo, como muy bien
señala el Dr. Suzuki, y asimismo nos enseña la doctrina
cristiana aunque con otros términos, ésta no es faena para
nuestro propio «yo». Es inútil que el «yo» trate de «purifi
carse» o de «hacer lugar» para Dios en su propia substan
cia. La inocencia y pureza de corazón propias del paraíso
equivalen a un completo vaciamiento del yo, en el cual
todo es la acción de Dios, expresión libre e impredecible
de Su amor, obra de la gracia. En la pureza de la inocen
cia original, todo se ha obrado en nosotros pero sin noso
tros, in nobis et sine nobis. Pero antes de arribar a este
nivel también debemos aprender a obrar en el otro plano
del «conocimiento» — scientia— donde la gracia hace su
faena en nosotros pero «no sin nosotros»: in nobis sed
non sine nobis.
En sus propios términos, el Dr. Suzuki ha señalado
muy correctamente el grave error que habría en pensar
que uno puede izarse a sí mismo, tirando de los cordones
de sus zapatos para regresar al estado de inocencia y lue
go proseguir tranquilamente por la vida sin otra preocu
pación por la existencia concreta. La inocencia no despla
za ni destruye al conocimiento. Ambos van juntos. Es en
este punto donde, sin duda, han fracasado muchos hom
bres aparentemente espirituales. Algunos de ellos eran tan
inocentes que habían perdido todo contacto con la reali
dad cotidiana de la vida en el complejo y batallado mun
do de los hombres. Pero esta inocencia no era la auténti
ca. Había en ella una ficción, una perversión y frustración
de la verdadera vida espiritual. Su vacuidad era la del
quietista, un vacío meramente blanco y flojo: una ausen
cia de conocimiento sin la presencia de la sabiduría. Igno
rancia narcisista del bebé y no vacuidad del santo que, sin
reflexión ni auto-conciencia, es animado por la gracia de
Dios.
A esta altura, sin embargo, me siento inclinado a ob
jetar la interpretación del Dr. Suzuki sobre la anécdota
del «gran eremita» que hizo arrestar a los ladrones. Estoy
tentado de creer que en ésta su reacción existe, tal vez,
una pizca de lo que podríamos llamar «sobrecompensa-
ción». De hecho, hay mucho Zen en esto de los bandidos
y el «gran eremita». Sin duda éste es el tipo de historia
que el lector occidental distinguirá inmediatamente como
representativa del espíritu del Zen. Y tal vez el Dr. Suzuki
se halla tan en guardia contra una interpretación de ese
cariz que, por supuesto, resultaría propicia a la vieja acu
sación de antinomismo. El «gran eremita» no parece tener
demasiado respeto por leyes, cárceles y policías.
Pero, cuando examinamos la fábula con mayor dete
nimiento, advertimos que su idea central va por otros
rumbos. Nadie dice que los ladrones no deban ir a la cár
cel. Lo que se afirma es que los eremitas no cuentan entre
sus faenas la de enviar criminales a prisión. Claro está
que el salteador debiera haber respetado los derechos de
la propiedad; pero el ermitaño, consagrado a una vida
de pobreza y «vacío», ha renunciado a su derecho a pose
siones, propiedades o seguridad material alguna. Por lo
tanto, si es lo que debiera ser, hará lo que el granjero del
Dr. Suzuki, que facilitó una escalera a quien le hurtaba
sus manzanas. Pues n o : estos monjes están espiritualmen
te enfermos. Lejos de haberse vaciado de sí, están llenos
de ellos mismos, reaccionan coléricos cuando alguien toca,
o sólo amenaza, sus intereses egoístas. Cobran venganza
de los males que se les causan, porque son indefensos pri
sioneros de un «yo» que, como tal, puede ser dañado y
sentirse ofendido. En las palabras del «Sendero de Vir
tud» (Dhammapada):
No es de verdad un anacoreta aquel que oprime a
los demás;
No es asceta quien aflige a un semejante.
Esto es casi idéntico a un dicho del Abate Pastor:
«Aquel que riñe no es monje; quien devuelve
mal por mal no es monje; quien se enfada no es
monje». (The Wisdom of the Desert, XiLIX.)
De modo que hay más culpa en los eremitas iracundos
que en los ladrones, pues son precisamente las personas
de esa calaña quienes hacen criminales de los indigentes.
Aquellos que adquieren desmesuradas posesiones y las
defienden contra sus semejantes obligan a estos últimos a
robar para ganarse la vida. Eso es, al menos, lo que pien
sa Poemen, el Abad, quien al aconsejar al «gran eremita»
que liberara a los criminales de sus calabozos no se mues
tra sentimental ni antisocial: sólo ofrece a sus monjes
una lección de pobreza. Ellos se habían negado a conocer
el paraíso que había dentro suyo, por medio del despren
dimiento y la pureza de corazón: por el contrario, habían
deseado la oscuridad y el engaño por amor a sus propias
posesiones y comodidades. Desdeñando la «sabiduría»
que «saborea» la presencia de Dios en libertad y vacui
dad, optaron por el «conocimiento» de lo «mío» y lo
«tuyo», la violación de cuyos derechos se «venga» por
medio de la policía y la tortura.
3
Examinemos detenidamente dos textos de la Patrísti
ca sobre la ciencia (scientia) o conocimiento que surgie
ra del pecado de Adán. Dice San Agustín:
«Se describe a esta ciencia como el reconoci
miento del bien y el mal porque el alma debe diri
girse hacia lo que está por sobre ella misma, esto es
hacia Dios, olvidando lo que está por debajo, que,
es el goce del cuerpo. Pero si, abandonando a Dios,
el alma se vuelve hacia sí misma con ánimo de dis
frutar su propio poderío espiritual, como prescin
diendo del Señor, hínchase del orgullo que está en
el principio de todos los pecados. Y cuando recibe,
entonces, el castigo que le han valido sus faltas,
aprende por experiencia la vastedad de la distancia
que separa al bien que desdeñó del mal en que ha
caído. Esto es, pues, lo que signiñca haber probado
el sabor del fruto del árbol del conocimiento del
bien y del mal». (De Genesi contra Manichaeos, ix.
Migne, P. L., vol. 34, col. 203.)
Y también, en otro pasaje:
«Cuando el alma se aparta de la sabiduría (sa-
pientia) del amor, que es siempre inmutable y uno,
deseosa del conocimiento (scientia) que genera la
experiencia de las cosas temporales y tornadizas,
resulta inflada, más que edificada. Y abultada de
este modo el alma se precipita de su beatitud, como
llevada por su propio peso». {De Trinitate xii, II.
Migne, P. L., vol. 42, col. 1.007.)
Unas breves palabras de comentario echarán más luz
sobre este concepto del «conocimento» y sus efectos. Pri
meramente, puede decirse que el estado en que el hombre
fue creado se define por una inconciencia-de-sí, una «ex
tensión» hacia lo que metafísicamente es superior que él,
aunque, sin embargo, se encuentra presente en la intimi
dad de su propio ser, de modo que él mismo está oculto
en Dios y unido a El. Para San Agustín, esto corresponde
a la inocencia edénica y a la «vacuidad». El conocimiento
del bien y del mal se inicia con la fruición de cosas senso
riales y temporales por sí mismas, acto que confiere al
alma la conciencia de sí, centrándola en su propio placer.
Percibe ahora lo que es bueno o malo «para ella». Tan
pronto como esto ocurre, se produce un rotundo cambio
de perspectiva, por el que el alma pasa de la unidad o sa
biduría (idénticas a vacuidad y pureza) a una nueva situa
ción de dualidad. Esta se caracteriza por su ñamante con
ciencia de sí misma y de Dios, como dos entidades separa
das. El alma ve en Dios un objeto de sus deseos, una razón
para sus temores, pues no está ya perdida en El como su
jeto trascendente. Dios se le antoja, además, una criatura
antagónica y hostil. Y, sin embargo, se siente atraída ha
cia El como bien supremo. Es la experiencia de sí misma
lo que, convertido en una «carga», gravita alejándola de
Dios. Cada acto de auto-afirmación acrecienta la tensión
dual entre el yo y Dios. Recordemos la frase de Agustín:
amor meus, pondus meum. «Mi amor es un peso, una
fuerza gravitacional». Amando las cosas temporales, uno
va ganando cierta engañosa solidez, cierta entidad que
gravita «hacia abajo», comunicándonos, en otras palabras,
la necesidad de cosas que, en la escala del ser, están más
abajo que uno mismo. De estas cosas depende nuestra au-
toafirmación. Esta suerte de carga gravitacional culmina
con la esclavitud de las fatigas materiales y temporales, y
finalmente con el pecado. Sin embargo, el propio peso no
es más que una ilusión, el resultado de un «hinchar» con
orgullo, «abultando» sin realidad. El yo que parece hun
dirse bajo el peso de su amor, arrastrado por las cosas
materiales, es, de hecho, una cosa irreal. A pesar de esto,
conserva cierta existencia empírica que le es propia: es lo
que pensamos que somos. Y esta existencia empírica re
cibe un refuerzo en cada acto de deseo o temor egoístas.
Pero no es el ser verdadero, la persona cristiana, la ima
gen de Dios signada por el parentesco de Cristo. Se trata
del falso yo, la imagen desfigurada, la caricatura, la vacui
dad que ha sido hinchada y ahora está llena de sí misma,
generando para sí una ficticia solidez. Tal es el comenta
rio de Agustín sobre la frase de San Pablo: scientia in-
flat. «El conocimiento hincha».
Estos dos pasajes de San Agustín son suficientemente
paralelos al proceso que el Dr. Suzuki describe en aquello
de que «de la Vacuidad de la Mente surge misteriosamen
te un pensamiento y así tenemos el mundo de las multi
plicidades». Por supuesto, no diré que San Agustín ense
ñaba Zen. ¡ Nada de eso! Restan diferencias profundas y
significativas que no es necesario estudiar en este punto.
Bástenos con dejar dicho que también existen ciertas im
portantes semejanzas, atribuibles en gran parte al plato
nismo de San Agustín.
Una vez instalados en el estado de «conocimiento del
bien y del mal», nos es preciso admitir el hecho y com
prender nuestra situación, viéndola en relación con la ino
cencia para la cual fuimos creados, que hemos extraviado
y que podemos recuperar. Pero, mientras tanto, se impone
tratar al conocimiento y la inocencia como realidades
complementarias. Este es el más delicado de los proble
mas examinados por los Padres del Desierto; a muchos
los condujo al desastre. Conocían la diferencia entre el
«conocimiento del bien y del mal» por un lado y la ino
cencia o vacío por el otro. Pero, como ha observado sa
biamente el Dr. Suzuki, corrían el riesgo de concebir solu
ciones abstractas y super-simplificadas. Fueron demasia
dos los que, entre ellos, pretendieron desenvolverse con
la pura inocencia, prescindiendo del conocimiento. En
nuestros Dichos, Juan el Enano es un caso a propósito.
Desea alcanzar un estado en el que no exista la tentación,
ni siquiera la inquietud de una ligera pasión. Todo esto
no es más que una sofisticación del «conocimiento». En
lugar de conducimos a la inocencia, nos lleva a la quinta
esencia del más puro amor de sí. Induce a la creación de
una pseudo-vacuidad, un yo exquisitamente purificado, tan
perfecto que puede descansar sobre sí mismo sin el me
nor indicio de grosera reflexión. Pero esto no es el legíti
mo vacío: ha sobrevivido un «yo» que es sujeto de la pu
reza y propietario de la vacuidad. Y esto, como advirtie
ron los Padres del Desierto, proclama la victoria final de
la tentación sutil. Lo que queda es un hombre arraigado
y aprisionado en su puro ser, que discierne hábilmente lo
bueno de lo malo, el yo del no-yo, la pureza de la impure
za. Pero que, sin embargo, no es inocente. Es, sí, un maes
tro del conocimiento espiritual. Y como tal, pasivo aun
ante las acusaciones del demonio. Puesto que es perfecto,
lo azota el peor de todos los engaños. Si fuera inocente,
estaría libre del engaño.
El hombre que halla, verdaderamente, su desnudez es
piritual, comprendiendo que está vacío, no viene de ad
quirir su vacuidad ni de convertirse en algo vacío. La ver
dad es que «ha estado vacío desde el principio», como ha
observado el Dr. Suzuki. O, para decirlo con el lenguaje
más afectivo de San Agustín y San Bernardo, «ama con el
puro amor». Esto es, que ama con una pureza y una liber
tad que emanan directa y espontáneamente del hecho de
que ha recuperado plenamente la semejanza divina, per
dido ahora en Dios y convertido en su yo verdadero y to
tal. Es uno con Dios y con El se identifica, por lo cual
nada sabe de ego alguno que habite dentro suyo. Sólo
sabe del amor. Como dice San Bernardo: «Aquel que
ama de esta forma, simplemente ama, y nada conoce fue
ra del amor». Qui amat, amat e aliud novit nihil.
Los Padres del Desierto pueden haber articulado ple
namente o no su expresión de este tipo de vacuidad, pero
sin duda lo intentaron. Y el instrumento con que abrieron
los cerrojos sutiles del engaño espiritual fue una virtud
llamada discretio. A la discreción calificó San Antonio
como la más importante de las virtudes del desierto. Gra
cias a ella había aprendido el valor de la sencilla faena
manual. Ella enseñó a los padres que la pureza de cora
zón no consistía sólo en el ayuno y la mortificación. La
discreción — también llamada discernimiento de los espí
ritus — es hermana, en verdad, del reino del conocimien
to, puesto que distingue lo bueno de lo malo. Pero ejerci
ta sus funciones a la luz de la inocencia y referida a la
vacuidad. No juzga en términos de entidades abstractas
tanto como en referencia a la pureza interior del corazón.
La discreción formula juicios e indica opciones, pero unos
y otras señalan siempre hacia la dirección del vacío o pu
reza de corazón. La discreción es función de la humildad,
y por lo tanto se define como rama del conocimiento, lo
calizada fuera del alcance de la confidencia diabólica y
su perversión. (Ver Casiano, Conferencia II, De Discre-
tione. Minge, P. L., vol. 49, c. 523 ff.)