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Sin embargo, prescindiendo de detalles que sólo interesan a las ciencias y sin
intentar justificar cualquier uso de la naturaleza, es evidente que la Iglesia describe
una realidad cuando afirma que entre las criaturas existe una jerarquía que
culmina en el hombre. «Lajerarquía de las criaturas está expresada por el orden de
los "seis días", que va de lo menos perfecto a lo más perfecto. Dios ama todas sus
criaturas (cfr. Ps. CXLV, 9), cuida de cada una, incluso de los pajarillos. Pero Jesús
dice: Vosotros valéis más que muchos pajarillos(Lc. XII, 6-7), o también: ¡Cuánto
más vale un hombre que una oveja! (Matth. XII, 12)» * (1).
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La creación material encuentra su sentido en el hombre, única criatura natural que
es capaz de conocer y amar a Dios, y, de este modo, conseguir ser feliz. El mundo
material hace posible la vida humana, y sirve de cauce para su desarrollo. Por eso,
la Iglesia afirma que «Dios creó todo para el hombre (cfr. Conc. Vaticano II,
Const. Gaudium et Spes, 12, 1; 24, 3; 39, 1), pero el hombre fue creado para servir y
amar a Dios y para ofrecerle toda la creación»* (3).
El hombre se encuentra por encima del resto de la naturaleza y puede dominarla,
aunque debe ejercer ese dominio de acuerdo con los planes de Dios. El Papa Juan
Pablo II afirma: «Es algo manifiesto para todos, sin distinción de ideologías sobre la
concepción del mundo, que el hombre, aunque pertenece al mundo visible, a la
naturaleza, se diferencia de algún modo de esa misma naturaleza. En efecto, el
mundo visible existe "para él" y el hombre "ejerce el dominio" sobre el mundo; aun
cuando está "condicionado" de varios modos por la naturaleza, la "domina",
gracias a lo que él es, a sus capacidades y facultades de orden espiritual, que lo
diferencian del mundo natural. Son precisamente estas facultades las que
constituyen al hombre. Sobre este punto, el libro del Génesis es
extraordinariamente preciso: definiendo al hombre como "imagen de Dios", pone
en evidencia aquello por lo que el hombre es hombre, aquello por lo que es un ser
distinto de todas las demás criaturas del mundo visible»* (4).
Imagen de Dios
Todas las criaturas reflejan, de algún modo, las perfecciones divinas. Pero, entre los
seres naturales, sólo el hombre participa del modo de ser propio de Dios: es un ser
personal, inteligente y libre, capaz de amar. La Sagrada Escritura, al narrar la
creación, lo pone de relieve diciendo que el hombre está hecho a imagen de Dios:
«Dios creó al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, hombre y mujer los
creó (Gen. I, 27). El hombre ocupa un lugar único en la creación: "está hecho a
imagen de Dios"»* (5).
La imagen de Dios se da en el hombre independientemente del sexo, tal como se
advierte en el relato inspirado donde se dice que la persona humana fue creada por
Dios como hombre y como mujer.
Que el hombre es imagen de Dios significa, ante todo, que es capaz de relacionarse
con Él, que puede conocerle y amarle, que es amado por Dios como persona. «De
todas las criaturas visibles sólo el hombre es "capaz de conocer y amar a su
Creador" (Conc. Vaticano II, Const. Gaudium et Spes, 12, 3); es la "única criatura en
la tierra a la que Dios ha amado por sí misma" (ibid., 24, 3); sólo él está llamado a
participar, por el conocimiento y el amor, en la vida de Dios. Para este fin ha sido
creado y ésta es la razón fundamental de su dignidad»* (6).Cuando se buscan los
factores que distinguen al hombre de los demás seres naturales, éste es el
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fundamental: el hombre es capaz de relacionarse con Dios; sin duda, existen otras
diferencias importantes, pero ninguna es tan profunda como ésta.
El hombre es persona, no es simplemente una cosa. La persona tiene una dignidad
única: nadie puede sustituirla en lo que es capaz de hacer como persona. Y sólo
entre personas puede darse la amistad y el amor. «Por haber sido hecho a imagen
de Dios, el ser humano tiene la dignidad de persona; no es solamente algo, sino
alguien. Es capaz de conocerse, de poseerse y de darse libremente y entrar en
comunión con otras personas; y es llamado, por la gracia, a una alianza con su
Creador, a ofrecerle una respuesta de fe y de amor que ningún otro ser puede dar
en su lugar»* (7).
No tendría sentido utilizar la ciencia natural para negar, en nombre del progreso
científico, la diferencia esencial que existe entre el hombre y los demás seres de la
naturaleza, alegando, por ejemplo, que el hombre tiene una constitución material
semejante a otros seres y que las diferencias se deberían únicamente a la
organización de los componentes materiales. Por el contrario, la ciencia natural
proporciona una de las pruebas más convincentes acerca de las peculiaridades del
hombre; en efecto, pone de manifiesto que el hombre, a diferencia de otros seres,
posee unas capacidades creativas y argumentativas que resultan indispensables
para plantear los problemas científicos, buscar soluciones, y poner a prueba su
validez. El gran progreso científico y técnico de la época moderna ilustra las
capacidades únicas de la persona humana, y no tendría sentido utilizarlo para
negar lo que, en último término, hace posible la existencia de la ciencia.
Unidad y dualidad
Cuando intentamos comprender nuestro ser, tropezamos con una realidad
innegable: que somos un sólo ser, pero poseemos dimensiones diferentes. «El
hombre es una unidad: es alguien que es uno consigo mismo. Pero en esta unidad
se contiene una dualidad. La Sagrada Escritura presenta tanto la unidad (la
persona) como la dualidad (el alma y el cuerpo)»* (8) .
La dualidad es real. No responde a una mentalidad dualista ya superada, de la
cual se podría prescindir en la actualidad. Sin duda, la realidad se puede
conceptualizar desde diferentes perspectivas, y puede suceder que unas fórmulas
representen mejor que otras algunos aspectos. Pero nuestro ser posee a la vez
dimensiones materiales y espirituales, y esta realidad no depende de las ideas de
una época.
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«Frecuentemente se subraya que la tradición bíblica pone de relieve sobre todo la
unidad personal del hombre (...). La observación es exacta. Pero esto no impide que
en la tradición bíblica también esté presente, a veces de modo muy claro, la
dualidad del hombre. Esta tradición se refleja en las palabras de Cristo: No tengáis
miedo de los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; temed más bien
al que puede hacer perecer el alma y el cuerpo en la Gehenna(Matth., X, 22). Las
fuentes bíblicas autorizan a ver al hombre como unidad personal y a la vez como
dualidad de alma y cuerpo: y este concepto ha sido expresado en la entera
Tradición y en la enseñanza de la Iglesia»* (9) .
Cualquier explicación fidedigna debe respetar los datos seguros de la experiencia
humana, que se refieren tanto a la unidad de la persona como a la dualidad de sus
dimensiones básicas. Las dificultades para conceptualizar ambos aspectos a la vez,
indican que el hombre es un ser complejo, y nada se ganaría simplificando
arbitrariamente el problema.
Alma y cuerpo
Para expresar la dualidad constitutiva del ser humano, durante siglos se ha
utilizado una terminología ya clásica, según la cual el hombre está compuesto de
alma y cuerpo. La Iglesia ha utilizado esta terminología en sus formulaciones,
introduciendo a la vez las aclaraciones necesarias: por ejemplo, que alma y cuerpo
no son substancias completas, y que el alma es forma substancial del cuerpo.
Cuando la Iglesia habla de alma y cuerpo, se refiere a las dimensiones espirituales
y materiales de la persona humana, que es un ser único; pero también subraya que
el alma espiritual trasciende las dimensiones materiales y, por tanto, subsiste
después de la muerte, cuando las condiciones materiales hacen imposible la
permanencia de la persona en el estado que le corresponde en su vida terrena.
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Sin duda, lo más importante es el contenido de la doctrina; las palabras con que se
expresa pueden variar, siempre que se respete el contenido auténtico de la
doctrina. Con respecto al alma humana, entre «lo que, en nombre de Cristo, enseña
la Iglesia», se encuentra lo siguiente: «La Iglesia afirma la supervivencia y la
subsistencia, después de la muerte, de un elemento espiritual que está dotado de
conciencia y de voluntad, de manera que subsiste el mismo "yo" humano. Para
designar este elemento, la Iglesia emplea la palabra "alma", consagrada por el uso
de la Sagrada Escritura y de la Tradición. Aunque ella no ignora que este término
tiene en la Biblia diversas acepciones, opina, sin embargo, que no se da razón
alguna válida para rechazarlo, y considera al mismo tiempo que un término verbal
es absolutamente indispensable para sostener la fe de los cristianos»* (12).
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bueno, querido por Dios, y destinado a la vida eterna: «Por consiguiente, no es
lícito al hombre despreciar la vida corporal, sino que, por el contrario, tiene que
considerar su cuerpo bueno y digno de honra, ya que ha sido creado por Dios y
que ha de resucitar en el último día»* (18).
En este contexto, el Papa Juan Pablo II ha subrayado que el hombre se parece más a
Dios que a la naturaleza: «Son conocidas las numerosas tentativas que la ciencia ha
hecho y continúa haciendo en varios ámbitos para demostrar los lazos del hombre
con el mundo natural y su dependencia de él, a fin de insertarlo en la historia de la
evolución de las diversas especies. Respetando tales investigaciones, no podemos
limitarnos a ellas. Si analizamos al hombre en lo más profundo de su ser, vemos
que se diferencia del mundo de la naturaleza más de cuanto se asemeja a ese
mundo. En este sentido proceden también la antropología y la filosofía cuando
intentan analizar y comprender la inteligencia, la libertad, la conciencia y la
espiritualidad del hombre. El libro del Génesis parece salir al encuentro de todas
estas experiencias de la ciencia y, hablando del hombre como "imagen de Dios",
permite comprender que la respuesta al misterio de su humanidad no se encuentra
en el camino de la semejanza con el mundo de la naturaleza. El hombre se parece
más a Dios que a la naturaleza. En este sentido dice el salmo 82, 6: "Sois dioses",
palabras que más tarde citará Jesús»* (19).
El Concilio Vaticano II enseña: «No se equivoca el hombre al afirmar su
superioridad sobre el universo material y al considerarse algo más que una simple
partícula de la naturaleza (...). En efecto, por su interioridad es superior al universo
entero»* (20). Citando este pasaje del Concilio, Juan Pablo II comenta: «He aquí
cómo la misma verdad sobre la unidad y la dualidad (la complejidad) de la
naturaleza humana puede ser expresada en un lenguaje más próximo a la
mentalidad contemporánea»* (21).
La espiritualidad humana se encuentra ampliamente testimoniada por muchos e
importantes aspectos de nuestra experiencia, a través de capacidades humanas que
trascienden el nivel de la naturaleza material. En el nivel de la inteligencia, las
capacidades de abstraer, de razonar, de argumentar, de reconocer la verdad y de
enunciarla en un lenguaje. En el nivel de la voluntad, las capacidades de querer, de
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autodeterminarse libremente, de actuar en vistas a un fin conocido
intelectualmente. Y en ambos niveles, la capacidad de auto-reflexión, de modo que
podemos conocer nuestros propios conocimientos (conocer que conocemos) y
querer nuestros propios actos de querer (querer querer). Como consecuencia de
estas capacidades, nuestro conocimiento se encuentra abierto hacia toda la
realidad, sin límite (aunque los conocimientos particulares sean siempre
limitados); nuestro querer tiende hacia el bien absoluto, y no se conforma con
ningún bien limitado; y podemos descubrir el sentido de nuestra vida, e incluso
darle libremente un sentido, proyectando el futuro.
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sociales exteriores, sino que toca, por el contrario, la verdad más profunda de la
realidad»* (23).
Sin duda, es imposible imaginar el estado del alma humana separada del cuerpo,
porque nuestra imaginación necesita datos sensibles que, en ese caso, no
poseemos. Pero, por el mismo motivo, tampoco podemos imaginar a Dios, y esto
no afecta en absoluto a su realidad: tenemos la capacidad de conocer las realidades
espirituales, remontándonos por encima de las condiciones materiales.
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Pablo II, recordando la enseñanza de Pío XII a propósito de la evolución, afirma:
«La doctrina de la fe afirma invariablemente, en cambio, que el alma espiritual del
hombre es creada directamente por Dios (...). El alma humana, de la cual depende
en definitiva la humanidad del hombre, siendo espiritual, no puede emerger de la
materia»* (29).
El Catecismo de la Iglesia Católica enseña: «Con su apertura a la verdad y a la
belleza, con su sentido del bien moral, con su libertad y la voz de su conciencia,
con su aspiración al infinito y a la dicha, el hombre se interroga sobre la existencia
de Dios. En estas aperturas, percibe signos de su alma espiritual. La "semilla de
eternidad que lleva en sí, al ser irreductible a la sola materia" (Conc. Vaticano II,
const. Gaudium et Spes, 18, 1; cfr. 14, 2), su alma, no puede tener origen más que
en Dios»* (30). Y , remitiendo a las enseñanzas del Concilio Lateranense V, de Pío
XII y de Pablo VI, añade: «La Iglesia enseña que cada alma espiritual es
directamente creada por Dios (Cfr. Pío XII, enc. Humani generis, 1950: DS 3896;
Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios, 8) -no es "producida" por los padres-, y que es
inmortal (cfr. Conc. V de Letrán, año 1513: DS 1440): no perece cuando se separa
del cuerpo en la muerte, y se unirá de nuevo al cuerpo en la resurrección final»*
(31) .
La creación inmediata del alma humana no significa que otras realidades estén
sustraidas a la acción divina, y tampoco significa un cambio por parte de Dios, que
es inmutable. La acción divina se extiende a todo lo creado, pero en el caso del
alma humana, el efecto de la acción divina posee un modo de ser que trasciende el
ámbito de la naturaleza material. Y ese modo de ser, la espiritualidad, es lo más
característico del hombre: lo que le hace persona, capaz de amar y de ser feliz,
partícipe de la naturaleza divina, sujeto irrepetible e insustituible que es objeto
directo del amor divino.
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virtud y pecado deberían reinterpretarse, alterando toda la enseñanza moral de la
Iglesia.
Notas
1. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 342.
2. Ibid., n. 343.
3. Ibid., n. 358.
4. Juan Pablo II, Audiencia general, L'uomo immagine di Dio,
6.XII.1978: Insegnamenti, I (1978), p. 286.
5. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 355.
6. Ibid., n. 356.
7. Ibid., n. 357.
8. Juan Pablo II, audiencia general, L'uomo, immagine di Dio, è un essere
spirituale e corporale, 16.IV.1986: Insegnamenti, IX, 1 (1986), p. 1039.
9. Ibid., pp. 1039-1040.
10. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 364.
11. Ibid., n. 363.
12. Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Recentiores Episcoporum
Synodi, sobre algunas cuestiones referentes a la escatología, 17.V.1979: AAS 71
(1979), pp. 939-943.
13. Conc. Vaticano II, Const. Gaudium et spes, n. 14.
14. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 365.
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15. Juan Pablo II, audiencia general, 16.IV.1986: Insegnamenti, IX, 1 (1986), p.
1038.
16. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 355.
17. Ibid., n. 362.
18. Conc. Vaticano II, Const. Gaudium et Spes, n. 14.
19. Juan Pablo II, Audiencia general, L'uomo immagine di Dio,
6.XII.1978: Insegnamenti, I (1978), p. 286.
20. Conc. Vaticano II, Const. Gaudium et Spes, n. 14.
21. Juan Pablo II, audiencia general, L'uomo, immagine di Dio, è un essere
spirituale e corporale, 16.IV.1986: Insegnamenti, IX, 1 (1986), p. 1041.
22. Cfr. por ejemplo: Conc. Lateranense V, Bula Apostolici Regiminis,
19.XII.1513: DS 1440; Pio XII, Litt, enc. Humani generis, 12 agosto 1950, n. 29:
DS 3896; AAS, 42 (1950), p. 575.
23. Conc. Vaticano II, Const. Gaudium et Spes, n. 14.
24. Pio XII, Litt. enc. Humani generis, 12 agosto 1950, n. 29: DS 3896; AAS, 42
(1950), p. 575.
25. Pablo VI, Solemne profesión de fe, 30.VI.1968, n. 8. Este texto, después de
«inmortal», remite al Concilio ecuménico Lateranense V y a la
encíclica Humani generis.
26. Cfr. Conc. Bracarense I, año 561: DS 455-456.
27. Cfr. S. Anastasio II, Epist. Bonum atque iucundum ad episcopos Galliae,
año 498: DS 360-361.
28. Conc. de Toledo, año 400: Dz 31; S. León IX, epist. Congratulamur
vehementer a Pedro, obispo de Antioquía, 13.IV.1053: DS 685.
29. Juan Pablo II, audiencia general, L'uomo, immagine di Dio, è un essere
spirituale e corporale, 16.IV.1986: Insegnamenti, IX, 1 (1986), p. 1041.
30. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 33.
31. Ibid., n. 366.
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