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La Princesa

y
la Matemática

Dora Musielak
Copyright © 2015 by Dora E. Musielak
Todos los derechos reservados.
El contenido de este libro no podrá ser
reproducido, ni total ni parcialmente, sin el previo permiso
escrito del autor y editor
con la excepción de breves citas en una reseña del libro.

Publicado en los Estados Unidos de América

Octubre 2015

ISBN 0-9000000-0-0

Dora Musielak

www.amazon.com
A todos los que aman la matemática
Índice
Princesa Carlota y Profesor Euler
La Chica que Amaba a Newton
Da’Lau, La Princesa del Cosmos
Reina Dido y sus Círculos Dorados
Los Números Sagrados de Sofi
Mensaje de la Autora
1
Princesa Carlota y Profesor Euler

H ace mucho tiempo en una tierra lejana vivía


una princesita pecosa de ojos azules. Su nombre
era Carlota. Ella era tímida y se ruborizaba
fácilmente, pera era muy inteligente y su mente
engendraba muchas preguntas peculiares.
Un día de primavera cuando ella era pequeña,
una espantosa tormenta rugía alrededor del palacio
y en vez de sentir miedo, como su hermana mas
grande, Carlota estaba perpleja.
— Mamá, ¿Por qué se rompe el cielo con
serpentinas de luz y luego ruge con tal trueno
furioso? Leopoldina dice que hay un monstruo en
las nubes, ¡pero yo no lo creo!
La reina sonrió y la abrazó con ternura, pero
no respondió. Después de la tormenta, cuando
salió el sol, la niña señaló un resplandor en el
cielo.
— ¿Qué es ese arco de colores tan bonito?
Esta vez la madre supo que decir.
— ¡Ese es un arcoíris, mi amor! — Pero la
reina no podía explicar qué producía el arco
multicolor de luz como la niña quería saber.
Muchas preguntas como esas salían de su
bonita cabeza. Cada cosa nueva que la princesa
descubría era interesante para ella, y preguntaba
acerca de todo eso. Su hermosa madre no podía
responder a todas sus preguntas, y tampoco podía
hacerlo princesa Leopoldina, su hermana mayor,
quien estaba más interesada en sus vestidos de
raso y en bailar los valses. En conversaciones
privadas con el rey, la princesita curiosa le hacía
muchas preguntas desconcertantes.
— Papá, ¿Cómo se hace la música? Si yo
toco las teclas correctas de mi piano, produzco
muy bonita melodía. Pero cuando me equivoco,
¡los estridentes sonidos del piano son horribles!
El buen monarca sonreía pero no sabía qué
decir.
Cuando Carlota tenía catorce años, un
virtuoso matemático llamado Euler llegó al reino.
El profesor Euler tenía muchas ideas acerca del
mundo, poseía gran sabiduría y era el hombre más
educado en el imperio. A pesar de su renombre y
su bondad, algunos aristócratas se burlaban del
profesor Euler porque su rostro parecía
desproporcionado. La leve imperfección facial era
debida a la pérdida de visión en su ojo derecho,
que había causado que su párpado cayera un poco.
Para evitar las palabras hirientes de las personas
insensibles, profesor Euler trabajaba aislado en su
estudio, derivando nuevos teoremas y
solucionando problemas matemáticos. El erudito
escribía libros y artículos para que otros pudieran
aprender las matemáticas que él inventaba y las
fórmulas que descubría.
Un día de otoño, profesor Euler notó que su
ojo izquierdo también le fallaba. Así, temiendo
que pronto estaría completamente ciego, el sabio
decidió dar paseos diarios por los jardines del
Palacio. Quería ver los colores de las flores, el
verde de los árboles, el azul del cielo y la dorada
luz del sol. Se dijo a sí mismo, antes de que la
oscuridad invada el mundo a mi alrededor,
engravaré en mi mente la belleza y las gloriosas
perfecciones de las obras de Dios. En esas
excursiones, cuando su visión disminuía, el oído
del maestro se hizo más agudo, y podía oír incluso
la tenue respiración de las flores.
En uno de esos días, sucedió que, al pasar
por una ventana del castillo, profesor Euler
escuchó a las dos princesas hablando,
compartiendo sus sueños y deseos.
— Yo quiero casarme con el príncipe de
Pomerania. Él es valiente, galante y es más guapo
que cualquier otro noble que conozco —exclamó
Leopoldina, la princesa mayor.
Sin detenerse, agregó:
— Me gustaría bailar con él en la sala de
espejos de su palacio, ataviada con los vestidos
más elegantes diseñados en París.
Leopoldina siguió hablando sin detenerse,
claramente enamorada del príncipe, describiendo
la boda de hadas que ella imaginaba y las ropas
lujosas que usaría en los bailes de la corte.
Cuando finalmente la hermana mayor dejó de
hablar, era el turno de la más joven princesa de
compartir sus deseos, y lo que salió de su boca
hizo que Monsieur Euler detuviera su paseo.
— ¡Quiero ser la princesa más educada en
todo el Reino! — exclamó Carlota con aplomo en
su voz cristalina.
Hubo un largo silencio después de esta
simple pero muy profunda declaración. Profesor
Euler esperó, intrigado por lo que la chica diría
después. Sin saber que alguien estaba interesado
en escuchar detalles de su deseo, la princesita
menor continuó.
— Quiero estudiar para aprender la
profundidad del océano, y a qué distancia están las
estrellas. Me gustaría saber por qué el cielo es
azul y no color verde o púrpura. Sobre todo, mi
deseo es aprender matemática y otras ciencias
exactas y estudiar las leyes que rigen todo lo que
Dios creó.
El sabio sonrió al oír esa declaración. Qué
bonita coincidencia. Estos eran los mismos deseos
que él y otros eruditos tuvieron cuando tenían la
edad de la niña. Mientras caminaba alejándose de
la ventana, el profesor Euler tomó una decisión:
ofrecería al rey darle lecciones a su hija, la
princesita precoz.
Al día siguiente, su padre llamó a Carlota a
su amplia biblioteca. Allí ella encontró al erudito
imperial de pie con un manuscrito abierto en sus
manos. La chica estaba desconcertada y curiosa al
mismo tiempo, anticipando que estaba a punto de
ser presentada al hombre más sabio en el reino.
Profesor Euler sonrió amablemente y con
reverencia se inclinó a la princesa de cara pecosa.
— Monsieur Euler, le presento a mi hija
menor— el rey dijo con orgullo.
Después de hacer la graciosa reverencia,
como una princesa debe hacerlo, Carlota miró
profundamente a los ojos casi ciegos del profesor
y luego miró el hermoso libro que tenía en sus
manos. Grabado en letras de oro, su título era
Arithmetica. La chica pronunció la palabra en
silencio, preguntándose qué clase de secretos
estaban ocultos en tan bonito libro.
El matemático se dirigió a ella con gentiliza.
— Su Alteza ¿recuerda el deseo que usted
compartió con su hermana ayer por la mañana?
La princesa Carlota se ruborizó, pero como
estaba acostumbrada a decir lo que estaba en su
mente, ella respondió inmediatamente.
— Me gustaría aprender. Sí, Monsieur, me
gustaría estudiar los libros escritos por la gente
más sabia, como el libro que usted sostiene en sus
manos.
El rey no estaba sorprendido por el arrebato
de su hija. Sabía que la joven princesa había
nacida con una mente única y necesitaba la
dirección de un maestro sabio. Muchas veces antes
el padre estaba mortificado al no poder contestar
las preguntas más difíciles de su hija.
— Monsieur Euler ha ofrecido a enseñarte—
le dijo el rey. Acariciando la delicada mano de su
hija, el gobernante continuó:
— A partir de mañana, profesor Euler se
reunirán aquí contigo una vez por semana y te
enseñará lo que deseas saber sobre ciencias
naturales, matemática y filosofía.
Princesa Carlota estaba emocionada; ella
podía sentir su corazón golpeando dentro de su
pecho, tan feliz ella estaba con la idea de
aprendizaje bajo la tutela de una sabio. Ella se
echó en brazos de su padre y lo besó en ambas
mejillas. Sus ojos azules brillaban.
Esa noche, princesa Carlota apenas podía
dormir, esperando ansiosamente para comenzar sus
estudios. En la mañana, antes del desayuno,
cuando su criada había cepillado su cabello rubio
y había anudado sus cintas de seda, la jovencita
preparó sus plumas y el papel de lino. Ansiosa
estaba de escribir los números, las fórmulas y
otros conocimientos que estaba segura aprendería
del erudito.
En la primera lección, el maestro le enseñó
acerca de la magia y los patrones de números.
Euler introdujo nuevos números además de esos
que la princesa usaba para contar, números que no
eran ni enteros ni racionales fracciones, y otros
más peculiares que él llamó complejos porque
contenían números imaginarios.
Carlota estaba fascinada cuando Euler le
presentó el número conocido como Pi, el cual se
obtiene cuando dividimos la circunferencia de
cualquier círculo por su diámetro.
— Puesto que no conocemos su valor exacto,
escribimos Pi igual a 3.1415..., los tres puntos
representan una cadena infinita de dígitos.
Carlota estaba desconcertada. Con sus ojos
azules agrandados con asombro ella preguntó:
— Son los dígitos las migajas del número
entero 3?
Pero antes de tener una respuesta del sabio
maestro, la princesa inmediatamente añadió:
— Oh no, no pueden ser migajas porque los
números pequeños terminarían, y estos dígitos no,
como usted dice nunca se terminan. ¡Todos los
dígitos están conectados al 3!
Euler sonrió, encantado al ver la maravilla en
los ojos de la niña, y luego le enseñó otros
números especiales tan misteriosos como Pi.
En otra lección, profesor Euler le enseñó el
concepto de magnitud, dándole ejemplos de
objetos de los más pequeños al más grande que se
conoce, sin importar si ella pudiese verlos o no.
Carlota se enteró que, para entender la diferencia
entre lo largo de su vestido y la profundidad del
océano, o para apreciar la distancia entre la tierra
y la luna o la distancia que separaba su castillo de
la aldea, tenía que elegir las unidades de medida
muy cuidadosamente. Puesto que un día ella
gobernaría un reino, la princesa tenía que saber
estos conceptos y mucho más.
Y es así cómo la princesa y el matemático
empezaron el largo camino para desarrollar su
intelecto.
En las semanas que siguieron, profesor Euler
le enseñó a su pupila conceptos de aritmética y
geometría y la introdujo a álgebra en preparación
para el análisis. El profesor casi ciego escribía
con tiza blanca sobre una pizarra grande, y la
princesa transcribía todas las ecuaciones en su
papel de lino.
La visión del profesor empeoraba, por lo que
la princesa lo guiaba suavemente por los pasillos
del palacio mientras que él explicaba muchos de
los conceptos que formaban parte de sus lecciones.
De esa manera, Carlota tenía que confiar en sus
palabras para aprender las ciencias que Euler le
enseñaba.
Carlota le pidió a profesor Euler a cenar con
ella cada sábado, y a veces se paseaba con él para
guiar sus pasos a través de su jardín, apuntando a
esto o aquello mientras daba detalles de lo que
veía para que el profesor explicara por qué era
así. La joven princesa veneraba a profesor Euler
por su inmenso conocimiento y lo amaba por su
espíritu gentil y amable. Ella esperaba con
impaciencia sus lecciones semanales. Ni la boda
lujosa de su hermana podía distraerla de sus
estudios.
Sí, ciertamente, su hermana se casó con el
príncipe de Pomerania y la boda real fue
encantadora. Después del banquete de mediodía,
cuando el rojizo sol se puso en el horizonte, la
princesa Leopoldina y su marido encantador
montaron un coche tirado por caballos blancos, tal
como ella se lo había imaginado.
El sueño de Carlota también se había hecho
realidad, ya que ella estaba aprendiendo más de lo
que ella pensaba que era posible. Este era el
tiempo más feliz de su vida.
En sólo un año, Carlota había aprendido de
Monsieur Euler muchos temas diversos además de
números, de física y astronomía, lógica, teología, y
filosofía, que era mucho más que una princesa en
ese tiempo jamás lo sabría. Finalmente, ella tenía
respuestas a sus preguntas; y entre mas el sabio
maestro le enseñaba, más preguntas se le ocurrían.
Cada lección era como un sacramento sagrado que
la princesa tomaba con la misma reverencia que
exhibía cuando rezaba en la capilla del palacio.
Un día antes del verano, sin embargo, su
mundo perfecto se derrumbó estrepitosamente,
rompiendo en pedazos minúsculos como si fuera
de vidrio. Al final de su lección, profesor Euler le
dijo que sería la última, ya que tenía que
abandonar su palacio. El estaba preparando para
irse a vivir en una tierra lejana, y nunca volvería.
Carlota estaba abrumada por la tristeza.
— ¿Por qué? ¿Qué no he sido una buena
pupila? — ella preguntaba delicadamente, tratando
de contener sus lagrimas.
— Oh si Su Alteza, ¡usted es la mejor
estudiante que he tenido! — respondió el sabio
con paternal benevolencia.
— Si ahora se va profesor Euler, ¿quién va a
enseñarme?
— Por favor, princesa, no se acongoje. Usted
ya ha aprendido bastante, pero le prometo que
continuaré las lecciones escribiéndole cartas, y le
explicaré otros conceptos que usted debe saber.
El erudito extendió su mano y le dio a Carlota
un papel de color marfil doblado cuidadosamente
y con el sello de cera personal. Dijo él como
despedida.
— Mantenga esta nota cerca de su corazón, su
Alteza. Y cuando esté lista, léala y haga lo que
dice. Recuerde que todas las estrellas juntas son
sólo una pequeñísima parte de todo el universo. La
distancia que nos separará no es más grande que
un grano de arena en comparación con eso.
Con ese auspicioso adiós, el matemático hizo
su reverencia y se dirigió a la puerta.
Lágrimas se derramaban por la cara bonita de
la princesa cuando el coche cruzó los portales y el
maestro dejó el palacio. Ella corrió a su recámara,
y rompiendo el sello de cera ansiosamente
desplegó el papel. Limpiándose sus lágrimas,
Carlota leyó el mensaje de despedida del profesor
Euler.

“Su Alteza, hay una manera mágica que


esfuma las penas, como usted ya descubrió.
Concentre su mente en un problema
matemático y resuélvalo no sólo con números;
estúdielo y busque su verdadero significado.
Lo que escribo a continuación es un buen
ejemplo de esto.”

Carlota respiró profundamente y continuó


leyendo, imaginándose la amable voz de su amado
maestro.

“Empezando con 1, escriba una serie


infinita de proporciones en las que cada
término sucesivo es un cociente cuyo
denominador es solo el denominador anterior
multiplicado por el número siguiente en la
secuencia de números naturales. Su Alteza, si
calcula la suma de sólo los primeros siete
términos de la serie, usted descubrirá un
único número irracional que es la base de los
logaritmos naturales. Es una constante que
encontrará muchas veces porque tiene un
papel muy importante en la descripción del
universo.
Luego, eleve este número extraordinario
a la potencia del número imaginario i . En
esta forma, la potencia representa una función
exponencial compleja, su Alteza, que es igual
a menos uno. Si hace el análisis
correctamente, y estoy seguro de eso,
encontrará una ecuación preciosa, mi regalo
para usted.”

La nota de Euler terminó con estas palabras


reconfortantes:

“Querida Princesa, cuando se sienta


triste o sola, busque significado en esta
identidad matemática. ¡No sólo se relaciona a
los números! Busque dentro de su alma, y
usted encontrará su verdadero significado en
los cielos.”

Carlota sonrió a sabiendas y corrió a su


escritorio para resolver el enigma escrito en ese
trozo de papel, un tesoro precioso legado a ella
por su maestro.
Para definir la función exponencial compleja,
la princesa definió primero la base de los
logaritmos naturales como una serie infinita, tal
como Euler la instruyó, y añadiendo los primeros
términos encontró un valor un poco superior a
2.718, el número que ella llamó e en honor del
sabio matemático. Carlota escribió tres puntos
después de los decimales para indicar que el valor
de e no es exacto. Había muchos más términos en
su serie, infinitamente muchos de hecho, y ella
sabía que añadiendo más términos a su suma finita
produciría un valor más exacto de e.
Carlota hizo la expansión de la función
como una serie infinita, así como Euler le había
enseñado. Al principio la princesa estaba
perpleja, viendo todos los términos de la serie
multiplicado por potencias de i, la unidad
imaginaria..
Carlota se sintió abatida. No entendía cómo
esta serie infinita, que representaba , era igual a
menos uno, así como dijo Euler. Seguramente, este
enigma era muy difícil para una chica ingenua
como ella. ¿Por qué el profesor asumió que ella
sola podría resolverlo, sin su guía?
De repente, las palabras de Euler resonaron
en su mente: Dios, cuando creó el mundo, dispuso
el curso de todos los eventos para que cada
hombre y cada mujer deberían estar en cada
instante colocados en circunstancias que fueran
para ellos más favorables. Feliz el hombre y la
mujer que tiene sabiduría para hacer buen uso de
ellos. Era un mensaje de esperanza y aliento que
disipó las dudas de la jovencita.
Con renovado vigor y entusiasmo, la princesa
revisó sus notas de clase y encontró las
expansiones de las funciones trigonométricas seno
y coseno, y reconoció de inmediato los términos en
su propia expansión de la serie representando .
Carlota pronto determinó que Euler era correcto,
.
Entonces algo brilló ante sus ojos, cuando la
princesa vio otra forma de expresar la igualdad.
Con trazos audaces Carlota escribió:
¿Es esto a lo que profesor Euler se refería? Si
era así, la identidad de Euler era la más hermosa y
elegante fórmula matemática que ella nunca jamás
había visto. ¡La suma de uno más esa especial
potencia de imaginarios y números irracionales es
igual a cero!
Carlota estaba eufórica. Sólo contemplando
la impresionante expresión le hizo temblar de
placer indescriptible. La princesa sintió como si el
profesor Euler, su querido mentor, le había
mostrado cómo develar y acariciar el rostro
amoroso del Creador.

***
Profesor Euler mantuvo su promesa. Al pasar las
semanas, una por una sus cartas llegaron, llenas de
conocimientos sobre el mundo, el universo y el
alma humana. Eran cartas que la joven princesa
atesoraba y estudiaba diligentemente. Ella dominó
las ciencias físicas y los teoremas de la geometría;
aprendió sobre la naturaleza de la luz, la ciencia
del sonido, y de leer la sabiduría de Euler en sus
cartas, Carlota desarrolló su propia filosofía de la
vida.
A la edad de diecisiete años, Carlota era
conocida como la princesa más culta. Ella gobernó
su reino con gracia y amabilidad, y estableció
escuelas para que niñas y jóvenes podrían asistir
libremente, sin prejuicios, y aprender de los
profesores más eruditos.
Y cuando fue su turno para casarse, Carlota
eligió a un matemático joven muy inteligente, con
quien podría conversar sobre teoremas, sus
pruebas, y las leyes de la física. Ambos vivieron
por muchos años muy felices.

*****
2
La Chica que Amaba a Newton

D esde el alto balcón contiguo a su habitación,


Emilia dejó caer una piedra pequeña. Ella contó
sus respiraciones, uno, dos, tres, al tiempo que el
guijarro caía y con un ruido sordo aterrizó en la
terraza del piso de abajo
— ¡Que interesante! La piedrita desciende
directamente por un camino invisible
perpendicular al suelo. ¿Por qué no vuela a la
izquierda o hacia la derecha? —Emilia se
preguntaba.
Ella tomó otra piedra de la pila en su canasta
y la lanzó con mucha fuerza hacia su jardín. La
piedra salió volando, y arqueando su trayectoria
pronto cayó al suelo encespado. Uno, dos, tres,
cuatro...
—Ah— Emilia inquiría —¿que hace que la
piedrilla caiga, no importa en qué dirección o qué
tan rápido la tiro? Algo parece atraerla siempre
hacia abajo!
La joven observó también que el impacto de
la piedra era más grande si la lanzaba desde el
balcón más alto que cuando ella la tiraba desde
una altura mucho más baja. Puesto que la piedra no
había ganado más peso, debe haber ganado
velocidad, concluyó la chica.
— Parece que al caer un objeto termina la
última parte de su trayectoria de descenso en el
menor tiempo. — Emilia estaba fascinada con su
descubrimiento.
Ese era típico comportamiento de Emilia.
Incluso cuando estaba bailando o montando su
caballo, ella pensaba en cosas que otros ni
notaban. La joven de familia muy rica tenía tutores
que le enseñaban lo que debe saber una joven
dama de linaje: arte, historia, música y lenguas
extranjeras; para los doce años, Emilia dominaba
francés, alemán y español, y ella podía leer las
obras de los filósofos antiguos en latín y griego.
No otra chica de su edad podía hacer eso. Es
cierto, Emilia amaba los libros, y cada noche ella
leía todo tipo de divertidos cuentos.
Emilia era hermosa y parecía encantadora,
pero mucha gente pensaba que la chica era muy
arrogante. Aunque no era princesa, ella se
comportaba como si lo fuera. Sus ojos verdes
brillantes hacían juego con la esmeralda en su
collar que brillaba con cada gracioso giro que ella
hacia al bailar los valses. Era alta y se vestía
elegantemente; se peinaba su cabello rubio rojizo
sujetado con una delicada tiara, porque ella
detestaba aparecer desaliñada.
Emilia vivía en una magnífica mansión
rodeada de hectáreas de tierra donde ella montaba
su caballo casi a diario. Sus padres la adoraban,
dándole a su hija regalos espléndidos y vestidos
que eran más bonitos y lujosos que las prendas de
las princesas reales. Los domingos, iban en su
coche de lujo al jardin du roy. En aquellos
tiempos los aristócratas tenían la costumbre de ir a
pasearse en el jardín del rey, exhibiendo sus
sombreros más extravagantes y elegantes trajes de
moda. Emilia hacia reverencias y caminaba entre
los aristócratas, pretendiendo que era una
princesa, y todos los que la veía creían que ella
era. La joven se conducía con gracia y señorío.
Meses antes su decimoséptimo cumpleaños,
Emilia ordenó a la modista que le hiciera el
vestido precioso de raso que ella había diseñado.
Tenía una crinolina de tul rosa, y por encima tenía
una falda fucsia que parecía ser una rosa con
pétalos delicados. El atuendo tenía que ser
perfecto ya que el mismo día, Emilia se
presentaría a la reina en su sala de trono. Este
sería el honor más grande para la emocionada
debutante ya que su majestad solo recibía en su
palacio aquellos quien fuesen recomendados como
dignos de estar en su presencia, y esa una
recomendación tendría que ser de alguien que
perteneciera a las esferas más altas de la sociedad.
Emilia recibió su citatorio de presentación
tres semanas antes, lo que le permitió amplio
tiempo para practicar la reverencia elegante de
la corte de la reina. La noche de su
presentación, Emilia salió en su coche de
caballos acompañada de su dama de honor.
Recorriendo las calles rumbo al palacio la
chica se veía radiante y orgullosa, agitando su
mano fina a los espectadores, pretendiendo que
era una auténtica princesa. Su vestido de
presentación tenía una cola larga de terciopelo,
midiendo más de tres yardas de largo desde los
hombros. Con desenvoltura cultivada, Emilia
entró al palacio imperial, llevando la cola de su
elegante vestido sobre su brazo izquierdo y se
hizo paso entre los asistentes imperiales. Alta y
regia ella dejó que la cola de su vestimenta
descendiera sobre su espalda y se presentó
gallardamente ante un caballero que abrió las
puertas doradas a la sala del trono.
Una voz solemne anunció su nombre y
Emilia tomó un paso hacia adelante, e hizo una
graciosa reverencia ante la reina, tan baja que
casi se arrodillaba, y al mismo tiempo, besó la
mano real que se extendía hacia a ella, debajo
de la cual ella colocó su mano derecha sin
guante. Emilia sonrió e hizo reverencia a las
princesas sentadas cerca de la reina y se retiró,
plenamente consciente del impacto que su
presentación hizo en la reina y su corte.
Poco después, la joven debutante fue
invitada a otros eventos incluso al baile anual
del rey. Paseándose por el enorme salón del
palacio imperial, Emilia se comportaba como
una aristócrata, y sus ojos esmeraldas y bonito
rostro atraían la atención de todos los
presentes. Era coqueta y tan frívola como las
damas aristócratas. Cada noble deseaba bailar
un vals con la linda Emilia. Sus padres estaban
muy contentos, seguros que pronto ella se
casaría con un gran ilustre señor y se
convertiría, al menos, en una marquesa.
Después de su debut en la corte imperial,
Emilia se olvidó de sus estudios y encontró
excusas para evitar sus lecciones. La chica hizo
amistades con jóvenes aristócratas presumidos
que no tenían intereses serios y solo les gustaba
bailar, charlar de cosas sin consecuencia y
perder su tiempo en juegos triviales.
Con el paso del tiempo, la joven se hizo
aún más desconsiderada, egoísta, dominada por
su vanidad. Solo le interesaba su apariencia, y
gastaba la riqueza de sus padres comprando más
caros atuendos y joyas, queriendo impresionar a
sus nuevas amistades. Matilde, su femme de
chambre, temblaba cuando Emilia le exigía que
le hiciera un nuevo peinado ya que sabía que
era difícil complacer a la señorita caprichosa.
Acompañada por su chaperona, Emilia
viajaba en su coche para encontrarse con sus
nuevos amigos en la ciudad. Vistiéndose a la
última moda, la joven asistía a las mascaradas
del palacio, iba en excursiones al campo,
visitaba el teatro, y atendía petits soupers con
gente inútil, vacua.
Una noche frígida, cuando la chica se
apresuraba de regreso a casa después de una
fiesta, una rueda de su coche se rompió en el
medio de un camino desolado. Después de ver
los inútiles intentos del cochero para reparar el
daño, Emilia y su chaperona se bajaron.
Estaban aún lejos de su mansión y la noche
estaba bastante oscura y fría para estar varados.
Pero no era en su naturaleza ser una víctima de
bandidos, ¿qué podría hacer? Mirando a su
alrededor Emilia descubrió una luz en la
distancia. Sin un segundo pensamiento, aseguró
su bufanda de pieles sobre su cuello, levantó su
vestido de seda sobre sus botines de tacón y
corrió a toda prisa hacia el faro en la distancia.
Su criada y su conductor trotaron detrás de ella.
Pronto Emilia se encontró frente a una
humilde casa de campo con la ventana
iluminada que la había guiado. A través del
cristal vio a un joven escribiendo en su
escritorio con libros y pilas de papeles
esparcidos por todos lados. La tinta goteaba de
su pluma, manchando el manuscrito que él joven
componía pero él seguía escribiendo
febrilmente. La llama de su vela bailaba,
creando chispas de luz a su alrededor,
disipando las sombras en su frente alta.
Con su mano enjoyada Emilia dio tres
golpecitos en el vidrio de la ventana,
perturbando la concentración del caballero.
Después de unos momentos, él fue a la puerta y
encontró a la chica elegantemente ataviada
mirándolo con ojos verdes, tan brillante como
las esmeraldas; parecía ser una princesa
extraviada. Emilia sabía que los hombres la
consideraban irresistible. Pero no este, éste
joven parecía exasperado por la intrusión.
Usualmente ella trataba a una persona de clase
baja con una especie de cortesía altiva, muy
despreciativa. Ahora la chica tuvo que hacer un
esfuerzo para aparecer más modesta porque ella
necesitaba su ayuda. Además, este joven señor
parecía tan inteligente, a diferencia de los
amigos que ella frecuentaba. Emilia pudo
discernir algo único y especial en los ojos de
este caballero. En ese momento no lo sabía,
pero ella estaba de pie ante el señor Newton, un
matemático brillante a punto de proclamar
nuevas leyes de la física.
El joven con rizos rubios largos y una
mirada penetrante los invitó a entrar. Después
de que Emilia explicó su situación, él la guió
hacia la estufa ardiendo, y bruscamente le
ofreció una taza de té. Emilia le ordenó a su
chofer que fuera a caballo a buscar un coche
nuevo. El criado hizo la reverencia a su ama y
se fue a traer ayuda.
Y es así cómo Emilia y su doncella
terminaron por pasar la noche en casa de
Monsieur Newton. En aquel momento sus vidas
se habían cruzado en una manera muy
encantadora, aunque ni uno de ellos lo habría
anticipado. Para Emilia, ese encuentro la
introduciría a un nuevo tipo de amistad y la
conduciría a un descubrimiento intelectual
significativo.
Emilia estaba acostumbrada a que los
caballeros cayeran a sus pies vencidos por su
belleza y ellos tratarían de cortejarla con
sonetos y palabras bonitas. Pero Newton no
parecía impresionado por su apariencia
exquisita ni intentó entablar conversación
ingeniosa con ella. Al contrario, el joven estaba
concentrado en sus propios pensamientos;
parado silenciosamente él contemplaba su
manuscrito en el escritorio. Emilia entendió que
Newton quería volver a su trabajo. Sin esperar
por la invitación, Emilia tomó una silla frente a
su escritorio y le instó a que continuara su
trabajo.
Newton se sentó y reanudó su escritura.
— No parece tener más de veinte y siete
años—, pensó Emilia, observando el rostro de
Newton, su nariz prominente y el leve ceño
entre las cejas. Sin embargo, Emilia era muy
curiosa y comenzó a inclinarse ligeramente para
poder mirar en su manuscrito mientras que él
escribía. A pesar de su prisa, la escritura del
joven era clara y lúcida. Después de anotar
breves enunciados en latín, añadió números y
ecuaciones que ella no pudo discernir. Newton
tomaba la pluma en su mano derecha y dibujaba
figuras que parecían garabatos de niño; un
dibujo en particular le llamó la atención.
Después de unos minutos de incómodo
silencio, Monsieur Newton colocó su pluma en
el escritorio y la miró directamente,
visiblemente molesto. Los dedos manchados de
tinta se entrelazaron bajo su barbilla. Era muy
claro, Newton no estaba contento al tener una
huésped que llegó sin invitación; su presencia
interrumpía su trabajo.
Emilia, por otro lado, estaba acostumbrada
a ser el centro de atención. Además, ella era
curiosa y audaz.
— ¿Es usted un filósofo, Monsieur?
— No soy sólo un filósofo. Yo soy un
filósofo de la naturaleza, Mademoiselle, un
científico. A diferencia de otros, yo uso las
ciencias exactas para explicar el universo. ¡Esta
es la única manera de entenderlo! — él dijo
con fuerza en su voz.
—¿Qué quiere decir, Monsieur?
— Muchos filósofos conciben teorías
basadas en creencias tontas y las discuten sin
tener bases científicas. Yo prefiero usar
matemáticas y experimentos para probar o
refutar mis teorías. De esta manera, puedo
establecer los hechos que me ayuden a
descubrir las leyes de la naturaleza para que
sean irrefutables, ya que están basados en las
ciencias exactas.
Emilia había observado sus ecuaciones y
la última figura que él bosquejó le recordaba a
algo bastante familiar. El dibujo mostraba una
línea que se arqueaba a partir de un punto
imaginario en el espacio.
Ella le preguntó, por supuesto:
— Monsieur, ¿qué está escribiendo? Por
favor explíqueme el último bosquejo que dibujó
allí. ¿Esa curva representa el movimiento de un
objeto?
Newton pareció un poco sorprendido por
esa inteligente observación y le respondió
rápidamente.
— ¡De hecho si es así! Yo estoy dibujando
la trayectoria parabólica de un proyectil,
porque estoy estudiando las causas del
movimiento.
Emilia compartió con él sus propios
experimentos cuando tiraba piedras desde su
balcón y luego le preguntó:
— ¿Por qué todos los objetos que
arrojamos siempre caen al suelo?
— ¡Gravedad! Ah, señorita, usted me
recuerda a Galileo y sus experimentos— dijo
Newton con un brillo en sus ojos. Todos los
cuerpos caen debido a la fuerza de la gravedad.
Después de una pausa reflexiva, el joven
erudito remarcó enfáticamente,
— Si usted desea comprender cualquier
fenómeno en la naturaleza, debe expresar lo que
observe con una ecuación. Esta es la única
manera de determinar el movimiento de
cualquier objeto en el universo y saber
exactamente cómo y por qué sucede.
Newton añadió:
— Como dijo Galileo, la naturaleza es un
libro escrito en el lenguaje de matemáticas. Si
no podemos entender ese idioma, estamos
condenados a deambular como si fuésemos por
un laberinto oscuro.
Mirando directamente a sus ojos de color
esmeralda, Newton le preguntó con tono burlón,
como si la desafiara:
— ¿Sabe usted matemáticas, señorita?
— No, Monsieur Newton, pero es mi deseo
aprender. ¿Usted me ensenaría?
— Mademoiselle, el aprender ciencias
matemáticas no es tan sencillo. Requiere tiempo
y mucho esfuerzo para comprender muchos
conceptos que se necesitan para realizar el
análisis. Matemática es una ciencia rigurosa que
requiere toda una vida de estudio.
— Lo entiendo. Pero usted debe saber,
señor Newton, que soy inteligente y aprendo
rápidamente. ¡El saber al menos un poco de
matemáticas me haría muy feliz!
Newton claramente se divertía al escuchar
esa petición y su apasionada declaración. Tal
vez quería evaluar la seriedad del interés de la
chica, o simplemente quiso poner a prueba su
destreza intelectual.
— Muy bien. Empecemos con algunas
ideas básicas. Imagínese que rodamos una bola,
a partir de un punto que llamaremos el origen
del movimiento, y le damos su coordenada cero.
Después la bola se detiene, llegando a otro
punto con coordenada 1. ¿Cómo determinamos
la velocidad de la bola al moverse desde 0 a 1?
Emilia conjeturaba e inmediatamente
respondió:
— La velocidad es la distancia recorrida
por la bola dividida por el tiempo que tomó
para moverse esa distancia.
— Correcto. Eso nos dará la velocidad
media. Sin embargo, deseamos saber la
velocidad instantánea, la velocidad en
cualquier momento a lo largo de su trayectoria.
Esto requiere que hagamos el intervalo de
tiempo más corto y más corto hasta que se
convierte en un instante infinitesimal.
— Pero—, Emilia interrumpió —en ese
corto tiempo la bola también habría viajado una
distancia muy corta.
— Es cierto. Y la bola estará en algún
punto de su trayectoria, que asumimos es entre 0
y 1.
Entonces Newton le hizo una pregunta
bastante peculiar:
— ¿Qué número hay después de cero?
Emilia no sabía, pero sentía que tenía que
dar una respuesta. Con una voz vacilante, casi
imperceptible, ella sugirió:
— ¿0.01?
Newton colocó la pluma en el escritorio y
sonrió maliciosamente.
— Pero señorita, ¡hay un número infinito
de dígitos entre 0 y 1! Yo podría añadir más
ceros después del punto decimal y obtendría
otro número mucho más pequeño, ¿correcto?
Ll amemos dx la pequeña distancia entre el
origen y el punto siguiente en la trayectoria de
la bola, ya que no sabemos cuál es el siguiente
número después de cero.
— Ay, sí, y llamemos dt el instante de
tiempo, entonces la velocidad instantánea es el
cociente de dx y dt! — Emilia remarcó
emocionada.
— Muy bien. Ahora podemos decir que la
velocidad es la razón de cambio de posición con
respecto al tiempo. No importa cuán pequeño el
tiempo o la distancia.
Ése fue el comienzo de una lección sobre
el cálculo que ella necesitaría para sus
discusiones más adelante. Después de enseñarle
unos conceptos fundamentales, Newton estaba
convencido de la madurez intelectual de Emilia
y su deseo sincero de aprender matemáticas.
Ahora los dos jóvenes charlaban como si se
conocieran por mucho tiempo.
Al amanecer, mientras saboreaban una taza
de té caliente que les había preparado su
doncella, Emilia y Newton continuaron su
diálogo animado.
— Monsieur Newton, me encantaría
obtener una ecuación para calcular qué tan
rápido un objeto cae al suelo cada vez que lo
arrojo.
Emilia tomó una pluma en su bonita mano y
dijo:
— Quiero derivar una ecuación para
determinar la velocidad de un objeto en cualquier
instante de tiempo mientras está cayendo. Me
gustaría saber qué tan rápido el objeto cae. ¿Cae a
una razón constante o aumenta su velocidad
mientras cae? ¿Una piedra más pesada caería más
rápido que una ligera?
Ella estaba tan emocionada y habría
continuado su discusión científica, pero el galope
de caballos y el sonido chirriante de las ruedas de
un coche interrumpieron su conversación. El padre
de Emilia había llegado con una escolta de tres de
sus lacayos más fuertes y su lacayo personal,
temiendo a que su preciosa hija estuviese en
peligro en la casa de un plebeyo desconocido.
Estaba dispuesto a pagar un rescate por ella!
En lugar de encontrar a su hija en peligro, el
padre encontró a Emilia claramente transformada.
Rizos de pelo caían sobre su frente, sus mejillas
estaban sonrojadas, y sus dedos estaban
manchados con tinta de escritura. Su tiara se
encontraba descuidadamente sobre en una pila de
papeles. Emilia estaba resplendente, no con la
coqueta sonrisa de ayer, al contrario su cara
hermosa tenía el resplandor del conocimiento
genuino.
Sin embargo, su padre estaba
profundamente atribulado, viendo su hija tan a
gusto charlando con un plebeyo en su modesta
casa. Además, era socialmente incorrecto para
una joven soltera de su linaje estar a solas con
un soltero. Sin más dilación el padre le ordenó:
— ¡Emilia! Aborda el coche
inmediatamente!
Ella se despidió de Newton, quien parecía
inmutado por el padre de la chica, un barón
condescendiente. Entendiendo las leyes de la
etiqueta de sus amos, la sirvienta corrió para
recoger la tiara y la bufanda de pieles y luego
ayudó a Emilia a subirse al coche y salieron
rápidamente. Mientras viajaban hacia su
mansión, la señorita reclinaba su cabeza sobre
una almohadilla y, cerrando sus ojos, recordaba
las horas anteriores. ¡Emilia estaba enamorada!
Oh sí, ella había encontrado el amor con
Monsieur Newton ¡y las leyes de la física!
Pronto se aplacaría su enamoramiento.
Durante el desayuno, el padre de Emilia le dio
una severa regañada, recordándole su estatus en
la sociedad. Él le prohibió que visitara al
joven. Emilia protestó, tratando de explicar que
Monsieur Newton era un erudito muy brillante.
El padre no quiso saber más y la sorprendió
anunciando que ya había prometido su mano en
matrimonio a un apoderado marqués. Visitar a
un soltero que no era su prometido rompería las
reglas del decoro, aunque estuviera
acompañada de su chaperona. Emilia estaba
furiosa pero no podía argumentar, ya que sabía
que era su deber obedecer la orden de su padre
y los principios de la alta sociedad.
La noche siguiente, Emilia no podía
dormir. Recordaba las explicaciones de Newton
acerca de movimiento usando la analogía de un
caballo tirando de un coche para que ella
pudiera entender los conceptos de impulso y la
fuerza. En su mente, ella experimentó con
diferentes objetos para ayudarle a determinar la
posición, velocidad y masa y para cuantificar
las fuerzas implicadas en su movimiento.
Emilia comenzó una transformación
completa. Estaba deseosa de aprender las
matemáticas que nadie sabía excepto Monsieur
Newton. Ella ordenó más libros, investigando
los temas que ellos habían discutido. Por
supuesto, ella quería seguir aprendiendo de él.
La joven estaba determinada a encontrar la
manera de salir furtivamente para visitar a
Newton.
Para complacer a sus padres, Emilia se
reunió con su prometido, el marqués de
Chantilly. Era un hombre lindo pero muy
aburrido, sin interés en las ciencias exactas, y
él no podía entender las conversaciones
inteligentes de Emilia. Fueron a fiestas y de
paseos en el jardín del rey. Ella pretendía
disfrutar de la compañía del marqués, mientras
que al mismo tiempo repasaba en su cabeza sus
lecciones de matemáticas. En su habitación con
vistas a su jardín, la joven tramaba su escapada
para ver a Newton otra vez.
Un día, Emilia pidió permiso para visitar a
una tía. Su padre se había olvidado del erudito
que su hija había conocido y no se imaginaba que
el interés repentino de Emilia en su tía era sólo
un pretexto.
La mañana siguiente, Emilia salió muy
temprano acompañada de su chaperona. Llegó a
casa de Newton justo después del desayuno y lo
encontró trabajando en sus manuscritos. El joven
erudito no se sorprendió al ver a Emilia, porque a
pesar de su estatus en la sociedad y su aspecto
elegante, ahora estaba convencido de que la
señorita era sincera en su deseo de aprender las
ciencias exactas que él estudiaba. Después de
indicarle que tomara la silla frente a su escritorio,
Newton inició su charla científica.
— Mademoiselle, la semana pasada usted
expresó su deseo de derivar una fórmula
matemática para determinar qué tan rápido un
objeto cae al suelo cuando se lanza de una altura
dada. ¿Es cierto?
— Oh si, Monsieur Newton, no he dejado de
pensar en ello. Por favor ayúdeme a hacerlo.
— Muy bien. Comencemos con su primer
experimento. Cuando deja caer la piedra desde su
balcón alto, se puede describir su estado de
movimiento en cualquier momento durante la caída
con sólo dos cosas: su posición y su velocidad. Yo
llamo a estas dos cantidades las ‘variables’ porque
cambian con el tiempo. Puesto que estas dos
variables son funciones de tiempo, puede
representarlos matemáticamente como h(t) y v(t).
Emilia tomó un momento para anotar eso. El
erudito parecía complacido al estar conversando
con tal inteligente señorita, quien tenía tantas
ganas de escribir ecuaciones, al igual que él.
Newton dijo pensativo:
— Existe una fuerza de gravedad sobre todos
los cuerpos, que es proporcional a la cantidad de
materia que contienen. Supongamos que la piedra
es muy pesada y que ignoramos los efectos del aire
alrededor de la piedra; en otras palabras,
asumimos que sólo la fuerza gravitacional actúa
sobre la piedra. Cerca de la superficie terrestre,
ésta fuerza es igual al producto de la masa de la
piedra y la fuerza de la gravedad.
Newton también había tomado su pluma para
escribir detalles adicionales y declaró:
— Obtenemos estas relaciones: la razón de
cambio de posición igual a la velocidad, y la razón
de cambio del momento igual a la fuerza
gravitacional. ¿Entiende?
— Si, pero no se qué significa momento,
Emilia admitió.
Él sonrió.
— El momento de un cuerpo es el producto
de su masa y velocidad. Por lo tanto podemos
escribir las declaraciones anteriores en forma
matemática. Digamos que la masa m, la fuerza de
la gravedad g y la razón de cambio con respecto al
tiempo se representa con d/dt, un cambio que
consideramos ser infinitamente pequeño. Mientras
decía, “la razón de cambio de altura h y la razón
de cambio del momento mv,” Newton escribió:

dh/dt = v

d(mv)/dt = – mg

— Pero, ¿por qué puso un signo negativo en


la segunda ecuación? —Emilia estaba un poco
confundida.
— Ah, ¡excelente pregunta! lo puse porque la
gravedad actúa hacia abajo, mientras que medimos
altura hacia arriba, desde el suelo.
Ella entendió y agregó:
— Monsieur Newton, deberíamos cancelar la
masa en esta ecuación porque la cantidad de
materia en la piedra es constante y no varía con el
tiempo cuando cae, ¿verdad?
— ¡Sí! Ahora podemos determinar las
funciones h y v en cualquier instante de tiempo
durante la caída de la piedra. Para esto
necesitamos especificar los valores iniciales de
estas cantidades en el momento cuando suelte la
piedra de su mano.
Él escribió algunas expresiones y luego
limpió la punta de la pluma, aún goteando tinta
negra.
— Recordemos que la fuerza de gravedad
actúa sobre todos los cuerpos. A través de esta
fuerza, cuerpos inicialmente inmóviles caen
libremente hacia abajo, y el movimiento
descendente es una aceleración continua. Y
podemos suponer que la aceleración de la
gravedad en la tierra es aproximadamente igual a
treinta y dos pies por segundo, un valor constante
fácil de recordar.
Emilia no pudo esperar hasta que él terminara
su explicación y le interrumpió,
— Y dos segundos después de que la suelto,
la piedra alcanzará una velocidad de 64 pies por
segundo al descender, ¿verdad?
Ella estaba orgullosa de sí misma, sabiendo
que estaba correcta. Sin esperar a que Newton lo
digiera, Emilia continuó.
—Yo puedo usar la sencilla fórmula: v = gt
para determinar la velocidad de cualquier objeto
que cae después de cierto tiempo.
Su corazón palpitaba fuertemente, sin darse
cuenta de que su hombro tocaba el de él al
apresurarse a escribir la fórmula. Emilia nunca
había sido tan feliz como en ese momento. Si
Newton estaba impresionado con su rápida
comprensión de la física, él no lo mostraba.
Después de una pausa, Emilia dejó su pluma en el
escritorio y dijo pensativa:
— La fuerza de la gravedad debe disminuir
con la altitud, ¿cierto? Dígame, señor Newton, que
sucede si yo pudiese lanzar una piedra con todas
mis fuerzas desde la cima de la montaña más alta,
¿volaría por el aire y alcanzaría las nubes?
Newton sonrió.
— Consideremos una bala de cañón. —Se
puso de pie, extendiendo sus largos brazos hacia
un lugar desconocido en la distancia.
— Imagínese, por favor, que estamos en la
cima de una montaña muy alta y disparamos una
bala de cañón en dirección paralela a la superficie
de la tierra. Dependiendo de su velocidad, la bola
pesada caería al suelo a cierta distancia de donde
estábamos, o iría alrededor de la tierra.
Los ojos de Emilia se agrandaron en
asombro. Newton continuó:
— Y si la fuerza de la bala de cañón es aún
más fuerte, impartiendo la mayor velocidad a la
bola, ¡volaría hacia el espacio exterior!
Él agregó:
— También debe tener en cuenta que cuando
la bola de hierro se dispara a cualquier velocidad,
el cañón será empujado hacia atrás. La fuerza que
empuja la bola hacia fuera es igual a la fuerza
empujando el cañón hacia atrás.
—¡ Sí! — Emilia hizo un gesto con sus
delicadas manos para simular el movimiento de
acción y reacción.
— Esto es debido a una ley de movimiento
que usted me enseñó.
— ¡ Exactamente! — Él sonrió con
aprobación.
— Por supuesto, el efecto sobre el cañón
debe ser menor porque tiene una masa mucho
más grande.
— Oh, lo sé. — Ella no pudo evitarlo y lo
interrumpió:
— La fuerza de gravedad sobre un cuerpo
dado es proporcional a su masa.
Newton estaba satisfecho con sus
comentarios y siguió la explicación de su
experimento.
— La razón de cambio del momento de la
piedra es igual a las fuerzas en ella debido a la
gravedad, la resistencia del aire, el viento y
otras fuerzas que la afectaran en su camino
hacia abajo. Y puesto que no cambia la masa de
la piedra, podemos decir que la razón de
cambio de la velocidad multiplicada por la
masa es igual a las fuerzas que actúan sobre la
piedra.
Emilia estaba disfrutando bastante su
visita. A media tarde tuvo que irse. Sin embargo
ella estaba muy feliz. Ahora Emilia tenía un
nuevo objetivo en la vida. Quería escribir
libros y traducir otros para que la gente que no
sabía leer en latín o no sabía un idioma
extranjero pudiera entender estos nuevos
conceptos, así como ella podía.
Fue en uno de esos interludios prohibidos
antes de la puesta del sol que Emilia le
preguntó a Newton sobre el manuscrito que
mantenía encerrado en un cajón del escritorio.
Él vaciló.
Siguió un largo silencio. Y entonces Newton
puso su pluma en el escritorio, abrió el cajón y le
mostró un manuscrito en papel lino con esta
declaración: “Mutationem motus
proportionalem esse vi motrici impressae, et
fieri secundum lineam rectam qua vis illa
imprimitur.”
Emily podía leer fácilmente en latín y
rápidamente tradujo mentalmente las intrigantes
pal abr as: la alteración del movimiento es
siempre proporcional a la fuerza motriz
impresa y se hace en la dirección de la línea
recta en la que la fuerza está impresa.
Perpleja, miró a Newton porque ella no podía
comprender el significado de la declaración; él
respondió a su pregunta muda.
— Esta es una ley fundamental del
movimiento, él dijo deliberadamente, que
aplica a todos los cuerpos.
— ¿Quiere decir que el cambio de
movimiento de un cuerpo es proporcional a la
fuerza aplicada sobre el cuerpo? ¿Está diciendo
que el cambio de movimiento se hace en la
misma dirección de la línea recta en la que la
fuerza se aplica?
Newton explicó que la aceleración de un
cuerpo depende de dos variables: la fuerza neta
actuando sobre el cuerpo, y su masa.
— He descubierto que la aceleración de un
cuerpo depende directamente de la fuerza neta
actuando sobre el cuerpo e inversamente en su
masa. Si se aumenta la fuerza que actúa sobre
un cuerpo, la aceleración del cuerpo también
aumenta.
— Monsieur, ya establecimos que la fuerza
de gravedad sobre un cuerpo dado es
proporcional a su masa. Esto me sugiere que
existe una fuerza de gravedad entre dos cuerpos,
cada uno atrae al otro, dependiendo de sus
masas y la distancia que los separa. Por
ejemplo, si la tierra atrae a la luna, entonces la
luna también debe atraer la tierra, ¿no piensa
así?
La próxima vez que se encontraron, Emilia
trajo consigo no sólo su pluma y cuadernos,
pero un regalo para Newton. Él estaba
encantado, por supuesto, pero Newton no perdió
tiempo en cumplidos y comenzó su diálogo
científico.
Newton y Emilia platicaron sobre el
movimiento de los cuerpos celestes, revisando
el modelo copernicano del universo, un tema de
interés para ambos. Sus ojos brillaban y agitaba
sus manos graciosamente, añadiendo énfasis a
sus declaraciones audaces. Cuando observaron
el cielo naranja rojo teñido con el azul oscuro
que marcaba el comienzo de la noche, vieron
una luna llena cerca del horizonte.
— ¿Sabe usted lo que mantiene la luna
sostenida en el espacio? ¿Sabe por qué no se
cae? Él señaló hacia la luna brillante. — Antes
de que ella pudiese responder, él dijo
enfáticamente:
— ¡Usted debe saber eso también!
Después de respirar profundamente,
Newton continuó su discurso con una voz más
tranquila.
— La luna se mueve alrededor de la tierra,
siguiendo una ley natural que gobierna también
el movimiento de la tierra alrededor del sol.
Él explicó que los planetas están sometidos
a una fuerza atractiva del sol que es en
proporción inversa cuadrada de la distancia que
los separa. La curiosidad de la joven se
despertó. Emilia se había preguntado muchas
veces qué hace que la luna se mueva, qué fuerza
invisible la mantiene orbitando alrededor de la
tierra.
— Los planetas— dijo él pensativamente
—, se retienen en sus órbitas por su gravitación
hacia el sol. Los excéntricos se convierten
elípticas, por lo tanto consistente con el
hallazgo de Kepler.
El tiempo marchaba y su amistad creció
más afectuosa. Emilia encontró maneras para
visitar a Newton en secreto. Ella había
aprendido mucho del brillante erudito, y su
pasión por las ciencias intensificaba. Newton
compartió sus descubrimientos con Emilia.
— La aceleración o cambio de velocidad
con tiempo de un objeto que es producido por
una fuerza neta aplicada se relaciona
directamente con la magnitud de la fuerza, la
misma dirección que la fuerza e inversamente
proporcional a la masa del objeto.
— Esta ley — Newton dijo con entusiasmo
—, demuestra que si usted ejerce la misma
fuerza a dos objetos de masas diferentes,
obtendrá diferentes aceleraciones, es decir,
diferentes cambios en el movimiento. El efecto
o la aceleración en el objeto de menor masa
será mayor o más evidente.
Emilia entendía que los efecto de la fuerza
necesaria para lanzar una piedra, por ejemplo,
es mucho mas diferente que la misma fuerza
actuando sobre la luna. Ella dedujo que la
diferencia en el efecto o la aceleración es
enteramente debido a la diferencia de sus
masas, y también porque la piedra se mueve en
una trayectoria recta mientras que la luna se
mueve en una órbita circular.
En ese momento el reloj en el estudio de
Newton dio ocho campanadas. Emilia se dio
cuenta que era muy tarde.
— Debo irme o mi padre empezará a
preocuparse por mi ausencia. Monsieur, no
regresaré hasta que yo derive una ecuación para
describir la ley que los cielos han declarado
para que todas las estrellas, cometas y planetas
su muevan.
Y lo hizo. Emilia trabajó día y noche
investigando lo que se conoce sobre
movimiento y fuerzas, incluyendo lo que
Newton llamó la fuerza universal de la
gravedad. Ella produjo una ecuación que
representaba el movimiento de dos cuerpos, ya
sea en la tierra o en el cielo. Entonces ella
consideró sistemas de tres cuerpos, y luego
otros más.
Emilia dibujó bocetos para representar los
cuerpos celestes moviéndose alrededor de
otros, como los planetas en movimiento
alrededor de estrellas y lunas en movimiento
alrededor de planetas. En una noche cálida
después de que concluyó su análisis, Emilia fue
a su balcón, admirando la puesta de sol y la
luna brillante sobre el horizonte. Ahora la joven
no pensaba cosas tontas sobre el orbe de plata
con las peculiares manchas; en cambio, ella
sonrió sabiendo cómo se movía la luna y por
qué parece estar suspendida en el cielo sin
caerse.
Con su nueva ecuación, Emilia podría
calcular la fuerza de atracción entre la tierra y
la luna y la luna y el sol. Hizo el cálculo para
determinar qué tan rápido la luna se mueve
alrededor de la tierra y de la tierra alrededor
del sol. Emily saboreó ese conocimiento y
estaba tan emocionada que quería compartirlo
con su amigo Newton.
Ella corrió a los establos y rápidamente
ensilló su caballo, dejando al mozo de cuadra
perplejo, inseguro qué le diría a su amo cuando
el padre descubriera que la joven había salido
tan abruptamente. Después de galopar un rato,
la yegua de Emilia tuvo problemas para subir la
colina empinada que tenían que cruzar para
llegar a la casa de Newton. De repente, una
piedra aguda causó que el animal saltara por el
dolor, perdiendo su zancada. A pesar de todo su
esfuerzo, Emilia no fue capaz de frenar el
caballo agitado. Resoplando ruidosamente, el
animal asustado saltó y perdió la angosta franja
que separaba el camino del precipicio. En un
instante, caballo y jinete se desplomaron
cientos de pies hasta el fondo del precipicio.
Emilia no sufrió. Los agricultores que la
encontraron no estaban seguros si ella era una
princesa o un ángel que había caído del cielo.
Su inmóvil cuerpo descansaba tranquilamente
sobre la hierba húmeda, con su pelo largo
extendido como un halo oro rojizo, y muchas
hojas de papel prolijamente escritas se
arremolinaban a su alrededor. Tenía en su mano
un pedazo de papel en que ella había escrito una
frase: Effectum naturalium ejusdem generis
eœdem sunt causœ. Estas eruditas palabras
servían como posdata a una ecuación que era
tan hermosa como Emilia y así tan elegante.

***

Sus padres descubrieron los manuscritos de


Emilia, repletos de ecuaciones que describían
su propias observaciones científicas y
comentarios sobre descubrimientos de Newton.
Después de su entierro los padres buscaron a
Newton para preguntarle qué era tan importante
en esa declaración que había causado que su
hija perdiera su vida. Él respondió con una
triste voz casi imperceptible: Emilia dejó su
testamento para la ciencia: por tanto a los
mismos efectos naturales debemos asignar las
mismas causas. Y el joven científico regresó a
su trabajo matemático.
Emilia, la joven más erudita de su tiempo,
fue conocida como la chica que amó a Newton,
pero no vivió para decírselo. Sé que Emilia
nunca pensó en casarse con Newton, pero ella
lo amaba de todas maneras. Ella lo había
adorado con la misma devoción intelectual que
tenía para sus matemáticas y sus leyes del
movimiento.

*******
3
Da’Lau, La Princesa del Cosmos

H ace mucho tiempo en la antigüedad, cuando


el reino maya disfrutaba de su poder sobre
castillos de piedra y altas pirámides coronadas
con observatorios elevados a los cielos, allí vivía
a una princesa dotada de un intelecto sin igual. Su
nombre era Da’Lau, que significa “una que busca
conocimiento y sabiduría.” Asombrados, los
súbditos del imperio susurraban el nombre de la
princesa porque ella era inteligente, y poseía una
mente brillante llena de curiosidad insaciable.
Da’Lau nació bajo el hechizo de las
Pléyades, un grupo de centelleantes estrellas
también conocido por su gente como Tz’ab.
Meciéndose en su cuna la pequeña miraba
fijamente el cielo, fascinada por la belleza
gloriosa de los astros. En la quietud nocturna, la
bebé se pasaba horas cautivada por los puntos de
luz que brillaban en contra de la bóveda celeste
oscura. Desde entonces la princesa desarrolló una
afinidad muy especial con el cielo.
Una noche de verano cuando tenía seis años,
Da’Lau descubrió unan bolitas encendidas
cruzando fugazmente el firmamento, y que se
esfumaban en un instante tan corto como su
suspiro. Les preguntó a sus maestros qué eran esas
estrellitas que caían, pero nadie podía
responderle. Así que la princesita imaginaba que
eran las chispas de los fuegos cósmicos.
— ¿Por qué la luna cuelga en el espacio y no
se cae? — ella inquiría.
Mesmerizada también veía que la Luna se
movía en el firmamento y notaba como cambiaba
cada noche, de un disco que despejaba las
tinieblas con su luz plateada, hasta convertirse en
una exquisita medialuna. La niña se preguntaba por
qué en ciertas noches la Luna desaparecía
completamente de vista y unas noches después
reaparecía tenuemente, un aro delgadito y curvo
que luego crecía y se llenaba, convirtiéndose en un
disco luminoso, y el ciclo empezaba nuevamente.
— ¿Por qué la Luna parece más grande
cuando está cerca del horizonte—Da’Lau se
preguntaba—que cuando está más arriba en el
cielo?
Nadie lo sabía. Así que se prometió a si
misma que un día ella aprendería más para
explicar el ciclo y el tamaño del astro platinado, y
quizás también resolvería el misterio de las
manchas oscuras que veía en la Luna incluso
durante el día.
K’uk’, un ave encantador con plumaje
colorido y larga cola, acostumbraba a escuchar
pacientemente las preguntas de la princesa. Era el
mágico quetzal quien, cuando era pequeña, llevaba
a Da’Lau por los aires, pasando por las nubes
esponjadas, para que ella viera todo aquello que
pudiese ser visto de nuestro planeta tan bello.
Volando muy alto en las alas del pájaro, Da’Lau
descubrió la Tierra como es, un mundo de
maravillas naturales, océanos azul turquesa,
junglas verdes y montañas muy altas que se alzan
del suelo como centinelas callados. En esos vuelos
de su niñez, la princesa aprendió que el mundo era
grande con bosques pluviales y praderas hermosas
que se extendían en la distancia como una
alfombra entretejida con hierbas. Entre esos
prodigios naturales, ella distinguía aldeas y
ciudades grandiosas repletas de gente que, desde
arriba, se veían tan diminutivas como las
hormiguitas en su huerto.
En esas excursiones excitantes de su niñez
con su amigo el quetzal, Da’Lau descubrió
pirámides altísimas que se hacían paso entre las
selvas tropicales, y más lejos distinguió
estructuras raras en medio de desiertos áridos. A
veces K’uk’ levantaba a la princesa sobre
volcanes majestuosos coronados con nieve; la
arrullaba sobre caudalosas cascadas y gorjeantes
riachuelos escondidos entre los árboles; el pájaro
mágico la mecía en el aire sobre pasturas
verduscas y praderas rociadas de flores coloridas.
Desde entonces la princesa aprendió a valorar y
amar a la Tierra, con el amor que un niño siente
por su madre.
Algunas noches, cuando no podía dormir,
K’uk’ llevaba a la niña más allá de las tierras que
ella conocía. Encantada viendo el mundo en
tinieblas, Da’Lau descubría partes del firmamento
centellando con tormentas de luz y fuegos
forestales. El resplandor de las auroras hacía que
el cielo polar tomara matices y tintes de etéreos
colores. Segura en las alas de su compañero y
guía, la princesita flotaba entre frondas gigantes de
luz, mirando cómo el amanecer transformaba el
océano en un paisaje cobrizo con olas doradas
adornadas con encajes de espuma. Y al volar más
alto, Da’Lau vio el cielo lleno de tonos y matices
de todos los colores del arcoiris. Esos viajes
nocturnos en las alas del quetzal ampliaron los
sentidos de la princesa a las maravillas de la
naturaleza.
Su padre, un rey maya muy ambicioso, gozaba
de su poderío sobre elevadas pirámides, bellos
palacios y templos, aldeas y ciudades y todo lo
que se encontraba en la vasta región que era su
propiedad, incluida la gente. Así que el rey estaba
ansioso en casar a la princesa a fin de que él
pudiese extender su dominio. Él aseguraba que la
joven Da’Lau fuese educada en las artes
tradicionales, protegida de la realidad fuera de los
muros de sus palacios. A pesar de la insistencia de
su padre, la princesa no estaba lista para el
matrimonio.
Da’Lau se pasaba todos los días en la
biblioteca del templo, leyendo los libros escritos
por los sabios de la antigüedad, pues ella había
nacido con un anhelo profundo por saber.
Poseyendo un espíritu audaz, la mente de la joven
volaba más allá de los límites del mundo. Quería
saber cómo medir distancias intergalácticas y
calcular los movimientos de las estrellas y sus
planetas. Da’Lau deseaba descubrir las leyes que
gobiernan el Universo, imaginando otros mundos
más allá del sol maya. Nunca antes había existido
una princesa tan estudiosa ni tan ávida por el
conocimiento del cosmos.
Con el paso del tiempo, la joven aprendía con
gran pasión las leyes de la Naturaleza. Da’Lau
permanecía horas pensando, preguntándose qué
habría más allá de los confines de la Tierra, de la
Luna, y del mismo Sol. Ella deseaba saber que
fuerza hace que las estrellas se muevan y quería
comprender el origen del cosmos. Hoy en día,
tales jovencitas talentosas caminan por los
pasillos de las escuelas del mundo; pero en
aquellos tiempos chicas como Da’Lau eran raras y
la gente la veía con alarmante curiosidad. Sin
embargo, no todos apreciaban su mente inquisitiva,
especialmente los sacerdotes del templo quienes
veían con desdén las observaciones del cielo que
la princesa hacía.
Los mayas creían que el Sol, la Luna, y otros
astros eran dioses o seres divinos, y la gente los
adoraba con ritos especiales. Ellos suponían que
los dioses guiaban los cuerpos celestiales por el
cielo, siguiendo su jornada a través del mundo de
los muertos, acosados por demonios dioses
quienes querían interrumpir su progreso en el
camino por el cielo.
Por esa razón, y para asegurar el sobrevivir
continuo del mundo, los mayas conducían ritos
sagrados, se mutilaban el cuerpo, y creían en el
sacrificio humano, pensando que esos actos
ayudarían a los seres sobrenaturales buenos que
habitaban el reino celestial. Para los mayas, morir
por sus dioses era un privilegio, ya que los
sacerdotes les aseguraban que tal sacrificio les
daría inmortalidad.
Pero Da’Lau no podía imaginárselo así. La
princesa especulaba que si existía Hunab Ku, el
dios supremo y creador de los mayas, ¿cómo era
posible que dioses menos importantes pudiesen
desequilibrar el curso de la vida en la Tierra y
aniquilar el cosmos infinito? Ella creía que solo
había un dios inmortal y omnipotente, el dios de
dioses, el único dios que creó y gobernaba el
mundo. Por eso—por sus creencias y por buscar
una verdad que nadie sabía—muchos en la corte
ridiculizaban a Da’Lau y rechazaban sus
aseveraciones.
Para los consejeros de la corte y los
sacerdotes del templo, Da’Lau ya no era una niña
curiosa sino una joven rebelde que cuestionaba las
creencias de su gente. Los sumos sacerdotes la
despreciaban y finalmente le prohibieron que
participara en sus ceremonias, solo porque les
enfadaba cuando la joven preguntaba por la verdad
que ellos no sabían. Los súbitos y siervos del
reino la rehuían. Así que distanciada, la princesa
buscaba refugio en sus libros. Solo su amigo leal,
el quetzal encantado, continuaba firmemente a su
lado y la escuchaba.
Una mañana de primavera después de sus
estudios, la princesa se sentó en su jardín para
meditar acerca de lo que acababa de aprender.
Ella consideraba dónde termina el mundo, pensaba
en la naturaleza del tiempo y se preguntaba qué es
el tiempo, y si el tiempo es eterno. Observando el
cielo nocturno a ella le parecía que el movimiento
de los astros y los planetas estaba interrelacionado
profundamente con el tiempo. Pero no estaba
segura.
Entonces, como era su costumbre, la doncella
real le preguntó a K’uk’, su amigo el pájaro.
—¿Dónde está el fin del cielo?
Esta vez el quetzal resplandeciente le
respondió que ella tenía que volar muy, muy lejos
para encontrarlo. Da’Lau sabía que el cielo es
vasto, ilimitado y fantástico, un paraíso eterno
donde el espacio y el tiempo pierden el
significado conocido.
—¿Cómo voy a tan recóndito lugar?—
Intrigada ella preguntó.
Inclinando su cabeza encrestada para mirar a
la princesa fijamente, el ave le respondió.
—Ya que tanto deseas ir a ese lugar místico
que no está al alcance de los humanos, tendrás la
habilidad de volar tan lejos como desees,
navegando por el mundo de las verdades eternas.
Y en un instante un par de alas blancas
envolvieron el cuerpo menudo de la doncella.
Da’Lau estaba encantada.
—¡Gracias, mi pequeño amigo emplumado!
Con estas alas volaré hasta el fin del mundo, iré
hasta los confines del Universo para encontrar
sabiduría, aprender la verdad y encontrar el
paraíso que deseo.
La princesa estaba jubilosa y extendió sus
alas hechas de pelusa suave que brillaba con la
iridiscencia de perlas.
Esa noche, bajo la luna pálida creciente, la
princesa ascendió los peldaños del templo más
alto. Con cada paso su corazón retumbaba,
golpeando en contra de su pecho virginal. El
ascenso tan largo le dio más valentía. Al llegar a
la alta cima de la pirámide, la princesa se postró
ante el altar de ceremonias, allí donde el fuego
eterno arde con flamas destellantes elevando su
plegaria al cielo.
Bañada en luz celestial, la princesa se
despojó de su penacho dorado adornado con
plumas color de esmeralda y gemas preciosas de
muchos colores. Se quitó sus collares reales y sus
pulseras incrustadas con jade y lapislázuli y
depositó todo en la urna de sacrificios. Su único
adorno ahora era su largo cabello negro que caía
sobre su espalda aleada como una cascada de
obsidiana vidriosa.
Después de orar, Da’Lau alzó su cabeza hacia
el cielo, desplegó sus alas opalinas y voló en
busca de algo que solo podía encontrar entre las
estrellas. Su exploración mística empezaba, su
búsqueda de las causas del cosmos y los
principios del conocimiento y de la sabiduría.
Da’Lau ascendió lentamente, desafiando la
gravedad, flotando sin esfuerzo a través del aire.
Dejó abajo su hogar regio y los templos sagrados
iluminados con antorchas. Volando muy alto, la
princesa vio el contorno de los continentes
rodeados de los océanos azules serenos.
Moviéndose en espiral por un camino inmaterial
alrededor de la Tierra, Da’Lau voló hasta que
encontró los límites de la atmósfera terrestre, más
allá de donde ni el ave mágica podría volar. La
princesa contempló por primera vez la Tierra
entera, rotando debajo de ella, una esfera azul
celeste abrazada por una capa tenue de gases
protectores.
Ribeteada, mirando el planeta desde esa
altitud, Da’Lau vio cada amanecer y cada ocaso
del mundo, ¡cada uno! La Tierra parecía como una
joya cerúlea moteada con nubes blancas
arremolinadas, una esfera preciosa girando en el
espacio negro. Da’Lau estaba consciente
profundamente de la belleza maravillosa de los
paisajes terrestres, recordando las vistas
impresionantes que ella había admirado cuando
era niña.
— ¡Ese es Kab’, mi hogar! — Exclamó ella
antes de alzarse más alto por el cielo oscuro con
sus alas relucientes bajo la luz de la Luna.

***

A esa distancia todo era quietud, y la princesa


sintió una dolorosa sensación de soledad. Todo a
su alrededor estaba en tinieblas, la negrura era tan
intensa que casi podía tocarla. Después de unos
momentos, ella venció sus temores y continúo su
viaje, pensando que incluso el infinito cielo
debería tener un fin, pero no podía imaginarlo.
Da’Lau se movía rápidamente a través de una
órbita abierta y pronto escapó el campo
gravitacional de su planeta natal.
En su trayectoria de escape, Da’Lau primero
encontró la Luna y descubrió que era otro mundo
pero no como el nuestro; la esfera de roca se veía
deshabitada, girando en el espacio y moviéndose
alrededor de la Tierra. Estupefacta, escudriñó la
Luna cerneándose sobre ella, observando sus
valles empolvados y sus cráteres gigantes. La
princesa descubrió que ese mundo carecía de aire
y entendió por qué no había signos de vida.
Contemplando los terrenos altos y los mares lisos
de polvo azabache, al fin la princesa supo qué eran
las manchas oscuras en la Luna y sonrió al
descubrir su secreto.
Dejando atrás la Luna, la tenebrosidad del
espacio era agobiante. Su corazón aleteaba como
una mariposa delicada cuando volvió la cabeza y
vio atrás que infinitamente minúscula era la Tierra,
y que vulnerable parecía, un punto azul casi
imperceptible entre la negrura del espacio. Y con
esa su última mirada, Da’Lau se despidió de su
planeta amado.
La princesa intrépida se fue en busca de
Venus, el punto de luz más brillante en la bóveda
celeste conocido como la estrella grande y que era
muy venerada por los mayas; la chica bien sabía
que no era estrella sino un planeta de tamaño como
la Tierra que gira alrededor del Sol. Al volar
sobre Venus, la princesa lo escudriñaba tratando
de penetrar con su mirada las nubes extrañas que
lo envolvían. Venus—ella descubrió—era un
mundo incandescente con vapores ácidos y una
atmósfera que sería asfixiante para los seres
humanos. Intrigada se preguntó por qué el lucero
de la mañana, que es tan hermoso visto desde la
Tierra, era realmente tan hostil ya de cerca.
La princesa siguió por el espacio cálido y se
detuvo primero sobre el planeta más cercano al
Sol que se veía añoso con su superficie salpicada
con miles de cráteres y era abrazado por nubes de
plasma. Flotando sobre Mercurio, Da’Lau alcanzó
a ver el Sol en todo su esplendor. Desde lejos ella
miró la bola luminosa de plasma, gigantesca
comparada con los planetas, girando con
explosiones frenéticas en su atmósfera que
llameaba con remolinos violentos de fuego.
Ráfagas incandescentes de viento solar se
extendían muy lejos entre el espacio de los
planetas distantes.
—Oh estrella madre de la Tierra, que bella y
poderosa eres, y aunque sé que me quieres y me
das sustento, no me dejas acercarte para darte un
beso.
Cambiando ruta, la princesa continúo su
vuelo entre el espacio que separa los planetas, con
la brisa solar soplando suavemente bajo sus alas.
—Viajaré un poco más —Da’Lau se dijo a sí
misma, intrigada por el misterio del espacio
interplanetario.
Fue primero por un planeta rocoso y marrón,
que tenía montañas muy altas y su superficie
carmesí estaba cubierta con cráteres, desiertos
polvorientos y cañones colosales. El suelo se veía
surcado con cañadas y rastros de antiguos ríos ya
secos. Al igual que la Tierra, el planeta tenía
casquetes polares con llanuras de hielo, y también
poseía curiosas nubes en su atmósfera. El terreno
desértico y frío parecía dormir bajo el cielo
encarnado. Algo en ese lugar parecía familiar pero
sabía bien que nunca antes lo había visto.
Por su color, la princesa concluyó que ese
desolado planeta era el punto de luz rojiza que su
maestro le había enseñado a rastrear en el cielo
cuando se hacía visible en la mañana después de
un período de invisibilidad. Su tutor también la
ensenó a predecir la posición del planeta teniendo
en cuenta el movimiento de vaivén que tenía con
respecto a las estrellas. Da’Lau sonrió complacida
al recordar sus lecciones escolares cuando era
niña.
Dejando el planeta rojo, la princesa encontró
en su camino cometas titilantes con sus cabezas de
granizo y sus colas largas ondulantes que brillaban
en contra de la luz del Sol.
En la quietud del cielo profundo tan obscuro,
la princesa pasó por planetas gigantes muy fríos
que poseían muchas lunas danzando a su alrededor
entre anillos de polvo rocoso coloreado muy
bonitos. El planeta más grande tenía una nube
rojiza gigantesca, como una concha enorme hecha
de gases que se arremolinaban en una cadencia
rítmica. ¡Qué vista tan impresionante!
Envuelta en la obscuridad glacial implacable
del mar cósmico Da’Lau tiritaba. Y cuando creyó
que ese era el fin de todo, de repente se encontró
con un objeto congelado muy extraño, tan pequeño
que no lo podría considerar un planeta, y sin
embargo estaba atado invisiblemente al Sol como
los otros. Parecía estar perdido en las afueras del
sistema solar, pero el pequeño planetoide tenía
compañía, varias lunitas se movían a su alrededor,
como si estuviesen cuidándole.
Pronto la princesa maya llegó a la frontera
con las estrellas. Finalmente estaba ante el umbral
que tienen que cruzar todos esos que desean entrar
en el dominio de la verdad y la sabiduría. Da’Lau
se convirtió en un rayo de luz glorioso, radiante,
como la luz que ha viajado por el cosmos desde el
principio del tiempo. En un instante el pasado y el
futuro se intercambiaron, el espacio y el tiempo se
convirtieron en uno.
En la distancia, miles y miles de luces
centelleaban. Da’Lau estaba deslumbrada al
encontrarse con un caleidoscopio de resplendentes
astros, más brillantes y coloridos que las gemas en
su penacho emplumado. Unas estrellas estaban
envueltas en auras doradas y carmesí, y otras
parecían exhalar gases azules y verdosos como el
color turquesa del mar.
Continuando su viaje interestelar la princesa
pasó cerca de Próxima Centauro, el astro más
cercano al Sol pero que Da’Lau nunca había visto,
ya que la roja estrella enana es pálida y no es
perceptible desde la Tierra. Maravillada ante la
belleza enfrente de ella, la princesa se animaba a
penetrar otras partes de nuestra galaxia, la Vía
Láctea llamada Wakah Chan por los mayas.
Volando por el vacío inmenso entre las luces
del cielo, la tranquilidad de la noche eterna le
parecía sosegadora. Pero no podía acercarse
mucho a las estrellas ya que corrientes turbulentas
gigantescas envolvían todo a su alrededor. Da’Lau
presenció los despliegues violentos de estrellas
moribundas, lanzando gases como serpentinas
multicolores radiando más calientes que el fuego.
Por su ruta encontró a una enana blanca, una
estrella que ya había agotado su combustible y
estaba envuelta en un capullo brillante de gases
color rojo violeta. La estrella terminaba su vida
impetuosamente, despojándose de sus capas de
gases exteriores.
Más lejos la princesa divisó residuos de
astros que ya habían muerto. Lloró lágrimas
dolorosas al ver el cementerio astral, recordando
su propio Sol que un día también moriría y su
gente perecería con él. Pero le consolaba saber
que un día el Sol de la Tierra se extinguiría
envolviéndose en escombros estelares antes de
apagar su luz para siempre pero eso no sucedería
hasta que pasaran más de cinco mil millones de
años.
Da’Lau continuó su viaje por el inmenso
Universo, descubriendo maravillas que los
mortales no han visto. Su cuerpo era un tenue
destello de luz mientras los luceros surgían con
resplandores centellantes, guiándola a través de
las veredas celestiales conocidas sólo por
aquellos que buscan sabiduría. Los ojos de la
princesa brillaban, reflejando el resplandor de los
astros cuya inmaculada luz ha viajado las inmensas
distancias del cosmos para iluminar el camino de
cada hombre y cada mujer que ha existido. En su
travesía entre las estrellas deslumbrantes, el viento
sublime tarareaba una canción de cuna muy tierna,
una canción tan pura y encantadora, una serenata a
los cielos. Da’Lau se movía protegida por el
polvo brillante de los luceros en ese paraíso.
La princesa viajaba a la velocidad de la luz a
través de túneles que acortaban las distancias
interestelares, y aún así su viaje era muy largo.
Pero su deseo de aprender y descubrir la mantuvo
lejos de caer en los escondrijos lóbregos entre la
materia estelar reluciente y la materia oscura. En
el vacío cósmico, el espacio-tiempo era realmente
multidimensional.
Al continuar su recorrido tan largo, como a
cinco mil quinientos años-luz, la princesa encontró
a la Nebulosa Omega, una cuna estelar esculpida
con soplos de radiación y formas ondulantes de
gas frío denso que brillaba intensamente,
iluminado por las estrellas recién nacidas.
Aureolas de colores brillantes se remolinaban y
envolvían las estrellas más crecidas. ¡Era una
visión mágica inolvidable!
En su infinita jornada, Da’Lau atravesó otros
sistemas solares repletos con planetas esponjados
y extrañas lunas, tan diferentes a los nuestros.
Había planetas vaporoso con interminables mares
y diminutos orbes rocosos, polvorientos y gris.
Ella vio impresionantes mundos de belleza
inquietante.
—¿Serán esos planetas como nuestra Tierra?
— La princesa se preguntaba.
—¿Hay vida en esos mundos semejante a la
nuestra?—Desde esa región en el espacio ella no
podía verificarlo.
Desconcertada, ella vio sistemas dobles de la
estrella y planetas gigantes alrededor de esos
soles, y le pareció interesante un tambaleante
planeta girando violentamente sobre su eje de giro.
Completamente asombrada, ella descubrió también
hermosos planetas masivos que residen en
sistemas múltiples de estrellas. ¡Qué vista tan
peculiar! Ella nunca podría haber imaginado la
existencia de un planeta con que tuviese varias
madres estrellas.
Siguió su cósmica travesía, encantada al ver
nubes de polvo arremolinadas y encendidas con la
luz de estrellas a punto de nacer. La princesa
estaba ante las Montañas de la Creación en una
región de la galaxia como a siete mil años luz de
la Tierra. Da’Lau lloraba en éxtasis, ya que nunca
había visto tal esplendor. Y al seguir su curso a
través del cosmos tan vasto, sus lágrimas se
esparcían por las brisas celestiales formando más
astros brillantes para guiar su jornada.
Da’Lau atravesaba el espacio profundo
utilizando deformaciones del espacio-tiempo,
agujeros de gusano, energía oscura, e invisibles
caminos interestelares curvos cerrados para seguir
su destino. La princesa había encontrado una
manera de interactuar con el espacio-tiempo para
atravesar el infinito cosmos.
Dejando atrás la Vía Láctea, Da’Lau cruzó
nebulosas, cúmulos coloridos de gases
interestelares de belleza sublime. Desde esa
posición, Da’Lau le echó un vistazo fugaz a su
galaxia hogar, majestuosa y esplendorosa con
millones de estrellas en el centro y senderos
espirales de gases y polvo hoscos donde nuevas
estrellas se formaban, radiando en contra de la
materia oscura. Era una vista tan hermosa que la
exaltada princesa lloraba y sonreía.
—Solo iré un poco más lejos—se dijo a sí
misma, curiosa al descubrir que muchas más
agrupaciones de millones de estrellas existían en
todas direcciones.
Al aproximarse a Andrómeda, la galaxia
arremolinada gigante magnifica la saludó de frente,
moviéndose en un curso de colisión con Wakah
Chan. Pero Da’Lau no se detuvo. Continuó su
búsqueda espiritual y siguió su recorrido por la
negrura de la inmensidad, viendo galaxias
irregulares emitiendo luz cegadora y cúmulos de
luces que parecían como enjambres de
luciérnagas. Unas estrellas esparcidas brillaban
como diamantes aunque parecían estar muy frías.
Da’Lau contempló estrellas naciendo en ciclones
de gas y polvo, y otras muriendo con explosiones
espectaculares que iluminaban la tenebrosidad del
cosmos.
Lejos en la distancia la princesa vio una
escena muy escalofriante. No estaba
suficientemente próxima para a estar en peligro.
Pero acercas para ser testigo y poder ver un
gigantesco planeta rojizo cayendo repentinamente
en un abismo negro, una región del espacio
demasiado oscuro para percibir su verdadera
profundidad. Todo lo que Da'Lau podía hacer era
ver, impotente, horrorizada y a la vez encantada,
presenciando el evento que se desarrollaba más
allá de su alcance. El planeta marrón rápidamente
desapareció de la vista, tragado por el negro
espacio profundo.
En los brazos arqueados de una galaxia
lejana, Da’Lau divisó una nube espectacular,
esculpida por la acción de vientos cósmicos y
radiación incandescente de astros monstruosos que
habitaban lo que parecía ser un infierno. Una
estrella que parecía a punto de estallar estaba
rodeada por dos lóbulos ondulantes, mientras una
ráfaga de viento estelar parecía extenderse como
un huracán. El espacio temblaba a su alrededor,
ondas de energía parecían contraer y expandir el
hueco infinito. En ese instante el caos y el orden se
entrelazaban misteriosamente.
Hechizada por los relámpagos gigantes, y las
explosiones cósmicas proviniendo de los objetos
refulgentes llamados quásares, Da’Lau fue testigo
de una galaxia saqueando otro grupo de estrellas,
como un ladrón en la noche; se impresionó viendo
galaxias fugándose unas de las otras, aceleradas
por una fuerza misteriosa que nadie entiende pero
que causa que el Universo se expanda. En las
regiones más distantes del espacio, la princesa se
estremeció al presenciar una explosión titánica—
un estallido fúlgido de energía que parecía tener su
origen en una galaxia muy lejana. El vacío del
espacio había aislado el rugido de la explosión
cósmica. Solo duró unos momentos, pero la
luminiscencia permanecía, iluminando el viaje
trascendental de la princesa.
Y cuando la princesa maya fue más adentro
de la brillante nébula, volando hacia el magnífico
corazón del cosmos, la brisa celestial murmuraba
suavemente: “Kuxan Suum, Kuxan Suum!”
Al llegar al centro del universo,
inmediatamente Da’Lau sintió los enérgicos
vientos de un agujero negro supermasivo que
soplaba un torrente de energía hacia afuera en
todas direcciones, y repentinamente ella sintió una
oleada de tranquilidad, un sosiego hermosísimo y
deleitable fluyendo por todo su cuerpo virginal.
Los misterios del cosmos se revelaban ante
sus ojos. Viajando tan lejos hacia los límites del
cosmos, Da’Lau tuvo una visión del paraíso
cuando su alma brincó a otra dimensión. Fue
transportada a una región etérea de luz y allí
encontró la cara de un ser divino, el Dios de todo.
Da’Lau contempló el Creador Inmortal en la
belleza exquisita del Universo.

*****

Mientras tanto en el palacio, al amanecer, los


guardias imperiales sonaron los cuernos de concha
cuando el alarmado rey descubrió que su hija
amada no estaba en sus aposentos. En la urna
sagrada los vigías encontraron su quemado
penacho entre las cenizas, y vieron como la
vestimenta y joyas de la princesa ardían
lentamente en el hollín negro. Entre los restos que
quedaban el padre encontró los tesoros de su
niñez, las semillas de corales sagradas y las gemas
pequeñísimas que la infanta llevaba en un saquito
de cuero atado a su cintura.
Afligido con preocupación, el monarca
ordenó que cada súbdito en el reino maya, jóvenes
y ancianos, buscaran a Da’Lau. La gente se
movilizó y cada uno de ellos escudriñaron todos
los rincones del palacio, los jardines, y las
cámaras de los templos sagrados, pero nadie la
pudo encontrar.
El rey estaba desolado. Lloró lágrimas
amargas, ya que sabía que él era culpable por la
desaparición de la princesa. Él no supo cómo
protegerla del rechazo de su propia gente; él, como
todos, no había comprendido ni valorado el ser
único que ella era. Durante su infancia, el
soberano maya había descartado el deseo de su
hija de aprender para descubrir verdades que
trascienden la vida misma. Más tarde, enojado por
sus indagaciones escolares, el padre la había
encerrado en el palacio. Él había considerado a
Da’Lau como si fuese una joya preciosa que
canjearía para expandir su monarquía. Pero ahora
el señor se arrepentía y empezó a ver a su hija
como era, un ser humano que nació para buscar
conocimiento. Pero en ese momento, el padre no
podía imaginarse el verdadero destino de Da’Lau.
Abrumado con melancolía y pena el rey
meditaba. Después de una vigilia desesperada,
ordenó a sus guardias imperiales que proclamaran
una fuerte recompensa para aquel que encontrara a
la princesa. El monarca ofreció mil piezas de oro
y un cofre lleno de jade, obsidiana, turquesas y
otras joyas exquisitas de valor inconmensurable a
quien trajera a Da’Lau a su hogar.
Príncipes y nobles caballeros vinieron de
otros reinos y de tierras lejanas para buscar a la
princesa. Para ellos la recompensa era tentadora y
más porque sabían que la doncella podría ser
ofrecida como su esposa. Ignorando su
inteligencia, los príncipes que la habían visto
anteriormente se habían encantado con el cabello
negro de Da’Lau, que tenía el lustre de obsidiana.
Sus ojos oscuros habían penetrado sus almas con
esa mirada profunda de ella que no podían olvidar.
Pero ni uno de ellos sabía en realidad dónde
estaba. Después de pesquisas infructuosas todos se
rindieron, la consideraron perdida, y abandonaron
la búsqueda.
Al mismo tiempo, el rey había acudido al
sabio del reino, el astrónomo que pasaba día y
noche en la cámara más alta de la pirámide mayor,
observando y anotando los movimientos complejos
de los cuerpos celestes. Yaxk’in, era su nombre, le
había enseñado a la pequeña princesa las
constelaciones en el cielo. Habiendo sido su
maestro él sabía de la añoranza y el pensamiento
profundo de la pupila real, ya que las leyendas no
eran suficientes para saciar su sed por
conocimiento.
El astrónomo había comprendido que desde
la primera hora que abrió sus ojos a los encantos
del cielo azul por encima de ella, la princesa
desarrolló una afinidad íntima con el universo. Al
verla crecer, Yaxk’in se había cautivado por la
mente fina y el intelecto de la joven, comparable al
suyo y al de los grandes filósofos y los estudiosos
de la sabiduría antigua. Le enseñó matemáticas
para que ella pudiese combinarlas con sus
observaciones del cielo y pudiese entender el
movimiento de los astros.
El padre acongojado había acorrido a él
rogándole.
—Gran observador del cielo, ¿puedes
encontrar a mi hija amada? ¡Los dioses han de
habérsela llevado a las entrañas de las tinieblas!
Pero el astrónomo lo dudaba.
—Los dioses no se llevaron a la princesa,
¡los mortales lo hicieron!—Yaxk’in exclamó sin
contener su ira.
Y aún sin el ruego del monarca, el maestro
estaba determinado a encontrar a su pupila.
Esa tarde, después que todas las búsquedas
habían resultado infructuosas y el rey se había
resignado a la pérdida de su hija, el astrónomo
maya dejó su observatorio y se sentó bajo la ceiba,
allí en el mismo lugar debajo del árbol favorito de
la princesa donde ella acostumbraba a leer.
— ¿Dónde se la llevaron?—se decía el buen
astrónomo a sí mismo— ¡Iría al fin del mundo para
rescatarla si ella estuviese allí!
En una rama cercana se encontraba K’uk’, el
mismo quetzal que conversaba con la princesa
cada mañana. Después de escuchar por un rato el
pájaro mágico sintió lástima y le dijo.
— Nuestra princesa amada ha volado muy
lejos. ¡La encontrarás entre las estrellas!
— ¿Cómo voy a encontrarla en el cosmos tan
inmenso?— Yaxk’in replicó, ya que comprendía la
imposibilidad de tal misión.
Pero el ave resplandeciente había
desaparecido, dejando al perplejo astrónomo con
sus lamentos. Contempló la idea de una jornada
cósmica, que no parecía viable y era
definitivamente imposible, pero su deseo por
encontrar a la princesa y su creencia en un poder
más allá de la comprensión humana le dio sustento.
Al caer el Sol bajo el horizonte y cuando las
primeras lucecitas aparecieron en el firmamento,
Yaxk’in regresó al observatorio para buscar guía
de Hunab Ku, el dios creador supremo. Después
de meditar, el astrónomo proclamó, elevando sus
ojos al cielo:

“Si pudiese viajar muy rápido


A la velocidad de la luz,
Mi cuerpo no sería,
Pero mi alma
Y lo que siento
Volaría a ella
Y nunca la dejaría.”

Al pronunciar las últimas palabras, Yaxk’in


notó una bola de fuego abriéndose paso por el
cielo oscuro con un esplendor que eclipsaba a
todas las estrellas. Con su cola larga y curva de
luz difusa el objeto brillante parecía precipitarse
hacia el horizonte, reflejándose en el agua del mar
tranquilo. Era un cometa como ninguno que él
había observado antes y se preguntó si era un signo
de los dioses. Observó el cometa en el firmamento
hasta que su cuerpo se desplomó cansado y
soñoliento.
Temprano la siguiente mañana, mucho antes
de que la primera luz del alba apareciera en el
horizonte, el astrónomo maya abrió sus ojos
después de un ensueño agitado y descubrió que
tenía alas, largas y emplumadas que le permitirían
volar como un pájaro de fuego. Sin perder un
momento, Yaxk’in se elevó al cielo en busca de
Da’Lau.
Y así como la princesa, el sabio pasó sobre
la Luna y voló lejos del Sol pulsante, porque sus
llamas solares abrasadoras daban latigazos con
energía torrencial. Avanzó muy lejos, pasando en
su ruta por los planetas gigantes pero no se detuvo,
ya que el quetzal mágico le había dicho que la
princesa iba rumbo a las estrellas y había volado
muy lejos dejando atrás muchos soles.
Al dejar el reino de los planetas que circulan
alrededor de nuestro Sol, y al encontrarse en la
oscuridad del espacio profundo, Yaxk’in vio que
el cielo estaba lleno de millones de otros soles,
cada uno envuelto en vientos celestiales con
reflejos chispeantes de belleza exquisita.
Reconoció estrellas azules grandes y estrellas
rojas más pequeñas esparcidas en todas
direcciones. Destellos de colores deslumbrantes
iluminaban el vacío.
El sabio astrónomo descubrió muchas
reliquias estelares en la Vía Láctea, nebulosas
planetarias de estructura caótica con enanas
blancas en el centro y velos de polvo formando
mechas oscuras que salían de los globos
incandescentes. En otras regiones vio rojos
nubarrones como rubís, otros azules de color como
zafiros, y otra nébulas de muchos colores adornada
con orillas cobrizas. Las nubes extraterrestres se
movían rápidamente, impulsadas por una extraña
energía muy poderosa. Las aureolas de colores
ardientes le cegaban con su esplendor.
El panorama ante sus ojos era magnífico,
pero su corazón estaba atemorizado. Yaxk’in le
había relatado a la princesa las historias antiguas
del origen del cosmos, y cuando era pequeña la
había entretenido con leyendas de dioses que
residían entre los brillantes astros. Pero la
realidad enfrente de él no era como se creía ni
como él se la había imaginado. El astrónomo
estaba pasmado al descubrir cientos de galaxias
que poblaban el cielo, moviéndose apartándose
una de otra a grande velocidades. Y aunque
trataba, no podía distinguir el fin del cielo.
Estupefacto, Yaxk’in descubrió en un instante que
¡infinito era realmente en cada dirección!
Cuando su valor disminuía, un rayo de luz
muy lejano le llamó con un pulso periódico, como
si fuese un faro en el océano cósmico
prometiéndole refugio. La luz extraordinaria le
radiaba directamente a su corazón. Con esperanza
renovada, Yaxk’in continuó su viaje de búsqueda,
arrullado por el murmullo galáctico.
Y como Da’Lau, el astrónomo pasó muchas
galaxias, cada una con millones y millones de
estrellas. Y como ella, él descubrió que los astros
nacen y luego mueren, así como los humanos.
Reconoció planetas moviéndose alrededor de
estrellas rojas y se aturdió al ver supernovas, esas
explosiones coloridas que ocurren cuando los
astros masivos agotan su combustible, se
desploman y fallecen. Hipnotizado, Yaxk’in vio
geiser de colores escupiendo gases de los
corazones de estrellas activas. Vórtices
desenfrenados de gas y poderosas corrientes de
materia invisible lo sacudían.
Yaxk’in cruzó otras nebulosas espectaculares
que parecían divididas en partes por líneas
obscurecidas y filamentos largos hechos de gases
luminosos. Entre el polvo natal de las nubes
incandescentes él presenció el nacimiento de
estrellas. Yaxk’in sonrió tiernamente al ver una
estrellita recién nacida envuelta en su capullo de
gases escarlata. En otras regiones del espacio,
unos astros parecían estar esparcidos al azar como
si fuesen joyas desechadas en el abismo cósmico
que existe entre las galaxias.
Después de viajar a velocidades más alta que
la luz a través de atajos y túneles de acceso
directo que lo llevaron muy lejos, Yaxk’in
descubrió una banda de luces refulgentes, como
una vía divina salpicada con diamantes
destellantes. El astrónomo se preguntaba qué era, y
el viento celestial le murmuró al oído: “Es un
camino que conduce al centro del Universo,
¡síguelo!”
Estaba azorado, ya que no sabía si este
sendero sinuoso en el cielo lo conduciría a la
princesa.
Pero la belleza gloriosa de las estrellas le
recordaban sus ojos inteligentes, y él sabía en su
corazón que Da’Lau debería haber deambulado
por esa avenida etérea tan hermosa, enlosada con
millones de estrellas de muchos colores. Yaxk’in
percibió en la distancia cósmica enfrente de ese
pasaje el glorioso esplendor de la luz eterna que le
llamaba.

***

Nunca se supo si el astrónomo encontró a la


princesa. Pero si ambos viajaron por el mismo
sendero incorpóreo y se encontraron finalmente en
el centro del cosmos, sería imposible que ellos
regresaran a su reino. Ya que, como sabrás, en el
centro del universo hay un agujero negro
infinitamente grande y masivo. Si uno cruza su
límite interior, lo que se conoce ahora como el
horizonte de sucesos, uno se quedaría atrapado allí
y le sería imposible escapar, ¡aún viajando a la
velocidad de la luz!
Desde esa noche, cuando la princesa se
convirtió en una de las estrellas, el camino en el
cielo que conduce al centro del universo se hizo
conocido en el mundo maya como Kuxan Suum.
Y ahora ya sabes la historia de la princesa
Da’Lau, quien vivirá para siempre como polvo
estelar y como luz cósmica atravesando nuestro
universo infinito ...

*******
4
Reina Dido y sus Círculos Dorados

La historia que voy a contarles sucedió hace


un largo tiempo, cuando una chica gobernaba un
imperio que ella misma construyó con su
conocimiento de principios matemáticos.
Su nombre era Dido. Era la hija de un rey
benevolente, amado por sus súbditos en una ciudad
a la orilla oriental del mar Mediterráneo.
Extendiéndose en hectáreas de terreno pedregoso,
el majestuoso palacio estaba sobre un acantilado
con vistas al mar. La casa real había sido diseñada
con espléndidos salones de tronos, amplias salas y
habitaciones amuebladas con divanes suntuosos y
pisos de mosaico cubiertos con alfombras y
almohadas de seda. La casa real estaba construida
con pasillos y corredores que conducían a jardines
abiertos al cielo azul. Una gran terraza conectaba
con una escalera natural construida por las rocas
salientes que Dido tomaba para ir a la playa, la
cual era su patio de juegos.
En ese paraíso, la princesa creció saboreando
la brisa salada del mar, corriendo descalza y
dejando sus pequeñas etéreas huellas sobre la
arena blanca nacarada. La niña dormía arrullada
por las mareas del océano, confortada por las
melodías de las olas acariciando la ribera y
salpicando contra la costa acantilada.
A Dido le gustaba la geometría. Desde su
infancia, ella dibujaba círculos perfectamente
redondos, fascinada por su simetría. También
dibujaba triángulos y cuadrados y muchas formas
extrañas que ella inventaba. Su hermano mayor
Bardiya le hacía bromas desagradables,
burlándose de su inusual tranquilidad y sus
peculiares dibujos. Pero las burlas terminaron
cuando Bardiya creció y se fue, liderando ejércitos
de soldados para conquistar nuevas tierras, ya que
su hermano estaba hambriento de poder y amasar
más riqueza.
Dido no era bonita como la mayoría de la
gente se imagina que una princesa debe de ser. Sin
embargo, ella era hermosa en muchas otras
maneras: Dido era inteligente, estudiosa y
bondadosa y poseía un corazón puro. Todos en el
reino la amaban por eso.
Dido se peinaba su brillante pelo de color
canela en una trenza espesa sujetada por un peine
incrustado con nácar que hacia juego con la
reluciente perla en su collar de plata. El ser una
princesa, ella podría ataviarse con la ropa más
lujosa, pero Dido prefería vestirse en un sencillo
sherwal color púrpura, pantalones anchos de
algodón que eran muy cómodos, atados a la cintura
por una fajilla. Cada día la princesa se cubría su
cabeza con un tantour de seda, pero para ocasiones
especiales ella se envolvía con un velo blanco de
muselina muy fino, sostenido por un tarboush
ornamentado en la corona por un medallón de
plata. El color blanco le lucia muy bien con su tez
bronceada.
Tan pronto como pudo, Dido comenzó a
estudiar seriamente. Ella quería saber cómo
relacionar los números con las formas que ella
dibujaba y quería entender los círculos que
bailaban en su cabeza. Era costumbre en aquellos
tiempos que los filósofos dieran lecciones
publicas en los escalones de la gran biblioteca de
la ciudad, impartiendo todo tipo de conocimientos.
Niños, hombres y mujeres de todas las edades se
congregaban alrededor de los eruditos, escuchando
calladamente su inteligente discurso.
Cuando Dido tenía diez años, un sabio vino a
dar conferencias sobre aritmética y geometría.
Estos fueron los temas que ella quería aprender
más que nada. Las primeras lecciones eran fáciles,
definiendo todo lo que la princesa dibujaba:
líneas, superficies, ángulos y por supuesto
círculos. El maestro escribía con carbón de leña
en losas blancas y dibujaba figuras en la calle
polvorienta para hacer sentido de los conceptos
geométricos que él presentaba. Daba conferencias
sobre postulados, proposiciones y teoremas y les
presentó pruebas matemáticas. Esto animó a la
princesa para estudiar mucho más.
Muchos estudiantes perdieron interés cuando
las pruebas de los teoremas eran muy difíciles,
pero no Dido. Ella estaba cautivada desde la
primera lección y se convirtió en la alumna más
persistente. Su posesión más preciada era un
pergamino donde ella encontró fórmulas
geométricas especiales compiladas por geómetras
de la antigüedad.
La princesa veía geometría en todas partes,
en el arte, en la arquitectura, y la percibía en la
naturaleza y en el espacio alrededor. Hipnotizada,
ella veía las gotas de lluvia cayendo sobre un
estanque en su jardín produciendo círculos
perfectos que se expandían hasta que chocaban con
círculos hechos por otras gotas de lluvia.
Dido estudiaba todos los días en su terraza
con vistas a la playa bañada por el sol.
contemplando las azules aguas la chica imaginaba
que cada ola era una curva especial conectada a
innumerables otras, intangibles curvas rizadas que
se rompían, cambiaban y desaparecían con los
ritmos del mar. Cuando el sol se ponía sobre el
horizonte, la princesa admiraba la preciosa bola
de fuego que aparecía tan redonda como los
círculos que ella dibujaba.
Para Dido el círculo se convirtió en no sólo
una figura plana que ella bosquejaba, o la forma de
las pulseras en sus brazos, sino una curva cerrada
con un significado matemático. La definición
geométrica le parecía a ella como un poema de
amor. Un círculo es una figura contenida por una
línea tal que todas las líneas rectas que caen
sobre ella desde un punto entre las que yacen
dentro de la figura igualan una con la otra.
El círculo, Dido pensaba, tiene la forma más
perfecta. Si alguien le preguntaría por qué le
gustaba tanto, la chica le respondería que el
círculo es un símbolo de la divina simetría y el
equilibrio en la naturaleza. Para ella el círculo
representaba infinito, una interminable línea curva
sin principio y sin fin.
Una tarde, contemplando las azules aguas de
la mar que se extiende hasta converger con el
cielo, una revelación sorprendente se abrió ante
ella.
— ¡La tierra es una esfera!
— Por supuesto, he observado barcos
navegando hacia afuera sobre el horizonte y
también he visto otros de retorno cruzando el
horizonte —Dido concluyó.
— Sin duda, ¡el horizonte circular es el borde
de una tierra esférica!
Esa era una revelación divina, en efecto.
Dido aprendió a calcular las áreas de todo
tipo de formas geométricas. El maestro
amonestaba a los estudiantes:
— No confundan área con perímetro, para
que no sean engañados al comprar una parcela de
tierra.
Les dio como ejemplo dos rectángulos, uno
con lados 4, 4, 4 y 4 y el otro con lados 2, 2, 6 y 6.
Entonces probó a los estudiantes:
— ¿Cual rectángulo tiene mayor área?
La respuesta, Dido sabía, era que los dos
rectángulos tenían el mismo perímetro, pero el
primer rectángulo tenía un área más grande.
Cuando aprendió que los círculos son entre
sí como los cuadrados de sus diámetros, ella
comenzó a pensar como un auténtico geómetra.
Ella concibió una forma de calcular el área
encerrada por un círculo, sabiendo que el cociente
de la circunferencia de un círculo a su diámetro
siempre da un número constante.
— No importa que grande o que pequeño es
un círculo —ella concluyó— definimos este
cociente por el mismo número constante, que se
llama Pi.
Dido aprendió que Pi es igual a un número un
poco mayor que 3 pero mucho menor que 4. Nadie
sabía su valor exacto, no incluso los maestros más
sabios. La princesa susurraba:
— ¡Pi es un número misterioso y divino!
Dido aprendió los teoremas de la geometría
que, un día, se convertiría en su salvación. Dido
no lo sabía entonces pero gloria eterna sería para
ella al aplicar una aserción geométrica que
aprendió un verano. Ese conocimiento la haría
inmortal, y su historia sería contada por miles de
años.
Pero en ese momento, ella no lo sabía. El
mundo de la chica era tan amplio como su
pensamiento y puro y sereno como su espíritu.
Dido nunca hubiera imaginado que un día ella
tendría que huir de su patria para salvar su vida.
Su hermano Bardiya había crecido más hostil
no sólo con ella sino también con todos a su
alrededor, y su crueldad y lujuria no tenían límites.
El codicioso Bardiya quería toda la riqueza y el
poder para sí mismo y luchaba con todo aquel que
se interponía en su camino. En una guerra con
Kardal, un gobernante tirano conocido por su
crueldad, Bardiya le ofreció Dido a cambio de una
tregua. Cuando su padre el rey se enteró de ese
pacto malvado, se opuso con vehemencia. Padre e
hijo riñeron ferozmente. Sintiéndose subyugado y
deseoso de mostrar su poder a Kardal, el hermano
conspiró para deshacerse de su padre.
Una noche trágica, Dido se despertó
horrorizada. Ella oyó un grito penetrante y corrió a
la habitación de su padre, pero ya era demasiado
tarde; ¡el buen rey había sido sacrificado! Dido
cayó de rodillas y besó la mano sin vida de su
padre. Su madre llegó, se arrodilló junto a ella y
las dos lloraron y rezaron junto al cuerpo
sangriento de su ser querido. La princesa consoló
a su madre y lloró con ella, casi segura que el
asesino era su hermano. Ahora Bardiya tomaría el
control total del reino.
El día que ella cumplió quince años, Bardiya
anunció que Dido se casaría con Kardal, el cruel
gobernante a quien él se la había vendido. Atónita,
la princesa miró a su madre la reina y por su gesto
resignado se dio cuenta que era cierto. Dido
tendría que casarse con un hombre que no conocía,
un despiadado hombre temido por todos. La chica
estaba angustiada; ella suplicó, rogó e intentó
razonar con ambos, pero la reina, su propia madre,
le dijo que ese era su destino, como ella y a la
madre antes que ella.
— Tu deber es obedecer, mi hija —dijo la
reina en un susurro. Debes de casarse con Kardal,
por el bien de nuestra familia.
Dido no podía entenderlo. Ella siempre había
pensado que se convertiría en una sacerdotisa.
Dido quería dedicar su vida a enseñar a otros todo
lo que estaba aprendiendo de los libros de la
antigüedad y de los maestros sabios. La princesa
virginal nunca se había imaginado que su hermano
la intercambiaría por una fortuna. Ella tendría que
luchar contra ese destino. Dido sabía bien que
Bardiya le mataría si ella lo desobedeciera.
En los siguientes días, Dido contemplaba
todas las opciones, desde huir, buscar refugio en el
templo, y hasta poner fin a su vida. Vio Kardal una
vez, brevemente. Él era viejo, más de dos veces su
edad, sus ojos eran fríos, y su presencia era
amenazante. Kardal había venido para finalizar el
mahr, el cual su hermano tomó con una sonrisa
avara. Mientras bebían té caliente los dos hombres
discutieron cómo dividirían las tierras
conquistadas.
Cuando Kardal se marchó, Dido le juró a su
hermano que ella moriría antes de casarse con ese
hombre. Bardiya la abofeteó muy duro, lanzando a
la chica al piso, gritando airadamente que ella
traía vergüenza a él y al reino con tal insolencia.
Nadie vino a defender a la princesa, temiendo a
Bardiya por su temperamento violento. Pero Dido
se puso de pie valientemente delante de su
hermano, sosteniendo su mirada, sin percatarse del
hilito de sangre que corría de su labios. Sus
mejillas estaban rojas e hinchadas, pero sus ojos
negros brillaban llenos de desafío. Sabiendo que
Dido era capaz de llevar a cabo sus amenazas,
Bardiya la encerró en su habitación, asignando dos
hombres para guardar la puerta.
Después de llorar en silencio, Dido limpió
sus lágrimas y comenzó a planear su escape. A la
medianoche su criada vino con pan y té caliente, y
se sentó a sus pies, cantándole tiernamente para
consolar a la princesa. Dido vio en la cara de la
joven su devoción sincera y sabía que podía
confiar en ella. Sin decir una palabra le dio un
pedazo de pergamino perfectamente doblado y le
pidió a la sirvienta que lo entregara a su maestro
en el templo.
La noticia del tormento de Dido se esparció
por la ciudad todavía envuelta en la oscuridad de
la noche y muchas personas se reunieron en el
templo, dispuestas a defenderle. Por la madrugada,
un grupo de sus seguidores leales se había reunido
en secreto, conspirando para asaltar el palacio y
liberar a la princesa de su prisión. Sabían que ella
tendría que salir de la ciudad para ser libre de la
sujeción tiránica de su hermano, pero ¿cómo?
¿Cómo podrían enfrentarse al nuevo y poderoso
rey Bardiya? Sus soldados eran feroces y tenían
órdenes de matar a quien intentara ayudar a su
hermana.
Mientras tanto, en su habitación, Dido había
estudiado su situación. Aunque pudiese abrir la
puerta, ella no podría dominar los guardias
armados. Al reclinarse en su diván, pensando en
opciones para un escape seguro, la chica
descubrió los lucernarios en la pared orientada al
norte, las aberturas redondas que traían luz a su
habitación.
— ¡Eso es lo que necesito!
Dido sonrió animada por las perspectivas que
esas ventanillas presentaban para escapar. Ella
estimó el diámetro de la abertura en la pared
superior. Era estrecho, pero tenía que intentar
cruzarlo.
Sin perder el tiempo, ella apiló varios
otomanos y amarró sus bufandas largas sobre las
vigas inferiores para ayudar a levantarse,
ascendiendo hasta llegar a un tragaluz. Era
pequeño, pero después de algún esfuerzo, su
cuerpo delgado pudo pasar a través de la abertura
redonda. Ajena a los dolorosos arañazos en los
brazos y las rodillas que sufría, la princesa se
deslizó sobre el techo de su palacio. De allí corrió
hasta que encontró una manera de saltar de una
cerca de piedra, aterrizando sobre la calle que
conducía al templo. Mientras ella corría, su velo
volaba con la brisa del viento, revoloteando como
si fuese un pájaro libre.
Sin aliento, Dido llegó al santuario y encontró
a su maestro, su doncella y muchos de sus súbditos
leales esperando para huir con ella en la nave
marítima de su padre que ella había autorizado
para que estuviera lista en el astillero del sur.
Rápidamente embarcaron, y su capitán levantó las
velas, dejando el puerto con más de cuarenta
personas a bordo. La embarcación marina de Dido
se movió ágilmente, ayudada por vientos
favorables y remeros musculares, su bauprés
tallada apuntando hacia un destino desconocido. A
mediodía, cuando su hermano descubrió que no
estaba en su habitación, la princesa estaba
demasiado lejos para que él la atrapara. Bardiya
airadamente renunció a perseguir a su hermana.
Dido y su gente navegaron día y noche a
través de las aguas a veces tranquilas y luego
tempestuosas del mar Mediterráneo. Una noche,
mientras contempla el cielo la princesa vio una
nueva estrella brillando. Algo se movió en su
corazón e interpretó el rayo celestial como un
signo auspicioso, como una llamada a casa. Al
amanecer, su capitán avistó una costa exuberante y
la chica se sintió eufórica. El mismo día su barco
entró en la bahía donde la tierra que se convertiría
en su destino final se curvaba hacia adentro. Al
desembarcar, un soberano local y su séquito
saludaron a la joven princesa y les dieron un
banquete de bienvenida. Casi de inmediato, Dido
le pidió al rey que le vendiera un pedazo de tierra
con vistas al mar. Ella quería construir una gran
ciudad para que su gente fiel prosperara y fuera
feliz, libre de la tiranía.
Dido propuso comprar tanta tierra como
pudiera yacer dentro de los límites de la piel de un
toro. El rey se echó a reír al oír esa declaración,
pensando que una parcela en tal manera encerrada
sería muy pequeña. Pero él no sabía que Dido era
una joven erudita.
La princesa dirigió sus siervos a cortar la
piel del toro en muchas tiras muy delgaditas y
atarlas una a otra para formar una cuerda muy
larga. Después les ordenó que ataran la larga
cuerda a una estaca fija firmemente en el suelo a la
orilla frente a la bahía del este. Para asegurar un
límite perfectamente circular de su parcela de
tierra, ella mandó a su capitán que sujetara el
extremo libre de la larga cuerda de cuero atada a
la estaca y que caminara alrededor, manteniendo la
cuerda tensa (que era la mitad del diámetro del
círculo). Entonces los siervos pusieron la cuerda
sobre las huellas del capitán que quedaron en el
suelo polvoriento, formando un semicírculo.
Inteligentemente, Dido había marcado el
perímetro del semicírculo con la piel de toro, la
orilla del mar sirviendo como límite, ya que sabía
que entre todas las planas regiones con un
perímetro dado, el círculo encierra el mayor área.
De esa manera, la princesa adquirió una parcela
de área más grande que el rey había pensado
posible.
En esta hermosa costa, con vistas a las aguas
azules del mar Mediterráneo, Dido fundó Cartago,
una gran ciudad donde ella gobernó como reina.
Construida con columnas altísimas, Cartago era
adornada con imponentes arcos, templos y
edificios de piedra arenisca sobre sus calles
empedradas. A su mando, el arquitecto real diseñó
cada estructura guiado por las proporciones
geométricas de belleza y potencia. Una magnífica
columnata alineaba la avenida principal, y se
transportaba el agua para beber a través de un
acueducto formidable. Los vasallos orgullosos de
Dido prosperaron en esta impresionante
metrópolis. Comerciantes que llegaban desde
lejanas tierras podían ver desde lejos el puerto
opulento y podían fácilmente discernir el
esplendor de Cartago. El puerto estaba repleto con
barcos cargados de mercancías y riquezas, listos
para el comercio. La reina compró de ellos
valiosos pergaminos para construir una gran
biblioteca para continuar la tradición de erudición
que había aprendido en casa.
En la colina que dominaba las aguas azules
del mar Mediterráneo, Dido había construido un
templo de meditación con una amplia terraza y
coronado con una cúpula blanca de majestuosa
belleza que resplandecía con la luz del sol y
brillaba bajo la luz de la luna. Columnas de
mármol blanco servían de apoyo al edificio
circular. El templo se convirtió en el santuario de
Dido donde iba a menudo para descansar y
meditar, serenada por el rumor del mar. Una
hoguera en la cima de la colina que servía de faro
estaba encendida todas las noches para guiar las
naves marítimas al puerto de Cartago. En este
paradisíaco lugar, el gobierno de Dido como reina
se desarrollaba pacíficamente.
¡Ay! Tragedia nunca estaba muy lejos de
Dido. Una noche tormentosa sus alarmados
asistentes la despertaron. Un buque extranjero
había naufragado y su tripulación estaba esparcida
por la costa. Unos hombres habían muerto y otros
yacían heridos en la playa cerca de su palacio. La
reina ordenó a su pueblo a prestarles ayuda, y
Dido corrió para asistir en el rescate de los
sobrevivientes.
Llevaron a los heridos al templo de
meditación. Allí la reina puso un suntuoso diván
tapizado con cubiertas gruesas de seda para
atender a un apuesto forastero que parecía estar al
borde de la muerte. Dido limpió sus heridas y lo
cuidó tiernamente, sin saber que era el capitán de
la nave destruida. Su nombre y origen no son
importantes ahora. Lo importante para nuestra
historia es lo que le pasó a Dido después de que se
encontraron.
Al paso de los días, la reina virginal se
enamoró del expatriado. Ella pasaba horas a su
lado, aplicándole pociones especiales en sus
heridas, ayudándole a beber infusiones, viendo que
le alimentaran con comidas especiales para
restaurar su salud. Esta devoción tocaba al
extranjero. Cuando él recuperó su fuerza, su cariño
creció un poco más por la reina. Su presencia
silenciosa pero poderosa levantaba su espíritu. Se
sintió atraído por su belleza etérea, su dulce voz y
su tez bronceada. Con cariñosas manos ella había
curado sus heridas, y podía ver que el corazón de
Dido había crecido un afecto por él que era más
grande que el cielo azul sobre su bella ciudad.
Tristemente, el capitán no sentía lo mismo. Sí, él
admiraba a Dido por su inmensa inteligencia, pero
él no podía relacionarse con su conocimiento y
amor por las matemáticas.
Este guerrero errante, incluso en medio de la
fiebre que sacudía su cuerpo magullado, exhibía
rastros de ambiciones mundanas. El hombre de
lejos agradeció a la reina por salvarle su vida
pero él no podía amarla. Con su fuerza física
totalmente restaurada, él estaba listo para irse.
Cegado por los sentimientos en su corazón puro,
Dido no podía ver que él no era para ella. Dido le
rogó, cayó de rodillas y le ofreció su vida, su
reino, ¡todo! Eso no era suficiente para saciar su
sed para conquistar nuevas tierras.
El capitán reparó su nave marina, reunió a su
tripulación y partió sin siquiera una mirada a
Dido, que lloraba tristemente. Desde su terraza
real ella tuvo un vistazo de las blancas velas
ondulantes y los remos largos, propulsando la nave
que llevaba a su amado. Ella corrió a la playa
llamando a su nombre, esperando que él regresara
a ella. Por encima de su cabeza, las gaviotas
gemían, gritando sus llamamientos al mar abierto,
pero ella no oía esos sonidos estridentes. Cuando
la nave se perdió en la distancia, la joven reina
dibujó dos círculos superpuestos en la húmeda
arena. Tan pronto como los terminó, el apacible
mar besó la playa y borró los círculos y sus
pequeñas huellas como si quisiera decirle, aunque
era evidente, que este amor no estaba destinado a
ser.
Los dioses poderosos volvieron sus ojos
lejos de Cartago, demasiado avergonzados al ver
las tristes lágrimas derramada por la reina
virginal. Eran impotentes para cambiar su destino.
Y nadie, ni los dioses ni sus súbditos podrían
prever el rito trágico que Dido estaba a punto de
realizar.
Esa noche, cuando la redonda luna brillaba y
el mar calmado acariciaba amorosamente la costa,
Dido ascendió la colina buscando refugio en su
templo de meditación. Llegando a la ermita se
secó las tristes lágrimas que nublaban sus ojos
oscuros y dejó caer el velo blanco a sus pies
descalzos. El crepitar del fuego del faro cantaba
en sinfonía con la brisa del mar.
Desde la terraza, Dido contempló su
espléndida ciudad, con sus magníficas torres
bañadas en luz de la luna. La reina vio el puerto
lleno de barcos mercantes, meciéndose en las
aguas tranquilas, en espera de la luz del día para
salir en sus viajes. Dido había gobernado este
puerto, adorada por sus súbditos leales que harían
cualquier cosa para defenderla. Pero ahora, todas
sus posesiones y todo su poder no podían llenar el
vacío en su corazón. El dolor era demasiado para
ella. Humillada por amor no correspondido, ella
vio solamente una manera de poner fin a su
tormento.
Dido se paró ante la ardiente pira, levantó su
rostro resplandeciente a las estrellas, y después de
una oración de perdón a los cielos, ella se suicidó
en el fuego.

***

La noche se quedó inmóvil, fría y oscura. Ni las


gaviotas ni las cigarras pronunciaron sus gritos
nocturnos. Lentamente, el cuerpo de la reina
virginal se transformó en ardientes remolinos de
fuego y humo, ascendiendo a los cielos todavía
buscando a su amado. El alma de Dido llena de
soledad y tristeza aleteaba sobre Cartago,
proyectando ya no más de sus amados círculos
pero espirales y remolinos de luz dorada, rotos
por inmensa tristeza.
Las pequeñas huellas de Dido en la blanca
arena acariciada por el suave mar desaparecieron
para siempre. Pero sus círculos permanecen
alrededor de nosotros, y nos hacen pensar en la
eternidad, el número Pi y el infinito.
*******
5
Los Números Sagrados de Sofi

—¿ C ómo podría demostrar que un número es


primo? — Sofi se preguntó en silencio mientras
miraba sus notas, sentada enfrente de su escritorio
una noche invernal. Ya era tarde, sus manos
estaban heladas y su cuerpo temblaba de frío,
mientras que su tos interrumpía el silencio de la
casa. Sofi no podía dormir, tratando de probar un
teorema.
— ¿Cómo podría probar que cada numero
entero par mayor que 2 puede expresarse como la
suma de dos números primos?
Si alguna vez tú has pensado en temas
similares, o si has soñado con nuevas
proposiciones para mostrar que el número de
primos es infinito, entonces podrás entender la
obsesión de Sofi y su estudio de los números. Hay
muchos tipos de números, pero Sofi consideraba
que de todos los números que existen, ¡los primos
son sagrados!
En noche fatídica, cuando nuestra historia
comienza hace más de dos siglos, Sofi de dieciséis
años estaba profundamente concentrada en sus
estudios. De repente, alarmantes sonidos fuera de
su ventana la sorprendieron. Minutos después de
que las campanas en St. Leu habían dado las doce,
la alarma empezó a sonar ferozmente, y un
pregonero a caballo proclamaba que el enemigo
estaba a las puertas de la ciudad. La madre de Sofi
irrumpió en su habitación, mostrando una
expresión de miedo detrás de la débil luz de la
vela que llevaba, y juntas se apresuraron al
despacho de su padre.
Él caminaba inquieto de la puerta a su
escritorio y hablaba a media voz con un anciano
que sostenía una pila de papeles en sus manos.
Ella no tuvo que oír cada palabra para entender lo
que su preocupado padre había dicho. Todos
sabían que muchos anarquistas ahora pisoteaban
los ideales de justicia y de reforma social por los
que su padre había luchado. Sin embargo, en ese
momento, nadie podía prever la trágica secuencia
de acontecimientos que se desarrollaban en las
oscuras calles de París, acontecimientos que
habían escalado en violencia durante los últimos
tres años.
Antes de que les cuente lo que sucedió
después de esa noche, deben de saber un poco de
la situación que hizo esa noche tan peligrosa. Todo
había comenzado un día de verano de 1789,
cuando Sofi tenía trece años. El injusto estado
social de los plebeyos provocó revueltas y pronto
su país estalló en un paroxismo de rabia. París, la
espléndida ciudad que ella amaba tanto, se
desgarraba con una sangrienta revolución. El
murmullo de violencia se manifestaba por las
calles, y no había nadie lo suficientemente fuerte
para apaciguarlo. Las voces desesperadas de la
gente se alzaron, pidiendo libertad y justicia. Poco
después, sus gritos enloquecidos de rabia se
convirtieron en una inenarrable violencia contra
sus monarcas, y después también en contra de su
prójimo. El padre de Sofi, que había estado entre
los que pedían reformas sociales y económicas, se
había distanciado de los anarquistas que habían
convertido las protestas en una revolución
conflictiva y aterradora.
Sin embargo, a pesar de esconderse del ojo
público, el padre de Sofi no era invencible a los
ataques viciosos y ella se preocupaba mucho por
él. La chica temía que su padre sería asesinado
cuando se encontraba cerca de los brutales
combates que ocurrían a menudo en París. Incluso
St-Denis, la calle donde vivían y donde las tiendas
y cafés mantenían a sus habitantes un poco
aislados de la violencia, no estaba lejos de los
lugares donde los motines eran frecuentes.
Para aliviar sus preocupaciones, Sofi
buscaba refugio en la biblioteca de su casa y
estudiaba. Cada lección que se enseñaba aplacaba
su mente asustada y le transportaba a mundos
invisibles sin violencia. En matemáticas, Sofi
había descubierto un mundo mucho más mágico
que cualquier cuento de hadas que nunca jamás
había leído.
Ella era una chica muy especial. Cuando era
muy pequeña, Sofi descubrió los números y quedó
fascinada. Ella veía los números por todas partes a
su alrededor. Al rebotar su pelota, por ejemplo,
Sofi imaginaba una secuencia de números 11, 7, 3
y así sucesivamente, cada número denotando la
altura decreciente de los rebotes sucesivos, a
partir de la altura inicial desde la que ella dejaba
caer la pelota. A los cinco años, Sofi aprendió a
contar sus pasos al caminar de su cama a la puerta
y comparaba el total con el número de años desde
que nació.
Su padre le había leído cómo, en tiempos de
la antigüedad, un gran matemático llamado
Pitágoras creía que todo el mundo podía
explicarse con números. Pitágoras afirmaba que el
1 es el número primordial del cual todo lo demás
se había creado. Sofi sintió algo en su corazón,
porque ella pensaba que los números eran
mágicos. En sus fantasías infantiles, diversos
números tenían poderes diferentes.
Sofi aprendió que un natural número entero
positivo se llama número primo si sólo es
divisible por sí mismo y por uno (y ningún otro
número natural). Su investigación la condujo a
Eratóstenes de Cirene, un matemático griego.
Aprendió que en el segundo siglo antes de Cristo,
Eratóstenes propuso un método que se asemeja a
un colador para filtrar números primos. La criba
de Eratóstenes colaba todos múltiplos de esos
números que no eran ellos mismos múltiplos de
otros números. Sofi entendía eso muy bien.
En una tarde de invierno, acurrucada frente a
la chimenea, Sofi escribió cincuenta números
enteros, a partir de 2, sobre el cual ella puso un
círculo para recordarse que 2 es el primer número
primo. Entonces cruzó los mayores múltiplos de 2,
ya sea 4, 6, 8... Sofi siguió, tomando el número
más pequeño en la lista, marcando un círculo
alrededor de él y tachando todos sus múltiplos más
grandes. Ella repitió esos pasos hasta que llegó al
final de su lista. Ahora todos los números primos
tenían un círculo, y los números compuestos
estaban cruzados. De esta manera, Sofi descubrió
los primeros números primos: 2, 3, 5, 7, 11, 13,
17, 19, 23, 29, 31, 37, 41, 43, 47.
Ella sabía que había infinitamente muchos
más, como Euclides había demostrado siglos
antes. De hecho, casi 2 mil años después de la
prueba de Euclides, Euler (su matemático favorito)
había proporcionado una prueba nueva y diferente
que existen infinitamente muchos números primos.
Sofi estaba intrigada al descubrir que los números
primos están irregularmente espaciados. Estaba
fascinada por este hecho y ella quería saber por
qué.
Los disturbios en París se hicieron más
frecuentes y la violencia se intensificaba. Las
protestas mortales rasgaban las calles de su
querida ciudad cuando los partidarios del rey
encarcelado se enfrentaban contra los
revolucionarios. Sofi continuaba estudiando sola
en la biblioteca de su padre. A la edad de quince
años, Sofi había construido un muro emocional
alrededor de ella para proteger su mente del caos
social. Ella se concentraba en el estudio de
matemáticas.
Rue St-Denis, la calle donde vivía Sofi, era
todavía relativamente segura durante el día. La
estrecha calle estaba alineada con casas de
comerciantes, bulliciosas tiendas y animados
cafés. Coches de caballos privados y carruajes de
alquiler transportando gente se movían entre los
peatones en rumbo a sus diarias actividades. El
único signo del nuevo gobierno sanguíneo
conocido como la Comuna eran los avisos de
arrestos que ponían en paredes y farolas, y los
lúgubres avisos enlucidos en las vitrinas de las
tiendas, declarando en caracteres grandes que la
pena de muerte se infligiría en cualquiera persona
que prestara asistencia a aquellos que habían
eludido la ley.
Sofi solo tenía permiso salir con su madre
para ir a la iglesia y la librería porque, a pesar de
su apariencia segura, rue Saint-Denis estaba
demasiado cerca de los lugares donde la gente se
congregaba a ser protestas, y a sólo 9 minutos de
camino estaba la temida prisión donde aristócratas
y plebeyos condenados esperaban su ejecución en
la guillotina.
Una mañana temprana, cuando todavía estaba
oscuro, las urgentes repiques de campanas de la
iglesia la despertaron. Sofi oyó voces estridentes,
y luego disparos en la distancia lo cual parecía
provocar que la gente corriera apresuradamente
por las callejuelas hacia la comandancia de la
ciudad. Mirando por la ventana Sofi no pudo
discernir sus rostros pero vio las antorchas,
encendiendo todo lo que era inflamable a lo largo
de su camino. La multitud furiosa saqueó las
mansiones de los ricos comerciantes y aristócratas
que simpatizaba con el rey.
Unos meses antes de su decimoséptimo
cumpleaños, en una mañana gris con niebla, el rey
fue ejecutado sin piedad en la guillotina. Sofi lloró
en silencio, perturbada por el delito sin sentido.
— ¿Por qué? — su alma gritaba con horror.
—¿Que hace que una multitud sea tan ciega y
corrupta con ideales falsos que los llevan al
asesinato?
La chica no podía comprenderlo y lamentaba
la fragilidad del espíritu humano.
— Si todos dirigiéramos nuestra pasión para
aprender y llenar nuestras cabezas con
conocimientos, entonces no consideraríamos la
violencia como medio para corregir los errores
sociales.
Debo decirles la verdad, ya que yo estaba allí
cuando se desarrolló esta historia. Después de ese
terrible evento, la revolución se hizo más viciosa.
Sofi intensificó sus estudios. Ese mundo sereno
entre los libros llenos de conocimiento era un
refugio seguro donde Sofi crecía.
Sofi aprendía mucho más sobre los números,
especialmente sobre sus favoritos, los números
primo. Un día, ella reflexionaba:
— Puedo representar todos los números
enteros par con 2n y los impares con 2n + 1,
¿cómo podría representar todos los posibles
primos?
Sofi sintió que debería existir una ecuación
que predijera números primos.
— Si los números primos son fundamentales
para la aritmética— ella escribió en su diario—,
debe haber una fórmula que genere todos los
números primos. ¡Tiene que existir!
Al progresar en su aprendizaje, su intelecto
maduraba y la mente de Sofi se llenaba con
muchas ideas matemáticas. Ella quería mostrar su
trabajo a alguien que entendiera y le enseñara más.
A veces no estaba segura si el análisis que hacía
era correcto, y se dio cuenta que había mucho más
que aprender pero no estaba segura de qué. Sofi se
sentía ansiosa y frustrada, como si ella caminara
sin rumbo en una ciudad desconocida, sin saber
qué dirección tomar. Ya era casi una adulta, y aún
se sentía como una niña que necesitaba guía.
Una tarde, después de meditar sobre el estado
de su aprendizaje, una idea se le ocurrió a Sofi que
cambiaría su futuro. Al día siguiente cuando fue
por las vísperas a la Église Saint-Leu, Sofi se
acercó a Abbé Pierre en su biblioteca privada
enfrente de la sacristía. Armándose con el audaz
valor de sus diecisiete años, sin preámbulo Sofi
simplemente le preguntó:
— Padre Pierre, ¿usted me enseñaría la
ciencia de los grandes geómetras?
El sacerdote estaba sorprendido por su
petición, pero en lugar de rechazarla, le dijo
suavemente:
— Siéntate mi niña y cuéntame tus deseos.
Hablaron un poco sobre matemáticas y su
deseo de aprender más de lo que ella se había
enseñado a sí misma. Padre Pierre era bondadoso
pero contundente, y le dijo que para el estudio de
matemática se requiere un fino intelecto,
dedicación completa y una apasionada
determinación a buscar respuestas a preguntas que
aun no se han preguntado. Explicando sus
responsabilidades como su pupila, el buen
sacerdote estuvo de acuerdo en enseñarle
matemáticas, solo si ella estuviese plenamente
dispuesta a dedicarse a su estudio. Sofi estaba
lista; ella había escogido esta ciencia desde que
descubrió los números primos. Con un gesto
afirmativo de parte del sacerdote y una reverencia
agradecida y entusiasta de ella, se finalizó un
acuerdo. Abbé Pierre prometió instruir a Sofi cada
semana.
Había un obstáculo a superar, sin embargo.
Los padres de Sofi nunca estarían de acuerdo a ese
plan. En aquellos tiempos, era impensable una
educación en matemáticas para las chicas. Así,
sabiendo muy bien que sus padres se opondría a
sus lecciones, Sofi simplemente compartió con
ellos lo que el padre Pierre había acordado
enseñarle latín. Eso era verdad, por supuesto, ya
que para poder leer las obras de los grandes
matemáticos, tendría que aprender esa lengua
clásica. Ella comenzó a estudiar con Abbé Pierre
cada jueves por la tarde.
En su primera lección, padre Pierre le
preguntó:
— ¿Cuántos números primos existen?
Bueno, esa era una pregunta demasiado fácil
para Sofi. Ya había estudiado los Elementos, el
libro escrito por Euclides en 300 a. C. Y por lo
tanto Sofi sabía que Euclides habían demostrado
que hay infinitamente muchos números primos. Y
la chica incluso ya sabía cómo demostrarlo por sí
misma, sin mirar el libro.
Abbé Pierre estaba contento con su
respuesta, pero le dijo que la cuestión era más
profunda. Sonriendo benévolamente, el sacerdote
le preguntó:
— Sofi, para cualquier número x, ¿cuántos
números primos existen menores de x?
Sin esperar por su respuesta el padre Pierre
pasó a explicarle la importancia de esta cuestión,
añadiendo que ningún matemático había dado una
respuesta irrefutable. Aunque la pregunta le
parecía bastante simple, un sofisticado análisis
matemático sería necesario para responderla y
probarlo.
El erudito profesor introdujo a Sofi a
Diofanto de Alejandría, un gran matemático que
floreció en el siglo segundo.
— Se, mi niña, que estás ansiosa por
aprender de los maestros, vamos a empezar con
Arithmetica, la gran obra de Diofanto.
Abbé Pierre sacó de un estante un libro
bellamente encuadernado, y con gran reverencia la
abrió.
— Este, mi querida hija, es la base de tu
aprendizaje. Vamos empezar con sencillos
sistemas de ecuaciones lineales con una incógnita
y resolveremos determinados sistemas de primer
grado.
Sofi quería protestar, porque pensaba que
esos problemas eran demasiado sencillos, más
adecuados para una niñita. Pero padre Pierre la
hizo callar, explicando que ella necesitaba
aprender métodos rigurosos para demostrar
teoremas no sólo aprenden a resolver ecuaciones
fáciles. Sabiendo eso, ella estaría lista a probar
las soluciones que ella encontraría para problemas
más complicados. El sacerdote agregó que su
estudio pondría un considerable estrés en métodos
generales y en pruebas de teoremas y no en meros
cálculos.
Padre Pierre compartió con Sofi que muchos
eruditos anteriores como Bachet, Fermat, y Euler
dedicaron mucho de su tiempo al estudio de
Arithmetica. Sofía entendió la importancia de ese
libro venerado. Con el paso del tiempo, se
convirtió en su fuente de inspiración.
El sacerdote le enseñó números perfectos, un
tipo de número entero relacionado a los primos
que se conocía desde tiempos antiguos. El numero
perfecto es un número que es igual a la suma de
todos sus divisores Ella rápidamente identificó 6
como el número perfecto más pequeño, ya que sus
tres divisores propios son 1, 2, y 3, los que suman
1 + 2 + 3 = 6.
Se preguntó:
— ¿Cómo puedo encontrar números perfectos
en general?
El maestro respondió:
— Comienza con el número 1 y sigue
sumando las potencias de 2, es decir, duplicando
los números, hasta llegar a una suma que es un
número primo. Entonces obtienes un número
perfecto multiplicando esta suma a la última
potencia de 2.
Sofi primero verificó que 28, 496 y 8128
también son números perfectos.
Para su asignación semanal, padre Pierre le
pidió a Sofi que probara esta proposición: Si, para
algún número k > 1, 2k – 1 es primo, entonces 2k – 1
(2k – 1) es un número perfecto. Sofi escribió en su
diario: “Infinito no tiene fin. Infinito es
ilimitado; Intentaré probar que hay infinitamente
muchos números perfecto.”
Durante su segunda lección, padre Pierre le
preguntó:
— ¿Hay números perfectos impares?
Sofi no sabía. El buen sacerdote sonrió
benévolamente y respondió:
— Nunca se ha encontrado un número
perfecto impar, pero nunca nadie ha demostrado
que no puede existir tal número.
Esa declaración hizo que Sofi reflexionara
más profundamente.
En los jueves por la tarde que ella pasaba
estudiando con él, Abbé Pierre la enseñaba
muchos temas, enfatizando la lógica matemática.
Después de dominar las propiedades de los
números, Sofi empezó a trabajar con polinomios y
progresiones aritméticas para generar números
primos.
A menudo, el sabio sacerdote desafiaba a
Sofi con nuevos teoremas que ella tenía que
probar. Él le enseñó a realizar investigaciones
antes de emprender las pruebas, ya que requerían
análisis mucho más avanzado.
Un día, padre Pierre le dio esta tarea:
determinar si un número dado es primo o no.
Sofi sabía que si el número es muy grande, es
difícil de determinarlo, pero para números
pequeños como el 43, ella podría usar la criba de
Eratóstenes. Después de meditar sobre eso, ella
declaró un teorema y luego lo probó.

Teorema: Si un número entero positivo n es


compuesto, entonces tiene un factor primo p tal que

La prueba de Sofi: Sea p el factor primo más


pequeño de n. Entonces, n = p· m para algún m
entero positivo. El número m no puede ser igual a
1, porque esto implicaría n = p, lo que contradice
la hipótesis de que n es compuesto.
Cualquier factor primo de es al menos tan
grande como p, así que debemos tener . Por
lo que , ya sea , lo cual implica
.
Q.E.D.
Sofi había demostrado que el factor primo
más pequeño de n es menor o igual que √n. Ahora
Sofi podía comprobar si un número entero dado n
es primo o no, para cada número primo menor que
n, comprobando si p divide a n o no. Si no hay tal
primo que divida a p, podría concluir que n es
primo. Ella determinó que es suficiente considerar
sólo los números primos hasta √n. Por ejemplo,
para comprobar si 437 es primo, Sofi sólo
necesitaba ver si tiene un factor primo √437 = 20.9
y verificar si alguno de los números primos menos
de 20 divide 437. Rápidamente encontró que 437
no es divisible por 2, 3, 5, 7, 11, 13 o 17, pero es
divisible por 19. Por lo tanto, Sofi concluyó, 437
no es primo.
Sofi avanzaba sus estudios, inspirada por las
obras de grandes matemáticos, de Arquímedes y
Euclides a Fermat y Euler. Abbé Pierre le prestaba
libros más avanzados, y Sofi los estudiaba con
gran diligencia. Cada día ella consultaba los tomos
en la biblioteca de su padre, buscando una nueva
fuente de inspiración.
Durante su crecimiento intelectual, un reino
de terror crecía en París, una época tan violenta
cuando el deseo del pueblo por la libertad y la
justicia fueron llevados al exceso y provocó más
derramamiento de sangre; los reyes de Francia ya
se habían olvidado. Mientras que el terror se
intensificaba, ríos de sangre fluyeron a lo largo de
las calles de París, cuando hombres y mujeres
tenían sus gargantas cortadas con la guillotina. Sofi
y su familia retrocedían en horror, buscando
consuelo en uno y otro. Su madre lloraba
fácilmente, diciendo que la libertad había sido
destruida, y que el mal había ganado. Su padre
estaba seguro que muy pronto la libertad sería el
derecho de todos los ciudadanos, y que la
revolución social sería consolidada. Sofi no sabía
qué pensar ya que esa violencia no era justificada.
Este era el tiempo más terrible para los parisinos.
Afortunadamente, Sofi fue protegida por su pureza
de mente y su intelecto.
Una noche, cuando no podía dormir, ella leyó
esta afirmación: cada número entero par mayor
que 2 puede expresarse como la suma de dos
números primos. Sofi decidió probarlo.
Primero lo declaró como una proposición: 2n
= p + q, para un número entero n > 2 y p, q primos.
Pero esto no parecía correcto porque, por
ejemplo, empezando con n = 3, se obtiene: 6 = 5 +
1 y 1 no es primo. Para otros números pares la
formula funcionaba bien: 14 = 3 + 11 = 7 + 7; 16 =
3 + 13 = 5 + 11; 28 = 5 + 23 = 11 + 17; y así
sucesivamente.
Sofi pensó que sería mejor escribir esta
proposición “cada número entero par mayor o
igual a 4 puede escribirse como la suma de dos
números primos.” Ahora tenía que probarlo. Pero
¿cómo?
Ella recordó varios teoremas en el libro de
Euler y descubrió que podía escribir los números
primos 2n = p + q en una forma diferente pero
única. Luego incorporó la idea de infinitud de
números primos y combinó ese teorema con la
distribución de números primos, para primos p|p ≤
x, y q|q ≤ x. Sofi sabía que entre los primeros
números N, como N/log Nde ellos son números
primos. Si estos estuvieran distribuidos al azar,
ella razonó, cada número n tendría una
probabilidad de 1/log N de ser primo. Sofi
también utilizó una serie armónica infinita y
encontró el producto de una secuencia de términos
primos que, combinados con los corolarios
anteriores, la llevó finalmente a probar que 2n = p
+ q para números enteros n ≥ 4 y diferentes primos
p, q.
Eran las cuatro de la mañana cuando Sofi
terminó su análisis. Sumergió su pluma en el
tintero y escribió audazmente, Q.E.D.
Voilà! Aquí estaba ante sus ojos la prueba
general completa de un teorema muy desafiante
que ningún matemático antes había podido probar.
Sofi respiró profundamente y se puso de pie,
estirando la espalda, relajando su cuello. No
estaba cansada; una increíble sensación de placer
la hizo sentirse infinitamente feliz y sintió el deseo
de correr por las calles todavía oscuras de París,
gritando su prueba. Tenía que mostrársela a padre
Pierre porque sólo él podría evaluar su análisis y
juzgar si su prueba estaba completa y era correcta.
Había incorporado nuevas ideas en su prueba
matemática, un nuevo algoritmo que ella inventó, y
Sofi sabía que sólo un matemático podría
juzgarlos.
Cuando la dorada luz del sol comenzó a
iluminar el cielo de la mañana, Sofi apagó su vela
y enrolló las hojas de papel que contenía su
preciado trabajo matemático. Ella miró por su
ventana y consideró qué hacer. ¿Debería ir a Misa
solo para decírselo a padre Pierre? No, él estaría
ocupado con su trabajo en la parroquia. Sofi se
resignó a esperar hasta su próxima lección. El
jueves, Sofi recogió sus papeles, enrollándolos
como un pergamino y lo ató con una cinta de seda
blanca. Rápidamente se fue a la iglesia, Église de
Saint-Leu.
¿Quien la podría haber alertado que la noche
anterior la Comuna había ordenado el
encarcelamiento de muchos ciudadanos inocentes?
Grupos de hombres armados iban por muchas
partes de la ciudad para realizar las “visitas
domiciliarias.” Estas no eran amigables visitas
sino más bien eran entrevistas para arrestar a una
persona que la Comuna consideraba como
“sospechosa.” Pierre Abbé pronto estaría entre
ellos.
En su prisa por llegar a Saint-Leu, Sofi no se
dio cuenta que, en aquella tarde fatídica, todas las
tiendas en St-Denis estaban cerradas, y el silencio
reinaba sobre el barrio típicamente animado. Los
rumores de las visitas domiciliarias ya se habían
extendido por la ciudad. La gente estaba
aterrorizada y se escondían detrás de puertas y
ventanas cerradas.
Sofi no sabía eso. Ella llegó a la iglesia y la
encontró extrañamente vacía. Las velas estaban
encendidas en los santuarios pero no vio a ninguna
anciana arrodillada allí orando. Las mudas
estatuas de los santos no revelaron un mensaje que
habrían alertado a los inocentes del peligro
inminente. Sofi fue directamente a la biblioteca y
encontró a Pierre Abbé en su escritorio,
tranquilamente escribiendo en las páginas que él
preparaba para su lección.
— Siéntate, mi hija. Estoy casi terminado la
declaración de un teorema importante que quiero
que demuestres.
Sofi estaba radiante, ansiosa de mostrarle su
propio teorema y su prueba, pero esperó
cortésmente para que Abbé Pierre comenzara la
lección. Él la había enseñado a refrenar su
naturaleza impetuosa, y así ella tuvo que esperar el
momento adecuado para decirle.
El maestro comenzó revisando las pruebas de
Euler. Entonces, cuando Sofi estaba concentrada
con su análisis, intentando formular un lema, la
tranquilidad de la biblioteca se rompió
bruscamente por el sonido de voces agitadas y
pasos pesados procedentes del Santuario. Abbé
Pierre ha de haber predicho lo que era ese
inquietante disturbio porque se puso de pie.
Instintivamente, ella se levantó también y agarró
sus papeles al mismo tiempo que el sacerdote
llegaba su lado. Tomándola del codo, el sacerdote
guió a Sofi firmemente a una pequeña puerta en el
piso de madera que estaba escondido bajo una
alfombra. Rápidamente Abbé Pierre levantó la
pequeña puerta que daba a un pasaje bajo el suelo.
— ¡Baja! —susurró firmemente. —¡ Quédate
allí y no hagas ruido!
Ella bajó tres peldaños de la escalera hacia
un espacio pequeño y oscuro. Sofi estaba
aterrorizada y su instinto era aferrarse al
sacerdote, pero en ese mismo instante Sofi
entendió que tenía que ocultarse, porque no había
tiempo para hacer preguntas o de irse. Tan pronto
como padre Pierre cerró la puerta por encima de
su cabeza, pasos pesados y un chacoteo horrible
ahogaron el latido de su corazón. Sofi sentía
claustrofobia en esa cámara oscura, su corazón
palpitaba con terror, sin saber qué sucedería.
Incluso sin mirar lo que pasaba ella sintió la
amenaza de muerte.
Ella no lo vio, pero los hombres armados de
la Comuna de París habían rodeado a Pierre Abbé.
La asustada chica no podía discernir las palabras
exactas de los hombres o lo qué el sacerdote
bondadoso respondía, ella sólo podía percibir
fragmentos de una voz alta que daba las órdenes.
Sofi escuchaba el sonido de pasos rápidos
acompañados de fuertes golpes y el desplome de
objetos masivos raspando en el piso de arriba.
Sentía el miedo impregnado en el hoyo de su
estómago.
Sofi oraba:
— Querido Dios, no permita que le hagan
daño a padre Pierre... Si debo vivir, entonces haré
lo que Usted quiera que yo haga.
Ella intentó mantener la calma recitando en
silencio los números primos, a partir de dos. Sofi
estaba en grave peligro. Si los hombres armados
vieran la trampilla en el suelo, la abrirían y
descubrirían su escondite. ¿Qué podría decirles
para defenderse? La Comuna necesitaba muy
pocas pruebas o ninguna para acusar a alguien de
algún delito. La patrulla arrestaría a Sofi en mera
sospecha.
La falta de aire fresco en el pequeño espacio
era opresor. Las perlas de sudor en su frente
comenzaron a deslizarse por su rostro y Sofi no
estaba segura si el salado líquido en sus labios era
sudor o lágrimas de miedo. En medio del terror,
ella sostuvo su respiración y se mantuvo callada,
cambiando su peso de un pie a otro en su posición
jorobada, incluso después de que el sonido de las
voces se había desvanecido. Ajustando sus ojos a
la oscuridad, ella escudriñó el pasaje estrecho a su
izquierda, preguntándose si ella debería
encaminarse a través de él. Pero, ¿dónde la
llevaría? Allí en ese escondrijo ella no tenía
sentido de dirección. Podría ser peligroso intentar
un escape a través de esta vía subterránea, sin
saber si la salida podría llevarla a los brazos de
las temidas patrullas.
Sofi perdió noción del tiempo y no estaba
segura si habían pasado diez minutos o diez horas.
Las campanas de Saint-Leu estaban mudas y
reinaba un silencio escalofriante, como si la
ciudad entera hubiese desaparecido. Su garganta
se sentía seca y la sed era abrumadora.
Sintiéndose muy sofocada, Sofi levantó sus brazos
y comenzó a empujar la pesada puerta por encima
de su cabeza. Mientras que ella luchaba tratando
de abrirla, inesperadamente la puerta se hizo más
ligera y una voz masculina susurró algo. Su
corazón se hundió, pero tan pronto como ella
estaba lista para retroceder hacia la oscuridad del
subterráneo, la trampilla se abrió completamente y
una pálida mano forrada con gruesas venas azules
se acercó a ella. Era el sacristán, que le hizo una
seña para que se mantuviera callada y le extendió
su mano.
Aferrándose a él, Sofi subió los peldaños.
Saliendo vio que la biblioteca de la iglesia estaba
saqueada. El piso estaba cubierto de velas sin
encender, esparcidos papeles, quebradas
esculturas de Santos y libros desgarrada por la
mitad. ¿Quién podría ser tan grosero para destruir
esos preciosos tomos que ella estudiaba con el
padre Pierre? A la salida, ella se tropezó con un
grueso libro y lo recogió.
Sin decir una palabra, rápidamente el anciano
guió a Sofi por un pasillo que daba al jardín.
Sosteniendo el libro cerca de su corazón
palpitante, Sofi encontró el portón que la condujo
al callejón detrás de la iglesia, y desde allí corrió
sin aliento las dos cuadras a su casa. Sus padres la
estaban esperando, muy preocupados, ya que
sabían lo que había sucedido en Saint-Leu y el
arresto de su maestro.
Llevaron a Abbé Pierre directamente a la
Conciergerie, la temida prisión en París. El ser
encarcelado allí significaba no un justo juicio sino
un final rápido a la guillotina. Padre Pierre fue
acusado de ningún delito, pero el sacerdote
compasivo había admitido a sus captores que él no
había firmado el juramento de fidelidad a la
Constitución civil del clero. Además, padre Pierre
era el objeto de la venganza privada por parte de
algunos miembros de la Comuna, sólo porque
poseía lo que ellos no tenían: un fino intelecto,
tierno amor y compasión por sus semejantes, y,
sobre todo, el veneraba a Dios.
Esa misma noche, después de recuperarse de
su terrible suplicio, Sofi se dio cuenta de que no
tenía su manuscrito que contenía su teorema y su
prueba preciosa. El rollo de papel probablemente
había caído de su mano cuando ella intentaba
empujar la puerta en el pequeño sótano donde se
escondió.
Sofi quería correr a la iglesia a recuperar sus
notas, pero sabía que sería demasiado peligroso el
intentarlo. A la mañana siguiente, una turba de
hombres intoxicados armados con picas, espadas y
pistolas tocaron a las puertas a lo largo de la calle
St-Denis. Con gritos ensordecedores pedían la
muerte de los traidores. La palabra “traidor” se
interpretaba libremente e indiscriminadamente, y
los que se declaraban traidores eran considerados
proscritos y se les cortaban las gargantas. Todas
las familias en el barrio de Sofi retrocedían con
temor, buscando refugio tras sus puertas cerradas.
En la Église Saint-Leu la turba enfurecida
mutiló el sagrado edificio, eliminando toda
evidencia de aristocracia o de feudalismo;
desfiguraron mausoleos, quitaron los epitafios, flor
de lis y escudos reales y quebraron dos campanas
de la torre del campanario, simplemente porque
las iglesias no se les permitía tener más de una!
Poco después, el Comité Revolucionario decidió
cerrar Saint-Leu, transformando la iglesia en
almacenamiento de reservas de carne salada para
las carnicerías del barrio Lombardos.
Sofi se resignó a la pérdida de su prueba
matemática. Ella tendría que volver a hacerlo,
pero necesitaba la revelación deslumbrante de
aquella noche gloriosa porque ahora, su musa
matemática estaba muda. Cuando Sofi trató de
nuevo, su análisis la llevaba por oscuros
laberintos, algunos impenetrables y otros que
terminaban abruptamente sin llegar a su resultado
inteligente.
A partir de ese día, Sofi continuó sus estudios
sin la guía de Pierre Abbé, tomando sus lecciones
de los libros que él le dio. El último libro que ella
había recogido, escrito por un erudito parisiense,
presentaba el campo de la teoría de los números,
abarcando desde la obra de Diofanto, Fermat y
Euler. Contenía muchos problemas sin resolver y
muchas afirmaciones intrigantes. Como un sabio
maestro, el autor pedía al lector que resolviera los
problemas, insistiendo en el desarrollo de pruebas
rigurosas para determinar las verdades
matemáticas. Y Sofi lo hizo. Todos los días, ella
seleccionaba uno de los problemas y buscaba su
solución, siempre preguntándose si padre Pierre
aprobaría su análisis.
En la víspera de su 18 cumpleaños, Sofi se
apresuró a su escritorio a escribir algo que
irrumpió en su cabeza. Según Fermat, “la
ecuación zn = xn + yn no tiene soluciones con
números enteros distintos de cero para x, y y z
cuando n > 2. ” Padre Pierre insistió que, a pesar
de su sencillez, esta afirmación no había sido
probada. Sofi meditó en eso por un rato y luego
ella observó que si n es un numero primo y si 2n +
1 es también primo, entonces zn = xn + yn implica
que x, y o z es divisible por n. Así, para demostrar
la afirmación de Fermat para cualquier primo n,
debería ser suficiente para probar que xn + yn + zn
= 0 es imposible, asumiendo que uno de los tres
números x, y o z es divisible por n, porque el caso
en el cual ninguno es divisible, quedarían
excluido. Ahora, ¿cómo lo haría Sofi?
Esa misma noche, mientras ella esperaba que
sus ojos cerraban para dormir, una idea anterior
reapareció en su mente, un pensamiento lúcido que
la incitó a levantarse. En su escritorio, Sofi
sumergió su pluma en el tintero y escribió con
trazos audaces.
— Puedo obtener un número primo al doblar
un primo conocido y agregar 1.
Su formula era simple y elegante: G = 2p + 1.
Para verificar este descubrimiento, añadió:
— El más pequeño tal primo p es 2 porque 2
(2) + 1 = 5, que es primo. El siguiente era 3 ya que
2(3) + 1 = 7.
Y aunque a Sofi le gustaba el número 7 ella
descubrió que su fórmula lo excluía porque 2(7) +
1 = 15, el cual no es primo. El siguiente primo era
realmente 11 ya que 2(11) + 1 = 23 y así
sucesivamente. Estos números primos Sofi
consideraba sus número sagrados. Todo lo que
tenía que hacer era demostrar que para cada primo
p que existe, ella conseguiría G, también un primo!
Deseaba desesperadamente demostrar la
afirmación de Fermat. Aunque tomara toda su vida,
ella lo intentaría. En ese momento Sofi supo que su
futuro estaría en el universo de matemáticas, un
magnífico mundo desprovisto de violencia. Era el
mundo donde se sentía a gusto, feliz, sintiendo el
abrazo de los sabios matemáticas del ayer. Los
ideales de Sofi eran tan puros y hermosos como
sus sagrados números primos escritos en sus
manuscritos.

***
Sí, Sofi probó que todos los números enteros pares
mayores o iguales a 4 son la suma de dos números
primos. ¿Te preguntas qué pasó con su prueba
matemática? Pues bien, Sofi nunca la recuperó del
escondido subterráneo en la iglesia del padre
Pierre. Sin embargo, no me cabe duda que,
después de doscientos veinte años, su manuscrito
todavía está allí donde ella lo dejó, durmiendo
entre el polvo y telarañas bajo el piso de la
biblioteca al lado de la sacristía.
Si alguna día visitas Église Saint-Leu en
París, reza, por supuesto, pero mientras enciendes
una vela por favor recuerda a Sofi, piensa en su
prueba y sus sagrados números primos. Quién
sabe, quizá tu también un día encontrarás una
gloriosa musa matemática para guiar tus pasos
hacia la prueba de un elegante teorema, una prueba
tan profunda y hermosa que tu nombre será
grabado para siempre en los anales de
matemáticas junto con el de esos gigantes de la
ciencia tales como Euler and Germain.

Adieu ma chère mathématicienne.


*******
FIN
Mensaje de la Autora

La Princesa y la Matemática es mi tributo a todas


las mujeres que siguen carreras en ciencias e
ingeniería. Las cinco historias, aunque ficticias,
cada uno lleva dentro de sí ejemplos de
participación de las mujeres en el estudio de las
matemáticas y su contribución a las ciencias
exactas. Algunas de las chicas en estos cuentos si
existieron, mientras que otros personajes
representan las mujeres cuyos nombres no se
incluyeron en la historia de la ciencia, sólo porque
la sociedad no estaba preparada para darles
debido crédito.
En los años de 1760 a 1762, el matemático
suizo Leonhard Euler (1707-1783) escribió más de
doscientas Cartas a una princesa alemana sobre
diversos temas de física y filosofía. La princesa
era un aristócrata de quince años de edad llamada
Friederike Charlotte von Brandenburg-Schwedt
(1745-1808). No es claro cómo Euler, el
matemático más famoso de su tiempo, llegó a ser
asociado con la joven. En un reciente artículo
(publicado en arxiv.org), exploro los
acontecimientos históricos que llevó a Euler a
escribir esas letras, y a través de mi investigación
descubrí quién era la princesa. Aparte de las
letras, publicadas por Euler después que se fue de
Berlín, donde residió durante 25 años, no existen
registros históricos que expliquen cómo la
princesa utilizó el conocimiento que adquirió por
medio de esas eruditas letras.
Basé La Chica que Amó a Newton en dos
figuras históricas que nunca se conocieron pero
que se relacionaron a través de su trabajo. La
inspiración para Emilia es Gabrielle-Émilie
Tonnelier, Marquise du Châtelet (1706-1749), una
dama francesa muy educada mejor conocida por su
traducción de la Principia de Newton. En la vida
real, du Châtelet no conoció a Isaac Newton (1643
– 1727) (ella tenía veintiún años cuando Newton
murió), pero de adulta ella estudió la filosofía
newtoniana y las nuevas leyes que Newton había
declarado. En un reciente artículo (publicado en
arxiv.org), presenté hechos históricos para extraer
un retrato de Madame du Châtelet y encontré que
su glamorosa vida fue llena de contrastes. Por un
lado ella era muy inteligente y buscó tutoría de dos
matemáticos franceses para entender los
descubrimientos de Newton. Al mismo tiempo ella
era frívola, tuvo varios amantes y era una
apostadora ávida. Madame du Châtelet fue
presentada a la Corte francesa y socializaba con la
gente de más alto rango en la corte de Versalles.
También socializó con los eruditos.
Afortunadamente para nosotros, Châtelet escribió
extensas cartas que revelan gran parte de su
temperamento.
Es muy poco probable que Newton se hubiese
asociado con una sofisticada mujer como Madame
du Châtelet, incluso si se hubiesen conocido en
persona. Además del encantador cuento
(probablemente falso) sobre Newton siendo
golpeado en la cabeza por una manzana que caía,
nada sobre su vida personal parece
particularmente fascinante. Él nunca se casó y no
hay ningún episodio registrado de que se haya
relacionado con una dama. Newton era un hombre
difícil, propenso a la depresión y era muy
reservado, manteniendo en secreto sus
descubrimientos científicos. A menudo estuvo
involucrado en peleas amargas con otros eruditos.
Escribí Da'Lau, la Princesa Maya como un
regalo para mis hijas Dasi y Lauren. Mi intención
era capturar en esta fantasía la esencia de su
resplandeciente belleza, su inteligencia e
independencia y para mostrarles cuánto los
admiro. La elección de una ficticia princesa Maya
como el personaje principal fue deliberada. Mi
inspiración nació al leer acerca de los antiguos
astrónomos y matemáticos mayas que inventaron el
concepto de cero.
La Reina Dido y sus Círculos Dorados se
basa en la trágica historia de Dido, la legendaria
fundadora de Cartago en Túnez (África). Cómo
ella estableció la ciudad tiene una historia literaria
que se remonta a como veintiún siglos a Virgilio,
el poeta romano que capturó el espíritu de su
historia en su famoso poema épico la Eneida.
Según Virgilio, Dido era una princesa fenicia de
Tyre, una antigua ciudad en la costa del Líbano
moderno. Ella utilizó un concepto de matemáticas
para elegir una parcela circular para maximizar el
área donde estableció la ciudad. Ahora enseñamos
el problema de Dido en los cursos de cálculo de
variaciones.
Basé el personaje principal de Sofi y sus
Números Sagrados en la matemática francés
Sophie Germain (1776 – 1831), que pertenece a
una clase por sí misma entre las mujeres
matemáticas. Autodidacta y trabajando por su
cuenta, Sophie Germain hizo contribuciones en
matemáticas puras y aplicadas. Sophie Germain
era el contrario exacto de la Marquesa du Châtelet.
Mientras que Émilie bailaba, apostaba y tenía
muchas relaciones amorosas, Sophie estudiaba y
desarrollaba sus teoremas. El Teorema Sophie
Germain y los números primos de Germain son
conceptos importantes en la teoría del número que
ella concibió.
Hoy en día, mientras exploramos los cielos,
concebimos y desarrollamos nuevas ideas en cada
disciplina científica, vemos que más y más
mujeres participan en nuestra búsqueda para
entender el universo. Más chicas se están
convirtiendo en astronautas, astrónomas,
astrofísicas, ingenieras aeronáuticas y
matemáticas. A ellas les dedico este libro.
La Autora

Dora Elia Musielak ha amado las matemáticas


desde que era niña, ganando su primer concurso de
matemáticas a la edad de seis. Ahora imparte
cursos en métodos matemáticos para física,
astronomía e ingeniería en la Universidad de Texas
en Arlington. Dr. Dora Musielak es miembro de la
Asociación Matemática de América (MAA) y ha
sido galardonada con dos premios de
investigación de la NASA.
También por Dora Musielak
Libros:

Prime Mystery: The Life and Mathematics of


Sofi Germain (2015). Published by AuthorHouse
Books, ISBN 978-1-4969-6502-8, 978-1-4969-
6501-1.

Una biografía completa, totalmente referenciada, de la


matemática francesa Sophie Germain, la primera y única
mujer en la historia quien contribuyó al último teorema de
Fermat. En este libro ofrezco una perspectiva única sobre
el entorno científico en Francia del siglo XIX.

Sophie’s Diary: A Mathematical Novel (2012), A


Spectrum Book published by The Mathematical
Association of America (MAA) - ISBN 978-0-
88385-577-5, 978-1-6144-510-4.
Esta es la segunda edición de un libro que escribí en 2004
en donde intento poner en perspectiva la manera cómo una
adolescente aprendió matemáticas por sí misma y se
convirtió en una de las matemáticas más grandes de la
historia. Inspirada por Sophie Germain, esta novela
matemática comienza en 1789, un tiempo que coincide con
el inicio de la revolución francesa.

Kuxan Suum: Path to the Center of the


Universe, (2009). Published by AuthorHouse
Books. ISBN 978-1-43895-289-5,

Escribí este libro como una metáfora a nuestro anhelo para


explorar el cosmos. Ahí presento un bosquejo de los
vuelos espaciales tripulados, sostenido con temas de
Astronáutica y Astrofísica, incluyendo explicaciones del
entorno espacial y una introducción a la ciencia del cohete.

Kuxan Suum: Camino al Centro del Universo


(2010). Published by AuthorHouse Books. ISBN
978-1-4520-4692-1, 978-1-4520-4690-7, 978-1-
4520-4691-4.

Esta es una traducción del libro anterior.


Artículos sobre la Historia de Matemáticas:

Euler: Genius Blind Astronomer


Mathematician(2014), published in Arxiv.org,
ID: 1010541. Leonhard Euler, el matemático más
prolífico de la historia, también fue un astrónomo. Este
artículo explora las contribuciones de Euler a un amplio
espectro de temas de mecánica celeste y sus observaciones
en el Observatorio de San Petersburgo.

Euler and the German Princess (2014),


published in Arxiv.org, ID: 1010612. En este
artículo exploro los acontecimientos históricos que
condujeron al matemático Leonhard Euler a escribir cartas
a una princesa alemana sobre diversos temas de física y
filosofía (1760). La princesa de quince años era Friederike
Charlotte von Brandenburg-Schwedt, quien se convirtió en
la última Princesa abadesa de la Abadía de Herford
(Frauenstift Herford) en Westfalia, cerca de Ravensberg
(Alemania).

The Marquise du Châtelet: A Controversial


Woman of Science (2014), published in
Arxiv.org, ID: 1010553. En este artículo exploro los
hechos históricos para extraer un retrato de una de las
filosofas más intrigantes, consideradas por unos como la
première femme de science que la France ait jamais
comptée.

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