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La desaparición de lo ordinario

Mario Vargas Llosa


Domingo, 14 de Octubre del 2018

La noche del 6 de enero de 2015 Philippe Lançon fue al teatro con una amiga, en Ivry, a ver Noche
de Reyes, una obra de Shakespeare sobre la cual tendría que escribir al día siguiente un artículo para
Libération. Pero esa mañana se celebraba asimismo la reunión en la que Charlie Hebdo, para la que
también escribía, planeaba el contenido del próximo número. Se decidió por esta última y, como
solía hacer, mientras sus colegas discutían aquel sumario él espiaba a su buen amigo, el dibujante
Bernard Maris, que como siempre se pasó toda la discusión haciendo caricaturas de los asistentes.
Terminada la reunión, cuando todos comenzaban a despedirse, estalló el tiroteo. Philippe fue el
primero en recibir un balazo en la cara, que le despedazó la mandíbula y lo lanzó al suelo, en un gran
charco de sangre. No perdió el sentido. No podía moverse y, mientras se desangraba, vio a los dos
terroristas, los hermanos Kouachi, ir matando y rematando a todos los presentes, mientras repetían,
como un mantra, ¡Allahu Akbar! ¡Allahu Akbar! Sus ojos no podían creer lo que veían: la cabeza del
Bernard Maris, abierta a tiros y chorreando los sesos. En un momento dado vio, al lado de su cara,
los zapatos y la metralleta de uno de los asesinos. ¿Por qué no lo remató? Porque lo creyó muerto,
sin duda.
Finalmente, lo rescataron y una ambulancia lo llevó al hospital, donde permaneció 282 días,
sometido a cerca de treinta operaciones que le han reconstruido la cara de una manera prodigiosa.
Cuando yo lo conocí, en Princeton, hace unos tres años, era todavía un monstruo. Ayer, cuando veía
sus fotos, me parecía increíble ver esa cara absolutamente normal en la que ni siquiera hay una
cicatriz que recuerde el horror de esa experiencia que él, en el libro que acaba de publicar en
Francia, Le lambeau(El pedazo, El colgajo), llama, con sobria elegancia, “la desaparición de lo
ordinario”.
Lo más notable de este testimonio sobrecogedor, en el que vemos a un hombre morir e ir
resucitando poco a poco gracias a su valentía y fuerza moral, y, sin duda, a la formidable ayuda que
le prestaron los enfermeros, médicos, asistentes, y, sobre todo, a la destreza y sabiduría de la
doctora Chloé, la cirujana autora de aquella prodigiosa reconstrucción facial, es la sobriedad y la
mesura con que está escrito. No hay asomo de odio ni rencor, casi desaparece aquella máquina de
matar que aniquiló a todos sus compañeros, el amor a la vida anima sus páginas y la ayuda vivificante
que le prestan en esa larguísima resurrección ciertas obras literarias –Kafka, Proust, La montaña
mágica– que relee buscando en ellas revivir aquellos momentos tan intensos que le depararon
cuando las leyó por primera vez.
Creo que en ninguna de estas hermosas páginas habla Philippe Lançon de terrorismo. Y, sin
embargo, Le lambeau es uno de los libros que permiten entender mejor los extremos de
abominación y salvajismo a que puede llegar un ser humano esclavizado por el fanatismo religioso
y convencido de que su fe lo autoriza a devastar el mundo, y desaparecerlo si hace falta, purgándolo
de incrédulos. A esa barbarie cruda y dura opone Philippe Lançon la razón y la humanidad, las bellas
artes, la poesía, las ideas, lo que crea denominadores comunes entre los seres humanos, más
profundos y duraderos que las diferencias de lenguas, creencias, razas y costumbres, todo aquello
que nos acerca y nos hermana, y que terminará prevaleciendo sobre la irracionalidad y locura
abismal de quienes creen que poniendo bombas y asesinando inocentes se obtiene la justicia.
A los sótanos de los hospitales donde lucha Philippe Lançon por renacer llegan familiares, amigos,
su exmujer, sus novias (sí, en plural) y también ese rumor poderoso que es el gigantesco movimiento
de solidaridad que provocó en Francia y en el mundo entero la matanza de Charlie Hebdo. Aunque
parezca mentira, hasta el humor se abre camino en esas páginas y el lector se encuentra a veces
sonriendo, divertido, con los enredos sentimentales y personales que le surgen al personaje
(llamado con el seudónimo de Monsieur Tarbes en uno de los hospitales que frecuentó) entre la
anestesia, las inyecciones, los vómitos y las sondas y termómetros, y los pases mágicos de que tiene
que valerse para que haya armonía donde podrían estallar los malos humores y el escándalo.
No hay como estar cerca de la muerte para saber lo maravillosa que es la vida. Lo descubrimos al
mismo tiempo que Philippe, cuando puede comer unos bocados de yogurt y dejar de alimentarse
con sondas, cuando vuelve a masticar otra vez y –¡por fin!– a hablar de nuevo, sin necesidad de esa
pizarrita que tantos meses le sirvió para comunicarse con el prójimo. Y lo generosos y decentes que
pueden ser los hombres y mujeres, como él descubre a través de esas enfermeras y asistentes y
barrenderos y médicos que se vuelcan día y noche para devolverle la salud y hacerlo sentirse querido
y protegido por una muralla de amistad y de amor en esos larguísimos meses en los que Philippe
Lançon vuelve a ser otra vez un ser humano, ya no el semicadáver que era cuando llegó.
Hace tiempo que un libro no me entristecía, emocionaba y alegraba tanto como Le lambeau. Cuando
uno termina de leerlo comprende que el terrorismo –no sólo el islamista, todos los terrorismos,
políticos y religiosos sin excepción– no ganarán nunca la guerra que han desatado, pese a los daños
(acaso cuantiosos) que puedan provocar. Y no pueden ganarla porque son demasiado primitivos y
bárbaros, perpetúan una tradición que el desarrollo humano –la civilización– ha ido haciendo
retroceder y devolviendo a las cavernas, algo que es la negación misma de las buenas cosas que nos
ha traído el progreso: la libertad, la democracia, es decir, la coexistencia en la diversidad, la justicia,
los derechos humanos, la igualdad ante la ley. Sin necesidad de referirse específicamente a aquellos
temas, luchando por volver a la vida, recordando lo maravilloso que es un buen libro, una bella
sinfonía, el rejuvenecimiento que significan la amistad o el amor, Le lambeau nos hace conscientes
de lo estúpido y ciego que son el fanatismo y el uso del terror, y cuánto hemos avanzado desde los
atroces tiempos en que el ser humano era todavía una fiera entre las fieras.
Ese progreso es una realidad para un gran número de países –para muchos otros, por desgracia,
todavía no– y una prueba de ello es que Philippe Lançon está ahora otra vez vivo, que haya sido
capaz de escribir este profundo libro y que Chloé y sus colegas hayan podido devolver a su rostro la
humanidad y la apostura, y que se haya casado y, según me dicen, esté celebrando en estos mismos
días el nacimiento de su primer hijo. Que esto haya ocurrido a mí me levanta el ánimo porque veo
en todo ello algo hermoso y exaltante, la derrota de la estupidez y la ceguera mental y moral del
fanatismo, el triunfo de la vida.
Uno de los episodios más conmovedores –hay cientos más– del libro ocurre cuando, en pleno
atentado, Philippe tiene una rara sensación dentro de la boca y descubre que son sus muelas y
dientes: los ha perdido todos. Al amigo común que me mostró hace unos días sus fotos de renacido,
le pregunté si le había visto la dentadura. “La tiene intacta. ¡Y además blanquísima!”, me respondió.
Sentí que mi corazón se desbocaba de felicidad.
Madrid, octubre de 2018

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