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En busca del Dorado

Mario Vargas Llosa


Domingo, 30 de Septiembre del 2018
Cuando era estudiante universitario leí un libro del crítico norteamericano Irving Leonard sobre las
novelas de caballerías y los conquistadores españoles que, creo, es muy útil para entender la idea
que muchos europeos de nuestros días se hacen de América Latina. Según Leonard, los
conquistadores llegaron a América con la cabeza impregnada con las fantasías de amadises y
palmarines y la muy rica tradición mítica caballeresca y creyeron ver en el nuevo continente la
encarnación de aquel mundo delirante de prodigios y riquezas sin fin. Eso explicaría cómo a lo largo
y ancho de América lugares, ciudades y regiones repiten hasta el cansancio los nombres tomados
de la tradición caballeresca y, también, las expediciones incesantes (y a menudo trágicas, como la
de Lope de Aguirre por la selva amazónica) en que se aventuraban los españoles en busca de El
Dorado, las Siete Ciudades de Cíbola y El Paraíso Terrenal.
Negarse a ver la realidad tal cual es y superponerle una imagen literaria puede dar magníficos
resultados, desde luego, y nada menos que El Quijote es el ejemplo supremo. En el campo político,
sin embargo, suele ser peligroso y provocar catástrofes. Dígalo, si no, el librito que manufacturó en
los años sesenta del siglo pasado Régis Debray, Revolución en la revolución, con enseñanzas
extraídas de la Revolución cubana y que era el perfecto manual para irse a las montañas con un fusil,
instalar el foco guerrillero y de este modo extender el socialismo revolucionario por toda América
Latina. Millares de jóvenes se hicieron matar por este dislate ideológico que, en vez de traer el
Dorado comunista a América Latina, deparó una epidemia de dictaduras militares que causaron los
estragos consabidos y que, hasta hace relativamente pocos años, fueron el gran obstáculo para la
democratización y modernización del continente.
Creo que la sorprendente declaración del expresidente del Gobierno español, José Luis Rodríguez
Zapatero, en Brasil, según la cual las restricciones económicas impuestas por Estados Unidos a
Venezuela explicarían las migraciones de millones de venezolanos a Colombia, Ecuador, Brasil, Perú
y otros países, sólo se entiende por una desnaturalización de la realidad latinoamericana semejante
a la que llevó hace siglos a tantos españoles a lanzarse a la caza del “reino de la leche, el oro y la
miel”, en arriesgadas aventuras en las que, dicho sea de paso, solían perder la razón y, a menudo,
también la vida.
Aquella declaración ha provocado furor entre los millones de venezolanos que han sufrido en carne
propia la autodestrucción de su país por las insensatas políticas de Chávez y Maduro y la vertiginosa
corrupción que las acompaña, y Julio Borges, uno de los líderes de la oposición (ahora en el exilio),
lo ha llamado “enemigo de Venezuela”. Más dura ha sido todavía la reacción de Luis Almagro, el
Secretario General de la OEA (Organización de Estados Americanos), que ha calificado a Zapatero
de “ministro oficioso de Relaciones Exteriores del Gobierno de Maduro”, y, excediéndose en las
formas, le aconsejó “que no sea tan imbécil”.
El señor Almagro se equivoca; no hay rastro de imbecilidad en las cosas que dice Rodríguez Zapatero
sobre Venezuela; sí, en cambio, de enajenación ideológica, una distorsión radical de unos hechos
por otros, que convierten a los demagogos semianalfabetos que provocaron el empobrecimiento y
la ruina más catastrófica de un país en toda la historia de América Latina, en meras víctimas del
“imperialismo norteamericano”. Éste sería el causante de que el país potencialmente más rico de
América Latina, y acaso del mundo, sea en nuestros días una sociedad miserable y paupérrima, sin
comida, sin medicinas, sin divisas, salvo para la muy pequeña minoría de ladrones desaforados que,
mientras la inmensa mayoría se empobrecía, se llenaba de riquezas y las sacaban al extranjero.
(Aconsejo a mis lectores a este respecto la muy seria investigación publicada en El País, de España,
el 10 de septiembre de 2018, con el título de El opulento desembarco en España de los millonarios
venezolanos).
El señor Rodríguez Zapatero desempeñó ya un triste papel, como persona supuestamente neutral,
en el diálogo entre el gobierno de Maduro y la oposición, que tuvo lugar en la República Dominicana,
y en el que trató de que las fuerzas políticas opositoras participaran en unas elecciones para
legitimarlas, pese a que, como era obvio para todo el mundo, estaban amañadas de antemano por
un gobierno que tiene ahora, por lo menos, a tres cuartas partes del país en contra suya. ¿Por qué
han huido de Venezuela si no esos dos millones y medio de venezolanos, según cifras de la ONU? La
insensibilidad y la ceguera que produce el fanatismo político impiden al exgobernante español
conmoverse con esas miles de madres que, caminando cientos de kilómetros, van a parir a
Colombia, Brasil y el Perú, porque en los hospitales venezolanos ya no hay ni siquiera agua -no se
diga medicinas- para atenderlas. ¿Por qué tiene Venezuela la más alta inflación del mundo? ¿Por
qué es el país que también ha batido todos los récords de criminalidad? El mismo día que el
expresidente Zapatero presentaba a Venezuela como una pobre víctima del imperialismo
norteamericano, otro organismo de las Naciones Unidas acusaba al Gobierno venezolano de
practicar la tortura sistemática a los prisioneros políticos y llevar a cabo cientos de ejecuciones
extrajudiciales. ¿Es igualmente todo eso obra de la villanía de los Estados Unidos?
En España José Luis Rodríguez Zapatero era socialista y aunque su gobierno no fue nada exitoso –su
empeño en negar la crisis durante un año impidió que se tomaran los correctivos necesarios y sólo
se adoptaran de manera tardía y con un costo social mayor–, respetó las libertades públicas y las
instituciones democráticas. ¿Cómo es que, en América Latina, defiende a un régimen comunista que
es ya una segunda Cuba? Porque, al igual que sus muy remotos ancestros, anda buscando allá, en
tierras americanas, el Dorado o las Siete Ciudades de Cíbola, desvaríos que la Europa de nuestros
días, de países democráticos empeñados en la ambiciosa política de la integración, ya no permite.
Ellos son igualmente anacrónicos en la América Latina contemporánea. En ella han desaparecido los
regímenes militares que hicieron tanto daño y causaron tantas injusticias y sufrimientos. Y han
desaparecido también las románticas guerrillas que, en vez de traer la justicia, sirvieron para
justificar a los regímenes castrenses e impidieron a las frágiles democracias asentarse y progresar.
Hoy en día hay democracias (imperfectas, por supuesto) en casi todo el continente y las anomalías
son, precisamente, Cuba, Venezuela y Nicaragua, con sus gobiernos totalitarios, que han pulverizado
todas las libertades y contra los que la resistencia significa arriesgarse a la tortura y la muerte. Las
fantasías ideológicas son en nuestros días tan írritas y mentirosas en América Latina como en la
Europa donde nacieron y desaparecieron hace ya mucho tiempo.
Madrid, septiembre de 2018

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