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El evangelio de San Juan refiere que el sacrificio de Jesús fue fruto de una
conspiración entre el sumo sacerdote Caifás y otras autoridades de Jerusalén.
Después de la resurrección de Lázaro, la impotencia de la teocracia judía frente
a las señales milagrosas del profeta impuso la decisión. En palabras de Caifás,
era preferible la muerte de “un solo hombre por el pueblo que toda la nación
destruida”. Por eso, cuando llegaron a arrestar a Jesús al monte de Los Olivos,
se consumó una acción premeditada desde el Sanedrín.
Por veinte siglos y algo más se ha discutido si pese a este sesgo persecutor de
los sumos sacerdotes advertido por el evangelista Juan, se aplicó el debido
proceso en los actos realizados por el Sanedrín judío y la justicia romana frente
al caso Jesús. La mayoría de estudiosos sostiene que no. Pero ahora, el
profesor de Derecho Romano y director del Departamento de Ciencias
Jurídicas de la universidad hispalense de Sevilla (España), José María Ribas,
dice que se trató de un proceso conforme a los criterios normativos de su
tiempo.
Lleva casi 30 años investigando el asunto, ha escrito decenas de artículos en
revistas y periódicos del mundo sobre sus averiguaciones y ahora las sintetiza
en su libro Proceso a Jesús, en el que asevera que no fue una arbitrariedad
con apariencias jurídicas, sino un trámite en derecho. Adecuado al contexto
social y político del año 30 d.C. en la provincia ocupada de Judea, producto de
la interconexión de dos procedimientos por dos delitos político-religiosos: el de
blasfemia judío y el de lesa majestad romano.
Los cuatro evangelios, y en general el Nuevo Testamento, ofrecen información
clave de derecho público y privado de su tiempo. En el proceso contra Jesús se
advierte desde el acto de prendimiento en el huerto de Getsemaní que ratifica
la existencia de una investigación promovida en el Sanedrín. El máximo órgano
jurisdiccional del judaísmo, a la vez “verdadero Senado”, que entonces
representaba y defendía los intereses de un grupo de familias aristocráticas
laicas y sacerdotales, algunas incluso colaboracionistas.
La teocracia judía de los sumos sacerdotes y los escribas, empezando por
Caifás y su suegro Anás, en cuyas casas, según los evangelistas Mateo y
Juan, se dieron parte de los interrogatorios a Jesús. En particular, resalta el
autor español, la influencia de Anás fue tan notable en esa época en Judea que
cinco de sus hijos también ejercieron el sumo sacerdocio. “Si lo dejamos, todos
van a creer en él, y las autoridades romanas vendrán y destruirán nuestro
templo”, recuerda el evangelista Juan que fue el argumento de los sacerdotes.
José María Ribas reconoce que hubo persecución contra Jesús por la novedad
de sus ideas teológicas en contravía de la ortodoxia judía, pero igualmente
sostiene que el proceso judicial se hizo conforme a las leyes vigentes. El
ordenamiento hebreo, por ejemplo, exigía la amonestación previa del acusado,
y el autor asevera que sin bien las fuentes evangélicas no dicen cómo ni
cuándo se cumplió este requisito de las leyes judías, sí tuvo lugar tanto de
manera informal como también de conformidad con los reglamentos.
Es más, asegura que durante los interrogatorios de Anás se le pudo haber
dado a Jesús la oportunidad para retractarse, permitiendo a las autoridades
reconducir al procesado al judaísmo oficial. Pero no mostró interés en hacerlo
y, por el contrario, recalcó el carácter público de su prédica, incluso en la
sinagoga y en el templo. Una respuesta retadora en el contexto hegemónico
que ejercía la llamada doctrina saducea, conservadora hasta la médula a la
hora de aplicar el Código Deuteronómico del Antiguo Testamento.
Las recurrentes investigaciones que evalúan el caso del proceso a Jesús de
Nazaret clasifican sus anomalías como flagrantes violaciones a la Misná, es
decir, al cuerpo exegético de leyes judías desde los tiempos de la Torá hasta
finales del siglo II d.C. Tales irregularidades se sintetizan en que estaba
prohibido celebrar juicios capitales en víspera de sábados o en las noches, que
en caso de sentencia condenatoria ésta debía darse al día siguiente y que
tampoco se incluyó en el juzgamiento a Jesús su alegato preliminar de
inocencia.
En su ensayo de 274 páginas, sustentado con las debidas notas de referencia
y una bibliografía de 184 títulos especializados, el catedrático sevillano
manifiesta que la Misná como fuente para explicar el judaísmo anterior al año
70 d.C. “se debe utilizar con mucha cautela”. La razón es que la Misná que se
conoce, al parecer fue redactada hacia el año 200 y refleja más bien la
situación que vivía el judaísmo después de la destrucción de Jerusalén y de su
Estado por el general romano y posterior emperador Tito, en el año 70.
En tal sentido, cree que el Sanedrín judío sí tenía competencia para procesar a
Jesús, salvo en casos de pena capital, reservados a la autoridad romana. Por
eso Jesús terminó en el pretorio del procurador romano Poncio Pilato, cuyo
poder resumió él mismo en frase citada por Juan: “¿No sabes que tengo
potestad para soltarte o crucificarte?”. Los evangelios no refieren testigos en
favor del nazareno, otro aparente vacío legal, pero si Pedro o los demás
discípulos y seguidores se negaron a testificar por miedo, eso escapa a la
potestad de los sumos sacerdotes.
El tipo penal que aplicó el Sanedrín fue la blasfemia, lesiva del régimen
teocrático judío y además soporte para argumentar una pluralidad de
conductas ilícitas conexas. La flagrancia, según el abogado José María Ribas,
se derivó del momento en que Jesús admitió ante sus escandalizados jueces
su identidad como mesías, Hijo de Dios e Hijo del hombre. Como lo señala el
evangelista Mateo, ahí “lo declararon reo de muerte”. Pero requerían el aval
romano para crucificarlo.
Con las presiones de los sumos sacerdotes y el agite de las masas como
trasfondo político exigiendo la libertad del bandido Barrabás en vez de la del
propio Jesús, el procurador Poncio Pilato se encargó de que la imputación judía
de blasfemia encajara en el delito de lesa majestad de la ley romana. Al fin y al
cabo, el reino de Dios propugnado por Jesús también vulneraba su teología
imperial. El lavatorio de manos, más judío que romano, fue un simple gesto
para conservar el favor popular.
Lo demás fue la barbarie de la crucifixión. El centurión romano como
federatario oficial para hacer cumplir la sentencia de muerte, el vía crucis o
“paseo ignominioso” con su sentido simbólico y la crueldad de los clavos en las
muñecas de los brazos y los pies de Jesús. A la usanza de la época, encima de
su cabeza, un letrero con el motivo de la condena: “Jesús el nazareno, rey de
los judíos”. El delito romano de lesa majestad unido a la blasfemia del orden
judío, para concretar el proceso judicial más lamentado de la historia.
L JUICIO A JESUS
Este pasaje del lavado de manos de Pilato es incluido sólo por Mateo
(27,24) y no por los restantes evangelistas, y se trata de una costumbre judía,
no romana, para indicar su no participación en un acto sangriento. Isaac
Asimov, en su «Guía de la Biblia. Nuevo Testamento», la explica diciendo
que en el Libro del Deuteronomio (21, 6-7) se manifiesta que si se encuentra
el cadáver de un asesinado y no se sabe quien es el asesino y los habitantes
de la ciudad más próxima deben llevar a cabo el ritual que allí se ordena para
eximirse de toda culpa, y agrega que, posiblemente, por tratarse de una
ceremonia de la liturgia judía, el romano Pilato no la habría realizado, pero
que Mateo, que sabía mucho del ritual judío y muy poco de las costumbres
romanas, la había incluido en su Evangelio con toda la naturalidad del
mundo.
Nota 1: este artículo ha sido escrito por el Sr. Marcos Libedinsky, Ministro de
la Corte de Apelaciones de Santiago.
Nota 2: El juez Jaim Cohén en su citada obra, basándose en las reglas y formas
de la jurisdicción romana de aquella época, demuestra y prueba que los judíos
no podían participar y aún menos influir en la condenación de Jesús