You are on page 1of 3

Sección Artículos

Páginas: 17 y 18
Palabras: 1233
Epígrafe foto 1: En marzo último, Margarita Stockwell visitó la comunidad de Paysandú en Uruguay
y mantuvo un rico diálogo.
Epígrafe foto 2: Stockwell participó del culto durante su visita a la ciudad de Paysandú.
Volanta: Comunidades sanadoras
Título: Viviendo en voz alta
Copete: El pastor Pablo Münter comparte su testimonio sobre el movimiento ecuménico de
renovación espiritual que surgió en el Río de la Plata a fines de los '90 a partir del ministerio
de Margarita Stockwell (ver entrevista de la página 24).
Por Pablo Münter*

Tiempo de conversión
Desde hace tiempo, vivo una experiencia única que está transformando mi vida y tiene que ver con
dos cosas. La primera, reconocer que a pesar de mi formación pastoral académica, mi experiencia
espiritual con el Cristo resucitado fue y sigue siendo muy pobre, y con el Espíritu Santo, ni hablar.
No me avergüenza confesarlo. Lo hago con la esperanza de ayudar a otros a terminar con el miedo
y la vergüenza, con eso que escondemos, fingiendo ser lo que no somos, intentando parecernos a
un estándar de lo que “deberíamos ser”.
Mi segunda experiencia fue mucho más reveladora. Durante años viví, a pesar de mi rol e
investidura, ocultando dudas, simulando saberlo todo, aparentando confianza y seguridad. Hasta
que un día algo pasó en mi vida. Me cuesta hablar de conversión. Es difícil emplear el término en
un marco religioso como el nuestro, donde suele provocar burlas, suspicacias o prejuicios.
Sistemáticamente, hemos desacreditado el testimonio de quienes comparten sus experiencias con
el poder transformador de Dios. (Empleo el plural porque también debo ser contado entre los que lo
hicieron; sin embargo, aunque me cueste decirlo, viví una experiencia de conversión.)
Lo que me sucedió no fue algo mágico, sino simplemente una iluminación. Sabía de la visita del
pastor metodista Rodolfo Míguez a la Iglesia Valdense de Paysandú, donde daría una charla sobre
el Ministerio de Sanidad. Yo lo conocía de nombre por ser él egresado del instituto Universitario
ISEDET, aunque al principio no me atraía demasiado escucharlo.
La noche iluminada
Había sido un día frío, llovía y estaba anocheciendo. Yo no quería ir a la charla, sobre todo porque
entonces desconfiaba de esas cosas, pero, quién sabe por qué, estuve de repente sentado ahí,
junto a la estufa del templo valdense de esta ciudad, junto a otros pocos. En realidad sé muy bien
por qué terminé allí esa noche, pero necesitaría demasiado espacio para explicarlo. El caso es que
dos días antes estaba cuestionando mi continuidad en una comunidad religiosa con la que me
sentía en conflicto. Mi fe tambaleaba.
En medio de la charla, una pregunta me cambió, me hizo pasar de un interés superfluo a una
atención total. La pregunta del pastor fue: “¿Quién se acuerda lo que dice Juan 3,16?”. ¡Ah, qué
pavo!, ¡quién no lo sabe! (es prácticamente el único texto bíblico que sé de memoria). Ni lerdo ni
perezoso, levanté la mano y lo recité orgulloso: “Pues Dios amó tanto al mundo, que envió a su
Hijo único, para que todo aquel que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna”. Enseguida
vino una segunda pregunta que me hizo comer el orgullo: “¿Y Juan 3,17?”. Los invito, lectores, a
hacer el esfuerzo de responder antes de continuar.
Me fue imposible recordar el versículo 17. Mis años de estudio y de pastorado se fueron al tacho en
un instante. Ahora lo sé, y les prometo que no lo olvidaré más. “Porque Dios no envió a su Hijo al
mundo para condenar al mundo, sino para salvarlo.” Con estas palabras comenzaba para mí esta
experiencia ecuménica de comunión sanadora.
Como la cebolla
Ese fue el comienzo de mi cambio espiritual. Empecé a descubrir que la conversión no es de una
vez y para siempre, sino que vivimos convirtiéndonos, transformándonos, también que hay un
momento en el cual uno da un salto de fe cualitativamente distinto a todos los anteriores.
Aquella noche empecé a cambiar la forma de enfocar la vida, el modo de entender a Dios y de
entenderme a mí mismo. Un cambio radical que sigue en proceso desde aquella noche llena de luz.
Si Dios no quiere condenarme por como soy, ¿por qué debo fingir ser lo que no soy buscando
quedar bien con los demás, si Dios me quiere así como soy?
Vivimos como la cebolla, escondidos debajo de tantas capas, y nos cuesta lágrimas (propias y
ajenas) irnos desnudado, descubriéndonos, para llegar a nuestro corazón. A veces es culpa de la
misma herencia religiosa, que nos “obliga” a tener determinadas costumbres y maneras de ser, a
pensar tal o cual cosa, a no dudar. Y por no ser como somos, terminamos interpretando
personajes, hipócritamente, fingiendo bondad, actuando la fe, simulando el amor. Y sí, como la
cebolla, echamos un olor tan fuerte que nuestras vidas dan ganas de llorar.
El después de aquella noche
A esa charla informativa sobre el Ministerio de Sanación siguieron varios talleres en la Iglesia
Evangélica Luterana de Paysandú. Allí fuimos aprendiendo los fundamentos de dicho ministerio y,
sobre todo, a Vivir en voz alta (nombre del grupo de encuentro), lo cual no significa decir “lo que
pienso” sino algo mucho más profundo e intenso, decirle al otro “lo que siento”. Por eso vivir en voz
alta no es “juicio” hacia nadie, sino “confesión” personal frente al otro. Es ser quien uno es
atravesando el miedo de que al otro no le guste.
A medida que transcurrían los talleres fuimos aprendiendo a conocernos más a nosotros mismos.
Aprendimos que lo importante para encontrarnos y sentirnos bien espiritualmente –y no
enfermarnos– es confesarnos. Así de simple, porque la enfermedad es en esencia culpa no
confesada en voz alta.
Desde que comenzaron esos talleres –que llevan ya dos años ininterrumpidos en Paysandú–,
estamos aprendiendo a sacar fuera nuestras angustias, pero sobre todo nuestras vergüenzas. En
lo personal, puedo dar testimonio de que de pronto, para descanso de mi alma, me encontré
formando parte de un grupo de personas (laicos y pastores, mujeres y hombres, luteranos,
metodistas, valdenses, católicos, cristianos sin denominación) que no se horrorizaron al
escucharme decir que como pastor tengo crisis de fe, que a veces dudo de creer en Dios, que he
tenido intentos de suicidio, que he odiado a muchas personas y todavía ruego al Espíritu que me
llene de amor por otros a los que me es difícil amar.
Descubrí que el abrirme y contar mis flaquezas mostrándome vulnerable, ayudó a otros a hacer lo
mismo, y de repente éramos más y más. Porque si el miedo se contagia, la valentía también.
Una invitación a ser felices
A veces estamos convencidos de que nadie nos entenderá y tenemos miedo de que si confesamos
nuestros pecados, o mostramos las heridas profundas del alma, las cosas empeorarán. Pero nada
de eso es cierto, al contrario. Todos hemos nacido para vivir en voz alta y no para sufrir en silencio.
Fue así que en algún momento del devenir de estos talleres vivenciales surgió la idea de llamarlos,
precisamente, Viviendo en voz alta.
En uno de ellos, iluminados por el texto de Juan 15,11 (“Les he dicho todo –dijo Jesús– para que
sean tan felices como yo”), descubrimos que somos lo que pensamos, y nuestros pensamientos
están marcados a fuego por nuestros recuerdos. De modo que, difícilmente podremos conocer la
felicidad a menos que nuestros recuerdos sean sanados, y Cristo quiere sanarnos, y quiere que la
Iglesia se convierta en una comunidad terapéutica.
Por todo esto es que Viviendo en voz alta es una invitación a buscar una sanación en el seno de la
Iglesia, a través del Espíritu Santo. Es también una invitación a ser felices.
* El autor es pastor de la Iglesia Evangélica del Río de la Plata en la Iglesia Evangélica Luterana de
Paysandú, Uruguay.

You might also like