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EL ORIGEN DE LA CIENCIA MODERNA

Y SUS RELACIONES CON LA FILOSOFÍA Y LA RELIGIÓN

Prof. Paolo Musso

No se puede entender la ciencia


(y la relación entre la ciencia y cualquier otra cosa)
si no se la reconoce y aprecia por lo que es:
la gran aventura de nuestro tiempo.
No pueden decirse ciudadanos de nuestro tiempo
si no perciben cuán maravillosa y jubilosa es esta aventura.
¿Piensan que es aburrida? No lo es. Lo que ocurre es que es difícil explicarla.
(Richard Feynman, The Meaning of It All)

1. Galileo y el origen de la ciencia moderna


1.1. El contexto cultural

Todos, o casi todos, hoy reconocen que la ciencia natural nació por
obra de Galileo Galilei (1564-1642). Sin embargo, cuando Galileo empezó su trabajo ya se
habían dado algunos descubrimientos científicos importantes, sobre todo en las matemáticas,
gracias al redescubrimiento de los textos de los griegos antiguos, transmitidos por los árabes, y en la
tecnología, gracias a Leonardo Da Vinci (1542-1519), pero también en el campo de las ciencias de
la naturaleza. En particular, la teoría heliocéntrica (es decir, con el Sol en el centro y la Tierra y
todos los planetas que giran alrededor de él, del griego “Helios” = “Sol”), que se oponía a la
geocéntrica (con la Tierra en el centro y todo lo demás que gira alrededor de ella, del griego “Gea”
= “Tierra”), que entonces era la generalmente aceptada, ya había sido propuesta en 1543 por
Copérnico. En el mismo año el médico belga Andrea Vesalio (Andreas Van Wesel, 1516-1564)
empezaba los primeros estudios sistemáticos de anatomía humana. En 1569 el holandés Gerardo
Mercatore (Gerard De Cremer, 1512-1594) construyó el primer mapa geográfico moderno. En
1576 el astrónomo danés Tycho Brahe (del cual hablaremos mejor mas delante) empezó las
primeras observaciones astronómicas realmente precisas y sistemáticas de la historia. En 1582 el
jesuita alemán Christopher Clavius (1537-1612), el más grande matemático de su tiempo y gran
amigo del mismo Galileo, lideró la reforma del calendario gregoriano (el que usamos también
ahora) a petición del Papa Gregorio XIII (Ugo Buoncompagni, 1502-1585). En 1583 el botánico y
médico italiano Andrea Cesalpino (1519-1603) dio la primera clasificación coherente de las
plantas. Por fin, en 1586 el ingeniero belga Simón Stevin (1550-1620) descubrió las primeras leyes
naturales, las de la hidrostática.

1.2. El que comienza

De hecho, la revolución científica ya había empezado antes de Galileo.

Y entonces, ¿por qué decimos que Galileo es el que comienza la ciencia moderna?

1
En este tipo de discursos siempre hay algo convencional, porque ninguno empieza “solo”:
siempre es, para así decirlo, un “trabajo de equipo”, que nace dentro de una tradición. Pero Galileo,
por primera vez:

1) Probó la unidad de la naturaleza (o sea, que las mismas leyes valen para la Tierra como
por las estrellas más distantes), gracias a sus descubrimientos astronómicos, que
demostraron que los cuerpos celestes no son esferas perfectas ni tampoco son hechos de
una materia diferente de la Tierra.

2) Probó las primeras leyes naturales realmente fundamentales, las del movimiento de los
cuerpos (que, por lo que hemos dicho en el punto 1, no valían solo en la Tierra, sino en
todo el universo).

3) Estableció de una manera clara y definitiva el método de la ciencia natural (en parte,
paradójicamente, gracias a sus opositores, que lo obligaron a clarificar sus ideas de la
mejor manera).

1.3. El verdadero sentido de la revolución astronómica galileana

Cabe subrayar que el fin del geocentrismo no implica, como muchos dicen (a veces de una
manera muy agresiva e intolerante), también el fin del antropocentrismo, en el sentido de una
disminución radical de la importancia del hombre en el universo. Esto es un completo
malentendimiento del verdadero sentido de la centralidad del hombre en el cosmos tolemaico, que
nace de una perspectiva absolutamente antihistórica.

En primer lugar, hay que recordar que la filosofía aristotélica para la teología cristiana solo era
un instrumento, pues la verdad metafísica del sistema tolemaico se basaba en la idea (inaceptable
para un cristiano) que las esferas celestes son divinas. Luego, fue aceptado solo como el más
probable según la opinión común de los sabios (ya hemos visto antes lo que escribió a este
propósito Santo Tomas de Aquino, el más grande teólogo de toda la cristiandad) y (como veremos)
el inicial rechazo del heliocentrismo aconteció solo por razones de prudencia, no metafísicas.

Segundo, la centralidad de la Tierra en el sistema cosmológico medieval solo era geográfica, no


moral ni tampoco metafísica. En efecto, el mundo sublunar era el reino de la imperfección: el
auténtico centro del cosmos medioeval era el Empíreo, la sede de Dios y del Paraíso. Por tanto, la
revolución copernicana no podía para nada disminuir la importancia del hombre en el cosmos. Más
bien, era exactamente lo contrario, y esta era también la conciencia que tenía Galileo frente a sus
extraordinarios descubrimientos. Como el dijo en el Nuncius: «Yo demostraré que [la Tierra] se va
por el cielo y supera en esplendor a la Luna, y ya no es un lugar de desechos donde se recogen todas
cosas inmundas y feas» (Galileo 1610, Sidereus Nuncius). Y en los Diálogos: «Y en relación a la
Tierra, nosotros intentamos hacerla más noble y perfecta, al hacerla símil a los cuerpos celestes y de
cierto modo ponerla casi en el cielo, de donde sus filósofos la han expulsado» (Galileo 1632,
Diálogos sobre los dos máximos sistemas del mundo).

Por fin, hay que recordar que el sistema tolemaico llegó del exterior del cristianismo. En la
Biblia no hay una teoría cosmológica definitiva, a parte la idea de que el mundo ha sido creado por
Dios, y el sentimiento originario del hombre de la tradición hebreo-cristiana frente al universo es
más bien el de un asombro casi consternado (pero al mismo tiempo lleno de gratitud) frente a la
inmensidad del creado y a la omnipotencia del Creador, como se ve emblemáticamente en el
famosísimo Salmo 8:

2
Cuando contemplo los cielos,
obra de tus dedos,
la luna y las estrellas que allí fijaste,
me pregunto:
¿Qué es el hombre, para que en él pienses?

¿Qué es el ser humano, para que lo tomes en cuenta?


Pues lo hiciste poco menos que un dios,
y lo coronaste de gloria y de honra.
(Sal 8, 3-5)

Tampoco las cosas cambian hoy, a la luz de todos los nuevos descubrimientos astronómicos que
han demostrado que la colocación de la Tierra en el universo es mucho más marginal de lo que se
creía en el tiempo de Galileo. Aunque en un primer momento pueda impactarnos (pues la dimensión
del universo como lo conocemos hoy es realmente trastornante). En efecto esta tesis de la
desvalorización del hombre se basa en una concepción extremadamente grosera y primitiva de la
religión y de la moral. La idea básica es simplemente que “lo que es más grande, más vale”, de la
cual deriva que cuando el hombre estaba en el centro de un universo relativamente pequeño tenía
cierto valor, pero ahora que se encuentra en un punto cualquiera de un universo enorme tiene un
valor muy inferior. De este modo se cancelan de repente más que dos milenios de reflexión
filosófica, arriesgando regresar a posiciones pre-socráticas, como las sostenidas por los sofistas,
para quienes valía el principio que “justicia es lo que es útil a lo más fuerte”; o, peor, incluso a
posiciones decididamente neopaganas, con todas las inquietantes consecuencias que se pueden
fácilmente imaginar y que en efecto ya han empezado a verificarse realmente, sobre todo en el
campo bioético.

Otra idea grosera y primitiva es que el fin del sistema tolemaico, eliminando el Empíreo, habría
llevado a concebir un universo en que ya no hay un lugar para Dios y el Paraíso. Esta idea,1 tal vez
era verdadera al nivel popular (aunque al tiempo de Galileo ya había sido sustancialmente
abandonada), pero no podía mínimamente preocupar a los teólogos, que tenían una concepción de
Dios un poquito más refinada.

En resumen, debemos reconocer que el valor del hombre no depende de su colocación en el


espacio, ni de cualquier otro factor material, sino solo de su relación con el infinito. Por tanto, el
ampliamiento de sus horizontes solo puede exaltarlo más, pues así llega a una conciencia más
profunda de la grandiosidad del contexto en que vive y ve abrirse nuevos desafíos para su
inteligencia y su espíritu de aventura. Y en efecto esto es exactamente lo que aconteció en
consecuencia de los descubrimientos de Galileo.

1.4. El método de la ciencia natural

Por fin, Galileo definió, de una manera extremadamente clara y simple, y sobre todo definitiva,
el método de la ciencia natural, que sigue siendo idéntico todavía hoy, después de 4 siglos, lo que
es casi increíble. Pero hay más. En efecto, esto no fue solo un logro práctico, sino el descubrimiento
de un nuevo modo de usar la razón. Obviamente, la razón es siempre implicada en todo lo humano,
pero un nuevo método significa el descubrimiento de una nueva manera de usarla basada en reglas
válidas universalmente, lo que, como se puede fácilmente entender, no acontece muy a menudo.
Fue algo extraordinario, cuya importancia trasciende el ámbito de la ciencia natural. Como lo dijo
Einstein, «el descubrimiento y el uso del razonamiento científico, por obra de Galileo, fue uno de
los más importantes acontecimientos en la historia del pensamiento humano y representa el
verdadero inicio de la física» (Einstein e Infeld 1938: 19).

1
Hecha popular sobre todo por la comedia Vida de Galileo de Bertolt Brecht (1898-1956), pero que es tan poco fiable
que llega al punto de atribuir falsamente a Galileo las ideas panteístas de Giordano Bruno.
3
Y estos son los 4 principios básicos del método científico según Galileo, en orden de
importancia:

1) No “buscar la esencia”, sino limitarse a estudiar algunas propiedades.

2) No solo una genérica “observación”, sino experimentos.

3) Uso de la matemática.

4) Ningún principio de autoridad.

Aunque obviamente todos estos principios tienen que estar juntos para que el método pueda
funcionar, el primero es el más importante. En efecto, desde la Grecia antigua hasta Galileo todos
siempre intentaron hacer la ciencia según el método deductivo, que tuvo mucho éxito en metafísica,
lógica, matemática y especialmente en la geometría con los Elementos de Euclides (siglo IV - 283
a.C.). Luego, siempre intentaron en primer lugar establecer los principios fundamentales, para
después deducir todos los fenómenos particulares: pero siempre fracasaron. Galileo, en cambio,
entendió primero que en el caso de la ciencia de la naturaleza era necesario invertir el método,
empezando por los aspectos más simples y particulares, que conocemos por medio de la experiencia
sensible, para después llegar a los más profundos y generales, que en cambio pueden estar (y
muchas veces están realmente) más allá de la experiencia.

Esto es el famoso texto donde se encuentra la primera formulación de la inversión metodológica


galileana:
Por lo tanto, o nosotros queremos especular intentando penetrar la esencia verdadera e intrínseca de las sustancias
naturales; o nosotros queremos contentarnos en descubrir algunas de sus propiedades. Buscar la esencia, yo creo que es
un intento tan inútil en el caso de las sustancias muy simples como en el de las más lejanas y celestes: y me parece que
soy igualmente ignorante sobre la sustancia de la Tierra que de la Luna, de las nubles y de las manchas del Sol; ni veo
que comprendiendo estas sustancias cercanas tenemos otra ventaja que el número de las propiedades, pero todas
igualmente desconocidas. […] Pero si queremos limitarnos en aprender algunas propiedades, no me parece que sea
imposible descubrirlas también en los cuerpos más lejanos de nosotros, no menos que en los cercanos.
(Galileo 1613, Las manchas solares)

Es importante entender que esta limitación solo es metodológica

. Galileo no era ni un fenomenista (es decir, uno que piensa que solo podemos conocer lo que
aparece y no lo que realmente es)2 ni tanto menos un escéptico. Véase, por ejemplo, este texto de
los Diálogos: «SALVIATI - Usted yerra, señor Simplicio; usted debe decir que cualquiera sabe que
se llama gravedad. Pero yo no le pregunto sobre el nombre, sino sobre la esencia de las cosas»
(Galileo 1632: 260). O este de Las manchas solares: «Los nombres y las propiedades tienen que
adaptarse a la esencia de las cosas, y no la esencia a los nombres; porque antes fueron las cosas, y
después los nombres» (Galileo 1613a: 97). ¿Hay contradicción? No, porque Galileo no rechaza la
investigación de la esencia de las cosas, al punto que, si sufrió el proceso, fue exactamente porque
2
En efecto esta idea, hoy muy compartida, además de falsa es también anti-histórica, pues dicha distinción entre
propiedades y esencia solo nació con Kant y su famosa separación entre, exactamente, los “fenómenos” y las “cosas en
sí”. Según Aristóteles, en cambio, las propiedades sensibles (por lo menos las más importantes) son parte de la
“esencia” de una cosa (que significa simplemente “lo que una cosa es realmente”), aunque la esencia no se reduce a un
conjunto de propiedades sensibles (exactamente como, por otro lado, tampoco las teorías científicas, que para Galileo
tienen que descubrir qué son realmente las cosas, se reducen a un conjunto de enunciados empíricos, como querían los
neopositivistas).
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no aceptó presentar sus ideas solo como hipótesis, sino como conocimientos verdaderos de las cosas
(es decir, justamente, de su esencia). Pero después de Galileo el conocimiento de la esencia se
convierte en el punto de llegada de la investigación científica (que solo se puede lograr por grados
e imperfectamente) en lugar de ser su punto de partida, como era para los antiguos.

Muchos historiadores y epistemólogos no están de acuerdo, y eligen a uno de los otros tres como
el más importante, pero en efecto hay una estrecha relación lógica entre los 4 principios galileanos,
que están concatenados uno a otro de modo tal que los demás dependen todos, directamente o
indirectamente, del primero.

En primer lugar, en efecto, el experimento se diferencia de la simple observación porque es algo


artificial, orientado y repetible, que pide una intervención activa del científico. Pero esto solo es
posible exactamente porque tiene como su tarea evidenciar y estudiar “algunas propiedades”, y por
tanto se basa en el primer principio. Cabe subrayar que esto significa que el experimento siempre
implica una hipótesis teórica de algún tipo, sin la cual ni siquiera puede ser concebido. Por esto
hablar de mero empirismo o, hasta peor, de materialismo a este respecto no tiene sentido, aunque
tampoco significa que, al revés, el experimento pueda reducirse a la teoría, como pretende el
antirrealismo epistemológico moderno. Al contrario, exactamente la profunda e ineludible unidad
de razón y experiencia es la característica esencial del método científico galileano, que es también
el motivo esencial de su importancia filosófica en nuestro mundo moderno, que, como veremos, ha
sido construido exactamente sobre el rechazo explícito de dicha unidad.

Además, también la matemática, para poderse aplicar al estudio de la naturaleza, necesita un


objeto definido de manera precisa y no ambigua: por ejemplo, las leyes del movimiento solo
describen la trayectoria de un cuerpo, no su color o su sabor. Luego, también este principio para
funcionar tiene que limitarse al estudio de “algunas propiedades” y por lo tanto se basa en el
primero.

Por fin, Galileo rechaza el principio de autoridad, pero solo porque en la ciencia hay una
autoridad superior a la humana, la de la naturaleza (y, últimamente, de Dios mismo, que es su
Creador), que todos pueden interrogar a través de la matemática y el experimento. Pero, pues la
matemática y el experimento a su vez se basan en el primer principio, entonces también este cuarto
principio depende del primero, que por tanto es realmente el principio fundamental de Galileo.

Sin embargo, hay que añadir que todo esto vale en principio: en cambio, en la práctica está claro
que si cada científico tuviese que empezar todo el trabajo desde el principio, el progreso científico
sería imposible. Por tanto, tampoco la ciencia puede prescindir del método del conocimiento por fe
(que continuamente usamos en nuestra vida de cada día), y luego tampoco del principio de
autoridad, que en cambio se vuelve cada vez más importante con el incremento del número, de la
extensión y de la profundidad de nuestros conocimientos. Por tanto, hay una tensión entre el
aspecto teórico y el práctico, que es inevitable y que cada científico tiene que manejar lo mejor que
puede, intentando entender cuándo es oportuno fiarse con los ojos cerrados y cuándo, en cambio, es
mejor controlar personalmente. En todo esto juega un papel importante no solo la experiencia
profesional, sino también la humana, porque en la decisión de fiarse no entra en juego solo un juicio
técnico sobre la preparación científica del otro, sino también un juicio sobre su fiabilidad como
persona (método de la certeza moral). Luego, al final, en la realidad concreta, tampoco el método
científico, por más objetivo e impersonal que sea, puede prescindir completamente del factor
humano.

Por fin, cabe subrayar que todo esto, como Galileo dice claramente en el texto de las Manchas
solares y en muchos otros, vale solo en el caso “de las sustancias naturales”, o sea de los “cuerpos”.
Es decir, para Galileo el método del conocimiento depende del objeto: no hay un método único que
va bien para todo, objetos diferentes piden métodos diferentes (pluralismo metodológico, no
reduccionismo). Y, de hecho, aunque Galileo nunca desarrolló una reflexión sistemática sobre las
5
formas de conocimiento diferentes de la científica, que era la única que le interesaba y de la cual
quería ocuparse, de todos modos reconoció explícitamente el valor de otros dos métodos de
conocimiento además de la ciencia experimental (y, obviamente, de la matemática): el método
teológico, basado en la Revelación divina, y el artístico, basado en la capacidad de ensimismación
en los sentimientos de los otros.

1.5. El verdadero origen de la filosofía de la ciencia

Con Galileo, por tanto, no solo nació la ciencia, sino también la que hoy llamamos filosofía de la
ciencia, es decir, aquella parte de la filosofía que estudia el método de la ciencia y sus relaciones
con los otros campos del saber, la cual, pese al haber sido identificada como disciplina autónoma
con el nombre de “filosofía de la ciencia” solo al principio del siglo XX con el Círculo de Viena, en
realidad como práctica nació (y no podía ser de otro modo) junta a la ciencia misma, gracias a las
reflexiones de Galileo, tan profundas que siguen siendo todavía actuales. Y desde entonces la
filosofía de la ciencia siempre siguió siendo practicada, aunque bajo otros nombres, como “filosofía
del conocimiento”, “gnoseología general” y otros similares

En cambio, Galileo nunca quiso ser un filósofo en el sentido tradicional del término, pues
simplemente no le interesaba: por tanto, todo intento de atribuirle específicas tesis de metafísica, de
gnoseología, de filosofía de la naturaleza u otras similares, como muy a menudo se hace, es algo
forzado, que simplemente no les corresponde a los hechos.

1.6. ¿Por qué la ciencia nació en Italia?

En fin podemos preguntarnos: ¿por qué la ciencia nació en un preciso lugar y en un preciso
tiempo, es decir en la Italia del Renacimiento, al principio del siglo XVII?

Muchos historiadores dicen que dependió del progreso tecnológico. Sin embargo, la tecnología
no jugó un papel determinante en los descubrimientos de Galileo. Solo su telescopio era un
instrumento tecnológico, y no demasiado complejo. En cambio, para sus descubrimientos más
fundamentales, los de las leyes del movimiento de los cuerpos, Galileo usó cuerdas, bolas, planos
inclinados, relojes de agua, etcétera, es decir, cosas que siempre habían existido en cualquier
civilización. Además, también su matemática era muy simple (una matemática realmente difícil
empezó a ser necesaria solo con Newton). Y entonces, ¿por qué la ciencia nació en Italia?

Si no fue ni una cuestión tecnológica, ni matemática, yo creo que fue una cuestión cultural. Y
estos fueron, en mi juicio, los 3 factores culturales relevantes para el nacimiento de la ciencia
moderna:

1) El redescubrimiento del platonismo y de los textos de los matemáticos griegos, guardados y


desarrollados por los árabes

2) , aunque, más que un concreto instrumento de trabajo (como hemos dicho, la matemática
usada por Galileo era muy simple), fueron sobre todo un estímulo cultural, en el sentido de
difundir la idea que la naturaleza tiene una estructura matemática.

2) La fe griega y cristiana en un orden racional del mundo, que es un cosmos y no un caos,


como en cambio es en todas las religiones panteístas o animistas. En efecto era necesaria
mucha fe en la racionalidad del mundo y en la capacidad de nuestra razón de entenderla,
para empezar el método experimental, porque en principio no hay ningún motivo de pensar
que aislando algunas propiedades no vamos a alterar sustancialmente nuestro objeto de
estudio

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3) (lo que en efecto fue algo que muchos objetaron a Galileo).

3) Y sobre todo la fe cristiana en la creación del mundo, de la que deriva:

a) La dignidad de todas las cosas. Era realmente necesaria una fe cierta en la dignidad
de todo lo que existe para decidir que merece estudiar no solo las cosas celestes, sino
también las del nuestro mundo (que para los Griegos era el reino de la imperfección)
y sobre todo para entender que por esto, además del razonamiento, es necesario el
trabajo material (que para los Griegos era una cosa de esclavos).

b) La contingencia del mundo. Además y sobre todo, la fe en la creación nos dice que el
mundo es como es porque Dios así lo quiere, pero habría también podido ser
diferente: y esto es el fundamento metafísico último de la inversión metodológica
galileana, porque está claro que si el mundo es contingente no hay principios
necesarios de la naturaleza que, como tales, se puedan buscar solo por la pura razón
(como en la lógica, las matemáticas o la metafísica) y por tanto es necesario empezar
de la experiencia y de los aspectos particulares que por su medio podemos conocer.

Esta actitud tiene un nombre muy bien conocido: humildad. Pero que no es, como muchas veces
se dice, el sentimiento que somos pequeños (que solo es depresivo), sino, en cambio, es el
sentimiento que la realidad es grande, es interesante, es atractiva: porque esto sí, es lo que hace
mover al hombre para conocerla.

Obviamente todo esto no significa que para ser buenos científicos sea necesario ser cristianos (lo
que sería una tontería absoluta), sino solamente que del encuentro entre el Cristianismo y la parte
mejor de la cultura griega nació un clima cultural particularmente favorable para la ciencia, cuya
actual debilitación ciertamente no la ayuda.

2. Descartes y el origen de la filosofía moderna


2.1. Descartes y el mecanicismo

El francés René Descartes (1596-1650)

fue el padre del mecanicismo filosófico moderno, que por algún tiempo pareció ser confirmado
también por los descubrimientos científicos, hasta hacerse, para así decirlo, la visión “oficial” del
mundo en los siglos XVIII y XIX.

La filosofía clásica, de acuerdo con el sentido común, reconocía la existencia de varios tipos de
mutación: nacimiento y muerte (mutación sustancial); alteración (mutación cualitativa);
crecimiento y disminución (mutación cuantitativa); movimiento (mutación local).

Para el mecanicismo, en cambio, la única forma real de mutación es la cuarta, o sea: todo cambio
se reduce al movimiento. Generalmente éste se imagina como el resultado del movimiento de
partículas inmutables, los átomos, en un espacio vacío, como primero lo concibió el filósofo griego
Demócrito (460-360 a.C.), aunque esto no sea estrictamente necesario: 3 la esencia del

3
En efecto, precisamente Descartes en principio no admitía la existencia ni de los átomos ni del vacío, aunque de un
punto de vista práctico esto no hizo mucha diferencia, pues Descartes desarrolló toda su filosofía basándose en solo 3
tipos de partículas fundamentales, aunque en principio cada una siempre se podía descomponer en otras más pequeñas
(para profundizar véase Musso 2011, La scienza e l’idea di ragione, Mimesis, Milano, pp. 178-180).
7
mecanicismo, cabe repetir, consiste en el explicar todo lo que acontece en el mundo exclusivamente
por medio del movimiento.

De esta idea básica deriva que todos los seres complejos no son nada más que el resultado del
movimiento de partes simples, idea que puede ser atractiva por su simplicidad, pero tiene una
lamentable, pero inevitable consecuencia: los seres complejos no tienen una autentica
individualidad en cuanto no son nada más que simples agregados de partes. Y en efecto para
Descartes los animales son máquinas: el hombre es la única excepción, pero solo porque él lo
identifica con su alma, mientras que el cuerpo humano también es una máquina. Sin embargo, está
claro que se trata de una solución muy problemática que, por lo tanto, ya abre el camino a una
visión enteramente mecanicista también del ser humano. En efecto, para que un ser compuesto sea
realmente un individuo es necesario que sus partes se junten de una manera mucho más profunda de
la meramente mecánica. Como veremos más adelante, la física moderna va precisamente en esta
dirección, pues ya ha superado definitivamente el mecanicismo. Sin embargo, en el tiempo de
Descartes parecía exactamente el contrario. En efecto, aunque Galileo nunca fue un teórico del
mecanicismo, la nueva ciencia creada por él nació, como hemos visto, con el descubrimiento de las
leyes del movimiento de los cuerpos, que eran leyes mecánicas. Además, como vamos a ver en el
próximo capítulo, también la teoría de la gravitación universal descubierta por Newton era
básicamente (aunque no completamente) mecánica. Por esto, pareció a muchos que todos los
extraordinarios descubrimientos hechos por la ciencia natural en los siglos XVII, XVIII y XIX
fuesen pruebas también de la verdad del mecanicismo filosófico propuesto por Descartes.

2.2. El “método” según Descartes

En cuanto a su famoso “método”, a pesar de que Descartes en sus libros indicó un número de
reglas muy variables (de 4 a 21), básicamente este se reducía a dos pasos fundamentales:

a) análisis: cada objeto que se quiere estudiar tiene que ser descompuesto en partes
simples;

b) síntesis: dichas partes simples tienen que ser juntadas de nuevo en un único
mecanismo por medio de las leyes del movimiento.

Pues según Descartes cualquier objeto complejo puede (por lo menos en principio) ser
descompuesto en sus partes simples, que se conforman todas a las mismas leyes, luego la ciencia
puede (por lo menos en principio) contestar a cualquier pregunta.

Sin embargo, hay que decir que para Descartes dicho método era en primer lugar el método de la
filosofía, que luego se convertía también en el método de la ciencia por causa de su concepción pre-
galileana de la ciencia misma, que para él tenía que ser deducida por los principios de la filosofía.
Por tanto, era necesario en primer lugar reformar la filosofía, para sucesivamente derivar de ella la
ciencia correctamente, como ya afirmaba claramente en su primera y más famosa obra, el Discurso
del método: «Dándome cuenta de que los principios científicos tienen que depender todos de la
filosofía, pensé que, en primer lugar, tenía que intentar establecer algunos principios ciertos que en
ella aún no encontraba» (Descartes 1637, Discurso del método).

2.3. Un pensador pre-galileano

Aunque sea generalmente presentado como un científico, y a veces hasta como el que comenzó
la ciencia moderna junto a Galileo, en efecto Descartes malentendió completamente la novedad del
método galileano

, y no solo genéricamente, sino punto por punto:

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1) En primer lugar, la limitación galileana al estudio de algunas propiedades, que fue la
clave de su revolución metodológica, para Descartes en cambio es un grave error. Además del
texto que hemos recién visto, se pueden citar muchos otros. Por ejemplo, en una carta a su
amigo, el filósofo francés Marín Mersenne (1588-1648), Descartes critica a Galileo porque
«sin considerar las causas primeras de la naturaleza, solo buscó las razones de algunos efectos
particulares», e incluso agrega que en los libros de Galileo «no hay nada que querría haber
escrito yo» (Descartes 1638, Carta a Mersenne). Además, en otra carta agrega: «Yo estoy
convencido que toda la filosofía es como un árbol, cuyas raíces son la metafísica, el tronco es
la física y las ramas que del tronco proceden son todas las otras ciencias» (Descartes 1644,
Introducción a Los principios de la filosofía). Y en Los principios de la filosofía pretende
incluso deducir leyes naturales del principio metafísico de la inmutabilidad de Dios
(exactamente al igual de Aristóteles): «De esta inmutabilidad de Dios, y del hecho de que
siempre actúa de una misma manera, podemos llegar al conocimiento de algunas reglas, que
yo llamo leyes de la naturaleza» (Descartes 1644, Los principios de la filosofía). Por fin, en
El Mundo Descartes dice explícitamente que para él el método de la ciencia natural se queda
deductivo, empezando por los principios primeros (metafísicos) y deduciendo de esos todas
las propiedades particulares: «Quien sabrá examinar suficientemente las consecuencias de
tales verdades y de nuestras reglas podrá conocer los efectos a partir de las causas; y, para
usar los términos de la Escuela, podrá tener demostraciones a priori de todo lo que puede ser
producto en este [...] mundo» (Descartes 1633, El Mundo).

2) Descartes habla de experimentos, pero en realidad en base al contexto se ve


claramente que entiende las simples observaciones (que muchas veces ni siquiera hace, y
cuando las hace casi siempre son erróneas). Además, él dice claramente que los experimentos
solo pueden servir para establecer los particulares y no los principios básicos de la ciencia,
que deben ser deducidos de los principios de la filosofía y, por otro lado, son «así evidentes
que basta oír enunciarlos para aceptarlos» (Descartes 1637, Discurso del método).

3) Sí usa la matemática, pero sólo como modelo de su método deductivo y nunca como
instrumento (exactamente como los antiguos y al revés de Galileo).

4) Por fin, rechaza la autoridad, pero no porque piensa que todos pueden usar su método
(como pensaba Galileo), sino porque piensa que él solo puede realmente entenderlo.

Además, negando su método, Descartes llega por consiguiente a negar también las dos
principales características de la ciencia moderna fundada por Galileo: la de ser por su naturaleza un
trabajo común y la de ser por su naturaleza un trabajo abierto, en continuo progreso y en continua
evolución. Descartes, en cambio, piensa que ninguno pueda ayudarlo porque según él un trabajo
sale mejor cuando es obra de uno solo, y además porque los otros no pueden entender su método tan
bien como él, pues según él solo se entiende realmente lo que se descubre personalmente y no lo
que se aprende de otro. Además, Descartes está seguro de poder descubrir toda la ciencia natural
durante su vida, al punto que ya en 1637, en el Discurso, pretende haber ya hecho acerca del 60-
70% del trabajo (cf. Descartes 1637, Discurso del método).

Sin embargo, de hecho Descartes no dio ninguna contribución directa a la ciencia natural,
aunque dio algunas fundamentales (pero indirectas) con sus descubrimientos matemáticos
(especialmente los de la geometría analítica). Su física era completamente deductiva, no contenía
ni una fórmula matemática (al punto que cuando Newton quiso rechazarla tuvo que traducirla él
mismo en términos matemáticos) y se reveló no solo errónea, sino incluso contradictoria. Por fin,
tampoco descubrió (como a veces se pretende) ni el principio de la inercia (que, como hemos visto,
ya había sido establecido por obra de Galileo) ni el principio de acción y reacción (que será
establecido por obra de Newton), acerca del cual llegó a enunciar hasta 7 diferentes leyes, todas
9
erróneas y algunas incluso absurdas, como por ejemplo la cuarta, que dice: «Si el cuerpo C fuese
más grande que B, hasta poco, y fuese perfectamente inmóvil, […] con cualquier velocidad B
pudiese venir en contra de ello, nunca habría la fuerza para moverlo, sino que sería obligado a
rebotar hacia el mismo lado donde había venido» (Descartes 1644, Los principios de la filosofía).

Claramente la pregunta nace espontánea: ¿cómo es posible que Descartes haya llegado a decir
cosas como estas, que no solo son erróneas, sino que son tan claramente absurdas? Pero por una vez
no es necesario hacer ningún esfuerzo de interpretación, pues nos lo dice él mismo poco después.
Todo nace del radical rechazo del valor de la experiencia sensible: «Y las demostraciones de todo
esto son así ciertas, que incluso si la experiencia parecería hacernos ver lo contrario, no obstante
deberíamos creer más a nuestra razón que a nuestros sentidos» (Descartes 1644, Los principios de
la filosofía). Y ¿éste sería el padre de la ciencia experimental?

Hay que reconocer que Descartes tuvo por lo menos una intuición del principio de la inercia más
clara que la de Galileo, pues para él se aplica solo al movimiento rectilíneo uniforme, mientras que
Galileo pensaba, erróneamente, que se aplica también al movimiento circular uniforme. Sin
embargo, en Descartes se queda así: una intuición, y nada más. Y exactamente aquí está la
diferencia, a no decir el abismo, entre la concepción de la ciencia típica de los antiguos (y de
Descartes), que pretendía basarse exclusivamente en una intuición intelectual de las propiedades
fundamentales de la naturaleza (o sea, exactamente, de las “esencias”) alcanzada por la pura razón,
y el método galileano, que en cambio nos obliga a basarnos constantemente en las “experiencias
sensibles” y las “necesarias demostraciones”. Tal es la potencia de este método, que, siguiéndolo,
incluso puede llegar a transformar una intuición todavía imperfecta en uno de los pilares de la
ciencia de los siglos futuros; mientras que, en cambio, siguiendo el otro camino aún la intuición más
feliz y exacta se encuentra condenada a una inescapable esterilidad.

Hay una importante lección que sacar de todo esto: la ciencia es esencialmente una cuestión de
método. Es decir, una teoría es científica si, y solo si, sigue el método experimental galileano: si no,
tan solo es pura fantasía, aún cuando usa “materiales de construcción” del mismo tipo de otras
teorías científicas ya aceptadas. Esto en efecto es uno de los “trucos” que el materialismo y el
cientificismo usan más frecuentemente para intentar justificarse: por ejemplo, construyen una teoría
que dice que el pensamiento se puede explicar enteramente en términos materiales y, a pesar de que
no tenga ningún respaldo experimental,4 nos dicen que debemos aceptarla porque es “científica”, en
cuanto se basa solo en conceptos “científicos”, como neutrones, átomos, corrientes eléctricas,
etcétera. Pero todo esto en realidad no significa nada si no se puede probar experimentalmente.

Incluso, podemos decir que, paradójicamente, Descartes, que en filosofía fue quien rompió con
la tradición clásica para convertirse en el primero de los modernos, al contrario respecto a la
concepción de la ciencia natural fue, en un sentido, el último de los antiguos: pues, a pesar de que
sus principios eran diferentes de los de Aristóteles, su método, en cambio, era absolutamente
idéntico. Por lo tanto, la verdad es que Descartes fue un filósofo y un matemático (y de primera
grandeza), pero nunca fue un científico: es más, fue, en todo sentido, un pensador pre-galileano.
Por consiguiente, su mecanicismo no tiene ninguna relación con la ciencia, sino nace en un ámbito
muy diverso.

2.4 El dogma central de la modernidad

Como ya hemos adelantado, en el origen del pensamiento cartesiano está la idea de reconstruir
toda la filosofía según el método de la matemática, la única disciplina que hasta entonces, a su
parecer, hubiese logrado resultados ciertos y aceptados por todos. Esto significaba encontrar al
menos una verdad absolutamente cierta de la cual empezar para luego deducir todo lo demás.

4
Más frecuentemente el truco es un poquito más sutil, en el sentido de que la teoría sí tiene algunos respaldos
experimentales, pero que solo se refieren a una parte de esa, mientras que la teoría en su conjunto no los tiene.
10
Descartes identifica este “comienzo” absoluto de la filosofía en el famoso “Cogito ergo sum”
(“Pienso, luego existo”), porque ésta es la única cosa que es necesariamente verdadera aún si todo
lo que veo y lo que pienso fuese falso (por ejemplo, porque hay un genio maligno muy poderoso
que me engaña, según la famosa hipótesis hecha por Descartes mismo).

Está claro que Descartes no duda en serio que tiene un cuerpo, que el mundo existe, que 2+2=4,
etcétera, pero no quiere reconocer como verdadero nada que no pueda ser cierto de una manera
irrefutable. Precisamente para esto le sirve la duda que, por tanto, se llama duda metódica, porque
en efecto solo es metódica, en el sentido que después de haber cumplido con su tarea, es decir,
ayudarnos a rechazar todo lo que no es absolutamente cierto, tiene que ser superada. Y la manera de
superarla según Descartes es que todo lo que no es evidente como el “Cogito” tiene que ser
deducido de eso (y precisamente aquí está su error, y no en el “Cogito” en sí mismo, pues lo que
dice es correcto, aunque bastante banal).

En efecto, para Descartes el “Cogito” no me dice solo que soy (por lo que no sería tampoco
necesario: al fin y al cabo, para ser engañado, antes de pensar, tengo que ser), sino también qué
cosa soy, vale decir, una cosa que piensa (la llamada “res cogitans”): o sea, para Descartes el
hombre se identifica con su alma.

Luego, Descartes agrega que, reflexionando sobre este concepto, parece evidente que la
diferencia entre esta “cosa que piensa” y todas las otras es que la “cosa que piensa” no tiene
extensión (es decir, no ocupa espacio) mientras que todas las cosas materiales sí. De esto, Descartes
saca la ulterior conclusión que luego la extensión es la única propiedad real de la materia, que por
tanto es una cosa extensa (la llamada “res extensa”). Es decir, Descartes, basándose únicamente en
el “Cogito”, pretende nada menos – ¡muy aristotélicamente! – establecer la esencia de la materia,
que identifica con la extensión. De este modo, él reduce todas las propiedades materiales a las
meras propiedades geométricas. Claro está que dicha conclusión es incorrecta, porque del hecho de
que una propiedad sea la única común a todos los cuerpos5 no deriva lógicamente que sea la única
real: pero así lo pensaba Descartes.

Hay que decir que en esta forma extrema el mecanicismo nunca fue adoptado por la ciencia. En
efecto, una materia sin ninguna propiedad cualitativa ni siquiera puede ser pensada (exactamente lo
opuesto a lo que creía Descartes) y, en todo caso, no corresponde a la del mundo real.

Sin embargo, todo esto pasa porque, al principio, Descartes decide basarse exclusivamente en
una razón autosuficiente, que tiene que buscar la verdad únicamente por sus fuerzas, sin basarse en
nada externo a ella. Entonces, el fundamento último del mecanicismo cartesiano está en esta opción
originaria a favor del racionalismo, y no en cualquier motivo de tipo científico. Además, dicho
racionalismo no nace en absoluto, como siempre se sostiene, de la confianza en la razón, sino de
una profunda desconfianza en la experiencia, que llega hasta a la negación de la unidad originaria
de razón y experiencia, como lo dijo explícitamente Descartes: «Luego, pues los sentidos a veces
nos engañan, quise suponer que ninguna cosa fuese tal cual nos la hacen imaginar» (Descartes
1637: 312).

Esto, en mi opinión, es lo que podemos considerar el auténtico dogma central de la modernidad:


la tesis de que la razón no puede encontrar la verdad dentro de la experiencia.

Lo que quiero decir es que esta es la idea que está en la base de todas las diferentes corrientes de
la filosofía moderna, o sea, de todas aquellas escuelas filosóficas que reconocen a Descartes como a
su padre, pese a que (obviamente) ninguna comparta todas sus tesis. Y en efecto, si adoptamos esta
5
Además, tampoco es cierto que la extensión sea realmente la única propiedad común a todos los cuerpos: por ejemplo,
según la física moderna todos los objetos materiales tienen energía, de una forma u otra (a menos que tengan razón De
Broglie y Bohm con su teoría de la onda piloto, pero que todavía no se sabe si es correcta). Pero esto no se pudo
descubrir solo pensando, sino experimentando, es decir, usando el método galileano, y no el cartesiano.
11
clave de lectura, descubrimos que las dos caras más características de la modernidad, el
racionalismo y el relativismo (aunque sin duda hoy en día es el segundo el que domina),
aparentemente opuestas entre sí, en realidad no son otra cosa que las dos caras de una misma
medalla: caemos en el primero si no queremos renunciar a la verdad (pero luego hay que tirar la
experiencia por la ventana); caemos en el segundo si no queremos renunciar a la experiencia (pero
luego hay que tirar por la ventana la verdad). En otras palabras, el relativismo nace del fracaso del
racionalismo, pero no de su rechazo: el relativista es un racionalista decepcionado, pues ha
abandonado la idea de que se puede llegar a la verdad basándose en la sola razón, pero que sigue
siendo racionalista, pues sigue compartiendo la idea que no se puede llegar a la verdad basándose
en la experiencia.

Por fin, cabe subrayar que cualquiera que comparta dicho “dogma”, independientemente de
cualquier otra convicción suya, no puede entender realmente la ciencia y es fatalmente destinado,
tarde o temprano, a renegarla, sean lo que sean sus intenciones iniciales, pues, para el método
científico galileano la unidad entre razón y experiencia es absolutamente esencial e ineliminable. Y
en efecto esto es exactamente lo que pasó, no solo a Descartes, sino, como veremos, también a
todos sus seguidores.

2.5 Duda y pregunta

Luego, Descartes sigue diciendo que también todas las otras ideas que tenemos y que son tanto
“claras y distintas” como el “Cogito” tienen que ser verdaderas, porque si fuesen falsas nunca
podremos darnos cuenta, y Dios, siendo bueno, no puede permitir que seamos engañados sin
remedio. Sin embargo, las 3 demostraciones de la existencia de Dios que Descartes propone están
todas basadas (y no podría ser de otra manera) en el supuesto de que las ideas “claras y distintas”
sean verdaderas. Por tanto, de esta manera se cae en un círculo vicioso.

Es muy importante entender que el problema básico que afecta al razonamiento de Descartes es
el mismo que afectaba a los razonamientos “científicos” de los antiguos y que empujó a Galileo a
actuar su revolución metodológica (que, como hemos visto, Descartes malentendió), o sea, que el
mundo es contingente. Por consiguiente, su existencia (así como sus propiedades), no siendo
necesaria, no puede ser “deducida” por ningún principio lógico o metafísico: luego, o lo aceptamos
como un dato originario e irreductible (podríamos decir también: como un don), o lo perdemos sin
remedio.

Pero quien acepta este inicial “salto en el vacío”, después descubre de pronto la posibilidad de
una gran fecundidad; mientras quien no quiere moverse sin seguro se encuentra condenado a la
esterilidad. Esto recuerda el dicho del Evangelio: «Quien quiere salvar a su vida la perderá, y quien
la pierda por mí la encontrará» (Lc 9, 24).

También científicos distinguidos dijeron algo similar (aunque por cierto no pensaban en
Descartes), como por ejemplo Albert Einstein «La fe en un mundo exterior independiente del
individuo que lo explora está en la base de cualquier ciencia de la naturaleza» (Einstein 1934), O,
hasta más claramente, Max Planck:
Que nadie nos venga a decir que ni siquiera en la más exacta de las ciencias se puede trabajar sin una intuición del
mundo, es decir, sin hipótesis indemostrables. Tampoco en física se puede ser beatos sin la fe, al menos sin fe en una
realidad exterior a nosotros. […] Un científico que en su trabajo no se deje guiar por una hipótesis, todo lo prudente y
provisional que se quiera, renuncia a priori a la íntima comprensión de los resultados que él mismo obtenga. […] Pero
todavía se puede dar un paso más, y afirmar que también al reunir el material científico la previsora y clarividente fe en
nexos más profundos puede prestar valiosos servicios. Porque marca el camino y agudiza los sentidos.
(Planck 1933, El conocimiento del mundo físico)

12
Y que incluso hablar de “don” a este propósito no sea exagerado se ve, por ejemplo, en cómo se
expresó el gran físico Werner Heisenberg después de haber descubierto la ecuación fundamental de
la mecánica cuántica (o sea, de la teoría atómica moderna), a pesar de que él ni siquiera creía en un
Dios personal a Quien agradecer, pero evidentemente la experiencia que hizo de haber recibido esto
de Otro como un don fue tan fuerte que no pudo negarla, aunque estuviese en contra de sus
prejuicios:
Y ahora […], todo el territorio de las relaciones internas de la teoría atómica se ha desplegado repentinamente ante
mis ojos con claridad. Que estas relaciones internas muestren, en toda su abstracción matemática, un grado de increíble
sencillez, es un don que solo podemos aceptar con humildad. Ni siquiera Platón habría podido creer que fueran tan
bellas. Estas relaciones, en efecto, no pueden ser inventadas. Existen desde la creación del mundo.
(Heisenberg 1971, Física y más allá)

Luego, la duda metódica de Descartes no tiene nada que ver con el autentico método científico,
más bien, nace precisamente de su malentendimiento, y a largo plazo lleva inevitablemente a un
escepticismo absoluto (y no solo metodológico), como la historia ha demostrado claramente, y
como vamos a ver mejor en lo que sigue.

Hay que subrayar que esta no era la intención original de Descartes, para el cual, como hemos
recién dicho, la duda solo era metodológica y solo servía para llegar a una certeza más fuerte.
Además, no era por nada el método de todo el conocimiento, sino solo de su fase inicial y
“fundativa”. Luego, no creo que Descartes, si viviese hoy, se reconocería en los actuales teóricos de
la duda universal como única vía al pensamiento crítico y racional, aunque, como hemos recién
dicho, exactamente esto sea el desemboque inevitable de la tradición filosófica comenzada por él.

Ahora bien, ¿cuál es lo contrario de “duda”? En un sentido podemos decir que es la “pregunta”. 6
De hecho, muchos de los que exaltan la duda como fundamento del pensamiento crítico, en realidad
quieren hablar de la pregunta, como se ve por el tipo de discursos que hacen: pues no es solo una
diferencia de palabras, sino de método. En efecto, se pregunta para obtener una respuesta (y por lo
tanto para salir de la duda). Además, se duda solos, mientras que se pregunta a otro, diferente de
nosotros y fuera de nosotros. Por esto los científicos nunca se preocupan mucho de los límites de
una teoría y de los problemas insolutos que siempre e inevitablemente contiene: porque saben
perfectamente que lo único que hay que hacer es seguir preguntando a la realidad, seguros de que,
tarde o temprano, nos responderá, como siempre hizo en el pasado; y que es necesario basarnos en
las certezas que nos ha dado no menos que en las preguntas que ha hecho nacer en nosotros, pues de
otro modo se cae exactamente en una duda paralizante que no nos lleva a nada. Y de hecho la
historia de la ciencia nos prueba que siempre las cosas han sido realmente así: solo tomando en
serio una teoría que ya ha demostrado funcionar y empujándola hasta sus extremos límites para
obtener de ella todo lo que se puede, se llega también a encontrar una mejor; lo que en cambio sería
imposible si tuviésemos que dudarla cada vez que encontramos alguna dificultad. Por analogía y al
mismo tiempo oposición a la duda metódica de Descartes, podríamos llamar esta actitud certeza
metodológica.

2.6 “Dios, si existe, no importa”: el dualismo metafísico de Descartes

Y ahora vemos las consecuencias últimas de la posición de Descartes, que llega a un dramático
dualismo metafísico entre el mundo de la materia y del espíritu.

En efecto, Dios parece importante, o más bien fundamental, en el sistema de Descartes

, pero en realidad este Dios sirve solo para asegurarnos que el mundo existe (lo que, como hemos
visto, ni siquiera logra hacer). Pero por lo demás, el mundo es un sistema mecánico separado y
6
Esta idea me la sugirió hace muchos años mi amigo italiano Luca Tuninetti (1963-vivo).
13
autosuficiente, en que Dios no hace nada, y, luego, ya no es interesante, pues sus leyes son
establecidas por la razón humana (entendida en el sentido racionalista), en lugar de ser reconocidas
a partir de una realidad que no es obra nuestra y que por tanto siempre puede sorprendernos. Como
dijo el filósofo italiano Cornelio Fabro (1911-1995), con Descartes empieza aquella tendencia
típica de la mentalidad moderna para la cual «Dios, si existe, no importa» (cf. Fabro 1969,
Introducción al ateísmo moderno). Y lo mismo vale para el alma, que por una parte tiene toda la
verdad en sí misma, pero por la otra está completamente separada del cuerpo, que es también
autosuficiente y comunica con ella solo a través de la misteriosa glándula pineal, que es como la
“encarnación” visible de toda la extrema fragilidad de esta filosofía.

La consecuencia inevitable es lo que se llama el “dualismo metafísico”, por el cual mundo y


Dios, cuerpo y alma, sentimiento y razón, conocimiento y realidad, subjetividad y objetividad,
coexisten pero sin estar realmente juntos: están paralelos, pero separados en raíz.

2.7 El alba inconclusa del Renacimiento

Según la interpretación hoy dominante, en el Renacimiento, juntas a la nueva ciencia descubierta


por Galileo y Descartes, nacieron una nueva idea de razón, el “racionalismo”, y una nueva cultura,
la “modernidad”.

Pero lo que realmente ocurrió en el Renacimiento fue una dramática dicotomía entre dos
opuestas concepciones de la razón y de la cultura: la de Galileo, que es la base de la ciencia
auténtica y seguía, potenciándola y abriéndole nuevas perspectivas, la tradición clásica y cristiana; y
la de Descartes, que en cambio es la base del cientificismo7 y rompía completamente con dicha
tradición (pese a que también Descartes era cristiano) para afirmar el nuevo enfoque racionalista.

Cada una de dichas perspectivas causará profundísimas consecuencias en muchos otros aspectos
de la concepción global del hombre y de su actuar en el mundo.

1) Razón.

El primer punto es precisamente la razón, que para Descartes se debe entender como “medida de
todas las cosas”, como si se tratase de una habitación, pero que se la puede agrandar cuanto se
quiera, pero en tanto que habitación es limitada y está destinada a convertirse en una tumba, una
prisión, donde cualquier novedad es imposible o solo aparente, es decir formal: como en el juego
del “mecano”, para los niños puede cambiar la construcción formal, pero las piezas que la
componen serán siempre las mismas.

En cambio, para la tradición cristiana la razón es conocimiento de la realidad según la totalidad


de sus factores y por tanto es como una mirada abierta, o, para seguir con la comparación, no
“habitación” sino “ventana” abierta de par en par a una realidad en la cual dicha mirada nunca
termina de entrar del todo; realidad que el hombre posee y experimenta como suya en la medida que
se adhiere a ella, la obedece.

No hay duda que para Galileo, como hemos visto, la razón, también o más bien en primer lugar
la razón científica, es estructuralmente abierta, pues la realidad, siendo obra de Dios, siempre es y
será más grande de lo que podemos entender. Por esto el conocimiento es una aventura sin fin,
donde hay que buscar diferentes métodos en dependencia de los diferentes objetos que se estudian.

En cambio, para Descartes la razón puede y debe ser cerrada en sí misma, pues nunca debe
basarse en la experiencia, que es por su naturaleza engañadora. Por esto puede existir un único
7
Es verdad que Descartes personalmente no era nada cientificista, más bien, sostenía que es la ciencia la que depende
de la filosofía y no viceversa. Sin embargo, manteniendo, contra Galileo, la pretensión de que el método del
conocimiento sea único, allanó objetivamente el camino al cientificismo, que se convirtió en el lógico desemboque de
su posición apenas la ciencia se afirmó como un tipo de conocimiento más fiable que la filosofía.
14
método para todo conocimiento, basado en el mecanicismo, cuya tarea es de llegar lo más temprano
posible a una verdad cierta y definitiva, capaz de agotar de una vez toda la realidad y su misterio.

2) Libertad.

Hoy la libertad se entiende básicamente como ausencia de vínculos, como abandono de uno
mismo exclusivamente al propio impulso reactivo, al instinto, a la imaginación, a la opinión, es
decir, como libertad de elección (la que los filósofos clásicos llamaban “libertas minor”). Se puede
traducir esta concepción de manera banal diciendo que “la libertad es hacer lo que me gusta más”.

Pero en efecto incluso en esta concepción está involucrada implícitamente la idea que para poder
hacer una real experiencia de libertad lo que hago tiene que gustarme: es decir, es necesaria una
correspondencia con mi persona. Y en efecto para la tradición clásica y cristiana la libertad en su
sentido más profundo es un esfuerzo de adhesión a lo real, al ser, es decir, a otra cosa distinta de
uno mismo, que completa, hace crecer, construye y realiza nuestra persona.

Ahora bien, sin duda la libertad en la ciencia se expresa esencialmente en la creatividad del
científico: sin embargo, para Galileo dicha libre creatividad nunca está desvinculada de la realidad
física, sino, por lo contrario, tiene como tarea precisamente la adhesión a ella, que es también algo
que nos corresponde, en cuanto corresponde a nuestra razón, y puede cumplementar, si no toda
nuestra persona, por lo menos nuestro conocimiento.

En cambio, para Descartes el punto de partida para crear algo nuevo, tanto en la ciencia como en
la filosofía, está exactamente en la rotura de cualquier ligamen con la tradición y la realidad,
refugiándose en el puro pensamiento, aunque para él esto todavía tenga un valor de conocimiento
objetivo, pero que se perderá progresivamente entre los que seguirán su impostación.

3) Conciencia.

Para la cultura moderna la conciencia es el lugar donde uno decide el criterio y la normativa de
la acción: es decir, es la fuente autónoma de la norma ética.

En cambio, para la tradición clásica y cristiana la conciencia es el lugar donde la libertad del yo
reconoce una orden objetiva dada desde fuera de uno mismo, a la cual se debe obedecer.

Ahora bien, ¿podemos decir que para Galileo hay un momento en que la libre creatividad del
científico se pone frente a algo que existe en la realidad, independientemente de él? Ciertamente sí:
este es el momento del experimento, en el cual brota la orden objetiva de la realidad, la que se debe
reconocer y obedecer, pero sin que esto mortifique la creatividad del científico, más bien, siempre
ocurre exactamente lo contrario, porque si uno sigue la sugerencia de la realidad siempre llega a
resultados mucho más interesantes de los que imaginaba.

En cambio, para Descartes los criterios y las normas de la acción, tanto de la personal como de la
científica, llegan enteramente del interior del yo. Y aunque él siga pensando de tal modo que el yo
en efecto entienda el orden objetivo de la realidad, sin embargo, como no hay ningún criterio
exterior, todo acaba en poder de la pura interpretación subjetiva, como, una vez más, quedará
evidente en sus seguidores.

4) Cultura.

15
De lo que hemos dicho inevitablemente se deriva que para el hombre, “medida de todas las
cosas”, la cultura es una proyección humana sobre lo real con el fin de poseerlo. Pero de esta
manera la ciencia y la técnica (y con ellas quien las usa) se convierten en un mero producto social,
y por tanto están condenadas a servir a una ideología para subrayar el particular punto de vista
según el cual tenga interés en moverse el poder a fin de “tener” más.

En cambio, según la tradición clásica y cristiana, como dijo Juan Pablo II, «la cultura es lo que
hace al hombre más hombre» (Juan Pablo II 1980, Discurso a la UNESCO), y concierne, por lo
tanto, al ser del hombre.

Ahora bien, no hay duda de que para Galileo la ciencia se refiere a las cosas como son en sí
mismas, es decir a su ser: por tanto ella también es un factor (aunque parcial) de humanización del
hombre.

En cambio, no hay duda que Descartes también pensaba que su método llevaría al conocimiento
del verdadero ser de las cosas y que produciría un ennoblecimiento del ser humano. Pero esta era
una pretensión incoherente con lo demás de su pensamiento y por tanto no podía durar en el tiempo.
Y, de hecho, no duró, como veremos en lo que queda del curso.

2.8 La opción

Antes de seguir con nuestra historia, tenemos que aclarar un punto esencial: ¿por qué, si es tan
evidente que esta idea de razón no es correcta, para muchos (filósofos, científicos, o incluso gente
común) parece tan difícil, o más bien imposible, cambiarla?

En algunos casos la respuesta puede ser que sí querrían hacerlo, pero no ven una alternativa.
Creo que muchas veces la respuesta es que cambiar esta idea es algo más que cambiar simplemente
una idea: porque por una ventana abierta puede pasar cualquier cosa, y por tanto esto significa en
realidad cambiar la vida o, por lo menos, estar dispuestos a cambiarla, lo que nos obliga a vivir la
incómoda experiencia del riesgo. Por tanto, al fondo, como dijo el filósofo alemán Johann Gottlieb
Fichte, (que por todo el resto no me gusta nada, pero por lo menos acerca de esto tenía razón), «la
filosofía que uno elige depende de qué hombre uno es» (Fichte 1797, Primera Introducción a la
Doctrina de la ciencia).

Luego, en la raíz última del problema siempre está una opción, es decir, una libre elección,
aunque esto no significa que sea algo irracional: pues, en efecto, una de las dos es la realista. Es
como uno

que está en la penumbra: si vuelve la espalda a la luz, la penumbra es el comienzo de la oscuridad;


si da la espalda a la oscuridad, la penumbra es el comienzo de la luz. Decidir qué posición asumir es
una opción, una elección. Sin embargo, si hay penumbra significa que sí existe la tiniebla, pero
también la luz. Por tanto, pese a que no se pueda demostrar de una manera lógica que la postura
negativa (que la razón no puede encontrar la verdad dentro de la experiencia) es errónea, sí se puede
mostrar que si uno la adopta ya no salen las cuentas, porque está olvidando algo. La característica
más típica del error, aún más que la incoherencia lógica, es justo ésta, que, tarde o temprano,
siempre termina dejando algo de lado.

Y en efecto, muy significativamente, esta oposición fundamental no nació entre un hombre de fe,
y un ateo o un agnóstico, sino entre dos “sinceros creyentes”. Lo que le faltó a Descartes no fue la
fe, ni los valores morales, ni la inteligencia, sino el sentido del misterio, que en cambio Galileo, a
pesar de sus numerosos defectos, sí tenía, y muy fuerte. Es realmente impresionante ver como
Galileo siempre se maravilla de todo lo que descubre, mientras que Descartes, en cambio, no se
maravilla nunca: y por esto, queriendo fortalecer la fe y la razón, acabó con derrumbar ambas
dramáticamente. Pues, como dijo Einstein:
16
La más bella y profunda emoción que podemos probar es el sentido del misterio. En él se encuentra la semilla de
todo arte y de toda ciencia verdadera. El hombre para el cual no resulta familiar el sentimiento del misterio, que ha
perdido la facultad de maravillarse y humillarse ante la creación, es como un hombre muerto, o al menos ciego.
(Einstein 1934, Mi visión del mundo)

Pero cuidado con entender todo esto de una manera abstracta: si Galileo entendió la realidad
como misterio y como don, mientras que Descartes no, esto no fue sólo por una diferencia teórica,
sino porque Galileo, gracias a sus descubrimientos (especialmente a los astronómicos), hizo
experiencia de la realidad como misterio y como don, mientras que Descartes no (a pesar de sus
descubrimientos matemáticos). Claramente esto fue una consecuencia de sus diferentes posturas
frente a la realidad, lo que implica también un aspecto teórico (es decir, una manera de concebir a la
realidad misma). Pero si uno elige la postura abierta, esta le ayuda a hacer una experiencia del
misterio cada vez más profunda; en cambio, elegir la cerrada, obstaculiza nuestra capacidad de
conocer, generando un círculo vicioso, que sólo un imprevisto o un sobresalto de la libertad pueden
invertir, aunque en el tiempo esto se haga cada vez más difícil.

Esto es también el único (pero importante) punto en que mi análisis se aparta del de Del Noce,
para el cual en cambio el “dogma central” de la modernidad sería lo que él llama “el ateísmo
postulatorio”, es decir, la negación apriorística de la transcendencia. Por esto Del Noce creía en la
posibilidad de un cartesianismo “bueno”, basado en los aspectos religiosos de su pensamiento, lo
que en cambio ya no es posible si se acepta mi tesis de que el problema fundamental está en su idea
de razón. En efecto, la razón típica del racionalismo es cerrada no porque sea cerrada a la
trascendencia (la de Descartes no lo era por nada), sino porque es cerrada a la realidad. Y el
problema es que Dios sólo se alcanza partiendo de la realidad: esto es particularmente evidente en
el caso del cristianismo, para el cual a Dios incluso se le encuentra dentro de un hecho histórico
particular (Jesucristo y la Iglesia), pero vale en general. Basándonos sólo en nuestras ideas, en
cambio, lo máximo que se alcanza es una idea nuestra de Dios, lo que no es de ninguna manera la
misma cosa. En efecto, nuestra idea de Dios podemos manejarla como más nos gusta, lo que al
principio quizás puede parecer libertador, pero a la larga sólo se vuelve aburrido y termina por no
interesarnos: que es exactamente lo que pasó en estos últimos siglos. Por ello no es posible hablar
de un cartesianismo religioso “bueno” opuesto a uno “malo” que quiere hacer al hombre
autosuficiente, pues la razón, cerrada a la realidad, inevitablemente termina por cerrarse a la
transcendencia también en el primer caso Por consiguiente, para salir del estancamiento en que se
encuentra la modernidad se necesita salir, completamente y sin compromisos, del cartesianismo
como tal.

3. La razón después de Galileo


En lo que sigue vamos a ver cuáles fueron las consecuencias del cambio cartesiano,
especialmente en relación a la filosofía de la ciencia, que, tanto paradójicamente como
significativamente, se alejó muy pronto de la ciencia real, por lo menos en su gran mayoría, la que
los anglosajones llaman la mainstream, o sea, exactamente, la que continuó el camino de Descartes.

Sin embargo, otro fenómeno, no menos importante, se hizo evidente a lo largo de los siglos, es
decir, que la ciencia misma se encargó (y todavía se encarga) de preservar la idea galileana de razón
a través del método experimental fundado por él, incluso, a veces, contra las mismas convicciones
de los científicos que lo usan, que, siendo al fin y al cabo hombres como todos los otros, en las
últimas décadas han empezado ellos también a razonar como todos los demás: pero solo mientras
que reflexionan acerca de la ciencia y no mientras que trabajan como científicos, pues un científico
que deja de usar la razón como nos ha enseñado Galileo, en aquel mismo momento deja también de
ser un científico.

17
Por esto la ciencia representa hoy un fundamental punto de resistencia para quien quiera desea
seguir defendiendo una concepción no reductiva de la razón. En efecto, ella es uno de los pocos
lugares donde todavía se preserva un pensamiento que afirma una pretensión de verdad, una
exigencia de rigor y una apertura a la realidad a las cuales nuestra cultura ha renunciado hace
tiempo.

3.1 El “péndulo de Del Noce” y la epistemología moderna

Habiendo separado así drásticamente el espíritu y la materia, la filosofía moderna se vuelve


inestable y sus dos partes constitutivas siempre tienden a separarse, generando los excesos
opuestos, pero en efecto complementarios, del idealismo y del empirismo.8 Y en efecto, si miramos
a la historia de la filosofía moderna (que no es toda la filosofía de nuestra época, sino, como ya
hemos dicho, solo aquella parte que reconoce a Descartes como a su padre, pero que es la parte hoy
ampliamente dominante) vemos que hay una continua oscilación desde esta unidad inestable hacia
uno de los dos extremos, que a un cierto momento se convierte en el otro, a veces directamente, a
veces pasando por un nuevo momento de dualismo inestable, y después todo vuelve de nuevo a
empezar desde el principio, siempre igual, de una manera muy similar a lo que los psicólogos
llaman “coacción a repetir”. Claro que ésta solo es una tendencia, y no una necesidad absoluta: en
cualquier momento siempre hay filósofos que no siguen la corriente principal. Pero, de hecho, esta
tendencia no solo existe, sino que es también muy fuerte. He llamado este fenómeno “péndulo de
Del Noce” porque fue explicado muy claramente por el filósofo italiano Augusto Del Noce (1910-
1989), del cual yo he aprendido mucho, aunque no fue el único en reflexionar sobre de este tema.

Por tanto Descartes está en el origen tanto del idealismo como del empirismo, pero la verdadera
base de todo sigue siendo siempre el racionalismo, es decir la razón que quiere ser autónoma y por
tanto pone una separación originaria entre sí misma y la realidad: en efecto, lo que no está junto al
principio tampoco puede estar junto después.

3.2 Primera oscilación

Mientras que la ciencia progresaba de manera espectacular, los principales filósofos seguían otro
camino, que sí hacía referencia a la ciencia, pero siempre vista a través de los ojos de Descartes. De
esta manera se cumplió una primera oscilación del “péndulo de Del Noce”, empezando por el
empirismo, luego pasando a través de una nueva fase de dualismo, hasta, al final, llegando al
idealismo.

Para el escocés David Hume (1711-1766) todo nuestro conocimiento puede ser explicado en
base a nuestras percepciones, entendidas en un sentido puramente (y groseramente) materialista;
mientras que las teorías científicas se reducen a meras generalizaciones de conjuntos de
experiencias particulares, sin ningún valor cognoscitivo, fundadas en la costumbre y no en una
relación causal, a la cual Hume negaba en principio cualquier validez.

El alemán Immanuel Kant (1724-1804) aceptó la visión de Hume por lo que se refiere al
mundo material, pero, dándose cuenta que el empirismo nunca habría podido explicar el carácter
universal y necesario de las leyes de la naturaleza, reintrodujo la idea de una mente humana
espiritual, que tiene la tarea de “organizar” los datos de la experiencia sensible según algunas
categorías a priori (o sea, ideas innatas) que posee por su naturaleza y que son iguales para todos
los seres humanos.9 Obviamente así es fácil (por no decir tautológico) justificar la universalidad de
las leyes de la naturaleza, pero el costo a pagar es que ya no se puede saber si esas le corresponden
8
Generalmente el idealismo está junto al racionalismo mientras que el empirismo está junto al relativismo, pero en
efecto, el tema es un poquito más complejo. Para profundizar en eso véase Musso 2011, La scienza e l’idea di ragione,
Mimesis, Milano, pp. 203-204.
18
o no a la realidad, pues los objetos accesibles a nuestro conocimiento (los “fenómenos”) son en
último análisis construidos por nosotros, mientras lo que queda independiente (las “cosas en sí”)
queda también incognoscible.

Con Hume y Kant nace por primera vez en el interior del pensamiento occidental el
cientificismo, o sea una injustificada absolutización de la ciencia, vista como la suprema y a
menudo incluso la única forma válida de conocimiento.

Pues como para Kant las leyes de la naturaleza dependían de nuestra mente y no de la realidad,
ya no se podía saber si nos dan un conocimiento de “las cosas en sí”. Por tanto, admitir la existencia
de “las cosas en sí” parecía una suposición inmotivada, y sobre todo inútil, de modo que era fuerte
la tentación de suprimirlas del todo, admitiendo la existencia del solo espíritu humano. Esto fue
precisamente lo que hizo, Johann Gottlieb Fichte (1796-1832), abriendo así la temporada del
idealismo alemán.

Pero sin reconocer la existencia de la realidad material es difícil encontrar razones válidas
también para admitir la existencia real de los otros espíritus. Por ello, Georg Friedrich Hegel
(1770-1831) llegó a decir que toda la realidad, también la que nos parece material, no es nada más
que la manifestación de una única entidad inmaterial, el Espíritu universal, que crece
progresivamente sobre sí mismo. Luego, también la ciencia pierde su autonomía para llegar a ser
nada más que una tapa en el proceso de autocreación del mismo Espíritu, cuyo vértice es
constituido por la filosofía (y, en particular, por la filosofía del mismo Hegel…).

Cabe subrayar que la primera negación de la autonomía de la ciencia después de Galileo


aconteció, no por azar, junto a la primera reaparición de una concepción panteísta en el ámbito de la
filosofía occidental. En efecto, el idealismo, donde se afirmó (como en la Alemania nazista y la
URSS, y también en la Italia fascista, aunque menos dramáticamente, pues nazismo, marxismo y
fascismo derivan todos del hegelismo), siempre causó serios problemas a la ciencia, y no sólo desde
un punto de vista teórico, sino también práctico. Pero precisamente el catastrófico fracaso de todos
estos intentos demuestra que, contrariamente a lo que sostienen muchos epistemólogos
contemporáneos, la ciencia nunca puede ser reducida a un mero producto social (aunque,
obviamente, es también un producto social), sino que, exactamente al contrario, tiene un “núcleo
duro” de objetividad que incluso el poder más tiránico y violento tiene que respetar en el mismo
momento en que quiere explotarla, porque en el caso contrario finaliza con no tener nada más que
explotar.

3.3 Segunda oscilación

Esta parte se desarrollará a través del trabajo de grupo sobre de mi libro Formas de la
epistemología contemporánea, Fondo Editorial UCSS, Lima, 2012.

4. Ciencia, filosofía y religión


9
Curiosamente, hay algo averroísta en esta idea de un pensamiento universal (las categorías) que precede al pensante
(el individuo) y, más bien, en un sentido incluso es su fundamento. El intento de brindar un sistema definitivo del
mundo físico y la idea cerrada de razón que esto implica, en efecto, parecen llevarse bien con la negación de la
historicidad real del sujeto humano implícita en dichas filosofías y con el panteísmo que de ellas deriva.

19
4.1 Del dualismo metafísico al pluralismo orgánico

Basándonos en lo que hemos dicho hasta ahora, está claro que se puede hablar legítimamente no
solo de diversos tipos de conocimientos científicos, sino también de conocimientos de tipo no
científico, que, a pesar de esto, son conocimientos auténticos, y no solo expresiones de meros
sentimientos subjetivos, como sostiene el positivismo. Ya hemos visto antes que para Galileo la
limitación de estudiar “algunas propiedades” vale solo en el caso de las “sustancias naturales”, es
decir, para la ciencia experimental. Sin embargo, esto no solo no excluye, sino, por lo contrario, nos
asegura que también otras formas de conocimiento son posibles, en cuanto, exactamente, la ciencia
experimental no se ocupa de toda la experiencia, sino solo de una parte. Además, la teoría del
objetualismo pluralista de Agazzi y su recuperación de la clásica noción de la intencionalidad nos
explican más exactamente cómo esto sea posible. En efecto, el hecho de que en la realidad existan
aspectos que se pueden definir operativamente no significa que todos los aspectos de la realidad
sean de este tipo. Por ejemplo, la filosofía es aquella forma de conocimiento que investiga la
realidad desde el punto de vista de la totalidad, es decir, de lo que es la realidad en sí misma,
independientemente de todos los puntos de vista particulares que son los objetos de las ciencias.
Otro ejemplo: el arte, como ya lo decía Galileo, quiere investigar las particulares emociones que la
realidad produce en nosotros, (pero que es también una forma de conocimiento, pues, como
veremos de pronto, el sentimiento no es algo opuesto a la razón).

Pero esto implica la superación del dualismo metafísico y su reemplazo por un pluralismo
orgánico, en el cual ya no haya una insuperable diferencia de naturaleza entre lo que es objetivo y
pertenece a la razón y lo que es subjetivo y pertenece al sentimiento, sino, en cambio, solo una
diferencia de grado entre diferentes tipos de conocimientos, que, precisamente, pueden tener
diferentes grados de objetividad, pero siempre son objetivos por lo menos en algún grado. En otras
palabras, entre el método científico y los métodos característicos de las otras formas de
conocimiento no hay ni identificación (como quiere el racionalismo) ni incomunicabilidad (como
quiere el relativismo), sino que hay una relación de analogía. Y en todo conocimiento sentimiento y
razón cooperan juntos, como ahora vamos a ver.

4.2 Un doble equívoco

La objeción fundamental en contra de esta visión consiste en efecto, como hemos dicho, en la
tesis que la ciencia es objetiva mientras que las otras formas de la cultura humana solo son
subjetivas, o, más radicalmente, que la ciencia es racional, mientras que las otras formas de la
cultura humana son irracionales, en cuanto meras expresiones de sentimientos. Sin embargo, en
realidad dicha objeción nace de un doble equívoco, que ya hemos examinado y criticado antes.

En primer lugar hay una confusión entre dos aspectos diferentes de la ciencia: el momento
creativo y el momento de su verificación. Pero, como hemos visto, solo la verificación tiene que ser
hecha de un modo estandarizado y objetivo, mientras que no existe, ni siquiera puede existir (y, por
otra parte, ni siquiera es necesario), un modo estandarizado de hacer descubrimientos o inventar
nuevas teorías, para lo que en cambio se necesita toda la invención, la originalidad y la genialidad
de un sujeto humano creativo (este es el error de los positivistas que ya Popper había justamente
criticado, aunque, como sabemos, después cometió a su vez el error de considerar irracional este
segundo aspecto).

Además, hay un malentendimiento del requisito de la repetibilidad de los experimentos. En


efecto, esto solo pide que un experimento pueda ser repetido por cualquiera, prescindiendo por tanto
de las características particulares de este o ese sujeto humano, pero no del sujeto humano como tal,
sin el cual cualquier experimento no tendría ningún sentido. Es más, en realidad el requisito de la
repetibilidad de los experimentos se basa exactamente en el supuesto de la existencia de una
20
naturaleza humana común a todos los sujetos particulares, la cual consiste precisamente en la
razón, que siempre es la misma en todos los seres humanos, en todo tiempo y lugar: en efecto, si las
cosas no fueran así, no sería posible para los diferentes sujetos llegar a los mismos resultados (esto
es el error de Kuhn y de los otros epistemólogos relativistas, que llegan a la tesis de la
incomparabilidad de las teorías exactamente porque no admiten que la razón humana exista antes e
independientemente de cualquier esquema conceptual).

Luego, cualquier otra forma de la cultura humana puede ser considerada un conocimiento
objetivo como el de la ciencia (aunque no necesariamente objetivo al mismo grado) simplemente si
posee algunos criterios para la evaluación de sus tesis que sean aplicables por cualquier ser
humano, en todo tiempo y lugar, independientemente de sus características individuales, y nada
más. Poner ulteriores condiciones no se puede justificar basándose en el método científico, sino que
deriva de una idea errónea y reductiva de la razón

4.3 La enfermedad del siglo: la separación entre sentimiento y razón

El dualismo de origen cartesiano, en que todos estamos inmersos, tiende a presentar el


sentimiento como la verdadera expresión de nuestras exigencias humanas más profundas, y, como
tal, separado de, o, más bien, opuesto a la razón, a su vez vista como mera y “fría” capacidad de
cálculo, toda cerrada en sí misma. Inevitablemente, esto lleva a concebir a la razón como algo
potencialmente hostil a lo humano, mientras que el sentimiento es reducido a la mera reactividad
del instante, lo que parece garantizar su libertad, pero que bien mirado lo deja completamente en
poder de las circunstancias y, en último análisis, de la mentalidad dominante, que a su vez es
determinada por los que tienen el poder en la sociedad.

Sin embargo, esta idea de razón no corresponde para nada a la originaria intuición de Galileo, y
no puede explicar sensatamente el modo en que funciona la ciencia real. En cambio, como hemos
visto repetidamente, esto solo se puede hacer por medio de una idea de razón entendida como
apertura a la realidad según la totalidad de sus factores, que por tanto incluye, al lado del aspecto
lógico, también el analógico y el intencional.

Ahora bien, una razón así entendida ya no puede ser vista como enemiga de lo humano, sino
exactamente lo contrario, pues tiene que ver con todo y, como tal, es constitutivamente abierta a lo
infinito, a lo imprevisto, al misterio, y, obviamente, al sentimiento. Y entonces, ¿cuáles son sus
recíprocas relaciones?

Por una parte, si solo reflexionamos un poco sobre las cosas en sí mismas, rechazando ser
influenciados por las ideas que nos llegan de la mentalidad dominante, es claro que el sentimiento
depende de la razón: no se puede amar una cosa o una persona sin conocerla, y no se le puede amar
en modo verdadero sin tener un conocimiento verdadero. Y en efecto, cuando un sentimiento de
amor o de amistad se debilita, el único modo para hacerlo renacer es hacer memoria de las razones
que lo habían hecho nacer por primera vez y que después lo habían sostenido en el tiempo, o sea
usar a la razón no en su aspecto lógico, sino intencional (si no me creen, solo tienen que probar). En
cambio, nosotros, víctimas del dualismo, como primera cosa generalmente intentamos cambiar la
situación actuando directamente sobre nuestros sentimientos, es decir, esforzándonos en
experimentar los mismos sentimientos de entonces. Luego, como no funciona, pasamos al lado
opuesto, el de la “razón calculante”, intentando “aclarar” y “explicar”. Luego, como tampoco
funciona, volvemos de nuevo a actuar directamente sobre el sentimiento, etcétera, en una espiral
viciosa que solo hace las cosas cada vez peores.

Por otra parte, el sentimiento potencia la razón. En efecto fácilmente conocemos mucho más y
mejor las cosas que amamos (y hasta las que odiamos) que las que nos aburren o simplemente nos
21
resultan indiferentes. Luego, entre razón y sentimiento hay un círculo virtuoso: la razón conoce una
cosa y desde aquí nace un sentimiento, que potencia la razón, que conoce mejor su objeto y en base
a este nuevo conocimiento “enfoca” mejor el sentimiento, que la potencia ulteriormente, etcétera...
Aquí está también el sentido profundo de lo que ya Aristóteles decía, que el alma racional no es
algo que “se añade” al alma sensitiva y a la vegetativa, sino, más bien, que hay una única alma que
tiene en sí misma la función racional junto a la sensitiva y a la vegetativa. Esto significa que
cualquier acto humano consciente es, para así decir, “empapado de razón”. Podemos ser
irrazonables (o sea, hacer un uso malo de la razón), pero nunca irracionales (o sea, prescindir de la
razón).10

El círculo entre razón y sentimiento, en principio virtuoso, puede volverse vicioso cuando el
sentimiento se vuelve un fin en sí mismo, en lugar de ser un mero medio para acercarnos mejor a
nuestro verdadero fin, que siempre es la realidad. Este riesgo se ve más claramente si, de nuevo,
pensamos a nuestras relaciones personales. Pero está presente en cualquier ámbito del conocimiento
humano, pues, como hemos recién visto, razón y sentimiento siempre están en juego en cada uno de
ellos, incluso en el científico.

4.4 Influencia de la moralidad en la dinámica del conocimiento

Es verdad que el método científico, gracias a su rigor y precisión, nos educa para una lealtad con
el dato que en otras cuestiones menos exactamente definibles es mucho más difícil lograr (y por
esto puede tener también una importante función educativa). Sin embargo, también desde este punto
de vista en realidad hay solo una diferencia de grado y no de naturaleza, pues en efecto la
moralidad (o sea la tensión hacia la verdad, “amar la verdad más que a uno mismo”) es siempre
necesaria en la dinámica del conocimiento. Por otra parte, ya hemos visto que incluso el método
científico en su normalidad (y no solo en estos casos “patológicos”), cuando se aplica al mundo
real, no puede prescindir completamente del método de la certeza moral y luego del compromiso de
toda la persona.

En la ciencia natural esto es más fácil, pero solo porque, por un lado, estamos enfrentados con
evidencias más fuertes, y, por otro, es más raro que sean involucrados intereses personales. Sin
embargo, cuando esto ocurre, los científicos vuelven a comportarse como todos los otros hombres y
la objetividad del método científico se encuentra en peligro.

4.5 El vértice de la razón: el sentido religioso

Si la razón siempre está operando en cada ámbito de la experiencia humana, sin embargo, hay un
aspecto que en un sentido los resume a todos y por tanto representa su vértice. Es el ámbito de la
experiencia religiosa, que nace de la pregunta: ¿Cuál es el sentido de todo?

Para entender bien lo que ahora vamos a decir, será útil recordarnos una importante regla
metodológica que ya hemos visto antes: para entender cuál es el objeto de un discurso tenemos que
entender a qué pregunta quiere contestar. En esta perspectiva, por tanto, las diferentes religiones se
caracterizan precisamente por el hecho de que son intentos de contestar a la pregunta acerca del
sentido del todo (nótese que desde este punto de vista el ateísmo también es una religión). Esto no
solo nos ayuda a aclarar mejor su sentido, sino que tiene también dos otras importantes ventajas
respecto al modo usual de plantear la cuestión.

10
En efecto, el irracionalismo pretende exactamente esto: pero el mero hecho de pretender algo no lo hace posible. Y en
realidad, como hemos visto, el irracionalismo es una filosofía errónea.
22
En efecto, en primer lugar de esta manera está claro que el sentido religioso no es para nada una
simple manifestación de sentimientos desligados de la razón, como lo querría el racionalismo
moderno, sino que, al contrario, plantea una cuestión plenamente racional: más bien, podemos
decir que representa la punta más aguda de la interrogación humana, que nunca nos deja
completamente tranquilos, ni siquiera después de haber encontrado una respuesta adecuada. En
efecto, dentro de este “todo” hay muchas cosas que queremos, y que por tanto no queremos perder,
empezando por nosotros mismos y nuestros seres queridos. Luego, si la respuesta que estamos
buscando tiene que satisfacer realmente nuestra razón, no puede ser una simple “explicación”
teórica del por qué la realidad es así como es, sino que tiene que decirnos “donde vamos a acabar”,
es decir, cuál es nuestro destino.

Segundo, una importante consecuencia de lo anterior es que la atractiva es anterior al miedo. En


efecto, si nuestro sentimiento originario frente a la realidad no fuese positivo, ni siquiera estaríamos
en grado de tener miedo, porque ninguno tiene miedo de perder algo que no le interesa.

Tercero, empezar por las respuestas en vez de las preguntas no solo nos hace dogmáticos, o sea,
incapaces de diálogo, sino a la larga nos hace también tontos, o sea, incapaces de comprensión,
porque si olvidamos cuál era la pregunta inicial, al final no entendemos ni siquiera qué cosa
realmente significa la respuesta – ni siquiera la nuestra. Pues, como dijo el gran teólogo protestante
Reinhold Nihebur (1892-1971): «Nada es más absurdo que una respuesta a una pregunta que no se
dice» (Nihebur 1940, Naturaleza y destino).

4.6 Método científico y método religioso

Los axiomas éticos


se descubren y verifican
de un modo no muy diferente
de los axiomas de la ciencia.
La verdad es lo que resiste
a la prueba de la experiencia.
(Albert Einstein)

A primera vista, ciencia y religión parecen tener métodos diferentes e incluso opuestos, pues la
primera se basa en la verificación experimental mientras que la segunda se basa en la fe. En
realidad, ya hemos visto que tampoco la ciencia puede prescindir del método del conocimiento por
fe, mientras por otra parte, como ahora vamos a ver, también en la religión hay el método de la
verificación.

En efecto, análogamente a las teorías científicas, también las varias propuestas religiosas (o sea
los diversos intentos de respuesta a la pregunta del sentido religioso) presentan una hipótesis que
pretende ser capaz de dar un sentido unitario a un conjunto de fenómenos inconexos. Sin embargo,
pues se refiere al sentido del todo, esta hipótesis tiene que ser verificada en cada aspecto de la
realidad: por tanto, en este sentido, toda la vida se convierte en un “experimento”.

Otra diferencia respecto al método científico es que en este caso no estamos enfrentados con
propiedades medibles. Luego, el “instrumento” adecuado en este caso no puede ser una máquina,
sino que coincide con la persona misma del “experimentador”.

En efecto, el criterio para establecer si el experimento tuvo éxito, o sea, si la hipótesis resultó
adecuada a la pregunta, es su correspondencia a aquellas exigencias originales de verdad, de
bondad, de belleza y de justicia que constituyen el corazón del hombre, y que podemos resumir en
la palabra felicidad. Este criterio es integralmente personal: ninguno en efecto puede establecer en
23
mi lugar si algo le corresponde o no a mi exigencia de felicidad. Pero al mismo tiempo es también
integralmente objetivo: que algo me corresponda o no, en efecto, no depende de mí, yo solo puedo
reconocerlo, pero no determinarlo.

Cabe subrayar que, en contra de lo que sostiene la mentalidad dominante, es precisamente esta
referencia a la totalidad (bien entendida, claro) el mejor antídoto al totalitarismo y a la intolerancia.
En efecto, es exactamente la exigencia de una respuesta total que implica la necesidad de una
verificación personal y continua, pues un hombre que vive así es continuamente solicitado a volver
a enfrentarse de nuevo, cada vez más profundamente, con esta pregunta, aún cuando ya está
convencido de haber encontrado la respuesta. Y es exactamente esta pregunta acerca del sentido del
todo lo que más tenemos en común con cualquier otra persona, y que por tanto más que cualquier
otra cosa puede hacernos sentir cercano y amigo a cualquiera, incluso si está en un camino diverso,
sin tener por esto que renunciar a nuestra identidad.

Esto vale también para quien todavía no ha encontrado ninguna respuesta, y hasta para quien
piensa que nunca la encontrará. En efecto, encontrarla rápido no depende de nosotros, pero tener
abierta la pregunta sí, y esto marca la diferencia, porque permite, por así decir, tener libre el lugar
de Dios, sin inclinarse a nada más pequeño. Y ésto salva la dignidad humana, porque el hombre,
siendo hecho para el infinito, no puede adorar ninguna cosa finita sin desvalorizarse a sí mismo.

4.7 El rostro del Misterio

Aunque la pregunta del sentido religioso se refiere al sentido de todo, los dos aspectos que lo
provocan más clamorosamente son sin duda por un lado el espectáculo del cosmos y por otro el
rostro de las personas que amamos.

Las víctimas del dualismo cartesiano, nosotros, tendemos instintivamente a oponer estos dos
aspectos, refiriendo el primero a la “razón” y el segundo al “sentimiento”. De aquí nace toda la
artificiosa e inmotivada oposición entre “el Dios de los filósofos” (o “de los científicos”) y “el Dios
de la gente común”.

En cambio, si reconocemos que en ambos aspectos están involucrados tanto la razón como el
sentimiento, entonces nos parecerán complementarios más que opuestos, y nos desvelarán los dos
aspectos más importantes del Misterio que hace todas las cosas: su infinitud y su personalidad.

El primer aspecto lo vemos actuar continuamente a través de la naturaleza, también en nuestra


experiencia de cada día, pero la ciencia nos hace enormemente más conscientes de su real magnitud.
Y esto puede ayudarnos a no reducir el segundo aspecto a un sentimentalismo sin grandeza, como
muchas veces acontece. Luego, la ciencia es amiga de las verdaderas exigencias de nuestro corazón,
naturalmente bajo la condición de que sepa estar en su lugar, sin querer invadir o negar ámbitos de
la realidad que no le competen. Pues siempre «hay más cosas en el cielo y en la tierra de cuantas
pueda soñar tu filosofía» (Shakespeare, Hamlet).

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