You are on page 1of 10

Alejandra Pizarnik: la «lúgubre manía de vivir»

Por M. Ángeles Vázquez

[…] una poeta en la que culminó una tradición y con la que se cerró herméticamente y para
siempre, un mundo.
César Aira
Pizarnik coqueteó amargamente con la vida hasta el final de sus días y fue seducida por la

muerte: se suicidó con una sobredosis de somníferos en noviembre de 1972. Alejandra

estudia Filosofía y Letras y más tarde pintura con Juan Batlle Planas. Su primer libro, La

tierra más ajena (1955), ya indica un sentimiento de desánimo y soledad que la acompañará

en toda su producción literaria, así como la influencia que sobre ella ejerce Rimbaud. Oscila

entre un excesivo romanticismo y la influencia de los escritores surrealistas que impregnaba

la atmósfera poética en Argentina. Por otra parte, aunque se trata de una producción juvenil,

en poemas como «Ajedrez» comienza a despuntar su interés por la palabra: convertirse en

«masa lingüística» persistirá como un verso-bisagra en su posterior creación.

Mayor cohesión en su expresión poética logra en La última inocenciapublicado un año más

tarde: el fanatismo por la noche como vida y la luz como negación de la misma, la salvación

a través de la palabra y la dialéctica de opuestos nos propone una lectura más valiosa y nos

contagia de su espacio poético.

Cuando escribe estos textos, junto a Las aventuras perdidas (1958) —que fácilmente podrían

formar una trilogía por su temática— es la época en la que se relaciona con revistas

vanguardistas y con grupos universitarios reformistas. Conoce a escritores de su generación

como Susana Thénon, Eduardo Romano u Horacio Salas y a los del grupo Sur como a José

Bianco y Alberto Girri. En una época de vasta producción literaria en Argentina, se


caracterizan por sus preocupaciones de orden formal y por la crítica del lenguaje poético. De

difícil inscripción literaria, Pizarnik no comparte con el grupo sesentista los referentes que

les caracterizan (la ciudad, las calles, la realidad circundante…) ni la pasión por la política.

Pizarnik se vuelca en un mundo interior implicándose en la tradición literaria femenina con

la que se reafirma, de ahí la alusión en sus poemas a escritoras precedentes, como Storni,

Agustini y Mistral. Alejandra rompe con esa raigambre en la que la poesía femenina era mero

sentimentalismo, ternura y suavidad poética. Su voz se libera y dice lo que a otras voces

femeninas anteriores les estaba vedado, como la crueldad y la violencia: «Escribe hasta que

te enredes en los hilos del lenguaje y caigas herida de muerte».

En 1965 regresa a Buenos Aires y aparece Los trabajos y las noches, conjunto de poemas

escritos en su mayoría en París. Aunque recorre en ellos campos semánticos luminosos, la

desesperanza, la soledad del exilio y la intensidad desgarradora no desaparecen,

promoviendo ya los delirios y obsesiones de una etapa de manifiesto abatimiento y que

culmina con la enajenación de sus últimos años: «Los que llegan no me encuentran, / los que

espero no existen».

En libros como Extracción de la piedra de locura (1968) y El infierno musical(1971) se

acentúa una intensa depresión. En este último ya hay imágenes de principio de locura y la

idea inmanente del suicidio. Cuando aparece La condesa sangrienta (1971), su obra más

importante en prosa, se pone de manifiesto la fascinación que experimenta por el sadismo y

la obscenidad, lo perverso. Basado en Erzébet Bathory: La comtesse Sanglante, de la

escritora francesa Valentine Penrose, relata la tortura y asesinato de 650 muchachas a manos

de Bathory, personaje histórico húngaro del siglo xvi. Pizarnik logra, con absoluta maestría,
describir la poética realidad el sufrimiento y el sentimiento demoníaco de este extravagante

personaje.

Obsesionada por el lenguaje, Alejandra Pizarnik logra una poesía sin estridencias en textos

breves en su mayoría. Aunque lee y escribe en el surco del surrealismo, se apropia de él y lo

reinventa en un discurso poético en el que el mundo aparece manoseado y desgajado en

constantes alusiones autobiográficas y en un clima hermético y claustrofóbico. Escudriña en

las palabras y elabora los términos como un orfebre, aunque al final de su vida la coherencia

de su obra se convierte en una anarquía sintáctica. Su poética se nutre de Maurice Blanchot

y de Gastón Bachelard. Éste le indica el camino del ensueño y el entusiasmo por las

correspondencias y sus opuestos, de ahí sus constantes y extraordinarios oxímorons y

sinestesias, claves del universo poético de Pizarnik que marcarán su estilística: «Por eso cada

palabra dice lo que dice y además más y otra cosa», dirá. Blanchot la conduce especialmente

a explorar a Mallarmé, del que Pizarnik utiliza muchas de sus metáforas.

La infancia, el lenguaje, el silencio, o la naturaleza sombría, se convierten en los temas

destacados de Pizarnik. A través de referentes externos, y en un constante juego de

oposiciones, la poeta se apodera de ellos: «Aun si digo sol y luna y estrella me refiero a cosas

que me suceden». Pero es la muerte, como pesadilla constante, la que aparece como un acto

subversivo ―trasciende a su suicidio real― que invade una poesía inserta en un clima

alucinado y sombrío que desarrolla especialmente en Extracción de la piedra de la locura.

Los poemas de Alejandra Pizarnik nos proponen el testimonio de un mundo desenfrenado y

fatal de «niña extraviada» identificada con el desamparo, donde la sumisión entre los poemas

y el silencio son inherentes a la vida frente a la muerte que restringe el lenguaje y la

ambigüedad de la alucinación y la pesadilla se confabulan para concedernos los estados del


alma de una poesía definitivamente única y pura que ha trascendido a otras generaciones

como un gran mito.


Alejandra Pizarnik escondida en el lenguaje

Por Julia Barella

y qué es lo que vas a hacer


voy a ocultarme en el lenguaje
y por qué
tengo miedo
El infierno musical, 1971: «Cold in hand blues»

Alejandra Pizarnik encontró su escondite en el lenguaje. Cuando en 1955 publicaba La tierra

más ajena con los versos de Rimbaud: «¡Ah! El infinito egoísmo de la adolescencia, el

optimismo estudioso: ¡Cuán lleno de flores estaba el mundo ese verano! Los aires y las

formas muriendo…» precediendo los poemas, estos parecían anunciar una decidida

ocultación de la personalidad, a través del lenguaje. A medida que pasa el tiempo y los «aires

y las formas muriendo…», esta decisión se hará más compleja y tortuosa. Poco antes de morir

escribía: «¿Tendré tiempo para hacerme una máscara cuando emerja de la sombra?».

La escritura se convierte en el espacio para la ceremonia de la vida y la consolidación de los

sentimientos de orfandad, soledad, dolor y muerte, constantes temáticas de su poesía. La

escritura es, en un principio, lugar de acción para el conjuro (poetisa y sacerdotisa disponen

el orden de las palabras para que éstas cobren vida en la repetición); luego, espacio elegido

para entregarse al momento de libertad que se le regala.

Si elige vivir en la palabra, y después esconderse en el lenguaje, es porque se sabe diferente

y necesita conseguir que el lenguaje, mediante los tonos y matices que salen de sus múltiples

voces, enfoque sus obsesiones temáticas y libere los espacios constreñidos por el dolor y la

pasión. Así consigue que las palabras funcionen como estrategias para imaginar que se está
viviendo en libertad y para desarrollar ese sentimiento de poder que da en exclusiva el acto

de creación literaria.

Así se van restableciendo los espacios de las sombras y así se crean poderosos emblemas y

símbolos («voy por el bosque en busca del jardín», «el jardín es verde en el cerebro»). Así

van creándose ricas y bellas imágenes, así van apoderándose de sus múltiples voces,

ocupando sus variadas máscaras y constituyendo el imaginario poético que hoy, pasados los

años, vemos más lleno de vitalidad que de sombras, más de lucidez y expresividad que de

oscuros presagios de muerte.


Alejandra Pizarnik en el velorio del mundo

Por Juan Manuel Roca

Alguien dijo, creo que fue Mark Twain, que la esperanza siempre será buena para el desayuno

pero mala para la cena. Con lo que el filósofo viejo quizás nos quería decir que, en el

desbande de espejismos, siempre nos queda un mal sabor. De ese desbande de ilusiones es

de lo que informa toda la poética de Alejandra Pizarnik.

Sin duda alguna, el rabelesiano tiempo es el padre de la verdad. Quiero acá decir, como al

desgaire, que la relación que he tenido como lector con la poetisa argentina ha estado en la

doble pulsión amor-odio, acompañada de un deseo de buscar su verdad poética bajo la piel

de su lenguaje.

A la muerte de Alejandra, ocurrida en 1972, los lectores de su poesía éramos un puñado, una

secta embriagada por el claroscuro de su palabra. Ese mismo año publicábamos en Medellín

la revista Clave de sol, pero leíamos la clave de su nocturnidad, sus imágenes poderosas,

encantadas, que daban sin duda paso a ese jardín donde, al decir de Cortázar, la Pizarnik tenía

una cita con Alicia.

La hora, lo pienso ahora, no la daba la liebre de marzo. Testimonio de mi vieja pasión, que a

veces vuelve a asaltarme, fue un poema en prosa a esta poseída entre las lilas, donde

recordaba a aquellos pianistas del oeste que siguen tocando el instrumento mientras,

alrededor de sí, se quiebran espejos y botellas. Tal la sensación de la muerte de Alejandra

Pizarnik, suscitada en un lector invadido por sus sombras: la de quien aspira a seguir tocando

en medio del velorio del mundo.


Poco a poco, como ocurre con todo amor, ésta tratándose de una pasión ocurrida con sólo

pasar el umbral de sus libros, particularmente con su hiriente y lúcido (adjetivos que pueden

ser un pleonasmo) El infierno musical, vino un poco de rutina, pequeños desencantos, fisuras

en su imagen.

Su por la literatura yo perdí mi vida, tan tomado del menos literario de los poetas, Rimbaud,

y además escrito en francés, me recordaba un campanazo que siempre ha incomodado en la

poética de la Pizarnik: el ademán literario excesivo, una programática del suicidio, el yo

romántico que otras veces se desdobla y enfatiza en la suerte de narcisismo del lenguaje.

Su hablo de mí, naturalmente, que ya en libros como sus Textos de sombra y últimos

poemas tienen algo irrespirable, y no hablo del aire presagiante y espléndido de El infierno

musical, sino de una asfixia de imágenes cuyo proyecto parece ser el de deslumbrar.

El sello de la cara de esta moneda tiene que ver más que con la poesía de Alejandra Pizarnik

y con sus seguidores-lectores, con sus seguidores-poetas. Lo que fue apertura a un mundo

ensimismado y bello, se volvió capilla. Pequeñas tribus —particularmente de poetisas— en

Colombia, hicieron coto de caza en su imaginería, claro, claro, con resultados caricaturescos,

epigonales, desde la seducción que ejerce el malditismo de una auténtica creadora, como

Pizarnik.

Muchas veces los seguidores de la argentina, se quedan con lo menos atractivo de su poética,

con el tic, con un sentimiento de exilio prestado, de enajenación de un mundo que hacen cada

vez más literario, es decir, menos riesgoso.

A mi modo de entender, la poesía de Alejandra Pizarnik en sus más altos momentos, logra

una seducción desde el espanto, lo que conllevaría también a una lectura cargada de amor-
odio, de encanto-desencanto, de magnífica tensión. Su poesía es un sacudimiento interior que

a la vez nos sacude. Quién, que lea esta imagen virulenta y poderosa, de Los poseídos entre

lilas, no sentirá una suerte de escalofrío, de espanto: «si viera un perro muerto me moriría de

orfandad pensando en las caricias que recibió. Los perros son como la muerte: quieren

huesos».

De esa estirpe son las imágenes de Pizarnik. No es la surrealidad por la surrealidad, y sin

embargo la carga de inconsciente es lo que nos conmueve. Ya Aragón había dicho que un

gran poeta puede ejecutar un gran poema aun con la escritura automática, pero que un idiota

que haga automatismo no dejará de ser un idiota que hace automatismo, o algo parecido. La

surrealidad que precede a la poesía de Pizarnik es de otro orden, y quizás venga de antes del

surrealismo.

Hay que recordar que uno de sus libros de cabecera, era El alma romántica y el sueño, ese

santuario de Albert Beguin donde casi todos los aspectos nocturnos de la vida, y por supuesto

de la ensoñación, tienen nacimiento en el ojo de agua del romanticismo alemán.

Beguin cita un testimonio de Steffens que dice que: «el genio existe en los momentos en que

la omnipotencia de la naturaleza inconsciente y las profundidades nocturnas e inaccesibles

de la existencia dejan caer sus velos y se revelan en el estado de vigilia. La inspiración une

la plenitud de la noche y la claridad del día, el misterio de lo inconsciente y la regla de la

conciencia. Esto parece muy natural a cierta visión interior, aunque siga siendo

absolutamente inexplicable para la razón».

Esta premisa del espíritu romántico, sin duda resulta cierta en su racionalidad. Lo que

incomoda podría ser la normatividad, el recetario. Ya Kafka decía cómo pueden llegar unos
leopardos a un templo, en un hecho milagroso, y cómo si esto se puede prever, puede pasar

a formar parte de un rito. Con los poemas de la Pizarnik podría pasar algo similar: los

leopardos, la magia y el hechizo de sus imágenes (Debajo de mi vestido ardía un campo con

flores alegres como los niños de la medianoche) podrían esperarse, convocarse, y por último

dejarlas como parte de un ceremonial.

Todo esto, que no es otra cosa que un boceto sobre la Pizarnik, sólo quiere manifestar dudas

más que certezas, algo muy de la estirpe de su poética. La única duda que quizás no tengo,

radica en que Alejandra Pizarnik, más allá de los avatares señalados, el signo de su estar

(que) crea el corazón de la noche, los buceos por sí misma, deja un legado altamente

apreciable para la lírica continental.

No se explica su poesía como no se explican los sueños. Su lirismo sensorial nos recuerda

que cae la música en la música, como su voz en las voces. De todo esto, de lo que nos informa

la poesía de Alejandra Pizarnik, de su siembra de dudas, de odios y de amores, de luces y de

sombras, de ocultos llamados que rondan la memoria, da cuenta el libro publicado bajo el

sello de Hölderlin, libro que nos recuerda que todo volumen de verdadera poesía no es otra

cosa que el pasaporte de un incierto.

You might also like