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INDICE
INTRODUCCIÓN.......................................................................................................................4
CONCLUSIONES...................................................................................................................124
3
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS...................................................................................134
INTRODUCCIÓN
1
Vale la pena aclarar que estas propuestas no están emparentadas conceptualmente con la noción de
“democracia de baja intensidad” trabajada a comienzos de los ‘90s por autores como Chomsky y Gunder
Frank, la cual buscaba denunciar la ideología conservadora de las democracias representativas
contemporáneas, que a través del énfasis en los procedimientos formales de la democracia obtendrían la
atomización de los movimientos sociales de resistencia (ver Gills, Rocamora y Wilson, 1993).
2
Desde luego, siendo la ciudadanía un horizonte utópico, ningún país ha logrado la plena “igualdad ante
la ley” (O’Donnell, 1993). De lo que hablamos es de diferencias cuantitativas que son lo suficientemente
grandes como para requerir reconocimiento conceptual (O’Donnell, 1996).
3
Para una discusión sobre esta problemática desde ángulos diversos, ver el Nº298 de Nexos,
correspondiente a octubre de 2002, titulado precisamente “Ciudadanos de baja intensidad”. Ver también la
compilación del Helen Kellog Institute (Notre Dame) Méndez, O’Donnell y Pinheiro, 2002.
4
dificultades de los ciudadanos comunes (y más aún de los pobres) para ser reconocidos
por las burocracias como titulares de derechos; la existencia de regiones rurales y
urbanas donde la baja presencia estatal coexiste con el surgimiento de poderes privados
que imponen su propia legalidad; la intolerancia y la discriminación como rasgos
predominantes de la interacción social; etc.
Como puede apreciarse, el foco aquí no está puesto prioritariamente en los gravísimos
problemas de la pobreza y la desigualdad (derechos económicos, sociales y culturales)
característicos de América Latina –y por lo demás ampliamente consignados-4, sino en
una cierta inefectividad del imperio de la ley dada por un grado importante de
incompletitud en el cumplimiento de derechos y garantías civiles; la propuesta implícita
es la de reabrir el tema de los derechos civiles de los ciudadanos, que usualmente se
asumen como garantizados desde los orígenes de nuestras repúblicas (e interrumpidos
trágica pero transitoriamente por los regímenes militares).
Como señala Brachet-Márquez, en general los estudios sobre las transiciones estuvieron
dominados, dentro de la ciencia política, por una marcada tendencia hacia una
concepción liberal y reducida de democracia, entendida estrictamente como régimen
político. Y, si bien resultaría absurdo responsabilizarlos en forma exclusiva por los
4
Como señala O’Donnell, si bien la desigualdad socio-económica y la ciudadanía de baja intensidad se
dan en forma asociada, se trata de fenómenos que analíticamente resulta conveniente separar. Desde
luego, y como veremos más adelante, las condiciones sociales tienen importantes consecuencias en la
extensión de la ciudadanía, y viceversa (O’Donnell, 1993).
5
Estas insuficiencias serán sólo esbozadas en esta Introducción, por cuanto se presentarán con mayor
profundidad en la Parte I.
5
pobres resultados democráticos de la región, y por el advenimiento de la actual crisis de
representación y de la ciudadanía, lo cierto es que estos fenómenos son también en parte
responsabilidad suya. “En sus ansias por declarar que la democracia había llegado,
demasiados han asumido que, con el tiempo, la institucionalización de procedimientos
electorales democráticos tendría naturalmente un efecto dominó sobre prácticas no
democráticas en otras áreas. Por eso desatendieron la tarea vital de articular los
derechos ciudadanos, aun los más mínimos contenidos en la definición política de
democracia, con otras prácticas institucionales” (Brachet-Márquez, 2001; las cursivas
son nuestras).
¿Qué lugar tiene la temática de la ciudadanía dentro de los estudios sobre las
transiciones a la democracia? A todas luces, no uno especialmente relevante. En efecto,
el sesgo institucionalista y formalista que caracterizó estos estudios jugó en contra de la
posibilidad misma de que ellos se plantearan la pregunta por los ciudadanos: qué había
ocurrido con ellos durante el transcurso de los regímenes autoritarios, quiénes eran, cuál
sería el papel que jugarían en las nacientes democracias. Paradójicamente, aunque los
movimientos de la sociedad civil tuvieron un rol crucial en las primeras etapas de
liberalización de los autoritarismos, el cariz elitista y pactado del cambio de régimen
implicó relegarlos en adelante a la invisibilidad y el silencio. Como señala Gómez
(2002), los regímenes democráticos que entonces nacieron fueron en muchos casos el
resultado de cuidadosos diseños institucionales, productos de la negociación entre las
élites político partidistas y los representantes del gobierno saliente –asesorados por una
suerte de “tecnocracia política” de raigambre democrática, de la cual no pocas veces
formaron parte distinguidos transitólogos. Pues bien, estas transiciones orquestadas
desde arriba requerían del silencio y la demovilización de los movimientos sociales, la
cual tendría posteriormente su consolidación institucional en figuras como la de la
democracia delegativa (O’Donnell, 1991).
Los ciudadanos fueron, así, los grandes ausentes de las transiciones construidas en su
nombre. Las teorías de la transición, no obstante su innegable contribución,
subestimaron la organización autónoma de las asociaciones civiles y ciudadanas;
reproduciendo un defecto a nuestro juicio lamentablemente común en la disciplina
politológica, tendieron a depositar una confianza desmedida en lo institucional,
descuidando la cuestión de los mecanismos relacionales y las prácticas cotidianas.
“Dado que concebían la democracia como ausencia de autoritarismo, no pudieron
comprender la existencia de una cultura política no democrática entrelazada con la
institucionalidad democrática” (Vieira, 1998), la cual –como demostraría el correr de los
años- había impregnado profundamente las formas de constitución de la ciudadanía.
6
de pleno derecho de una comunidad. Sus beneficiarios son iguales en cuanto a los
derechos y obligaciones que implica” (Marshall, 1998).
7
Por último, la historia latinoamericana se ha encargado una y otra vez de demostrar que,
al contrario de lo que sugiere un sentido común siempre propenso a la naturalización, la
ciudadanía es una institución social, política, legal y cultural en permanente
construcción, lo cual implica que sus límites están sujetos permanentemente a posibles
ampliaciones a través de la conquista de nuevos derechos –pero también a retrocesos y
pérdidas. La vía, por tanto, no es ni única ni irreversible. Nuestras sociedades han tenido
que ver en repetidas ocasiones cómo garantías que se suponía largamente conquistadas y
establecidas son borradas del mapa social, de facto o incluso jurídicamente hablando, al
vaivén de los cambios de gobierno y de régimen.
6
Para una síntesis de los problemas de las concepciones maximalistas, que justificarían la necesidad de
nociones más restringidas, ver Dahl (1993).
8
todo el territorio los principales actores políticos, especialmente el gobierno y el aparato
estatal, estén efectivamente sujetos al imperio de la ley7 que protege las libertades del
individuo y la vida asociacional (Linz y Stepan, 1996)- al menos como condición
indispensable de un Estado democrático8. Como ha señalado Bobbio, para que los
derechos políticos tengan alguna efectividad es imprescindible que a quienes deciden les
sean garantizados los derechos con base en los cuales nació el Estado liberal y se
construyó la doctrina del Estado de Derecho, es decir, del Estado que ejerce el poder
dentro de los límites derivados del reconocimiento constitucional de los llamados
derechos “inviolables” del individuo. “Cualquiera que sea el fundamento filosófico de
estos derechos, ellos son el supuesto necesario del correcto funcionamiento de los
mismos mecanismos fundamentalmente procesales que caracterizan un régimen
democrático. Las normas constitucionales que atribuyen estos derechos no son
propiamente reglas del juego: son reglas preliminares que permiten el desarrollo del
juego” (Bobbio, 1994).
7
En cursivas en el original.
8
Linz y Stepan (1996), entre otros, consideran la emergencia de un Estado sujeto a las leyes como
condición de consolidación democrática.
9
Así lo consignaron el número especial de octubre 2004 del Journal of Democracy, y el de abril 2005 del
Journal of Comparative Politics: “Esta nueva agenda puede denominarse ‘calidad de la democracia’, y
constituye la nueva fase de los estudios sobre democratización” (Roberts, 2005). La traducción es nuestra.
10
Entre quienes destacan Andrew Arato, Pierre Rosanvallon, Larry Diamond, Adam Przeworski, Manuel
Antonio Garretón, Laurence Whitehead, Fernando Calderón, José Nun, entre otros.
11
El referente teórico de este supuesto puede hallarse ya en Tocqueville, quien fue el primero en subrayar
que la democracia caracterizaba una forma de sociedad, y no únicamente un conjunto de instituciones y
principios políticos (Rosanvallon, 2004).
9
b) Las formas de régimen político en América Latina parecen similares a las
democracias históricas, pero la sociedad que organiza ese régimen político es
profundamente diferente, de donde sus necesidades y riesgos son singulares.
c) El estado de la democracia se define por su grado de desarrollo como
organización social y la capacidad de esa organización para expandir la
ciudadanía, en el contexto singular de las democracias latinoamericanas.
La apuesta crucial de este marco teórico, que se basa fuertemente en el concepto amplio
de democracia desarrollado por O’Donnell en los últimos años, es el vínculo indisoluble
entre democracia y ciudadanía integral. “En la formulación rigurosa de Guillermo
O’Donnell, la democracia es más que un conjunto de condiciones para elegir y ser
elegido (“democracia electoral”); también es una manera de organizar la sociedad con el
objetivo de asegurar y expandir los derechos de las personas (“democracia de la
ciudadanía”)(...) Si la ciudadanía es el fundamento de la democracia, la discusión sobre
el estado de la democracia y el debate sobre las reformas democráticas debe
abarcar las distintas dimensiones de la misma: la ciudadanía política, la ciudadanía
civil y la ciudadanía social” (PNUD, 2004b)12. El Informe, por tanto, empleó como
indicadores de desarrollo de la democracia la extensión y calidad de la ciudadanía en
cada una de estas dimensiones, más mediciones de percepción de ciudadanos y
dirigentes. Con esto marca un hito en términos de reconocimiento de la necesidad de
ampliar los análisis conceptuales y empíricos de la democracia más allá de los estrechos
límites de la procedimentalidad institucional democrática.
¿Ciudadanía de baja intensidad en Chile? ¿Qué ocurre con los grados y modos de
desarrollo de nuestra ciudadanía civil?
Los estudios que han trabajado el fenómeno de la ciudadanía de baja intensidad en
forma comparada caracterizan al Chile democrático (1990 en adelante)13 como un país
que, con ciertas excepciones, presenta pocos problemas de inefectividad del imperio de
la ley en relación al resto de la región (ver Méndez et al, 2002; O’Donnell, 2003 y 2004;
Cotler, 2004), dados sus bajos índices de matanzas extra judiciales, uso de fuerza
policial letal, desapariciones forzadas, violencia carcelaria, así como también la
12
Los paréntesis pertenecen al texto original; las negritas son nuestras.
13
Dentro de un grupo que incluye a Uruguay y Costa Rica, con una efectividad del estado de derecho
superior a la de Chile.
10
inexistencia de regiones gobernadas por regímenes de narcocracia, y el liderazgo de
Chile en programas de asistencia judicial a sectores pobres (Garro, 2002).
Por su parte, las mediciones realizadas por organismos internacionales como Freedom
House, el Banco Mundial y la Fundación Konrad Adenauer referentes a desarrollo
democrático, libertades civiles e imperio de la ley han calificado a Chile
consistentemente entre los países mejor evaluados de la región durante los últimos años.
Así, el “Global Governance Project” del Banco Mundial que midió el imperio de la ley
en el período 2000-2001 asignó a Chile un puntaje de 1.19 (en una escala de –2.5 a 2.5),
con lo cual lo situó en el puesto más alto de América Latina, superando incluso a Costa
Rica y Uruguay (en Hagopian, 2004). El Índice de Desarrollo Democrático 2004,
elaborado por la Fundación Konrad Adenauer y Polilat.com, que se calcula sobre la
medición de cuatro dimensiones de desarrollo democrático (Condiciones Básicas de la
Democracia; Respeto de los Derechos Políticos y las Libertades Civiles; Calidad
Institucional y Eficiencia Política; y Ejercicio de Poder Efectivo Para Gobernar),
también le dio a Chile el primer lugar entre los países latinoamericanos, con un puntaje
de 10,242 (el país peor evaluado, Venezuela, alcanzó 1,552 puntos)14. En el Índice de
Libertades Civiles que elabora Freedom House para sus informes anuales “Freedom in
the World” (Libertad en el Mundo), que va de 1 a 7 (donde 7 indica la peor situación en
términos de libertades civiles), el año 2004 Chile subió de 2 puntos a 1, gracias a lo que
se considera un buen manejo del Pdte. Lagos de las todavía difíciles relaciones cívico-
militares15.
A nuestro juicio, estas evaluaciones requieren ser complementadas por una línea de
exploración empírica más extensiva y profunda, puesto que, aun asumiendo que el
estatus objetivo de Chile es distinto al del resto de la región, se impone la pregunta por
cuáles son los mecanismos relacionales y simbólicos que van configurando –aunque
probablemente en forma menos visible que en otros casos- la ciudadanía de baja
intensidad en nuestro país.
11
como hemos buscado ilustrar en el presente trabajo de investigación, las relaciones entre
el Estado y los individuos, y también entre particulares, en democracia, no están nunca
(ni aun en el caso de los llamados “países iniciadores”) exentas de situaciones asociadas
a otras formas de abuso o atropello de los derechos de las personas. Por otra parte, no
podemos subestimar la continuidad del Chile actual con nuestra historia republicana y
pre-republicana que acarrea la persistencia de espacios de desigualdad (no sólo socio-
económica sino también legal) importantes entre ciudadanos de distintas categorías, tal
como ocurre en los demás países latinoamericanos.
Objetivos de la investigación
En atención a los antecedentes hasta aquí expuestos, los objetivos que nos propusimos
para el trabajo que a continuación presentamos, son los siguientes:
1. Dar cuenta de la relevancia teórica de la incorporación de la problemática de la
ciudadanía de baja intensidad a los estudios de las democracias latinoamericanas, en un
contexto disciplinario de replanteamiento de algunos supuestos centrales de la teoría
democrática.
2. Indagar en algunas dimensiones que podrían orientar el estudio de las formas
específicas que la ciudadanía de baja intensidad -entendida como extensión parcial e
irregular de la condición ciudadana a lo largo del territorio y de las distintas categorías
sociales-, adopta en Chile.
es asociada de manera exclusiva con las violaciones masivas y sistemáticas del pasado” (Facultad de
Derecho UDP, 2003).
12
distintas áreas temáticas de las ciencias sociales (conformación de actores sociales,
desigualdad política y social, rasgos de la sociedad civil, cultura política autoritaria,
relaciones de poder entre elite y masa, heterogeneidad estructural, déficits de la
modernidad latinoamericana); sin embargo, su abordaje en un prisma de teoría
democrática es un camino que recién se abre, y la conceptualización de ciudadanía de
baja intensidad pareciera tener, en este marco, potencialidades que resulta pertinente, al
menos, explorar.
Por otra parte, nos parece que la iniciativa del Informe PNUD sobre estado de la
democracia en América Latina constituye una invitación importante para iniciar estudios
en cada país17 que necesariamente traspasen los límites de lo académico y se conviertan
en herramientas poderosas de seguimiento y evaluación de las fortalezas y debilidades
de la vida democrática por parte de los propios ciudadanos, de promoción de la
deliberación ciudadana sobre los asuntos públicos y de exploración guiada acerca de la
experiencia cotidiana de las personas de vivir en democracia (ver Vargas Cullell en
O’Donnell, Iazzetta y Vargas Cullell, 2003). Creemos que el resultado de
investigaciones exploratorias como ésta puede servir, en forma muy preliminar, para
insumar o al menos alentar futuros esfuerzos de este tipo en nuestro país.
Trabajos como el que aquí hemos realizado, que profundizan en el caso de un país para
reconstruir su proceso de constitución de ciudadanía, y localizar y mapear situaciones
típicas que merecen atención por lo que dicen acerca del funcionamiento cotidiano de
una democracia (O’Donnell, 2003), son un primer ensayo para comenzar a estimular la
combinación de las metodologías politológicas con métodos de las ciencias sociales
tradicionalmente ajenos a la ciencia política, y que sin embargo son altamente
pertinentes para esta clase de problemática, que a fin de cuentas tiene su base en las
17
En la línea de lo realizado en la Auditoría Ciudadana Sobre la Calidad de la Democracia en Costa Rica.
Ver O’Donnell, Iazzetta y Vargas Cullell (2003) y http://www.estadonacion.or.cr/Calidad02/calidad.html. Ver
también el marco para evaluación de la democracia propuesto por Beetham (2004).
13
relaciones intersubjetivas y la distribución del reconocimiento social, y que se sitúa, por
tanto, en el cruce entre la integración social y la integración sistémica (Habermas,
1989)18.
Metodología
Por último, en cuanto a la metodología empleada, el trabajo es una monografía que se
inserta en la vertiente más ensayística de las ciencias sociales. Para el primer objetivo se
priorizó, por tanto, el examen de la bibliografía sobre ciudadanía de baja intensidad, así
como de la producción intelectual más reciente sobre teoría democrática que permite
sustentar una noción ampliada pero realista de democracia, con la problemática de la
ciudadanía como su componente central.
Para el segundo objetivo, centrado en el análisis del caso chileno, se revisaron fuentes
bibliográficas que abordan directa o indirectamente el proceso histórico de constitución
de la ciudadanía en nuestro país, y también una variedad de fuentes secundarias
publicadas e inéditas, investigaciones periodísticas, informes sobre derechos humanos,
artículos de prensa y columnas de opinión, así como fuentes bibliográficas temáticas,
para poder ilustrar algunos espacios fronterizos en los que hoy se estaría dibujando la
problemática de la ciudadanía de baja intensidad.
El informe
El informe se estructura en dos partes, cada una de las cuales contiene dos capítulos. La
primera desarrolla una argumentación conceptual, de mirada eminentemente
politológica, respecto de la relevancia de la ciudadanía de baja intensidad en el estudio
de las democracias latinoamericanas. Para ello comienza recorriendo brevemente las
principales discusiones de la teoría democrática post-autoritaria (transitología,
consolidación, calidad de la democracia), identificando las principales críticas que los
mismos autores involucrados han realizado a esta trayectoria analítica, y finalizando con
algunas sugerencias –que emanan de la misma revisión- para una relectura de la teoría
democrática orientada a aumentar el potencial comparativo de la misma. En el segundo
capítulo de esta primera parte se aborda la problemática de la ciudadanía de baja
intensidad desde un punto de vista conceptual y también empírico, poniendo un fuerte
énfasis en el carácter fundamentalmente polémico, inconcluso e históricamente situado
de la ciudadanía, y argumentando cuáles son algunos aportes que ésta podría hacer en
relación a algunos de los desafíos que enfrenta actualmente la teoría democrática.
En la segunda parte del informe, cuyo objetivo ameritó una mirada esta vez más
sociológica, se mapea, a partir de una metáfora tomada de Norbert Lechner, algunos
18
Estamos pensando, por ejemplo, en la necesidad de emprender análisis históricos de los procesos de
constitución de ciudadanía de nuestros países; de generar conocimiento específico acerca de las variables
sociales que influyen en la efectivización de derechos que ya se encuentran debidamente consagrados
jurídicamente; de desarrollar estudios de caso acerca de las formas específicas en que es vivenciada y
significada la ciudadanía de baja intensidad en territorios definidos como, por ejemplo, las poblaciones
populares de sectores urbanos en Chile; etc.
14
intersticios y zonas fronterizas en los cuales actualmente la ciudadanía en Chile se
presenta como problemática, en los términos expuestos en la primera parte. Para ello se
ofrece en un primer capítulo una caracterización del desigual y parcial proceso histórico
de constitución de la ciudadanía en Chile en el período 1810-1973. La tensión orden /
desorden marca todo el relato, y se anuncia como una contradicción que estará en la base
de las cuatro “trincheras” contemporáneas que se presentan en el segundo capítulo en
una modalidad de narración ilustrativa; a saber, libertad de expresión, seguridad
ciudadana, acceso a la justicia y violencia ilegal.
Finalmente, se plantean las principales conclusiones emanadas del trabajo realizado, así
como algunos temas discutibles o pendientes a los que convendría dar una mirada en
futuros estudios.
15
PARTE I – RELEVANCIA TEÓRICA DE LA CIUDADANÍA DE
BAJA INTENSIDAD EN EL ESTUDIO DE LAS DEMOCRACIAS
LATINOAMERICANAS
El concepto de transición no es heredero de una larga línea de reflexión teórica, sino hijo
de la necesidad inmediata de nombrar el surgimiento de un fenómeno empírico
inesperado; “no obstante, a pesar de que representa una innovación fundamental en el
estudio del cambio político, tiene sus raíces en discusiones previas sobre democracia,
heredando sus vicisitudes, pero también aportando elementos frescos a esta área tan
debatida” (Brachet-Márquez, 2001). En efecto, la proliferación del cambio político
exigió el abandono de las tipologías fijas de regímenes, y la formulación de herramientas
conceptuales capaces de manejar fluidos sistemas de acciones que se mueven hacia fines
poco definidos y resultados inciertos, lo cual requirió a su vez estudios de caso en que se
reconstruyeran paso a paso procesos reales de interacción entre múltiples actores sobre
periodos relativamente largos de tiempo. “En pocas palabras, con el estudio de las
transiciones, se deja atrás la búsqueda de explicaciones generalizables en favor del
descubrimiento de una amplia gama de posibilidades cuyas bifurcaciones dependen de
los diferentes caminos (path dependency) emprendidos por los distintos países”
(Brachet-Márquez, 2001). A pesar de esto, vale la pena resaltar que el grueso de esta
teorización se basó en un solo tipo de transición (las del cono sur), que se caracterizaba
por su carácter negociado y porque las elites involucradas en dicha negociación fueron
incorporadas en el nuevo régimen.
19
Algunos trabajos fundamentales de este subcampo de estudio son: O’Donnell, Schmitter y Whitehead
(1988), Malloy y Seligson (1987), Stepan (1989), Diamond, Linz y Lipset (1989).
16
Los regímenes resultantes de esta diversidad de procesos de transición planteaban una
serie de desafíos para la ciencia política, principalmente por la constatación de que, en
muchas formas, ellos no cumplían con los criterios utilizados generalmente para definir
a las democracias (Conaghan, 2004). Esto llevó, por una parte, a reflotar la discusión
acerca de la definición misma de la democracia20; y, por otra, a lo que Schmitter ha
denunciado como una verdadera competencia para encontrar “adjetivos
(des)calificativos” que agregar a la palabra ‘democracia’: de fachada, semi, parcial,
incompleta, a-liberal, defectuosa, pseudo, delegativa, disyuntiva, etc. (Schmitter, 2005).
La noción misma de una democracia con adjetivos (ver Collier y Levitsky, 1997)
buscaba destacar que los nuevos regímenes eran híbridos que constituían democracias
incompletas, aunque sin poner en discusión todavía los caminos que podrían llevar o no
a una mayor democratización (Brachet-Márquez, 2001). Todo indicaba que los países
latinoamericanos habían dejado atrás el antiguo autoritarismo, pero seguían sin poder
implementar una democracia (plena).
Detrás de varios de los debates teóricos y políticos contemporáneos, que están signados
por formas distintas, y a veces opuestas, de comprender la democracia (democracia
participativa vs. democracia representativa, democracia social vs. democracia política,
etc.) subyace una gran distinción transversal: la brecha que separa la “democracia ideal”
de la “democracia real”.
17
común núcleo histórico” (O’Donnell, 2001). Este sería en último término el horizonte
normativo al que tienden, y con el cual son contrastadas, todas las democracias
realmente existentes; de aquí que la democracia concreta esté marcada siempre por
formas de incompletitud e incumplimiento, lo cual explica a su vez el cortejo de
decepciones que marca su historia (Rosanvallon, 2004). A través de una multiplicidad de
arreglos institucionales específicos (Schmitter y Karl, 1996), las democracias reales
buscan aproximarse a este modelo que, talvez afortunadamente21, y en vistas de la
falibilidad de las construcciones humanas, estamos de acuerdo hoy en considerar
inalcanzable.
18
definición que funde democracia con un grado sustancial de justicia social o igualdad
(…) es peligrosa: tiende a menospreciar cualquier democracia existente, y así le hace el
juego al autoritarismo –en América Latina, hemos aprendido esto de forma dura en los
sesenta y los setenta” (O’Donnell, 2001).
Varios son los riesgos que han llevado a desestimar las concepciones sustantivas o
prescriptivas en el análisis23 de las nuevas democracias latinoamericanas. En primer
lugar, desde una postura escéptica, podría sostenerse que lo que hacen las concepciones
prescriptivas de democracia, en último término, es establecer lo que la democracia
debiera ser en opinión de cada autor particular (O’Donnell, 1999), con lo que suele
terminarse identificando la democracia con todo lo que a uno le gusta (O’Donnell,
2003). De aquí que en definitiva estas nociones aporten poca luz sobre dos importantes
problemas analíticos: cómo caracterizar las democracias verdaderamente existentes
(incluyendo la pregunta de si, desde el punto de vista de las definiciones, debieran ser
consideradas democracias del todo); y cómo resolver (al menos en la teoría si no es
posible en la práctica) la brecha entre las democracias reales y las democracias ideales
(O’Donnell, 1999).
Otro problema de las definiciones sustantivas que suelen mencionar los estudiosos de la
democracia es su falta de realismo, por cuanto muchas veces estipulan condiciones (por
ejemplo, igualdad completa entre ciudadanos en términos de recursos, acceso o
beneficios) que ninguna democracia verdaderamente existente ha podido alguna vez
satisfacer. Como afirma Schmitter (2005), sin importar cuán relevante puedan ser esta
clase de conceptualizaciones para establecer estándares normativos con los cuales poder
evaluar a los sistemas autoproclamados como democráticos, ellas resultan poco útiles a
la hora de establecer en forma empírica en qué medida una determinada nación ha
logrado consolidar un régimen que pueda con propiedad recibir el apelativo de
“democracia política moderna”.
23
Interesa recalcar que esta distinción es sólo de carácter analítico. En último término, “lo que la
democracia es no puede ser separado de lo que la democracia debería ser (…) En una democracia la
tensión entre hechos y valores alcanza el punto más alto” (Sartori en PNUD, 2004d).
19
Hay que consignar, en todo caso, que este intento de secularización de la política
(Lechner, 1988) no parece haber sido tan efectivo entre nuestras sociedades civiles, ni en
el conjunto de los líderes políticos: “los pueblos en general, y los pueblos
latinoamericanos de la tercera ola de democratización en particular, apoyaron la
transformación democrática porque esperaban de ésta más igualdad social que de los
regímenes anteriores24 (Garretón en Brachet-Márquez, 2001). En una región impregnada
de catolicismo “no es fácil renunciar a la pretensión de querer salvar el alma mediante
la política (…) Ahora bien, tampoco hay que caer en el extremo opuesto: una especie de
hipersecularización que identifica la racionalidad con la racionalidad formal. Lo que
pareciera exigir una concepción secularizada es renunciar a la utopía como objetivo
factible, sino por ello abandonar la utopía como el referente por medio de la cual
concebimos lo real y determinamos lo posible” (Lechner, 1988).
Como señala recientemente Schmitter, llama la atención que muchos de los autores de
inclinación más teórica que empleaban tales definiciones (especialmente las de
raigambre más schumpeteriana) parecían avergonzados de hacerlo, y de hecho se
24
Por lo tanto, la capacidad (o incapacidad) de las nuevas democracias de hacer verdad estas aspiraciones
han demostrado ser fundamentales para la continuidad del apoyo popular y, por ende, para la
consolidación de estas democracias (Brachet-Márquez, 2001).
25
La pluralidad conceptual del actual escenario “secularizado” puede ordenarse en tres grandes grupos
generales de concepciones de democracia: a) las que tienen énfasis político (centradas en el régimen
democrático); b) las que tienen énfasis legal-organizacional (centradas en el Estado democrático); c) las
que tienen énfasis participativo (centradas en la sociedad democrática). Cada uno de ellos determina un
diagnóstico distinto respecto a las democracias latinoamericanas reales. Ver Brachet-Márquez, 2001.
26
Precisamente, la opción por usar el término ‘poliarquía’ en lugar de ‘democracia’ consagra la opción por
una visión formal en lugar de una sustantiva para el análisis.
20
excusaban argumentando que, aunque las elecciones no eran ni con mucho la única
manifestación de la democracia, resultaban fáciles de medir y de dicotomizar, y que la
única opción aparente –las definiciones sustantivas- eran poco confiables pues podían
muy fácilmente ser manipuladas con fines partidistas (Schmitter, 2005).
27
Según Brachet-Márquez, esto sitúa esta conceptualización de Schmitter y Karl en el cuadrante de las
concepciones con énfasis participativo; a nuestro juicio, esto es discutible.
28
Para una síntesis de las principales reacciones de resistencia frente a esta conceptualización que iba más
allá de los procedimientos electorales, ver Schmitter, 2005.
29
Algunos de los trabajos importantes desarrollados en esta área son: Mainwaring, O’Donnell y
Valenzuela (1992), Linz y Stepan (1996), Morlino (1998) y Diamond (1999).
21
Linz y Stepan (1996), siguiendo la misma línea realista y con énfasis político de las
definiciones de democracia de los estudios de la transición, sostuvieron que una
democracia puede considerarse consolidada cuando la misma “democracia como un
complejo sistema de instituciones, reglas, incentivos y desincentivos, se ha convertido,
por decirlo de alguna manera, en the only game in town30” (Linz y Stepan, 1996). Para
que esto se verifique es necesario que existan tres condiciones mínimas: que exista un
Estado, que la transición a la democracia se haya completado (especialmente en el
sentido de las prerrogativas militares en relación a la autoridad civil), y que los
gobernantes gobiernen democráticamente. “En resumen, cuando hablamos sobre la
consolidación de la democracia, no nos referimos a los regímenes liberalizados no
democráticos, a seudodemocracias o a democracias híbridas donde algunas instituciones
democráticas coexisten con instituciones no democráticas fuera del control del Estado
democrático. Sólo las democracias pueden llegar a ser democracias consolidadas” (Linz
y Stepan, 1996).
Entre las dificultades conceptuales que los mismos autores fueron, en el camino,
encontrando en la problemática de la consolidación, está el que, en sentido estricto, la
idea de consolidación nada dice acerca de la naturaleza –más o menos cercana a los
ideales democráticos- de las reglas e instituciones que se están consolidando. Por tanto,
pueden darse casos paradojales de regímenes altamente consolidados que no estén
resguardando objetivos tan loables como la justicia social, los derechos humanos,
imperio de la ley, etc.31 (Schmitter, 2005). Según O’Donnell (1996), estos casos –entre
los cuales él menciona Italia, Japón e India- no son considerados problemáticos por la
literatura sobre consolidación democrática, por cuanto a pesar de la persistencia en ellos
de distintos tipos de particularismo y autoritarismo, han subsistido por un periodo de
tiempo significativamente más largo que las nuevas poliarquías. En el mejor de los
casos, este tipo de “democracia” es considerado una anomalía paradigmática y son
confinados a una especie de limbo teórico. Es precisamente desde esta observación que
él propone que las nuevas democracias en América Latina no estaban débilmente
institucionalizadas, por cuanto elecciones y clientelismo son dos instituciones bien
establecidas y consolidadas en casi todos los países de la región (con lo cual pretende
llamar la atención acerca de la existencia de instituciones que, a falta de otra palabra,
pueden llamarse “informales” y que suelen no ser observadas por cuanto escapan al
marco de análisis centrado en el régimen (O’Donnell, 1996).
Por otra parte, algunas nociones de consolidación parecen confundir ésta con duración,
lo cual evidentemente resulta equívoco. Un régimen democrático puede perdurar sin
haberse consolidado, cuando ninguno de los actores relevantes percibe una alternativa
superior (lo que se conoce como democracia “por default” (Portantiero en Brachet-
30
En inglés y cursivas en el original.
31
Y que sin embargo ofrecerán siempre más posibilidades de alcanzar tales contenidos en el mediano y
largo plazo que cualquier régimen autoritario altamente virtuoso (Schmitter, 2005).
22
Márquez, 2001); en cambio, una democracia consolidada puede no perdurar si cae presa
de golpistas, o puede sucumbir ante la invasión de un poder externo no democrático, sin
que esto deba ser necesariamente interpretado como un estado previo de no
consolidación (Brachet-Márquez, 2001).
Otro problema de la teorización sobre consolidación es que en general está poco claro
quiénes deben adherir a las reglas del “único juego político”, y en qué medida, para
poder considerar que la democracia se encuentra consolidada. “El ámbito de la
adherencia es también problemático: ¿es suficiente que abarque las instituciones
formales del régimen, o debiera expandirse también a otras áreas, tales como una cultura
política democrática ampliamente compartida?32” (O’Donnell, 1996).
23
toma de decisiones33- son comunes a muchas democracias, nuevas y antiguas, y han
llevado a prominentes investigadores a hablar de una ‘crisis de la democracia’ 34”
(Diamond y Morlino, 2004).
Por otra parte, las últimas dos décadas de ensayos teóricos han dejado importantes
logros con los cuales hoy contamos. En lo fundamental, ya no estamos buscando
explicaciones grandiosas ni inventando procesos “maestros”. Una de las lecciones
importantes de la transitología es precisamente que la democracia surge de múltiples
circunstancias, lo cual no es motivo para tratar a éstas como causas, o reducir la
explicación a una larga enumeración de posibles determinantes (globalización, nueva
política prodemocrática de Estados Unidos, fracaso económico de las dictaduras, fin de
la guerra fría, etc.). Esto implica a su vez que los itinerarios particulares de la
democracia en América Latina no caben en categorías teóricas abstractas que expliquen
“qué es una transición democrática”; y, sin embargo, la tarea de establecer definiciones y
matrices analíticas sigue siendo una tarea necesaria. Dos ganancias adicionales son
haber aprendido que la democracia nunca es irreversible, no importa qué tan consolidada
esté, por lo que debe ser cuidada y defendida permanentemente; y haber recuperado el
papel de los actores entendidos como agentes, sabiendo además los riesgos de reducir su
acción a los límites estrechos de la elección racional (Brachet-Márquez, 2001).
33
A falta de un término mejor, hemos traducido así “unresponsive”.
34
La traducción es nuestra.
24
1.3.1 Las críticas y mea culpas
En medio del actual momento de replanteamiento, son varias las críticas que se realizan
a la ruta seguida por la teoría democrática post-autoritaria. La mayoría de estas críticas
son realizadas por los mismos autores que construyeron y recorrieron esa ruta, de la
transitología en adelante; esto no sólo le da al debate un tono inusual de mea culpa
colectiva, sino que además aporta una comprensión ‘desde dentro’ acerca de cómo fue
que se generaron las fórmulas que hoy se cuestiona, y cuál fue la lógica de las opciones
conceptuales realizadas, dotando la discusión de una cuota importante de honestidad
intelectual y contextualización histórica.
A continuación revisaremos cuatro de las líneas principales de crítica que nos parecen
más relevantes en un sentido amplio, y también a la luz del propósito de este trabajo.
a) Minimalismo
Como hemos señalado, en general, la mayor parte de los estudios de las últimas dos
décadas sobre democratización han tenido una tendencia liberal, centrada estrictamente
en la dimensión del régimen35 político, dejando de lado a la sociedad civil y al Estado
(Brachet-Márquez, 2001). El supuesto implícito que había detrás de esta opción era que
la única alternativa a las conceptualizaciones de tipo sustantivo o prescriptivo era ceñirse
a los procedimientos observables en las democracias reales, dando prioridad entre éstos
a las elecciones, en cuya verificación era menos probable que interfirieran los criterios
normativos del investigador. De aquí precisamente la idea de “minimalismo”, por
oposición al “maximalismo” de las concepciones sustantivas.
Varias son las razones que llevan a cuestionar hoy la pertinencia de este acercamiento.
En primer lugar, O’Donnell (1999) ha señalado que el minimalismo de que hacían gala
casi todas las definiciones de democracia del periodo señalado era hasta cierto punto
irreal, por cuanto incluso la de Schumpeter (la definición minimalista por experiencia)
va acompañada de una serie larga de condiciones y rasgos extra-régimen que deben
cumplirse para poder hablar de democracia, sin que especifique de forma precisa cómo
interactúan estas condiciones con el régimen mismo36 (¿son ellas suficientes para poder
35
El régimen puede entenderse como “los patrones, formales e informales, y exlícitos e implícitos, que
determinan los canales de acceso a las principales posiciones de gobierno, las características de los actores
que son admitidos y excluidos de ese acceso, los recursos y las estrategias que les son permitidos para
ganar tal acceso, y las instituciones a través de las cuales el acceso es procesado y, una vez obtenido, son
tomadas las decisiones gubernamentales” (esta es la definición de O’Donnell y Schmitter, adaptada para el
marco conceptual del Informe PNUD “La Democracia en América Latina” (ver O’Donnell, 2004).
36
Según O’Donnell (1999), que es quien realiza esta crítica, la noción de poliarquía de Dahl está hasta
cierto punto resguardada de esta acusación, por cuanto la relación entre la dimensión electoral y los
derechos que la hacen posible está elaborada con mayor detalle, y porque el abandono del uso de la
25
hablar de un método democrático exitoso? ¿se trata de condiciones necesarias, pero no
suficientes? ¿si el método democrático no es exitoso, puede hablarse todavía de una
democracia (imperfecta), o más bien se trataría de un régimen de otro tipo?) Para
O’Donnell, todas las definiciones que siguen esta línea adolecen del mismo problema.
Por otra parte, el foco exclusivo en el régimen parece crear más problemas de los que
resuelve cuando se trata de una teoría democrática con afanes comparativos (ver
O’Donnell, 2003). En efecto, pareciera que un enfoque restringido al régimen puede ser
permisible cuando pueden darse ciertos parámetros por supuesto; por ejemplo –
pensando en el tema que aquí nos ocupa- que las ciudadanías civil y social no son
palabra “democracia” inmediatamente deja en claro que de lo que se está hablando es exclusivamente de
democracia política.
37
M. A. Garretón es uno de quienes continúa defendiendo la pertinencia de radicar la democracia en el
régimen político. En su comentario al marco conceptual del Informe PNUD “La Democracia en América
Latina” (2004), señala que O’Donnell basa su propuesta en una confusión entre régimen político y
régimen de gobierno. El primero es más amplio que el segundo y busca resolver: a) formas de gobierno
democrático, es decir, basado en el principio de soberanía popular o representación; b) relación Estado
/individuo (basada en el principio de la ciudadanía); c) resolución de conflictos (basada en el Estado de
Derecho); por tanto, incluiría aquéllos elementos que O’Donnell y otros plantean como extra-régimen
(Garretón, 2004)
26
particularmente problemáticas (O’Donnell, 2004). En cambio, el estudio de las nuevas –
y no tan nuevas- democracias en América Latina y Europa Oriental, y de sus
características particulares, ha demostrado la necesidad de reabrir la discusión sobre las
relaciones entre contexto social y régimen político, inserta a su vez en el viejo debate
sobre democracia y capitalismo (Lechner, 2003). Al verificar, por ejemplo, las graves
implicancias de la extrema desigualdad de muchas de estas sociedades en temas como el
acceso a la información, las relaciones clientelistas, financiamiento de campañas,
presiones corporativas sobre los poderes políticos; o bien la relevancia que tiene para el
buen funcionamiento de las instituciones políticas la existencia de un sistema legal que
sancione y respalde –al menos- los derechos y libertades políticas (O’Donnell, 2004),
resulta un eufemismo pretender situar tales desigualdades, o la vigencia del sistema
legal, en la categoría de mero contexto del régimen, y excluirlos así del estudio sobre la
democracia de ese país. Como señala O’Donnell, “si la privación de las capacidades
como consecuencia de la pobreza extrema significa que muchos están altamente
presionados para ejercitar su autonomía en muchas esferas de su vida, entonces parece
haber algo que no funciona, tanto moral como empíricamente, afirmando que la
democracia no tiene nada que ver con dichos impedimentos socialmente determinados”
(O’Donnell, 2001). Incluso si definimos la democracia en términos estrictamente
políticos, hay ciertos elementos del funcionamiento del Estado y de la vida social que
parece necesario considerar para comprender la lógica con la que operan, por ejemplo,
los procesos electorales. Cuáles son esos elementos específicos, y en qué forma puntual
interactúan con las instituciones propias de la democracia representativa, debiera ser
materia de estudio de casos (de lo contrario arriesgamos encontrarnos de nuevo en el
terreno de las definiciones sustantivas); pero no resulta lícito seguir dejando aspectos así
de relevantes fuera del marco de análisis sólo por limitaciones conceptuales y/o
metodológicas.
Otro reproche que puede plantarse desde el estudio comparado de las nuevas
democracias a las concepciones enfocadas sólo en el régimen nacional, es su ceguera
frente a la existencia de regímenes subnacionales autoritarios que pueden tener incluso
una base electoral, que en el caso de América Latina es reconocible tanto en estados de
organización federal como en aquellos de tipo unitario. En tales casos, el Estado se
convierte de facto en una alianza entre detentores privados del poder. “Esta omisión es
empírica y teóricamente costosa; incluso perspectivas exclusivamente centradas en el
régimen nacional harían bien en considerar los impactos de los regímenes autoritarios
subnacionales en el funcionamiento de aquél” (O’Donnell, 2003). Además, la
introducción de este factor revelará la enorme dificultad de determinar empíricamente
cuándo empieza la democratización y cuándo termina, “dada la creciente fragmentación
del Estado nacional en feudos regionales y locales en los regímenes postautoritarios de
América Latina” (O’Donnell; Hagopian; y Prud’homme en Brachet-Márquez, 2001).
27
general de la sociedad. Esta tarea, que permitiría trascender la dicotomía minimalismo /
maximalismo en que nos encontramos entrampados, no será fácil. Mientras la
focalización sobre el régimen y el votante ofrece el anclaje de un campo de
investigación bastante bien delimitado que, por lo tanto, puede ser estudiado de manera
razonablemente parsimoniosa, extender el estudio de la democracia a otros niveles es
una empresa riesgosa: uno puede caer en una ladera resbaladiza y acabar de vuelta en el
terreno de la “democracia social”. “Una manera de evitar este riesgo es atar una cuerda a
un cimiento relativamente firme –el régimen- y con su ayuda descender cuidadosamente
en el abismo” (O’Donnell, 2004); o, en palabras de Whitehead, navegar en un barco
firmemente anclado pero cuya larga cuerda permita varios desplazamientos de acuerdo a
las corrientes que existen en el río (Whitehead, 2004). La línea de teorización en la cual
nos adentraremos aquí apunta en este sentido.
28
Los juicios fuertemente negativos que emergen de este procedimiento 39, han consolidado
–en una argumentación cercana a la tautología- la idea de que estas neo-democracias son
inferiores en calidad que las democracias occidentales preexistentes, puesto que carecen
de varios de sus rasgos más importantes; y de que “deberán recorrer un largo camino
para ponerse al día con tan enaltecidos ‘modelos’ de comportamiento político. Estoy
convencido de que esta evaluación está doblemente equivocada: (1) muchas de (aunque
no todas) las neo-democracias están teniendo un desempeño mucho mejor del que nadie
hubiera tenido derecho a suponer y, de hecho, muchas de ellas lo están haciendo
extraordinariamente bien; y (2) la mayoría de las democracias iniciadoras no están
teniendo un desempeño tan sobresaliente como implica este juicio, y de hecho, muchas
están teniendo un desempeño peor que en el pasado40” (Schmitter, 2005).
Esta clase de pensamiento trae aparejadas varias trampas que hoy se busca poner en
evidencia. Por una parte es muy fácil que estas argumentaciones devengan
teleológicas41: si existe un camino con un punto de llegada claramente predefinido (el
feliz estado de consolidación democrática), todos los casos que difieren de este modelo
final serán necesariamente considerados competidores que todavía no llegan a la meta, y
que por algún motivo que habría que dilucidar se encuentran estancados, congelados,
prolongadamente no consolidados, etc. La tendencia natural, por así decirlo, de un
régimen democrático reciente sería el movimiento hacia la consolidación; y sólo la
existencia de obstáculos bien identificables –y eventualmente eliminables- podría
explicar la detención de este movimiento evolutivo (O’Donnell, 1996). Por una parte,
este razonamiento puede llevar a un optimismo infundado en el sentido de pensar que
todas nuestras democracias –con más o menos dificultades- están desplazándose hacia la
consolidación a imagen y semejanza del modelo que hemos definido como deseable. Por
otra, tal visión naturalizada nos distrae de identificar y estudiar (y eventualmente
tipologizar) otras configuraciones posibles que la realidad específica de cada uno de
nuestros países pudiera estar adoptando. No permite, por ejemplo, plantear la posibilidad
de que se estén dando tránsitos hacia otras formas de consolidación –que no es lo mismo
que decir que, una vez completada la transición, el régimen resultante se ha estabilizado
en una situación de “no-consolidación” persistente (lo cual pareciera en sí mismo ser una
contradicción en términos). “Que algunas de estás poliarquías lleven ya en estado de
‘dramática no-consolidación’ más de veinte años sugiere que hay algo extremadamente
anómalo en este tipo de pensamiento42” (O’Donnell, 1996).
39
Piénsese en el inventario de “democracias con adjetivos”.
40
La traducción es nuestra.
41
Linz y Stepan (1996) se defendieron en su momento de las acusaciones de que su trabajo era
teleológico, señalando que no las compartían por cuanto ellos no pretendían propugnar un único punto de
llegada, igual para todos (puden existir diversas clases de democracias consolidadas), aunque sí se
reconocían como teleológicos en el sentido de que pensaban que la democratización era un proceso que es
guiado intencionalmente a partir de un modelo preconcebido.
42
La traducción es nuestra.
29
La idea de la “meta” es también problemática, ya que parece haber una connotación
estática en el juicio de que una democracia está completa o consolidada. Lo cierto es que
las regresiones43 y cambios son una posibilidad siempre abierta, y es importante para los
analistas poder ver y nombrar también estos procesos. “Las democracias –tanto las
antiguas como las actuales- cambian constantemente y actúan sobre sí mismas. Por lo
tanto, no existe modelo, respuesta final, o fin de la historia. Sólo hay una multiplicidad
de dimensiones, direcciones y evoluciones” (Brachet-Márquez, 2001).
Esto nos lleva a la trampa del anacronismo, que es también producto del etnocentrismo,
y supone evaluar a las democracias que han surgido desde 1974 de acuerdo a estándares
que las antiguas poliarquías tardaron siglos en alcanzar. Como ha hecho notar Schmitter
(2005), si examináramos la situación en que se encontraba cualquier país de Europa
occidental a diez o veinte años de iniciada su democratización (Gran Bretaña a mediados
de 1830, Francia en 1880, Dinamarca en 1860), el panorama sería poco halagador desde
muchos puntos de vista, y ninguno de ellos podría empezar a compararse al peor
evaluado de los países de América Latina de comienzos del S. XXI en términos de voto
libre, limpieza de las elecciones, situación de las minorías, inclusividad del voto, etc.
30
política en ellas, creando retos a la organización política que no existían en procesos de
democratización anteriores” (Schmitter y Karl, 1996).
Este es un punto que está implícito en las dos críticas anteriores, pero dada su
importancia para el asunto que desarrollaremos en este trabajo nos parece conveniente
mencionarlo en forma independiente y así poner algo más de luz sobre él.
31
gobernar, porque el pueblo en su totalidad está absolutamente disconforme con los
logros de sus gobernantes” (Whitehead, 2003).
Desde los estudios de las transiciones en adelante, la preferencia por enfoques de corte
institucionalista y formalista -que suelen tener muy poco en cuenta los cambios en el
nivel social (Boschi, 2004)- jugó en contra de la posibilidad misma de plantear la
pregunta por los ciudadanos: qué había ocurrido con ellos durante el transcurso de los
regímenes autoritarios, quiénes eran, cuál sería el papel que jugarían en las nacientes
democracias. Paradójicamente, aunque los movimientos de la sociedad civil tuvieron un
rol crucial en las primeras etapas de liberalización de los autoritarismos, el cariz elitista
y pactado de muchos de los cambios de régimen implicó relegarlos en adelante a la
invisibilidad y el silencio45. Como señala Gómez (2002), los regímenes democráticos
que entonces nacieron fueron en muchos casos el resultado de cuidadosos diseños
institucionales, productos de la negociación entre las élites político partidistas y los
representantes del gobierno saliente –asesorados por una suerte de “tecnocracia política”
de raigambre democrática, de la cual no pocas veces formaron parte distinguidos
transitólogos. Pues bien, estas transiciones orquestadas desde arriba requerían del
silencio y la desmovilización de los movimientos sociales, la cual tendría posteriormente
su consolidación institucional en figuras como la de la democracia delegativa
(O’Donnell, 1991). Esto quedó fuertemente plasmado en las teorizaciones sobre
transición, lo cual se acentuó por el hecho de que éstas tendieron a elaborarse sobre la
base de un tipo particular de transición (el paso de gobiernos militares a civiles en el
cono sur), de carácter fuertemente negociado y donde varios líderes del antiguo régimen
retuvieron espacios y presencia en el régimen nuevo (Brachet-Márquez, 2001).
Los ciudadanos fueron, así, los grandes ausentes de las transiciones construidas en su
nombre. Las teorías de la transición, no obstante su innegable contribución,
subestimaron la organización autónoma de las asociaciones civiles y ciudadanas;
reproduciendo un defecto a nuestro juicio lamentablemente común en la disciplina
politológica, tendieron a depositar una confianza desmedida en lo institucional,
descuidando la cuestión de los mecanismos relacionales y las prácticas cotidianas.
“Dado que concebían la democracia como ausencia de autoritarismo, no pudieron
comprender la existencia de una cultura política no democrática entrelazada con la
institucionalidad democrática” (Vieira, 1998), la cual –como demostraría el correr de los
años- había impregnado profundamente las formas de constitución de la ciudadanía.
45
Chile representa un caso notable de “democracia pactada”, en este sentido.
32
para involucrarse en el delicado arte de la persuasión y construcción de coaliciones
(Walker en Brachet-Márquez, 2001). “Se cree que estos hombres y mujeres tienen (por
definición) la visión y las capacidades gerenciales que los convierten en especialmente
capacitados para manejar las naciones, por lo que la interferencia directa de los
ciudadanos en esta tarea delicada sólo puede poner en peligro esta tan importante
empresa. Por eso su participación debe ser reducida a las presiones que pueden ejercer
indirectamente a través del mercado político creado por las elecciones competitivas”
(Brachet-Márquez, 2001). A medida que avanzó el tiempo, sin embargo, se hizo
evidente que no había formas de garantizar un compromiso de los líderes con los
procedimientos democráticos en el mediano plazo, ya que no existían formas de control
institucional –en el Estado como en la sociedad- para ejercer presión sobre violadores
potenciales de los acuerdos democráticos, o para castigar a los practicantes de tales
violaciones. Es precisamente desde esta observación que O’Donnell (1991) propone la
noción de democracia delegativa.
Es en este contexto que conceptos como ciudadanía y sociedad civil han reaparecido con
renovado vigor en la escena de la teoría política más amplia y de la teoría política
democrática47. Cabe señalar que el actual reconocimiento de que estos conceptos, por
tanto tiempo abandonados, deben desempeñar un papel normativo independiente en toda
teoría política plausible, toma fuerza a lo largo y ancho de todo el espectro político
46
En la cual se basaron las teorías de la transición.
47
Para un esfuerzo consistente de teorización política a partir de la noción de sociedad civil, ver Cohen y
Arato, 2002.
33
(Kymlicka y Norman, 1997); quedan incluidos, por lo tanto, entusiastas de las más
diversas orientaciones (neoconservadores, neoliberales, socialdemócratas, demócratas
republicanos), con lo que es claro que difícilmente puede existir un acuerdo respecto a lo
que se entiende por estas nociones (Lechner, 2000).
48
Para interiorizarse de esta discusión, se recomienda revisar el número de octubre 2004 del Journal of
Democracy, así como el trabajo de varios autores liderado por Diamond y Morlino desde el Centro para la
Democracia, el Desarrollo y el Imperio de la Ley de la Universidad de Stanford (Diamond y Morlino,
2005). Ver también el Informe PNUD “La Democracia en América Latina” (2004d) así como sus
documentos asociados (PNUD 2004b y c).
49
Esta atención hacia el objeto de estudio desde ámbitos extra-académicos expresa un rasgo que distingue
la discusión sobre calidad de la democracia, de las discusiones que la precedieron: es un debate que asume
explícitamente sus componentes ético-políticos (ver Plattner, 2005).
50
Como señala Pippidi (2005): “Si, como muchos utópicos soñaron, el mundo constituyera una única
unidad política, con autoridades electas, el significado de la “calidad” sería inaprensible”.
51
Existen diferencias a este respecto. Para Schmitter (2005), por ejemplo, consolidación y mejoramiento
de la calidad son cosas absolutamente independientes, y la primera debe anteceder cronológicamente a la
segunda..
34
La reciente atención por el tema de la calidad de la democracia ha sido muy bienvenida
por estudiosos que desde hace un par de años se dedican a él empíricamente 52 (Beetham,
2005). La apertura de este nuevo sub-campo de estudio de la teoría democrática obedece
al reconocimiento de lo que quienes se dedican al estudio de las nuevas democracias
venían murmurando entre dientes hace un tiempo (Hagopian, 2005): la constatación de
que una democracia electoral, consistente con las definiciones procedimentales de
Schumpeter y sus herederos, aun si se puede considerar “consolidada”, no es
necesariamente una democracia de alta calidad53(Schmitter, 2005). Se trata, por tanto, de
una tendencia que se apropia de las críticas al minimalismo vistas anteriormente, y que
por lo tanto abre la puerta hacia un replanteamiento de la democracia que no esté ligado
únicamente al régimen político.
52
Ver, por ejemplo, los trabajos de Beetham (2005), que ha venido desarrollando, entre otras cosas,
manuales para la evaluación global de la calidad de la democracia.
53
Pero el que una democracia se encuentre consolidada sí podría ser recomendado como un requisito para
trabajar en el mejoramiento de la calidad (Schmitter, 2005).
54
Varios de los papers resultantes, reunidos en Diamond y Morlino (2005) fueron presentados en el
Encuentro Anual 2004 de la Asociación Américana de Ciencia Política, y algunos aparecieron en el
número sobre calidad de la democracia del Journal of Democracy en octubre del mismo año.
35
b) Sustantivas: respeto por las libertades civiles y políticas, e implementación
progresiva de mayor igualdad política (a la cual subyacen una mayor igualdad
económica y social)
c) De resultados: responsiveness55.
Varios de los supuestos hasta ahora enunciados nos permiten intuir que la calidad de la
democracia como campo de estudio constituye un asunto especialmente controversial.
Algunas de las preguntas fundamentales que calibrar a este respecto son: ¿Quién define
lo que constituye una ‘buena’ democracia, y hasta qué punto es posible una concepción
universal de calidad de la democracia? ¿Cómo evitar que el esfuerzo evaluativo devenga
un ejercicio paternalista, en el que las democracias originarias se consideren eximidas y
a salvo de todo escrutinio? ¿Cómo pueden las evaluaciones de la calidad de las
democracias trascender el interés académico y ser útiles a los encargados de la reforma
política, a activistas de la sociedad civil, agencias internacionales y otros que buscan
efectivamente mejorar la calidad de la democracia? (Diamond y Morlino, 2005).
36
anacronismo, que lleva a asumir el supuesto erróneo de que todas las nuevas
democracias son inferiores en calidad a las democracias originarias. Otra falacia que ha
entorpecido la tarea es el idealismo, es decir, la recurrencia a estándares propios de una
democracia ideal, que ninguna democracia verdaderamente existente ha podido o podría
alcanzar. A pesar de la opción por las definiciones realistas, ésta es una tentación
persistente, dada la doble naturaleza –empírica y normativa- de la noción de democracia.
En opinión de Schmitter, a menos que reconozcamos que mucha de la teoría
democrática tiene un carácter exhortativo (vale decir, que busca estimular el
mejoramiento de las democracias realmente existentes), no seremos capaces de evaluar
en forma justa y efectivamente “realista” lo que nuestras democracias han logrado y no
logrado. Por último, él menciona la falacia del partidismo, es decir, la tendencia de los
investigadores a centrarse en dimensiones asociadas a sus propias preferencias
partidistas; para corregir esta tendencia habría que poner el foco en metas de amplio
consenso social, que no estén sujetas a disputa partidaria, y también ser receptivos
respecto de las preferencias políticas de las autoridades legítimamente electas en cada
país particular. Es por esto que Diamond y Morlino (2005) sostienen que para evaluar la
democracia por países sólo es conveniente usar una noción pluralista de calidad de la
democracia, que dé cuenta de que las democracias difieren en la valoración normativa
específica que le asignan, por ejemplo, a las distintas dimensiones de su propia calidad.
“No existe una forma objetiva de identificar un marco único de medición de calidad de
la democracia, pertinente y cierto para todas las sociedades58” (Diamond y Morlino,
2005).
De la trayectoria del debate sobre democracia y América Latina que recién hemos
reseñado, es posible extraer ciertas lecciones respecto a cuáles serían los puntos más
importantes de la teoría democrática que habría que revisar, si queremos avanzar hacia
narraciones conceptuales más atingentes a la realidad latinoamericana. La lógica de
fondo es inductiva y apunta a explicitar varias particularidades de nuestra realidad que
no pueden ser pasadas por alto si queremos realizar estudios empíricos rigurosos sobre la
calidad democrática o cualquiera de sus dimensiones específicas, ya sea a nivel de
estudio de casos o bien –y especialmente- si se trata de hacer política comparada. A la
base de este intento está la constatación de que las nuevas democracias latinoamericanas
son un “animal nuevo”, diferente en muchos sentidos de las democracias representativas
57
Para un análisis de otros problemas de la discusión sobre calidad de la democracia de orden más
fundamental, relacionados con la no consideración de importantes tensiones inherentes a la democracia
misma, ver Plattner, 2005.
58
La traducción es nuestra.
37
tradicionales que describe la teoría democrática convencional 59 (O’Donnell, Nun, en
Moreira Cardoso y Eisenber, 2004).
38
los supuestos históricos y analíticos de la teoría democrática, y también sus omisiones
(O’Donnell, 1999); puesto que “mucho de lo que sabemos viene de nuestro
conocimiento de las democracias nor-occidentales, pero desafortunadamente gran parte
de ese conocimiento sólo se aplica a ellas” (PNUD, 2004b). Señalamos anteriormente
que Schmitter y Karl (1996) descartaron incluir en su definición de democracia
componentes como los aquí mencionados, por el riesgo que su inclusión implicaría
pretender universalizar un solo modelo institucional (el norteamericano u otro). No
obstante, pensamos que mantener silencio absoluto respecto a algunos de estos aspectos
es también, de cierta forma, un etnocentrismo encubierto, por cuanto la noción de
democracia no existe en el vacío: se inserta en el seno de una teoría democrática basada
en la experiencia de los países originarios, y que da por descontadas algunas
configuraciones institucionales extra-régimen que se encuentran presentes en ellos.
Estas configuraciones constituyen, por así decirlo, los cimientos sobre los cuales se
levanta el edificio democrático; y aunque no se vean, y en sentido estricto el edificio no
necesite de cimientos para ser definido como un edificio, son lo que permite que éste
exista y tenga una forma y altura específicas. No decir nada de ellos puede fácilmente
conducir a realizar comparaciones espurias respecto de otros edificios que carecen de
bases subterráneas –o cuyas bases subterráneas difieren sustantivamente de las de aquél.
El minimalismo, nuevamente, puede inducir a error: las semejanzas aparentes entre los
regimenes pueden ocultar las diferencias en la organización social que subyace, de la
cual emanan múltiples influencias sobre el tipo de democracia que allí existirá (ver
PNUD, 2004b; O’Donnell, 1993). Rosanvallon ha comentado recientemente la
necesidad de salir del minimalismo, “aún si el riesgo es no poder evaluar
comparativamente” (Rosanvallon, 2004). Desde la posición que aquí sostenemos,
ocurriría precisamente lo contrario: una concepción no minimalista –pero realista- es la
que podría eventualmente permitir una labor comparativa más rigurosa.
Entre los supuestos que sería necesario explicitar están los siguientes (PNUD, 2004b):
las características del régimen político democrático (que exceden las estipuladas por
Dahl para incluir elementos como: si quienes ocupan las posiciones más altas en el
gobierno sufren o no la terminación inconstitucional de sus mandatos antes de los plazos
legalmente establecidos, si las autoridades electas están o no sujetas a restricciones
severas o vetos, etc.); si el acceso al poder del Estado es o no sustantivo; si el Estado
posee la capacidad institucional y organizativa para aplicar sus decisiones; la vigencia
del estado de derecho (que comprende la independencia de los poderes, la existencia de
un sistema legal esencialmente democrático, el sometimiento de la acción del Estado y
sus poderes a las normas, la libertad de la persona); las formas de organización del poder
en la sociedad; y las formas de interrelación con otros Estados soberanos; el grado de
gobernabilidad democrática y la sustentabilidad.
39
importantes de tal conceptualización62 (O’Donnell, 2004); y si su presencia en los
modelos de análisis no se hace explícita, estaremos introduciendo
inadvertidamente un sesgo etnocentrista al análisis.
Una vez que se haya explicitado los cimientos sobre los cuales se construye la
teorización clásica sobre la democracia, será necesario, en un segundo movimiento,
emprender el desarrollo de una sociología política y legal, históricamente orientada, de
la democracia -en este caso, de la(s) democracia(s) latinoamericana(s) (O’Donnell,
1999).
Una pista importante aquí la dio O’Donnell (1996) con su trabajo sobre la “otra
institucionalización”, al relevar que una labor lúcida de análisis empírico de nuestras
democracias no puede contentarse sólo con enumerar lo que “nos falta” para tener una
democracia consolidada (o, diríamos hoy, de más calidad), como si entre tanto
existiéramos en un vacío institucional y societal. Por el contrario, hay que identificar y
caracterizar las instituciones que existen, hay que indagar en las lógicas y dispositivos
específicos que operan en nuestras poliarquías reales. Hay que nombrar los cimientos
particulares sobre los cuales se levantan hoy nuestros edificios democráticos, y dar
cuenta de ellos, tanto teórica como empíricamente. En esta tarea, la sociología y otras
ciencias sociales tienen mucho que aportar a la politología, lo cual justifica su
incorporación activa al estudio de la problemática de la democratización; como ya
señalamos, existe hoy un diagnóstico crítico más o menos extendido respecto al énfasis
desmedido que la teoría democrática ha puesto hasta ahora en las estructuras e
instituciones, en desmedro de otras dimensiones de la vida social “(...) sin cuya
consideración adecuada no es posible acometer con la profundidad y la radicalidad
requeridas los retos que plantea la exigencia de la ampliación de la democracia”
(Lander, 1998). En palabras de Rosanvallon, es imperativo comenzar a “captar la
‘dimensión societaria’ del hecho democrático” (Rosanvallon, 2004).
40
o con simultaneidad a los derechos civiles básicos, y en que persiste hasta hoy una
insuficiente difusión de la ciudadanía en todos sus planos, pero centralmente en los
planos civil y social (PNUD, 2004b). De lo anterior se desprende una doble reducción en
la base sobre la cual se asientan nuestros regímenes democráticos: por un lado, un sector
importante de la sociedad, variable según el país, queda fuera del mínimo ciudadano; por
otro, un conjunto de decisiones relevantes, especialmente en la esfera de la economía,
quedan fuera del ámbito de acción de los ciudadanos y del Estado. “Y la teoría
democrática no fue pensada para esta situación, sino que se fundó en la existencia de un
cuerpo ciudadano y un Estado (la polis) que actuaba como supuesto básico de la
posibilidad democrática” (Garretón, 2004).
Por último, cuando se trata de América Latina, la dimensión económica es otra que no
puede seguir siendo excluida del análisis, especialmente si estamos hablando de poner la
mirada más allá del régimen. Como recién señalamos, la democracia en países pobres
resiste menos; las crisis económicas y la alta desigualdad afectan también la democracia.
En todos los casos63, la efectivización de derechos –de la cual hablaremos a
63
Incluso en el de los derechos civiles, que muchas veces son vistos como garantías que sólo requieren la
prescindencia del Estado, su contención, sin desembolso de recursos de por medio.
41
continuación- es una medida redistributiva que depende de la riqueza disponible para
distribuir. “La noción de democracia ‘más allá de cualquier cosa’, y a favor de otorgar la
mayor cantidad de derechos a la mayor cantidad de gente posible, sin tener en cuenta
nada más, debe hacer hincapié en el desempeño económico; de lo contrario, es una
simple declaración normativa con implicancias teóricas, pero sin ninguna aplicación a
nivel prescriptivo” (Moreira Cardoso y Eisenberg, 2004). Es imprescindible entonces
identificar mejor los contextos de economía interna que están condicionando en cada
caso la toma de decisiones, así como los aspectos de la economía internacional
globalizada que podrían estar limitando la misma y reduciendo la extensión del campo
decisorio de los líderes de países democráticos. Como señalan Moreira Cardoso y
Eisenberg (2004), “una vez que se abre la caja de Pandora de cuestiones sustantivas, hay
que hacer una evaluación completa de su estatus como precondiciones. Es necesario
saltar del razonamiento político al razonamiento económico”.
42
Como ya señalamos, una de las razones que complica el uso de un foco exclusivo en el
régimen es que el supuesto de la efectividad de la ciudadanía civil y social no siempre es
algo con lo que se pueda contar, fuera de los países iniciadores (y en ocasiones tampoco
en éstos); y una ciudadanía incompleta, distribuida en modo intermitente y sesgado,
cambia en varios aspectos relevantes el funcionamiento mismo del régimen democrático,
lo que hace necesaria su cuidadora consideración empírica y teórica (O’Donnell, 2003).
Si bien la igualdad ciudadana propia de la democracia ideal estará siempre en tensión
con la desigualdad social y de poder que inevitablemente marca la toma de decisiones
(Rueschemeyer, 2005), y no existe ninguna sociedad que haya alcanzado el objetivo de
una ciudadanía completa y uniformemente extendida en todas sus dimensiones, existen
razones para suponer que esta tensión e incompletitud alcanza en nuestros países una
magnitud que justifica su detección y caracterización como parte del estudio de la
democracia, real o posible. Esta caracterización debiera considerar al menos tres
cuestiones: qué proporción de los ciudadanos goza de los derechos implícitos en las tres
esferas de la ciudadanía, qué relación de equilibrio o desequilibrio existe entre estas tres
esferas64, y en qué proporción de territorialidad y de población el Estado tiene la
capacidad de proteger y promover esos derechos (McCoy, 2004).
64
Esto es lo que Houston y Caldeira denominan “democracia disyuntiva”: la relativa desigualdad entre las
tres esferas de la ciudadanía (en McCoy, 2004).
43
2. CIUDADANÍA DE BAJA INTENSIDAD Y DEMOCRACIA EN
AMÉRICA LATINA
Dentro del trabajo reciente de O’Donnell (ver especialmente 2003 y 2004) en el cual nos
basaremos, la democracia, los derechos humanos y el desarrollo humano comparten una
concepción fundamental del ser humano como un agente, condición que origina no sólo
reclamos morales sino también derechos universales. Sin embargo, es teóricamente
indecidible qué conjunto mínimo suficiente de derechos o capacidades podría generar un
acuerdo intersubjetivo generalizado claro y firme, de lo que se sigue que esto sólo puede
y debería ser decidido por la propia democracia, con la consecuencia de que los derechos
sean socialmente construidos y variables, dentro de ciertos límites. Juega entonces un
lugar central dentro de esta concepción de los derechos la idea de que su reconocimiento
es casi siempre el resultado de luchas concretas por porciones de la riqueza social por
parte de grupos de intereses diferentes, más o menos poderosos. Los derechos son
medidas distributivas y, por lo tanto, también una cuestión de asignación social de los
bienes (Moreira Cardoso y Eisenberg, 2004).
Tres cuestiones son importantes de tener en cuenta a este respecto. En primer lugar está
la doble dimensión –individual y social- de los derechos, que Sen destaca cuando afirma
que “la libertad individual es un producto quintaescencialmente social” (en O’Donnell,
2003). En efecto, al centrarnos en el individuo los derechos aparecen como atributos
asignados universalmente, cuya titularidad es precisamente individual. Sin embargo, a
nivel macro estos mismos derechos constituyen libertades que caracterizan y co-
constituyen el contexto social en que los mismos individuos están insertos 65 66
65
De aquí que muchas veces se hable indistintamente de ‘derechos’ o ‘libertades’.
66
Así, por ejemplo, los derechos individuales de expresión y asociación constituyen a nivel público
sendas libertades, que son un atributo y un bien de la sociedad como conjunto: la disponibilidad de
información libre y pluralista.
44
(O’Donnell, 2003). Esto es particularmente importante por cuanto una razón para que
decidamos proteger constitucionalmente ciertos derechos fundamentales es que sin el
bien público de un contexto social diverso, la efectividad de los derechos políticos
estaría seriamente coartada. Cuando tal contexto existe, beneficia a todos, aun a los que
no reconocen su valor: se trata de un bien público, derivado del carácter general de la
sociedad de la que uno forma parte (Raz en O’Donnell, 2004). Esta es la que
Rosanvallon denomina la ‘dimensión societaria’ de la ciudadanía: por sobre la garantía
de contar con la protección de cierto número de libertades individuales, la ciudadanía
está también compuesta por la existencia de un mundo en común. “Tocqueville fue el
primero en subrayar que la democracia caracterizaba una forma de sociedad, y no
únicamente un conjunto de instituciones y de principios políticos” (Rosanvallon, 2004).
En segundo lugar, es relevante que al hablar de derechos hay que poner atención tanto al
sancionamiento legal de los mismos, como a su efectivización. Esto quiere decir que no
basta con que un reclamo social pase a ser lo que en lenguaje jurídico se define como un
derecho positivo subjetivo (es decir, un derecho legalmente accionable, que puede
reclamarse, por medio del sistema legal, al Estado o a cualquier individuo particular que
pueda haberlo infringido) para asegurar su cumplimiento. Es necesario también que se
den ciertas condiciones a nivel social que hagan efectivo su ejercicio para todos los
ciudadanos. Esto es especialmente relevante en regiones como la nuestra, donde –como
veremos más adelante- muchas veces el problema no es la ausencia o limitación de las
normas legales que definen los derechos, sino “un déficit de enforcement, de ejercicio
efectivo de derechos garantizados en la ley” (Tavares de Almeida, 2003). Estos
problemas son los que hacen evidente que la ley, en su contenido pero también en su
aplicación, es en buena parte (como lo es el Estado del que forma parte) una
condensación dinámica de relaciones de poder, más allá de una simple técnica
racionalizada de ordenación de las relaciones sociales (O’Donnell, 2001).
Por último, hay que destacar la importancia relativa de los derechos civiles respecto de
los derechos políticos y los de segunda generación, en un sentido particular. Si bien
claramente las clases de derechos son separables sólo analíticamente, ya que en la
práctica se presuponen, son interdependientes y, en general, históricamente avanzan
juntos (Pinheiro, 1998; PNUD 2000), los derechos civiles –que son, a fin de cuenta, las
libertades y garantías liberales clásicas67 (O’Donnell, 2001)- constituyen un verdadero
igualador básico que hace posible el ejercicio de los derechos políticos, por un lado, y
económicos, sociales y culturales, por el otro. En este sentido, “cualquier derecho civil
que es conquistado puede convertirse en una importante palanca para avanzar en la
democratización política y en la conquista de derechos sociales. Los derechos civiles no
sólo protegen, también dan poder; ellos generan –resguardándolas legalmente-
67
A saber, derecho a la libertad personal, a la privacidad y a la seguridad; libertad de pensamiento,
expresión e información; libertad de culto; libertad de reunión, asociación y organización; libertad de
movimiento y residencia; y derecho a una defensa legal y a un debido proceso. Los derechos laborales son
también considerados por algunos como “derechos económicos civiles” (Diamond y Morlino, 2005).
45
oportunidades de actuar para alcanzar más derechos. Los derechos civiles hacen así
posible (pero insisto: sólo posible), para diversos actores individuales y colectivos,
definir autónomamente su identidad y sus intereses” (O’Donnell, 2003). En un sentido
más formal, y puesto que las respuestas que los tribunales dan a los ciudadanos son la
medida de la vigencia de los derechos fundamentales (UDP, 2004), es el acceso a la
justicia el que posibilita exigir y hacer efectivos todos los otros derechos (Bottomore en
Marshall y Bottomore, 1998).
68
La traducción es nuestra.
46
(imprescriptibles) que son ejercidos frente al poder del Estado. El hombre aparece como
un valor superior entre todos (naturaleza y cosas) y se convierte en el titular de derechos
públicos subjetivos” (Quiroga, 2001).
69
De aquí emanan las dos caras de la ciudadanía según Habermas (tensión entre la cara nacionalista y la
cara democrática) (en Nun, 2004).
47
estudio sobre la evolución de la ciudadanía en el contexto particular de la sociedad de
Gran Bretaña (incluso, más precisamente, de Inglaterra), y su descripción se centra en
las luchas sociales y políticas por medio de las cuales, a lo largo de los siglos XVIII,
XIX y XX, fueron estableciéndose y extendiéndose sucesivamente los distintos tipos de
derechos que componen la ciudadanía moderna.
En su clásica reflexión sobre la ciudadanía, Marshall (1998) señalaba que “la ciudadanía
es aquel status que se concede a los miembros de pleno derecho de una comunidad. Sus
beneficiarios son iguales en cuanto a los derechos y obligaciones que implica (...). Las
sociedades donde la ciudadanía es una institución en desarrollo crean la imagen de una
ciudadanía ideal que sirve para calcular el éxito y es objeto de las aspiraciones. Las
conquistas que se producen en la dirección así trazada proporcionan una medida más
acabada de la igualdad, un enriquecimiento del contenido de ese status y un aumento del
número de los que disfrutan de él” (Marshall, 1998).
48
mercadocéntrico impuesto en la primera embestida de las reformas neoliberales; y con
una importante revalorización conceptual de la ciudadanía y su relevancia en la teoría
política y la teoría democrática (Kymlicka y Norman, 1997).
El que la situación actual en la mayoría de los países democráticos sea de inclusión sin
restricciones formales no debe inducir a error, en el sentido de presumir que nos
encontramos frente al fin de la historia en términos de la ciudadanía. Por el contrario, el
carácter social de la institución ciudadana sólo nos garantiza que ella constituirá siempre
un horizonte sujeto a cambios, y que así como ha experimentado procesos de expansión
en sus distintas esferas puede también sufrir regresiones y movimientos que sólo
equívocamente podríamos llamar de involución71. En efecto, “el cambio social y la
70
Que no puede, desde ningún punto de vista, ser desdeñada: el supuesto de que todos somos iguales
constituye un hito histórico y una conquista de carácter trascendente. Nunca antes había ocurrido que
todas las teoría éticas vigentes partieran desde este mismo, y revolucionario, punto de partida (O’Donnell,
2003).
71
Equívocamente, porque precisamente la aplicación de conceptos como “evolución” a las instituciones
sociales constituye un rastro de naturalización.
49
adquisición real de algunos derechos provocan nuevas demandas y aspiraciones,
mientras que la efectividad continuada de aquellas que ya han sido ganadas, nunca se
puede dar por sentado” (O’Donnell, 2001). Desde esta perspectiva, los derechos, y en
consecuencia la ciudadanía, no son estáticos, sino que “se están expandiendo y
contrayendo constantemente bajo la presión de la acción legislativa y judicial” (Holmes
y Sunstein en O’Donnell, 2003).
50
son teóricamente indecidibles (O’Donnell, 1999, 2003 y 2004): no puede establecerse a
priori, por vía deductiva, cuál es el conjunto mínimo suficiente de estas libertades 72, cuál
es su contenido o su alcance, la prioridad relativa de unos derechos sobre otros, cuál
puede considerarse un nivel efectivo de cumplimiento, ni cuáles son los límites internos
entre éstos. “Hay demasiados puntos de vista y preferencias, demasiadas teorías de lo
que es justo y/o equitativo, y demasiados intereses y posiciones sociales para que
cualquiera de estas cuestiones sea clara y firmemente resuelta” (O’Donnell, 2004). Esta
será precisamente la materia fundamental de la deliberación política democrática, y se
disputará sobre ella constantemente. La ciudadanía, entonces, es eminentemente
móvil, lo cual queda meridianamente expresado en las diferencias que históricamente ha
experimentado. Así, por ejemplo, ciertas restricciones a las libertades de expresión y
asociación que en los países iniciadores eran consideradas más que aceptables hace no
tanto tiempo, hoy son condenadas como abiertamente antidemocráticas. Lo que se
entiende, de hecho, por libertad de expresión, es muy distinto hoy de lo que era hace 150
años (Colmes y Sunstein en O’Donnell, 1999).
Lo que queremos destacar es que las decisiones sobre derechos (es decir, sobre qué
necesidades son públicamente reconocidas) son una construcción social y –sobre todo-
política. De aquí que la cuestión de quiénes, y cómo, participan en esta construcción
aparezca como una pregunta clave –cuya respuesta, por cierto, no estará completa si no
contempla cuáles son las demandas que son silenciadas o postergadas y no logran
convertirse en derechos (O’Donnell, 2003). En A. Latina, la persistente desigualdad y
pobreza redundan en que gran parte de la población no participa de la definición social
de los derechos (O’Donnell, 2003), con lo que la desigualdad económica cristaliza en
una desigualdad de cuotas de poder, sumamente difícil de modificar (Huneeus, 2005); en
consecuencia, “como las personas con más tiempo y dinero pueden organizarse mejor,
‘el coro de los grupos de interés canta con un acento decididamente de clase alta’”
(Schattschneider citado en Karl, 2003). La insuficiencia de sistemas de representación
que promuevan activamente la organización de los sectores pobres y sectores medios
precarizados, y su participación en los procesos cruciales de definición de derechos
(Karl, 2003), constituye en el mediano plazo un problema crucial para la democracia, y
para la calidad de la misma, al comenzar ésta a institucionalizarse en torno a eficaces
dispositivos de clausura.
72
Esto no debe llevarnos a negar que las libertades que son “candidatas razonables a pertenecer a ese
conjunto son extremadamente importantes” (O’Donnell, 2004).
51
obligaciones cívicas por parte de los últimos (McCoy, 2004), lo cierto es que los Estados
siguen teniendo la obligación de respetar, proteger, implementar y hacer respetar los
derechos a la igualdad, y en este sentido son incluso legalmente responsables (Cook
2002); esto incluye, según ha formulado la Corte Interamericana de Derechos Humanos,
el deber de cada Estado de organizar su aparato para darles eficacia (Méndez en
O’Donnell, 2003), e implementar programas nacionales tendientes a la efectivización de
derechos (Pinheiro, 2002). A pesar de esto, las distintas organizaciones de la sociedad
juegan también un rol fundamental en controlar la conformidad del Estado con los
estándares internacionales, ayudar a promover el cambio en las instituciones y desafiar a
las mismas en beneficio de los derechos humanos (Pinheiro, 2002).
Las organizaciones de la sociedad civil tienen además una tarea de la más alta relevancia
en estar permanentemente recordando que la extensión y alcance de los derechos que un
ciudadano puede efectivamente ejercer no están definidos ex ante, sino que dependen de
la práctica y ejercicio que se haga -individual y colectivamente- de los derechos en la
esfera pública. Esto es, “los derechos que un ciudadano peticione y exija garantías para
su realización resultan, en principio, contingentes a su propia práctica política”
(Smulovitz, 1997). Creemos firmemente que el convencimiento de que los derechos
tienen una existencia inmanente, y que están garantizados por su sola enunciación desde
el sistema legal y político, impide visualizar las formas en que éstos son efectivamente
adquiridos y ejercitados, y también las formas en que pueden escabullirse. Como señalan
Arato y Cohen (1999), “si bien el Estado es el agente de la legalización de los derechos,
no es ni la fuente ni la base de su validez. Los derechos (...) pueden garantizarse por la
ley positiva pero no son equivalentes a la ley ni derivados de ella; en el campo de los
derechos, la ley asegura y estabiliza lo que se ha conseguido de manera autónoma por
los actores sociales en la sociedad”73.
Una última precisión que se desprende del carácter móvil de la ciudadanía y los
derechos que la conforman, es que su universalización completa constituye un ideal al
que todas las democracias se acercan más o menos, pero al que ninguna ha llegado
(O’Donnell, 1993). En efecto, así como la democracia está siempre marcada por formas
de incompletitud e incumplimiento (Rosanvallon, 2004), ningún país ha logrado la
completa efectividad de los derechos (Pinheiro, 2002) –y recuérdese que estamos
hablando aquí de los derechos que cada sociedad ha establecido políticamente como
mínimos. En términos de filosofía política esto puede explicarse porque la igualdad es
un ideal que nunca se logra en forma completa, incluso en términos políticos
(Rueschemeyer, 2005); como ya recordamos, los individuos con más educación,
información y recursos tienen también más capacidad de organizarse y constituir lo que
Lechner (1984) llamaba minorías consistentes, lo que les otorga mayor poder para
modelar el debate. En este sentido, la ciudadanía se mantiene como un horizonte en
permanente movimiento que orienta normativamente la democracia, y de lo que se trata
73
Habermas ha formulado esta misma idea muy sucintamente: “Las instituciones de la libertad
constitucional no son más valiosas que lo que la ciudadanía haga de ellas” (Habermas en Kymlicka y
Norman, 1997).
52
es de una efectividad “razonable” de los derechos que hacen posible la democracia. No
obstante, cuando en este capítulo planteemos la cuestión de la ciudadanía de baja
intensidad, veremos que el nivel de extensión y cumplimento de los derechos en
América Latina parece presentar diferencias cuantitativas respecto de otras regiones del
mundo que son lo suficientemente grandes como para ameritar un nombre y una
teorización propios (O’Donnell, 1996).
Lo primero que hay que señalar es que la historia de la ciudadanía en los países
latinoamericanos se distancia notablemente del patrón establecido por Marshall (Karl,
2003), que como hemos visto se basa específicamente en la historia inglesa74. En efecto,
una primera mirada revela que la constitución de la ciudadanía en América Latina no
sólo ha sido distinta, sino principalmente más compleja y marcada por la irregularidad y
la parcialidad (Gómez, 2002). Desde luego, esta última es una característica de todos los
procesos de construcción de la ciudadanía, y es por esto que se emplea para describirlos
la idea de la “secuencia” para referirse a ellos; no hay aquí linealidad. Históricamente,
nunca un “paquete completo” de estas capacidades y derechos ha sido simultáneamente
sancionado, mucho menos implementado; los logros y reivindicaciones siempre han sido
parciales.
53
En general, el patrón de constitución de ciudadanía en América Latina ha sido: primero,
el otorgamiento de algunos derechos sociales, más limitados desde luego que los
consagrados en Europa por medio del Estado de Bienestar, y que tras el ajuste
estructural han sufrido importantes retrocesos. Luego, la adquisición de derechos
políticos a través de procesos pasados y recientes de democratización política. Por
último, e iregularmente, derechos civiles que aún hoy están implantados de forma
intermitente y sesgada. Esto es lo que puede llamarse el “patrón populista” de
constitución de derechos75, presente en Argentina, Brasil, México y Perú76 (O’Donnell,
2003).
Atendiendo a análisis como los de Marshall (1998) o Habermas (en O’Donnell, 2002) se
aprecia que la concepción del individuo como un agente habría tenido en Europa,
bastante antes de la extensión universalista de la ciudadanía política, un largo proceso de
elaboración en diversas doctrinas religiosas, éticas y filosóficas, al ritmo de la expansión
del capitalismo y del Estado moderno. De esta forma, la consolidación de la ciudadanía
civil (que ocurre en Gran Bretaña y el resto de Europa hacia 1830) en la práctica fue una
historia de adición gradual de nuevos derechos a un estatus que ya existía y que se
consideraba atributo de todos los miembros adultos de la comunidad (Marshall en
O’Donnell, 2003). En cambio, y como nos recuerda el argumento de Véliz (1980),
Latinoamérica no vivió las revoluciones francesa ni industrial, por lo que se vio intocada
por sus principales consecuencias (una de las cuales es precisamente esta visión del
individuo como agente autónomo). “Cuatro de estos factores están inversamente
relacionados con lo que prefiero llamar el carácter “centralista” de los arreglos sociales y
políticos de América Latina; el primero es la ausencia, en la tradición latinoamericana,
de la experiencia feudal; la segunda es la ausencia del disenso religioso y el consiguiente
y penetrante centralismo de la religión dominante; el tercero es la ausencia de cualquier
evento o circunstancia histórica que pudiese razonablemente ser tomada como la
contraparte de la Revolución Industrial; la cuarta es la ausencia de aquellos desarrollo
ideológicos, sociales y políticos asociados a la Revolución Francesa, que transformó tan
dramáticamente el carácter de la sociedad de Europa Occidental durante el último siglo y
medio77” (Véliz, 1980). Estás serán las ausencias de origen que en adelante marcarán
muchas de las características de nuestros ensayos y apuestas democráticas, hasta el día
de hoy.
En esta misma línea, en Inglaterra –y, más allá de ciertas diferencias en términos del
orden de los procesos, también en los demás países iniciadores-, la ciudadanía civil
precedió a la ciudadanía política, y le proveyó una rica textura de apoyo,
constituyéndose en la base social y legal de lo que más tarde sería la democracia política
75
Los países del Asia oriental también son ejemplos de otro patrón de constitución de ciudadanía: primero
los derechos económicos, sociales y culturales (con un grado alto de extensión y efectividad); luego los
políticos; y por último los civiles (O’Donnell, 2003).
76
Para distinguir los matices existentes entre distintos países de América Latina, ver O’Donnell, 2003.
77
La traducción es nuestra.
54
(O’Donnell, 2003). Ciertamente hay muchas excepciones, como los derechos de las
mujeres o de diversas minorías raciales, cuya consagración fue mucho más tardía y
siguió otra ruta. “Pero aun con estas precauciones, la diferencia se mantiene: en la
mayoría de los países latinoamericanos contemporáneos, ahora que los derechos
políticos de la poliarquía son en general efectivos, las extensión de los derechos civiles a
todos los adultos es incompleta” (O’Donnell, 2002); o, como indica Whitehead (2003,
2004), es característicamente inestable y volátil. Las consecuencias de esta fragilidad del
tejido de derechos civiles sobre el cual se insertan los derechos políticos son exploradas
en el próximo punto de este capítulo.
2.3.1 El argumento
55
desigualdades jurídicas entre ciudadanos. Desde el punto de vista del Estado, la
problemática radica en el funcionamiento irregular del estado de derecho80; desde el
punto de vista de la ciudadanía, en la asignación no universal de derechos, ya sea por
restricciones formales o por fallas en los mecanismos de efectivización de los mismos.
En contextos de violencia generalizada, la ineficiencia, escaso acceso y particularismos
de la administración de la justicia, y el abuso impune de poderes públicos y privados, “el
Estado de Derecho tiene una existencia únicamente intermitente y parcial, si es que la
tiene (...). En los países que nos ocupan, muchos individuos son ciudadanos en lo que a
sus derechos políticos respecta, pero no lo son de acuerdo con sus derechos civiles (y
sociales)” (O’Donnell, 2001). En otras palabras, la poliarquía coexiste no sólo con pocos
o muy débiles derechos sociales, sino también con la recurrente violación o
desconocimiento de derechos civiles básicos.
Más allá del concepto mismo de ciudadanía de baja intensidad, lo que nos parece
especialmente interesante es la problemática que éste abre dentro del estudio de las
nuevas democracias. La constelación de fenómenos que componen esta problemática ha
sido abordada en los últimos años a través de distintas nomenclaturas. Así por ejemplo,
la noción de “democracia ‘a-liberal’81 apunta a la coexistencia de elecciones
competitivas y participación popular con considerables rasgos de ilegalidad y abuso de
poder (empíricamente, se trata de democracias electorales que no califican como países
libres según Freedom House. A fines de 2002 había 33 en el mundo) (Merkel y
Croissant, 2000; Diamond y Morlino, 2005). Pinheiro, que trabajó con Méndez y
O’Donnell en el proyecto sobre inefectividad de la ley y exclusión en América Latina
(Méndez, O’Donnell y Pinheiro, 2002) se ha referido a la paradoja de garantías
fundamentales bien definidas en la mayoría de las constituciones democráticas que
conviven con una ciudadanía plena prácticamente inexistente para la mayoría de la
población, con el apelativo de “democracias sin ciudadanos”, tomado de Cammak
(Pinheiro, 1996, 1998 y 2002). Whitehead, en tanto, ha preferido hablar de la
“volatilidad” de la ciudadanía latinoamericana, en el sentido de que, mientras una cierta
minoría puede sentirse razonablemente segura en todos sus derechos, y otra
posiblemente igual de extensa puede tener absolutamente claro que esos derechos no se
extienden a ellos, entre ellas se extiende un amplio conjunto de ciudadanos que no
pueden estar seguros. En los buenos días pueden reivindicar algunos derechos,
especialmente si se movilizan para ello. Si permanecen pasivos, o si su sistema está
sujeto a algún shock característico, los derechos que parecían estar asegurados pueden
evaporarse abruptamente. “La experiencia enseña que la norma no es ni la estabilidad ni
la existencia de derechos que pueden darse por descontados, sino más bien su
volatilidad” (Whitehead, 2003).
56
supuestos de la teoría democrática, nos parece que adquiere una particular potencia
como herramienta para avanzar en la tarea de caracterización empírica y teórica de las
democracias latinoamericanas contemporáneas. En cuanto al por qué de ocupar el
concepto de ciudadanía de baja intensidad en lugar de su contrario positivo -extensión de
la ciudadanía-, pensamos que, como señala Schmitter sobre conceptos como legitimidad
o accountability, hay nociones políticas que se aprehenden mejor por su ausencia o su
subversión. Cuando efectivamente funcionan según se espera, nada parece estar
pasando, y se puede arribar a la falsa conclusión de que no hacen aporte alguno al
mejoramiento de la calidad democrática (Schmitter, 2005).
Los referentes empíricos de esta situación son variados, y si bien se trata de cuestiones
que han sido largamente documentadas por novelistas, historiadores, sociólogos y
antropólogos, los cientistas políticos en general hasta hace muy poco les habían prestado
escasa atención; por otra parte, en las escasas ocasiones en que las habían tenido en
cuenta, solía ser en calidad de “obstáculos a la consolidación” 82, sin procesarlas
conceptualmente como componentes centrales de la problemática de la democratización
(O’Donnell, 1996). “Partiendo del supuesto que los politólogos deberían tener
credenciales especiales para describir y teorizar sobre la democracia y las democracias,
este vacío es problemático. Es obvio que necesitamos tener conocimiento sobre los
partidos, congresos, presidencias y otras instituciones del régimen, y todos los esfuerzos
recurrentes realizados en estos campos son bienvenidos” (O’Donnell, 2001) Sin
embargo, el conocimiento sobre los fenómenos y las prácticas en cuestión es también
importante, tanto per se como porque tienen consecuencias significativas sobre cómo
trabajan realmente, y hasta qué punto es probable que cambien, estas instituciones del
régimen (Ibid). En el marco de los estudios de calidad de la democracia, esta deuda está
lentamente comenzando a ser saldada. A continuación exploraremos algunos de los
fenómenos más significativos que configuran la problemática de la ciudadanía de baja
intensidad en América Latina, hoy:
En los años ‘90s, los regímenes democráticos recién inaugurados presenciaron el auge
de una violencia de tipo no político, muy distinta por tanto de los atropellos masivos a
los derechos humanos del periodo autoritario, pero que sin embargo se demostró llegaría
a afectar fuertemente la calidad de la democracia. “No son sólo las áreas urbanas las que
están presenciando una creciente sensación de inseguridad causada por el aumento del
delito; el conflicto rural también está sujeto, cada vez más, a resoluciones violentas”
(Méndez, 2002).
82
Ver, por ejemplo, Linz y Stepan, 1996.
57
En un contexto en el que el temor a la delincuencia, encarnado en lo que podría llamarse
la “doctrina de la seguridad ciudadana”, lleva a la población a tolerar e incluso justificar
acciones represivas –especialmente aquéllas dirigidas contra los sectores populares
(Méndez, 2002), y donde los años recientes de autoritarismo legaron una suerte de
“aprendizaje de la impunidad” en los funcionarios de organismos de seguridad
(Chevigny, 2002), se han ido legitimando diversas formas de violencia estatal que
marcan una lamentable continuidad entre los regímenes autoritarios y sus sucesores
(Bolívar, 2002). El enemigo interno ya no es el opositor político, sino la figura
unidimensional y siempre presente del delincuente común, que se ha transformado en la
víctima recurrente de estos atropellos. Se incluyen aquí las detenciones arbitrarias o “por
sospecha”, prácticas abusivas contra sospechosos y presos, la tortura en la investigación
(tanto como método para obtener información como modo de castigo), las malas
condiciones de las cárceles, la penalización de la pobreza y múltiples violaciones a
reglas elementales del debido proceso, el cual es percibido como un obstáculo en la
lucha contra el delito (Brodeur, 2002).
Por otra parte, existe también un auge de la violencia ilegal no-estatal. En los sectores
rurales, ésta se expresa en la resolución de conflictos por la tierra o a propósito de las
condiciones de trabajo a través de la actuación de ejércitos privados que representan a
intereses poderosos (Méndez, 2002a). En las ciudades, la acción de escuadrones de la
muerte, grupos de exterminio de extrema derecha, linchadores, justicieros y criminales
en general configura un cuadro que expone la incapacidad del Estado para mantener la
paz y el orden. Tanto en estos casos como en los de violencia estatal, los pobres, los
residentes de las periferias urbanas, las minorías raciales y étnicas, los grupos
discriminados por sus preferencias sexuales, los activistas sindicales o de DDHH y los
niños y adolescentes siguen siendo las principales víctimas de la violencia –como lo han
sido tradicionalmente a lo largo de la historia de sus respectivos países (Pinheiro, 1998).
En términos de intensidad de la ciudadanía, la visión de seguridad ciudadana imperante
ha redundado así en un retroceso en los derechos, especialmente los derechos civiles, de
los sectores populares (O’Donnell, 2003). Otra consecuencia es que la policía se ha
convertido muchas veces más en un obstáculo que una garantía de imperio de la ley, y
que los pobres tienen buenas razones para seguir viendo la ley como instrumento de
opresión de las elites (Pinheiro, 2002), con lo que su capacidad normativa queda
claramente en entredicho.
58
modo, si la sociedad que les da sus uniformes y armas comparte su creencia de que se
debe luchar contra el delito con todos los métodos disponibles” (Méndez, 2002; ver
también Chevigny, 2002).
Un segundo factor, íntimamente ligado al anterior, es el escaso interés del público por
controlar esta clase de violencia, especialmente cuando se dirigen contra presuntos
criminales (Méndez, 2002). Como ya mencionamos, la fuerza de ideas como la de
“tolerancia cero” (ver Wacquant, 2000) han reforzado una naturalización de la violencia
como parte del proceso penal: se espera, así, que las detenciones sean violentas y que los
sospechosos sean golpeados, por cuanto ya en ese momento debe empezar el castigo de
la sociedad contra sus parias, a través de los puños de sus captores. Otro tanto puede
decirse de la vida en las cárceles: es común la creencia de que al castigo de la privación
de libertad tiene que acompañarle un régimen intenso de castigo físico, y condiciones de
vida difíciles83. Esto ha sido internalizado incluso por muchos detenidos o procesados,
que asumen que el maltrato físico al momento de la detención o al interior de las
cárceles es parte del rigor de la justicia. Frente a esta clase de sentido común represivo,
que construye a las policías como “guardias fronterizos” entre las elites y las clases
peligrosas (Pinheiro, 2002), garantías como la presunción de inocencia o la dignidad de
las condiciones carcelarias son percibidas como delicadezas excesivas por una población
atemorizada; y las organizaciones de derechos humanos que en el pasado eran
catalogadas como “defensoras de terroristas”, son acusadas hoy de defender delincuentes
(Méndez, 2002).
El contacto entre el sistema político y estas percepciones ciudadanas, por último, genera
toda clase de dinámicas perversas, que pueden resumirse en lo que Tilly denomina el
“chantaje de protección” que establecen algunos Estados con sus ciudadanos: a través de
la instrumentalización y potenciamiento del miedo, se consigue apoyo electoral a
cambio de la promesa de seguridad y “mano dura” (Chevigny, 2002; Wacquant, 2000).
Por otra parte, los requerimientos de impunidad de la brutalidad policial son un campo
fértil para el surgimiento de la corrupción y otras formas de ilegalidad (Chevigny, 2002).
83
Este es un problema particularmente agudo. Como señala Rodley (2002), las condiciones carcelarias
prevalecientes en América Latina darían lugar a protestas en Europa, si fueran aplicadas a animales.
59
efectividad- de todos los demás derechos del individuo, frente a vulneraciones cometidas
por agentes públicos o privados. En este sentido, el acceso a la justicia implica la
posibilidad de hacer efectivos todos los otros derechos (Bottomore en Marshall y
Bottomore, 1998).
En democracia, “la ley debería funcionar como el gran igualador, dado que ricos y
pobres son supuestamente libres para defender sus derechos en los tribunales y así
obtener ‘igual justicia bajo la ley’” (Garro, 2002). De aquí que la capacidad de los que
tienen menos recursos para utilizar los tribunales –así como las respuestas que obtienen
de ellos- han sido empleadas no sólo como medida de la vigencia de los derechos
fundamentales (Facultad de Derecho UDP, 2004), sino también como indicador clave
del nivel de consolidación de una democracia responsable (accountable).
La idea misma de acceso a la justicia implica que la justicia es impartida por ciertas
personas e instituciones, y que hay obstáculos para llegar a éstas (Garro, 2002). Tanto en
sectores rurales como urbanos los pobres difícilmente pueden acceder a servicios
legales, tribunales, instituciones legales formales, asesoramiento legal preventivo,
acciones legales colectivas. Aparte de la escasez de tribunales, las dificultades del
centralismo geográfico y la falta de recursos para contratar servicios legales de calidad,
la ignorancia, el temor, la carencia de poder de negociación y la desconfianza en el
poder judicial actúan como fuertes restricciones en la ruta hacia la obtención de justicia.
Es necesario precisar que, si bien todos los sistemas legales latinoamericanos expresan
su compromiso con la igualdad legal de los ciudadanos, y por muchos años han existido
programas de asistencia judicial orientados a los sectores más desfavorecidos, aquí
también las reglas de funcionamiento de las instituciones no suelen ser indicadores
adecuados de lo que realmente ocurre. “Es posible que esta brecha entre teoría y práctica
esté presente en todas partes, pero los ‘particularismos’ idiosincráticos de América
Latina relativos a la aplicación real de la ley han agravado los problemas que rodean el
acceso a la justicia para los pobres” (Garro, 2002). De esta forma, el sesgo clasista en el
acceso a la justicia en la mayoría de los casos no pasa por ausencia o limitaciones de las
normas legales que definen estos derechos, y ni siquiera por falta de programas socio-
jurídicos especializados. “Es más bien un déficit de enforcement84, de ejercicio efectivo
de derechos garantizados en la ley. Si esto es así, el principal desafío es entender por qué
las instituciones de hecho no funcionan” (Tavares de Almeida, 2003).
Por último, cabe señalar que incluso en los casos en que las personas de sectores pobres
o vulnerables logran eventualmente tener acceso al sistema judicial, la evidencia
disponible revela la existencia de patrones severos y sistemáticos de discriminación,
Como se dijo recién, los procedimientos criminales, en particular, suelen pasar a llevar
los derechos de los acusados tanto antes, como durante y después del juicio (O’Donnell,
84
En cursivas en el original.
60
2005). Todo esto se traduce en una creciente desconfianza de los ciudadanos más pobres
en el sistema de justicia85.
O’Donnell (2002) ha señalado que “tal vez nada revele mejor la carencia de derechos de
los pobres y los vulnerables que su interacción con la burocracia cuando deben obtener
un empleo o un permiso de trabajo, o hacer trámites para obtener beneficios jubilatorios,
o simplemente (y a menudo trágicamente) cuando tienen que ir a un hospital o a una
estación de policía”. Asimismo, las formas específicas de implementación de las
políticas sociales, como ha señalado Ippolito (2003) recientemente, constituyen un
ámbito crucial para conocer cómo se configuran la ciudadanía y la agencia en los
sectores más pobres. En efecto, para evaluar la calidad de la democracia y el
cumplimiento de los derechos sociales no sólo es importante observar el esfuerzo del
Estado por proveer capacidades, sino también registrar cómo el Estado da lo que da. Por
ejemplo, no es indiferente si el grado de focalización de las políticas redunda en la
estigmatización de la población beneficiaria; o si las políticas de subsidio obligan a los
ciudadanos pobres a cambiar su estilo de vida o exagerar su condición social para la
obtención del beneficios86, violando así su autonomía (Ippolito, 2003).
No se trata sólo de las dificultades por las que tienen que pasar los ciudadanos pobres
para obtener –si lo logran- algo a lo que formalmente tienen derecho; “sino también la
indiferencia, si no el desdén, con que son tratados (…) Que esta situación está muy lejos
del respeto básico de la dignidad humana reclamada, entre otros, por Lane87 y Dworkin,
se evidencia en el hecho de que si uno no tiene el status social o las conexiones
‘adecuadas’, actuar frente a esas burocracias como el portador de un derecho y no como
el suplicante de un favor casi seguramente acarreará penosas dificultades” (O’Donnell,
2001; ver también 2002, 2003, 2004 y 2005). Estas situaciones son preocupantes en sí
mismas, y también desde el punto de vista de lo que revelan del funcionamiento
85
Para el caso de Chile ver Barros y Correa, 1993.
86
Nótense las implicancias de las nociones mismas de beneficio y beneficiario, que se distancian de
cualquier construcción del otro como portador de derechos que al Estado sólo cabe reconocer.
87
“En general, la teoría democrática es reticente sobre cómo somos tratados por las instituciones políticas,
económicas y sociales a que la teoría se refiere. (Sin embargo, un aspecto crucial de la teoría y práctica
democráticas es que) cómo somos tratados es tan importante para nosotros como lo que conseguimos,
(incluyendo) quién trata a quién con dignidad, con el mínimo dolor procedural y con atención debida al
sentido de justicia del individuo” (Lane, citado en O’Donnell, 2004).
61
cotidiano de la democracia, por cuanto violentan un principio democrático básico: que
ningún individuo (sea o no ciudadano político) debe ser tratado como súbdito
(O’Donnell, 2003).
Si bien las situaciones que hemos descrito afectan principalmente a los grupos más
pobres de la población, existen otros ámbitos problemáticos que afectan también a los no
pobres. Un ejemplo es el acceso a información pública. Si bien en la mayoría de los
países de la región existen normativas que garantizan esta libertad, la decisión de la
entrega de información suele ser tomada en último término por funcionarios públicos de
bajo rango, que tienen en muy alta estima la tradición de secretismo de las funciones
administrativas. Los servicios públicos, por tanto, siguen restringiendo fuertemente la
entrega de información -o si la entregan lo hacen graciosamente, como un favor más que
como un deber.
88
Ver O’Donnell, 1993; y punto 2.4 de la Parte II de este trabajo.
89
La traducción es nuestra.
62
Estas situaciones son características de vastas zonas rurales de nuestros países (ver Plant,
2002; Chevigny, 2002; Pinheiro, 2002), pero también pueden observarse en sectores
urbanos empobrecidos, siendo uno de los casos emblemáticos (abundantemente descrito
desde las ciencias sociales, por lo demás) el de las favelas brasileñas. En la literatura
sociológica existe la visión común de que la presencia del Estado en las favelas es de
carácter selectivo, por cuanto la fuerte represión ejercida por la vía policial –que se
traduce en redadas cotidianas e indiscriminadas- coexiste con una labor administrativa y
de provisión de servicios sociales casi nula. Las bandas del crimen organizado habrían,
en los últimos años, aprovechado el vacío dejado por el Estado al interior de estas zonas,
constituyéndose ellas mismas en proveedoras de los servicios que éste deja de brindar a
los habitantes de las favelas. “Las bandas han desempeñado algunas funciones sociales
positivas, en un segmento de la sociedad donde las instituciones sociales y políticas no
han funcionado y/o no funcionan” (Leeds, 1996). “¿En qué consiste el trinomio
seguridad, protección y justicia que la población atribuye al poder ejercido por el
narcotráfico en las favelas? Significa la protección de los habitantes contra las
eventuales amenazas, robos, conflictos y desórdenes internos, además del arbitraje de
situaciones en las cuales los habitantes se sienten indefensos” (Quiroga y Neto, 1996).
Las reacciones estatales frente a estas situaciones, por otra parte, pueden redundar en
violaciones de los derechos básicos, como destaca Pinheiro al analizar la visión
63
militarizada de la seguridad pública que motivó la ocupación militar de los cerros y
barrios bajos de Río de Janeiro a fines de 1994. “La cuestión del crimen organizado,
especialmente el narcotráfico, no es de naturaleza militar: el supuesto ‘Estado paralelo’
existente en los barrios bajos de Río y otros lugares del país no tiene nada en común con
la idea de ‘territorios liberados’. La actual situación de irrespeto por la ley sólo se
consolida y perpetúa debido a la colusión entre crimen organizado, funcionarios
públicos, empresarios y agentes del Estado (...)90” (Pinheiro, 1998).
64
En efecto, la pregunta por qué ocurre cuando la efectividad de la ley se extiende muy
irregularmente a lo largo del territorio y las relaciones sociales (O’Donnell, 1993) no
atañe sólo a lo que ocurre en términos de calidad de la democracia o del contexto de la
democracia. Atañe a la democracia misma, aun si la entendiéramos en la forma más
minimalista -hoy virtualmente obsoleta. Incluso si estamos hablando estrictamente del
régimen político y su caracterización (tipológica o de otra clase), los fenómenos y
prácticas que aquí hemos brevemente reseñado tienen consecuencias significativas sobre
cómo trabajan realmente, con qué lógicas de funcionamiento, y hasta qué punto es
probable que cambien las instituciones que componen el régimen (O’Donnell, 2001 y
2003) –tanto las “formales” como las “informales” (ver O’Donnell, 1996). “Por ejemplo,
con respecto a la igualdad política, si bien los votos pueden ser contados uno a uno,
aquella puede ser violada en el caso de extrema pobreza, donde los ciudadanos no tienen
suficiente autonomía para formar sus preferencias y están presionados a decidir por
candidatos que los extorsionan clientelísticamente. En este caso, como afirma Fishkin,
se viola la autonomía ciudadana y la igualdad en el “poder” del voto y, como corolario,
se niega uno de los principio básicos de la igualdad política formal, como es la
probabilidad de que cualquier ciudadano sea el votante decisivo en el proceso electoral”
(Ippolito, 2003).
Ahora bien, frente a lo anterior se impone la pregunta: ¿en qué punto la inefectividad de
los derechos civiles cancela las libertades consideradas requisito de la poliarquía?
(O’Donnell, 1996). Si bien esta es una discusión que todavía está pendiente (al moverse
el foco hacia la calidad de la democracia, el debate sobre qué hace que una democracia
sea una democracia ha pasado a un segundo plano), su vigencia se mantiene. El
argumento que plantearemos en un momento apunta a que, paradojalmente, pareciera
que un nivel alto de inefectividad de los derechos civiles puede coexistir con una
democracia electoral, y esta cohabitación puede incluso sostenerse en el tiempo. De aquí
precisamente la necesidad de desarrollar nuevos esquemas conceptuales que permitan
comprender esta clase de arreglo “anómalo” para los estándares convencionales de la
teoría democrática.
65
b) En relación a la efectivización de los derechos
Es así como la capacidad de agencia se vuelve un asunto fundamental: no basta con que
los derechos sean reconocidos socialmente, a través de la consagración legal. Es
necesario que en este reconocimiento los derechos vayan acompañados de los medios
para ejercerlos y disfutarlos (O’Donnell, 2003). De lo contrario, se dan casos como el de
las mujeres, que al igual que otros grupos han mejorado su situación a nivel
constitucional, pero hay escasas leyes que refuercen esta mayor igualdad, y la
efectividad de las que existen es bajísima (Pinheiro, 2002). La creación de instituciones
nacionales de derechos humanos (como por ejemplo el ombudsman), por ejemplo, se
basa precisamente en el supuesto de que no basta la ley para garantizar los derechos
(Pinheiro y Baluarte, 2000). En contextos como el nuestro, por lo demás, la desigualdad
extrema genera barreras formidables al ejercicio efectivo de los derechos ciudadanos,
que no son sólo estructurales sino también culturales, en la medida en que la desigualdad
legitima y perpetúa el paternalismo y autoritarismo (Diamond y Morlino, 2005).
91
Si bien a pesar de los avances todavía existen leyes, criterios judiciales y regulaciones administrativas
que discriminan a las mujeres, los pueblos originarios y varias otras minorías (O’Donnell, 2005),
66
Puesto que todo derecho requiere de algún tipo de arreglo institucional, muchas veces la
razón de que muchos derechos no estén sancionados, otros sean implementados débil o
selectivamente, y realmente sólo algunos sean más o menos plenamente implementados,
es de tipo económico, de asignación de recursos escasos (O’Donnell, 2004)
En segundo lugar, es importante mantener en mente que, contra lo que muchos suelen
pensar respecto a que los derechos civiles no requieren desembolso de recursos, por
cuanto sólo consisten en un Estado que se limita o se retira, la efectivización de derechos
como el acceso a la justicia o el debido proceso requieren de fuertes inversiones y de un
cuidadoso diseño institucional (O’Donnell, 2003).
Una lectura común de los fenómenos hasta aquí descritos podría llevarnos a concluir que
ellos no sólo constituyen obstáculos que están impidiendo que nuestras democracias se
consoliden, sino también pueden transformarse en verdaderas “bombas de tiempo”, que
más pronto que tarde acabarán por destruir las democracias políticas en las cuales se
insertan. Lecturas semejantes se han hecho sobre los nexos entre desigualdad económica
y democracia.
La mirada que aquí queremos plantear va por otra ruta. Siguiendo la propuesta de
O’Donnell (1996), pensamos que las nuevas democracias latinoamericanas están lejos de
una insuficiente institucionalización. Por el contrario, no sólo las elecciones se
encuentran razonablemente institucionalizadas, sino que además existen otras
configuraciones sociales -más bien no democráticas- altamente estables en el tiempo y
que gozan de externalización y objetivación92. Por lo tanto, pareciera que la catástrofe
inminente por no consolidación no se encuentra cercana (lo cual no quiere decir que
haya que descartar las regresiones autoritarias). En la misma senda, y a partir de la
experiencia de las democracias latinoamericanas pasadas y actuales, pensamos que lo
característico de América Latina es que hay una coexistencia e interconexión perdurable
de leyes formales e informales (O’Donnell, 2001), de rasgos democráticos con otros no
democráticos93 (O’Donnell, 1993), situación que coloca a nuestras democracias en un
92
Véliz (1980) adelantó esta clase de planteamiento al enfatizar que el autoritarismo centralista que
persiste en América Latina corresponde a un tipo racional de dominación, ya que cumple con el requisito
weberiano de estar suficientemente despersonalizado.
93
Nuevamente conviene precisar que, si bien esto ocurre en toda democracia, existen en los casos
latinoamericanos diferencias cuantitativas tan grandes que acaban por transformarse en una brecha
cualitativa que amerita ser nombrada.
67
“limbo teórico” (O’Donnell 1993), a medio camino entre las teorizaciones sobre
democracia y sobre autoritarismo.
Todo lo anterior nos remite a un punto que ya mencionamos como una de las tareas
pendientes en rumbo a una revisión de la teoría democrática con propósitos
comparativos: la necesidad de desarrollar una sociología política de la democracia. A la
luz de la problemática de la ciudadanía de baja intensidad esta labor se vuelve aún más
urgente. Como ha señalado O’Donnell (1996), decir que el país legal y el real no
coinciden no es suficiente: hay que investigar cómo se comporta el segundo, según qué
reglas, y cómo interactúan éstas con las del primero (es decir, cómo se lleva a cabo
concretamente la coexistencia de la que hablábamos recién). Este es un requisito
ineludible si no queremos seguir funcionando como si las instituciones formales de la
democracia representativa existieran en el vacío, y como si las fallas y problemas en su
funcionamiento fueran sólo un asunto de “falta de”: insuficiente institucionalización,
insuficiente consolidación… Hace falta que el estudio de estas democracias empiece a
dar cuenta no sólo de lo que no hay sino también de lo que hay.
Tal como dijimos antes, este es un campo de estudio en el que la ciencia política
requerirá la colaboración de otras disciplinas de las ciencias sociales, cuyos aparatos
68
conceptuales y metodológicos pueden resultar útiles para aprehender y nombrar estos
nuevos objetos de estudio para los cuales, por ahora, tenemos ojos poco entrenados. La
teorización respecto a cómo se relacionan estos fenómenos con los objetos de estudio
clásicos de la politología, es claramente un desafío disciplinar de grandes proporciones.
69
PARTE II – EN CHILE LAS INSTITUCIONES FUNCIONAN – Y
LAS TRINCHERAS (SOLAPADAMENTE) PERSISTEN
Podría narrarse la historia de América Latina como una recíproca y continua ocupación de
terreno. No hay demarcación estable conocida por todos. Ninguna frontera física y ningún
límite social otorgan seguridad. Así nace, y se interioriza, de generación en generación, un
miedo ancestral al invasor, al otro, al diferente, venga de arriba o de abajo. Miedo a ser
expropiado por un latifundista o un banco, a sufrir alguna ocupación militar. Y, por otra parte,
miedo a ser asaltado por bárbaros: el indio, el inmigrante, en fin, las clases peligrosas. La
lucha por la tierra propia, en el sentido literal, se extiende al terreno simbólico. Todos viven
atemorizados de que la pureza de lo propio sea contagiada por lo ajeno.
Norbert Lechner, “Los Patios Interiores de la Democracia”
Esta segunda parte, como se señaló en la Introducción, tiene por objetivo avanzar
algunas propuestas que podrían orientar el estudio de las formas específicas que la
ciudadanía de baja intensidad -entendida como extensión parcial e irregular de la
condición ciudadana a lo largo del territorio y de las distintas categorías sociales-,
adopta en Chile. En sintonía con la discusión conceptual sobre democracia en América
Latina recién revisada, pareciera que aquí radica precisamente uno de los principales
aportes que las ciencias sociales pueden hacer al derecho y a la ciencia política en este
ámbito: el dar cuenta de las brechas entre las leyes escritas y la realidad social 94 (Cook,
2002) Como ha quedado suficientemente fundamentado en la primera parte, en un
contexto de ciudadanía de baja intensidad, la democracia y los derechos corren el riesgo
de “flotar” por sobre la vida real de la gente, convertidos en abstracción irrelevante
(Conaghan, 2004).
70
se han intensificado durante el periodo post-autoritario (O’Donnell, 2002). El único
punto crítico que se plantea recurrentemente en cuanto a ciudadanía de baja intensidad
para el caso chileno, son los enclaves autoritarios heredados del régimen militar
(O’Donnell, 2003, 2004; Hagopian, 2005).
A la luz de lo que hemos planteado hasta ahora, nos parece que estas evaluaciones
requieren ser complementadas por una línea de exploración empírica más extensiva y
profunda, puesto que, aun asumiendo que el estatus objetivo de Chile es distinto al del
resto de la región, se impone la pregunta por cuáles son los mecanismos relacionales y
simbólicos que han ido configurando –aunque probablemente menos visiblemente que
en otros casos- la ciudadanía de baja intensidad en nuestro país, históricamente y en la
actualidad. El análisis que a continuación presentamos constituye por tanto un primer
paso, muy preliminar pero necesario, en la ruta señalada de comenzar a desarrollar una
sociología política de las democracias latinoamericanas, que tenga a la ciudadanía como
uno de sus componentes centrales.
Siguiendo la metáfora de Lechner, nos interesa iluminar los sentidos sobre los cuales
Chile –particularmente, su clase política- ha pretendido sucesivamente instalar
demarcaciones de terreno que permitan dotar a la vida social de cierta predictibilidad y
96
Si bien según lo que ya hemos señalado la ciudadanía no queda formada en un momento histórico dado
y para siempre, sino que está en permanente construcción, hemos optado por esta periodización porque
pensamos que contiene los hitos principales de la secuencia chilena que nos interesa relevar, y también
debido a que el régimen militar constituye un periodo excepcional de retroceso en la ciudadanización que
requeriría ser analizado en sí mismo con mucha mayor profundidad de la que aquí es posible.
71
certidumbre, y por sobre todo conjurar el miedo al invasor, al otro, al diferente, al
bárbaro. La otra cara de esta historia por cierto es la de las estrategias, tácticas y pactos
que han permitido a algunos de los invasores obtener su visa de residente; y la de las
nuevas fronteras y señas de diferenciación que surgen una vez que el límite externo de la
polis va ampliándose hacia los márgenes. Llama aquí la atención que los márgenes
parecen estar dotados de un curioso mecanismo de reproducción: basta que se borre uno
para que aparezcan varios nuevos (o reaparezcan varios límites antiguos que se creía
zanjados por los alegres pactos de la postguerra).
72
1. LA PARCIAL Y DESIGUAL CONSTRUCCIÓN DE LA
CIUDADANÍA EN CHILE, 1810 – 1973. EL ORDEN
TODOPODEROSO
73
historiadores y cientistas sociales han compartido la idea de que la ‘hazaña’ principal
registrada en la historia política de Chile sería que su sistema político ha sido el más
estable de América Latina; el que ha logrado superar sus crisis con soluciones racionales
y de consenso. “Algunos analistas han dicho que esa “espiral virtuosa” se debe a la
“idiosincrasia cultural”, al carácter cívico de sus elites, ya detectable del tiempo de la
Conquista (…) Para otros, la hazaña no sería producto del ‘carácter’ de las elites, sino de
la ‘calidad’ de las constituciones, instituciones y leyes que el país –o su clase dirigente-
supo darse como forma eficiente de auto-determinación. La estabilidad, por tanto, sería
efecto del buen Derecho. De esa perfección sistémica capaz de ‘objetivar’ el poder y
ganar ese trofeo de modernidad que Alberto Edwards llamó ‘el Estado en forma’”
(Salazar, Mancilla y Durán, 1999).
Ahora bien; ¿en qué consistía precisamente el ‘Estado portaliano’? Nos detendremos
aquí un momento, en el supuesto de la relevancia que tiene este momento de creación
institucional –y las interpretaciones que a partir de él se han construido- para la
comprensión del posterior proceso de constitución ciudadana en Chile, y de sus
dificultades100.
Alberto Edwards, en “La Fronda Aristocrática” (1927), proclamó: “la obra de Portales
fue la restauración de un hecho y un sentimiento, que habían servido de base al orden
público, durante la paz octaviana de los tres siglos de la colonia: el hecho, era la
existencia de un Poder fuerte y duradero, superior al prestigio de un caudillo o a la
fuerza de una facción; el sentimiento, era el respeto tradicional por la autoridad en
abstracto101, por el Poder legítimamente establecido con independencia de quienes lo
ejercían. Su idea era nueva de puro vieja: lo que hizo fue restaurar material y
moralmente la monarquía, no en su principio dinástico, que ello habría sido ridículo o
imposible, sino en sus fundamentos espirituales como fuerza conservadora del orden y
99
Para los historiadores heterodoxos que denuncian la falsedad de este mito, Portales tradicionalmente ha
representado “la fisonomía de un hombre patriota y honesto, que forjó la institucionalidad, el respeto al
derecho y el halo impersonal de la autoridad respetada y respetable” (Villalobos, 1989). Sin embargo, sus
actuaciones públicas demuestran su total desprecio por el régimen constitucional, y en último término
evidencian que el ‘Estado portaliano’ está más cercano a la fuerza desnuda que a la burocracia weberiana.
100
Según Brian Loveman, las disposiciones que introduce la Constitución de 1833 para resguardar el
orden y exorcizar la anarquía “con algunas alteraciones sobrevivieron a una nueva Constitución en 1925 y
sirvieron como razón legal de las acciones de la junta militar que depuso al Presidente Allende en 1973”
(Loveman citado en Mascareño 2004).
101
En cursivas en el original.
74
las instituciones102” (en Villalobos, 1989).
Ocurrió entonces que el régimen legal del nuevo Estado vino, a fin de cuentas, a
reproducir el esquema del poder colonial, chilenizando el Estado hispánico (García de la
Huerta, 1987; Barros, 2000). “El nuevo Estado, aunque no se quiera saber y reconocer
tal, es heredero y continuador del poder colonial. Y al fin de cuentas, ¿qué otra cosa
podía ser?” (García de la Huerta, 1987). Se trató de una de esas situaciones en que, a
fuerza de rechazo, se acaba consagrando y perpetuando aquello que se pretendía superar.
No obstante su desprecio por la aristocracia, “Portales fue el caudillo eficaz del núcleo
tradicional y éste se sintió interpretado por él en sus ideas e intereses” (Villalobos 1989).
La Constitución de 1833 fue el documento capital del ordenamiento oligárquico, porque
con su concepto del poder y sus disposiciones concretas estuvo destinada a consagrar las
aspiraciones de este núcleo (Ibid). La preeminencia, en adelante, del Estado en la vida
civil y económica105, puede ser vista más bien como preeminencia de las elites. Ésta, sin
ser desde luego un fenómeno sólo chileno, es una característica estructural de esta
102
Las cursivas son nuestras.
103
“La Democracia, que tanto pregonan los ilusos, es un absurdo en los países como los americanos, llenos
de vicios y donde los ciudadanos carecen de toda virtud, como es necesario para establecer una verdadera
República (…) La República es el gobierno que hay que adoptar; ¿pero sabe cómo yo lo entiendo para
estos países? Un gobierno fuerte, centralizador, cuyos hombres sean verdaderos modelos de virtud y
patriotismo, y así enderezar a los ciudadanos por el camino del orden y de las virtudes. Cuando se hayan
moralizado, venga el gobierno completamente liberal, libre y lleno de ideales, donde tengan parte todos
los ciudadanos. Esto es lo que yo pienso y todo hombre de mediano criterio pensará igual” (Diego Portales
en carta a Cea, citado en Villalobos 1989).
104
En este mismo sentido, Salazar llama la atención sobre la paradoja de que los golpes de Estado que en
Chile se han dado para ‘producir’ la ley no han sido considerados ilegítimos, “sino, al revés, como gestas
heroicas que consumaron la hazaña de la ‘estabilidad’. Los golpes que ha intentado la ciudadanía contra
eso, sin embargo, no se han considerado ‘gesta nacional’, sino ‘atentados’ contra la Ley” (Salazar,
Mancilla y Durán 1999).
105
De la que por lo demás tanto se ha hablado: Góngora decía que la nacionalidad chilena ha sido formada
por un Estado que la ha antecedido.
75
sociedad. “A cualquier nación la modelan sus elites (…) No podría ser de otro modo en
Chile donde prácticamente había una clase dueña del país: tierra, minas, bancos, prensa,
administración, todo era suyo” (García de la Huerta 1987:).
En este punto, hay que recordar que la aristocracia criolla era sumamente homogénea, de
experiencia política prácticamente nula, y desprovista de nortes doctrinarios más o
menos precisos. “La experiencia de la anarquía amenazaba la vida patriarcal a que
estaba acostumbrada la aristocracia. Es esta amenaza la que hace que la aristocracia
comience a ver una cierta comunidad de intereses. Se trata de recuperar un orden social
perdido, de que vuelvan condiciones de estabilidad para que cada cual pueda dormir
satisfecho (…) Lograda ya la emancipación ha surgido una nueva meta común: la
superación de la anarquía106” (Barros y Vergara, 1991).
En coherencia con lo anterior, “el código de 1833 aparece traspasado por la obsesión del
orden, que configura toda la vida pública y el funcionamiento del Estado bajo la mano
poderosa del presidente de la República. Ya el manifiesto emitido por el presidente
Joaquín Prieto con motivo de la promulgación, expresó aquel sentido fundamental, al
señalar que los constituyentes “despreciando teorías tan alucinadoras como
impracticables, sólo han fijado su atención en los medios de asegurar para siempre el
orden y la tranquilidad pública contra los riesgos de los vaivenes de partidos… La
reforma no es más que el modo de poner fin a las revoluciones y disturbios, a que daba
origen el desarreglo del sistema político en que nos colocó el triunfo de la
independencia” (en Villalobos 1989). El Estado post-colonial debutó así con la consigna
de recuperar y reforzar los muros que durante la colonia habían ordenado el paisaje en
esta Capitanía General, cerrando los boquetes que se pudiera haber abierto en ellos
durante los años posteriores a la Independencia107. La Constitución de 1833 enfrentó la
tarea cavando dos fosos concéntricos para resguardar los muros ya existentes: uno para
separar a la autoridad de la ciudadanía, y otro para separar a los ciudadanos de los no
ciudadanos. A ambos les puso por delante una sólida línea de defensa, vestida del
uniforme de la legalidad republicana. El orden se transformó en el principio de
legitimación del poder, y en su norte.
76
presidencialista.
Nos encontramos así con que los derechos y libertades consagrados en la Constitución
del ’33 eran muy escasos, y en conjunto eran más pobres que los consignados en las
constituciones anteriores (Villalobos, 1989). Se limitaban a: la igualdad ante la ley, las
cargas y los cargos públicos, la libertad de movimiento, la inviolabilidad de la
propiedad, el derecho de presentar peticiones, la libertad de publicar opiniones sin
censura previa y el derecho de habeas corpus; en síntesis, un conjunto de disposiciones
que permiten hablar –aunque en forma restringida- de una incipiente ciudadanía civil.
Por otra parte, y en un claro intento de prevenir la formación de facciones que pudieran
llevar a la anarquía, se desconoce la libertad de asociación.
La ciudadanía política chilena nace pues sin uno de los derechos que la caracterizan en
sus versiones europea y norteamericana (el de libre asociación). El voto, desde luego, es
censitario, lo cual, dadas las distribuciones de la propiedad y del ingreso de la época,
significaba en la práctica su restricción a los contados miembros del sector pudiente
(Barros y Vergara, 1991). El 90% de los chilenos mayores de 21 años quedó en cambio
constitucionalmente excluido de la ciudadanía política. “Esta era la suma de: mujeres;
chilenos sin propiedad inmueble, ni capital invertido, ni un ingreso equivalente o
superior a $200 anuales (o sea: cuatro veces el ingreso medio de un peón corriente); y
sirvientes” (Salazar, Mancilla y Durán 1999). La ley electoral del mismo año agregó a
este listado a los miembros del clero regular; a los soldados, cabos y sargentos del
Ejército Permanente; y a los jornaleros y peones-gañanes.
Esto en cuanto a la ciudadanía formal, reconocida en las leyes. ¿Qué puede decirse sobre
108
Para otras características de la Constitución del ’33 que denotan su presidencialismo y autoritarismo,
ver Barros, 2000.
109
Esta subordinación de la ley y el derecho a las necesidades del realismo político es la que lleva
precisamente a varios historiadores heterodoxos a poner en duda el mentado no personalismo de la
institucionalidad que marcó el primer siglo de vida independiente en Chile. Famosa es ya la frase de
Portales: “Maldita ley, entonces si no deja al brazo del gobierno proceder libremente en el momento
oportuno (…) De mí sé decirle que con ley o sin ella, esa señora que llaman Constitución, hay que violarla
cuando las circunstancias son extremas. ¡Y qué importa que lo sea, cuando en un año la parvulita lo ha
sido tantas por su perfecta inutilidad!” (Carta a Garfias, citada en Villalobos 1989).
77
la realidad social en que se hacía –o no- efectiva esta condición? Partamos por afirmar
que la ciudadanía política de reducto, que en buenos términos constituía la excepción
dentro de la regla (los iguales eran como islas en un mar de desigualdad), se avenía bien
con las condiciones sociales de la época, que se conservaban casi intocadas e
indiferentes al fin del período colonial. En efecto, Chile poseía una sociedad casi
enteramente rural, donde la férrea jerarquía entre señores (destinados a mandar, dotados
de la virtud moral y el conocimiento necesarios para introducir orden en el mundo
social) y pueblo (destinados a ser tutelados por su propio bien; “los pequeños de esta
tierra”, proclives a la inmoralidad y el desorden de las pasiones, de menor virtud,
discernimiento y capacidad de autocontrol) (PNUD, 2004) era considerada natural. El
material escrito de la época, de hecho, en lugar de hablar de trabajo y de trabajadores,
habla de servir y de sirvientes (Barros, 2000).
Esta organización señorial del poder, que se perpetuaría durante todo el S. XIX y parte
del XX, tenía una doble expresión: la vida en las ciudades, marcada por la segregación
espacial; y la institución social de la hacienda. Estas dos expresiones dan cuenta también
de una “imagen bifurcada” de Chile: territorio jurisdiccional pacificado en el núcleo
administrativo y productivo del centro y norte; y “tierra de guerra” o “frontera” en el sur
–por la reputación ganada durante los siglos XVI y XVII, a raíz de la resistencia
araucana110 (Jara en García de la Huerta, 1987).
78
de la desigualdad y la ausencia de derechos en los subordinados encuentran aquí algunas
de sus raíces y sentidos” (PNUD 2004). Si recordamos que el mundo de la hacienda se
mantuvo incólume con sus jerarquías y vínculos tradicionales incluso hasta 1950, en que
un tercio de los chilenos vivía aún en el campo (Barros, 2000), se vuelve patente el rasgo
básico de parcialidad sobre la cual se constituyó la ciudadanía en nuestro país: su
apelación universal a la igualdad estaba paradojalmente basada en la exclusión de parte
importante de la población adulta, tanto por las restricciones formales impuestas
jurídicamente, como por el bajo imperio de la ley en gran parte del territorio.
Desde que se instituye este pacto excluyente para la fundación del Estado nacional,
cualquier intento de subversión de dicho orden por parte de los otros excluidos ha
aparecido en Chile como una “invasión” de los espacios reservados y una “profanación”
de la pureza del orden. “Hasta el día de hoy, los periódicos del país tienden a informar
de las marchas y concentraciones populares haciendo hincapié en la “suciedad” y
“desorden” que producen. La metáfora de la amenaza social que pronunciarán los
patricios será la de una “violación del espacio reservado”, y el “caos” que resulta de
ella” (PNUD 2004).
Durante la segunda mitad del S. XIX se produce un proceso de diversificación del grupo
dominante (hasta ese momento formado casi exclusivamente por la aristocracia
castellano vasca terrateniente), con el surgimiento de una nueva elite vinculada a la
minería y el comercio, y altamente permeada por el ideario liberal ilustrado. Esto
condujo a la progresiva liberalización del Estado, que tendrá su auge en términos de
conflictividad política en la Revolución de 1891, y al surgimiento de un sistema de
partidos cuyo eje de conflicto estaría en la pugna clerical / anticlerical (éste es el sistema
de partidos que perdurará de 1857 hasta 1920, y que implantará en Chile la lógica de los
tres tercios) (Arriagada, 1997).
111
Llama la atención que muchos miembros de la elite nacional siguen adhiriendo a esta metáfora para
explicar su posición de poder, a comienzos del S. XXI. Ver PNUD, 2004.
79
restringido. El crecimiento del número de votantes tras eliminación de requisitos
censitarios fue sólo leve, y si en 1876 votaba un 3,9% de la población, en 1924 (medio
siglo más tarde) lo hacía tan sólo un 5%. La calidad de ciudadano político seguía
restringida jurídicamente a los hombres mayores de edad y alfabetos, en un contexto en
que el 70% de la población no leía ni escribía, y seguían predominando la ruralidad y la
hacienda. La intensidad de la ciudadanía no varió demasiado entonces hasta las primeras
décadas del S. XX. Por otra parte, las mismas reformas electorales mencionadas quitaron
al Ejecutivo la atribución de organizar las elecciones, y ésta pasó a las Juntas de
Mayores Contribuyentes. En la práctica esto implicó reducir la intervención del
Ejecutivo, aunque al mismo tiempo se facilitaba la intervención de los poderosos.
Entre los miembros de la elite liberal, la comprensión de esta realidad paradojal se hacía
posible por un cierto proceso de disociación: entre sí eran ciudadanos que se querían
iguales y libres; pero frente al pueblo seguían siendo los bien nacidos, que deben hacerse
cargo de esa humanidad apenas larvada, “(…) seres embrionarios, crueles y
envilecidos… inconscientes en su trabajo, indolentes, sin afán de superación, fatalistas y
alcoholizados, humanidad en preparación” (Inés Echeverría en “Cuando Mi Tierra Era
Niña”). La ciudadanía por tanto era concebida como un asunto exclusivamente de
señores112 (Barros, 2000). La guardia que vigilaba los muros simbólicos de la sociedad
comienza a vestirse de civil, y los muros son reemplazados por barreras más sutiles, pero
igualmente impenetrables, de modo de mantener a la masa –dócil, ignorante, inocente- a
raya y bajo permanente custodia.
Esta contradicción entre los idearios, y la facticidad del poder real de base agraria,
persiguió nuestra historia institucional durante los cien años siguientes, y se hicieron
distintos intentos y ensayos para resolverla. Unas veces se avanzó en la creación de
condiciones para que surgiera la esquiva ciudadanía (leyes electorales, políticas sociales
universales, contención del poder de la Iglesia); otras, se experimentaron reflujos frente
al miedo de las oligarquías a perder su poder (PNUD 2004). El S. XX sería el de la
112
Esto es observable en toda América Latina durante el periodo de modernización oligárquica del S. XIX.
Así se puede entender el hecho, destacado por García Canclini, que la Constitución brasileña de 1824
incorporara parte importante de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre mientras la
esclavitud subsistía hasta fines de siglo (García Canclini en Larraín, 2000).
113
Larraín (2000) propone un cuadro más o menos completo de los “otros” de la Modernidad y sus
“sinrazones”: salvajismo (negros, salvajes y pueblos no-civilizados); tradición (nobles, sacerdotes);
desorden (clases trabajadoras, masas); emoción (mujeres); insanidad (locos).
80
pugna por las fronteras.
En los primeros años del nuevo siglo, en efecto, se inició una serie de fuertes cambios
sociales que determinó el ocaso del período oligárquico. Se conjugaron aquí varios
procesos nacionales e internacionales que no viene al caso analizar aquí con detalle: el
creciente desprestigio del liberalismo, el surgimiento de nuevos actores sociales propio
de una estructura social que comienza a diferenciarse, la aparición y difusión de
corrientes de pensamiento socialistas, comunistas y anarquistas, etc. La modernización
económica y la inserción económica internacional habían transformado los sistemas
productivos (crecimiento de un incipiente sector secundario, industrial) y, por lo tanto, el
orden social, marcando el paso de una sociedad dual (elite-masa) a una compleja, de
clases, heterogénea, cruzada además por una intensa migración rural-urbana.
Todo esto llevó a que surgieran fuertes presiones sobre el sistema político, de parte de
grupos que antes no habían tenido participación en él. En primer lugar, de parte de las
capas medias conformadas por abogados, literatos, periodistas, intelectuales, poetas,
maestros, científicos y técnicos, empleados públicos, etc. Estos grupos habían ido
acumulando enorme poder e influencia en la educación, la cultura, la burocracia pública
y las profesiones liberales, y poco a poco comenzaban a ser respetados, dejando de ser
vistos como “siúticos” risibles por la elite (ver Barros, 2000).
La disputa por las relaciones entre Iglesia y Estado abandonó así inadvertidamente el
centro de la arena política, el cual fue ocupado (fue tomado, de hecho) por la cuestión
social: la problematización de las abismantes desigualdades sociales, y la consiguiente
lucha por mejorar las condiciones de trabajo (no había convenios colectivos, todos eran
individuales y verbales; no existía descanso dominical ni una jornada laboral definida;
campeaban el trabajo infantil y femenino; las remuneraciones eran extremadamente
bajas y con pago en especies y fichas), pero también por otras condiciones de vida:
vivienda, salud, previsión. Todo esto parte por la progresiva –y muy conflictiva-
desnaturalización de las inhumanas situaciones que afectaban a las clases trabajadoras:
una cuarta parte de quienes vivían en las ciudades lo hacían en conventillos con más de
cuatro personas por pieza; no había alcantarillados ni agua potable; la tasa de mortalidad
se elevaba a 304 por cada mil niños nacidos (Barros, 2000; Arellano, 1985).
114
En Chile no surge en esta época ningún movimiento campesino, como sí ocurre en otros países
latinoamericanos.
81
La lucha de las organizaciones obreras contra la injusticia remeció a la sociedad chilena:
despertaba adhesión, rechazo, miedos, y también debate sobre la fuerte represión de que
era objeto el movimiento obrero por parte de un Estado temeroso y en declinación. Hitos
importantes de este asalto a las fronteras fueron las huelgas de portuarios en Iquique y
Chañaral, tranviarios en Santiago, salitreros a lo largo de la pampa, trabajadores
carboníferos de Lota y Corral, estibadores de Valparaíso; particularmente emblemática
para el movimiento obrero en las décadas siguientes será la llamada “matanza de la
Escuela de Santa María de Iquique”, en 1907 (las versiones de los oficiales de Ejército
presentes hablan de 140 muertos, mientras el relato popular cuenta 3.600 muertos, entre
hombres, mujeres y niños). El terror a la invasión y al desorden se dejó sentir entre los
miembros de la oligarquía que vivía sus últimos “años dorados”. La construcción de los
otros no ya como niños desobedientes sino como “clases peligrosas” sin Dios ni ley
sirvió como legitimación para una mano dura, que sin embargo al fin debió rendirse
frente al ataque por múltiples frentes. Los muros comenzaban a derrumbarse y el trazado
de los límites era rehecho.
En el año 1920 la oligarquía por primera vez pierde las elecciones presidenciales (en una
elección marcada temáticamente por la cuestión social; y en la que participa sólo el 6%
de la población). Arturo Alessandri Palma, el Presidente entonces electo, representa a los
sectores políticos emergentes y encarna un proyecto destinado a acabar con el Estado
oligárquico tradicional115 (Barros, 2000), lo cual implica llevar a cabo una serie de
reformas; el supuesto que comienza a imponerse es que el Estado debe no sólo incluir la
participación de más ciudadanos sino asumir, como función prioritaria, el desarrollo
económico y social del país, promoviendo y financiando la industrialización, asistiendo
la educación, salud y vivienda de los sectores más populares y reconociendo a los
trabajadores como sujetos con derechos en sus relaciones laborales. A la Ley de la Silla
de 1914 y otros logros del movimiento obrero pre-Alessandri se suman ahora un
conjunto de leyes sociales sobre contrato de trabajo, sindicato, derecho a huelga,
indemnización por accidentes del trabajo; la introducción de impuestos a la renta con
tasas progresivas; la creación de los primeros ministerios sociales y entidades
provisionales.
82
control de precios, sobreprotección arancelaria y subsidios a través de las políticas
cambiarias y crediticias. El Estado adopta un rol empresarial activo, decisivo para el
desarrollo industrial del país; y en lo social, se conforma una versión aspiracional del
Estado de Bienestar europeo, caracterizada por la universalización de educación básica,
la atención de salud a través de un servicio estatal, la creación de un sistema previsional
bajo control estatal, la dictación de normas de protección a los trabajadores (mercado
laboral no flexible) y remuneración mínima, y mecanismos asistenciales como la
asignación familiar, el subsidio de cesantía y maternidad. Las condiciones de vida de la
gran mayoría de la población mejoran en forma cualitativa, aunque cabe señalar que
estos logros no son uniformes: se van obteniendo parcialmente, a través de conquistas de
gremios y agrupaciones sindicales (la excepción son las mejoras en política
educacional). El resultado es que existirán importantes diferencias entre obreros y
empleados, y entre grupos al interior de cada uno de estos sectores (Arellano, 1985;
Barros, 2000).
Junto con este avance de la ciudadanización social se desarrolla una radical y cada vez
más veloz extensión de la ciudadanía política: así, mientras en los 20 años de 1932 a
1953 el porcentaje de inscritos subió del 9,5% al 17% (aumento que se explica casi
totalmente por la incorporación del voto femenino), en los 20 años de 1953 a 1973 la
cifra llega a 44,1%, en lo que influyen eventos como la introducción de la obligatoriedad
de votar (1962); y la ampliación del voto a analfabetos y mayores de 18 (1970)
(Arraigada, 1997). Hay que señalar, sin embargo, que siempre que pudo la elite recurrió
al cohecho para limitar la autonomía del votante y conjurar el peligro que las masas
ignorantes importaban a su dominación. El cohecho, en efecto, fue habitual hasta la
introducción de la cédula única (1958); y el voto cautivo rural, hasta mediados de los
‘60s (PNUD, 2004).
Sin embargo, este movimiento estuvo marcado por dos paradojas: en el mundo urbano,
la intensa movilización política y la progresiva ciudadanización coexisten con una
sociedad civil débil, altamente clientelizada e instrumentalizada (Barros 2000; Larraín
2001; PNUD 2004). En cierto modo es como si el patronazgo de la hacienda se
trasladara simbólicamente a la relación de los partidos con los militantes, votantes,
sindicatos. Son las cúpulas de los partidos las que deciden, las que movilizan a las
masas, las convocan para sus grandes proyectos. En general, los partidos (quizás con la
83
excepción del PR) tienen un estilo paternalista coherente con la historia de Chile. Las
asociaciones gremiales y sindicales surgían efectivamente como expresión de voluntad
de sus asociados, pero luego iban perdiendo autonomía y eran cada vez más fuertemente
influidas por los partidos, principalmente por medio de la politización de sus cúpulas. La
incorporación de los sectores populares a los proyectos políticos de la Revolución en
Libertad y la Unidad Popular en los ‘60s y ‘70s no estaría exenta de este rasgo.
Entonces, la ciudadanía se extendió pero marcada por una fuerte partidocracia que le
resta intensidad. “Si bien cambiaron los participantes y aumentó el piso de derechos que
regulaba sus relaciones, la relación entre masa y elite dirigente mantuvo un importante
fondo de reciprocidad vertical (…) En cuanto a la oligarquía, aunque replegada en una
posición defensiva, mantuvo buena parte de la administración de las distinciones
sociales” (PNUD, 2004).
En segundo lugar, hay que recordar que hasta 1950 un tercio de los chilenos vive en el
campo, donde persisten los vínculos del patronazgo tradicional. Los dueños de la tierra
pudieron por tanto conservar una gran cuota de poder hasta que la hacienda fue
desmantelada recién en los ‘60s con la Ley de Sindicalización Campesina (1967) y la
reforma agraria, que vinieron a romper el acuerdo tácito por el cual la elite aceptaría las
reglas del juego político en tanto no se tocaran dos espacios reservados de poder: la
propiedad de la tierra, y la educación (ver PNUD, 2004). En verdad, con este pacto
silencioso se delineó una barrera infranqueable, la frontera última, que estaba
unánimemente fuera de cuestionamientos: un terreno vedado, que volvía tolerable que el
resto del país simbólico fuera tierra en disputa. La sindicalización campesina, aunque
reconocida por el Código del Trabajo de 1924, era inaceptable para los dirigentes de
derecha y también para un sector del radicalismo; su prohibición fue un caro logro
político, y fue mantenida durante los ‘40s y ‘50s (ver Huneeus, 2005). La Ley de
Defensa Permanente de la Democracia o ley maldita (1948), que proscribió al Partido
Comunista, constituyó en tanto una de las pocas formulaciones en alta voz y sin
maquillaje del mismo acuerdo. La violencia social que rodearía al movimiento de
reforma agraria no fue, en este sentido, otra cosa que la liberación abrupta de la energía
de un conflicto que se había mantenido artificialmente congelado en el campo chileno.
Pero la violación del pacto limítrofe no quedaría impune. El terror a la invasión
inminente recorrió el espinazo de una ciudadanía de los iguales que veía caer sus límites
exteriores. Cuando la Escuela Nacional Unificada de la Unidad Popular sitió también a
la educación, llegó la hora de golpear la mesa.
Con el golpe militar de 1973 murió, entre otras cosas, el intento republicano de articular
la contradicción entre horizontalidad ciudadana e incorporación de los actores
emergentes, con la desigualdad, verticalidad y clausura de la relación elite-masa. Esa
tensión se resuelve entonces por la fuerza y por decreto (PNUD, 2004).
84
2. UN VISTAZO (UN DECENSO?) A LAS TRINCHERAS
CONTEMPORÁNEAS
La libertad de expresión ha sido levantada desde las revoluciones liberales del S. XVIII
como uno de los principios centrales de la democracia. Al resguardar la fuerza creativa
de la libertad individual y de la libre interrelación y competencia de ideas y opiniones, la
libertad de expresión vendría a cumplir una doble función: asegurar que un espectro
amplio de ideas forme parte del debate público, y mantener a los poderes del Estado bajo
el escrutinio informado y permanente de los ciudadanos, para –entre otras cosas-
prevenir la corrupción y el abuso de poder. Se constituye así en el núcleo del sistema de
libertades civiles que comprende la libertad de conciencia, de reunión, de manifestación
y petición. “En esa época se formularon proposiciones que hoy son vastamente
aceptadas como esenciales a la noción de democracia. Por ejemplo, que no corresponde
a las autoridades políticas o religiosas, o a los jueces, determinar la bondad o validez de
las ideas u opiniones, sino que ellas deben competir libremente unas con otras; y que la
protección de la libre expresión carece de sentido si no se extiende también a las ideas y
opiniones que generalmente son aborrecidas” (Human Rights Watch, 1998).
Esta es una trinchera antigua, que data de los albores mismos de nuestra república (sino
de antes), y que a pesar de los avances de la democratización en la vida nacional durante
el S. XX, nunca ha sido definitivamente clausurada; por el contrario, cada cierto tiempo
se la vuelve a ocupar. En su proyecto constitucional de 1813, Juan Egaña formuló un
116
Para un recuento de los mismos puede verse los Informes de DDHH preparados por la Facultad de
Derecho de la Universidad Diego Portales el 2003, 2004 y 2005.
85
paradójico enunciado que se transforma en augurio de la forma en que la política, desde
entonces, vería a la prensa: “Se protege la libertad de prensa a discreción de la censura”
(en Mascareño, 2004). Aún hoy, la subsistencia del delito de desacato, referido a las
injurias y calumnias dirigidas en contra de ciertas autoridades públicas, es expresión
paradigmática de la continuidad una forma particular de comprender la relación
autoridad / ciudadanía: al brindar una protección especial al honor de las autoridades
-bajo el supuesto de que la afectación de dicha honra implica una alteración del orden
público117- invierte el sentido mismo de la garantía de la libertad de expresión en una
sociedad democrática: no sólo coloca al ciudadano corriente en una situación de abierta
desigualdad, sino que le disuade además del hábito de escrutinio y crítica de la autoridad
que evidentemente constituye un ejercicio básico en una democracia sana. No resulta
difícil reconocer aquí la herencia de siglos de organización social colonial, y la
persistencia de una visión paternalista y en último término desconfiada de la libertad de
los ciudadanos, de parte de la autoridad.
Las normas de desacato en Chile datan del S. XIX, y han sido usadas frecuentemente a
lo largo de nuestra historia política. Hasta el año 2001, estaban concentradas sobre todo
en la Ley de Seguridad del Estado (1958), que establecía como ofensa criminal manchar
el honor de las instituciones y símbolos del Estado (Congreso, Corte Suprema, Fuerzas
Armadas, bandera, Presidente) (US Department of State, 1999). El régimen militar
volvió aún más represivo este texto, incorporando nuevos delitos y aumentando las
penas. Al iniciarse la transición, la norma más severa presente en la LSE fue derogada,
en el marco de las llamadas Leyes Cumplido; sin embargo, normas del mismo tipo (que
databan de antes de la LSE) siguen existiendo aún en el Código Penal y el Código de
Justicia Militar (Facultad de Derecho UDP, 2005). De hecho, durante los años
posteriores al regreso de la democracia se han llevado a cabo cerca de 30 procesos por
desacato118, lo cual ha tenido el efecto práctico de restringir fuertemente el debate
público –en un contexto en el que éste ya se encuentra bastante limitado por la
concentración de los medios de comunicación escritos (Facultad de Derecho UDP,
2003). Hasta 1999, en que la censura de “El Libro Negro de la Justicia Chilena” llevó a
un grupo de parlamentarios a presentar un proyecto de ley para derogar las normativas
de desacato que aún quedaban en la LSE, la clase política en su conjunto parecía
conforme con la penalización del desacato: no sólo no hubo iniciativas legales para su
eliminación, sino que se hizo uso de ella cuando la situación lo ameritaba -por ejemplo,
en contra de Francisco Javier Cuadra cuando éste afirmó públicamente que había
parlamentarios que consumían drogas. En este caso, ambas cámaras se querellaron en
conjunto (Facultad de Derecho UDP, 2003). Cabe destacar que durante los gobiernos de
Frei Ruiz-Tagle y de Lagos tampoco hubo iniciativas tendientes a eliminar de forma
117
La Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha insistido en los últimos años en que esta
asimilación de protección de la honra de las autoridades y protección del orden público es ilegítima en un
sistema democrático (UDP, 2005).
118
Con lo que Chile se distancia de la tendencia mundial de las últimas décadas a la eliminación o severa
reducción de las normas de desacato, “ya sea por la vía de su derogación formal o simplemente por falta
de uso de las mismas en la práctica” (González, 2000).
86
completa el desacato de nuestra normativa jurídica.
Según el último Informe de la UDP sobre DDHH, a pesar de que en Chile continúa
predominando un contexto de restricciones a la libertad de expresión, en los últimos
años estaría gestándose un importante cambio cultural (Facultad de Derecho UDP,
2005): la ciudadanía se hallaría menos dispuesta a tolerar restricciones al debate público
que durante la primera década de la transición; en cierta forma, parte de la ciudadanía y
los medios estarían poniendo a prueba el sistema y sometiendo a mayor escrutinio a las
autoridades políticas, judiciales, militares y religiosas (casos ícono de este proceso han
sido los de Spiniak, el “Cura Tato” y el Senador Lavandero, en los cuales el
involucramiento de empresarios, y autoridades políticas y eclesiales, en casos de abuso
sexual y pedofilia alcanzó un altísimo impacto social y mediático).
Como una reacción a esto, no pocos de quienes ocupan cargos de poder manifiestan su
malestar, rasgan vestiduras, levantan defensas corporativas e insisten en llevar el asunto
87
a terreno judicial –basta traer a la memoria que en el curso de la investigación del caso
Spiniak terminaron siendo procesados varios periodistas por el uso de cámaras ocultas
en relación a un juez, y por la exhibición de imágenes de la detención de Spiniak.
Asimismo, a propósito de una ola de escándalos inmediatamente anterior al juicio contra
el “Cura Tato”, “el Arzobispo de Santiago advirtió que quienes presentaran denuncias
infundadas contra sacerdotes serían objeto de querellas patrocinadas por algunos de los
abogados más prestigiosos del país” (Cristián Riego, columna de opinión, El Mostrador,
23 de octubre 2003). El sistema judicial aparece entonces, todavía, como instrumento de
una visión altamente autoritaria de las relaciones sociales; el mensaje, de gran eficacia,
es que quien desee denunciar un abuso por parte de alguien en situación de poder no
sólo debe atravesar un proceso difícil y costoso (controles sociales informales,
amenazas, descrédito, etc.) sino además arriesga ser sometido a un proceso criminal y a
una pena. Esto siempre había sido así, pero ahora que comienzan a abrirse fisuras en el
campo cultural, los gestos disuasivos se endurecen. El terror a la invasión, a la
profanación de los espacios y los símbolos, a la pérdida del control sobre las masas que
se niegan a seguir comportándose como niños ingenuos y confiados en la bondad de sus
tutores (como exigía el patronazgo hacendal a sus inquilinos), y sobre unos medios de
comunicación que con errores y aciertos empiezan a mostrarse menos intimidados en el
ejercicio del periodismo investigativo, parece sacudir incluso a quienes en voz alta se
declaran adalides del pluralismo y la tolerancia. Hemos tenido que ver así como en los
últimos años gran parte de la clase política (de uno y otro signo) ha evitado expresar
abiertamente su desconfianza hacia la libertad de prensa, al tiempo que constantemente
busca fórmulas legislativas para blindarse de investigaciones y críticas. “La renuencia
del Congreso a deshacerse limpiamente de las leyes antidemocráticas de desacato es
ejemplo de ello. Llama la atención cómo se ha tratado de condicionar la derogación de
dicha figura a la aprobación de leyes que fortalezcan la protección a la vida privada de
las autoridades públicas (José Miguel Vivanco, columna de opinión, La Tercera, 16 de
julio 2005).
En el parlamento se libró este año una de las principales batallas de esta guerra de
trincheras, en torno a una propuesta de la Cámara de Diputados que –en el marco del
proyecto de ley anteriormente mencionado, el cual fue reformulado a la luz del caso
Spiniak- perseguía fortalecer y desarrollar la protección constitucional de “la honra
privada y pública”. Esto suscitó el firme rechazo de las organizaciones ligadas a la
actividad periodística y a la defensa de las libertades públicas, por cuanto se señaló que
al pretender poner al mismo nivel –es decir, en el nivel de la invisibilidad, de la
opacidad- la vida privada y la vida pública, se subvertía el principio mismo de “la
publicidad de lo público”; lo público como aquello que se considera debe estar ante los
ojos de todos. Por medio de una extraña voltereta, de un acto de prestidigitación, el
principio democrático conforme al cual las autoridades deben estar expuestas a un
escrutinio mayor que los ciudadanos corrientes (a fin de que se vuelva factible lo que
Smulovitz y Peruzzotti (2000) han llamado accountability societal) era inadvertida y
hábilmente sustituido por su contrario; y “de una iniciativa legal destinada originalmente
a despenalizar la regulación de estas materias, se pasó a la aprobación por la Cámara de
88
Diputados de un texto que no sólo mantiene las sanciones penales (…) sino que brinda
una protección muy alta a la privacidad de las autoridades y personajes públicos, incluso
en contextos de claro interés público” (Facultad de Derecho UDP, 2005).
Desde otro punto de vista, sin embargo, el ejercicio de la defensa puede haber sido
significativo en sí mismo, en términos de alerta, en términos de reconocimiento del
peligro, en términos de movilización y resistencia, en término de relevar y poner en
discusión un tema que, en un país de desigualdades y apremios económicos, suele pasar
desapercibido como irrelevante y “asunto de señores”. El cambio cultural al cual
hacíamos referencia antes, empezó en el camino a notarse.
Por otra parte, el debate que se generó –restringido y todo- sirvió para hacer patente un
supuesto muy extendido en Chile (y reforzado por nuestras célebres disposiciones
legales), que para muchos ya es hora de poner en cuestión: la creencia de que libertad de
expresión y derecho a la honra (vida privada y honor) están desde su génesis en tensión.
Así, frente a los intentos de ampliar la libertad de expresión no es raro escuchar voces
que claman que la necesidad de informar cuestiones de interés público puede servir de
justificación para pasar por sobre otros derechos como la honra de las personas.
Esta noción de una contradicción esencial entre ambos derechos da pie para levantar lo
que Hirschman ha denominado argumentos del tipo “tesis del riesgo” o “de la
incompatibilidad”, propios de la retórica reaccionaria: afirmar “que el cambio propuesto,
aunque acaso deseable en sí mismo, implica costos o consecuencias de uno u otro tipo
inaceptables” (Hirschman, 1991). A la base de este tipo de razonamiento (de evidente
carga ideológica) está una “mentalidad suma cero” o de “bien limitado”, que al parecer
en nuestro país se encuentra amplia y fuertemente arraigada; de aquí la difusa creencia
de que toda ganancia en una dirección, está condenada a ser equilibrada, y por tanto de
119
“La protección jurídica global que les habría dado un proyecto de ley como ése, de prosperar, hubiera
sellado definitivamente dicho pacto o compacto. No habría habido ya modo de denunciarlos, mostrarlos
con el dedo, criticar sus actos, revelar sus posibles infamias, señalar sus errores. Habrían ganado, en breve,
lo que al papado le costó 20 siglos erigir: infalibilidad” (Fernando Villegas, columna de opinión, La
Tercera, 17 de julio 2005). Lo que Villegas no dice, sin embargo, es que éste no hubiera sido un triunfo
nuevo, sino tan sólo la recuperación de un estatus largamente detentado.
89
hecho borrada por una pérdida equivalente en otra dirección (Foster en Hirschman,
1991). En este caso, además, el supuesto de los sectores conservadores del país apunta
más a un resultado negativo más que de suma cero: lo que perdemos (la honra de los
ciudadanos decentes, de los caballeros, de nuestras autoridades que en todos los casos
son personas educadas y de bien) es mucho más preciado que lo que ganamos (la
satisfacción del capricho de unos pocos desordenados de hablar en forma irresponsable e
irrespetuosa, y de eventualmente incitar a los demás a la misma insolencia) 120. Como
señala Hirschman, quedamos remitidos así al relato mítico en que los dioses castigan al
hombre por aspirar a un conocimiento prohibido o por hacerse demasiado poderoso; al
final el hombre –si vive- quedará peor que antes, constituyéndose en un ejemplo
edificante para quienes pudieran fraguar intenciones semejantes. En el caso de nuestro
país, como hemos afirmado, el riesgo de las ambiciones indebidas de libertad ciudadana
es necesariamente el desorden, el caos, la anarquía. Hasta ahora (ver PNUD, 2004), esta
amenaza ha seguido constituyendo un disuasivo eficaz (reforzado por el fantasma de
1973). Cabe preguntarse si seguirá siendo así.
120
Frente a la prevalencia de esta clase de pensamiento en nuestra sociedad, nunca se insistirá
suficientemente en que, en una democracia, la libre expresión es un bien público; por lo que “el interés de
los individuos de vivir en una sociedad abierta no se restringe a los que desean beneficiarse de ello como
productores o consumidores de opinión. Se extiende a todos los que viven en esa sociedad, ya que se
benefician de la parte que otros juegan en el libre intercambio de información y opinión” (Raz, citado en
O’Donnell, 2004).
90
“Dos días antes de cumplir 20 años, Alexis Pavez recibió un certero balazo en la espalda. El
autor del disparo fue Jorge González, guardia de la villa “Cumbres Blancas”, un conjunto
habitacional ubicado en la comuna de Puente Alto, al extremo sur de Santiago. La madrugada
del 6 de marzo de 2000, mientras hacía su ronda, descubrió a Pavez intentando abrir un
vehículo al interior de la villa. González no debía tener un arma de fuego y lo sabía. También lo
sabía la junta de vecinos que lo autorizó a portarla y algunas de las más de 500 personas que
vivían ahí y que lo habían visto con su precaria escopeta en las madrugadas. Pero pensar en un
rondín armado dando vueltas allá afuera, les ayudaba a todos a conciliar el sueño.
El disparo de González reventó cerca de las 4 de la mañana.
Los primeros en aparecer fueron Guillermo Valenzuela, chofer de buses; Carlos Mejías,
empleado particular, y Carlos Vera, chofer de camiones. Todos padres de familia, con trabajo
estable.
Los tres se lanzaron sobre Pavez a patadas.
-¿No te gusta robar conchetumadre, no te gusta robar?
Pronto se les unió Carlos Enríquez, quien, armado con un fierro, golpeó a Pavez repetidas
veces.
La escena se prolongó sin tregua y estos hombres, que no registraban ni siquiera una detención
por ebriedad, volcaron allí una rabia de la que nunca se creyeron capaces.
Ni ellos, ni sus mujeres que los observaban desde las casas, hicieron el amago de llamar a una
ambulancia o a la policía. Cuando la furia remitió, los hombres arrastraron al joven fuera de la
villa y lo dejaron apoyado en un árbol. Luego volvieron a sus casas y se durmieron. Como en la
obra de Lope de Vega, Fuente Ovejuna lo hizo y Fuente Ovejuna guardó silencio.
Mónica Arteaga, hermanastra de Pavez, lo encontró unas horas más tarde. El joven todavía
respiraba. El informe de los peritos de la Brigada de Homicidios de Investigaciones estableció
que el balazo entró por la espalda, desmintiendo que Pavez haya opuesto resistencia. Afirmó
también que el joven tenía antecedentes por hurto y que era conocido como un adicto a la pasta
base, pero que, al menos esa noche, no estaba armado.
Ramos y Guzmán, “La Guerra y la Paz Ciudadana”, 2000.
121
Compartimos la aprensión de F. Vanderschueren en el prólogo a la edición de Persona y Sociedad
dedicada a Seguridad Ciudadana en 2005, en el sentido de que la connotación “ciudadana” de esta
denominación es aún imprecisa, y es empleada en una multiplicidad de sentidos que van desde la alusión a
que la inseguridad constituye un obstáculo para la constitución de ciudadanía, al llamado a comprometer a
la ciudadanía activamente en la solución de estos problemas.
91
una guerra contra la delincuencia ordinaria122” (Zaffaroni en Chevigny, 2002). Por otra
parte, a mediados de la década de los `90s, las consecuencias de una política
socioeconómica generadora de exclusión y riesgos provocaron una inquietud “que se
cristalizó en la inseguridad, haciendo del delincuente un chivo expiatorio de los temores
de la población” (Vanderschueren, 2005). Como relevó el Informe 1998 del PNUD, el
miedo a la exclusión social y económica, el miedo al sinsentido de una vida en sociedad
que parece estar fuera de control, y el miedo al otro-delincuente comenzaban a
conformar el trinomio del malestar chileno, el cual venía a aguar el entusiasmo de los
logros macroeconómicos y sociales (ver PNUD, 1998); esta paradoja del proceso de
modernización chileno vino a superponerse cómodamente al miedo histórico de la
sociedad chilena al otro en tanto pueda encarnar diferencia/invasión/desorden.
La triple faz del miedo –como arma política, como encarnación de las contradicciones
de la modernización en curso, y como revisitación de los temores ancestrales largamente
instalados en el alma nacional- facilitó su concentración en una figura unidimensional,
erigida en principio explicativo de la complejdad social de fines de siglo: la figura del
delincuente. Mediáticamente, ésta irrumpió en el imaginario social el 24 de octubre de
1992 con la primera campaña televisiva de la recién creada Fundación Paz Ciudadana:
en el comercial, personas comunes y corrientes (un pasajero en la micro, un niño
jugando, una adolescente caminando en la calle) eran inadvertidamente asediados por
una voz en off -ronca y de clara extracción popular- que les instaba a descuidarse para
dejarse asaltar. Como recuerda la investigación periodística “La Guerra y la Paz
Ciudadana”, “la campaña tiene un fuerte impacto. Se transmite en las horas de mayor
audiencia y miles de espectadores se reconocen como potenciales víctimas de un
delincuente popular que es intrínsicamente malo. Todos los spot ocurren en lugares
públicos y el hecho de que nunca veamos al que habla, acentúa un temor que se hará
característico en los años siguientes: el delincuente está en todos lados” (Ramos y
Guzmán, 2000). Dos años después, Paz Ciudadana publicaría su primer anuario de
estadísticas, con lo que el miedo adquirió unos rasgos –sexo, edad, trabajo,
proveniencia- objetivables. El Mercurio dio a conocer este perfil en un reportaje titulado:
“Se busca hombre soltero menor de 24 años… para meterlo en la cárcel porque es un
delincuente” (Ramos y Guzmán, 2000).
122
Para un análisis de la dimensión mundial de este fenómeno, y de sus conexiones con las políticas
neoconservadoras y neoliberales, ver Wacquant, 2000.
123
Vale la pena sin embargo recordar que sus orígenes pueden rastrearse hasta unos cuantos años antes.
“En una encuesta realizada por FLACSO en Santiago a fines de 1986, en pleno estado de sitio, de los
1.200 entrevistados un 82% declaró tener mucho miedo al aumento de la delincuencia y al uso de drogas.
Un 77% tenía mucho miedo al aumento de la inflación; 61% al aumento de la desocupación, y un 64% al
aumento de la represión” (Lechner, 1988). Puede palparse ya aquí la eficacia de la instrumentalización de
los miedos como dispositivo de disciplinamiento social, llevada a cabo por el gobierno militar.
92
la población piensa que en el último año la delincuencia aumentó en el país. En cambio,
cuando la pregunta es por este mismo aumento a nivel de la comuna y el barrio donde
habitan (lo cual presumiblemente está más relacionado con las experiencias personales y
familiares que con el imaginario construido desde el discurso público), los porcentajes
bajan significativamente –aunque con diferencias por sector socioeconómico. Si bien es
cierto que los medios de comunicación y el altísimo nivel de politización del debate,
agudizado en cada periodo de campaña electoral, han contribuido directamente en esta
escalada (ver Wacquant, 2000 y Chevigny, 2002), las explicaciones de tipo conspirativo
(a-la-Michael Moore) desde hace un par de años se han demostrado como insuficientes,
y contamos todavía con pocos estudios que aborden en forma consistente las causas del
fenómeno de desfase que existe entre los niveles reales, objetivos, de victimización124, y
los índices subjetivos de temor125 (Vanderschueren, 2005).
Lo cierto es que las personas en Chile están viviendo con miedo a ser víctimas de
delitos, ellas o sus familias; y que este miedo aumenta a medida que se desciende en la
escala socio-económica, a raíz del tipo de victimización al que están expuestos (es entre
los grupos de menores recursos donde se concentran los delitos contra las personas y,
entre éstos, los llamados “delitos de mayor connotación social”, a saber, robo con
sorpresa, robo con fuerza, robo con intimidación, robo con violencia, hurto, lesión,
violación y homicidio), por la violencia empleada, y presumiblemente por el mayor
impacto de los medios de comunicación en estos sectores (Araya, 2005). Así, según un
estudio realizado por la Pontificia Universidad Católica (PUC) en 2003 (en Lunecke y
Eissmann, 2005) los encuestados que dijeron sentir mucho y mediano temor superan el
70% en los sectores socioeconómicos más bajos (tanto en el inferior –D- como en el que
le sigue –C3). A esto se agrega que, según la Encuesta Nacional de Seguridad
Ciudadana Urbana (en Araya, 2005) los grupos de menores recursos tienden a ser
victimizados en lugares cercanos como la casa o el barrio, mientras los grupos de altos
ingresos son victimizados “en otra parte de la ciudad”, en “un centro comercial” o en su
“lugar de estudio o trabajo”. El grupo C2 es de hecho el que concentra la victimización
por robo en la casa, lo cual se explica porque tiene el atractivo de contar con bienes que
lo acercan al ABC1, pero no cuenta con los dispositivos o condiciones de vida que
protegen al ABC1 y virtualmente lo blindan contra este tipo de delito (residencias
protegidas en condominios, con sistemas de guardias privados, alarmas, etc.). Por
último, según la misma encuesta, las circunstancias del robo con violencia revelan que el
delincuente parece ser “clasista” en el trato a la víctima. “Mientras en el ABC1 un 0% es
124
Los cuales, como ya se dijo, se han incrementado en forma casi lineal desde 1997, como confirman
tanto las estadísticas oficiales de denuncia como las encuestas de victimización, sin que por ello
constituyan una excepción respecto de lo que ocurre en otros países (Vanderschueren, 2005).
125
Según Robert Castel y otros teóricos de la nueva cuestión social, la búsqueda de seguridad en las
sociedades modernas siempre se asemejará “a los esfuerzos desplegados para llenar el tonel de las
Danaides, que siempre deja filtrar el peligro. La sensación de inseguridad no es exactamente proporcional
a los peligros reales que amenazan a una población. Es más bien el efecto de un desfase entre una
expectativa socialmente construida de protecciones y las capacidades efectivas de una sociedadad para
ponerlas en funcionamiento. La inseguridad, en suma, es en buena medida el reverso de la medalla de una
sociedad de seguridad” (Castel, 2004).
93
herido, en el otro extremo, en el grupo E, más de un 30% de quienes fueron víctimas de
robo o asalto, además fueron heridas por el o los asaltantes” (Araya, 2005).
Como señalara en reiteradas ocasiones Norbert Lechner, “los miedos son una
motivación poderosa de la actividad humana y, en particular, de la acción política. Ellos
condicionan nuestras preferencias y conductas tanto o más que nuestros anhelos. Son
una fuerte pasión que, con mayor o menor inteligencia, nos enseñan la cara oculta de la
vida” (Lechner, 1998). Lo que nos interesa aquí iluminar es cómo este miedo al
delincuente (popular) omnipotente y omnipresente, en la misma medida que oculta otros
miedos que son más costosos de ver para nosotros como sociedad, condiciona
fuertemente la definición de los derechos y la extensión/retracción de la ciudadanía, en
el juego político de la democracia chilena actual. La criminalización de la pobreza; la
bajísima confianza en la eficacia de la justicia; las presiones por mayor control policial y
mayor severidad en la aplicación de las medidas punitivas, especialmente en aquéllas de
privación de libertad126; la valoración absoluta del castigo rápido e implacable aún a
costa del retroceso en los derechos civiles de los grupos sospechosos (retroceso no
siempre legal, pero sí ampliamente tolerado e incluso demandado por el resto de la
sociedad); la homologación en el sentido común del garantismo del nuevo sistema de
justicia implementado en Chile, con indulgencia y “mano blanda”127; en fin, la reedición
del mito de las clases peligrosas (ver Castel, 2004), configuran un escenario que legitima
la reconstrucción de los antiguos muros –físicos y simbólicos- para proteger al
ciudadano honrado y trabajador del delincuente, niega a los segundos el derecho a tener
derechos (ver Arendt, 1982) e incluso hace plausibe la propuesta de la expulsión
definitiva de este último del territorio común128. No en vano algunos análisis del impacto
de las doctrinas de ‘tolerancia cero’ y ‘Estado penal’ en Europa ya hablan de “uno de
esos pánicos morales capaces, en virtud de su amplitud y su virulencia, de modificar
profundamente las políticas estatales y redibujar de manera duradera la fisonomía de las
sociedades que afecta” (Wacquant, 2000).
El relato que presentamos al inicio de esta sección es una lamentable metáfora de lo que
ocurre actualmente en muchos “espacios fronterizos” en plena ciudad de Santiago –y en
126
Chile tiene actualmente la tasa más alta de encarcelamiento (número de reclusos por cada 100.000
habitantes) de América Latina, y supera por mucho al Uruguay, país que le sigue (238 contra 166); llama
además la atención que el crecimiento de esta tasa en el periodo 1995-2003 es de apróximadamente 54%
(Facultad de Derecho UDP, 2005).
127
Esta concepción no constituye algo nuevo en nuestra sociedad. Ya Diego Portales en su momento se
lamentaba: “Maldita ley, entonces si no deja al brazo del gobierno proceder libremente en el momento
oportuno! Para proceder, llegado el caso del delito infraganti, se agotan las pruebas y las contra pruebas,
se reciben testigos, que muchas veces no saben lo que van a declarar, se complica la causa y el juez queda
perplejo. Este respeto por el delincuente o presunto delincuente, acabará con el país en rápido tiempo. El
gobierno parece dispuesto a perpetuar una orientación de esta especie, enseñando una consideración a la
ley que me parece sencillamente indígena. Los jóvenes aprenden que el delincuente merece más
consideración que el hombre probo; por eso los abogados que he conocido son cabezas dispuestas a la
conmiseración en un grado que los hace ridículos” (Carta a Garfias, citada en Villalobos, 1989).
128
Expresión radical de este tipo razonamiento extirpatorio es la propuesta del canidato presidencial de la
UDI, de construir cárceles-isla para desterrar definitivamente a quienes han delinquido.
94
otras ciudades del país- donde dos poblaciones colindantes se observan mutuamente con
recelo y recrean cotidianamente la fractura social y el miedo. En efecto, Alexis Pavez
vivía en la población Nuevo Amanecer, vecina de Cumbres Blancas. La primera, un
campamento de mediaguas y casetas sanitarias, surgido de una toma de terreno colectiva
a comienzos en los ‘70s, que a comienzos de la década se había hecho conocido dentro
de Puente Alto como foco de delincuencia y microtráfico; la segunda, un conjunto
habitacional inaugurado menos de un año antes del linchamiento de Alexis Pavez, con
casas pulcras y estacionamiento, y habitada por una clase media emergente que se veía a
sí misma como la prueba de que el esfuerzo individual y la disciplina familiar permiten
la movilidad social, encarnada en el acceso a bienes de consumo. Como señalan Ramos
y Guzmán, el personaje que en los ‘90s acaparó la atención de sociólogos y politólogos
en tanto personificación de este Chile de clase media pujante fue “Faúndez”. Ascanio
Cavallo, por ejemplo, sostendría que “en ese `maestro chasquilla` independizado,
microempresario por coraje y Pyme por oportunidad, en su desafío a los prejuicios y al
establishment, se resumen la realidad y los sueños de miles de chilenos” (en Ramos y
Guzmán, 2000). Lo que no se advertía era que “Faúndez” y el delincuente omnipresente
estaban íntimamente relacionados; “parecían provenir de la misma familia, del mismo
sector, pero sus distintas suertes los transformaron en la cara y el reverso de una misma
moneda” (Ramos y Guzmán, 2000).
En su primera declaración ante la policía, los vecinos que participaron en el episodio que
terminó en la muerte de Alexis Pavez dijeron que los había movido la rabia de decenas
de robos y de la impunidad de los delincuentes, y que sólo querían dar una señal de
escarmiento. Esa noche ellos y sus mujeres se durmieron pensando que al día siguiente
su comunidad sería más segura, pero no pudieron estar más equivocados. Al regreso del
funeral del joven, una poblada apedreó la villa durante varios minutos, y los hombres de
Cumbres Blancas debieron salir a defender sus propiedades también lanzando piedras.
Una semana después, más de 40 familias habían abandonado la villa por temor a la
venganza (ver “Crece éxodo en vecinos de Villa Cumbres Blancas”, La Tercera, 12 de
marzo de 2000; citado en Ramos y Guzmán).
95
La situación da cuenta de una de las paradojas de la intensa segmentación espacial que
caracteriza a nuestras ciudades, reforzada por las estrategias de erradicación que,
iniciadas durante el régimen militar, han tenido continuidad en las políticas de vivienda
de los gobiernos de la Concertación. En Santiago, los miembros de las clases más
acomodadas efectivamente viven y se mueven en espacios –escolares, laborales,
recreativos, de consumo- apartados de los más pobres, e incluso es posible que pasen
gran parte de sus vidas sin tener que interactuar con personas socialmente diferentes
(conformando lo que Bauman (2003) llama “guetos voluntarios”); todo ello desde luego
tiene efectos devastadores en términos de vínculo social. Sin embargo, al interior de las
comunas más pobres de la ciudad los límites espaciales entre grupos sociales de orígenes
similares y trayectorias diversas están mucho menos claros, y en un contexto de miedo y
desconfianza, la necesidad simbólica de diferenciación se vuelve un imperativo. El
cierre de los pasajes, que se hizo común en muchos barrios durante la segunda mitad de
los `90s, por ejemplo, cumple por cierto una función orientada a la seguridad, a la
protección de los habitantes; pero al mismo tiempo tiene un sentido fundamental de
diferenciación129. Se trata de una afirmación del propio status, dirigida tanto hacia los
iguales (los vecinos del pasaje) como hacia los diferentes (los del otro lado del cierre).
La necesidad de fijar límites, una vez más, se vuelve fundamental. Alberto Etchegaray,
ex presidente de la Comisión para la Superación de la Pobreza, señala en este sentido:
“En los ’90 las fronteras se multiplicaron y ya no fue lo mismo estar dentro o fuera del
anillo de Américo Vespucio, arriba o abajo del Canal del Carmen, al sur o al norte de la
Avda. Observatorio. Se trata de innumerables hitos físicos de una ciudad que se fue
compartimentando”. La división en torno a Plaza Italia, que caracterizó a la capital hasta
los ’80, perdió así sentido ante una segmentación más fina e incuantificable (Ramos y
Guzmán, 2000).
En primer lugar, y como ya lo señaló Beck (1986), en una sociedad del riesgo, éste no se
reparte en forma igualitaria, sino que se cruza con la estructura de las desigualdades de
tipo material; esto porque, si bien existe un efecto búmerang que rompe la estructura
tradicional de clases (los nuevos riesgos afectan a todos), el conflicto social deviene
conflicto por el reparto del riesgo, y la seguridad se transforma en un preciado objeto de
consumo con acceso socialmente segmentado. En efecto, las personas más acomodadas
“pueden permitirse los equivalentes de la haute couture que ofrece la industria de la
seguridad. Los demás, no menos atormentados por el corrosivo sentimiento de la
129
En nuestra opinión, no resulta baladí que esta búsqueda de afirmación identitaria se canalice
fuertemente a través del consumo (de rejas, de aparatos de seguridad, etc.) (ver Larraín, 2001).
96
insoportable volatilidad del mundo, pero carentes ellos mismos de la volatilidad
suficiente como para surfear sobre las olas, por lo general tienen menos recursos y tienen
que optar por réplicas de producción en serie del arte de la alta costura” (Bauman, 2003).
Los habitantes de Villa Cumbres Blancas, que salieron esa noche a conjurar sus
demonios en la figura del joven Pavez, forman parte de un amplio sector que no puede
siquiera esto: en último término, ya que no pueden comprar la seguridad del barrio, lo
único que pueden hacer es invertir en la seguridad de sus cuerpos, sus posesiones, su
calle. Al igual que las personas que hace 20 años, ante la inminencia de una
confrontación nuclear, abocaban todos sus esfuerzos a la construcción de refugios
familiares, “quienes creen que nada podía hacerse para aplacar, y no digamos exorcizar,
el espectro de la inseguridad, están atareados adquiriendo alarmas antirrobo y alambre
de espino. Lo que buscan es el equivalente de un refugio nuclear personal; denominan
“comunidad” al refugio que buscan. La “comunidad” que buscan equivale a un “entorno
seguro”, libre de ladrones y a prueba de extraños. “Comunidad” equivale a aislamiento,
separación, muros protectores y verjas con vigilantes” (Bauman, 2003).
Hasta cierto punto, esta mirada ha sido reproducida en varios programas de seguridad
ciudadana que enfatizan la prevención comunitaria desde una perspectiva conceptual
racionalista, donde se explica la ocurrencia de hechos criminales a partir de la
inexistencia de mecanismos de control o de vigilancia permanente. “A partir de la
definición de espacios defendibles, la comunidad es asumida por algunos autores como
un mecanismo de defensa ante extraños ofensores (…) El énfasis en la comunidad
coincide con la noción que lo peligroso no sólo es una amenaza sino que se localiza
‘afuera’” (Dammert, 2005). Muchos de los programas que fomentan la conformación de
organizaciones comunitarias de seguridad, del tipo “guardias urbanas” o “rondas
ciudadanas” que debieran controlar fuertemente las faltas y contravenciones menores (lo
que se conoce como la “teoría de las ventanas rotas”), se basan en esta noción: al
aumentar la autoridad moral de los miembros de la comunidad, disminuyen las
oportunidades para un aumento del crimen. Esta perspectiva entraña una falacia central
al reconocer a la comunidad como un ente naturalmente positivo en la implementación
de mecanismos de control social. “En diversos contextos y, últimamente en la mayoría
de los países de América Latina, encontramos problemas graves de vigilantismo y
linchamientos de presuntos criminales. De esta forma, la cara negativa de lo
‘comunitario’ se hace presente mediante iniciativas autoritarias y en algunos casos, hasta
para-policiales” (Dammert, 2005).
En segundo lugar, hay que precisar que los logros económicos alcanzados por grupos
como el que habita en Villa Cumbres Blancas están, por así decirlo, instalados en la
prerecariedad, y sustentados en altísimos niveles de endeudamiento. Son las familias
que, a pesar de estar en Isapres, tienen acceso a planes de salud tan deficientes que
acaban atendiéndose de todos modos en el sector público; que rara vez poseen previsión,
pues tienden a trabajar por cuenta propia como taxistas, choferes de transporte escolar,
propietarios de bazares, etc.; que aunque han logrado poner a sus hijos en colegios
particulares subvencionados, corren permanentemente el riesgo de no poder pagar las
97
colegiaturas y tener que trasladarlos a escuelas y liceos municipalizados (como quedó en
evidencia durante la crisis económica de fines de los `90s). En la jerga de Tomás
Moulián (1999), califican como “ciudadanos credit-card”, pero en lugar de poseer
tarjetas bancarias como Master Card o Visa, se endeudan a través de tarjetas de
supermercados y casas comerciales. En este contexto, no es casual que sea en “el
extraño” (que no sólo es el desconocido sino además el ajeno) donde “los temores de la
incertidumbre, presentes en la totalidad de la experiencia de la vida, encuentran su
encarnación ávidamente buscada y por tanto bienvenida. Por fin uno va a dejar de
sentirse humillado por recibir golpes sin alzar la mano, uno va a poder hacer algo real y
tangible para parar los golpes al azar del destino, quizá incluso pueda devolverlos o
esquivarlos. Dada la intensidad de los temores, si no hubiera extraños habría que
inventarlos (…) La vigilancia y las acciones defensivo/agresivas que desencadena crean
su propio objeto. Gracias a ellas, el extraño es transmutado en algo ajeno, y lo ajeno en
una amenaza. Las ansiedades dispersas, en flotación, adquieren un núcleo sólido”
(Bauman, 2003). No hay que olvidar que el resentimiento como respuesta al malestar
social suele descargarse, además, contra los grupos más próximos130. “Es una reacción
de petits blancs, es decir, categorías situadas en la base de la escala social, ellas mismas
en situación de privación, en competencia con otros grupos tanto o más carenciados que
ellos (…). Buscan razones para comprender y otorgarse una superioridad a través del
odio y el desprecio” (Castel, 2003).
No resulta arriesgado suponer que en el miedo a los vecinos del campamento son
muchas más cosas las que están en juego, aparte de la seguridad. Ellos representan la
antítesis, la negación, de las propias opciones de vida; funcionan, en este sentido, como
“otros de diferenciación” (ver Larraín, 1996). En una entrevista concedida al diario El
Metropolitano, el actor que encarnaba a Faúndez sostenía: “a quien más odia Faúndez es
al `Malo`, a los que no trabajan, a la gente que no hace nada por surgir. Sinceramente
pienso que los que están representados por El Malo no quieren ver la salida. Faúndez
piensa que el quiere, puede. Pero El Malo es muy cómodo. Es malo porque es flojo” (en
Ramos y Guzmán, 2000). A la diferenciación a través del consumo de dispositivos de
seguridad, se suma una diferenciación más intrincada, de tipo moral.
98
así confirmar la fe en el orden existente (…) Visto así, el miedo explícito a la
delincuencia no es más que un modo inofensivo de concebir y expresar otros miedos
silenciados: miedo no sólo a la muerte y a la miseria, sino también y probablemente ante
todo miedo a una vida sin sentido, despojada de raíces, desprovista de futuro131”
(Lechner, 1988). El miedo, entonces, no es sólo al delincuente, al pobre, al chiquillo
angustiado por la pasta base; sino a que, aun con todo lo invertido, la propia situación de
exclusión se radicalice hasta dejarte transformado en él. En último término, se trata del
riesgo de que los fundamentos, las certezas, sobre los cuales se construye el propio
proyecto de vida se demuestren fútiles y vanos.
Como han señalado diversos autores brasileños a propósito de los llamados “nuevos
excluidos” (reconocibles en Europa y América Latina a partir de los años ‘90s como
expresión de los fenómenos de desempleo estructural y desregulación del mercado de
trabajo), las representaciones sociales que de ellos emergen en el marco de la
(in)seguridad ciudadana facilitan el surgimiento en el resto de la sociedad de un
sentimiento de miedo, que es al mismo tiempo miedo a ellos y a devenir superfluos y
transformarse en uno de ellos132); concomitantemente, este miedo se transforma en
hostilidad (Oliveira, 1997).
Alrededor de la fecha en que Villa Cumbres Blancas fue por una noche Fuenteovejuna,
sólo en Puente Alto, el municipio había identificado otros tres pares de poblaciones
divididas por la acumulación de las desconfianzas. En una de ellas operaban grupos
juveniles (hijos de familias de sectores medios bajos) que se dedicaban, según los
funcionarios municipales, “a limpiar las calles de drogadictos, prostitutas, homosexuales
131
Esto quedó magistralmente retratado en la película chilena de hace un par de años “Taxi Para Tres”,
donde un taxista que ha invertido su vida en jugar bajo las reglas que el modelo impone, se ve violentado
por la irrupción en su vida cotidiana de dos ladrones, que se transforman en el reflejo de sus propios
fracasos y frustraciones. Tras unirse a ellos brevemente en la transgresión a la ley, la necesidad de
eliminarlos y ‘castigarlos’ se vuelve irresistible: es la única forma de poder volver a percibir cierta validez
en su propia trayectoria.
132
Las cursivas son nuestras.
99
y delincuentes”, a través de palizas a quienes consideraban ‘sospechosos’. También en
Puente Alto, dos meses después del incidente en Cumbres Blancas, un grupo de
pobladores de la toma Carlos Oviedo linchó y dio muerte de un hachazo a Hugo
Llancamán, quien llegó en estado de ebriedad una madrugada a cobrar revancha por
haber sido expulsado de la población (Ramos y Guzmán, 2000).
Es así como todos los procesos descritos, acentuados por la percepción ampliamente
extendida de la impunidad que gozarían en nuestros país los delincuentes comunes,
especialmente los más jóvenes (la visión del tribunal como “puerta giratoria”), abren
silenciosamente el camino hacia la violencia ilegal no-estatal (Méndez, 2002a), donde se
combinan perversamente la tentación del vigilantismo –la eliminación de indeseables-
con la de proveerse seguridad por vías propias y “hacer justicia por las propias manos”.
Esto desde luego se encuadra en “las actitudes públicas hacia el delito, en no pequeña
medida alentadas por rituales de prensa sensacionalista y alarmista, (que) están
frecuentemente marcadas por un sentido de la ‘justicia’ al estilo Rambo que sólo puede
alcanzarse esquivando los procesos legales y suprimiendo delicadezas tales como la
presunción de inocencia” (Méndez, 2002a). Pero también se fundamenta en la
inadvertida transformación de los límites entre grupos sociales diversos en verdaderas
fronteras tomadas por una guerra cotidiana que tuvo inicio pero carece, hasta donde
puede verse, de fecha de término. Las consecuencias tanto de una tendencia como de la
otra en la intensidad de la ciudadanía, la calidad de la democracia y el imperio de la ley
no debieran, a nuestro juicio, subestimarse. Es sabido, por otra parte, que la violencia
ilegal (estatal y no-estatal) en el mediano plazo no hace sino aumentar la inseguridad
personal de los ciudadanos en su totalidad, a través de la introducción de la
arbitrariedad en la vida social (Chevigny, 2002); por lo que el miedo, incluso si concluye
con la eliminación física del otro que se identifica como depositario de ese temor, no
tiene cómo engendrar otra cosa que no sea un miedo renovado. Como aprendieron los
habitantes de Villa Cumbres Blancas, una vez que los propios demonios se exteriorizan,
cobran vida propia y caen sobre aquél identificado como su causa concreta, puede que
sólo nos encontremos con que ya no hay límites que puedan proveernos de seguridad
alguna.
100
2.3 Alto Hospicio. Las Sospechosas de Siempre
Auguste Comte se refería a los proletarios de su época como aquéllos que “acampan en
el seno de la sociedad occidental sin estar calificados para ella, sin encajar en ella” (en
Castel, 2004). Difícilmente podría encontrarse una mejor descripción para la situación
del asentamiento humano de Alto Hospicio a comienzos de esta década. A 1.800 km de
Santiago y 10 de la ciudad de Iquique, por muchos años ésta fue la toma de terrenos más
grande de Chile. En el año 1987, 180 familias que habían ocupado ilegalmente unos
terrenos al norte de Iquique fueron erradicados hacia los cerros áridos que rodean la
ciudad. A partir de entonces, comenzaron a llegar hasta allí familias provenientes de
todo Chile, que emigraban al sector atraídos por la promesa del “boom” económico de
Iquique; hasta estabilizarse en un total de 20.000 personas viviendo en tierras del Estado,
sin alcantarillados, ni agua potable, luz eléctrica, calles pavimentadas, líneas telefónicas,
áreas verdes, servicios de salud, locomoción, recolección de basura. La vida de estas
familias transcurría en “mejoras” de cholguán, cartón y latas, y además “en condiciones
climáticas especialmente hostiles, en una zona árida a más de 400 metros sobre el nivel
del mar en el relieve montañoso de la Cordillera de la Costa, donde el seco calor
desértico de los días resulta diametralmente opuesto al áspero frío de las noches
cubiertas por la camanchaca. La vegetación casi no existe; sólo abundan la arena, la
tierra, el polvo y el silencio, interrumpido fugazmente por el viento” (Leiva, 2005).
Entre comienzos de 2000 y junio de 2001 –mismo periodo en que se inició un Plan
Integral para mejorar las condiciones de vida de los habitantes, a cargo del Ministerio de
Vivienda-, siete quinceañeras desaparecieron en Alto Hospicio133. La primera noticia
sobre las niñas perdidas (La Estrella de Iquique, 11 de julio 2000; en Leiva, 2005)
constataba: “Desaparecen cuatro niñas. Misterio: Todas son del mismo colegio”. Se
refería a Katherine Arce, Patricia Palma, Laura Zola y Viviana Garay, del Liceo
Eleuterio Ramírez, de entre 13 y 17 años, desaparecidas con intervalos casi regulares de
un mes, en las inmediaciones de la Ruta A-16, a primera hora de la mañana o a la salida
del colegio.
El caso provocó una conmoción moderada y pronto comenzaron a tejerse hipótesis: trata
de blancas, prostitución, drogadicción, embarazo adolescente, violencia física y/o sexual
al interior de las familias, entre otras (Cáceres, 2002). Así, durante más de un año, los
organismos a los que se solicitó su búsqueda simplemente calificaron los casos como
abandono de hogar, en el supuesto de que las jóvenes habían huido de una vida
miserable, seguramente para prostituirse en localidades fronterizas. Las autoridades
políticas, la justicia, la policía que investigaba, cerraron filas ante esta posibilidad, que
sin gran mediación se convirtió en naturalizada certeza. La prensa reprodujo casi
totalmente esta tesis, y proliferaron, por ejemplo, los programas especiales de reportaje
133
Finalmente el número total de mujeres asesinadas sería 14.
101
sobre la trata de blancas. En ellos, las familias de las jóvenes –que en este lapso fueron
la principal fuerza investigadora del caso, y autofinanciándose, recorrieron varios
lugares de Lima a Santiago tras alguna pista- eran confrontados y aparecían teniendo que
defender a sus hijas de los juicios morales implícitos y explícitos de que fueron objeto, y
dando explicaciones sobre sus relaciones familiares, sus hábitos, y estilos de vida y de
crianza134. Sin embargo, lo más difícil para ellos, según declaró la abuela de una de las
niñas en ese momento, era “aceptar que la desaparición de las niñas era una situación
lógica y que la policía les recomendara esperar que volvieran por su cuenta” (Paula
Nº842, junio 2001). Cabe señalar que, aunque en una visita a Iquique en abril de 2001 el
Presidente Ricardo Lagos –al ser confrontado de forma imprevista por los airados
familiares, en lo que se considera uno de los peores errores comunicacionales de su
gobierno- anunció la creación de una comisión especial de investigación para el caso,
integrada por carabineros y detectives y dependiente de la Subsecretaría del Interior, los
tribunales de justicia se negaron sistemáticamente a nombrar un ministro en visita (Leiva
2005).
Con el correr del tiempo hubo un “vuelco en el caso Alto Hospicio”: en octubre de 2001,
una niña de 15 años que logró escapar con vida por sus propios medios denunció haber
sido secuestrada, violada y luego arrojada a un basural, por quien le confesó ser el
asesino de las niñas. La policía, tras una intensa búsqueda en los lugares indicados por la
adolescente y en otros aledaños, encontró siete cuerpos, además de otros, de mujeres
anteriormente secuestradas y violadas por el que se comenzó a llamar el “psicópata de
Alto Hospicio” (Cáceres, 2002).
Tras la aprensión de Julio Pérez Silva135, finalmente se nombró una ministro en visita,
con 80 carabineros, 40 funcionarios de Investigaciones y una veintena de gendarmes
antimotines a sus órdenes para la reconstitución de escena (ver Leiva, 2005). “No van a
rodar cabezas, así que si las andan buscando, no las van a encontrar”, espetó el Ministro
del Interior JM Insulza a los periodistas la mañana del 11 de octubre, dos días después
del hallazgo de los primeros cadáveres. En la tarde del mismo día, sin embargo, se
desencadenó el mea culpa, al saberse que uno de los cuerpos encontrados correspondía a
una joven (Angélica Lay) desaparecida 18 meses antes. La familia había puesto una
denuncia por presunta desgracia, pero esta denuncia nunca había llegado a
Investigaciones. Nunca se ordenaron diligencias. Nadie la buscó. Quedaba expuesto aquí
un grave incumplimiento de labores no ya sólo de las policías, sino del aparato judicial.
Entonces comenzó la destitución de los responsables institucionales (aunque sólo a nivel
policial; no en el gobierno ni en el poder judicial), y se reconoció unánimemente que el
134
De muestra, algunas de las preguntas que les hicieron en los dos reportajes que Contacto hizo el 2000 y
2001, según aparecen en el sitio del programa: “¿Ha sabido que acá hay chiquillas que consumen drogas?”
“¿Con una mano en el corazón, diría que no había ningún motivo para que su hija se quisiera ir de la
casa?” “¿Patricia era una adolescente rebelde?” “¿Se enojaba, porque tú eras poco permisivo?” “¿Puede
haber algo con las otras niñas que hayan armado algo para irse juntas?”
135
Quien en septiembre de 2005 fue declarado culpable y condenado a cadena perpetua por 14 muertes,
dos violaciones y un homicidio frustrado.
102
error de base había estado en seguir una sola línea de investigación, sobre la base de
prejuicios. En efecto, en ninguna de las causas que instruyeron los distintos tribunales de
Iquique se mencionaba siquiera la posibilidad de que las jóvenes estuvieran muertas. Ver
Leiva, 2005.
En los días siguientes, la Moneda afirmaría que “la tesis del abandono voluntario o
involuntario de hogar estaba prácticamente descartada luego de las diligencias realizadas
en países vecinos y en distintos puntos de Chile” (Informe oficial de la Oficina de Prensa
de la Presidencia de la República, del 16 de octubre de 2001, citado en Leiva, 2005). Lo
cierto es que en primer lugar y por un largo tiempo, la tesis del secuestro criminal fue
unilateralmente descartada por todas y cada una de las instituciones públicas que
entraron en conocimiento con las desapariciones, en beneficio de lo que no aparecía
como una tesis sino como facticidad pura; el abandono voluntario, la prostitución, la
adicción a sustancias, la huida de la violencia intrafamiliar y la pobreza, no eran tesis:
eran lo que las cosas son. No había más vueltas que dar. Cabe señalar que las diligencias
a las que se refiere La Moneda fueron en su mayoría las que realizaron los familiares de
las víctimas.
Desde luego, los asesinatos son algo con lo que hay que contar en las sociedades
humanas –democráticas o no. Los asesinos en serie, más aun, parecieran ser un producto
colateral de la modernización. La cuestión que el caso de Alto Hospicio plantea, para
efectos del tema que aquí nos convoca (la extensión de la ciudadanía y la efectivización
de derechos a lo largo del territorio y a lo largo de distintas categorías sociales), no tiene
que ver con la violencia y el espanto al que pueden conducir las psicopatías individuales,
sino con el horror de la banalización social y la naturalización de la miseria como
trayectoria vital, que acaban reproduciendo transversalmente la cosificación de las
víctimas realizada en primer lugar por el violador. Hablar de doble victimización en este
caso parece insuficiente. Durante casi dos años, las instituciones encargadas en todo
sistema democrático de restaurar el imperio del Derecho cuando éste ha sido
transgredido por poderes públicos o por terceras personas (Facultad de Derecho UDP,
2004), operaron en relación a las desapariciones de estas adolescentes como una caja
amplificadora de los estereotipos y prejuicios de los vecinos, la opinión pública y los
medios de comunicación. En el camino, sepultaron el acceso a la justicia de las víctimas,
en un ejercicio de discriminación sistemática basada en la triada mujer-adolescente-
pobre. Se constata así que, aunque la desigualdad civil y la desigualdad económica son
cosas distintas (Beetham en Hagopian, 2004), en nuestros países los pobres materiales
(derechos sociales) son pobres también legalmente (derechos civiles) (O’Donnell, 2003).
103
individual y libre, de concreción vital abierta al imprevisto, a lo inesperado. Al
contrario; lo que había ocurrido, necesariamente, era el desenlace de un destino
predeterminado, de una fatalidad: la fatalidad de un estereotipo despojado de su
individualidad, la fatalidad de la “niña pobre”. Al igual que en la sociedad francesa
cuando uno de los más destacados filósofos del marxismo, Althusser, estranguló a su
esposa (ver Savater, 1996), proliferaron las voces que señalaban que en el acto de partir
las chicas habían mostrado su auténtica esencia –la de adictas, de promiscuas; en fin, de
prostitutas-; por otro lado, se levantaron también voces que señalaban su partida como la
última manifestación de expulsión de la estructura social, como la radicalización de una
exclusión en la que ellas, a fin de cuentas, nada habían decidido 136. Ambas líneas
explicativas (que se auto-observaban como descripciones) coincidían, sin embargo, en
que la ausencia repentina de las chicas no era algo inesperado. Lamentable, sí, desde
múltiples puntos de vista; pero en ningún caso sorprendente. Cuando se nace y se vive
en Alto Hospicio, en el descampado al borde del desierto, ¿qué más queda sino partir? Si
es por vicio o por desventura, finalmente poco importa.
A pesar de los elementos llamativos del caso (todas las víctimas eran del mismo colegio,
tenían las mismas características físicas, rango de edades similares, ninguna se comunicó
con la familia después de desaparecer, ni tampoco se llevó consigo ropa o alguna
pertenencia especial antes de "partir") (González, 2001), la naturalización arriba
mencionada explica que la intervención de un asesino en serie fuera algo unánimemente
impensable. Sólo así se entiende la invisibilidad de las pistas y, más dramáticamente, de
los restos mismos: no se ve lo que no es imaginable. Los cuerpos de las jóvenes se
encontraban en piques, fosas y basurales ubicados a sólo minutos de Alto Hospicio. No
estaban sepultados, sino apenas cubiertos por tierra suelta arrojada por el victimario, los
deshechos y el polvo del desierto acumulados por el tiempo. El cuerpo de una de las
chicas, incluso, se encontraba en un vertedero a escasos 500 metros del límite del
poblado (Leiva, 2005). Julio Pérez Silva las violó, las arrojó allí, las apedreó y las dejó a
morir, y no parecía necesario siquiera enterrarlas o cerciorarse de su muerte. Estaba en
lo cierto: nadie las buscaba, nadie las vería.
104
relación a la desaparición de las chicas. Para varias agrupaciones feministas, es el
componente de género el que resulta decisivo para entender cómo pudo ocurrir esta
secuencia de hechos. En la Jornada de Reflexión “Feminicidio en América Latina”,
convocada por Amnistía Internacional en el marco de su campaña mundial para
combatir la violencia contra las mujeres, y realizada en Santiago en noviembre de 2004,
Alto Hospicio (Chile), Ciudad Juárez (México) y Guatemala fueron los tres casos
centrales de feminicidio en torno a los cuales se organizó la discusión. Por feminicidio,
se hace referencia a un fenómeno que ha cobrado la vida de miles de mujeres en la
última década en América Latina por causas muchas veces derivadas del deterioro de los
indicadores socioeconómicos y especialmente por una tradición patriarcal enraizada en
la región, que intimida a las mujeres mediante muertes violentas con rasgos de misoginia
(Espinosa, 2004). Esta noción se distingue de la de femicidio, término homólogo a
homicidio, que sólo significa asesinato de mujeres. Como señaló con ocasión de la
Jornada Ana María Portugal, coordinadora de la organización feminista Isis
Internacional, el concepto de feminicidio, en cambio, apunta al acto de asesinar una
mujer sólo por el hecho de su pertenencia al sexo femenino137. Hablar de feminicidio,
así, tiene una clara connotación política, ya que no sólo se involucra al agresor
individual sino que apela a la existencia de una estructura estatal y judicial que avala
estos crímenes y les otorga virtual impunidad (Isabel Espinoza, en Epinosa, 2004). Por
la repercusión mediática alcanzada, “las muertas de Juárez”, ciudad cercana a la frontera
entre México y Estados Unidos, se han transformado en el horroso emblema de este
fenómeno: se trata de al menos 300 mujeres asesinadas desde 1993, luego de ser
secuestradas, violadas y torturadas138.Todas las mujeres asesinadas eran jóvenes, de
escasos recursos económicos, inmigrantes en camino a Estados Unidos, estudiantes o
trabajadoras de la denominada "maquila", la industria de ensamblaje en zonas francas
que atrae las mayores inversiones externas y no cuenta con ninguna regulación dada la
liberalización del comercio (Espinosa, 2004).
En el caso de Alto Hospicio, tanto las muertes mismas como el tratamiento que la
sociedad y las instituciones del Estado dieron a las desapariciones estarían reflejando
“estereotipos de sociedades patriarcales que respaldan la violencia, con cierta forma de
dominación y prevalencia de normas y valores que sitúan a la mujer en desmedro
respecto del hombre”139.
137
Ver http://www.mujereshoy.com/secciones/2589.shtml
138
A la impunidad de esos asesinatos se agregan entre 400 y 4.000 mujeres reportadas como desaparecidas
y entre 30 y 70 cadáveres aún sin poder identificar.
139
Isabel Wehr, en http://ins.onlinedemocracy.ca/
105
Estado”140. Para Nash, el mismo sesgo de género lleva a minimizar estos problemas:
“pareciera que sólo por el hecho de ser mujeres (las víctimas) la situación de violencia o
pobreza es menos grave, como si ser objeto de estas agresiones fuera algo intrínseco al
ser mujer. No son vistos como violaciones de derechos fundamentales” (en Espinosa,
2004).
Puesto que ninguna forma de discriminación ocurre en el vacío (cada una se combina
con otras formas de discriminación y con las formas en que las sociedades se organizan),
académicas feministas pertenecientes a minorías han comenzado a cuestionar en los
últimos años la efectividad de los marcos de análisis de un solo eje para exponer la
discriminación contra las mujeres pertenecientes a minorías (Cook, 2002). En relación al
tema que nos ocupa en este capítulo, resulta relevante enfatizar la forma en que el factor
género y otros presentes en los casos de feminicidio mencionados, como la pobreza y la
juventud, se entrelazan para configurar una ciudadanía de intensidad particularmente
baja. Pareciera que, para las chicas muertas en Alto Hospicio, género, pobreza y
juventud se transformaron en hitos demarcatorios de un verdadero Triángulo de las
Bermudas en el que se perdieron mucho antes de su secuestro y asesinato; se perdieron y
desaparecieron del mapa ciudadano. Esta desaparición reafirma la hipótesis de que, si
bien en Chile no existen amplias zonas del territorio que estén fuera del imperio de la
ley, o donde el Estado no tenga presencia y efectividad, sí es posible identificar vastos
grupos de la población141 que, por la sumatoria de criterios de exclusión, devienen
ciudadanos virtuales o nominales en varios aspectos relevantes (Quiroga, 2001), lo cual,
como ha señalado O’Donnell (1993) y hemos argumentado en la primera parte de este
trabajo, tiene necesariamente implicancias en el tipo de democracia que tenemos y al
cual podemos aspirar. Como sostiene Ippolito (2003), este tipo de violación de las
condiciones de agencia y ciudadanía no son anexas al régimen: lo definen.
Por otra parte, vale la pena llamar la atención sobre el hecho de que las tipologías
sociales “mujer”, “joven” y “pobre” calzan perfectamente con los grupos que en el S.
XIX encarnaban la irracionalidad, el descontrol y el salvajismo, dentro del imaginario
binario “civilización vs. barbarie” que inspiraba los señores ilustrados que formaron
nuestras Repúblicas142. Encontramos aquí la clara persistencia de una comprensión
profundamente inigualitaria y segmentada de la ciudadanía, que se las ha arreglado para
resistir a los avances de las instituciones democráticas. Esto explica además que aunque
las mujeres –así como otros grupos- han mejorado sustancialmente su situación a nivel
constitucional, hay escasas leyes que refuercen esta mayor igualdad, y la efectividad de
las que existen es bajísima (Pinheiro, 2002). Tanto ellas como los jóvenes y el “bajo
pueblo” siguen siendo, en último término, depositarios de la sospecha social. Los
cuestionamientos a los que fueron sometidos los familiares de las chicas desaparecidas
ponen en evidencia esta sospecha, dejando al descubierto que, más allá de la retórica
140
Ibid.
141
Las mujeres, los jóvenes y los pobres difícilmente podrían ser considerados “minorías” en el sentido
numérico del término.
142
Ver nota al pie Nº113, en el primer capítulo de esta segunda parte.
106
igualitaria imperante, todos estaban listos para atribuirles el repertorio completo de la
inmoralidad social (alcoholismo, promiscuidad, violencia, incesto, prostitución,
abandono de los roles paternos) y, en fin, todo lo que nuestra opinión pública hasta el día
de hoy denomina bajo el apelativo general de “poca cultura”. Quienes emitían estos
juicios podían, incluso, a pesar del honesto horror de su alma civilizada, darse el lujo de
compadecer a estos hombres y mujeres embrutecidos por sus condiciones sociales y la
falta de educación (y a través de ellos, a sus hijas ausentes): ‘después de todo, ¿qué más
se les puede pedir?’
En otro ámbito, interesa aquí recalcar que la actitud indiferente de los agentes del Estado
en relación a las víctimas y sus familias resulta especialmente grave, ya que
institucionaliza el tipo de violencia ejercido en los secuestros, violaciones y muertes.
Hay que recordar que los Estados tienen la tarea de respetar, proteger y realizar las
normas de igualdad, “y si dejan de cumplir estas obligaciones son legalmente
responsables hacia las víctimas de las discriminación, debiendo remediar las injusticias y
evitar la repetición del abuso” (Cook, 2002). La primera de estas obligaciones (que se
traduce en que los Estados deben abstenerse de realizar violaciones directas de derechos)
es la que en Chile suele recibir más atención desde la sociedad civil, dada nuestra
historia reciente. No obstante, las otras dos (que obligan a los Estados, respectivamente,
a impedir la comisión de violaciones de derechos por parte de personas y organizaciones
privadas, y a tomar las medidas legislativas, administrativas, judiciales, presupuestarias
y económicas adecuadas para alcanzar la completa realización de los derechos humanos
de los individuos) requieren renovada atención, especialmente en contextos de extrema
desigualdad, y de patrones sistemáticos de discriminación y violencia.
El caso de Alto Hospicio estuvo signado por importantes fallas en las obligaciones del
Estado para con sus ciudadanos143. En primer lugar, hay que recordar que, en
democracia, “la ley debería funcionar como el gran igualador, dado que ricos y pobres
son supuestamente libres para defender sus derechos en los tribunales y así obtener
“igual justicia bajo la ley” (Garro, 2002). De aquí que la capacidad de los que tienen
menos recursos para utilizar los tribunales ha sido también empleada como medida clave
del nivel de consolidación de una democracia responsable (accountable). No hay que
olvidar que, en su concepción más clásica, son los derechos civiles –y, entre ellos, el de
acceso a la justicia y el de igualdad ante la ley- los que abren las puertas para la
incorporación de las otras dimensiones del status ciudadano. No estamos pensando aquí
en el orden histórico, secuencial, sino más bien en una lógica estrictamente jurídica: el
acceso a la justicia implica la posibilidad de hacer efectivos todos los otros derechos
143
Los senadores Orpis y Flores han presentado un proyecto de ley de reparación para las familias. En su
informe señalan que “los homicidios en serie de Alto Hospicio pasarán a los anales criminales como de los
más graves y horrendos, pero también será parte de nuestra historia la grave discriminación sufrida por las
familias de estas mujeres y niñas, quienes han sido doblemente victimizadas, por cuenta del autor de estos
horrendos crímenes y a cargo del Estado de Chile, que a través de sus agentes no sólo fue incapaz de
acoger oportunamente las denuncias de las familias de las víctimas, sino que mediante su trato aumentó
injustificadamente su dolor” (en Leiva, 2005).
107
(Bottomore en Marshall y Bottomore, 1998). No obstante, en América Latina las
garantías civiles siguen teniendo un claro sesgo clasista, por cuanto su efectividad está
asociada a la posición social de los individuos. Este problema en la mayoría de los casos
no es de ausencia o limitaciones de las normas legales que definen estos derechos. “Es
más bien un déficit de enforcement144, de ejercicio efectivo de derechos garantizados en
la ley. Si esto es así, el principal desafío es entender por qué las instituciones de hecho
no funcionan” (Tavares de Almeida, 2003).
O’Donnell (2002) ha señalado que “tal vez nada revele mejor la carencia de derechos de
los pobres y los vulnerables que su interacción con la burocracia cuando deben obtener
un empleo o un permiso de trabajo, o hacer trámites para obtener beneficios jubilatorios,
o simplemente (y a menudo trágicamente) cuando tienen que ir a un hospital o a una
estación de policía”. Dado el relevante papel que cumplen los funcionarios policiales
como primera instancia para hacer posible el acceso a la justicia, los problemas que
tienen las poblaciones pobres en su acercamiento a ellos adquieren una particular
seriedad145, en comparación con los problemas que tienen en su relación con otros
agentes burocráticos –como por ejemplo, los que implementan políticas sociales 146. No
se trata sólo de las dificultades por las que tienen que pasar los ciudadanos pobres para
obtener –si lo logran- algo a lo que formalmente tienen derecho; “sino también la
indiferencia, si no el desdén, con que son tratados (…) Que esta situación está muy lejos
del respeto básico de la dignidad humana reclamada, entre otros, por Lane y Dworkin, se
evidencia en el hecho de que si uno no tiene el status social o las conexiones
‘adecuadas’, actuar frente a esas burocracias como el portador de un derecho y no como
el suplicante de un favor casi seguramente acarreará penosas dificultades” (O’Donnell,
2002; ver también O’Donnell, 2003 y 2004).
El maltrato y desdén del Estado, en sus distintas agencias, hacia los ciudadanos pobres,
reflejos de la persistencia del autoritarismo y la desigualdad social (O’Donnell, 2003),
quedaron meridianamente expuestos en el caso de Alto Hospicio. Frente a la inoperancia
de las instituciones encargadas de la protección y restitución de derechos, los padres de
144
En cursivas en el original.
145
Especialmente en un contexto social de intensa criminalización de la pobreza como el que vive Chile
actualmente.
146
Si bien las formas específicas de implementación de las políticas sociales, como ha señalado Ippolito
(2003) recientemente, constituyen un ámbito crucial para conocer cómo se configuran la ciudadanía y la
agencia en los sectores más pobres.
108
dos de las niñas, Orlando Garay y Juan Sánchez, viajaron a Santiago durante su
búsqueda para entrevistarse con el Presidente. “Nos recibió un asesor el 4 de septiembre
de 2000. Conversamos con él y le explicamos el caso, pero empezó con intimidaciones.
Nos amenazó: ‘Sabemos todo lo que han investigado las policías y las autoridades, las
que han llegado a la misma conclusión. Aquí se va a investigar todo. Los vamos a
investigar a ustedes de pies a cabeza, desde que nacieron hasta ahora’. Se basaba en los
informes que entregó la policía a la Cámara de Diputados, que decían que los papás
violaban a las niñas, las pegaban, las maltrataban y las tenían sin comer; que dormíamos
todos juntos en una sola pieza; que las niñas eran drogadictas y prostitutas; que todos
éramos drogadictos; que algunos papás fornicaban con la mamá y la hija al mismo
tiempo. Entonces golpeamos la mesa y le respondimos a ese asesor: ‘Somos todos
pobres, pero no delincuentes’. Y nos fuimos” (Orlando Garay en entrevista con Leiva en
Leiva, 2005).
La madre de otra de las niñas, Patricia Iglesias, relató que tras presentar la denuncia por
la desaparición de su hija llegaron a su casa funcionarios de Investigaciones acusándola
de haberla matado ella. “Le preguntaron dónde la tenía enterrada, allanaron su vivienda
y estropearon sus escasos muebles. La insultaron groseramente, llamándola puta y
ramera. ‘Me hicieron desnudarme y me dijeron que yo sabía dónde estaba mi hija. Les
dije: ‘A lo mejor ustedes la tienen, viva o muerta. ¡¿Cómo voy a saber dónde está?!
Revisen el patio si quieren’. Así lo hicieron. Registraron mi casa por todos lados y
dieron vuelta todo. Se llevaron ocho cuadernos de Macarena, tomaron foto de la casa e
insistieron en decir que yo sabía dónde estaba mi hija’” (entrevista con Leiva, en Leiva,
2005).
109
Civil, Nelson Mery, era del mismo tenor: “Los oficiales investigadores, a base de
rigurosos empadronamientos y numerosas entrevistas realizadas para cada caso en
particular, dirigidas a los familiares directos, relaciones afectivas, amigos, compañeros
de curso, profesores y vecinos, lograron establecer que cada uno de los hechos es
independiente y obedecería a situaciones de abandono de hogar por parte de las
afectadas, derivadas de las malas condiciones socioeconómicas del medio en que vivían,
asociadas a maltratos y abusos que en algunos casos sufrían en sus casas” (Informe de
Investigaciones a la Comisión de Familia de la Cámara de Diputados, 21 de septiembre
de 2000. En Leiva, 2005).
A pesar de que cuando llegó la hora de las destituciones el sistema judicial quedó
intocado, varias de las irregularidades del caso radicaron también en este poder del
Estado. Así lo reconoció incluso José Antonio Gómez, Ministro de Justicia de la época:
“Todo el proceso de investigación fue discriminatorio y anómalo. Nunca nadie creyó a
los familiares ni creyó que cada una de esas desapariciones tuviera el mismo patrón.
¿Por qué? Por discriminación, porque si esto hubiera ocurrido en Las Condes, la
conmoción habría sido tremenda, pero se consideró que allá eran desapariciones
normales. Es un error grave desde el punto de vista de la investigación policial, pero
cuando el caso llegó al Poder Judicial, tampoco existió conexión entre las causas, cada
juez tenía una distinta, y si se daba órdenes de investigar, la policía no conectó la
información. Fue un error institucional grave que trajo consecuencias graves” (en Leiva,
2005).
110
estaba embarazada y que se había ido de la casa con el papá de la guagua. Dijo que se
basaba en informes policiales, y estoy tan arrepentida de no haber llevado una
grabadora… A lo mejor, su yo hubiese llegado a la reunión con un traje se hubiera
expresado mejor y con otros términos. Pero no, fue muy dura conmigo. Me sentí tan mal
y tan humillada por ser pobre e indígena” (entrevista con Leiva. En Leiva, 2005).
Frente a las críticas del Ejecutivo y de otros actores al Poder Judicial, como ya es
tradicional en nuestro país, el Presidente de la Corte Suprema y varios ministros del
máximo tribunal reaccionaron, ofendidos y molestos. La Corte Suprema en pleno emitió
una dura declaración pública para rechazar las críticas, considerándolas “una intromisión
indebida y una falta de consideración” (en Leiva, 2005).
2.4 La Pobla y los Narco. Vivir con Miedo en las Zonas Marrones
Como ya hemos señalado, Chile, al igual que Costa Rica y Uruguay, es mencionado en
este y otros trabajos como un país que, dada su larga y sólida tradición democrática
147
La traducción es nuestra.
111
relativa, posee una alta homogeneidad (especialmente territorial) en la efectividad del
imperio de la ley y el Estado de Derecho. En efecto, en Chile no existen amplias
regiones o provincias completas donde la baja penetración estatal abra la puerta a
sistemas locales de poder privatizado –como ocurre en otros países de la región. Sin
embargo, nos parece que varios de los recientemente denomindados “barrios
vulnerables148” de la ciudad de Santiago (y de otros centros urbanos), especialmente
aquellos donde existe alta presencia de narcotráfico149, exhiben dinámicas de
privatización social perversa y de inhabilidad del Estado para hacer efectivas sus propias
regulaciones (ver O’Donnell, 1993), en una magnitud suficiente como para pintarlos de
marrón en nuestro mapa de la ciudadanía de baja intensidad. Dentro de un panorama
predominantemente azul y verde –vale decir, donde se mezclan ámbitos de una
intensidad ciudadana razonable, con otros de intensidad baja en términos de ciertos
grupos sociales (mujeres, jóvenes, pobres) o conjuntos específicos de derechos (como la
libertad de expresión, o la igualdad ante la ley), poblaciones como La Chimba
(Recoleta), San Gregorio (La Granja), Santa Adriana (Lo Espejo) y sectores E y F de la
José María Caro (Lo Espejo), entre otras (ver CED, 2003) vendrían a ser los manchones
marrones del mapa; manchones pequeños y acotados en tamaño, pero que aparentemente
hoy en Santiago se multiplican, con implicancias devastadoras para la vida cotidiana de
todos sus habitantes, tanto en lo que respecta a sociabilidad, como a nivel de libertades
individuales y capacidad de agencia. Es en estas implicancias que queremos profundizar
aquí, para a través de ellas insistir en dos puntos cruciales. El primero: en Chile las áreas
marrones existen; el segundo: esta existencia parece no poner en riesgo la perdurabilidad
de la poliarquía que nos ha costado tanto construir, sino que por el contrario, parece dar
cuenta de un arreglo institucional altamente estable, en el que democracia y
autoritarismo coexisten esquizofrénicamente (O’Donnell, 1993).
Tal como señalamos en una sección previa, en Santiago, al igual que en otras ciudades
del mundo, es en los grupos más vulnerables socioeconómicamente donde se concentran
los delitos más violentos (Araya, 2005). En concordancia con esto, estudios como el
realizado por la PUC el 2003 ponen de relieve el alto temor que tienen los grupos
socioeconómicos más bajos, en relación a los medios y altos: los encuestados que
dijeron sentir mucho temor, y mediano temor, frente a la delincuencia, superan el 70%
(PUC citado en Lunecke y Esissmann 2005). Aparte de fundamentarse en los altos
niveles de victimización, pareciera que la sensación de inseguridad tiende a aumentar en
la medida en que los vecinos tienen una observación directa y permanente de hechos
delictuales (CED, 2003).
148
En el contexto de las políticas públicas de seguridad ciudadana, el término hace referencia a una
unidad socio espacial subjetiva, configurada por factores estructurales, físicos y socioculturales, donde los
discursos, estrategias, prácticas y representaciones de los habitantes del barrio (sujetos barriales) se
encuentran vulnerados por situaciones de violencia, temor y delitos contra las personas (CED, 2003).
149
El narcotráfico consiste en una red que involucra un alto grado de organización y la influencia de
agentes externos al barrio en la existencia del mismo tráfico, diferenciándolo así del sólo tráfico o
consumo de drogas no organizado (CED, 2003).
112
Lo que queremos relevar es que en muchos casos esta experiencia vital de inseguridad
objetiva y miedo, además de estar socioeconómicamente situada, posee un fuerte
condicionamiento territorial. En efecto, en un creciente número de barrios pobres, la
delincuencia común y la violencia organizada de redes de tráfico de drogas se han
adueñado de calles, pasajes y espacios de recreación y/o uso público. Las balaceras y
“mexicanas” (quitadas de droga entre bandas rivales de tráfico) son hoy parte de la
cotidianidad de los vecinos. Causa de alto temor es también el uso permanente de
amenazas, por parte de grupos asociados al tráfico de drogas, hacia los vecinos de las
poblaciones. El tipo más frecuente de amedrentamiento (especialmente de parte de
bandas en proceso de consolidación, o de tránsito del micro al narcotráfico) es la
amenaza verbal, que está inespecíficamente dirigida a toda la población y busca
mantener un estado latente de temor para limitar las denuncias. En los barrios donde
operan grupos con mayores niveles de organización, el amedrentamiento toma también
la forma de violencia contra la propiedad y las personas que potencialmente o realmente
denuncian; siendo la forma más habitual el apedreamiento de viviendas (entrevistas a
vecinos en Población Santa Adriana diciembre 2004, citado en Lunecke y Esissmann,
2005).
113
Gran parte de los autores que estudian este “nuevo régimen de marginalidad urbana” ha
reflotado para referirse a los territorios en que ésta se concentra, una noción propia de
mediados del siglo XX: la noción de gueto. Esta hace referencia a “un grupo que vive en
desventaja frente al resto de la sociedad, es víctima de una estigmatización y se
encuentra segregado” (Katzman en Lunecke y Esissmann, 2005). En el caso de nuestro
país, la segregación espacial que se ha dado en forma paralela al crecimiento de las
ciudades configura en este sentido una realidad en que los grupos excluidos van siendo
apartados de los contextos en los cuales se entregan herramientas y recursos para la
construcción de capital social, reforzándose el desarraigo y la desintegración social con
respecto al resto de la ciudad. El punto final de este proceso es la “guetización de los
espacios y la clausura espacial de las oportunidades” (Sabatini et al citado en Lunecke y
Esissmann, 2005). Como destaca Wacquant, el gueto no es simplemente una entidad
topográfica o una agregación de familias e individuos pobres, “sino una forma
institucional, es decir, una concatenación particular y basada en el espacio de
mecanismos de encierro y control150” (Wacquant, 2001). En la senda de O’Donnell
(1996)151, vale la pena por tanto preguntarnos por cuáles son los rasgos de esta forma
institucional.
114
organizado y de redes de narcotráfico que en medida importante controlan los espacios
públicos barriales; estas redes de narcotráfico, además, han generado una capacidad
operativa que se expande territorialmente a otros sectores de la ciudad, por lo que el
barrio se transforma en centro de distribución de droga y de control de las dinámicas
delictivas en sectores adyacentes. En los ‘barrios en transición’, en tanto, existe un
microtráfico interno altamente organizado, a menudo con apoyo de los vecinos que están
mayoritariamente involucrados en él directa o indirectamente; sin embargo, no hay redes
de narcotráfico fuertemente instaladas (las que existen se encuentran en proceso de
instalación reciente e inconcluso, y tienen relaciones de dependencia con aquellos
barrios donde las redes narcotraficantes ya se encuentran instaladas). Por último, en los
‘barrios desorganizados’ existe consumo y microtráfico de drogas, pero el tráfico no se
ha configurado en redes de microtraficantes o narcotraficantes ni se ha convertido en
referente para los compradores externos de manera masiva (CED, 2003).
Esta tipologización permite visualizar varias dinámicas perversas. Por ejemplo, en los
‘barrios tomados’ (en que hay redes de narcotráfico altamente organizadas e instaladas
en el territorio), la percepción de temor y victimización de las personas es menor que en
los otros barrios vulnerables (CED, 2003), ya que los traficantes controlan los espacios
públicos y existe la lógica interna de mantener la “tranquilidad” del barrio para no
ahuyentar a los compradores. Por tanto, hay una permanente regulación por parte de
estas redes de los hechos delictuales violentos de que pueden ser víctima los residentes.
La violencia en estos barrios está asociada al uso de armas de fuego en delitos
específicos, selectivos y especializados entre traficantes, dirigidos ya sea a controlar
territorialmente los flujos de transacción de la droga (mexicanas), o a afianzar el poder
sobre los microtraficantes y consumidores (ajustes de cuentas, secuestros, represalias
ejemplarizadoras); y hay menos cogoteos, homicidios, asaltos a mano armada –o estos
se concentran en los espacios públicos externos periféricos a las poblaciones, como
avenidas o plazas contiguas.
En cambio, en los ‘barrios en transición’ hay una fuerte extensión de diferentes tipos de
delito, y gran visibilidad de los mismos en los espacios barriales. A diferencia de lo que
sucede en los barrios ya controlados por el narcotráfico, delitos como el homicidio, los
asaltos violentos y a mano armada, las violaciones, las balaceras callejeras y las peleas
entre traficantes son bastante frecuentes. De aquí que el nivel de temor de los habitantes
a los delitos y el tráfico es mayor que en los ‘barrios tomados’, pues se registran con
mayor frecuencia en sus propios espacios barriales, y son a menudo insultados y
amedrentados por los microtraficantes y los consumidores internos.
En tanto, en los ‘barrios desorganizados’ existe una alta frecuencia de delitos cometidos
por agentes individuales no organizados al interior del barrio, con uso de armas blancas
más que de armas de fuego, amenazas verbales e insultos hacia los habitantes y ‘toma’
de espacios públicos para consumir drogas. A diferencia de los otros barrios, en éstos las
agresiones entre habitantes del barrio, el vandalismo, los cobros de peajes y las peleas
callejeras son mucho más frecuentes.
115
Otra característica particular de los ‘barrios tomados’ en relación a los demás es que en
éstos hay una suerte de “salarización” del vínculo entre los narcotraficantes y los
microtraficantes a su servicio, basada en la obtención de una ganancia continua y segura.
“Tanto los vendedores como los ‘burreros’ (aquellos que guardan la droga) obtienen un
porcentaje fijo de la ganancia de la transacción, lo cual se expresa en la construcción de
una imagen de sí mismo en tanto “empleado” (CED, 2003). A partir de ello se observa
también un proceso de obtención de protección social por parte de la red narcotraficante.
Al “trabajar” para ellos, los microtraficantes obtienen beneficios como mercadería
semanal para la familia, ayuda financiera para la educación de los hijos, financiamiento
de un abogado en caso de ser detenidos, etc. Además, los líderes de las principales
bandas suelen buscar el fortalecimiento de los lazos de confianza con los vecinos para
mantener un cierto grado de legitimidad social y obtener “silencio”; para ello sus
miembros se integran a las actividades y estrategias comunitarias, e implementan
prácticas de cooperación o asistencia financiera en caso de desgracia personal de algún
vecino (CED, 2003).
Esto explica la ambivalencia con la que es evaluado el tráfico de drogas por los vecinos:
si bien por un lado vivencian la violencia y el temor constante asociados a él como “una
poderosa realidad externa que ha llegado a instalarse entre ellos y ‘reclutarlos’”, y temen
represalias graves en caso de hacer denuncias o resistir el reclutamiento, por otro lado un
porcentaje difícil de determinar de los habitantes barriales ve en dichas redes de
comercialización una oportunidad peligrosa pero cierta de mejorar sus precarias
condiciones de vida, y hay economías familiares enteras que dependen del mercado de
drogas ilícitas (hay barrios en que se sospecha que entre 70% y 80% de los habitantes
está involucrado de una u otra manera en el tráfico de drogas) (CED, 2003). Esto se
torna comprensible en el momento en que se recuerda que los hombres y mujeres que
son ‘cooptados’ por estos verdaderos poderes privatizados neofeudalistas (O’Donnell,
1993) “son personas comunes y corrientes que tratan de ganarse la vida y mejorar su
suerte lo mejor que pueden en las circunstancias desusadamente oprimentes y
deprimidas que se les han impuesto. Aunque desde el punto de vista de un observador
exterior de posición segura sus códigos culturales y patrones de conducta puedan parecer
peculiares, quijotescos e incluso ‘aberrantes’ (…), un examen más detenido demuestra
que obedecen a una racionalidad social que hace un balance de experiencias pasadas y
está bien ajustada a su contexto y sus posibilidades socioeconómicas inmediatas 153”
(Wacquant, 2001). En efecto, el negocio ilegal de la droga cumple en estos contextos
importantes funciones económicas y sociales que no pueden subestimarse.
153
De aquí que no nos parezca pertinente el uso de conceptos como el de “subcultura” para referirse a
estos fenómenos.
116
frente a su presencia o al comercio ilícito. En el estudio etnográfico sobre violencia en la
Población Santa Adriana realizado para la Subsecretaría del Interior por el Programa de
Seguridad Ciudadana de la Universidad Alberto Hurtado (2004) se encontraron los
siguientes testimonios en este sentido:
“… Porque yo tampoco lo hago… más que todo yo pienso que… yo, para mi
yo… soy indiferente, a mi no me interesa si el de al lado es traficante, el otro
es internacional… yo no… cada cual hace su vida, con tal de que no me estén
molestando a mí, yo estoy bien… ¿temor? A ellos, no, ni tanto, porque como
nunca he tenido problemas con ellos, cachai, nunca ellos han venido a mi
puerta a amenazarme, a darme un problema, entonces no te puedo decir que
temor o que me afecten sociológicamente (sic), no. Como ellos están en su
lado y yo estoy en el mío, no me hacen nada…” (mujer, 19 años).
“… ¿con la comunidad?... mira… los traficantes son violentos entre ellos
mismos, pero con nosotros no, porque si tú no te metís con ellos por qué
poh… no tendríamos por qué… claro que si te metes con ellos te intimidan
en forma agresiva…” (mujer, 62 años).
“… a uno que la conocen de toda una vida, porque esos son cabros que una
ha visto así crecer, yo por lo menos a los chicos de ahí los he visto crecer que
son cabros que los he visto crecer desde chiquitito a estas alturas… no casi
nunca nos han desconocido no podría decir una cosa así, por lo general a la
gente conocida no le hacen nada, la saludan igual…” (mujer, 56 años) (UAH,
2004).
Es posible afirmar, así, que la institución social de al menos cierto tipo de gueto-barrio
vulnerable (el ‘barrio tomado’) en Chile hoy comparte algunos de los rasgos que, según
vimos en la Parte I de este trabajo, poseen las favelas brasileñas, donde las bandas del
crimen organizado habrían aprovechado el vacío dejado por el Estado al interior de estas
zonas, constituyéndose ellas mismas en proveedoras de los servicios y de oportunidades
de empleo y protección social. “Las bandas han desempeñado algunas funciones sociales
positivas, en un segmento de la sociedad donde las instituciones sociales y políticas no
han funcionado y/o no funcionan” (Leeds, 1996). “¿En qué consiste el trinomio
seguridad, protección y justicia que la población atribuye al poder ejercido por el
narcotráfico en las favelas? Significa la protección de los habitantes contra las
eventuales amenazas, robos, conflictos y desórdenes internos, además del arbitraje de
situaciones en las cuales los habitantes se sienten indefensos” (Quiroga y Neto, 1996);
además de la provisión de servicios asistenciales en situaciones de emergencia, el
patrocinio de actividades colectivas como el Día del Niño, apoyo a grupos culturales,
etc. (Quiroga y Neto, 1996; Leeds, 1996).
Por otra parte, en lo que respecta a la interacción con las instituciones formales, en los
‘barrios tomados’ pueden observarse nexos de cooperación entre las redes de
narcotráfico y una serie de agentes públicos, como actuarios y carabineros. “Estos
actores cumplen la función de traspasar información acerca de los lugares y tiempo en
que se realizarán operativos policiales y de facilitar mecanismos judiciales en caso de
117
detención. (Este soporte) es considerado de suma importancia para la eficacia operativa
de las redes” (CED, 2003). Por este motivo, los demás habitantes de estos barrios tienen
la percepción de que la policía o los juzgados del crimen están aliados, o bien no
controlan con suficiente fuerza, a los traficantes y delincuentes. Por lo mismo, los
niveles de denuncia son bajos y las esperanzas de que la intervención policial pueda
cambiar la situación se alejan progresivamente en el tiempo.
Los siguientes gráficos ilustran el bajo nivel de confianza en las instituciones públicas de
los grupos más pobres, tanto en términos absolutos como en lo que respecta a la
evaluación que hacen de su desempeño en tanto encargados de hacer cumplir los
derechos de las personas más pobres.
80
80 80
60
60 60
40
40 40
63
20 45 32
20 35 31 34 31
20
16 13 13 12 25
0
0 0
ABC 1 C2 C3 D
ABC1 C2 C3 D ABC1 C2 C3 D
154
Fuente: Pontificia Universidad Católica, 2003. En Lunecke y Eissmann, 2005.
155
Fuente: Universidad Católica Silva Henríquez, 2004. Carabineros fue uno de los promedios aprobados,
aunque con nota 4,2.
118
Hay que destacar que esta evaluación del funcionamiento de las instituciones públicas en
general es realizada por los pobladores a partir de las acciones de los servicios públicos
de carácter comunal (tenencias, comisarías, juzgados locales, municipios), no nacional.
En este punto se ha constatado además que los habitantes de los barrios vulnerables
tienen una imagen no sólo crítica, sino también muchas veces confusa de los planes
desarrollados en su beneficio en temas de seguridad ciudadana (Plan Cuadrante, Plan
Comuna Segura, Fiscalía Antidelincuencia). “En la Población Yungay, por ejemplo, los
participantes en el grupo de discusión pensaban que el Plan Cuadrante significaba que
los carabineros podrían ingresar y allanar con mayor facilidad sus casas; esa era su
visión de una mayor ‘cercanía policial’” (CED, 2003).
Según el estudio etnográfico antes mencionado, los habitantes del ‘barrio tomado’ Santa
Adriana reconocen a Carabineros como la principal institución responsable de su
seguridad, y sin embargo la confianza en ellos es muy baja (UAH, 2004). Tanto en éste
como en otros barrios se identifica la existencia de miembros de Carabineros que
cometen actos de corrupción, ya sea continuos y formales (entrega de las ganancias del
tráficos de drogas a cambio de protección a las operaciones de las bandas
narcotraficantes) o informales (entrega de dinero a cambio de información a
microtraficantes sobre un denunciante, o datos sobre futuros operativos policiales156
(CED, 2003).
156
Cabe señalar que en algunos barrios se denuncian también vínculos entre traficantes locales y
miembros de Investigaciones (CED, 2003).
119
“… carabineros en Santa Adriana, yo, personalmente, no tengo mucha
confianza… prefiero tener confianza en otras comisarías, pero directamente
de aquí de la población no me gusta… el personal de la comisaría eran como
de muchas manos, de risas con los narcotraficantes y qué sé yo… risas para
allá, risas para acá… esas cosas dejan harto que desear como policías ellos
porque se supone que nosotros… son ellos los que nos resguardan y… es que
sin ellos no podríamos hacer nada, entonces, como para que estén de tantas
manos y risotadas y horas enteras conversando con ellos es como para que
entre duda…” (mujer, 62 años).
“… porque yo te digo, quién más iba a saber que iban a allanar la población
los pacos les sapearon a los narcos…” (mujer, 24 años) (UAH, 2004).
Otras situaciones que determinan el rechazo a Carabineros, y que están ligadas a las
anteriores, son: consumo de drogas por parte de carabineros al interior del barrio,
conductas violentas hacia los habitantes, discriminación hacia los jóvenes (CED, 2003).
Los dos últimos puntos dan cuenta de cómo los vecinos resienten el no respeto por los
pobladores que no están vinculados el narcotráfico, los cuales de igual modo han sido
víctimas de allanamientos y operativos similares (UAH 2004).
En cuanto a los Municipios, los casos de corrupción son percibidos como muy mínimos.
Sí se habla de que, debido a la inexistencia de organizaciones comunitarias, las
municipalidades tienden a otorgar recursos para financiar proyectos sociales a personas
de la comunidad que tienen capacidad de infraestructura y operativa para gestionarlos,
las cuales en muchos casos están involucradas en el tráfico y por eso tienen mejor
situación (UAH, 2004).
120
La autoperepción de los habitantes de barrios vulnerables como potenciales víctimas de
actos de violencia o delitos en el espacio público local se encadena con una vivencia
permanente de acciones limitadas por la presencia de un “otro” u “otros” (en este caso,
agentes delictivos). Esto genera en cada habitante una sensación de pérdida respecto a su
propio entorno, y de desconfianza en la socialización con sus vecinos (CED, 2003). Tal
como veíamos en el caso de las villas que coexisten con campamentos, esta
desconfianza cristaliza en díadas del tipo “ellos vs. nosotros”: en las poblaciones
históricas (Santa Adriana, José María Caro, etc.), las fronteras simbólicas dividen a
“antiguos vs. nuevos”, aludiendo a una representación subyacente de “gente de esfuerzo
vs. gente mala”: los primeros son en su mayoría emigrantes del sur de Chile, y se
consideran aquéllos que rescatan los valores originales y mantienen vivas las redes de
acción colectiva; son definidos como personas “nobles y honradas”, o bien como
personas ligadas a actividades delictivas pero con un profundo respeto y solidaridad por
los demás vecinos. Los segundos, en cambio, son los narcos: personajes foráneos,
ajenos a la fundación de la población, que la han condenado socialmente trizando sus
rasgos identitarios y erosionando de paso las redes solidarias características del origen;
la han maleado. Sobre esta tendencia a moralizar las distinciones sociales, Bauman
señala que “para reconquistar cierto grado de legitimidad y reafirmar la legitimidad de
su propio estatus a los ojos de la sociedad, es típico que los habitantes de la cité y del
gueto exageren su propio valor moral como individuos (o como miembros de una
familia) y se sumen al discurso dominante de denuncia (…) Es como si sólo pudieran
ganar valor devaluando a su vecindario y a sus vecinos. También se embarcan en una
diversidad de estrategias de distinción social y retirada que convergen para minar la
cohesión con el vecindario” (Bauman, 2003).
Otro tema recurrente en el discurso de las personas viviendo en estos guetos es el temor
a transitar por los espacios públicos por riesgo de asaltos, el temor de que los niños
ocupen los espacios públicos debido al mismo riesgo y también a las malas conductas a
que están expuestos en las calles, etc. En síntesis, los espacios públicos son considerados
un “territorio ocupado” que queda vedado para los habitantes, en un proceso que los
empuja al aislamiento, a reducir al mínimo sus desplazamientos y a una dramática
privatización de la vida cotidiana. Como señala Wacquant (2001), “la inseguridad es tan
profunda que el mero hecho de atravesar el espacio público se ha convertido en un gran
dilema de la vida cotidiana de los residentes”. Así, los vecinos que desean mantener
segura a su familia, sin riesgos físicos (agresiones, balazos, amenazas) o sociales
(vinculación con la dinámica delictiva), comúnmente optan por la reclusión en sus
domicilios.
“… por ejemplo, yo igual, igual mi familia somos como bien limpios, pero
no encuentro que hagamos algo positivo, cachai. Por ejemplo, yo estoy aquí
metida en mis cuatro paredes y no me meto con la gente de allá afuera. Se
están matando allá afuera entre disparos, yo no salgo, cachai, pero… no
participo en nada, soy como bastante indiferente con la gente de acá y creo
que de toda la gente limpia que hay acá, o sea la gran mayoría es así. Como
que cada uno en su casa…” (mujer, 19 años) (UAH, 2004).
121
Como una extensión de lo anterior, el silencio y la ceguera pasan a ser garantías de
tranquilidad, mientras el hablar y ver de más es fuente de inseguridad.
“… porque los Leiva… ese grupo son como un árbol… tenía hartas ramas pa
los laos, entonces, si tú hablas de algún dicho no falta quién era familiar de
fulano de tal… una onda así, entonces para evitarse problemas la gente trata
de no hablar de ellos…” (mujer, 56 años).
“…poco me gusta hablar de esas cosas a mí… no me gusta meterme en esas
cosas… cuando hay peleas yo no me asomo. No, yo no salgo pa’fuera, yo me
fondeo en mi pieza ahí. Porque a veces uno sin saber leer ni escribir porque
andan televisando y cuestiones y después la ven a uno, la ven pasar pa’l poli
y los Cipriano le pueden echar añiñá a uno poh. Y uno que es quitá de bulla,
si eso es lo que no yo no quiero, todo lo contrario, andar tranquila, que no me
molesten porque yo no molesto…” (mujer, 62 años) (UAH, 2004).
La otra cara de esta reclusión autoimpuesta como reacción a la expulsión del espacio
público, es la recurrente fantasía del autoexilio: en los discursos de los entrevistados en
el trabajo etnográfico mencionado se reproducen imágenes de un futuro deseado a partir
del alejamiento de la población, que parece constituir la mejor alternativa de desarrollo
personal y familiar (a pesar del aprecio y valoración respecto de los logros de la toma
originaria; las características actuales de la población distan mucho del mito fundacional
de redes solidarias y esfuerzo conjunto).
“… todo se fue convirtiendo como en una pesadilla… y ya todo el mundo
queríamos vender…” (mujer 56 años);
“… si tuviera la oportunidad de tener plata y comprarme una casa, yo me
voy, me voy… ya me tiene aburrida los cabros, ya. Pasan tantas cosas…
pelean aquí en la cuadra y salen todas pa’ afuera y yo me entro… y me pongo
muy, demasiado nerviosa y ya no puedo estar pasando demasiados malos
ratos…” (mujer, 66 años) (UAH, 2004)
Wacquant (2001) afirma que, a diferencia de lo que era el gueto tradicional, “el gueto de
hoy es un ámbito despreciado y estigmatizado del que casi todo el mundo trata de
escapar desesperadamente”. Parecería que el paso de la población histórica, que contenía
un fuerte componente de dignidad, a la población de traficantes que “sirve no como
reserva de mano de obra industrial desechable, sino como un mero vertedero para
aquellos para los que el entorno social no tiene un uso económico o político” (Wacquant
citado en Bauman, 2003), es asimilable en este sentido a la distancia entre los guetos
tradicionales de los ‘50s y los guetos contemporáneos. Hay que decir, en todo caso, que
la fantasía de la emigración muy pocas veces llega a concretarse, dada la imposibilidad
económica (acentuada por la depreciación de las viviendas en estos barrios) y también
debido al temor de ser estigmatizados en sus nuevos barrios (ver CED, 2003).
122
conciencia de estar “exiliados” de la sociedad, en un espacio degradado que los
descalifica colectivamente (Wacquant, 2001). Exilio, reclusión, emigración, son todas
imágenes fuertemente cuestionadoras, sobre todo cuando las ponemos contra el fondo de
la noción de ciudadanía. En la vida cotidiana de estas personas, el territorio parece tener
una omnipresencia que termina por anular las vidas particulares de sus habitantes. Si
ellos no pertenecen al territorio social más amplio, del que se perciben como exiliados, y
tampoco pertenecen al territorio estigmatizado donde tienen su domicilio, entonces ¿cuál
es el territorio respecto del cual son ciudadanos? Si el espacio público ha devenido
sinónimo de riesgos innombrables, ¿cuál es su libertad de desplazamiento? Si la
desconfianza es la estrategia de sobrevivencia más racional ¿cuál es el colectivo al que
pertenecen? Si su capacidad autónoma de escuchar, ver y hablar los pone en riesgo de
muerte, ¿cuáles son las libertades individuales de las que gozan? ¿cuál es su capacidad
de agencia? Todo parece indicar que en nuestras “zonas marrones” la ciudadanía es hoy
día un asunto, cuando menos, problemático. Una vez más, sostenemos que este asunto
atañe directamente a la democracia, y en tal condición debe ser más extensamente
estudiado, tanto empírica como teóricamente.
123
CONCLUSIONES
Reconociendo las tensiones del concepto mismo de ciudadanía de baja intensidad, lo que
nos ha parecido especialmente interesante es la problemática que éste abre dentro del
estudio de las nuevas democracias. Los fenómenos que componen esta problemática –
entre los que destacan la violencia ilegal, estatal y no estatal; los problemas de acceso a
la justicia; el trato indigno de las burocracias a los ciudadanos, especialmente a los más
pobres; la consolidación de poderes locales privados; la débil presencia estatal en ciertos
territorios; la discriminación de todo tipo- han sido abordados previamente desde otros
marcos de interpretación: desde el campo de los derechos ciudadanos, de la desigualdad
económica, de los fenómenos de descomposición local de los espacios públicos, de las
características y déficits de la modernidad periférica, etc. Lo que la noción de ciudadanía
de baja intensidad nos permite es, en primer lugar, agrupar estos fenómenos en una
constelación explicativa que los articula y les da un sentido y peso específicos. En
segundo lugar, la noción de ciudadanía de baja intensidad inserta esta constelación en el
seno de una teoría democrática que actualmente se encuentra en revisión. De aquí su
potencia como herramienta para avanzar en la tarea de caracterización empírica y teórica
de las democracias latinoamericanas contemporáneas.
124
El trabajo realizado nos ha permitido identificar algunos de los aportes puntuales que
esta herramienta puede hacer a la teoría democrática, especialmente al estudio de las
democracias latinoamericanas contemporáneas:
1. Puede ser parte de una construcción conceptual que permita salir del
mimimalismo -entendido como una visión de la democracia con énfasis
excluyente en el régimen político- sin acabar necesariamente en el campo de
las definiciones sustantivas, el cual como aprendimos en los ‘60s abre el riesgo
de subvalorar la democracia al plantear estándares que no han sido ni pueden ser
cumplidos por ninguna democracia realmente existente. El imperativo de ir más
allá del régimen ha cobrado fuerza entre los estudiosos de la democracia, tanto a
partir de una revalorización de los fenómenos que ocurren fuera de él en sí
mismos, como a partir de la constatación de que ellos modifican el régimen, lo
sobredeterminan en una serie de aspectos. En este contexto, el Estado en tanto
punto de contacto entre el régimen y la sociedad comienza a ocupar un rol
central en una nueva generación de estudios de la democracia; y la temática de la
ciudadanía en los términos aquí entendidos (más cercanos al reconocimiento
imparcial y efectivo de los miembros de la sociedad en su calidad de sujetos de
derecho, que a la asociatividad y la textura republicana de la democracia) es uno
de los aspectos ineludibles de esta nueva agenda realista y restringida, pero no
minimalista (O’Donnell, 1999).
125
componen, los contenidos en términos de reivindicaciones específicas, y
el rol de actores y movimientos sociales.
Según estudios que en los años recientes han abordado explícita o implícitamente la
cuestión de la ciudadanía de baja intensidad, Chile se caracteriza en el contexto
latinoamericano por poseer una alta homogeneidad en la expansión de la ciudadanía y el
imperio de la ley; lo que se conoce también como alta “efectividad social de la ley”. La
principal excepción que se suele mencionar a este respecto es la conformada por los
enclaves autoritarios heredados del régimen militar, muchos de los cuales sin embargo
han ido progresivamente siendo eliminados a través de reformas implementadas en los
últimos 5 años.
126
respecto a la intensidad de la ciudadanía; precisamente, la idea de intensidad remite a
una serie múltiple de valores posibles. Más allá de lo que algunos historiadores han
llamado ‘el mito de la excepcionalidad chilena’, reforzado durante la última década, hay
una historia regional compartida cuyo peso sigue siendo difícil de aquilatar. Varias
pistas, algunas de las cuales abordamos en el análisis de casos, dan cuenta de la
persistencia en el Chile post-autoritario de una baja intensidad de la ciudadanía menos
visible, disimulada, revestida del ropaje de la sobriedad y el civismo. ¿Por dónde
discurre esta baja intensidad? ¿Qué mecanismos la conforman? ¿Qué procesos históricos
han modelado la conformación de la ciudadanía en Chile, y cuáles han sido sus trabas?
¿Dónde están las parcialidades actuales de la ciudadanía? Todas estas son las preguntas
que guiaron el análisis del caso chileno.
Según queda consignado en el capítulo sobre “el orden todopoderoso”, la revisión del
periodo 1810-1973 en esta clave nos permitió establecer, en primer lugar, cómo el terror
al desorden, al caos, a la contaminación de los espacios preservados, ha atravesado los
procesos de constitución de la ciudadanía en Chile. A nivel simbólico, esto ha sustentado
una suerte de imagen bifurcada de Chile: territorio jurisdiccional pacificado en el núcleo
administrativo y productivo del centro y norte; y “tierra de guerra” o “frontera” en el sur
–por la reputación ganada durante los siglos XVI y XVII, a raíz de la resistencia
araucana (Jara en García de la Huerta, 1987). Hasta cierto punto es la primera faceta la
que ha fomentado el relato de Chile basado en la exaltación de la ley y respeto de los
valores cívicos (García de la Huerta, 1987), mientras la segunda ha alimentado la
versión militar-racial de la identidad chilena (ver Larraín, 2001). Podría aventurarse que
más que tratarse de dos versiones distintas –y autónomas- de nuestra identidad nacional,
cada una ofrece una contracara a la primera, sustentando al mismo tiempo su existencia.
Sobre la base de esta contradicción fundante, durante los primeros 150 años de vida
republicana se vivió una expansión lenta e irregular de la ciudadanía civil, política y
crecientemente social, que se aceleró en el siglo XX, en el periodo en que, al igual que
en el resto de la región, se implementó la vía a la modernización que genéricamente se
han llamado “populista” o de desarrollo hacia dentro. Este periodo, que tuvo su quiebre
en 1973, cambió en forma fundamental la fisonomía socio-económica y política de la
sociedad chilena. Sin embargo, el proceso de ciudadanización que desató estuvo
marcado por dos paradojas que, por cierto, no reducen un ápice su tremenda
significación histórica, pero sí dan cuenta de las lógicas contradictorias que lo cruzaron,
y dan pistas acerca de las fragilidades ciudadanas que podemos encontrar todavía
presentes hoy:
• En forma paralela a la muy temprana conformación de un ‘Estado en forma’, y
virtualmente hasta que se emprende la reforma agraria, la presencia del imperio
de la ley en el territorio mantuvo como límite inamovible la puerta de entrada de
la hacienda. El acuerdo implícito entre las elites tradicionales y los nuevos
sectores ingresados al juego político, en un contexto de alta conflictividad donde
el resto del mapa del poder se encontraba en disputa, parece haber sido mantener
127
intocada esa última reserva de status quo (PNUD, 2004). Al recordar que hasta
1950 un tercio de la población nacional vive en el campo, este hecho adquiere su
real magnitud.
• A diferencia de lo que algunas visiones nostálgicas tienden a plantear, en el
mundo urbano la intensa movilización social y política del siglo XX coexiste con
una sociedad civil débil, altamente clientelizada e instrumentalizada (Barros
2000; Larraín 2001; PNUD 2004). En cierto modo es como si el patronazgo de la
hacienda se trasladara simbólicamente a la relación de los partidos con los
militantes, votantes, sindicatos. Son las cúpulas de los partidos las que deciden,
las que movilizan a las masas, las convocan para sus grandes proyectos. La
incorporación de los sectores populares a los proyectos políticos de la
Revolución en Libertad y la Unidad Popular en los ‘60s y ‘70s no estaría exenta
de este rasgo.
Los tres primeros casos nos hablan de una irregular extensión de la condición ciudadana
a lo largo de categorías funcionales; delinean, por tanto, algunas de las fronteras internas
128
de nuestro territorio simbólico. El último caso, en tanto, constituye una versión chilena y
solapada de la irregular extensión del status ciudadano a lo largo del territorio físico, tan
violentamente explícita en otros países de la región. Desde otra categoría de análisis, el
caso de la libertad de expresión es probablemente el único de los tratados que radica
principalmente en un problema del marco jurídico, es decir, de la ley. Los otros tienen
que ver en cambio con la aplicación de la normativa vigente; lo que se conoce como
efectividad social de la ley. En todo caso, todos los espacios visitados dicen relación con
aspectos culturales que, puestos en yuxtaposición con la revisión histórica realizada,
parecen tener un hondo raigambre en los procesos que, durante nuestra vida
independiente –aunque también desde antes de ella- han configurado la constitución de
la ciudadanía. Delatan, al mismo tiempo, su carácter eminentemente inconcluso, y pleno
de flujos y reflujos.
En este sentido, pareciera que la principal lección del recorrido es la constatación de que
las fronteras, los límites –externos e internos- de los derechos y de la ciudadanía, se
crean y recrean. Mueren unos y se establecen otros nuevos y, cuando menos se pensaba,
se reeditan restricciones largamente derogadas. Aun en un contexto como el de los
últimos cinco años, en que varios elementos sugieren el despunte de un cambio cultural
tendiente a una mayor liberalización de las relaciones sociales y una valoración de la
autonomía y la subjetividad individual (ver PNUD, 2004), o quizás precisamente como
parte de este despunte, la cartografía social pareciera estar animada por una consistente
multiplicación de límites, cada vez más inasibles, que no sólo sobreviven a la
instauración de las instituciones democráticas sino que además conviven con ellas, en
formas difícilmente transitorias de concubinato. Muchos de estos límites se atribuyen
predominantemente a la herencia militar, pero sus primeros antecedentes, como hemos
visto, vienen de antiguo.
Cuando ponemos los hallazgos en perspectiva regional, encontramos que en Chile las
fronteras internas y externas de la ciudadanía no toman la forma de muros, de barreras
sólidas que interrumpen dramáticamente el paisaje. Más bien se asemejan a hitos:
demarcaciones menos visibles igualmente contundentes, que a fin de cuentas son
reconocidas por todos los miembros de la sociedad, están firmemente instaladas en lo
que Giddens llamaría nuestra conciencia práctica y guían nuestro accionar. Es de la
reverencia por el orden de donde extraen su eficacia, la fuerza simbólica y fáctica para
delimitar las diferencias sociales y así reducir la incertidumbre. Para analizar la calidad
de la democracia en Chile, y conocer las lógicas que coexisten con el régimen
democrático y lo condicionan, hay que internarse por estos senderos. Creemos, por
tanto, que éste es un campo de estudio importante, al que la ciencia política debe poner
atención.
129
En primer lugar, de las distintas críticas o alertas que algunos autores han planteado
frente a la conceptualización de ciudadanía de baja intensidad (ver PNUD, 2004b;
O’Donnell, Iazzetta y Vargas Cullell, 2003) -que abarcan cuestiones como, por ejemplo,
la necesidad de incorporar más explícitamente el componente temporal en el análisis
(Aratao, 2004; Boschi, 2004), o la de introducir la diversidad de las ciudadanías de baja
intensidad (plurales) presentes en América Latina (Nun, 2004; Whitehead, 2004), hay
una que nos parece que hay que mirar más de cerca.
Si bien mencionamos anteriormente que nuestro interés estaba puesto mucho más en la
problemática de la ciudadanía de baja intensidad (es decir en la constelación de
fenómenos que ésta ilumina y permite ligar conceptualmente al estudio de la
democracia) que en la noción concreta que trabaja O’Donnell, ésta es una cuestión que
creemos hay que mirar de todos modos; se trata del asunto de la tentación etnocentrista
(Ackerman, 2004; Nun, 2004; Moreira Cardoso y Eisenberg, 2004)
La cuestión que subyace aquí, en último término, es la vieja pregunta por América
Latina y la Modernidad. En efecto, al hablar de los rasgos culturales propios de América
Latina que la harían poco proclive al respeto de las libertades individuales, a la
autonomía, a la tolerancia a la diversidad, a la flexibilidad, a descentralizaciones y
modernizaciones de distinto tipo, lo que se está asumiendo en buenas cuentas es el
carácter eminentemente anti-moderno de América Latina; la oposición entre identidad
latinoamericana y Modernidad (Larraín, 1996 y 2005). Desde este punto de vista, en los
inicios de nuestra vida independiente, los intentos de los líderes políticos de la oligarquía
130
por asumir y aplicar las doctrinas positivistas y liberales que imperaban en Europa, no
llegaron más allá de una impostura, una adopción superficial del lenguaje ilustrado en un
contexto en que aún persistían instituciones como la esclavitud. A fin de cuentas, se
trataba de lo que Schwarz (1992) ha llamado “ideas fueras de lugar”; es decir, una
adopción acrítica y falseada de líneas de pensamiento que nada tenían que ver con
nuestra idiosincrasia, y que al desvincularse de sus condicionamientos históricos e
institucionales de origen perdieron todo sentido y quedaron reducidas a una torpe
parodia. Como han destacado autores como Paz, Fuentes y Morse (Larrain, 1996 y 2005;
Bünner, 2002), habría un problema radical de inautenticidad en la experiencia moderna
latinoamericana. “Realidades enmascaradas: comienzo de la inautenticidad y la mentira,
males endémicos de los países latinoamericanos. A principios del siglo XX estábamos
ya instalados en plena pseudomodernidad: ferrocarriles y latifundismo; constitución
democrática y un caudillo dentro de la mejor tradición hispanoárabe, filósofos
positivistas y caciques precolombinos, poesía simbolista y analfabetismo” (Paz en
Brünner, 2002).
Está de más decir que no es posible ofrecer aquí salidas a este dilema. Hay
conceptualizaciones recientes de Modernidad (ver Larraín, 2005; así como el número
especial de Daedalus de 2000, titulado “Multiple Modernities”, y especialmente el
artículo central de Eisenstadt) que han avanzado en la línea de pensar Modernidades, es
decir, distintas trayectorias posibles al proyecto moderno, que nos parece que convendría
revisar. Desde luego, el problema siempre es cómo establecer un conjunto mínimo de
atributos que nos permita asegurarnos de que hablamos efectivamente de Modernidad y
no de otros arreglos incluso anti-modernos (como la “modernidad barroca” de Morandé
(Larraín, 1996, 2001, 2005). Propuestas como la de Castoriadis (Larraín, 2005), que
identifica dos orientaciones simbólicas –autonomía y control- como mínimo común
denominador de proyectos institucionales diversos de Modernidad, podrían arrojar una
luz interesante sobre este asunto.
131
En el caso del trabajo conceptual sobre ciudadanía de baja intensidad, nos parece que
hay una opción explícita por la primera de estas categorías: se trata, en efecto, de una
conceptualización más bien jurídica y filosófica que sociológica, y por lo tanto se centra
en el ciudadano en tanto portador de ciertos derechos.
Por otra parte, el trabajo de O’Donnell pone un fuerte énfasis en el carácter construido y
esencialmente conflictivo de la ciudadanía, la cual se expande históricamente a punta de
luchas y movilización colectiva. En este sentido, O’Donnell introduce implícitamente la
noción de actor social como una condición histórica para la constitución de sujetos de
derechos; la posibilidad de surgimiento de la ciudadanía como un estatus de investidura
de ciertos derechos, así, será contingente a la organización y a los procesos
reivindicativos que los individuos (ya sea los mismos individuos u otros) transformados
en actores sociales o en movimiento social sean capaces de articular.
A partir de lo anterior, nos parece que la forma en que se relacionan ambas categorías
podría ser objeto de interesantes exploraciones, tanto conceptuales como empíricas. Hay
una serie de preguntas relevantes que desde allí podrían formularse. Por ejemplo: si
actualmente estamos en un contexto en que la constitución de actores colectivos, por
múltiples motivos, se vuelve improbable, ¿qué consecuencias puede esperarse que esto
tenga en los procesos particulares de ciudadanización y legitimación de derechos?
¿Puede establecerse un nexo entre nuevos movimientos sociales y derechos de tercera y
cuarta generación, similar al que conocemos entre movimientos sociales clásicos y
derechos de primera y segunda generación? ¿Cuáles podrían ser nuevas formas de
acción colectiva no tradicional que permitan avanzar en los procesos de constitución de
ciudadanía, en un escenario de desmantelamiento de las identidades colectivas?
Por último, quisiéramos señalar que a lo largo del periodo de elaboración de este escrito
hemos podido observar agitaciones, tensiones y cambios en la intensidad de la
ciudadanía en Chile, que dada la cercanía temporal todavía es muy pronto para procurar
descifrar; pero es relevante consignar que parecen estar “pasando cosas”. Durante los
últimos tres años hemos presenciado debates en la sociedad que hace una década eran
impensables. Varias situaciones se han movilizado hacia un horizonte de mayor
inclusividad e intensidad de la ciudadanía; pero también frente a esto hemos visto
reacciones corporativas de rigidización y regresión en términos de derechos. Como
señaló el Informe PNUD 2004, parece estarse gestando una contradicción social
creciente entre los restos de la cultura paternalista-autoritaria, que siguen estando en la
base de parte del ordenamiento institucional y las relaciones entre elite y sociedad, y una
cultura emergente centrada en la autodeterminación personal, la horizontalidad de las
relaciones sociales y la necesidad de participación y transparencia en los asuntos
públicos; esta tensión sería propia de una fase de transición post-dictatorial y
modernización cultural (PNUD 2004). En el ámbito de la subjetividad, por último,
parecen estarse librando batallas y estarse organizando resistencias, y será interesante
ver cuáles serán los efectos de estos movimientos en las esferas social y política.
132
Mientras tanto, las instituciones siguen funcionando… y las trincheras, solapadamente,
porfiadamente, se recrean y persisten.
133
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