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7/11/2018 LOS POLICIALES DEL VERANO - LA NACION

El caso del célebre pintor

7 de marzo de 1999

Autor: Adolfo Luis Perez Zelaschi

Ilustración: Alicia Carletti

Esto empezó como algunos cuentos policiales de la vieja escuela. Desgraciadamente,


las circunstancias fueron tan reales como la afortunada participación que tuvo en el
caso el inspector Leoni.

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Los diarios no hablaron de él entonces porque los reporteros gráficos y los cronistas
que fueron a Villa del Lago1 -un hermoso lugar cordobés frente a Villa Carlos Paz- en
aquel verano de 1958, sólo se entrevistaron con los funcionarios visibles de la policía
provincial y los de la Federal, llamados para el resonante caso. Leoni quedó en la
sombra, como a él le gusta, porque desprecia las palabras, el ruido y los porotos2.

Habrán adivinado ustedes que hablaremos de Isidro Viel, el pintor asesinado hace
unos años.
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Como se sabe, Isidro Viel fue -es, mejor dicho, pues sus cuadros están en los grandes
museos de América y Europa- uno de esos artistas absolutos, cuya vida carente de
relieves exteriores se aplica a su arte como la de un monje a la oración. El mismo
ascético renunciamiento del cenobita, la misma pétrea voluntad, el mismo desprecio
por el mundo y, en el caso de Isidro Viel, incluso el celibato, el retraimiento, la
soledad. Desde luego, existe una variante en orden a los fines. Uno procura la
salvación de su alma; el otro, tal vez la condenación por lo mismo que busca la línea, el
color, la forma, es decir, una obra al fin de cuentas para el goce de los sentidos.

Una gran fortuna heredada le permitió esta consagración. Además, y desde su


juventud, secuelas poliomielíticas y un asma incurable lo confinaron en esa región
cordobesa donde el aire puro, seco, luminoso, fue para él como el agua de la pecera
para el pez sacado del mar. Apenas un viaje a París, otro a Nueva York, tan penosos
que no pudieron repetirse, marcaron algunas etapas de su vida. Todo lo demás
transcurrió allí, en su hermoso chalet de Villa del Lago, prendido sobre la ladera de las
sierras, desde cuyos ventanales se ve el espejo de agua del dique San Roque, los
opuestos cerros, las luces de Carlos Paz.

Su vida (y su obra, que en ninguno más que en él fue de veras su vida, porque ésta no
tuvo sentido, sino como medio para consumar aquélla) transcurrió hacia adentro, en
esas tremendas batallas que, sin duda, libró contra su propio débil cuerpo su espíritu
atormentado por gigantescas furias y entusiasmo sin otra salida que la de fijarse en la
tela.

Sí: en Isidro Viel vida y pintura fueron una sola cosa. Días, semanas enteras, las
pasaba en su inmenso taller del piso alto de su villa, recibiendo apenas la silenciosa
visita de la cocinera que le dejaba sobre una mesilla agua mineral acidulada con
limón, fruta y algunas viandas como para alimentar un canario y que a veces, cuando
Isidro Viel hallábase arrebatado por el trabajo, retiraba intactas al día siguiente.

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Tales jornadas transcurrían íntegras allá arriba, porque cuando la fatiga lo derribaba,
Isidro Viel dormía allí mismo, en invierno sobre un sofá y cubierto por un quillango
catamarqueño, en verano sobre una hamaca paraguaya tendida entre dos puntales del
techo. Otras veces recaía en largos períodos estériles. Entonces leía, escribía cartas o
bajaba a Carlos Paz para ver a alguno de sus poquísimos amigos.

Desde luego, artista hasta los huesos y con escasos contactos humanos, su principal
relación con el mundo la mantenía a través de su marchand3, un belga llamado Paul
Stern, habilísimo mercader de cuadros y descubridor de talentos, que desde el primer
momento advirtió el genio de Isidro Viel y se aseguró un contrato de exclusividad de
sus obras. Poco a poco, Paul Stern había llegado a ser su apoderado, su jefe de ventas,
su manager4, su agente publicitario, su abogado, su ojo, su oído, y si bien Isidro Viel
había ganado miles de dólares a través de Paul Stern, como aquél tenía cierto desdén
por el dinero, el belga había ganado mucho más. La relación la mantenían por carta o
telegrama, con alguna visita cada tanto, porque en la casa de Viel no había teléfono.
Aparte de esto, Paul Stern era quien le proporcionaba los materiales con los cuales
Isidro Viel preparaba -o hacía preparar por algún ayudante- sus colores y hasta el
enduido de sus telas.

Isidro Viel desdeñaba, como recordarán, los aceites, barnices y pinturas que le
proporcionaba la industria, aun la más avanzada y noble, y fabricaba por sí mismo lo
que necesitaba. Peritísimo en esto como un viejo maestro del Renacimiento, él mismo
ideaba las mezclas buscando, según decía, hacerlas eternas ayudándose, como es
natural, para los trabajos de molienda, mezcla y combinación con algún aprendiz que
nunca le duraba mucho tiempo porque el maestro, exigentísimo consigo mismo, lo era
también con los demás. A lo largo de treinta años le habían servido una docena de
muchachos, que luego se alejaron a los cuatro rumbos. Al parecer, ninguno fue su
discípulo, pues salvo un tal Servando Funes o Fuentes, que permaneció a su lado un
par de años y que continuaba pintando sin mayor fortuna, los demás trabajaban en
otra cosa. Era difícil tratar con Isidro Viel. Sus nervios estaban siempre tensos como la

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cuerda de un arco pronto para disparar. Para él nada existía, salvo su obra. Su cuerpo
endeble cobijaba una energía casi feroz, que lo llevaba a pintar cuadro tras cuadro. Las
tres cuartas partes no salían de allí. El maestro los alineaba contra las paredes de su
taller, como si fueran botellas de un coñac que necesitara añejarse. Allí quedaban un
mes, dos, un año, cinco, bajo el ojo autocrítico y sin piedad de su creador. De pronto,
un día cualquiera, Isidro Viel se precipitaba sobre uno, sobre dos, sobre diez, los
rajaba con la espátula, los arrancaba a tirones de sus marcos y los arrojaba a cualquier
parte. Los que se salvaban eran enviados enseguida a Paul Stern: Isidro Viel no quería
verlos más, como si cobrara odio a todo aquello que daba por concluido.

De todos modos, nadie podía imaginar que ese solitario, sin más enemigos que los que
naturalmente y sin quererlo se concita el genio, no muriese en su cama. Pero, como
ustedes recordarán, una mañana de marzo de 1958, la sirvienta lo halló muerto de
cuatro balazos. Estaba sentado en su sillón cotidiano, su vaso de agua mineral roto y
derramado, y en una mesita frente a él había quedado la botella de whisky con que
convidaba a los íntimos y un vaso que su visitante no llegó a usar.

Las cuatro balitas habían partido de una delicada Tala 22, según la pericia. Dos habían
entrado en el corazón de Isidro Viel; otra en la garganta; la cuarta en el hombro
izquierdo e introducían un impensado elemento de aventura en aquella vida dedicada
a combinar sedentariamente colores y formas. El arma era pequeña, casi ineficaz, pero
se descartó a cualquier mujer porque en Villa del Lago todos conocían a Isidro Viel, y
en este sentido su vida era tan transparente como el cristal de sus ventanas. En la casa
sólo vivían dos mujeres, las dos muy viejas: una que fue su aya y ahora era su ama de
llaves, y la otra su cocinera.

A éstas interrogó la policía cordobesa. He aquí lo que dijeron: El 5 de marzo llegó en


una camioneta con chapa de Buenos Aires un desconocido sesentón, bien vestido y de
pocas y cortantes palabras que, sin dar su nombre, pidió ser recibido por el pintor.
Viel aceptó a disgusto, pues se hallaba en pleno trabajo. El hombre bajó entonces de la
camioneta lo que sin duda era un cuadro de mediano tamaño envuelto en fuertes

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papeles impermeables y protegido por un machiembradísimo bastidor de madera. Viel


y el desconocido conversaron a puertas cerradas un breve rato. Luego el visitante salió
deprisa, bajó las escaleras, puso furiosamente en marcha la camioneta, lanzándola
como un tiro calle abajo a pesar de la peligrosa pendiente que remataba en el lago del
dique. La sirvienta lo vio tomar el camino a Córdoba, que es también el camino a
Buenos Aires y a toda la República. Desde luego, la vieja no se atrevió a preguntar
nada a Isidro Viel cuando media hora después entró en el taller para llevarle la
colación de la tarde. Isidro Viel estaba de pie mirando absorto el cuadro que le habían
traído.

-Señor, el té, le dije, pero el niño no me oyó. Se lo repetí y entonces se dio vuelta como
un loco y me gritó: -¡Vieja idiota! ¡Déjeme en paz!

Un rato después las mujeres oyeron algo así como un desgarrado estampido o una
rajadura instantánea, y al asomarse de nuevo la cocinera con discreta curiosidad, vio a
Isidro Viel tratando de arrancar su pierna derecha de la tela que había roto de un
puntapié. Cuando lo consiguió, quebró en astillas el marco, partió las tablillas del
esqueleto, rasgó los papeles e hizo con todo un bollo de gran tamaño. La cocinera
volvió a retirarse y sólo regresó a la noche para anunciarle la comida (frugal: un arroz
con leche y un puñado de ciruelas secas).

-¿Eh...? ¿Qué? ¡Ah! ¡Ya bajaré!

Pero no fue. Durante horas se quedó como estaba: echado sobre una de sus mesas de
dibujo examinando los jirones del cuadro roto antes, pasándoles un raspador por el
envés para arrancarle polvo de pintura y laminillas de color, disolviendo éstas en
aguarrás o aceite; oliéndolas, olfateándolas, examinando a lupa las partes raspadas.

A las 11 de la noche las dos mujeres se fueron a dormir dejándole el arroz ya helado y
las tristes ciruelas negras sobre la mesa del comedor, donde estaban todavía a la

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mañana siguiente. Apenas amaneció, Isidro Viel se hizo llevar a Carlos Paz en un taxi y
allí, desde la oficina de Correos, habló telefónicamente a Buenos Aires.

Estos fueron los hechos narrados por las dos sirvientas.

Obviamente había allí una pista principal: el cuadro deshecho. La policía, con la ayuda
de los expertos, lo halló entre papeles, borradores y copias inservibles y lo rehízo
prontamente. Era, sin duda posible, uno de los cuadros de Isidro Viel, característico
de su época verde actual: una imagen de mujer (las fabulosas mujeres de Isidro Viel,
soltero, misógino, asceta, que sonríen levísimas, incorpóreas casi, perdidas en
esfumaturas doradas, en finísimas gradaciones de tonos, sonrisas aladas, manos
trashumanas, ojos casi siempre claros) sobre un fondo no figurativo donde jugaban los
casi increíbles verdes de Isidro Viel. Nada más. O sí: aparte de la inconfundible firma
del pintor, el cuadro tenía al dorso, pegado con cola, un cuadrángulo de papel. Decía,
así: "Yo, Isidro Viel, certifico que este cuadro cuyas dimensiones son sesenta y cuatro
por ciento dos y medio centímetros, y que es un retrato de mujer en azul y gris sobre
fondo verde, fue pintado por mí en el mes de mayo de 1957. Firmo este certificado de
puño y letra y también a pincel abarcando el comprobante y la tela a la que va
adherido con la firma que utilizo en mis cuadros".

Ahí estaban las dos firmas: una en tinta china al pie del papel; la otra, mitad sobre éste
y mitad sobre la tela, de tal manera que no podía despegarse el certificado sin rasgar la
película de pintura que se continuaba en la tela. Los peritos calígrafos y pictóricos se
pronunciaron sin controversia: la tela y la firma eran de Isidro Viel.

La Policía Federal, por su parte, estableció rápidamente esto: a) Paul Stern manifestó
haber recibido aquel cuadro de Isidro Viel, como se lo aseguraba su bien conocido
contrato, y haberlo vendido por doscientos cincuenta mil pesos a don Lorenzo
Fuertes, riquísimo industrial llamado el Rey del Caño de Fibrocemento. A pedido del
Rey del Caño, había solicitado ese certificado a Isidro Viel, que lo extendió sin reparos
a pesar de ser algo insólito.
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b) Lorenzo Fuertes dijo que, en efecto, compró el cuadro a Paul Stern para colocarlo
en el mejor lugar de su nueva biblioteca, flamantísima o, mejor dicho, virginal en todo
sentido. Desde luego, alarmado por los doscientos cincuenta mil pesos que Stern le
pidió por ese Viel verde, requirió garantías concretas de autenticidad, es decir: un
certificado en regla. Paul Stern se rió al principio, pero cuando vio que la exigencia era
seria, aceptó y unos días después de cerrado el trato le entregó la tela con el
certificado.

Pero no en vano el Rey del Caño había levantado su ciclópea fortuna sobre la base de
no confiar ni en su madre. Para él el certificado sólo mudaba las cosas de lugar: en vez
de la firma usual, ahora tenía otras dos al dorso del cuadro, pero la desconfianza
seguía en pie. ¿Eran las firmas de Isidro Viel? Por eso un día hizo embalar el cuadro,
lo metió en una de las camionetas de sus fábricas y sin decir a nadie una palabra, para
no pasar por bruto, según confesó, conduciendo él mismo -recuerdo de sus días de
camionero cuando transportaba fierros viejos y caños en desuso por Valentín Alsina-
viajó hasta Villa del Lago para obtener el testimonio del propio pintor. Cuando quedó
desempaquetado el cuadro, Isidro Viel, ya disgustado por la interrupción en su
trabajo, lo miró un largo rato con absorta fijeza, pasó sus dedos temblorosos sobre la
tela, releyó el certificado, tal vez con la emoción de un padre ante la vuelta del hijo
pródigo. Al final despachó a Fuertes con un gesto impaciente: -Ya me comunicaré con
usted, señor.

El Rey del Caño, algo intimidado por hallarse por primera vez en su vida frente a un
artista insigne, sólo se atrevió a pedirle una fecha para volver por el cuadro. Isidro Viel
le señaló vagamente una cualquiera, días más adelante, y le volvió la espalda.

Sin saber qué hacer, y furioso consigo mismo, Lorenzo Fuertes volvió a Buenos Aires
aunque, desde luego, con el firmísimo propósito de regresar en la fecha indicada. No
llegó a hacerlo: dos días después se enteró por radio de la muerte de Isidro Viel.

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c) Se verificó que los hombres ligados de una u otra manera al caso, estaban lejos
cuando ocurrió el asesinato: Fuertes en Mar del Plata; Stern en Buenos Aires, en el
departamento de una cancionista de radio, Chelo Arroyo, la que, como él era soltero y
ella poca reputación tenía para perder, no tuvo inconveniente en revelarlo. La policía
localizó también a varios de los antiguos ayudantes de Viel: uno en París, otros tres en
Buenos Aires donde eran uno empleado de banco, otro fotógrafo, el tercero periodista;
otro, Servando Funes, en Rosario, donde vegetaba pintando monas5 sin pena ni
gloria; un séptimo en su taller mecánico en Alta Gracia, y a un octavo, muerto.
Faltaban cuatro o cinco, que no fueron hallados.

Quedaban, desde luego, abiertas infinitas posibilidades, porque Isidro Viel, como
todos los genios, se había ganado incontables enemigos gratuitos. Ello empero, ¿podía
llegar el fanatismo estético al crimen? La historia no recuerda casos. ¿Un ratero
ocasional, un vulgar ladrón enceguecido por la fama de afortunado de Isidro Viel? La
policía no lo creía, pues resultaba difícil explicar que Isidro Viel, tan hosco, tan
huraño, hubiera recibido a un desconocido tranquilamente sentado en su sillón, con
un vaso de agua mineral en la mano y habiendo dispuesto otro vaso y una botella de
whisky sólo para su huésped, pues él era abstemio. El asesino era, sin duda, una
persona a quien Isidro Viel conocía. Por eso también la policía cordobesa verificó uno
por uno el uso de sus horas de los poquísimos amigos que Isidro Viel tenía en Carlos
Paz. Todos ellos -tres o cuatro, por lo demás- lo aclararon perfectamente: uno en el
club, otro en el cine con sus hijos, los demás durmiendo matrimonial y pacíficamente.
¿Algún visitante ocasional, pero ligado por algún interés, sea económico como
Lorenzo Fuertes, sea artístico como, por ejemplo, un admirador o un discípulo de cuya
existencia nadie tenía noticia? ¿Quién podía saberlo?

En realidad alguien había entrado, matado y reingresado en la noche, una sombra,


una cara desconocida, un revólver con cuatro balas de menos, Equis, el fantasma.

De todos modos, como no quedaron huellas en ninguna parte, ni siquiera en el delator


bronce del llamador, y como el asesino actuó antes de aceptar el vaso de whisky y

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antes de tocar la botella, era lícito suponer algo premeditado.

Leoni estaba por ese tiempo de vacaciones en su casita de verano de Carlos Paz -único
bien que tiene, aparte de otra en Ramos Mejía, donde vive, luego de cuarenta años en
la Policía-, donde yo era su huésped, y, naturalmente, como Leoni es toda una
institución dentro de la institución siguió el caso entreverado con la gente de ahora,
que lo respeta como a un viejo león cuyas uñas no ha gastado el tiempo. Una tras otra
había buscado probar las hipótesis con la gente de Córdoba y con los dos inspectores
de la Policía Federal llamados para el caso, sin llegar a ninguna conclusión. Los
hechos permanecían ahí, invulnerables, y esa tarde los recapitulábamos por décima
vez acodados sobre el puente Nuevo.

-Estoy de acuerdo -decía Leoni- de que en este caso pueden aceptarse diez
explicaciones racionales que lo dejarán cerrado y sin castigo. Pero aquí hay un detalle
que no encaja -y repitió, como en sueños-: sólo un detalle... sólo un detalle...

De pronto se levantó como un oso o una marea. Sus ojos negrísimos brillaron y sus
dedos como tenazas que tantos delincuentes han conocido para su mal, me apretaron
el brazo.

-Ya lo tengo. Venga, Pérez Zelaschi.

Cruzamos el puente, la calle, un ómnibus de la Ablo nos rozó infernalmente. Pronto


estuvimos en la comisaría, donde su titular mateaba bajo los sauces con el inspector
Arregui, de la Policía Federal, cansados de un día cordobés de sol y búsqueda.

-¿Usted por aquí, Leoni?

-Yo mismo.

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-Arrímese al mate.

-Ya la tengo.

-¿Ya tiene qué?

-Ya tengo la vuelta. Arregui, llame al departamento y pida que le aprieten los tornillos
a la cancionista ésa.

-¿A Chelo Arroyo?

-Sí.

Arregui tendió la mano hacia el teléfono.

-Señorita... ¿Hay demora con Buenos Aires? Bien. Comuníqueme con el departamento
de Policía.

Después le preguntó a Leoni: -Que la aprieten... ¿hasta dónde?

-Un poquito, nomás. De palabra, para que no arme escándalo. Cantará enseguida. Es
su oficio.

La noticia de la detención de Chelo Arroyo por encubrimiento, de Stern por asesinato


y de Servando Funes por falsificación, la oí por radio esa misma noche cuando
terminábamos el maravilloso pastel de espárragos preparado por doña María, la
mujer de Leoni. Me volví hacia el comisario que había escuchado la noticia
manteniendo en alto y a contraluz un vaso de vino riojano que brillaba como una de
las lámparas del infierno. Cuando el locutor concluyó Leoni dijo: -Hecho.
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Volvimos sobre el tema, naturalmente, mientras doña María servía ahora próvidos y
helados bols de ensalada de frutas.

-El detalle que no encajaba no fue que Isidro Viel rasgara y rompiera su cuadro, sino
que lo raspara. Que lo rompiese podía ser explicado por el odio que tenía a aquello que
había pintado. Pero que lo raspase, no. Si él lo había hecho, si preparó los colores y la
tela, ¿para qué lo raspó? Sólo cabía una suposición: para ver cómo y con qué lo había
pintado, no él, sino el verdadero autor del cuadro.

-Pero todos los peritos y todos los críticos: Romero Brest, Mujica Lainez, Córdova6...
certificaron que era un verde auténtico. ¡Y son expertos de primera, Leoni!

-Bueno, eso les enseñará que siempre tienen algo que aprender. Ya verá usted que la
falsificación era tan perfecta que sólo el propio Isidro Viel pudo descubrirla.
Alarmado, rabioso, vio que la cosa era gravísima: el falsario había usado sus mezclas,
sus colores, su forma de preparar la tela. Creo que ya hubo en Francia un caso así, no
recuerdo con qué pintor de esos que pintan cuadros medio estrafalarios. De aquí la
rabia insensata de Viel cuando supo que alguien podía pintar cuadros como los suyos
y engañar a todo el mundo. El genio se resiste a tener duplicados. ¿Oyó usted que han
detenido a Servando Funes? Fue el ayudante de Viel que más duró en el empleo y
estuvo con él precisamente en su etapa verde, que es en la que murió. Funes, que debe
ser una luz, aprendió el oficio del maestro, pero sólo su oficio de la época verde.
Apuesto la cabeza a que no pintó Viel dorados, ni azules, ni rosas. Me preguntará por
qué no pensé que el falsario fuera el asesino. Es que todos saben que Stern es el
vendedor exclusivo de Isidro Viel. El falsificador podía, tal vez, vender dos o tres
cuadros trabajando por su cuenta hasta que Stern se enterase. Y esto ocurriría
enseguida porque un Viel es como un elefante blanco: no puede moverse sin que lo
vean. Funes, casi seguro, llegó a un arreglo con Stern. Nadie sospecharía de éste y
menos si los Viel falsos podían ser confundidos con los auténticos hasta por los
expertos. El único capaz de descubrir la trampa era el propio Isidro Viel, y el pobre
estaba recluido aquí enfrente, en Villa del Lago, donde no recibía ni a los gatos. El

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riesgo hubiera sido casi cero de no existir tipos tan desconfiados como Fuertes. Nadie
pide un certificado así. Menos que nadie va, además, a pedir al pintor un testimonio
adicional. Ahora bien, ¿por qué lo mató Stern? Porque una vez descubierto estaba
arruinado y porque de todos modos podía vender todavía muchos verdes Viel
fabricados por Funes. La coartada de Stern era buena, pero débil. Se olvidó que,
aunque le hubiera hecho algún buen regalito para que declarara lo que declaró Chelo
Arroyo, las cancionistas de tercer orden nunca se hacen rogar para cantar. Y menos si
los que las oyen son los muchachos de la calle Moreno7, especialistas en preparar
cantores.

-¿Y si la Arroyo se hubiera mantenido en sus trece?

Leoni esbozó un gesto vago: -En ese caso, mala suerte. Tal vez hubiera pedido que
siguieran a Stern hasta que él mismo nos condujera a la fábrica de los verdes.

-Insisto: en aquel caso usted jamás hubiera podido acusar a Stern.

Leoni volvió a levantar la copa de riojano y su voz era tan ominosa como el rojizo
trasluz del vino cuando me contestó: -Entonces... hubiera pedido que le apretaran los
tornillos también a Paul Stern.

El resto ustedes lo recuerdan. Detalles más, detalles menos, las noticias posteriores
confirmaron las hipótesis de Leoni. Fue Stern quien olfateó la existencia del
falsificador cuando en un remate de copete vio aparecer un verde Viel que él no había
recibido. Desechada de antemano la suposición de que Isidro Viel burlara el contrato
de exclusividad pronto dio con Servando Funes y vio, estupefacto, su fábrica de verdes
Viel: diez, veinte, cincuenta cuadros que hubieran podido salir de la propia mano del
pintor. Además, no eran copias como lo supuso Leoni, sino cuadros nuevos, originales
pensados y ejecutados por Funes con tal habilidad que podía pensarse que el espíritu
de Isidro Viel hubiera transmigrado a él. Si alguna vez Stern pensó denunciar al
falsario, esos cuadros lo indujeron a lo contrario: cincuenta Viel eran diez millones de
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pesos y podía seguir vendiendo todos los que Funes fabricara. Cerraron trato:
cincuenta mil pesos por cada cuadro, que Stern vendió a distintos coleccionistas.

Stern, además, amaba los goces de la vida y, entre éstos, los más caros. Desde hacía
tiempo pasaba apuros de dinero. Isidro Viel tenía 60 años y una salud precaria. El día
que muriese sus cuadros valdrían automáticamente el doble, al cesar, digamos así, la
producción.

Sólo que en este caso continuaría existiendo una fábrica secreta para abastecer a una
demanda a doble precio. La idea de matar a Isidro Viel fue perfeccionándose en la
cabeza de Paul Stern. El episodio de Lorenzo Fuertes obró como un precipitante.

Cuando Isidro Viel lo llamó por teléfono pidiéndole que fuera ense-guida a Villa del
Lago y le explicó por qué, llamó a su propia muerte. Antes de viajar Paul Stern regaló a
Chelo Arroyo un brazalete de brillantes para que declarase lo que declaró. Para la
cancionista fue sólo cuestión de cambiar de fechas, porque Paul Stern la visitaba todos
los miércoles, desde hacía un año, en su departamento de la calle Soler.

Cosa previsible: sólo aparecieron dos de los treinta coleccionistas engañados por los
falsos verdes Viel. Los otros, y hasta hoy, sin duda mostrarán su verde Funes a sus
relaciones y dirán: Sí, es un verde auténtico, un legítimo Viel. ¿Recuerda usted aquel
caso? Pero a mí no pudieron engañarme, amigo mío. ¡Yo entiendo de estas cosas! Este
es un Viel... ¡Un Viel!

1- Villa del Lago: localidad de Córdoba.

2- porotos: se refiere al dinero.

3- marchand: en francés, marchante, comerciante.

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4- manager: anglicismo por apoderado.

5- monas: retratos sin importancia.

6- Romero Brest, Mujica Lainez, Córdova: Jorge Romero Brest. Crítico de arte,
profesor y escritor argentino, nacido en 1905. Manuel Mujica Lainez (ver Propuestas
de lectura). Córdova Iturburu. Poeta, escritor y crítico de arte argentino. Nació en
1902.

7- los muchachos de la calle Moreno: se refiere a la Policía Federal, cuyo


Departamento Central está en la calle Moreno de la ciudad de Buenos Aires.

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