UN CUENTO DE TERROR San Juan de Miraflores es una ciudad de eterna vigilia, en donde lo mundanal ha ahogado lo fantástico y los relatos no tienen oyentes. Tal vez es cierto que ningún fantasma ha caminado por sus calles, que ninguna maldición se ha posado sobre sus barrios populares. Pero me basta caminar por la madrugada, en ese único momento en que la gran ciudad duerme para saber que sigue existiendo magia en sus veredas. Es una sensación, tal vez un sonido, un murmullo. Es un instante en que la muchedumbre durmiente no puede silenciar a los espectros. Esos fantasmas emiten su discurso pronunciado en antigua y desconocida lengua. Tratan de contar lo que les pasó a los transeúntes despreocupados, sumidos en el dolor de las almas que no estén en el cielo pero tampoco en el infierno. Y es entonces cuando yo, cuando me pongo a escuchar sus relatos. Aunque no puedo entenderlos me gusta mecerme en sus palabras que dicen -yo lo sé- algo importante. Me gusta sentir que soy uno de los pocos que sabe sus secretos. Pero cuando la gente comienza a despertar, ellos callan y yo vuelvo a ser Kiara,la misma chica de siempre. Ese día había visto a un niño hurgando en la basura para reciclar botellas de plástico y a un par de borrachos cantando en la esquina de la Av. Pedro Silva Vivo en una casa de color verde en avenida Ugarriza, aquí en San Juan de Miraflores donde mis abuelos y mis padres compartían sus vivencias. De mis padres sólo existe una sombra. A veces recuerdo una sonrisa, unos labios finos, pero el accidente sólo me dejó fotografías e imágenes confusas. Mis abuelos habían muerto dos años atrás, mi abuela primero y después mi abuelo. Los espíritus, la música de un viejo tocadiscos y la frondosa biblioteca familiar eran mi única compañía. Cuando los rayos de sol comenzaron a asomar y no había nada más que escuchar en las calles, volví al hogar. Entré a mi casa y me dirigí a la biblioteca. Un tomo ennegrecido por el tiempo me llamó la atención. Un libro de esas características, polvoriento, antiguo, no podía dejar de tener saberes dignos de conocer. Abrí el fascículo. Ante mi asombro era un manuscrito. Identifiqué la letra de mi abuelo, fina, ese tipo de letra que se ha perdido. Señalaba ser una traducción de un original. Parecía ser más una obra sensacionalista, que algo digno de mi atención. Estuve a punto de cerrarlo y volverlo a colocar en su estante en la biblioteca, pero por algún motivo comencé a leerlo. Había algo en la forma en que estaba escrito, algo en las palabras, que lo dotaban de un terrible realismo; por más de que había muchos hechos fantásticos que no creería ni un chiquillo de cuatro años. Era la vida de un sacerdote francés, Aurelio, que había estudiado la cábala y alquimia. "Dios es invisible ante los ojos de los hombres; y sus hijos no deben desear ver su rostro", decía mi abuelo citando en su faena de traductor al religioso. Rescataba los rituales que había llevado a cabo aquel sujeto del pasado, hombre que nunca debió haber existido para bien de mi sensatez y el de todos sus lectores. Aurelio vivió en Normandía. Huérfano, se crió en una abadía entre monjes. Hacia la adolescencia comenzó a llevar a cabo un profundo análisis religioso, que lo llevó a estudiar fragmentos de antiquísimas obras. Ya en su madurez comenzó a practicar la magia para acercarse a Dios. Intuyó que la mejor forma de estudiar a Dios era a través de la magia negra. Se acercó a los dioses paganos a quienes los antiguos europeos rendían pleitesía. Estudió la magia negra y descubrió cultos que habían sobrevivido desde la antigüedad hasta el presente. Supo que tras todo sacrificio, tras todo ritual existía una entidad, así como existía un Dios que la había creado. Practicó actos impuros y bailó junto a las brujas en sus aquelarres. Envejeció entre los males del mundo, estaba loco. Quería acercarse al Supremo y para ello debía recurrir a su antítesis, al mismo mal. Ya en su lecho de muerte, consiguió cita con el Maligno. La figura oscura acudió a su puerta, entró impetuosa a su habitación y le susurró al oído: -Toda la vida has tratado de ver algo que no existe. Yo soy el único y el de siempre. Ahora la muerte te recoge y sabes que no hay más que dolor tras la puerta. Vi crujir las hojas del trabajo de mi abuelo. Un vaso de leche me ayudó a olvidar... olvidar por un tiempo aquello que había leído. Pasaron días antes de que pueda salir nuevamente a las calles, estaba aturdida. Pero cuando el valor regresó, ahí estaba, nuevamente en mi rutina. Los fantasmas seguían balbuceando su discurso intangible. Pregunté a ellos si era cierto lo que había leído; pero permanecían distantes, imperturbables como siempre Una mano se posó en mi hombro. Reconocí detrás de mí al fantasma que me presentaba el rostro gentil de mi abuelo. -¿Qué pregunta te aflige? ¿Es verdad? ¿Es verdad que no existe? ¿Eso que he leído?_ le dije … Sonrió y se perdió en la neblina matinal.