El afamado escritor Mario Vargas llosa, premio nobel de literatura 2010, retrató el entero
decadente de la vida militar, la dictadura y la prostitución en el Perú de su juventud.
Encabezó movimientos cívicos y políticos de oposición al intervencionismo estatal para la lucha por las reformas institucionales y económicas, aunque haya acabado rápido fue significativo. Descubrió, en el proceso, evidencias claves para comprender la persistencia y costosa carga de la corrupción. Luego de esta anécdota, Vargas Llosa asumió con ardor el liberalismo político y económico de libre mercado; defendiendo la propuesta de una exhaustiva reestructuración económica. Postuló con ventaja en la campaña presidencial de 1990, ganando la primera vuelta electoral en abril por encima del inescrutable candidato Alberto Fujimori, quien ganó en la segunda vuelta electoral de junio. El grueso de los analistas concluía que el electorado peruano había rechazado la propuesta de Vargas Llosa para favorecer, más bien, la de un candidato de compromiso populista. Sin embargo, a poco de asumir el poder, quedó claro que las promesas e improvisado plan de gobierno de Fujimori fueron parte de una estratagema demagógica para hacerse del poder y el dominio sin control que permitía el ejecutivo. No obstante, entre los años 1991 y 1993, Vargas Llosa y su hijo Álvaro publicaron información clave sobre los medios ilegales y subrepticios que llevaron a Fujimori a la presidencia pero la opinión pública peruana le fue crecientemente hostil al escritor por criticar y oponerse francamente al régimen cada vez más autoritario de Fujimori. Diez años después, el surgimiento de un corpus singular de evidencias desde septiembre de 2000 corroboró reclamaciones previas y pruebas irrefutables que mostraron múltiples maniobras ilegales que contribuyeron a la derrota electoral de Vargas Llosa. Estas evidencias extraordinarias yacen en el centro de una interpretación necesaria del papel histórico de la corrupción. La asociación ilegal, la conspiración autoritaria y las redes encubiertas interactuaron entre sí para emascular a las instituciones formales y el imperio de la ley. Un grupo de oficiales militares, inspirados en la vieja tradición de intervención “patriótica” en coyunturas políticas críticas, había diseñado desde 1988 un plan secreto para llevar a cabo un golpe contra el gobierno del presidente García, que luego fue modificado por el inescrupuloso jefe de espías Montesinos, quien luego conoció a Fujimori en el transcurso de la tarea encubierta de ayudar al candidato en su campaña electoral de 1990. Fujimori confío en Montesinos para que le “resolviera” un serio problema de evasión tributaria pero este fue implementado metódicamente sus planes conspirativos para avanzar hacia un poder autoritario con careta democrática o “democracia dirigida”; a partir de estos oscuros orígenes, la corrupción se propagó en casi todas las direcciones durante la “década infame” del régimen de Fujimori. El poder encubierto de Montesinos estaba más allá de la supervisión o control institucional; el asesor espía ejercía una influencia indebida, tomado decisiones de poder invisible detrás de la presidencia del país. La creciente corrupción, ligada al tráfico de narcóticos entre las fuerzas policiales, ofreció la oportunidad al dúo Fujimori-Montesinos para reordenar rápidamente los escalones superiores de la policía. Estas fueron las primeras salvas de un tira y afloja soterrado que afectó la institucionalizacion profesional de la policía y de las fuerzas armadas. Los nuevos jefes militares incluían a generales y almirantes que brindaron las bases del poder subterráneo preferidas por Fujimori y Montesinos para consolidar su régimen; en este proceso, la eficiencia militar y el respeto por la Constitución de deterioraron en forma abrumadora.