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El hombre artificial
Dos amigos, no precisamente preocupados por sostener una hipótesis, sino por confeccionar una
“vida” de escritor donde todo encuentre un lugar adecuado, incluso aquellos rasgos menos
tolerables para la moral de la época, ofrecen a los lectores de su libro, escrito en los meses que
siguen a la muerte de Horacio Quiroga, múltiples noticias sobre sus pasiones técnicas. 1 No menos
de veinte veces, en un volumen de cuatrocientas páginas pequeñas, nombran los experimentos, los
talleres, los fracasos y los caprichos técnicos del biografiado: las menciones parecen, más que
buscadas, inevitables, cuando los autores se refieren a las diferentes casas habitadas por Quiroga,
donde el taller de química, galvanoplastia o el horno de cerámica ocupaban el centro; al equipaje
con el que partía hacia Misiones; al trabajo físico invertido en el escenario rural del que su segunda
mujer huyó de tedio; a las empresas que allí mismo intentó para liberarse de una escritura obligada
que los diarios y revistas pagaban mal; a las pasiones de juventud y madurez primero por el
ciclismo, más tarde por su moto, luego por un barco construido por él mismo, y finalmente por un
Ford a bigotes.
Los dos biografistas, Delgado y Brignole, no fundan, con estos datos, otra interpretación que la
psicológica: la tendencia a un “placer complejo” que incluye la actividad física y el desafío al
ingenio. No avanzan más uniendo los datos que proporcionan: esto los hace singularmente valiosos,
porque son a la vez inevitables y sólo motivados por la biografía, que hilvana los temas del mito
quiroguiano; pero uno de esos temas, precisamente el de la pasión experimental y el pionerismo
técnico, es un no-tema, algo que está allí sin merecer un subrayado.
Todavía en Salto y antes de los veinte años, Quiroga “si alguna predilección manifestaba, fuera
de su pasión desordenada por la lectura, ella se refería, no a las profesiones liberales, sino a los
oficios de la artesanía. Las máquinas, sobre todo, ejercían sobre él una atracción singular”. A la
mecánica, se agrega poco después la química:
1
José M.Delgado y Alberto J. Brignole, Vida y obra de Horacio Quiroga, La Bolsa de los Libros, Biblioteca Rodó,
Montevideo, 1939.
Beatriz Sarlo - Horacio Quiroga y La hipótesis técnico-científica
análisis y la síntesis. Pero su imaginación no podía resignarse a este papel pasivo y rutinario,
tentándolo con frecuencia a pruebas absolutamente inéditas por ella sugeridas. 2
Enseguida, previsiblemente, vino la fotografía, considerada “más como un oficio que como un
arte”:
A las revistas de ciclismo y las efigies de sus campeones, a la biblioteca y el arsenal químicos,
se vinieron a agregar galerías fotográficas, baterías de cubetas aporcelanadas, líquidos fijadores
y reveladores, kodacs y, en un rincón, una cámara oscura. 3
caucho, construcción de secadores y carriles, etc.6 En 1914, cuando la guerra volvió imposible la
importación de carbón europeo, Quiroga se embarcó en la fabricación de carbón de leña, un proceso
que excedía no sólo sus posibilidades económicas sino también su saber técnico y que terminó,
irónicamente, en un gigantesco y algo ridículo incendio de los hornos durante la prueba definitiva.
Estos proyectos de tecnología básicamente agraria desbordan la idea de un hobby tecnológico o
de una vuelta de tuerca del dandysmo urbano por intermedio de una suerte de industrialismo rural,
aunque este último rasgo no puede pasarse por alto. En efecto, en el fervor del pionero tecnológico
hay algo de jugador comprometido en apuestas cuyo desenlace no domina, aunque crea poseer el
saber, en este caso técnico, del juego; está también la distancia irónica del dandy que Quiroga había
sido, en ese gusto por el riesgo económico de la aventura que el buen sentido burgués considera
alocada. Está, finalmente, el gusto literario por la experiencia vivida de un Robinson moderno, que
recorre por sus propios medios el camino de la invención y las aplicaciones de la imaginación
técnica: una figura de escritor que, totalmente desconocida en el Río de la Plata, remitía sin
embargo a personajes de Jack London: naturalismo y materialismo filosófico en estado práctico.7
Quiroga siente el llamado de la dimensión tecnológica y la innovación aplicada, que se apoya,
sin duda, en una poética naturalista, pero no sólo en ella. Si antes de escribir “El conductor del
rápido” se empeñó en realizar un viaje en tren acompañando al maquinista,8 y este propósito sería
perfectamente adecuado al imperativo estético-moral del naturalismo, su placer frente a la
materialidad técnica más banal lo conducía a recorrer la Ferretería Francesa de Buenos Aires con la
dedicación y el placer de un flâneur* de nuevo tipo, y buscar en las librerías los manuales de artes y
oficios con una benjaminiana pasión de coleccionista.9
Si, como lo aseguran los testimonios de época, Quiroga ha leído a Sherwood Anderson, algo del
vagabundeo aventurero tanto por el espacio como por la materia se descubre en estas pasiones:
saberes concretos que se encuentran en los lugares y las sustancias que la literatura no ha tocado.
Pero, sobre todo, saberes nuevos o, por lo menos, poco imaginables en la formación intelectual del
escritor. El ideal del hombre que puede cambiar su lugar en la sociedad no es sólo un mito de
ascenso; incluye también el desplazamiento por los saberes en un itinerario que no gira alrededor de
una biblioteca. La flexión ‘americanista’ de este compuesto de ideas es una vía original entre los
escritores del postmodernismo: como en Estados Unidos, la técnica puede impulsar un programa de
vida, en términos individuales, pero también un modelo de sociedad donde sus miembros son
iguales frente a saberes prácticos cuya novedad es, en sí misma, niveladora.
La obsesión por dominar todos los oficios no es sólo un rasgo psicológico sino el ideal moral de
autoconstrucción independiente, concebido en términos de futuro. La pasión por la velocidad, que
comienza en un club de ciclismo fundado por Quiroga en Salto y en su frustrada vocación de
corredor, encuentra luego en la motocicleta (como un verdadero dandy o como un adelantado,
compra una en 1918) y en el Ford (desde 1925) sus emblemas más contemporáneos. Sobre el Ford,
Quiroga, como un técnico popular, realiza una verdadera operación de permanente desarmado y
rearmado: bricolage mecánico de piezas conseguidas en imaginable frecuentación de talleres o en
6
Horacio Quiroga,”Los destiladores de naranja”, y Delgado y Brignole, cit., p.224.
7
En esto, la ficción de Quiroga se diferencia de la construida por otros modernistas sobre la base de algunas hipótesis
“científicas”. Nada hay más extraño a Leopoldo Lugones, para poner el ejemplo inevitable, que estas preocupaciones
practicas, del todo ajenas al tono de los cuentos recopilados en Las fuerzas extrañas (Buenos Aires, 1906).
8
Horacio Quiroga, “Cadáveres frescos”, en Obras Inéditas y desconocidas, Montevideo, Arca, 1968, pp.130 y ss.
*
Ocioso. (JB)
9
“Cuando salía por las tardes de la oficina del Consulado, se reunía con un grupo de amigos en el café “El Toyo”, de la
calle Corrientes, entre Reconquista y San Martín. Después se apartaba de ellos para ir solo a la Ferretería Francesa, de la
cual era visitante casi diario, se pasaba allí horas enteras examinando aparatos y herramientas, o en procura de tal o cual
clase de tornillos, o colores, o sustancias químicas [...] Cuando no se dirigía a las librerías y se pasaba curioseando las
novedades, sobre todo, hojeando los compendios de artes manuales, que lo atraían más poderosamente que ningún
libro y de los cuales llegó a tener una colección completísima” (Delgado y Brignole, cit., pp.300-l, subr. BS).
3
Beatriz Sarlo - Horacio Quiroga y La hipótesis técnico-científica
los cementerios de repuestos y partes, baldíos periféricos que, según Arlt, también frecuentaban los
inventores aficionados.10 La pasión futurista de la velocidad adjudica a la máquina ese estatuto de
desafío permanente de los límites materiales y también de las habilidades prácticas: ambas
dimensiones del automovilismo y del motociclismo están presentes en Quiroga. Pero también hay
marcas del dandysmo de fin y comienzos de siglo en este cultivo de la proeza técnica que, en
ocasiones, se convierte en condición de posibilidad del escenario erótico: tanto del pionero en San
Ignacio como del enamorado que viaja en moto desde Buenos Aires a Rosario. 11 Y su última
actividad en Misiones, la floricultura hipertecnificada y ‘científica’ de su huerto de orquídeas,
amarillis y poinsetias rubrica el gusto por las flores tropicales y exóticas (trazadas por la naturaleza
como si salieran de un dibujo de Beardsley) que recorre el modernismo, el art nouveau y el Liberty.
Modernidad, tecnología, dandysmo, un arco que Quiroga no es el único en recorrer (Marinetti,
D’Annunzio y, a su modo poco después, Oliverio Girondo), conduce casi inevitablemente al culto
del cine. Es bien sabido que Quiroga escribió notas periodísticas sobre films, desde 1919, y también
que construyó varios relatos con el cine como hipótesis ficcional. Se sabe que las primeras
películas, los cortos y las series no despertaron el interés unánime de los intelectuales y los artistas,
con lo que la pasión de Quiroga lo coloca una vez más en su condición, de pionero, explicable, en
este caso, tanto por la fascinación técnica como por un rasgo al que era intelectualmente sensible: la
emergencia de un nuevo tipo de público, que provee de fans a los astros de Hollywood. Este nuevo
público, precisamente, suscita el primer cuento de Quiroga en el que el cine es condición ficcional:
“Miss Dorothy Phillips, mi esposa” (publicado en 1919).
El cine es lo ‘maravilloso técnico’ de comienzos del siglo XX. Frente al ““esfuerzo de registro de
“Bebé come” o el primer gag de “El regador regado” de los hermanos Lumière, el asombro técnico
acompañó a la fantasía narrativa. Meliès trabajó en esas dos dimensiones imprescindibles,
comprendiendo bien pronto que la sorpresa frente a lo maravilloso era producto de un creciente (y,
desde todo punto de vista, perfectamente interminable) refinamiento en las operaciones de trucaje.
Por eso el cine interpela a Quiroga en dos dimensiones: La que remite a la posibilidad técnica o
constructiva y la que pertenece al registro de la imaginación, uniendo dos polos del deseo estético a
comienzos de este siglo12 El cine ofrece nuevas hipótesis a la literatura fantástica: para decirlo en la
poética de Quiroga, funda en un desarrollo técnico posibilidades imaginarias desconocidas hasta
entonces.
Eso es lo que articulan precisamente cuentos como “El espectro”, “El vampiro” y “El puritano”,
donde el cine es, al mismo tiempo, tema en el sentido más literal (los personajes son actores o
actrices de cinc o se mezclan con ellos) y base de la hipótesis que articula la ficción En su función
temática, el cine rearma el imaginario sentimental y configura de modo radicalmente nuevo el
erotismo: en estos cuentos (y también en “.Miss Dorothy Phillips, mi esposa”), el ciclo del
enamoramiento y la .pasión que la literatura sentimental había convertido en un poderoso impulso
10
Roberto Arlt, “El paraíso de los inventores”, El Mundo, 28 de enero de 1931. Véase el capítulo sobre “Inventores:
tecnología y fabulación”.
11
Quiroga, aunque no se convierte en aviador como otro dandy del período, Jorge Newbery, experimenta el vuelo, los
loopings y otras pruebas de acrobacia.
12
Carlos Dámaso Martínez ha estudiado este aspecto de la obra de Quiroga, y sus conclusiones me permiten abordar
mejor esta temática. Véase: “Horacio Quiroga: la fascinación del cine y lo fantástico”, Clarín, suplemento “Cultura y
Nación”, Buenos Aires, 5 de marzo de 1987; y “Horacio Quiroga: la búsqueda de una escritura”, en David Viñas
(director) y Graciela Montaldo (comp.), Historia social de la literatura argentina, Buenos Aires, Contrapunto, 1989,
tomo VII: Yrigoyen entre Borges y Arlt (1916-1930)... Sobre “El vampiro” véase también: Annie Boule, “Science et
fíction dans les contes de Horacio Quiroga”, en Bulletin Hispanique, LXXII, 3-4,1970. Además de los cuentos, Quiroga
publicó una apreciable cantidad de artículos sobre cine: en Caras y Caretas, con un seudónimo que alude a uno de sus
personajes: “El esposo de Dorothy Phillips”, en 1919 y 1920; en Atlántida, en 1922; en El Hogar, en 1927.
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Beatriz Sarlo - Horacio Quiroga y La hipótesis técnico-científica
para la literatura consumida por el público medio y popular, 13 se exaspera hasta un paroxismo de
amor y muerte que remite a los ideales tardorrománticos y decadentistas. Pero Quiroga no re-
escribe estos ideales al pie de la letra. Por el contrario, el cine en su segunda función, técnica o de
principio constructivo del relato, en su función de dispositivo tanto narrativo como tecnológico,
instala una distancia respecto de la temática. Esta distancia es, a su modo, irónica: el invento por
excelencia de la modernidad se convierte en condición de posibilidad de una imaginación narrativa
exaltadamente romántica cuyo eje es el tópico de “un amor más allá de la muerte”.
La hipótesis cinematográfica de estos relatos sustenta una narración contaminada por temas
clásicos de la literatura fantástica: ¿cómo puede el amante apoderarse de la imagen de la amada?
¿cómo esta imagen logra una corporización que la convierte en algo más verdadero, o más
poderoso, que la vida y la muerte? Estas preguntas son las de “El retrato oval” de Poe, y Quiroga ya
había ensayado su potencial narrativo en su propio relato “El retrato” pero la hipótesis
cinematográfica le permite desarrollar posibilidades nuevas al menos en dos direcciones.
Por un lado, Quiroga exaspera lo que el cine, como técnica de producción y reproducción de
imágenes, promete a la fantasía: si es posible capturar para siempre un momento y convocarlo
cuando se lo desee; si es posible que la imagen bidimensional e inmóvil de la fotografía se convierta
en una imagen todavía plana pero temporalizada por el movimiento; si es posible que un puro
presente de la imagen sea, en realidad, la captación de un pasado que puede actualizarse
indefinidamente, por lo menos en términos teóricos no hay que descartar un desarrollo técnico que
permita el pasaje entre la bidimensionalidad de la imagen y la tridimensionalidad del mundo, entre
el presente congelado de la imagen y un movimiento que lo libere de la repetición y lo devuelva al
fluir temporal. Los cuentos de Quiroga presuponen la invención de Morel; la invención de Morel
desarrolla, como comienzan a hacerlo los cuentos de Quiroga, una hipótesis sobre el potencial de
producción de imágenes-reales que se atribuye al cine. Los espectros y los vampiros son
proyecciones de la imagen técnicamente perfeccionada hasta alcanzar el punto por donde se
atraviésala línea que separa el analogon cinematográfico de su primera referencia (aquello que, en
la filmación, la cámara ha captado).
La hipótesis de que sería posible pasar de la bidimensionalidad y la repetición a la
tridimensionalidad y el fluir del tiempo, proviene de una analogía que, hacia atrás en el proceso
tecnológico, se apoya en la fotografía: si es posible captar lo real tridimensional en una superficie
plana, se podrá liberar a esa superficie de su inmovilidad primero (y esto lo demostró el cine) y de
su cárcel de repetición temporal luego (y éste es el presupuesto técnico-ficcional de los cuentos de
Quiroga). Los rayos que imprimen un negativo no son los últimos que un procedimiento técnico
está en condiciones de gobernar; otros rayos, que recuperen e independicen la ‘vida’ de las
imágenes impresas son imaginables. El cine i no sólo podría reduplicar una referencia, sino producir
una realidad relativamente autónoma respecto de la primera imagen producida. Estos juegos
intelectuales con los principios de una tecnología novedosa, están en la base de hipótesis que, como
en la ciencia ficción, desarrollan un como si a partir de la extrapolación tecnológica o científica. Los
cuentos de Quiroga están fundados precisamente en esto: su narración opera como si fuera posible
que el cine, técnicamente, pudiera realizar, la fantasía de sus espectadores (o de sus protagonistas):
mezclarse con la vida, continuar en la escena real las pasiones de la escena filmada.
La otra dirección que la hipótesis impulsa remite más directamente al tópico pasional, por
intermedio del técnico: una pasión puede vencer la muerte; una imagen cinematográfica que ha sido
arrancada de la pantalla vampiriza al un hombre real; los celos de un marido muerto son capaces de
modificar las imágenes del film desde el cual, como actor, contempla y es contemplado por su
mujer y su amante; el amor de un hombre por una actriz logra capturar su imagen, extraerla del
celuloide y recomponerla como un cuerpo luminoso que se pasea por una escenografía real. En
suma, el deseo erótico manipula el principio técnico y, en los desenlaces, se convierte en víctima de
13
Véase: B.S., El imperio de los sentimientos, Buenos Aires, Catálogos, 1985.
5
Beatriz Sarlo - Horacio Quiroga y La hipótesis técnico-científica
esa manipulación.
Para que estos cuentos pudieran ser escritos era necesario un cruzamiento entre las dos
dimensiones del cine: su erotismo y su tecnología. Quiroga capta y es capturado por ambas: no le
importa menos el potencial erótico de la imagen cinematográfica que su potencial como productor
de hipótesis ficcionales y técnicas al mismo tiempo. El cruce de las dos dimensiones hace de estos
relatos lo que son: fantasías tecnológicas tan fuertemente como fantasías eróticas: el vampirismo de
los rayos de luz apresados en el celuloide o el mito fáustico fundado en una tecnología de punta. Lo
fantástico que remite al potencial de independización de una imagen es posible por lo técnico que
permite su captación y su reproducción indefinida; la transgresión del límite técnico o, si se quiere,
el manejo de la tecnología por obsesos, locos, pasionales o ignorantes, produce resultados trágicos
que encierran una doble moral.
Por un lado, la tensión modernizante concibe una tecnología sin límites materiales o éticos; por
el otro, las fuerzas materiales se vengan de los aprendices que las manipulan. Si la tecnología del
cine indujo a pensar que todo era posible, los resultados de los actos desencadenados por esta idea
muestran el lado siniestro de la extrapolación técnica, un lado siniestro que Quiroga vincula a los
viejos fantasmas de la histeria y el vampirismo y a las viejas leyes de la culpa y la venganza. No de
otro modo operaba una línea del cine en las primeras décadas de este siglo, abordando con el
recurso técnico más moderno algunos de los tópicos del romanticismo o el sentimentalismo, y
explorando una narración formal de nuevo tipo con materiales que se tomaban de viejas fuentes por
las que ya había pasado la narración literaria.
El cruce ensayado por Quiroga en estos relatos de mitología tardorromántica y tecnología
sofisticada se produce en un medio donde el cine ya se había insertado poderosamente como forma
de la sensibilidad estética de un público amplio y como hobby tecnológico de algunos grupos más
reducidos. No se trata sólo de evocar los primeros ensayos muy tempranos de films realizados en
Buenos Aires, sino también de remitirse al registro que del cine hacen grandes diarios como Crítica,
y de la proliferación de revistas especializadas en la mitología del star-system pero también en los
avances técnicos y los trucos del oficio. En 1919, aparece en Buenos Aires una revista íntegramente
dedicada al cine, Imparcial Film; en 1920, comienza a editarse Cinema Chat y Hogar y cine; en
1922, Argos Film; al año siguiente, Los héroes del cine y, enseguida, en 1924, Film Revista.
Semanarios dedicados a la publicación de ficciones, incorporan, a mediados de los años veinte,
secciones dedicadas a Hollywood, con dos grandes temas: la vida de las estrellas y los trucos de la
industria. Los inventores locales patentan algunas mejoras tempranas en la técnica de captar “vistas
animadas”, y compiten con la reválida de patentes extranjeras 14. En Caras y Caretas aparecen con
frecuencia publicidades no sólo sobre fotografía sino también sobre cámaras y proyectores
cinematográficos para aficionados. Finalmente, Quiroga mismo es parte de este impulso colectivo
hacia la reproducción técnica de imágenes, que sin duda ya había capturado a su público: no sólo
posee un laboratorio fotográfico sino que acompaña como fotógrafo a Leopoldo Lugones en su
viaje a las misiones jesuíticas en la primera década de este siglo. Lo ‘maravilloso técnico’ ya había
implantado su poder sobre la imaginación porteña, aunque no fascinará sino a pocos intelectuales.
Si el cine pone la cuestión técnica en las fronteras de la innovación, Quiroga se ocupa no sólo de
estas dimensiones radicalmente nuevas. Lo fascinan también los primitivos de la técnica, los
habilidosos que poseen la destreza manual propia de la artesanía pero intentan aplicarla a la
máquina: Quiroga mismo es uno de ellos y, como ellos, se enorgullece del trabajo perfecto sobre la
14
Registro de Marcas y Patentes, gaveta 27, donde se encuentran, entre 1916 y 1922, varios inventores locales. En
1922, el número de patentes tanto locales como revalidadas aumenta de unas pocas por año a más de treinta, tanto en lo
referido a la fotografía como al cine. Entre ellas, vale la pena recordar la pantalla para ver cine a la luz del día inventada
por Lola Mora (patente número 18.175).
6
Beatriz Sarlo - Horacio Quiroga y La hipótesis técnico-científica
maderada cerámica o el metal, al tiempo que imagina un dominio, siempre imperfecto, sobre
procesos de producción que superan el horizonte del ‘saber hacer’ artesano. Hay algo de trágico en
el combate por alcanzar resultados técnicos exitosos a partir de saberes aproximativos y condiciones
materiales precarias; éste es, precisamente, el conflicto abierto en relatos como “Los destiladores de
naranja” y “Los fabricantes de carbón”, aparecidos en 1926 y 1921, respectivamente.
Los técnicos primitivos son bricoleurs*, porque ni los materiales, ni las partes de máquinas que
emplean se adecuan a la función que deberían cumplir en las invenciones de nuevos procesos,
siempre defectuosos, que imitan los procesos industriales normales. Los técnicos primitivos
construyen alambiques donde “cada pieza eficaz había sido reemplazada por otra sucedánea” 15 en
una trasmutación funcional que no puede sino conducirlos, por aproximación inacabada e
imperfecta, al fracaso. La imitación por sucedáneo, o la re-invención (que es característica de los
inventores populares) tiene el estilo de un ejercicio de paciencia heroica, porque el resultado final
siempre exhibe su humillante diferencia respecto de la idea o el modelo. El objetivo práctico de la
invención (fabricar carbón de piedra o alcohol de naranja en los dos cuentos citados) está
permanentemente diferido por los pasos intermedios, que representan triunfos o fracasos parciales:
de qué modo lograr que una improvisada caldera funcione, cómo torcer los caños de un alambique,
o ajustar remaches sin remaches. Los pasos intermedios se convierten en logros por sí mismos y,
finalmente, en obstáculos definitivos porque el inventor aficionado jamás alcanza a solucionarlos
por completo.
Los aparatos fabricados por el técnico primitivo son imitaciones deformadas, a las que el
bricolage convierte en un caos de duplicaciones innecesarias y ausencias esenciales. La imitación
técnica, en condiciones precarias, alcanza un paroxismo barroco de añadidos, empastes, remiendos
y soluciones falsas, impuestas por las condiciones materiales en las que se plantea el problema:
Habiendo ese año madurado muy pronto las naranjas por las fortísimas heladas, el Manco
debió también pensar en la temperatura de la bodega, a fin de que el frío nocturno, vivo aún en
ese octubre, no trastornara la fermentación. Tuvo así que forrar su rancho con manojos de paja
despeinada, de modo tal que aquello parecía un hirsuto y agresivo cepillo. Tuvo que instalar un
aparato de calefacción, cuyo hogar constituíalo un tambor de acaroína, y cuyos tubos de tacuara
daban vuelta por entre la paja de las paredes, a modo de gruesa serpiente amarilla. 16
Y los fabricantes de carbón construyen la caldera, el corazón maquinístico del proceso, también a
través de un sistema de reemplazos que multiplica la cantidad de intervenciones sin asegurar el
resultado final:
Con esto, cuatro chapas que le habían sobrado al armar el galpón, y la ayuda de Rienzi, se
podía ensayar.
Ensayaron, pues. Como en la destilación de la madera los gases no trabajaban a presión, el
material aquel les bastaba. Con hierros T para la armadura y L para las bocas, montaron la
caldera rectangular de 4,20 x 0,70 metros. Fue un trabajo prolijo y tenaz, pues a más de las
dificultades técnicas debieron contar con las derivadas de la escasez de material y de una que
otra herramienta. El ajuste inicial, por ejemplo, fue un desastre: imposible pestañar aquellos
bordes quebradizos, y poco menos que en el aire. Tuvieron, pues, que ajustarla a fuerza de
remaches, a uno por centímetro, lo que da 1680 para la sola unión longitudinal de las chapas. Y
como no tenían remaches, cortaron 1680 clavos —y algunos centenares más para la armadura. 17
temperatura en la caldera, la fragilidad de las paredes del homo y el azar bajo la figura de un peón
ajeno a la tecnología que sus patrones, los socios en la destilación de carbón, creen conocer,
produce la destrucción final de todo el circuito. En realidad, ellos aprenden haciendo, en el terreno
intermedio del aficionado relativamente culto que encara la aventura del pionero: como los
caracteriza perfectamente Quiroga, “aunque los dos hombres estaban vestidos como peones y
hablaban como ingenieros, no eran ni ingenieros ni peones”. Por eso, las anotaciones que realizan
durante las pruebas del sistema son grosso modo, y además las temperaturas del invierno misionero,
excesivamente rudo justamente ese año, impiden casi siempre cálculo alguno. Este carácter
aproximativo de la construcción (clavos que imitan remaches, chapas de desecho que imitan
paredes de caldera, alambre y arcilla que no alcanzan a convertirse en material aislante) forma
sistema, incluso en su incongruencia, con la obsesividad de los dos socios para encarar las tareas y
la disciplina física a la que se someten: son, irónicamente, profesionales de una precaria tecnología
casera, a la que la falta de dinero puede convertir en un círculo repetitivo y angustioso, del que sólo
se sale por el optimismo ingenuo, clisé psicológico que define al Manco en “Los destiladores de
naranja”.
El Manco responde casi demasiado plenamente a. la tipología del inventor aficionado y pobre: en
su carencia de capital dinerario y en su carencia de saberes adecuados, remite a los fantasiosos que
Arlt encontraba merodeando los desarmaderos y los playones donde se acumulaban restos
mecánicos e industriales en la Buenos Aires de los años veinte y treinta; también remite a los
inventores amateurs visitantes de las redacciones de los diarios porteños con su fe inquebrantable en
las potencialidades de una nueva aplicación técnica. Pero el Manco es todo esto en Misiones, más
lejos aún que los aficionados populares porteños de todo recurso técnico adecuado a los fines
perseguidos. Su vínculo material más fuerte con la técnica es el soldador de metales y, en una
dimensión simbólica verdaderamente delirante, dos tomos de la Encyclopédie. En el mundo del
Manco, la Encyclopédie, con sus bellas planchas ilustrando técnicas sobre las que ya han
transcurrido ciento cincuenta años de innovaciones aceleradas, es una cita anacrónica y, al mismo
tiempo, inalcanzable porque está completamente desplazada del mundo limitado por la pobreza y la
ignorancia donde el Manco es, literalmente, el loco de los inventos, que oscila entre la duplicación
de un procedimiento conocido (destilar alcohol de naranjas, por ejemplo) y la quimera de una obra
de ingeniería barroca en su complicación inútil (“remontar el agua por filtración, desde el bañado
del Horqueta hasta su casa”).
Como artesanos bricoleurs, tanto el Manco destilando sus naranjas como los dos amigos que
diseñan y construyen el horno para fabricar carbón de leña muestran la ambición y los límites de
una técnica que no está nunca a la altura de los problemas que se plantea, aunque éstos sean muy
sencillos. El orgullo por el trabajo bien hecho, propio del artesano, retrocede frente al fracaso que
recuerda los límites de cualquier intervención sólo basada en el saber artesanal y sus medios
materiales. La razón por la que Quiroga encuentra interesante relatar minuciosamente estas
experiencias, del mismo modo que Arlt transcribirá fórmulas químicas y diseños de máquinas en
sus novelas, tiene que ver con el peso simbólico del pionerismo técnico de estos aficionados y
‘primitivos’ en un mundo donde nuevos conocimientos estaban modificando, por lo menos en los
sectores medios y populares, la organización tradicional de saberes y destrezas.
Quiroga es sensible a esta innovación: no simplemente sus hobbies de tiempo libre sino una parte
fundamental de su vida se vincula con ella. El también es un constructor si se quiere naïf, un
pionero técnico (y mucho más pionero si se lo contrasta con la distancia respecto de la tecnología
que caracterizaba a la cultura letrada del Río de la Plata en esos años). Inventores y reproductores
de inventos son los que, en cambio, aparecen citados con frecuencia cada vez mayor en los diarios
de gran tirada del período, y el hecho de que se conviertan en noticia para medios periodísticos
sensibles a los giros del interés masivo permite imaginar la atracción que las manipulaciones de
sustancias y máquinas, incluso las más elementales, producía tanto en su dimensión de
conocimiento como en su promesa de un bienestar económico adquirido por su intermedio. Incluso
8
Beatriz Sarlo - Horacio Quiroga y La hipótesis técnico-científica
cuando la empresa parece no estar decididamente destinada al éxito, el azar de un futuro desenlace
favorable no queda definitivamente abolido en la perspectiva de estos aficionados y quienes los
rodean: la hijita de cinco años de uno de los productores de carbón, le pregunta a su padre si “hará
platita” con su nueva máquina y en la última línea del cuento también ella lo consuela del reciente
fracaso: “¡Se te quemó la caldera, pobre piapiá!.. Pero no estés triste...¡Vas a inventar muchas cosas
más, ingenierito de mi vida!” 18 La posibilidad de un éxito económico no estaba ausente de estas
fantasías técnicas (en Arlt la dimensión económica de la invención es fundamental), pero ellas
también valían por sí mismas.
El pionerismo técnico, una de las formas de la aventura moderna concebida a la ‘americana’
como lucha de frontera en la que el .protagonista despliega su saber práctico, proporciona un
esquema de conflicto y suspenso a la narrativa de Quiroga. En ambos relatos, dos historias
familiares se cruzan con las peripecias de los constructores de máquinas (los fabricantes de carbón
padecen con la enfermedad de la hija de uno de ellos; el doctor Else mata a la suya en medio de un
delirium tremens producido por el alcohol destilado de naranjas), pero el motor narrativo no está ni
en el sentimentalismo de una ni en la tragedia naturalista de la otra, sino en la seca exposición de
dos fracasos articulada sobre la tozuda psicología de sus protagonistas: capitanes de su propia
derrota, hay un placer en el camino que recorren para llegar a ella: el placer, precisamente, de
probar conocimientos limitados en prácticas ingeniosas que rodean, sin lograr atravesar nunca, las
lagunas del saber necesario y del dinero ausente en la empresa. Una idea de pionerismo no sólo
geográfico sino técnico está en la base de estos constructores fronterizos en todos los sentidos del
término. El interés ficcional reside en la comprobación de sus límites y la resolución de avanzar
trabajando con la conciencia de que ellos existen como obstáculo pero también como impulso
narrativo e ideológico.
Se hace necesario un rodeo para llegar de la invención técnica a la fantasía literaria que hoy
llamamos ciencia ficción. Holmberg y Lugones, en la literatura anterior o contemporánea a
Quiroga, habían trabajado cerca de este registro, pero hay algo en Quiroga que lo distingue. Se trata
de ver qué hace Quiroga con la ciencia, de la que extrae los lugares comunes que ya conocía el
modernismo, reciclándolos tanto para explorar la construcción de subjetividades como para
recomponer temas clásicos en escenarios modernos. Quiroga da una vuelta por la “ciencia’ de donde
extrae pocas novedades literarias, pero la necesita como fondo contra el que pueden recortarse los
pioneros voluntariosos pero ignorantes. Como ellos, Quiroga algo le pide a la ciencia aunque como
ellos también, conozca muy poco sobre saberes que están lejos de la práctica. La ciencia es remota,
la técnica está próxima: por eso mismo la ciencia tiene una autoridad a la que, finalmente, la técnica
tiene que remitirse. La distancia que las separa intentará recorrerse en este rodeo, sin pretensiones
de hacer centro en una problemática (la de discurso literario y discurso científico) que lo desborda.
Del otro lado de los inventores naïfs y autodidactas, están los que fueron a una universidad,
emblemáticamente los médicos que, desde el naturalismo, pasean por la literatura una mirada que se
define a sí misma como objetiva: la mirada de la ciencia. Quiroga ironiza sobre la objetividad de esa
mirada médica, pero al mismo tiempo, algo de esa mirada,19 que representó a la ciencia en el fin de
siglo está en algunos de sus relatos. Por otra parte, las ciencias físico-naturales y, en especial, la
biología gozaban de sólido prestigio como esquema explicativo, sobre lodo en los niveles de
divulgación del pensamiento científico: instituciones, manuales, libros de gran circulación.20
18
“Los fabricantes del carbón”.
19
Al respecto, véase Hugo Vezzetti, La locura en la Argentina, Buenos Aires, Folios, 1983; y El nacimiento de la
psicología en la Argentina, Buenos Aires, Puntosur, 1988.
20
Véase al respecto la ponencia de Dora Barrancos: “Ciencia y trabajadores. La vulgarización de las tesis darwinianas
entre 1890 y 1920”, donde se estudian las conferencias de la Sociedad Luz de Buenos Aires; Jornadas Inter Escuelas de
Historia, Facultad de Filosofía y Letras, Buenos Aires, septiembre de 1991 (mimeo).
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Beatriz Sarlo - Horacio Quiroga y La hipótesis técnico-científica
La primera marca, que no remite a la causalidad médica sino a la técnica, bien curiosa por cierto,
se encuentra en un texto muy breve, publicado en 1904: “Idilio”. 21 Un cuento elemental, hecho con
retazos literarios sobre los que predomina una lectura levemente irónica e influida por el
decadentismo de la bohemia tardorromántica; la escritura no supera la composición de clisé y,
precisamente por eso, la causa técnica que, por medio del más inmotivado azar deja ciego al
protagonista, habla claramente de una idea de causalidad ajena y distinta de los clisés del relato. La
frase misma muestra la torsión de una suma lexical casi inverosímil: “A fines de setiembre Samuel
quedó ciego: una explosión de acetileno abrasó sus ojos, apagando para siempre la mirada del
brioso doncel”. En la moral que expone el relato, Samuel debía quedarse ciego ya que, entre otras
actividades, fingía serlo para pedir limosna. Pero, fuera de discusión la inevitable ceguera, su causa
podría haber sido una lámpara de gas, un golpe contra el batiente de una ventana, la explosión de un
calentador, un accidente en la calle en el que Samuel hubiera sido atropellado por algún carruaje,
incluso por un tranvía que “ha valorizado en exceso” nuevos barrios como aquel donde vive. Sin
embargo, destellando como algo fuera de lugar, allí está la explosión de acetileno”, que,
literalmente, no viene de ninguna parte.
Y si no viene de ninguna parte (antes se ha informado que Samuel carecía de todo oficio), hay
que preguntarse porqué está allí y, sobre lodo, si anuncia (sin deliberación, pero por significativa
casualidad anticipatoria) algo de lo que vendrá después en la literatura de Quiroga.
¿Qué le da la ciencia a la literatura? ¿En qué piensa la literatura cuando nombra a la ciencia o
alude a ella? Lejos de una cientificidad de lo dicho, una cientificidad de la forma, lo dicho se
certifica por la forma que lo presenta. El recurso a la ciencia, en su modalidad discursiva, debe ser
puesto, entonces, entre comillas, porque se trata de lo que se piensa como “forma de la ciencia”
impresa sobre ‘la forma del discurso literario’. La ‘forma científica’ a diferencia de la técnica que
remite al ‘saber hacer’ y a la descripción, propone una explicación: en consecuencia, un esquema
causal y, a partir de él, en sede literaria, un argumento. La literatura no piensa como la ciencia, sino
cómo cree que la ciencia piensa; entabla así un compromiso y obtiene una caución.
La ‘voz de la ciencia’ libera al relato de límites morales: a la ciencia le asiste el derecho de decir
incluso aquello que ofende a las conveniencias sociales; no hay transgresión cuando la ciencia habla
de la transgresión. El personaje médico, por ejemplo, está profesionalmente autorizado a la palabra
y se le permite colocarse fuera de los límites que las costumbres imponen al discurso de los otros.
En “Una historia inmoral” Quiroga muestra esta prerrogativa y, al mismo tiempo, ironiza sobre ella:
El médico autoriza el relato y, por este acto, legitima la curiosidad de la audiencia y abre paso a
un próximo relato, contado por otro médico frente a una audiencia que, de antemano, está preparada
para el escándalo: “Usted conocerá muchos casos, ¿no doctor? (pregunta la misma dama), ¡Pero no
deben poderse oír, sus casos!”. Se trata de la “historia inmoral” propiamente dicha, en la que se
cruzan homosexualidad e incesto. Pero no es el tema de la historia, sino el éxito del narrador al
imponerla a su audiencia (y, de paso, conquistar a la joven cuyas miradas ambos médicos presentes
solicitaban), lo que remite a la autorización médica del discurso narrativo. Aun cuando Quiroga
mantiene una distancia irónica respecto de esa autoridad, el cuento la pone en escena social,
ratificando su existencia en la ideología.
Las otras historias que recoge la mirada médica son las de los locos y, sobre todo, de los
procesos en los que alguien, literalmente, proporciona con su ‘volverse loco’ el tema de un relato.
21
El crimen del otro, Buenos Aires, E. Spinelli.
22
“Una historia inmoral”, Cuentos, tomo IV, compilación de Jorge Ruffinelli, Montevideo, Arca, 1968. Publicado por
primera vez en Nosotros, año I, número 5, 1907.
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Beatriz Sarlo - Horacio Quiroga y La hipótesis técnico-científica
Sin duda, el más perfecto de esta serie es “El conductor del rápido”, verdadero experimento formal
en que se intenta responder a una pregunta sobre la naturaleza del discurso fuera del ámbito
regulado por la razón, cuando las alucinaciones alternan con momentos de una lucidez extrema,
cada vez más breves frente al progreso de la locura, de la que sólo se salva un resto de conciencia
moral. Por otra parte, no se trata de cualquier locura, sino de una locura profesional, vinculada al
transporte moderno en la que entonces era su síntesis más avanzada: rieles, locomotoras, sistemas
de señales, calderas en ebullición. Este es un loco cuya prolongación física, es la máquina y cuya
locura se potencia ante el poder de la máquina: cruzados así dos universos que remiten a la ciencia
psiquiátrica y a la tecnología del transporte Quiroga pone el relato en un límite doble, el de la
velocidad y el de la razón. La locura del conductor del rápido no es sólo una enfermedad
profesional (o no puede ser del todo considerada así); es un desvarío potenciado por la técnica que
toma a su servicio.
Otros locos aparecen en cuentos quizá menos memorables y probablemente más irónicos: la
“charla amena, como es la que se establece sobre los locos”, en casa de Leopoldo Lugones, días
después de que hubiera visitado un manicomio donde “las bizarrías de su gente, añadidas a las que
yo por mi parte había observado alguna vez, ofrecían materia de sobra para un confortante vis á vis
de hombres cuerdos”23 ¿Qué hacen estos dos ecritores, Lugones y su amigo, visitando manicomios?
No es preciso confiar demasiado en la verdad del relato para corroborar que esas excursiones eran
parte de un clima intelectual y no solo en el Río de la Plata. Conforman un modo de
experimentación, que otros escritores (como Castelnuovo por ejemplo) completaban con la visita al
quirófano o al leprosario. Y no se trata sólo de acatar el mandato naturalista al documentalismo: en
ese mandato está la valorización (ideológica y estética) de la clínica, el diagnóstico, la descripción
y, en un límite, el sometimiento del propio cuerpo a la experiencia.
Por ejemplo, a la droga, cuyo consumo aparece protegido por una intención didáctica, primero, y
moral, luego. “El haschich”24 es, en este sentido, una perfecta historia clínica, donde se transcriben
minuciosamente todas las reacciones frente a una sobredosis; relatada en primera persona, y en una
primera persona que revela su experiencia anterior con el opio, el cloroformo y el éter (verdadera
preparación para un escritor que en relatos posteriores volverá a poner en escena la droga), 25 la
historia recurre a la retórica del informe médico para garantizar su objetividad a través de la forma,
y su legitimidad moral a través de la garantía que esa forma (médico-científica) proporciona. El
“informe” o la “historia clínica” son géneros adecuados y aceptables para la exhibición de
situaciones extremas, donde Quiroga explora modalidades de la construcción literaria de una
subjetividad, y límites morales que conciernen a lo que la literatura puede decir.26
El género “informe”, en otros relatos, garantiza la verosimilitud narrativa o la verdad referencial
de un argumento: da ‘forma de verdad’ a una fantasía o a una hipótesis científico-ficcional. Las
historias de monos27 se integran perfectamente al clima intelectual de época donde Darwin y
Haeckel (con ventajas notorias a favor de este último) eran frecuentados tanto por la elite como por
los conferencistas y divulgadores de las instituciones culturales y las bibliotecas populares. 28 Tienen
la ventaja de que parecen científicas, en la medida en que citan la discusión sobre el pasado del
hombre, y, al mismo tiempo, hacen presente este pasado en una dimensión de geología exótica (para
23
“Los perseguidos”, editado en 1905 por Armando Moen en Buenos Aires.
24
Publicado en El crimen del otro (1904).
25
Véase, por ejemplo, “Una estación de amor”, de Cuentos de amor, de locura y de muerte (1917); “El infierno
artificial”, publicado en 1913 en la revista Fray Mocho.
26
Véase también al respecto “El perro rabioso”, relato de un proceso de locura por hidrofobia.
27
“Véase el informado estudio preliminar de Pedro Luis Barcia a Las fuerzas extrañas de Leopoldo Lugones (Buenos
Aires, Ediciones del 80, 1987) donde se señalan detalladamente las fuentes extraliterarias de los relatos de Lugones y el
origen en uno de éstos (“Yzur”) de “El mono ahorcado” de Quiroga.
28
Véase Barrancos, cit. p.7: “El éxito de la obra de Haeckel en nuestro país, y creo también en España, donde se
realizaron las primeras traducciones, fue tan intenso que estoy inclinada a pensar que no pocas personas iniciaron su
contacto con las ideas de Darwin a través de la lectura de los textos de Haeckel”. En la ponencia citada se fundamenta
esta opinión sobre textos y conferencias pronunciadas en Buenos Aires.
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Beatriz Sarlo - Horacio Quiroga y La hipótesis técnico-científica
Un folletín científico
relaciones entre saberes y valores y se pregunta, una vez más, sobre la institución de una jerarquía
en condiciones de indicar una dirección a la ciencia, y definir cuáles son los obstáculos que le está
permitido abordar y ante cuáles debe detenerse; qué métodos son moralmente legítimos y cómo la
integridad de la vida puede ser sólo materialmente descomponible en sus partes cuya recombinación
no asegura aparición de nueva vida.
Con Donisoff y sus dos amigos, la ciencia ha desvariado: ellos, primero, extendieron su hipótesis
sobre la fabricación de materia a la creación de vida. Luego razonaron equivocadamente al
considerar, por analogía, a la conciencia como un acumulador mecánico cuya carga genética es
posible reemplazar por transmisión de otras cargas acumuladas en otros cuerpos humanos.
Finalmente, no supieron resolver la pregunta moral planteada por su experimento: ¿es posible
conseguir vida consciente aniquilando otra vida consciente? El folletín de Quiroga construye una
trama con estos hilos: algunos de ellos, muy viejos, pertenecen a la tradición fáustica que está en los
orígenes de la modernidad; otros, subrayados a lo largo del relato, provienen de la imaginación
impactada por la ciencia, por aquello que de la ciencia pasa a los discursos de divulgación, a los
manuales y a los periódicos.
La escenografía y la utilería de “El hombre artificial” es la del laboratorio tal como aparece en
algunos cromos de novelas o en dibujos de revistas (incluida la propia Caras y Caretas, que fue sin
duda bastante sensible a los aspectos ‘curiosos’ de la ciencia y la técnica). Pero el laboratorio, aun
ficcionalizado escenográficamente, es un espacio nuevo de la literatura, y el inventor que lo ocupa,
un tipo literario y social también novedoso, porque se diferencia del médico en su consultorio, o el
cirujano en su sala de operaciones (figuras que remiten a dimensiones del saber relativamente más
familiares). El laboratorio y el inventor científico son excepcionales a la experiencia: su saber
discurre en una dimensión simbólica que no se cruza con la vida cotidiana sino con aquello que le
es radicalmente diferente: saber sin fin inmediato, saber libre. Oscuramente, el científico inventor es
la culminación de algo que también está en el origen del innovador técnico, pero una culminación
que lucha para liberarse de los objetivos sociales o económicos que mueven al inventor tecnológico
y práctico. En ese sentido, el laboratorio y su ocupante son exóticos respecto de la experiencia, pero
su exotismo puede ser observado como una exasperación de saberes que el saber técnico también
necesita.
Al construir el relato alrededor de estos tres personajes exóticos (y ciertamente también
cosmopolitas), Quiroga, el escritor fascinado por unos saberes prácticos, escribe una ficción donde
estos saberes se proyectan sobre el fondo; ‘científico’ que los hace posibles; no volverá a este
espacio ficcional, pero este folletín de 1910 marca una zona de contactos ideológicos y estéticos
(novela por entregas en una revista de gran circulación, hipótesis ficcionales construidas con
materiales científicos) entre un escritor que piensa en el público y una literatura que recicla tópicos
del pasado con hipótesis originadas en versiones aproximativas de los saberes contemporáneos.
En: Beatriz Sarlo, La imaginación técnica. Sueños modernos de la cultura argentina. Buenos Aires.
Nueva Visión, 1997.
eléctricas, “Dr. Materialismus”, fue escrito por Frederic Jessup Stimson, embajador norteamericano en Argentina a fines
del siglo XIX.
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