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El Secreto de Rocas Azules

Sarah Kennet

Desde la muerte en extrañas circunstancias de su joven esposa, el vivaz y alegre Jeremy


Barthon se ha convertido en un hombre hosco y solitario que vive casi recluido en la antigua
mansión familiar en el norte de Inglaterra, dando lugar a una serie de rumores y habladurías
sobre su extraño comportamiento.
Sin embargo, la presencia en la mansión de la atractiva Dinny Hallersen, encargada de catalogar
una serie de viejos manuscritos, dará un vuelco radical a su vida y le ofrecerá la posibilidad de
superar su tragedia.

1
Antes de salir de la habitación Dinny miró a través de la ventana. El día era hermoso y,
pese a que era muy temprano, el sol brillaba con fuerza. Aquel 16 de mayo de 1930 la
naturaleza parecía querer felicitarle en su vigésimo primer cumpleaños.
Mientras bajaba por la escalera oyó la voz de May, que estaba al servicio de los Hallersen
desde hacía muchos años.
-¡Vamos, niña, date prisa...! Tus padres ya están desayunando.
Al pasar junto a ella, Dinny le dio un beso en la mejilla y repuso:
-¡No seas gruñona! ¿No tienes nada que decirme?
-Sí. Que si no te apresuras, llegarás tarde al trabajo.
-¡Oh, vamos, no me refería a eso...! Además, Murray vendrá a recogerme en su nuevo
coche.
Algo decepcionada, entró en el pequeño comedor donde la familia solía desayunar y saludó a su
padre.
-Buenos días, papá.
-Hola, hija -dijo Tobias Hallersen, que siguió leyendo el periódico y puso la mejilla para
que su hija le diera un beso.
-¿Has dormido bien, Loretta?
Pese a que Loretta llevaba casada con su padre desde hacía dieciséis años y Dinny la
quería como a la madre que había perdido siendo niña, siempre la llamaba por su nombre.
-Sí, gracias ---respondió casi sin levantar la vista de la revista que estaba hojeando-. ¿Y
tú?
-Pues... sí, también he dormido bien.
Que conversación tan absurda, pensó. Al parecer, nadie recuerda que hoy es mi
cumpleaños.
Contrariada, se sentó a la mesa, pero al levantar la servilleta algo cayó en el plato de
porcelana y produjo un tintineo metálico.
-¡Una llave! -exclamó-. ¿Qué significa esto?
De inmediato Loretta y Tobias se echaron a reír, abandonaron la lectura y se levantaron
para besar a Dinny.
-¿Creías que lo habíamos olvidado? Hoy eres oficialmente mayor de edad --comentó
Loretta, emocionada, y luego añadió-: Felicidades. Te quiero mucho pequeña...
-Sois incorregibles. Me habéis hecho pasar unos minutos terribles. Pero... ¿de dónde es
esta llave?
-Del joyero de tu madre. Desde hoy todo lo que hay dentro te pertenece.
-Gracias, papá, pero yo... no necesito nada.
-Lo sé, pequeña. Y un día tu marido te regalará tus propias joyas, como Loretta tiene
ahora las suyas, pero las que fueron de tu madre... son para ti.
Padre e hija se abrazaron. Sus ojos brillaban de emoción ante el recuerdo de la
maravillosa mujer que había alegrado sus vidas durante unos años.
Luego Dinny tomó la mano de Loretta para que se uniera a ellos y dijo, con la voz
entrecortada:
-Os quiero... mucho a los dos... ¡Y soy muy feliz!
May estaba en el umbral de la puerta. Esperó unos segundos para no interrumpir aquella
emotiva escena familiar, pero el apuesto joven que solía acompañar a Dinny al trabajo hacía
rato que esperaba.
-Niña, no has desayunado y tienes que marcharte -dijo finalmente.
-¡Oh!, no tengo hambre, estoy demasiado emocionada. Ya tomaré algo en la pastelería.
-¡Eso, más pasteles...! No parece que seas toda una mujer de veintiún años.
-¡May, te has acordado! --exclamó Dinny.
-Tonta, claro que me he acordado. ¿Cómo iba a olvidarlo? Esta noche tendrás tu postre
favorito y te daré mi regalo.
-Contaré con impaciencia las horas que faltan. Por cierto, Murray Prescott tal vez vendrá
a cenar. Ya os llamaré para confirmarlo.
Al pasar junto a May, le dio un beso en la mejilla y se encaminó al vestíbulo.

Bloomsbury era un distrito agradable, oculto entre el bullicio de West End y de la City.
Muchas familias se habían visto obligadas a dejar sus residencias debido a la depresión y la
caída de valores del año anterior, pero los Hallersen se habían mantenido a flote en medio de la
crisis, porque sus intereses estaban más centrados en Europa que en América. Así pues, seguían
viviendo en su hermosa residencia, entre árboles de la plaza Rusell y frecuentando las tiendas de
Saint James's. No obstante, Tobias no se había opuesto a que su hija aceptara un empleo en el
Museo Británico. Tras terminar con éxito sus estudios de biblioteconomía y realizar su tesis
doctoral sobre la fundación de la biblioteca del museo gracias a la donación de libros efectuada
por Jorge II en 1759, obtuvo el primer premio y con ello, pese a su condición de mujer, accedió
al puesto de primer ayudante en la biblioteca.
Radiante, Dinny apareció en el umbral de la puerta. Su esbelta figura se perfilaba bajo
un ceñido traje chaqueta de color azul, a juego con sus ojos, en claro contraste con el cabello
negro azabache, parcialmente oculto bajo un gracioso sombrero de ala pequeña. Hizo un gesto
con la mano enguantada al ver al joven que la esperaba en el coche descapotable aparcado
junto a la acera. Era el último modelo de Daimler, que recientemente había adquirido Murray
Prescott, el apuesto y joven sobrino de lady Prescott y que, como su hombre de confianza, se
encargaba de supervisar sus donaciones al museo. El contacto diario entre ambos jóvenes hizo
que surgiera entre ellos una buena amistad, donde la sinceridad de sus sentimientos era más
importante que el atractivo físico que los dos poseían.
Al verla, lo primero que hizo Murray fue entregarle un pequeño ramillete de rosas atadas
con una cinta azul. Luego exclamó:
-¡Felicidades!
-¡Gracias, Murray! Pero ¿cómo lo has sabido? Quería darte una sorpresa invitándote a
cenar esta noche. Creo que mis padres tienen ganas de conocerte.
-Bueno, no olvides que tengo acceso a los ficheros, así sé todo lo referente a las chicas
bonitas que trabajan en el museo. En cuanto a la invitación... ¡acepto!
-Perfecto. Ahora debemos irnos, es muy tarde.

El coche se puso en marcha.


Durante el trayecto, los jóvenes siguieron bromeando y riendo. Ninguno de los dos era
consciente de que aquel mismo día, tan sólo unas horas más tarde, el destino de sus vidas
cambiaría por completo.

2
Aunque los despachos situados al otro lado del pasillo que conducía a la enorme antesala de la
biblioteca estaban habitualmente en silencio, cuando aquella mañana Dinny abrió la puerta, un
intenso murmullo llamó su atención.
La señora Rosty, secretaria del bibliotecario, se le acercó muy nerviosa y exclamó:
-¡Oh, Dinny, gracias a Dios ya estás aquí! Es la segunda vez que Mr. Fuller pregunta por
ti. Quiere que vayas a su despacho.
Robert Fuller era el coordinador general de las actividades del museo. Tal vez por su
propio carácter o por la naturaleza del puesto que ocupaba, era muy exigente con el personal
que, más que respeto, sentía temor hacia su superior.
Dinny llamó respetuosamente a la puerta.
-Pase. -La dureza de la voz se suavizó al verla-. Pase, pase, querida Dinny.
La joven estaba asombrada ante tanta amabilidad, pero su asombro fue aún mayor al
advertir la presencia del hombre que en aquel momento se levantaba de su asiento para
saludarla. Era muy alto, de tez morena y cabellos oscuros. Sus ojos negros y profundos la
observaban, como si quisieran descubrir algo más de ella que la hermosura de su rostro. Tenía
los labios carnosos, pese al rictus de amargura que se adivinaba en su boca. A simple vista
parecía delgado, pero al fijarse un poco más Dinny distinguió su fuerte musculatura bajo la
impecable americana.
Mr. Fuller parecía nervioso, tal vez ante su forzada amabilidad.
-Estábamos esperándola. Le presento a lord Barthon. Milord, la señorita Dinny Hallersen,
la experta joven de que le habló lord Westmister.
Dinny estrechó con timidez la mano que el hombre le tendía y éste, sin soltársela y
mirándola a los ojos, la condujo hacia al sillón contiguo al que él había ocupado.
Por un instante su corazón latió con una fuerza desconocida hasta entonces. Hechizada
por aquella mirada, era incapaz de pensar en nada.
-...Y por eso la dirección del museo ha pensado en usted, si no tiene inconveniente,
claro.
Dinny se sobresaltó al oír aquellas palabras, sin dar crédito a lo que el hombrecillo de tan
mal genio e inusitadamente amable acababa de decir.
-¿Yo...? ¿Podría repetirlo, por favor?
El apuesto visitante tomó la palabra. Su voz sonó segura, profunda y pausada, acorde
con su físico.
-Mr. Fuller, como interlocutor de lord Westmister, que es un buen amigo mío, está
proponiéndole que se encargue de organizar los manuscritos y documentos, que aunque hace
muchos años que están en la biblioteca de Rocas Azules, la residencia oficial de mi familia, era
ya deseo de mi bisabuelo que pasaran a ser propiedad del museo.
-Debe de haber pasado mucho tiempo -farfulló Dinny.
Jeremy Barthon volvió a mirarla fijamente y pareció esbozar una sonrisa.
-Sí... así es. En realidad, demasiado tiempo...
-Disculpe a la señorita -intervino Fuller-. Tal vez no se da cuenta del honor que esto
supone. Cualquiera de los otros empleados estaría encantado y...
-¡Basta, Fuller! -lo interrumpió lord Barthon con firmeza-. Hoy mismo regreso a
Aysgarth. Ponga al corriente a la señorita de cuál será su función de cuáles son las condiciones.
El lunes a las seis un coche estará esperando en la estación de Hawes para conducirla a Rocas
Azules -comentó y mirándola fijamente a los ojos añadió, recuperando la calma de su voz-:
Desearía de todo corazón que fuera usted la que llegara en ese tren. Si no es así... me sentiré
profundamente decepcionado.
Tras despedirse caballerosamente inclinando la cabeza, se dirigió hacia la puerta. Mr.
Fuller corrió tras él para darle el sombrero y los guantes, que estaban sobre una mesita situada
en la entrada, haciendo una reverencia tras otra mientras balbuceaba:
-¡Sí, milord! No se preocupe... Haremos todo lo que esté en nuestras manos...
Seguía muy nervioso cuando empezó a explicar a Dinny en qué consistía el trabajo, la
oportunidad que suponía tener acceso a una de las bibliotecas privadas más prestigiosas de
Inglaterra, ver y catalogar unos manuscritos únicos... poder pasar unas semanas en la
maravillosa posesión de los Barthon, construida en 1698 (el mismo año que Whitehall Palace fue
destruido por el fuego), y además de percibir unos generosos honorarios, ser la primera mujer
designada para una función como aquella...
La joven le oía sin escuchar, ya que no le interesaba lo que estaba diciendo. Había
tomado una decisión: ¡iría a Rocas Azules!
De pronto, las palabras de su interlocutor hicieron que por un momento su entusiasmo
se enfriara.
-Si su padre se lo permite, claro, porque aunque hay mucho servicio en la mansión... no
existe ninguna señora Barthon.
No puede negarse, pensó. Ya soy mayor de edad... Luego añadió en voz alta:
-No se preocupe. Acepto el puesto.
Mientras caminaba por el pasillo hacia el despacho que compartía con otros compañeros,
las palabras de Mr. Fuller resonaban una y otra vez en su cerebro: «No existe ninguna señora
Barthon...»

Esperó con impaciencia la hora de su cita con Murray. Irían a tomar un té antes de
dirigirse a casa.
Necesitaba compartir con alguien los acontecimientos de la mañana. En realidad, no era
sólo la noticia de aquel atractivo trabajo, que suponía un ascenso en su carrera como
bibliotecaria y como mujer que luchaba por conseguir puestos hasta entonces reservados a los
hombres, sino también la impresión que le había causado el conocer a Jeremy Barthon. Tal vez
Murray sabría decirle por qué no había dejado de pensar en él, por qué aún tenía la sensación de
que seguía sintiendo el contacto de su mano.
Pero Murray se retrasaba. Al cabo de veinte minutos, cuando ya se disponía a
marcharse, un uniformado chófer le entregó una nota.
«Ha surgido un imprevisto, Perdóname. No podré cenar en tu casa... Tal vez mañana nos
veamos. M.»
Arrugó la nota. El desencanto se reflejó en su rostro, mientras con la mirada siguió al
chófer al salir de la pastelería. Se dirigió a un Rolls negro que estaba aparcado en la puerta. Al
arrancar, vio a Murray a través de la ventanilla, inclinado sobre una mujer de la que sólo
distinguió una abundante cabellera rubia.

3
Los días que siguieron fueron agobiantes para Dinny. Debía organizar el trabajo para su
sustituto y entregarle los datos que tanto le había costado reunir, además de preparar el
vestuario que llevaría. Aunque era el mes de mayo, en el norte hacía una temperatura mucho
más fría y húmeda que en Londres. Cuando preguntó a Mr. Fuller cuánto duraría su estancia en
Rocas Azules, éste respondió:
-No puedo precisarlo, pero estoy seguro de que de vez en cuando podrá venir a Londres
dos o tres días.
Por alguna razón que ni ella misma pudo entender, aquella respuesta le pareció la más
natural del mundo y dejó de pensar en el tiempo que estaría ausente, porque en realidad había
algo mucho más importante para ella: el deseo, desde lo más profundo de su corazón, de volver
a ver al enigmático hombre que la había contratado.
La semana había pasado con una rapidez asombrosa y aquel domingo después del
almuerzo tuvo que escuchar, paciente, las recomendaciones de su padre. Al principio éste se
opuso rotundamente a lo que le parecía «un arriesgado proyecto», pero Loretta lo convenció de
que Dinny era ya una mujer hecha y derecha, que había alcanzado la mayoría de edad y que
estaban en 1930, habiendo quedado atrás muchos de los prejuicios presentes en la sociedad
británica hasta antes de la guerra.
Cuando Dinny se disponía a cerrar la maleta, Loretta llamó discretamente en la puerta
de su habitación.
-¿Puedo pasar?
-¡Loretta! ¡Naturalmente...!
-Sólo quería despedirme de ti a solas. Solía hacerlo cuando eras una niña y te ibas al
internado. ¿Recuerdas?
-Sí. Y también recuerdo lo que me decías cuando más tarde iba a la universidad, tus
consejos sobre cómo debía comportarme con los chicos y...
-Pero ahora es diferente -la interrumpió Loretta-. Eres una mujer y tú sola deberás
tomar las decisiones con relación a los hombres y, en particular, deberás descubrir por ti misma
aquél con el que deseas compartir tu vida.
-¿Como tú hiciste con papá?
-Algo por el estilo. Tuve que vencer muchas dificultades para que mi familia aceptara la
decisión de casarme con un hombre doce años mayor que yo, viudo y con una hija muy
pequeña... Eran otros tiempos. No obstante, luché desesperadamente porque estaba segura de
que ése era mi destino. ¡Y ya ves...! Jamás me he arrepentido. He sido y sigo siendo muy feliz...
-Gracias, Loretta. Saber que puedo contar contigo me da mucha tranquilidad.
-Por cierto, hace días que no te oigo hablar de aquel joven que venía a buscarte. Se
llamaba Prescott, o algo así... ¿no?
-Tienes razón. Desde el día de mi cumpleaños no he sabido nada de él. No ha pasado
por la biblioteca, pero como no es un empleado no tiene que dar explicaciones sobre sus
ausencias. De todos modos le he llamado a su piso y lo único que me ha dicho una especie de
criado oriental, es que está ausente y no sabe cuando regresará.
-¿Te importaba? -Loretta sonrió al añadir-... Espero no ser indiscreta...
-En realidad... sólo éramos buenos amigos. Me ayudó mucho cuando empecé a trabajar
y además... es un muchacho encantador y lo he pasado muy bien en su compañía, pero... creo
que eso es todo.
-Me alegro. Ya que vas a ser una mujer totalmente emancipada es mejor que no tengas
ninguna atadura.
-Oh, Loretta, me encanta lo que acabas de decir, y me hace sentir muy segura de mí
misma... Espero que convenzas a papá de que piense lo mismo...
-¡Lo hará! Tu padre es un hombre muy inteligente y sabe muy bien cuándo es el
momento de abrir la puerta de la jaula...
Las dos se dieron un efusivo abrazo.

Al día siguiente, cuando el tren se puso en marcha y Dinny se asomó a la ventanilla para
saludar a su padre y a Loretta, entre el intenso bullicio de la Estación Victoria buscó con la
mirada a Murria Prescott. Tenía la esperanza de que hubiera recibido el último mensaje que le
había dejado.
El tren aceleró y las figuras del andén no tardaron en perderse de vista. Se sentó y
apoyó la cabeza en el respaldo del asiento asignado, entornó los ojos pensando en qué le habría
ocurrido a Murray. Volvió a verlo en su imaginación, inclinado sobre una cabellera rubia, pero de
pronto la imagen fue diluyéndose para dar paso a otra mucho más consistente y real... la del
hombre que la había contratado. Mentalmente le habló como si lo conociera de toda la vida...
Estoy aquí, en el tren... No voy a decepcionarte. El ruido del tren al deslizarse sobre los raíles
parecía susurrar una y otra vez: «nunca, nunca, nunca...».

-¡Próxima parada, Hawes! ¡Pasajeros con destino a Hawes, llegaremos dentro de cinco
minutos! La voz potente del revisor hizo que Dinny recobrara la conciencia de que estaba
sentada en el compartimiento de un tren que dentro de poco se detendría en la estación de un
pueblo situado en el corazón del Upper Wensleydale, donde un chófer desconocido la conduciría
a un lugar llamado Rocas Azules.
Pero las cosas no fueron así de sencillas.
Cuando el tren se detuvo, Dinny bajó y cogió la maleta que le tendía el mozo. Una vez
en el andén, miró a uno y otro lado, pero no vio la presencia de ningún chófer. Las pocas
personas que también se habían apeado se encaminaban a la salida. Se quedó quieta,
esperando. Al oír el silbato del tren y el chirriar de las ruedas al ponerse de nuevo en marcha, se
estremeció al encontrarse sola en un lugar completamente desconocido. Sintió frío y se levantó
el cuello de la pequeña capa que llevaba sobre el traje chaqueta marrón, a juego con la boina y
los guantes. Luego cogió la maleta y se dirigió hacia el oscuro edificio de la estación que se
hallaba al fondo. El tren que había partido debía de ser el último porque la ventanilla de venta de
billetes estaba cerrada, al igual que el quiosco de periódicos. Al mirar hacia la izquierda, una
sonrisa iluminó su rostro. Al otro lado, cerca de una calle, había una puerta sobre la que había
un letrero que rezaba: BAR. Se encaminó hacia allí todo lo rápido que le permitía la pesada
maleta. El establecimiento estaba casi vacío, sólo había dos mesas ocupadas. En cada una de
ellas cuatro hombres jugaban a cartas, pero en aquel momento su atención se centraba en la
muchacha que acababa de entrar.
La voz potente de la mujer que estaba detrás del mostrador resonó como un trueno.
-¡Eh, vosotros... seguid jugando que se os caerá la nariz...! Y usted jovencita...¿de
dónde sale?
Lejos de sentirse molesta ante la aparente impertinencia de la mujer, Dinny dejó la
maleta en la entrada y avanzó sonriendo hacia ella.
-Hola. Me llamo Dinny Hallersen y vengo de Londres. El chófer de lord Barthon debía
estar esperándome, pero...
-¡Lord Barthon! ¡Vaya...! ¿Y puede saberse qué se le ha perdido a usted en Rocas
Azules?
-En realidad, yo... verá me han contratado para...
-Sea lo que sea, lo mejor que puede hacer es ir a la fonda, esperar a mañana y tomar el
primer tren que pase... -la interrumpió la mujer-. Créame es un buen consejo, porque...
-¡Basta, Rossy! -intervino una voz varonil detrás de Dinny-. ¡Deja a la señorita en paz!
-Usted manda, doctor. Pero luego no diga que no la avisé.
Apenas tuvo tiempo de volverse. Detrás de ella, tendiéndole la mano, se hallaba un
apuesto joven. Era alto y rubio, de cabello abundante y rizado que contrastaba con su tez
morena y sus ojos azules. Tomó la mano de Dinny y la retuvo un momento mientras le sonreía.
-Soy Tobias Holmer. Mis amigos me llaman Tobby, y mis pacientes el matasanos de
Holmer.
-Vaya, espero no tener que necesitar sus servicios médicos.
Los dos se echaron a reír.
-Bueno, ahora ya somos amigos. ¿Puedo hacer algo para ayudarla?
-En realidad, no lo sé. El chófer de lord Barthon debía estar aquí... pero por lo visto no
está.
-¡Eso es evidente! ¿Es amiga de lord Barthon?
-¡Oh, no! Sólo lo he visto una vez. Soy empleada del museo de Londres y me ha
contratado para ordenar unos manuscritos...
-El caso es que yo sólo le conozco de vista. Hace seis meses que soy médico en Hawes
y, aunque he ido a visitar el famoso puente de Aysgarth, ni siquiera me he acercado a la verja
que da acceso al bosque que rodea Rocas Azules.
Los jugadores habían dejado las cartas sobre la mesa para escuchar la conversación.
Uno de ellos se levantó y tendió la mano a Dinny. Luego dijo:
-Perdone, no hemos podido evitar oír la conversación. Me llamo Hanky. Soy el barbero y
también regento la tienda de comestibles de mi mujer. El mata... es decir, el doctor Holmer está
lleno de buenos propósitos, pero Rossy tiene razón. Rocas Azules no es lugar para una joven
como usted.
-Hanky está en lo cierto -convino otro de los jugadores-. Desde que hace tres años
falleció la señora Barthon nadie se ha acercado a la casa y Jeremy Barthon es como un
murciélago encerrado en su madriguera. Si sale, lo hace de noche.
-No digas tonterías -repuso Rossy-. Ese hombre es el más hostil, arisco e inhumano que
he conocido.
Otro de los jugadores se levantó de la mesa y se unió al grupo.
-No era así antes del accidente -comentó-. Recuerdo que hace diez años participó en las
regatas del Ure...
-¡Cállate, Thom! No empieces con tus batallitas. Es un déspota y un egoísta... No le
interesa nada ni nadie... ¡Por mí que se pudra!
-Muchachos, basta de tonterías y tratemos de ayudar a la señorita -intervino Holmer,
con tono conciliador.
-Sólo hay una forma de hacerlo –insistió Rossy-. Obligándola a regresar a Londres. A
nadie con sentido común se le ocurriría ir a Rocas Azules.
Dinny estaba perpleja. No sabía si reír o llorar. Aquella conversación resultaba tan
fantástica...
De pronto, todos guardaron silencio. Rossy palideció y empezó a pasar un trapo por
encima del mostrador. Dinny se volvió hacia la puerta, en cuyo umbral estaba Jeremy Barthon.
Pero ¿cuánto tiempo llevaba allí?
El doctor Holmer se hizo dueño de la situación y avanzó, tendiéndole la mano.
-Usted debe de ser lord Barthon. Yo soy el médico...
-Sé quién es, y me alegro de encontrarlo. Sonny, mi chófer, se ha sentido indispuesto y
ha regresado a pie. Desearía que lo visitara. –Se encaminó hacia Dinny despreciando la mano
que Holmer le había tendido-. Disculpe las molestias que el incidente ha podido ocasionarle.
Dinny notó que el rubor cubría sus mejillas. Un cúmulo de sentimientos la embargaba en
aquel momento: su llegada en solitario, las palabras de los habitantes de Hawes, haber conocido
a Tobias Holmer, pero sobre todo la presencia del hombre que tenía delante y la miraba
fijamente a los ojos, haciendo caso omiso de cuanto había alrededor. Finalmente Dinny farfulló:
-No... no tiene importancia. -Quiso añadir algo, pero fue incapaz de hacerlo. Ahora ya
estás aquí, pensó.
Jeremy Barthon sacó un billete de su cartera y lo puso sobre el mostrador.
-Rossy -dijo-, cobra lo que han tomado estos señores y dales las gracias por haber
intentado ayudar a mi invitada. Buenas noches.
Con una mano cogió la maleta y con la otra sujetó el brazo de Dinny.
-¿Nos vamos? Y usted, doctor, puede seguirnos con su coche. Lo necesitará para
regresar.
-No se preocupe -dijo Tobias, sin dejarse intimidar por las palabras de lord Barthon-.
Esta noche pasaré por su casa, pero antes tengo que atender a otros pacientes. Aunque nunca
he estado, conozco el camino.
La conversación era normal, pero el tono de ambos resultaba desafiante.
-De acuerdo. No se retrase demasiado.
-Descuide...
Frente al bar había un MG descapotable. Era blanco con los asientos de cuero rojo.
Jeremy depositó la maleta en el asiento posterior y abrió la portezuela para que Dinny subiera.
Luego rodeó el vehículo y se sentó al volante. A una velocidad vertiginosa recorrió los quince
kilómetros que separaban Hawes de Aysgarth. A la entrada del pueblo giró a la derecha,
tomando una pequeña carretera rural al final de la cual había una verja. Detuvo el coche frente
a ella, bajó y accionó un resorte. Ante la sorpresa de Dinny, las puertas se abrieron
automáticamente, luego Jeremy subió al coche de nuevo y avanzaron otros dos kilómetros hasta
que divisaron la finca. Era de noche, pero la luna iluminaba la fachada, por lo que Dinny
distinguió su reflejo en las piedras. Su asombro iba en aumento, porque aquellas piedras eran
realmente de un intenso azul metálico. Al bajar ante la enorme puerta y subir los escalones que
la separaban del jardín, percibió un intenso olor a jazmín y su corazón latió con fuerza.

4
Desde el momento en que habían entrado en el amplio vestíbulo no había vuelto a ver al
dueño de la casa. Allí los esperaba una mujer. De unos sesenta años de edad, tenía el cabello
gris y su gesto era hostil. Salvo el cuello y los puños blancos, iba completamente vestida de
negro. Dinny observó que, colgando de la cintura, llevaba un enorme manojo de llaves, por lo
que dedujo cuál era su función.
Un asomo de alegría se dibujó en el rostro de la mujer y su voz resultó ser más
agradable de lo que Dinny había imaginado.
-¿Vendrá el doctor, señor?
-Todo está resuelto -respondió lord Barthon con cierta ironía-. Martha, cuida de que miss
Hallersen se acomode en la habitación que le hayas preparado. -Luego se dirigió a la joven-:
Debe de estar cansada. Duerma cuanto quiera. Por la tarde le mostraré su lugar de trabajo y en
qué consiste.
-Gracias, pero me encuentro muy bien.
-No obstante, insisto en que descanse. Buenas noches. Y no dude en pedir cuanto
necesite.
Pese a la amabilidad de aquellas palabras, en realidad se trataba de una orden que la
joven se apresuró a obedecer.
Siguió a Martha a través del vestíbulo hacia una amplia y alfombrada escalera que daba
acceso al piso superior. Volvió la cabeza y dirigió la mirada hacia su maleta, que seguía en el
mismo lugar donde lord Barthon la había dejado al entrar. Pese a que la mujer iba delante,
debió de percibir su gesto, porque se apresuró a decir:
-Ahora mismo ordenaré a la doncella que suba su equipaje.
-Gracias -balbució Dinny, y siguió caminando por un amplio pasillo situado a la derecha,
al fondo del cual había un salón con varias puertas. Sin embargo, lo que llamó su atención fue
un enorme cuadro, con varias escenas alegóricas del Olimpo, que cubría una de las paredes.
A Martha le pareció que su acompañante se ruborizaba cuando al volverse la sorprendió
contemplando el cuadro, pero se limitó a comentar mientras abría una de las puertas:
-Ésta es la zona de invitados. Le he preparado la habitación azul, tiene una bonita vista
por la mañana. Creo que se sentirá cómoda.
Aunque Dinny procedía de una familia acomodada y su casa podía considerarse lujosa,
se quedó asombrada con lo que estaba viendo. La estancia era enorme. El dosel de la cama, de
raso azul, era idéntico a las cortinas y la tapicería del tresillo situado en uno de los ángulos,
formando una salita, al fondo de la cual había un escritorio y una estantería llena de libros. Una
puerta daba acceso a un vestidor con dos enormes armarios y al cuarto de baño, cuyos
sanitarios también eran azules.
-¿Desea comer algo antes de acostarse?
-Bueno, me apetecería un vaso de leche caliente.
Después de llamar a la puerta una joven doncella entró en la habitación y dejó la maleta
en el suelo.
-May se lo subirá -dijo Martha-. En lo sucesivo ella atenderá sus órdenes. No obstante,
estoy a su disposición. Si no desea nada más, me retiro. Buenas noches, señorita.
-Buenas noches.
Dinny hubiera querido añadir algo, pero pese a su corrección, había algo en aquella
mujer que la intimidaba.
No ocurrió lo mismo con la doncella, que la ayudó a deshacer la maleta y a ordenar la
ropa.
Eran más de las once cuando se acostó, pero tardó en conciliar el sueño. Apenas habían
pasado veinticuatro horas desde que había salido de Londres, pero las imágenes de los intensos
acontecimientos vividos se sucedían en su mente una tras otra: su padre; Loretta; la ausencia
de Murray en el andén; más tarde la extraña gente del bar de la estación de Hawes; el ama de
llaves, que parecía salida de una de las novelas de Emily Bronte; y la parlanchina de May,
sobrina del chófer, por la que supo que su tío estaba recuperándose de una lipotimia que, según
el doctor Holmer (el apuesto caballero que tan amable había sido con ella) no tenía importancia.
Pero cuando finalmente se quedó dormida, una imagen se impuso sobre las otras: la de Jeremy
Barthon. Soñó que abría la puerta y avanzaba hacia ella con una vela en la mano iluminando su
rostro, un rostro lleno de pasión que se inclinaba y la besaba. El sueño fue tan real, que se
despertó, sobresaltada. El corazón le palpitaba con fuerza, tenía los músculos agarrotados pero
poco a poco fueron relajándose, mientras entre sus piernas notó una cálida humedad. Lanzó un
profundo suspiro y volvió a cerrar los ojos. Esta vez soñó con Jimmy Clithon, un compañero de
universidad del que hacía cuatro años que no sabía nada. Fue el primer chico que la había
besado, el primero que había acariciado sus tersos senos y despertado sus instintos de mujer,
saciando su curiosidad por conocer el sexo masculino. Sin embargo, todos aquellos escarceos
amorosos practicados varias veces tras los vestuarios del campo de deportes, sin llegar nunca a
nada concreto, fueron más satisfactorios para él que para ella. De pronto, el rostro de Jimmy dio
paso al de Hector Carrigan, al que había conocido hacía sólo dos veranos en casa de su amiga
Hilda Sutton. Habían simpatizado de inmediato y se sentían atraídos mutuamente, pero ella no
pudo compartir la pasión del muchacho cuando intentó pasar de los apasionados besos a la
posesión total. Por algún extraño motivo su corazón y sus sentidos se cerraban al mismo tiempo.
No obstante, algo cambió en su interior al soñar que era Jeremy quien estaba sobre ella,
produciéndole una sensación de placer hasta entonces desconocida.
Unos suaves golpes en la puerta la despertaron. Al cabo de un momento May descorrió
las cortinas y el sol iluminó la estancia. ¡Aún era más hermosa a la luz del día!
Dinny se levantó, tomó una ducha templada y se puso una blusa beige a juego con la
falda y el chaleco que escogió. Antes de salir de la habitación, tomó un sorbo del café que había
sobre la bandeja y se dispuso a vivir su primer día en Rocas Azules, a enfrentarse a una realidad
que parecía onírica. Se había enamorado de Jeremy Barthon y, aunque él no lo supiera, le había
entregado su cuerpo en un orgasmo imaginario, pero tan real, que al recordarlo se ruborizaba.
No había nadie en el vestíbulo. Escuchó el rumor de unas voces y se dirigió hacia una
puerta entreabierta. Reconoció la voz del ama de llaves.
-No vas a convencerme... Insisto en que es un error que sea una joven, y además tan
bella, la que se ocupe de este trabajo. Deberías mandarla de regreso a Londres.
-¡Basta, Martha! -exclamó lord Barthon con un tono desconocido para Dinny-. Hace años
decidimos que no volverías a adoptar esta actitud. No me obligues a que reconsidere prescindir
de tus servicios.
-Está bien. No volveré a hablar de ello. Pero no olvides que te lo advertí.
-Mujer obstinada...
Dinny se apartó sigilosamente de la puerta y luego caminó despacio como si acabara de
llegar. Se cruzó con Martha que sólo la saludó con un gesto de la cabeza al pasar junto a ella.
Tuvo la impresión de que aquella mujer iba a ser su enemiga. Sintió una opresión en su pecho.
Sin embargo, en cuanto lord Barthon se levantó del sillón que ocupaba detrás de una
enorme mesa de roble para tenderle la mano mientras le sonreía, todo cambió.
-¡Bienvenida a la zona de trabajo! ¿Ha dormido bien?
-Sí, gracias. Es... es todo tan...
Era incapaz de hablar, sintiendo el contacto de su mano unida a la del hombre, que
sonreía ante su nerviosismo.
-Ya se acostumbrará. Todo esto es un poco grande, tal vez demasiado teniendo en
cuenta que vivo solo con el servicio. Cuando la casa me agobia, salgo a dar un paseo por la
parte exterior de la finca.
-¿Hay jazmines? -inquirió Dinny casi sin darse cuenta.
Jeremy pareció asombrado.
-¡Sí! ¿Cómo lo sabe?
-Me pareció percibir su aroma ayer por la noche...
-¡Es... es algo extraordinario! -exclamó, y añadió con voz queda-: Bueno, es hora de que
le muestre cuál será su trabajo.
En la habitación contigua al despacho había una enorme biblioteca y, al fondo, otra
estancia con varias mesas y grandes atriles.
Las horas pasaron con rapidez, aunque sólo tuvo tiempo de ojear el primer manuscrito
para intentar catalogarlo en la época correcta. Estaba tan enfrascada en la tarea que no se dio
cuenta de que se había quedado sola en la estancia, por lo que, cuando May entró para
anunciarle que dentro de media hora la comida estaría servida, la sobresaltó.
Subió a su habitación para retocar su aspecto. Estaba ansiosa por ver de nuevo a lord
Barthon y hacerlo partícipe de sus emociones.
Cuando entró en el pequeño y acogedor comedor y vio dos cubiertos dispuestos sobre
una mesa redonda situada junto al ventanal que daba al jardín, sonrió de felicidad. ¡Sería una
comida íntima!
Pero quien entró en la estancia fue un hombre maduro, alto y muy delgado. Por su
alzacuellos supo que se trataba de un clérigo.
-¿Dinny Hallersen? Soy el pastor Huber. Voy a tener el placer de visitar Rocas Azules dos
veces por semana mientras dure su estancia aquí. Lord Barthon ha insistido a fin de que disipe
cualquier duda que usted pueda tener y siempre que yo conozca la solución.
El desencanto se reflejó en los ojos de la muchacha, aunque se esforzó por sonreír al
anciano que parecía tan amable.
-Estoy segura de que me será de gran ayuda. ¡Es todo tan fastuoso y emocionante...!
-Me alegra su entusiasmo. Ahora vamos a probar los exquisitos platos que Martha habrá
mandado cocinar. Más tarde trabajaremos.
Así fue cómo Benjamin Huber entró por primera vez en la vida de Dinny Hallersen.

5
Cinco días después. Dinny volvió a ver a lord Barthon.
De pronto, aquella tarde, entró en la estancia donde la muchacha trabajaba. Su pulso se
aceleró cuando oyó su voz tras de sí.
-Espero no interrumpirla.
-Al contrario. Es todo tan interesante, que me gustaría comentarlo con usted.
-¿No le gusta el pastor?
-¡Oh, sí! Es muy agradable y está al corriente de todo lo concerniente a Rocas Azules.
-Mi abuelo confiaba en él cuando era sólo un místico joven que quería ser clérigo. Más
tarde fue como un hermano mayor para mi padre, que lo convirtió en mi preceptor. Tras su
muerte, no se qué habría sido de mí de no ser por su apoyo... Con el paso de los años nos
distanciamos... Pero todo eso no le interesa. En realidad estoy aquí para invitarle a dar un paseo
por la propiedad. ¿Quiere ver los jazmines?
-¡Nada me complacería tanto!
-Pues... ¿a qué estamos esperando?
En la puerta había una pequeña charrete de dos asientos. El caballo, de color pardo,
meneaba la cola con nerviosismo. Jeremy ayudó a subir a Dinny, luego subió él y el carruaje se
puso en marcha. El asombro de la muchacha era cada vez mayor, sin importar hacia dónde
dirigía la mirada a lo largo de la imponente alameda por la que avanzaban. Luego se adentraron
por un camino más pequeño, desde donde se oía el rumor de un río. Allí empezó a percibir el
olor a jazmín y cuando sólo habían avanzado unos metros, Dinny exclamó, extasiada:
-¡Es maravilloso!
Junto a un enorme invernadero de cristal había una gran puerta de hierro
completamente cubierta por jazmines.
-¿Quiere que entremos? Es el cementerio familiar.
Dinny asintió con la cabeza. Aquel lugar la fascinaba.
En el interior del recinto sólo había jazmines y al fondo, dos grandes lápidas de mármol
blanco.
-Son las tumbas de mis padres –comentó Jeremy con tono solemne.
Otras dos lápidas más pequeñas, llamaron la atención de Dinny. Cuando el hombre se
dio cuenta de que ella estaba mirando allí, se apresuró a añadir:
-Mi padre expresó en sus últimas voluntades que Raúl, el último descendiente de la
familia de los jardineros de Rocas Azules y, aunque parezca extraño, su mejor amigo desde la
infancia, fuera enterrado en este lugar junto a la tumba de su hija, que había muerto muchos
años atrás. Raúl murió cuando yo tenía doce años y mi madre cumplió aquel deseo.
Dinny buscó con la mirada otra lápida, pero sólo vio cuatro cruces.
Jeremy la tomó del brazo conduciéndola hacia la salida.
-No sé que hay en usted que me incita a las confidencias. Creo que jamás había contado
a nadie esta historia.
-Tal vez sea que a los dos nos gusta el olor a jazmín.
-O quizá que en sus ojos puede leerse la compresión.
El sol había descendido y se reflejaba tenuemente en los cristales del invernadero.
Jeremy extendió la mano y saco una llave que había encima de la puerta.
-Pase. Si le gustan las flores exóticas, aquí las encontrará de todo tipo.
El asombro de la muchacha iba en aumento. Ni siquiera en Bushey Park había flores tan
bellas.
-Es asombroso. ¿Quién cuida de esto?
-Desde que murió nuestro jardinero, Martha se encarga de contratar gente para que
todo siga igual. Fue también la voluntad de mi padre.
Sus rostros estaban muy cerca y ella levantó la vista mirándole fijamente a los ojos.
Luego susurró:
-Gracias.
-¿Por qué dice eso?
-Por su confianza... Creo que desde ahora no me sentiré una extraña en Rocas Azules.
Dinny casi podía notar el aliento del hombre en su rostro, y esta vez no se trataba de un
sueño, era real. Jeremy tomó sus manos y posó en ellas los labios.
-Gracias a usted. Hacía mucho tiempo que no venía por aquí. Casi había olvidado lo
reconfortante que resulta este lugar. De niño era mi escondite favorito.
La muchacha aún temblaba cuando salieron del invernadero y subieron de nuevo al
carruaje.
-Regresaremos por otro camino. -La voz de Jeremy volvía a ser dura y autoritaria-. Es
mucho más corto, pero nos internaremos unos metros en la propiedad de los Cuberthon.
-¿Son sus vecinos?
-En realidad, nadie vive en el Chateau Monsien, aunque sigue impecablemente cuidado.
Su propietaria, Lady Cuberthon, reside en Londres desde hace muchos años. Su marido y su hijo
murieron y no tiene más familia.
-¡Es todo tan interesante...! Me encantan esas historias antiguas.
-Y yo me sorprendo a mí mismo. No soy amante de recordar el pasado.
-A mí sí me gusta. Tal vez porque no tengo pasado.
-Eso es absurdo. Es usted una niña.
Dinny se echó a reír. El tono de la conversación volvía a ser jovial.
-No lo crea. Ya soy mayor de edad. De lo contrario, jamás habría podido aceptar el
trabajo que me ofreció.
Jeremy hizo un leve gesto con la rienda y el caballo empezó a trotar. A los pocos
minutos Rocas Azules apareció a lo lejos. Cuando llegaron, estaba anocheciendo, Jeremy ayudó
a bajar a Dinny y por unos segundos tal vez más de los necesarios, la sujetó por la cintura.
Cuando la dejó en el suelo, ambos sabían que había ocurrido algo entre ellos. ¿Las confidencias
del pasado? ¿El olor a jazmín? ¿La luz del atardecer...? ¿O tal vez una atracción irresistible que
para Jeremy iba más allá de la razón?

Aquella misma noche, Martha estaba furiosa. ¿Desde cuándo Jeremy daba directamente
órdenes a las camareras? Era ella quien las recibía y cuidaba de su cumplimiento. Para Martha,
él siempre sería aquel niño pequeño y sonrosado que lord Barthon puso en sus brazos cuando
sólo tenía ocho días, para que ella, una fuerte y robusta mujer, se hiciera cargo de él, dado el
precario estado de salud de su esposa. En los últimos cuatro años ésta había tenido tres partos,
sin que sobreviviera ninguno de los hijos que había llevado nueve meses en sus entrañas.
Aunque jamás se recuperó del todo, sólo hacía tres años que había fallecido, sobreviviendo a su
esposo.
Sabía que esa muchacha nos traería complicaciones, refunfuñó Martha para sus
adentros. Cenar juntos en el comedor grande... Lo ha dispuesto a mis espaldas porque sabía lo
que le diría...
May interrumpió los agudos pensamientos de la mujer que, pese a sus años, ostentaba
su condición de soltera con mucho orgullo.
-Miss Martha, ¿debo decirle a la señora que se vista para la cena o...?
-¡Ya estás diciendo tonterías! Dile simplemente que esta noche cenará en compañía del
señor. No es preciso que la orientes más de la cuenta...
Cuando vio a Dinny bajar por la escalera, tuvo que reconocer que, vestida con aquel
traje ligeramente escotado cuyo único adorno era un largo collar de perlas, a juego con el
pasador que sujetaba su cabello, estaba radiante. Había escogido el atuendo adecuado para la
ocasión.

La velada transcurrió en perfecta armonía. Jeremy mandó cambiar el cubierto que se


hallaba al otro extremo de la larga mesa de roble, colocándolo junto al suyo. La cena fue
exquisita. Charlaron animadamente sobre muchos temas, sobre flores, manuscritos, el trabajo
de Dinny en la biblioteca, cuáles habían sido sus estudios e incluso si había estado enamorada...
Sin embargo, aunque a Jeremy no le importaba desvelar el pasado de su familia e incluso de los
sirvientes y vecinos, era incapaz de hablar de sí mismo. Ni una sola vez mencionó a su esposa. Y
cuando después de la cena tomaron el café en la acogedora salita contigua al comedor, Dinny le
preguntó si era triste estar solo. Él pareció no oírla, abrió la puerta que daba a la terraza y la
invitó a salir.
-Venga... Desde aquí, en una noche de luna como hoy también puede contemplarse un
hermoso paisaje.
La joven lo siguió. Un escalofrío recorrió su cuerpo al notar el aire fresco de aquella
noche de mayo. De inmediato, Jeremy se quitó la americana y se la puso por encima de los
hombros.
-No vaya a resfriarse... -le susurró casi al oído.
Sin querer, rozó con la mano el brazo desnudo de Dinny y el contacto con aquella piel
suave hizo que por un momento perdiera el control, la atrajo hacia sí y la besó larga y
suavemente, sin que ella se resistiera.
Luego, como un niño que ha sido sorprendido al cometer una diablura, se apartó y dijo
en voz baja:
-Perdone. No tengo excusa... Nunca debió ocurrir. Buenas noches -añadió, y abandonó la
terraza en silencio, recogiendo la chaqueta que había caído al suelo.
Dinny estaba perpleja. Las piernas le temblaban de tal modo que temía echar a caminar
por temor a caer. Cuando por fin lo hizo y pasó junto a Martha, que estaba de pie en el
vestíbulo, temió que la mujer pudiera oír los latidos de su corazón.

Pasó la noche en vela. Tenía miedo de dormirse y que desapareciera la maravillosa


sensación que había experimentado cuando Jeremy la besó.
Me ha besado. Por lo menos debo de gustarle un poco, se dijo.
No podía saber que a tan sólo unos metros de distancia él también seguía despierto,
encendiendo un cigarrillo tras otro mientras se recriminaba lo absurdo de su proceder.
No tengo ningún derecho a amarla, pensaba. Pero desde que la vi por primera vez ha
llenado todos mis pensamientos y esta noche... me ha hecho recordar que sigo siendo un
hombre... pero un hombre al que le está vedado el verdadero amor...
Luego ocultó el rostro entre las manos y sintió una profunda angustia en su corazón.
Casi en un susurro, pronunció las palabras que tanto lo atormentaban y al mismo tiempo
aliviaban su sufrimiento:
-Susan... Susan... No volverá a suceder... ¡Te lo juro!
Las horas transcurridas desde el momento que iniciaron el paseo hasta el incidente de la
terraza parecían haber sido olvidadas. Era como si nada hubiera ocurrido. Los días siguientes
Jeremy intentó no coincidir a solas con ella y se interesaba por su trabajo sólo cuando el pastor
Huber estaba presente. En tales ocasiones tomaba una taza de té con ellos, mostrándose
amable pero distante.
Aquella actitud entristecía a Dinny, que no dejaba de preguntarse en qué se había
equivocado, qué error debía de haber cometido para provocar semejante cambio de actitud en
Jeremy.
Una tarde de finales de mayo, Jeremy entró en la habitación acompañado de Tobias
Holmer.
-¿Recuerda al doctor Holmer?
-¡Claro! Fue muy amable cuando llegué.
-De eso hace exactamente veintisiete días -dijo el médico.
Los dos rieron al estrecharse la mano. Jeremy no se mostró tan alegre, pero habló con
corrección.
-El doctor ha venido a visitar a Sonny, que ha vuelto a marearse. Quiere aprovechar la
ocasión para invitada a la fiesta anual de Leysurn. Es muy divertida. Si va, lo pasará bien.
-Pues... no sé...
-Por favor -suplicó Tobias.
-¿Usted no irá? -preguntó Dinny a Jeremy, con tono casi de súplica.
-¡Oh, no! Esas cosas no son para mí. Pero acepte. Se divertirá y hace mucho tiempo que
está aquí encerrada.
-De acuerdo -dijo por fin.
-Gracias, Dinny. Mañana pasaré a recogerla a las siete. Es una fiesta campestre algo
informal, pero muy amena -comentó el doctor.
Los dos hombres salieron de la habitación y Dinny se quedó a solas con el manuscrito en
que estaba trabajando. Casi en un susurro, dijo:
-No estoy encerrada... Soy feliz paseando por los jardines y sabiendo que tú estás
cerca...
Por la noche, antes de dormirse, estaba furiosa consigo misma. Nunca debió aceptar
aquella invitación.

6
Leyburn era un pequeño centro agrícola que ofrecía una preciosa vista sobre el valle. La
llanura, donde aún se apreciaban las ruinas de la abadía cisterciense de Jervalaux, estaba
completamente iluminada. Se habían dispuesto largas mesas construidas con tablas y forradas
de papel de vistosos colores, llenas de exquisitos manjares. Al fondo, en un tablado, una
pequeña orquesta compuesta por seis músicos tocaba alegres melodías.
Tobias Holmer era un acompañante encantador y Dinny volvió a sentirse la muchacha
alegre y jovial que hacía sólo un mes había salido de Londres. Por unas horas, la influencia que
sobre ella había ejercido Rocas Azules y el recuerdo de los sentimientos que su corazón había
albergado sobre su propietario desaparecieron.
Tobias la había conducido hacia la pista de baile improvisada, donde un grupo de
alocados jóvenes estaban entregados al baile de moda en aquellos días.
Ella se excusó, sonriendo.
-Oh, no. Bailo muy mal...
-Nada de eso. Sólo tienes que seguir el ritmo y fijarte en lo que hacen los demás. ¡Es
muy divertido!
Al cabo de unos segundos, se encontraron bailando la frenética danza que había
sustituido al charleston.
De pronto el ritmo cambió las primeras notas de Noche y Día fueron como un resorte
para que los jóvenes, que hasta el momento habían bailado cada uno a su ritmo, se unieran a su
pareja.
Dinny notó el brazo de Tobias rodeando su cintura mientras la atraía hacia sí. Sus
rostros estaban muy cerca y sintió el contacto de su mejilla.
La voz de Tobias era como un susurro en su oído.
-¡Dinny, oh, Dinny! Desde el momento que te vi he deseado rodearte así con mis
brazos... No he dejado de imaginar lo que sería tenerte tan cerca... Pero la realidad es superior a
todo...
En ese momento bajó la cabeza y besó suavemente su cuello.
Contrariada, Dinny se estremeció.
Tobias malinterpretó su gesto y la asió con más fuerza. Su pasión iba en aumento.
-¡Te amo, te amo! Ahora estoy seguro.
Buscó con avidez sus labios, húmedos y carnosos, que no opusieron resistencia a la
vehemencia del apuesto joven.
En aquel momento sonaron las últimas notas de la melodía. La voz del director de la
orquesta se escuchó por el altavoz. Iba a empezar un sorteo.
Tobias cogió a Dinny de la mano y dijo:
-Salgamos de aquí... Hay muchas cosas que quiero decirte.
Ella le siguió en silencio hacia el coche aparcado al final de la plaza, junto a otros
vehículos.
-Sube -dijo Tobias, abriendo la portezuela.
Dinny estaba atónita. No debió permitir que aquello pasara. Tobias Holmer era
encantador, pero no podía corresponder a sus sentimientos porque su corazón no era libre.
Ahora lo sabía con total certeza. No había sentido nada al ser besada momentos antes, porque el
recuerdo de otro beso seguía latente en su corazón.
Antes de poner el coche en marcha, tomó su mano y se la llevó a los labios.
-Dinny... quiero que seas muy feliz...
-Preferiría... preferiría regresar.
-Antes debes ver algo que sólo puede verse aquí en los Moors y debes escuchar lo que
tengo que decirte.
Estaba muy nerviosa. No podía dejar que aquella situación continuara. Finalmente se
armó de valor. No habían recorrido un kilómetro cuando habló con voz entrecortada:
-¡Para, por favor! Ha habido... ha habido una equivocación...
Unos metros más al sur había un pequeño camino, giró hacia la derecha y detuvo el
coche junto a un prado. Al fondo la luna iluminaba el valle de Swade. Tobias se quedó mirándola
a los ojos como un niño asustado.
-¿Te he molestado...? Sólo pretendía que supieras que te amo...
-¡Tobias... por favor! Es un honor para mí, pero yo... no puedo corresponderte.
-No te preocupes, con el tiempo aprenderás a hacerlo. Yo te enseñaré.
-Es imposible, porque otro hombre ocupa mis pensamientos y mi corazón.
Nunca había imaginado que sería capaz de hablar de esa forma a un extraño,
confiándole sus sentimientos.
-¿Dejaste un novio en Londres?
-No... No tengo novio. En realidad, él no sabe que le amo. Ignora lo que representa para
mí.
-¿Y tú para él?
-Yo no represento nada... ¡Nada en absoluto!
-¡Ese hombre debe de estar loco!
-Quisiera no hablar más de ello y, si es posible, seguir siendo tu amiga.
-Dinny, te amo demasiado para no hacer cualquier cosa que me pidas.
Ella sonrió, tendiéndole la mano.
-Así pues ¿amigos sin rencores?
-¡Amigos! Pero dime, por favor... ¿Quién es ese cretino? Porque te aseguro que tendrá
que vérselas conmigo si te hace desgraciada.
-Prefiero no decírtelo. Además... no lo conoces -mintió, consciente de que había ido
demasiado lejos-. Quisiera volver. ¿Te importa?
-Claro que me importa, pero... será como tú quieras. Siempre será así. Recuérdalo.
-Gracias -susurró Dinny, que acarició su mejilla mientras le miraba con ternura.
Tobias Holmer se sintió compensado, pues en ocasiones amar también significaba
renunciar.

May había entregado a Dinny la llave que abría la puerta lateral del jardín. Por allí no
podían pasar los coches, así que el médico se quedó al otro lado de la verja, contemplando cómo
la joven se alejaba por la alameda que conducía a la casa.
Dinny miró el reloj. Eran más de las once y todos dormían. Cerró con cuidado la puerta y
dejó las llaves en el lugar que le habían indicado. Luego subió sigilosamente por la escalera.
Cuando llegó al primer piso, antes de dirigirse a su habitación, tuvo una sensación extraña. Se
volvió y descubrió el motivo. Del fondo del pasillo, surgía un pequeño resplandor. Se acercó y
quedó asombrada. El enorme cuadro de la pared estaba desplazado.
-¡Es una puerta! -farfulló.
Aunque su sentido común le decía que no avanzara, su curiosidad era mayor. Atravesó la
puerta y se internó en una amplia habitación cuya decoración indicaba que había sido dispuesta
para recibir un bebé: la armonía del colorido, las cortinas, los estantes llenos de muñecos de
peluche, la cuna adornada con hermosos doseles...
Se tapó la boca con la mano para reprimir un grito porque en el centro de la estancia,
inmóvil, se hallaba Jeremy Barthon...
Retrocedió en silencio. No obstante, el hombre se volvió instintivamente. Los puños
apretados, el rostro pálido y los ojos hundidos... le conferían una expresión hasta entonces
desconocida para Dinny. Su voz sonó en los oídos de la joven como la de un extraño.
-¿Qué diablos está haciendo aquí? No tiene ningún derecho...
-Perdone yo... vi luz y...
-¡Márchese! ¡Márchese inmediatamente...! -Más que una orden, aquellas palabras
parecían un lamento desgarrador.
Dinny se volvió y salió corriendo con el rostro cubierto de lágrimas.
Sin dejar de llorar, entró en su habitación, y se desvistió poco a poco. Desolada, no
podía dejar de pensar en las palabras pronunciadas por Jeremy: «No tiene ningún derecho...»
Habían sido demasiadas emociones desde que unas horas antes había dejado Rocas
Azules para pasar una agradable velada. Incapaz de contener el llanto, se sentó frente al tocador
para no caer al suelo, ocultó su cabeza entre los brazos y toda la angustia que sentía brotó de
sus labios en forma de lamentos, tan profundos y afectados que hubieran hecho estremecer al
corazón más duro.

Cuando Jeremy insistió en que Dinny saliera con el médico, intentó convencerse de que
estaba haciendo lo correcto. Subió a su habitación y se acostó. Al cabo de un momento supo que
no podría dormir. Se levantó y se puso un batín de seda azul marino. Cogió un libro e intentó
leer, pero fue incapaz de fijar su atención. Por mucho que se esforzara en negarlo una y otra vez
sabía exactamente qué estaba ocurriendo. ¡Estaba celoso! Por primera vez desde hacía mucho
tiempo albergaba sentimientos que creía olvidados. Pasión, celos, .ternura... alegría y dolor
habían sido desterrados de su mente tres años atrás, cuando al morir Susan supo que toda
verdadera felicidad le estaba vedada. Pero en tan sólo unos días había vuelto a sentir aquellas
emociones, en realidad con más fuerza que nunca. Y era esa asombrosa mujer, casi una niña, la
que las había despertado. Su mente y sus sentidos habían renacido de entre unas cenizas que
creía extinguidas. Era incapaz de dominar su deseo, tan controlado hasta entonces. Le bastaba
con recordar los segundos que tuvo a la muchacha entre sus brazos para notar la excitación de
su miembro erecto, hasta dejar que e! Semen fluyera entre sus piernas, proporcionándole un
placer morboso que su sentido común le instaba a reprimir.
Aquella noche las cosas habían llegado a un punto insostenible, porque desde el
momento que vio a Dinny partir, una lacerante excitación se apoderó de él.
Dinny debía abandonar Rocas Azules. Los manuscritos habían dejado de tener
importancia. Pero ¿sería perjudicial para la carrera de la muchacha? Lo que menos deseaba en
e! mundo era hacerle daño. Lo mejor sería que él se alejara mientras e! trabajo no estuviera
terminado... Sin embargo, la sola idea de que voluntariamente dejaría de verla, lo mortificaba.
Además, estaba seguro de que incluso en la distancia su recuerdo seguiría atormentándolo.
Trató de hallar una solución. Finalmente decidió hacer frente a la realidad, una realidad que sólo
podía encontrar en el pasado que había decidido enterrar, pero que seguía allí, todos y cada uno
de los días y las noches.
Salió de la habitación y se encaminó al fondo de! pasillo... Pulsó un resorte y e! cuadro
cedió lentamente. Luego se dirigió hacia la puerta cerrada que un día juró no volver a abrir y...
muy despacio rompió su promesa.
No podía precisar cuánto tiempo permaneció allí de pie, ni lo que pensó, ni lo que
prometió y tampoco lo que sintió al saberse sorprendido en aquella intimidad que sólo a él
pertenecía, ni siquiera cuáles fueron sus palabras antes de que Dinny saliera corriendo,
asustada.

7
Al pasar por delante de la habitación de la joven, el susurro de aquellos sollozos llenos
de angustia y dolor atravesaron su corazón como una lanza.
Oh, no, pensó. No... mi amor.
Suavemente empujó la puerta entreabierta y entró en la habitación.
Se acercó lentamente. La visión del cuerpo de Dinny abatido sobre el tocador y su reflejo
en el espejo le causó un dolor insoportable. En silencio puso su mano en el hombro desnudo de
Dinny. El tirante de la combinación había caído, dejando al descubierto un seno redondo y
sonrosado que se movía al compás de sus sollozos.
Instintivamente Jeremy susurró unas palabras que nada tenían que ver con las que
habían salido de sus labios sólo unos minutos antes.
-Mi amor... no quise hacerte daño. Lo último que quiero es verte llorar.
Ella no se sobresaltó, ignorando si lo que estaba ocurriendo era real o sólo fruto de un
sueño surgido del dolor de su corazón.
-¡Jeremy...! -murmuró y su voz sonó como un lamento.
Él se arrodilló frente a Dinny y la contempló fijamente.
-¡Qué bella eres! Te amo tanto...
Ninguno de los dos fue consciente de lo que ocurrió a continuación. Fue uno de esos
momentos en la vida que sólo pasan una vez. De pronto, nada ni nadie importaba, sólo había
dos cuerpos que deseaban amarse intensamente, dos corazones latiendo al mismo tiempo, el
bien y el mal formando alianza común, porque el deseo de dar y recibir era tan fuerte que
borraba cualquier otro sentimiento.
Jeremy le secó las lágrimas mientras le susurraba palabras de amor que incluso para él
eran desconocidas, porque salían de lo más profundo de su ser. Sus manos empezaron a
recorrer el cuerpo de Dinny, que respondía a cada caricia dando y recibiendo placer al mismo
tiempo. Finalmente él la tomó en brazos y la llevó a la cama, testigo de tantas horas de
insomnio.
La realidad superaba toda fantasía. Dinny sentía cómo cada poro de su piel pertenecía al
hombre que estaba sobre ella, mientras los labios de éste recorrían los más recónditos rincones
de su cuerpo hasta alcanzar el clítoris, que empezó a palpitar antes de llegar al orgasmo. Jeremy
tuvo un instante de duda y se detuvo, pero la excitación de la muchacha era tan intensa que,
con todo el encanto de su inexperiencia, comenzó a mover sus nalgas, sintiéndose prisionero de
un ritmo del que le fue imposible escapar.
Después permaneció largo rato con los ojos cerrados, rodeándola con sus brazos. No
quería pensar... sabía que si lo hacía volvería a la realidad. Esa realidad que lo atormentaba y
que hacía que se sintiese furioso consigo mismo, porque había sido incapaz de dominar sus
impulsos de hombre joven y profundamente enamorado, aun a sabiendas de que nunca debió
ceder ante el profundo deseo de amar a la joven que lo había trastornado desde el primer
momento.
Con sumo cuidado para no despertarla, se separó de ella. Mientras se ponía la bata, no
cesaba de contemplarla... Qué hermosa es, pensó.
Luego pasó suavemente la mano por sus ensortijados cabellos, que reposaban sobre la
almohada, y salió sigilosamente de la habitación.

Aún no eran las ocho de la mañana cuando bajaba por la escalera seguido de Sonny, que
llevaba un pequeño maletín.
Martha se sorprendió al verlo. Como siempre que había alguien delante, el tono de su
voz era respetuoso y servicial.
-Señor ¿no es... demasiado temprano?
Él la miro fijamente. Había una complicidad entre ambos, fruto de los años de su niñez
en que Martha era la única persona que le prestaba atención.
-No, Martha. En realidad... creo que ya es demasiado tarde. Sonny me llevará a la
estación. Enviaré un telegrama para indicarte dónde debes mandarme el equipaje. Creo que
estaré ausente mucho tiempo.
-Oh, Dios... ¿Otra vez? Creí que había vuelto para quedarse...
-Yo también lo creía, pero por lo visto mi destino es alejarme siempre de Rocas Azules.
-¿Dónde podré localizarlo?
-Aún no lo sé. Tal vez acepte dar unas conferencias en Canadá, aunque antes tendré que
reciclarme un poco. De todos modos, esta misma tarde Mr. Allesen enviará a alguien de su
bufete. Sobre la mesa de mi despacho hay varios sobres. Él sabe qué tiene que hacer. En cuanto
a la economía... como siempre cada quince días vendrá Silver para atender los pagos.
-¿Y... en cuanto a miss Hallersen?
Martha sabía que había puesto el dedo en la llaga... Sintió tener que hacerlo, pero era
inevitable.
-También hay instrucciones para ella. Disfrutará de unos días de vacaciones. Luego
volverá hasta que termine su trabajo. El pastor Huber vendrá todos los días para ayudarla.
Cuando se disponía a salir, se volvió para dar la última orden.
-Ah, Martha... deseo que llames al doctor Holmer. Quiero que venga todas las semanas y
que os examine a todos, en particular a Sonny.
Contrariado, el chófer enrojeció. Nada le molestaba más que se preocuparan por su
salud.
-Pero milord... ya estoy bien.
-Insisto. Debe estar en contacto con todos los habitantes de Rocas Azules. Es la única
forma de que yo viaje tranquilo.
-Sí, señor... Que tenga un buen viaje.
Martha cerró la puerta tras él. La mano empezó a temblarle. Tenía la certeza de que algo
había ocurrido, algo tan grave como para que Jeremy tomara la decisión de volver a ausentarse,
cuando sólo hacía unos meses le prometió que sus sentimientos se habían serenado por
completo y estaba dispuesto a vivir de nuevo, resignado con su destino.
Cuando Dinny despertó, creyó que todo había sido un sueño. Pero al ver su ropa en el
suelo y notarse completamente desnuda supo que era real.
Palpó con la mano la almohada y comprobó que había indicios de que alguien había
dormido allí. Luego se desperezó, sonriendo.
Miró el reloj. Había dormido más de la cuenta. Se levantó y tomó una ducha rápida.
Escogió una blusa de color azul pálido que le favorecía. Quería estar radiante, ahora que sabía
que Jeremy la amaba.
A diferencia de otras mañanas, no tocó el timbre para que May le subiera el desayuno,
ya que quería ordenar la habitación. Cuando terminó, se dirigió al pequeño comedor, donde
siempre había dispuesto café y té caliente. Cogió una taza y tomó un sorbo.
Antes de entrar en la biblioteca, donde tenía su lugar de trabajo, se detuvo ante la
puerta del despacho de Jeremy ya que a aquella hora solía estar allí. Aunque sólo había entrado
en un par de ocasiones, siempre a petición de él, decidió tomar la iniciativa y llamó a la puerta.
Nadie respondió a la llamada. De pronto se volvió y vio que May estaba detrás de ella.
-Miss Dinny, esta mañana lord Barthon ha partido al extranjero. Creo que estará ausente
mucho tiempo.
-¿Qué estás diciendo? ¡No es posible...! ¡Ayer...!
Como de costumbre, Martha acudió sigilosamente y repuso:
-¡Ayer... no es hoy! El señor ha considerado la conveniencia de reanudar un ciclo de
conferencias que había interrumpido. Eso lo mantendrá alejado de Inglaterra bastante tiempo.
No obstante, el pastor Huber tiene algo para usted.
Dinny se apresuró a entrar en la biblioteca. De pie junto a la ventana, con las manos en
la espalda, estaba el pastor. Tenía un sobre en la mano.
-¡Pastor Huber!
-Buenos días, Dinny. Estaba esperándola. -Le entregó el sobre y dijo-: Si prefiere estar
sola, la esperaré junto a la mesa de trabajo.
Ansiosa por conocer el contenido del sobre, la muchacha no contestó.
La letra de Jeremy era casi tan clara como las frases que había escrito: «Todo fue un
error, un grave y penoso error. Los dos sabemos que no puede haber nada entre nosotros. No
obstante, lo pasé muy bien. Por ello le doy las gracias y le aconsejo que reserve su entusiasmo
para quien realmente sepa corresponderle. J. Barthon.»
No podía ser verdad. Lo que había ocurrido entre ellos era sincero. No era la única que
había puesto todo el alma en su entrega... No obstante la asaltaba una duda. ¿Qué significaba
aquella carta? Entonces recordó la figura tétrica del hombre en el interior de la habitación
escondida tras el cuadro y la mirada que vio reflejada en sus ojos cuando él se dio cuenta de su
presencia. Empezó a temblar, sintiendo una fuerte presión en el pecho y cayó desvanecida.

Cuando volvió en sí, estaba tendida en el sofá de la sala de música, que era la más
próxima a la biblioteca. May le sujetaba la mano que tenía libre, porque en la otra apretaba con
todas sus fuerzas la nota que Jeremy le había dejado. Como si estuviera muy lejos, oyó la voz
de Martha.
-No se preocupe, pastor. El doctor Holmer ya está en camino. Anoche debió de comer
algo en la feria que no le sentó bien.
-Vaya a buscar una manta para taparla, May. Y usted no se preocupe, Martha. Sin duda
tendrá trabajo que hacer. Yo me quedaré con ella, hasta que llegue el médico.
Dinny agradeció las palabras del pastor, aunque no abrió los ojos. No deseaba ver nada
ni a nadie.
Una hora después, estaba completamente repuesta. Seguía sentada en el sofá y Tobias
Holmer la obligaba a beber un vaso de agua para tomar una pastilla.
-No creo que sea nada importante. No obstante, mañana ven a mi consulta. Quiero
hacerte un reconocimiento completo.
-No será necesario. Mañana estaré bien... Me siento un poco cansada. La noche
pasada... no dormí demasiado bien.
-Espero que nuestra conversación no haya influido en ello. Cuando me despedí de ti...
estabas contenta y todo había quedado aclarado.
-Por supuesto. Fuiste muy comprensivo conmigo y te lo agradezco.
-Muy bien. En ese caso, espero que el culpable no sea ese cretino que ha irrumpido esta
mañana en Hawes preguntando cómo podía llegar a Rocas Azules para ver a Dinny Hallersen.
El corazón de Dinny dio un vuelco. En sus ojos volvió a brillar la luz de la esperanza y en
su voz se reflejó la emoción.
-¿Lord Barthon está en Hawes?
-¿Lord Barthon...? No... Dicen que ha tomado un tren muy temprano con destino a
Londres y, como de costumbre, su humor era inaguantable, aunque ha tenido la buena idea de
contratarme para que visite la mansión todas las semanas... El tipo del que te hablo ha
despertado a media ciudad con el ruido de su descapotable rojo...
-¡Murray!
-Vaya por lo menos te ha hecho vibrar... Eso es buena señal. Como médico me alegro,
pero como hombre... le rompería la cabeza. -Dinny sonrió y Tobias agregó-: Pero hoy... están
prohibidas las visitas. Mañana será otro día.
Sí. Mañana será otro día, pensó Dinny. Otro día sin Jeremy cuando creí que lo tendría
para siempre.

8
Todos convinieron en que lo mejor para Dinny era que iniciara las vacaciones y pasara
unos días en su casa de Londres. La llegada de Murray apoyó la idea, ya que él la llevaría de
regreso.
No obstante, en calidad de hombre, Tobias Holmer se sintió contrariado, pero como
médico consideró que sería favorable para la salud de Dinny, que, en las cuarenta y ocho horas
transcurridas desde su desvanecimiento, seguía pálida e inapetente y ni siquiera el paseo que
había dado la tarde anterior por los jardines de la finca con el joven que Tobias consideraba su
rival había conseguido animarla.
Tobias ignoraba que Murray había ido en busca de Dinny para despedirse de ella. Se iba
a vivir a Italia.
Cogidos de la mano, paseaban por el mismo camino que un día recorrió con Jeremy. Se
detuvieron al llegar al invernadero.
-El día de tu cumpleaños me ausenté de Londres. Cuando regresé me dieron tus
recados, pero ha tenido que surgir este imprevisto para que me decidiera a llamar a tu casa. Tu
madrastra me dio la dirección.
-¡Loretta! Jamás pienso en ella como en mi madrastra. Ha sido una verdadera madre
para mí y lo que es más importante, mi mejor amiga.
-Es encantadora y... te quiere mucho.
-Lo sé. Y en estos momentos la necesito más que nunca.
-¿Que te ocurre, Dinny? Tu salud nos tiene a todos preocupados.
-¡Bah no es nada que los médicos puedan arreglar! Hace tres días era la mujer más feliz
del mundo... un mundo que se ha derrumbado en tan sólo unas horas.
-¿Amor... ?
-Más bien desamor. Prefiero no hablar de ello, si no te importa.
-Como quieras, aunque sería un oyente muy comprensivo, porque precisamente por esa
misma cuestión abandono Inglaterra.
-¿Te alejas del amor?
-No, al contrario. Voy a reunirme con la única persona que amo de verdad. La misma
que he amado desde que era un adolescente y seguiré amando mientras... -Su voz se quebró un
instante-. Bueno dejemos eso... Eres tú la que tiene problemas. ¿Puedo ayudarte?
-Lo has hecho desde el momento que entraste por la puerta. Te necesitaba, Murray.
Se abrazaron. Los dos jóvenes sintieron que los brazos del otro eran un soporte en el
que podían confiar.
-Creo que es hora de regresar -dijo Murray-. Debes preparar el equipaje si quieres salir
mañana por la mañana.
-Sí, deseo alejarme de aquí...
De inmediato pensó que aunque se alejara su corazón quedaría prendido entre las
paredes de la habitación donde se había entregado en cuerpo y alma a Jeremy.

Aquella misma tarde, entregó los últimos datos reunidos al pastor Huber por si los
necesitaba.
-¡Nada de eso! No crea que voy a trabajar sin usted -repuso Huber-. También me
tomaré unos días de vacaciones y los dedicaré a mi diócesis, que falta le hace. Pero no podía
negar a Jeremy el venir aquí a ayudarla.
-Lo aprecia mucho, ¿verdad?
-Ni él mismo sabe cuánto...
Dinny se decidió a formular una pregunta que le desgarraba las entrañas:
-¿Qué ocurrió en la habitación que hay detrás del cuadro del Olimpo?
-Algo muy triste. Pero pertenece al pasado. Un pasado que Jeremy no tenía más remedio
que olvidar si quería seguir viviendo y en el que no nos está permitido intervenir ni a usted ni a
mí, aunque sea por el bien del propio Jeremy.
-El pastor apoyó la mano sobre el hombro de ella mirándole fijamente a los ojos y
añadió-: Puesto que usted le ama... desea sólo su bien, ¿verdad?
-Sí...
-Regrese a Londres y... si quiere mi consejo, envíe a un compañero a terminar de
ordenar los manuscritos. Aléjese de Rocas Azules para siempre.
Ambos sabían que eso no sería posible.

Cuando se encontró sola en su alegre habitación de la casa de la plaza Rusell, entre


todas aquellas cosas que habían formado parte de su vida desde el día que nació, le pareció que
los dos meses pasados en Rocas Azules eran producto de un sueño. Sin embargo, el
insoportable dolor que le roía las entrañas le recordaba que no era así.
Su padre se alegraba de volver a tenerla en casa. Era la misma sensación que cuando
regresaba en vacaciones del colegio y más tarde del instituto. No obstante Loretta intuía que
algo había afectado profundamente a Dinny, pero se abstuvo de formular preguntas. La
discreción era otra de sus virtudes.
Durante los ocho días siguientes Murray no dejó de visitarla y, además, solía invitarla a
dar un paseo. En los albores del verano, Londres estaba precioso.
Hablaban de diversos temas, pero nunca mencionaban sus sentimientos amorosos.
Guardaban frecuentes silencios en los que cada uno se refugiaba en el recuerdo del ser amado.
Era su última tarde en Londres y Murray comentó:
-Te mandaré mi dirección. Sabes que pase lo que pase puedes contar conmigo.
-¿A qué hora sale tu tren?
-A las cinco de Victoria. ¿Por qué?
-Iré a despedirte.
-Prefiero que no lo hagas. Me entristecería saber que estás allí.
Dinny recordó el día de su partida hacia Hawes y cómo lo buscó ávidamente antes de
que el tren se pusiera en marcha. Así pues, sin hacer caso de su petición, fue a la estación.
Afortunadamente él no la vio, pues tuvo tiempo de colocarse detrás de una de las
columnas del vestíbulo principal.
Seguidos por dos mozos con sendos carritos llenos de maletas, Murray caminaba
lentamente llevando del brazo a una preciosa mujer rubia, la misma que Dinny había visto
dentro del Cadillac negro el día de su cumpleaños.
¿Por qué no le había hablado de ella? Murria sabía perfectamente que no existía ningún
lazo sentimental entre ellos. Habían decidido ser buenos amigos... Su relación con Jeremy era
distinta, una triste relación que había terminado al empezar.
Esperó a que el tren partiera. En cuanto se alejó y estuvo segura de no ser descubierta,
emprendió el regreso. No quiso tomar un taxi. Tenía ganas de caminar sin rumbo, como sin
rumbo había quedado su vida.

A principios de agosto, Dinny seguía sin tener apetito, cada día estaba más pálida y la
tristeza se reflejaba en su rostro. Había declinado todas las invitaciones de sus numerosos
amigos. Aunque estaba de vacaciones, prácticamente sólo salía a la calle para ir al museo, ya
que entre sus archivos se encontraba muy cómoda, sobre todo desde su regreso. Mr. Fuller
había cambiado su actitud respecto a ella y la trataba con la mayor consideración. Estaba
obligado a hacerlo, después de la carta que había recibido de lord Barthon. Su donación al
museo iba a ser la más importante de los últimos años y no podía contradecirle si él consideraba
a Dinny Hallersen una verdadera joya. Pero aquella mañana, cuando al salir de su despacho notó
cierto alboroto al final del pasillo, volvió a mostrarse malhumorado.
Un joven en prácticas corría con un vaso de agua en la mano.
-¿Qué ocurre? -inquirió Mr. Fuller.
-Miss Hallersen se ha mareado y ha perdido el conocimiento.
-¿Otra vez? Hace dos días le ocurrió lo mismo.
Mr. Fuller se encaminó a una pequeña sala donde habían trasladado a la joven. Al entrar
dijo, tratando de ser amable:
-Jovencita, creo que debería ir al médico. Un reconstituyente le sentaría bien. -Sin más,
abandonó la estancia murmurando-: Esta juventud y la obsesión por perder peso... Ah, si
Rubens levantara la cabeza...

Aunque Loretta no tenía noticias de los desvanecimientos de Dinny, estaba preocupada


por ella. Apenas comía y las ojeras con que despertaba cada mañana denotaban una noche de
insomnio. Al principio lo atribuyó al intenso calor y decidió hablar con su esposo.
-Querido, creo que deberíamos adelantar unos días nuestras vacaciones.
-De momento aún no puedo ausentarme. Tengo unos asuntos importantes que resolver
y no puedo dejarlos en manos extrañas.
-Si Dinny quisiera, podríamos adelantarnos... No creo que en el hotel tengan
inconveniente en cambiar las fechas de la reserva.
-Hazlo si quieres. Mi amor, ya sabes que todo lo que decidas siempre me parecerá
bien...
Dinny los sorprendió mientras se besaban. Sonrió, aunque sintió un poco de envidia de
aquella felicidad que duraba ya tantos años.
Loretta intentó convencerla de que los acompañara, pero fue inútil.
-Hace mucho tiempo que no comparto vuestras vacaciones en la costa Azul. Sé que para
ambos es como si todos los años pasarais una nueva luna de miel.
-¡Tonterías! -repuso Loretta-. Ahora lo más importante para tu padre y para mí eres tú.
Nos tienes muy preocupados desde que regresaste. ¿Ha ocurrido algo que yo deba saber?
-¡Nada! Sólo... que estoy un poco cansada y algo deprimida y...
Dinny no pudo contener el llanto y se abrazó a Loretta, que la acarició cariñosamente.
-Oh, Loretta estoy muy asustada...
-Cariño... cariño, no llores y dime qué te pasa...
Dinny levantó la cabeza, aunque permaneció con la mirada baja.
-Eso es precisamente lo que no puedo decirte...
-Tendré que adivinarlo. Veamos, ¿hay algún muchacho por medio?
-No... eso podría soportarlo.-Es algo... mucho peor.
-¡Por Dios, Dinny! No me asustes... ¿Qué te ocurre?
Se sentaron en el sofá. Loretta le cogió las manos y había tanta comprensión y amor en
su mirada que Dinny sintió la necesidad de hablar.
-Una mañana me desmayé. El día anterior sufrí una gran tensión emocional y no dormí
en toda la noche. El médico dijo que no tenía importancia... Creí que sería algo pasajero, pero
ha vuelto a ocurrir en otras dos ocasiones... Por las mañanas siento unas náuseas terribles y mis
senos se han endurecido y...hace dos meses que no menstruo...
-¡Dinny! ¿Te has acostado con un hombre...?
-No es lo que imaginas... Hice el amor una vez, pero ¡no me acosté!
-¿Quién es?
-No voy a decírtelo... ni a ti ni a nadie. Es cosa mía, lo hice porque quise... él no tiene
nada que ver.
-Oh, niña, niña... Naturalmente que tiene que ver... Estas cosas son asunto de dos. Y
vas a decirme de quién se trata...
-Fue un chico que conocí en... el pueblo. Estaba de paso y... se marchó.
-Eso no es propio de ti... Me siento defraudada por no haber sabido educarte.
Loretta se levantó cubriéndose el rostro con las manos. No obstante con la rapidez e
intuición que la caracterizaban, se secó las lágrimas y agregó:
-Basta de llorar. Con esto no se consigue nada. Hay que buscar soluciones... Ve a tu
habitación y empieza a hacer las maletas. Afortunadamente tu padre está conforme con que nos
vayamos solas... Unos días nos bastarán para saber a qué atenernos y resolver la situación.
Dinny, aún sollozando, lanzó a Loretta una mirada de agradecimiento. Siempre había
podido contar con ella, porque además de una madre era su mejor amiga.
Mientras hacía la maleta, se atrevió por vez primera a tocarse el vientre y a expresar en
voz alta un pensamiento que desde hacía días rondaba por su mente:
-Estoy embarazada... Voy a tener un hijo de Jeremy y si de algo estoy segura, es de que
nada ni nadie impedirá que nazca...

En Calais no tomaron el tren hacia Cannes, como estaba previsto. Esperaron dos horas
en la estación para enlazar con el expreso de París. Fue la primera vez que Loretta mintió a su
marido. Halló en el deseo de complacer a Dinny para elegir un nuevo vestuario en la capital
francesa la excusa que justificó su cambio de planes.
Cuando Tobias Hallersen recibió el telegrama, meneó la cabeza sonriendo.
-¡Mujeres! -murmuró.

Loretta se había propuesto no mencionar el tema hasta que un doctor confirmara sus
sospechas, en realidad sus certezas.
Se hospedaron en el hotel Des Chevallers, muy cerca de una clínica privada en la calle
Turenne, donde por un precio muy elevado no hacían demasiadas preguntas.
-Me alegro de comunicarle, Mrs. Smith, que dentro de siete meses será usted madre de
un bebé --dijo el doctor que la había examinado.
Loretta posó su mano sobre la de Dinny al ver en su rostro el primer atisbo de felicidad
desde su regreso a casa.
-Gracias, doctor. No sé si nos quedaremos en París, pero de ser así... ¿se harían ustedes
cargo de todo?
-Puede contar con ello... -Loretta, a diferencia de Dinny, que sólo pensaba en lo que el
médico acababa de comunicarle, advirtió el gesto de complicidad de éste.
Caminaron hasta el hotel, pero Loretta esperó a estar a solas en la habitación para
abordar el tema.
-Bueno, ¿qué piensas hacer?
-Tener a mi hijo, naturalmente...
-De acuerdo, si así lo quieres, pero en ese caso tendrás que ponerte en contacto con su
padre...
-¡Oh, no, eso no!
-¿Qué quieres decir...?
-Ya... te lo conté. Era un muchacho con el que salí... Luego se marchó...
-¡Pero tendrá un nombre! Sabrás quién es ¿no? Estoy segura de que no habrías dado ese
paso con un desconocido que no te importara nada.
-Bueno, me importó en el momento de hacer el amor con él y estoy segura de que yo
también le importé... El hijo que llevo dentro de mí es fruto de algo... muy especial...de algo que
ocurrió pero que ya no existe.
-Por más que me esfuerzo, no te entiendo.
-¡Loretta... deseo tener ese hijo con todas las fuerzas de mi corazón!
-¡Lord Barthon tendrá que responder de ello!
Al oír aquellas palabras, Dinny palideció y su voz apenas brotó de la garganta...
-¿Qué dices? Él... él no tiene nada que ver con esto.
-¡Claro que sí! Estabas en su casa y debió vigilar con quién te relacionabas. Tú no lo
sabes, pero tu padre se informó bien antes de dejarte marchar. Se cercioró de la clase de
trabajo y de quién era Jeremy Barthon. Todo parecía tan satisfactorio...
-Por favor, Loretta, no mezcles a lord Barthon en eso... Él no podía retenerme siempre
en la mansión. Yo iba al pueblo y frecuentaba la compañía de gente que casi siempre estaba de
paso... ¡Prométeme que no le dirás nada!
-Claro que no diré nada. Ni siquiera a tu padre, que se moriría si supiera que va a tener
un nieto de un padre desconocido....
-¿Eso significa que... vas a ayudarme?
-Estaré volviéndome loca, pero cuando te vi por primera vez siendo sólo una niña
indefensa, me prometí a mí misma ayudarte en todo como lo habría hecho tu madre... y ahora
no tengo más remedio que hacerlo.
Dinny se echó en brazos de Loretta y las dos lloraron en silencio.
Luego puso una conferencia con Londres. Cuando al cabo de un rato la telefonista le dijo
que tenía línea disponible, Loretta, habló con su marido. Aquella conversación estuvo repleta de
mentiras, las primeras de una serie ininterrumpida que tuvo que improvisar durante mucho
tiempo.

9
Dinny abrió el balcón para que los benefactores rayos de sol iluminaran la estancia.
Como cada mañana desde hacía tres meses, echó un vistazo al exterior: a la izquierda podía ver
el movimiento de la pequeña flota pesquera, el ajetreo de los barcos que llegaban o zarpaban; al
otro lado se recreaba en la contemplación de aquella capilla marinera dedicada a Aghios
Nicolaos, santo patrón de los marinos.
Respiró hondo y cerró los ojos. Iba a empezar otro día... Para ella, cada una de las
veinticuatro horas que seguían a las del día anterior suponían un reto, y estaba dispuesta a no
defraudar a todas las personas que tanto la habían ayudado.
Antes de abandonar la sala donde se hallaba, se detuvo frente a un pequeño escritorio.
Apuntó unas notas en el bloc, no sin antes consultar un par de veces el diccionario. La mujer que
se ocupaba de la limpieza sólo hablaba en griego. Por suerte, la niñera había vivido en Francia
hasta los doce años y entendía muy bien el francés.
Luego arrancó la hoja del calendario correspondiente al día anterior, el 27 de junio de
1931.
Entró sigilosamente en la habitación contigua. Una sonrisa iluminó su rostro cuando posó
la mirada sobre el precioso niño que dormía plácidamente en una pequeña cuna. Desde su
nacimiento, tres meses atrás, sabía que la vida no había sido tan injusta con ella como creyó al
sentirse abandonada por Jeremy, y cada día que pasaba le estaba mas agradecida, porque sin él
no habría podido disfrutar de la dicha de tener entre sus brazos algo tan hermoso como su hijo.
Las angustias de los meses de gestación, las mentiras que tuvo que contar a su padre y
a Mr. Fuller para que la relevara de su trabajo en la mansión de Rocas Azules y más tarde para
dejar definitivamente el empleo y también Londres, se habían visto compensadas con el
nacimiento del bebé.
Loretta había sido su ángel protector, ayudándola una y otra vez a dar credibilidad a
aquella sarta de mentiras, convirtiendo lo inverosímil en aparentemente real.
Nunca supo si se debió al azar o si ella intervino en favorecer el reencuentro con Murria
Prescott. Lo cierto es que, recién llegada de la clínica, Murray se presentó en el piso que su
madrastra había alquilado en uno de los barrios más tranquilos de París, el lugar elegido para
que naciera su hijo, ya que allí sus mentiras resultaban más creíbles y podría encontrar
fácilmente un empleo de acuerdo a sus conocimientos.
Pero las cosas no habían ocurrido así. Murria estaba viviendo en Moni, una de las
pequeñas islas del golfo Sarónico. Por mediación de su amigo, Dinny se había trasladado a Egina
hacía tres meses. Él se encargó de buscarle un buen empleo en el Museo Arqueológico. No
obstante, la situación económica de Dinny no era preocupante, ya que al cumplir la mayoría de
edad, no sólo recibió las joyas de su madre, sino también su fortuna, que le permitía vivir con
holgura. En cualquier caso, se alegraba de estar lejos de Londres. Murray también le había
presentado a Agripina, que cuidaba del pequeño y hacía compañía a Dinny. Ésta a menudo
pensaba que no sabía qué habría sido de ella sin Loretta y Murray.
Sin embargo, existía una especie de barrera entre ellos, un muro que tácitamente
ninguno de los dos traspasaba. Dinny jamás le preguntaba por qué estaba viviendo en aquella
remota isla griega, ni tampoco si compartía su vida con la mujer que en dos ocasiones había
llamado tanto su atención. Por su parte, él nunca mostró interés por saber quién era el padre de
su hijo, evitando hablar de su breve estancia en Hawes, donde sin duda un importante
acontecimiento había cambiado por completo la vida de Dinny.
Un par de veces por semana, él iba a visitarla. Solían pasear hasta Livadi, donde
tomaban un té y regresaban antes de que zarpara de nuevo el barco hacia Perdhika. Allí una
lancha conducía al joven hacia Moni, su misteriosa residencia.
Una vez más, las circunstancias fortuitas cambiaron el rumbo de los acontecimientos.
Cuando aquella tarde Dinny llegó a su casa al salir del museo, encontró un telegrama de
Loretta. Su padre estaba gravemente enfermo. Lo habían ingresado en una clínica a la espera de
que se restableciera un poco para operarlo.
No le pedía que se reuniera con ellos, pero Dinny supo que era lo que debía hacer.
-¿Que haré con mi pequeño Thobby? -preguntó a la niñera.
-No se preocupe, señora. Agripina cuidará de él. Vaya tranquila con su padre.
Dinny sonrió, como siempre que oía hablar a aquella buena mujer.
Intentó ponerse en contacto con Murray, pero sólo sabía que vivía en Moni y no tenía su
dirección.
Una vez más se impuso el sentido común de Agripina.
-El señor inglés viene dos veces por semana. Pasado mañana vendrá. Yo le diré lo que
ocurre y todo irá bien. Su papá es ahora lo más importante.
-Tienes razón, y Loretta no habría mandado el telegrama de no ser algo grave.
Dinny besó varias veces a su hijo e hizo mil recomendaciones a Agripina, antes de tomar
el vapor hacia Atenas donde se arriesgaría a coger un avión, con otros cuarenta pasajeros, que
la conduciría a París y luego a Londres.
Supongo que en estos casos vale la pena correr el riesgo, pensó.
Gracias a esos novedosos pájaros mecánicos que se desplazaban rápidamente de un
lugar a otro, cuarenta y ocho horas después podría estar acompañando a Loretta en la antesala
del quirófano del Hospital Saint Thomas de Londres.

10

MURRAY PRESCOTT

Murray Prescott, sin consultar con Erna Wottke, la mujer con la que compartía una
maravillosa casa situada sobre una pequeña playa de aguas cristalinas, decidió que tanto el bebé
como su nodriza estarían mejor atendidos en Villa Kant.
Al entrar en la casa, la música procedente de la habitación contigua le indicó dónde
estaba Erna.
Cuando Erna lo vio entrar seguido de Agripina con el niño en brazos, la hermosa mujer
de cabello rubio y rizado lo miró fijamente con los ojos azules muy abiertos. Había dejado de
tocar el piano y parecía asombrada.
-¡Murray! Es... su hijo, ¿verdad? ¿Se lo has dicho...?
-No. Dinny ha tenido que ir a Londres. Su padre está muy grave. No me pareció
oportuno dejar al bebé y su nodriza solos en Egina.
-Has hecho bien... Es un niño precioso. -Se acercó y rozó la pequeña mano del bebé,
blanca y de uñas bien cuidadas. A continuación hizo sonar levemente la campanilla que había
sobre una mesa.
Al momento apareció una doncella uniformada.
-¿Signora?
-Avelin, instale al niño y a su acompañante. Procure que no les falte nada. Luego pasaré
a verlos.
Cuando estuvieron solos, Murray tomó las manos de su mujer y las besó.
-Te lo agradezco, querida.
-Será mejor que llames a Londres y hables con su madre. Debe saber dónde está el
pequeño.
-Tienes razón -convino Murray, y se dirigió al despacho para telefonear a Londres.
Por la noche, Agripina y el pequeño durmieron plácidamente en la habitación. Dinny
regresaría dentro de cuatro o cinco días. La operación de su padre había sido un éxito y el
peligro había pasado. Llegaron a tiempo de extirparle el apéndice cuando ya había empezado a
producirse la peritonitis. Murray quedó en ir a Atenas a recogerla.
Como solía hacer desde la muerte de Franz, Erna no acudió al comedor a cenar. Murray
llamó a la puerta de su habitación antes de acostarse. Tras insistir, entreabrió la puerta, que
nunca estaba cerrada con llave.
-¿Erna...?
Estaba en la terraza. Llevaba una larga bata de raso color rosa adornada con encajes
beige. En una mano sostenía una fotografía; en la otra, una copa de brandy. No movió ni un
músculo al notar la presencia del hombre junto a ella.
-Creo que le habría gustado la presencia de un niño en la casa...
-¡Erna! Hicimos la promesa de no atormentarnos -susurró Murray, que empezó a
desvestirla con sumo cuidado-. También decidimos que el alcohol no solucionaría nada.
-¿Qué podrá solucionar lo que no tiene solución?
-Erna... desde que éramos jóvenes sabemos que nuestros destinos han seguido un
camino equivocado. No obstante, hemos decidido que es el único posible.
De pronto, la joven se abrazó a Murray y rompió en desgarradores sollozos.
-¡No puedo soportarlo... ahora no! Necesito su presencia... más que nunca.
-¿Cómo crees que paso yo las noches? Recuerdo todas y cada una de sus palabras..., de
sus gestos..., sus miradas...
Su voz era ronca y profunda. Ella estaba cada vez mas tensa y, al volverse, su pelvis
rozó el pene del hombre.
-¡Franz, Franz... más...! Soy tuya... -gimió, alcanzando un súbito orgasmo.
Se apartó ligeramente de Murray, que, pálido y tenso, apretó los puños mientras una
lágrima resbalaba por su mejilla.
Ella empezó a acariciar su rostro sin dejar de llorar.
-¡Perdóname! Te lo suplico. No pensé que...
-Olvídalo. No te atormentes... Ahora descansa. -Le besó en la frente y añadió-: Hasta
mañana.
-Buenas noches. -La voz de la mujer era suave y melódica.

Murray entró en su habitación. No encendió la luz y fue directamente al balcón. Lo abrió


de par en par. La luna iluminaba el mar quieto y tranquilo, aquel mar singular de las islas
griegas, donde Franz había decidido pasar los últimos días de su vida. El roce de las olas al
chocar con las rocas producía un rumor continuado y suave. Se bajó el pantalón y empezó a
masturbarse, primero lentamente, luego con frenesí, mientras en sus oídos sonaba la voz de
Franz Wullner tan real como lo era en 1913, cuando exponía sus teorías neokantianas en la
Universidad de Marburgo. No se detuvo hasta que sintió que no le quedaba una gota más de
semen que ofrecerle.

Murray llegó a Atenas con casi una hora de antelación. Tenía tiempo de tomar un café
tranquilamente. Entró en un bar y se sentó a una mesa para intentar leer el periódico mientras
fumaba un cigarrillo tras otro.
Sabía que había llegado la hora de tomar una decisión. Hacía solo dos meses que habían
dado sepultura a Franz Wullner, pero nada había cambiado para Erna y para él, como si los
últimos ocho años no hubieran transcurrido.
Tres años atrás, cuando su tío y tutor Lord Prescott le ordenó regresar a Londres para
hacerse cargo de la fortuna de sus padres, pensó que el mundo se le venía encima. Le parecía
imposible pasar un día entero sin la presencia de Franz. Se había acostumbrado a verlo todos los
días desde aquella tarde de octubre de 1923, cuando recién cumplidos los diecisiete años
ingresó en la Universidad de Marburgo. En el aula se impartían clases mixtas, lo que suponía una
auténtica novedad, y aún más que siguiera interesándoles el conocimiento del lenguaje y la
lógica simbólica (tal vez era el encanto de Franz lo que las hacía tan interesantes). Como tutor
de estudios de los chicos, su relación con éstos era muy estrecha, y, además desde el primer día
demostró una especial predilección por aquel muchachito inglés que parecía tan avispado.
Dos días antes de las vacaciones de Pascua Murray descubrió la realidad de sus
sentimientos.
Tras la muerte de sus padres y antes de ir a Alemania para ampliar sus estudios, su tío
consideró que un preceptor no bastaba para darle la educación correcta. Estuvo tres años en
Eton, que desde su fundación en 1440 siempre había ocupado un lugar en sus antepasados.
Cuando cumplió los dieciséis años, dio una fiesta para sus amigos. Como siempre, a las
once de la noche los preceptores daban por finalizada la fiesta y los muchachos se escondían
entre los edificios del complejo residencial para pasar por debajo del claustro. Fuera los
esperaban compañeros de mayor edad con sus coches, y sin encender las luces partían hacia
Maidenhead, donde habían abundantes restaurantes y clubes nocturnos. El obsequio de los
compañeros al homenajeado era una de las alegres jóvenes que se dedicaba a la prostitución.
Los demás reían, bailaban y bebían, hasta que finalmente volvían en silencio al colegio, muy
ufanos de haber burlado a los maestros.
Aquella noche, Murray se dejó llevar por la experta muchacha, que al principio siguió las
normas de costumbre, pero cuando comprobó que aquel hermoso joven que pronto se
convertiría en un magnífico hombre, era insensible a sus caricias, reaccionó y pareció olvidarse
de que estaba trabajando. Empezó a moverse frenéticamente, exigiendo lo que no recibía. Su
lengua era como una mariposa que se posaba sobre sus párpados, su pecho y el tórax, para
descender poco a poco hasta alcanzar el miembro del joven, que por fin se había excitado. Ella
lanzó un gemido de placer al introducirlo en la boca y notar el sabor de aquel semen cálido. Lo
había conseguido.
Se quedó unos segundos quieta. Luego miró fijamente al muchacho, en cuyo rostro se
reflejaba más angustia que placer.
-Anda, vístete y vete. Vuelve cuando quieras. No te cobraré nada. y te prometo que haré
de ti un hombre...
Murray, sin atreverse a mirarla cara a cara, salió de la habitación.
Aquella noche, tendido sobre su cama sin poder conciliar el sueño, pensó que si aquello
era el sexo del que tanto oía hablar a sus amigos no le interesaba.
Pasó el verano en Torquay. Frecuentaba un grupo de chicos y chicas, todos
pertenecientes a familias distinguidas. Pasaban largas horas en la bahía de Antey's Cove,
bañándose en el mar o paseando en barca. Tomaban parte en las regatas y hacían interesantes
excursiones hacia el norte. Solían reunirse hasta altas horas de la noche en alguna casa para
bailar y cantar. Los ritmos de la nueva música, el charleston, los cigarrillos sujetos a largas
boquillas y las tisanas donde siempre alguien vertía un poco de licor que había sustraído del
mueble bar de casa de sus padres, hacía que los muchachos y las muchachas acabaran
besándose por algún rincón oscuro del jardín, donde la mayoría de las veces el susurro de las
voces y la respiración entrecortada eran la señal de que estaban descubriendo el placer del sexo.
Murray era uno de los jóvenes mas solicitados. Era apuesto y muy guapo, con una
hermosura varonil combinada con una voz cálida y profunda. Bailaba muy bien y siempre tenía
una palabra amable para su pareja. A menudo se dejaba arrastrar por alguna de aquellas
jóvenes ansiosas de practicar el amor como lo hacía Rodolfo Valentino en la pantalla. Él unía su
boca a las de ellas, tocaba sus senos y seguía acariciando aquel cuerpo que palpitaba pidiendo a
gritos obtener placer. Cuando notaba que su joven pareja se había relajado, la acariciaba unos
segundos y luego volvían a reunirse con los demás.
Al terminar el verano y regresar a Londres, rompió todas las cartas que le habían
enviado sus esporádicas amigas, nada de lo que le decían le produjo la menor sensación de
placer.
Unos días antes de emprender su viaje a Alemania, su tío mantuvo con él una
conversación de «hombre a hombre», como así le especificó. No obstante, nada de lo que le dijo
le interesó lo más mínimo y se guardó mucho de contarle la sensación que le habían causado
sus experiencias vividas.
Todo empezó el día que abrió la puerta del aula de la escuela de Marburgo. Llegaba unos
minutos tarde y el profesor había empezado ya su disertación. Cuando terminó casi una hora
después, le pareció que hacía sólo unos minutos que estaba allí y que deseaba seguir
escuchándolo.
Fue la primera vez que Franz Wullner se dirigió a él. Lo hizo en un correcto inglés con un
leve acento alemán que le daba un peculiar encanto.
-Murray Prescott, supongo.
-Sí... sí señor.
-Me alegra que haya escogido esta asignatura como complementaria, por desgracia está
algo en declive.
-¡Oh, me pareció muy interesante cuando la vi programada!
-Además, así estaremos en mayor contacto. Soy también su preceptor de estudios.
-Me alegro de saberlo.
-Será un grupo reducido. Sólo ocho, pero usted es el único que asiste a esta clase. -Le
tendió la mano y añadió-: Nos veremos luego.
-Adiós señor, y gracias por su amabilidad.
El profesor salió, meneando la cabeza. Le agradaba aquel muchacho.
Murray se había quedado unos minutos sin saber qué hacer. Su vista se perdió tras la
figura que acababa de salir. Franz Wullner había cumplido treinta años, era alto y esbelto,
moreno, de cabellos y ojos negros, que, al mirarte, parecía que estuviera intentando ver a
través de tu alma.
-¡Dios mío, es un hombre increíble!
Murray se volvió. Su vista tropezó con la de la muchacha que había hablado en alemán.
Era una jovencita más o menos de su edad, su cuerpo estaba armoniosamente formado y unos
largos y rizados cabellos rubios caían sobre sus hombros, sus ojos eran grandes y claros y aún
miraban con asombro la puerta por la que había desaparecido el profesor.
-Perdón. -Siguió hablando, ahora en inglés-. Me llamo Erna Wottke.
-Yo soy Murray Prescott. ¿Estás en la universidad?
-No. Tengo una institutriz que cuida de mi educación. Vivo aquí desde que terminó la
guerra. No tengo familia, todos murieron. Mis tutores son los banqueros, y a ellos no les interesa
lo que hago con tal que miss Gibson diga que es correcto.
-Pero te interesa el conocimiento de la lógica simbólica.
-No. Lo único que me interesa es estar cerca de Franz Wullner. Era nuestro vecino en
Hamburgo. Yo le he adorado desde que tengo uso de razón. Cuando supe que estaba en
Marburgo, decidí que quería vivir en esta población. Nadie se opuso y aquí estoy. Pero él sigue
tratándome como a la niña que conoció. No se da cuenta de que ahora soy una mujer.
-¿Cuántos años tienes?
-Voy a cumplir diecisiete. Nunca había contado esto a nadie. Aún no sé cómo he podido
decírtelo a ti.
-Tal vez porque desde ahora seremos amigos.
Ella le tendió la mano prodigándole la más encantadora de las sonrisas.
-¡Bienvenido, amigo!
Y ése fue el principio de algo mucho más intenso que una amistad, más profundo que el
mismo amor, algo que los uniría para siempre porque los dos perseguirían un sueño que no
podían alcanzar.
Pero mientras las ideas de Erna eran claras con respecto a sus sentimientos, Murray aún
no se había dado cuenta de lo que estaba ocurriéndole.
Lo cierto es que de día y de noche solo vivía para y por su preceptor. Era el alumno más
aplicado en la escuela, eso le permitía quedarse para ayudarlo a preparar la clase del día
siguiente, luego regresaban juntos a la universidad. Al hombre le gustaba aquel fervor
contemplativo. Sabía que despertaba sentimientos de admiración entre sus alumnos, incluso
conocía la pasión que por él sentía la pequeña Erna... Era una cosa natural, pero lo del joven
Prescott era diferente.
Era un estudiante brillante, perteneciente a la mejor sociedad inglesa, con una fortuna
incalculable y un gran atractivo físico. Diecisiete años admirados por todas las chicas que se
cruzaban en su camino. Pero él lo cambiaba todo por unos minutos de su conversación.
Entonces tal vez no se daba cuenta de lo que estaba ocurriendo y del daño que estaba
causando a aquel joven soñador, que aún no había descubierto la realidad de su sexo.
Llegó el verano y se organizó una excursión a las islas griegas. Murray solicitó permiso
de sus tíos para no ir a Torquay, y Erna se apuntó con su institutriz. Eran las únicas mujeres, el
resto eran chicos. Fueron los dos meses más maravillosos de los que habían vivido.
Franz era un gran conocedor de la historia helena. Las islas Jónicas, Esporadas,
Cicladas... pero por encima de todas las islas del golfo Sarónico.
Allí fue precisamente, donde ocurrió algo que hizo que Murray comprendiera de una vez
cuál era en realidad la naturaleza de sus sentimientos, pero también supo que jamás podría
alcanzar la dicha de que fueran correspondidos.
Estaban en Perdhika. Por la tarde habían ido de excursión. Murray esperó que todos
durmieran, particularmente Erna, y se encaminó a la playa, donde sabía que estaría Franz. Cada
noche solía dar un paseo en solitario.
-¿Molesto?
-Sabes que no. Tu compañía es una de las cosas más gratas de este viaje.
-Ha sido una experiencia maravillosa. Creo que nunca me había sentido más feliz.
El profesor puso la mano en el hombro del muchacho mientras habló con voz suave.
-Tal vez fuera aquí mismo donde Aikos, hijo de Eguina, imploró de Zeus la lluvia durante
una terrible sequía que afectaba a toda Grecia. Zeus le concedió su deseo, porque Zeus era su
padre. Eguina era una de los cientos de amantes del bien llamado Padre de los Dioses.
-Es una historia conmovedora.
-Se trata de una leyenda. Las leyendas siempre son conmovedoras, la historia no, si es
real.
-No le comprendo.
-Quiero que seas el primero en saberlo. Antes de que termine el verano voy a casarme.
Hace tiempo que tengo relaciones con una muchacha y ha llegado el momento de tomar la
decisión.
-¡Casarse! Pero... eso es imposible.
-No. Lo imposible sería dar rienda suelta a los sentimientos, olvidarnos del bien y el mal,
de lo ético y lo moral, de la conducta que aprendimos y la que en su día prometimos enseñar y
cumplir... por eso he decidido casarme.
Murray estaba muy cerca de él. Sin querer, rozó su mano y él la tomó con fuerza y la
puso un momento sobre su corazón. Así pudo notar la fuerza de sus latidos.
-Si... las cosas hubieran sido diferentes... si estuviéramos en la Grecia de hace miles de
años, yo sentiría por ti... algo muy especial.
-Franz... -Era la primera vez que pronunciaba su nombre.
-¡Ahora vete, por favor! Renunciar resulta en ocasiones muy difícil.
Murray echó a correr hacia su habitación. Cuando llegó, jadeante, se tendió sobre la
cama y se echó a llorar como un niño... Luego empezó a masturbarse sintiendo aún sobre su
mano el contacto de la de aquel hombre cuyo solo pensamiento lo hacía gozar como nadie lo
había conseguido antes.
No volvieron a estar nunca más a solas y antes de empezar el curso se celebró la boda
de Franz con Paula Wagner.
Durante la ceremonia Erna estuvo a su lado sujetándole la mano con fuerza. Sus ojos
estaban secos, pero le resultaba difícil contener la emoción.
-¡No podía hacernos esto a nosotros! -dijo Erna cuando estuvo a solas con Murria en el
interior de su pequeño coche--. Porque... tú también lo amas.
No fue una pregunta, sino una afirmación.
Él no pudo negarlo y bajó la cabeza.
-He sido mujer, pensando en él. Aunque nunca lo ha sabido, noche tras noche me he
entregado una y otra vez. Sabía que nunca lo conseguiría... pero ahora es diferente. Creo que
no podré soportarlo.
-Sí. Lo soportaremos los dos... porque es cierto ¡Lo amamos!
-¡Nunca habrá nadie más en nuestras vidas! Hemos de prometerlo.
-¡Lo prometo...!

Murray apagó el último cigarrillo y miró el reloj. El avión estaba a punto de aterrizar.
Inmerso en los recuerdos, había perdido la noción del tiempo. Sonrió. Él había cumplido su
promesa, no había vuelto a tener relaciones sexuales con nadie. La emotiva escena provocada
por Erna había desencadenado en él unos sentimientos que creía dormidos. Porque el hombre
con el que había vivido el último año, aquel ser vegetal, sentado en una silla de ruedas que no
oía ni hablaba y que ahora descansaba en una tumba blanca mirando al mar... nada tenía que
ver con la única persona que realmente había amado con ese amor primitivo que la sociedad no
podía comprender, un amor donde no existen sexo ni razas, tal vez la clase de amor que un día
Zeus sintió por Eguina.

11
Cuando unos meses atrás Jeremy Barthon dejó Rocas Azules, fue directamente a
Londres y se hospedó en su club de Saint James. Desde allí le sería fácil gestionar todo lo
relacionado con su viaje.
Volvería a empezar donde lo había dejado años atrás, cuando conoció a Susan y decidió
formar una familia, cuando aún no sabía que se trataba sólo de un sueño inalcanzable que nada
tenía que ver con la realidad de su amor por Dinny. Ésta lo había cautivado desde el momento
en que la vio por primera vez. Junto a ella, se sentía otra vez un ser vivo capaz de dar y recibir
hasta el último átomo de su existencia, lo que le hizo olvidar que aquella dicha infinita estaba
vedada para él. La amaba con toda su alma, y precisamente por eso debía renunciar a ella, no
podía involucrarla en su cruel destino.
Regresaría a la Amazonia para recopilar datos, reanudar la escritura de su libro, aceptar
alguna de las conferencias sobre antropología que le ofrecían y, sobre todo, procuraría no pensar
en la desgracia de su pasado ni en la dicha que le hubiera podido otorgar el futuro. Ésas eran las
metas que se había impuesto para seguir viviendo. ¿Vivir...? No podía llamarse vida lo que el
destino le había deparado, pero era consciente de que su cobardía le impedía renunciar a ella.
Un pensamiento que lo atormentó durante años volvió a su mente. ¿Había sido accidental la
muerte de Susan? Nunca lo sabría. Esa duda también formaba parte de la pesadilla con que
estaba condenado a vivir.

Los primeros recuerdos que Jeremy tenía de su niñez se remontaban a la visión de su


madre tendida en un diván. Se incorporaba cuando él entraba en la habitación y tendía su frágil
y blanca mano para acariciarlo. Sólo estaba un momento, porque Martha lo cogía de la mano
para hacerlo salir diciendo:
-Vamos, cariño. Tu mamá no debe fatigarse.
En cierta ocasión, el día que se celebraba una fiesta para el pequeño Jeremy, Pamela
Barthon susurró:
-Déjalo Martha. Hoy me siento mejor y verlo tan hermoso me produce una inmensa
alegría.
El primer recuerdo importante de su padre provenía del día que por primera vez lo llevó
consigo a ver la finca. Tendría unos cinco años. Lo montó sobre sus hombros y dijo:
-Vamos mozalbete, ya es hora de que conozcas lo que un día será tuyo.
Lo que más le impresionó fue aquella enorme caja de cristal llena de plantas.
Desde el primer momento el invernadero ejerció una gran influencia sobre él, y cuando
años más tarde Raúl, el jardinero, le dijo dónde estaba la llave y cómo podía entrar, aquel lugar
se convirtió en su gran refugio.
Su padre se mostraba orgulloso.
-¡Míralo, Raúl! Es un chico fuerte y sano.
-Y muy guapo. Tiene los ojos...
-¡Basta! No quiero lamentar haberlo traído hasta aquí.
-No temas...
El hombre puso una mano sobre su hombro y supo que había encontrado un amigo.
Pasear hasta el invernadero se convirtió en una costumbre. Tanto cuando estaba triste
como alegre, los diversos olores de las plantas, entre los que destacaba el de jazmín, lo
reconfortaban.
Cuando había cometido una diablura y se escondía por temor al castigo o, por el
contrario, cuando quería recrearse jugando con el último juguete que su padre le había
comprado, Martha sabía dónde encontrarlo.
A veces paseaba hasta allí para contar a Raúl lo que había sentido cuando una lagartija
luchaba con otra hasta que la vencedora devoraba a la vencida, o le preguntaba el motivo de
que las mariposas tuvieran colores distintos en sus alas.
Raúl y el pastor Huber, su preceptor, eran las personas con las que más hablaba, y las
únicas capaces de satisfacer aquella curiosidad que siguió caracterizándolo el resto de su vida.
En cuanto a Martha, era otra cosa. Sabía que ella era quien le curaba el dolor de la
garganta cuando se sentía mal o quien se ocupaba de que comiera lo que más le apetecía, sin
olvidar los dulces con que lo premiaba cuando se había portado bien, no había hecho ruido o no
había molestado a su madre.
Pero su verdadero ídolo era su padre. Escuchaba con los ojos muy abiertos todo lo que le
decía, prestando atención a cada uno de sus movimientos que en su inocencia infantil intentaba
imitar.
Por aquella época lord Barthon iba muy a menudo a Londres y se quedaba a dormir en
su club. Fue en una de esas estancias cuando le sobrevino el ataque al corazón que terminó con
su vida.
Cuando aún no había cumplido diez años, necesitó de esa amistad más que nunca.
Su padre estaba en Londres. Lo esperaban a la hora de comer, pero nunca llegó. Aquella
misma mañana, mientras estaba vistiéndose en la habitación que le habían asignado como socio
privilegiado del club, cayó al suelo fulminado por un infarto. No volvió a recobrar el
conocimiento. Murió cuando acababa de cumplir cuarenta y cinco años.
La terrible pérdida y las circunstancias que se produjeron fueron una horrible experiencia
para el pequeño Jeremy, aunque al principio pareció ser positiva para lady Barthon, que
comprendió la necesidad de dejar de pensar en ella y en sus crónicas dolencias para ocuparse
del porvenir de su hijo.
Haciendo un esfuerzo sobrehumano, intentó bajar al salón en varias ocasiones para
recibir a banqueros y abogados. Siempre apoyada y orientada por el pastor Huber, siguiendo la
voluntad de su esposo, trató de proteger con su presencia a aquel muchachito que un día se
convertiría en dueño y señor de la enorme propiedad y la gran fortuna de los Barthon.
Lo que no ocurrió en el funeral de su padre, en el que no había derramado una sola
lágrima en presencia de todas las personas que acompañaron el féretro a su última morada,
ocurrió cuando regresó de su primera estancia en la escuela elemental. El pastor Huber le había
escrito para informarle del fallecimiento de Raúl. Aunque la noticia le afectó, no fue nada
comparado con la congoja que sintió al entrar en el pequeño cementerio familiar, donde
reposaban los restos de dos personas muy queridas para él. De pronto una sensación de soledad
lo invadió y se echó a llorar desconsoladamente. Al pasar junto a la tumba de la hija del
jardinero, instintivamente hizo el mismo gesto que le había visto hacer a él muchas veces.
Depositó unas ramas de jazmín sobre la fría lápida.
A partir de entonces, siempre que se ausentaba de Rocas Azules, al regresar se acercaba
a aquel lugar y permanecía unos momentos en silencio, depositando un jazmín sobre el lugar
donde desde hacía tantos años reposaban los restos de la joven.
Un día, cuando ya se había licenciado, encontró al pastor Huber junto la verja.
-Hay algo que siempre he querido saber. ¿Por qué están enterrados Raúl y su hija en
nuestro cementerio?
-Sólo puedo contestar a la segunda pregunta. Verás, fue la voluntad de tu padre, en
cuyo testamento dejó claro que no quería que nadie ocupara su casa y que no se contratara
ningún otro jardinero en la mansión. Tu madre convirtió en realidad todos sus deseos. Ella lo
adoraba.
-¿Y en cuanto a la hija...?
-No lo sé... Cuando ella murió, yo acababa de llegar.
Los turbulentos acontecimientos mundiales truncaron la juventud de muchos jóvenes en
edad de ir a la guerra. Jeremy, como la mayoría de sus compañeros de estudios, se alistó casi
cuando la contienda tocaba a su fin. No obstante, aún tuvo tiempo de vivir los horrores que
aquella lucha llevaba consigo y ser testigo de ver cómo una granada segaba la pierna de Roy
Cameron, uno de sus mejores amigos.
Cuando terminó la guerra y regresó a casa con el rango de capitán, se enteró de que la
salud de su madre había empeorado considerablemente. Ahora permanecía casi siempre en la
cama y si se levantaba alguna vez era, como muchos años atrás, para no salir de su habitación.
Casi no hablaba ni se movía. Desde que Jeremy alcanzó la mayoría de edad, nada tenía interés
para ella.
Martha le advirtió:
-No te aflijas si no habla. Parece que cada vez tiene menos interés en comunicarse con
los demás. Nada ni nadie le interesa.
No pudo evitar sentir una fuerte impresión al ver aquel cuerpo postrado, casi cadavérico
y con los ojos cerrados. Se acercó lentamente y su madre entreabrió los ojos, tratando de
sonreír. Tuvo que acercarse mucho para oír lo que decía:
-Hijo..., qué guapo estás. Por Dios, prométeme que nunca dejarás que ninguna mujer
comparta tu vida... prométeme que nunca te casarás.
-¡Por Dios, mamá! Acabo de llegar de la guerra. ¿Quién piensa ahora en casarse?
-¡Promételo... Por favor, por favor...!
Parecía tan angustiada y era tan absurdo lo que estaba diciendo que se lo prometió.
-¡De acuerdo! Te prometo que nunca me casaré.
-Gracias, gracias...
Luego volvió a caer en aquel mutismo soñoliento.
Aunque se olvidó del incidente, quiso hablar con el doctor Garson, que atendía a la
familia desde que su padre había fallecido.
La situación no había cambiado en el último año y el diagnóstico era el mismo que el de
otros dos doctores consultados un año atrás.
-Su madre tiene todas las constantes en perfecto orden. Se trata de un problema
anímico. Es una obstinación de su subconsciente que le impide llevar una vida normal.
-Siempre ha estado muy débil.
-Años atrás era natural. Cuatro partos como los que tuvo y con resultados tan nefastos
minaron su salud, pero en la actualidad es puramente emocional. Nosotros no podemos hacer
nada.
-Tal vez si pasara una temporada en un balneario... Podría ser aquí en Inglaterra o en
cualquier sitio de Europa.
-Créame, los resultados serían los mismos. Deje de preocuparse.
Desde entonces, Jeremy empezó a compaginar sus estudios con la diversión y la vida
social. Tenía muchos amigos y, en cuanto a las chicas, prácticamente no sabía dónde escoger.
Todas las jóvenes de la mejor sociedad lo invitaban a sus casas, para cazar, jugar al cróquet o
simplemente para participar en aquellos bailes tan de moda y que excitaban los sentidos de la
juventud.
Él sentía un gran placer en su compañía. Le encantaba besarlas a la luz de la luna y
notar cómo sus cuerpos vibraban al contacto de sus caricias. Pero siempre sabía cuándo había
llegado el momento justo de emprender la retirada. Los consejos del pastor no habían caído en
saco roto.
Más tarde, si tenía necesidad de otra compañía femenina, acudía al Strand y sabía que
en el Lyons Corner House siempre encontraría alguna joven dispuesta a satisfacer sus deseos
sexuales.
Un buen día, recibió una carta de su amigo Roy Cameron que lo invitaba a su casa de
Glengariff a pasar unos días para celebrar algo importante: había regresado de Estados Unidos
con una prótesis en su pierna que le permitía caminar de nuevo. No pudo negarse y, tres noches
después, tomaba el vapor que en pocas horas lo conduciría de Londres a Dublín.
Según lo previsto, el coche de los Cameron estaría esperándolo, pero lo que no podía
suponer era que en el interior del mismo, acurrucada en el asiento posterior, hallaría la
muchacha más bella que había visto hasta entonces.
-Espero que no te moleste mi compañía -le dijo al verle-. He preferido esperarte que
regresar a casa con mi padre. Hoy no era una buena compañía. -Le tendió la mano y se
presentó-: Me llamo Elisabeth, pero mis amigos me llaman Beth. Soy hermana de Roy.
Así fue como conoció a la chica que sería su primer amor, con la que compartió deseos y
esperanzas de juventud, una juventud marcada por la guerra que había dejado una profunda
huella en aquellos muchachos que se habían enfrentado con el horror y la muerte.
Durante los quince días que pasó en la finca aprovechó todas las ocasiones que pudo
para estar a solas con ella. Entonces la tomaba en sus brazos y la besaba. Su boca era suave y
dulce, al igual que sus senos, que se apretaban contra su cuerpo. Él le hablaba de sus proyectos,
sus estudios de antropología, de Rocas Azules y, sobre todo, de lo que había significado
conocerla.
Embelesada, Beth escuchaba con atención. Una noche en el jardín, cuando ya todos se
habían ido a dormir, él especulaba con la posibilidad de recorrer la Amazonia, era una idea que
hacía tiempo le bailaba por la cabeza. Ella le tomó la cara entre las manos y lo besó. Fue un
beso prolongado y húmedo. Cuando Jeremy se dio cuenta que aquella humedad procedía
también de las lágrimas que resbalaban por sus mejillas, la apartó un poco y se echó a reír.
Luego dijo:
-Oh, querida, no habrás pensado que quiero ir solo ¿verdad? Tú me acompañarás,
porque serás mi esposa...
-Abrázame y haz que me sienta completamente tuya -rogó la muchacha.
-¡Mi amor...! No puede ser... ahora y aquí... no puede ser.
-¡Por favor! Por favor, ámame, ámame...
Incapaz de resistir una invitación tan tentadora, Jeremy apoyó el cuerpo de ella contra
uno de los robles que circundaba el jardín. Bastaron unos segundos para que su miembro
respondiera a la pasión que emanaba de aquellos senos que sus manos acariciaban por debajo
de la blusa ligeramente abierta. Sus lenguas se unieron mientras se entregaban a la pasión cada
vez con más frenesí, y cuando la muchacha empezó a gemir con la respiración entrecortada, a
través de la tela mojada de su pantalón Jeremy conoció el placer de un orgasmo surgido del más
puro y sincero amor.
En silencio, aún permanecieron abrazados unos minutos. Finalmente ella lo besó en los
labios y salió corriendo. Jeremy permaneció un buen rato paseando por el jardín. Esperó a
terminar el cigarrillo que había encendido para volver a su habitación.
Antes de encender la luz, oyó la voz de Roy. Estaba sentado en un sillón, tenuemente
iluminado por la luz que salía del jardín.
-No enciendas -susurró al ver entrar a su amigo.
-¡Roy! ¿Qué estás haciendo aquí?
-Te esperaba. Tengo un mensaje que darte.
-¿Un mensaje? ¿Le ha ocurrido algo a mi madre?
-¡Oh, no! No te preocupes. Se trata de mi hermana Beth...
Jeremy se ruborizó, aunque debido a la oscuridad su amigo no pudo notario.
-¿Beth...? -No es posible que sepa lo ocurrido, pensó.
-Mañana a primera hora sale de viaje.
-Pero... ¡No es posible!
-Sí. Nosotros... bueno, somos católicos practicantes y ella está prometida a un chico que
vive en España. Su padre es español y su madre inglesa. Fue compañera de colegio de mi madre
y hace mucho tiempo que ya se había decidido la boda...
Mientras Roy hablaba, Jeremy tuvo la impresión de que se le secaba el corazón. No salía
de su asombro y no podía dar crédito a lo que estaba oyendo.
-Pero si hace sólo unos minutos...
-Lo sé. Me di cuenta de la atracción que surgió entre vosotros nada más llegar. Fui débil
al ceder a los deseos de Beth. Me rogó que no te dijera nada y que la dejara disfrutar un poco de
los últimos días de libertad que le quedaban...
-¡Ha jugado conmigo!
-Te equivocas. Ella ha caído en la misma trampa que tú. Se ha enamorado de ti. Hoy me
ha rogado que os dejara a solas porque quería despedirse, entregándote algo que no volvería a
entregar a nadie.
Jeremy estaba furioso.
-¡No comprendo cómo te has prestado a este juego! ¡Después de todo lo que hemos
pasado...!
-Precisamente por eso. Después de una realidad tan cruda he pensado que un poco de
fantasía no le vendría mal a mi querida Beth. Esto le ayudará a ser una buena esposa y madre
católica.
-¿Y yo...? ¿Y mis sentimientos?
-Cuando pasen los años, ambos recordaréis vuestro encuentro con ternura.
Roy tenía la misma edad que Jeremy, pero el accidente de guerra había transformado su
modo de ver las cosas.
Años más tarde, cuando tumbado en la cama de la habitación reservada en el White's
Club recordaba cómo había sido su vida, tuvo que dar la razón al que fue su amigo y que no veía
desde hacía mucho tiempo.
Pero lo cierto es que de todas las mujeres con las que había hecho el amor y fueron
bastantes antes de casarse con Susan, el recuerdo de aquella dulce y jovencita Elisabeth
sobresalía entre las demás.
Había intentado distraer su mente, seguro de que no podría conciliar el sueño. Era inútil.
Una y otra vez se esforzaba para alejar el doloroso recuerdo de Dinny.
Se levantó y buscó con avidez la pitillera. No estaba sobre la mesilla de noche, sino
encima del mueble bar. Al ir a cogerla, vio el sobre que le habían entregado con el pasaje.
Instintivamente lo abrió y al hacerlo un papel satinado cayó a sus pies. Se agachó para cogerlo.
Dirigió la mirada a las letras grandes y azules de la propaganda: «Si visita la Amazonia, no deje
de conocer la Guayana.»
Una vez más el recuerdo latente de su pasión por Dinny dio paso a otro episodio de su
vida, un episodio trágico que lo perseguiría por dondequiera que fuera y que le impediría
disfrutar de la dicha del amor hasta la muerte.
12
1924 tocaba a su fin. Con el nuevo año, todo cambiaría para Jeremy Barthon. Estaba
entusiasmado con la idea de emprender aquel viaje por la Amazonia. Desde hacía unos meses,
en Europa no se hablaba de otra cosa. Parecía haberse convertido en la tierra prometida. De
pronto, una región que había permanecido olvidada empezó a despertar su interés debido a sus
enormes riquezas minerales y sus reservas forestales. Pero nada de eso le interesaba a Jeremy.
Para él, lo importante era la gran diversidad étnica que existía, poder hacer un estudio sobre el
terreno y luego escribir un libro sobre ello. Llevaba tiempo albergando aquel proyecto en su
cerebro.
Había pasado los dos últimos años viajando por Europa, también estuvo en Estados
Unidos y en Canadá. Le interesaba todo lo que ocurría más allá de Gran Bretaña y en particular
de Rocas Azules.
Pero aquel año quiso terminarlo en su casa, junto a su madre, que en realidad era como
si no existiera. Hacía ya muchos años que se había convertido en una especie de vegetal. Varios
médicos la habían visitado, sin que le diagnosticaran ninguna dolencia física. Se trataba de una
cuestión mental. Su subconsciente se negaba a afrontar la vida. Últimamente no hablaba y
cuando se levantaba de la cama, se limitaba a sentarse en un sillón, con la cabeza baja y sin
abrir los ojos.
A lo largo de los años Jeremy había contratado los servicios de varias enfermeras, la
última de las cuales era una eficiente mujer en la que confiaba plenamente. Esto le
proporcionaba cierta tranquilidad, pero como cuando era niño, le resultaba deprimente entrar en
aquella habitación aunque no sentía la angustia que habría sido lógica.
Lo tenía todo dispuesto para el viaje. El pastor Huber le había dado varias notas que le
servirían de ayuda en sus investigaciones.
-Gracias. No se qué habría sido de mí todos estos años sin contar con su apoyo.
-Eres un gran hombre, Jeremy. Solo también habrías salido adelante.
-Pero ha sido muy importante tenerle a mi lado. Recuerdo el miedo que pasé cuando los
tutores consideraron que había llegado el momento de ocuparme de Rocas Azules y todo lo que
conlleva ser propietario de una fortuna como la mía. Se me vino el mundo encima.
-Pero has sido muy sensato y has sabido cómo emplear tu dinero y tu capacidad
intelectual.
-Creo que mi padre se sentiría orgulloso.
-Sí... muy orgulloso.
-Pastor... ¿estaba muy enamorado de mi madre?
-Si este condado ha conocido un gran amor, ése ha sido el de tus padres. De eso puedes
estar seguro.
Jeremy bajó la cabeza. Se sentía avergonzado de no querer más a su madre.
Aquel viaje parecía diferente a todos cuantos había realizado.
Martha le hacía una y mil recomendaciones.
-Por favor, haces que me sienta como un niño que nunca hubiera salido de casa.
-Es que ahora vas a un lugar desconocido, donde dicen que los hombres se devoran
unos a otros.
-¿Donde has oído esas tonterías?
-Eso no importa. Pero lo sé...
Incluso sus banqueros, a los que visitó en Londres, se mostraron sorprendidos de su
decisión de visitar un lugar tan remoto y desconocido. Sin embargo, para Jeremy aquella
aventura era algo fascinante.

Había embarcado en Southampton, en un navío mercante que combinaba carga y


pasaje. La travesía era larga, pero para él fue una de las más satisfactorias de su vida.
Hizo buenos amigos. Algunos, como él, iban en busca de aventura o simplemente para
intentar mejorar su fortuna. Jamás olvidaría aquellas personas a las que nunca volvió a ver, tal
vez porque era una de las últimas etapas de su vida en que aún tenía ilusiones depositadas en la
vida, la aventura y el amor.
Hubiera podido escoger cualquiera de las múltiples rutas que lo conducirían a su destino, Brasil,
Perú, Ecuador, Colombia... pero finalmente fue Venezuela la elegida para internarse en la
magnífica región amazónica.
Tardó casi veinte días después de su llegada en poder empezar la aventura. Tuvo que
esperar a que llegaran otras personas, que como él iban a emprender esa gran aventura. Seis
hombres, dos científicos y cuatro aventureros con intención de comerciar con el caucho, se
incorporaron al grupo.
Todo empezó muy bien. Los días iban transcurriendo a medida que se adentraban cada
vez más en el interior de aquel mundo que parecía surgido de la pluma de Julio Verne.
No cesaba de tomar notas y apuntes que por las noches, en la tienda de campaña, a la
tenue luz de unas lámparas de aceite, intentaba ordenar.
Pero una mañana, al despertar, casi no podía moverse. Estaba bañado en sudor, la
cabeza le dolía y sentía unas extrañas náuseas. Intentó incorporarse y...
Lo único que vio al abrir los ojos fue un techo blanco, que nada tenía que ver con el
techo artesanal de la cabaña que ocupaba. Luego el rumor de unas voces hablando en perfecto
inglés hicieron que prestara atención. Estaba en una habitación perfectamente amueblada,
tendido en una cama cubierta con sábanas de hilo y colchón de pluma.
¿Qué está sucediendo?, se preguntó.
Debía averiguarlo. Se incorporó, pero las fuerzas le fallaron y volvió a quedar dormido.
Soñó que una mano fría y delicada se posaba en su frente... y percibió el sonido de una voz
suave y femenina zumbando en sus oídos...
Cuando al cabo de unas horas volvió a abrir los ojos, su sueño se hizo realidad. Inclinada
sobre él, contempló el rostro más perfecto que jamás había visto...
-Hola...
-¿Qué ocurre...? -farfulló.
-No se preocupe, ahora está fuera de peligro.
-¿Estoy enfermo?
-Contrajo la malaria... pero afortunadamente no ha sido tan fuerte como el doctor creyó
al principio.
-¿Dónde estoy?
-En la misión protestante inglesa de la región de los patakanos, a sólo tres horas de
camino del puerto de Ayacucho.
-¿Y puedo saber que hace aquí una muchacha tan bella como usted?
-Es una larga historia. Mis abuelos vinieron a este país en 1830... A partir de entonces la
familia Mulligham ha permanecido siempre en Venezuela. En la actualidad mi padre es el
delegado británico de esta parte del país. Y ya ve... aquí estamos.
-Pues... me alegro de que tomaran esa decisión.

Ése fue el principio. Luego los acontecimientos se desarrollaron con rapidez. Cuando se
encontró con fuerzas para salir a la calle, Susan Mulligham, la encantadora criatura que había
cuidado de él, fue su acompañante y guía por aquellos parajes.
Los médicos le prohibieron volver al interior de la Amazonia. Debía reponerse del todo
antes de reemprender la aventura.
Cuando por fin decidió regresar, supo que sólo lo haría con Susan.
Todo fue muy repentino. Pese a la corriente de simpatía y amistad que había surgido
entre ellos, nada hacía pensar que podía haber algo más, pero cuando aquella noche, antes de
entrar en la misión, la tomó en sus brazos y la besó, comprobó que sus sentimientos eran
correspondidos.
-¡Ven conmigo a Inglaterra! Quiero que seas mi esposa...
-¡Jeremy! ¿Te haría eso feliz...?
-El más feliz de los hombres. Eres maravillosa y te amo.
Volvió a besarla. Ella entreabrió la boca y al rozar su lengua, Jeremy notó una suave
humedad con sabor a fresa, mientras el menudo y bien formado cuerpo de la mujer se
estremecía entre sus brazos. Sintió un deseo incontenible de poseerla, y de hacerlo para
siempre.
Ronald Mulligham puso como condición que debían casarse antes de emprender el viaje
de regreso. Parecía tener prisa en celebrar aquella unión. Quizá temía que le ocurriera algo a
Simmy, su esposa. En sólo unas semanas lo dispusieron todo. Las relaciones de la familia con
Inglaterra facilitaron las cuestiones burocráticas. La ceremonia se celebró en la finca que poseían
cerca de San Fernando, en la región de Apure. Acudieron gentes de todas partes, reuniendo a
banqueros, importantes colonos e incluso intrépidos traficantes en el negocio del petróleo.
El pastor de la misión donde se habían conocido y donde Susan había permanecido el
último año, ofició la ceremonia. Los dos eran protestantes de la misma rama y no hubo
impedimento alguno, lo que supuso otro motivo de satisfacción para Mr. Mulligham. Éste había
mantenido una conversación con Jeremy la noche anterior. Estaban solos en su despacho.
Roland Mulligham, de cincuenta y siete años, no era alto ni fuerte, pero su tez morena y
curtida por el sol, sus cabellos canosos y sus ojos negros y profundos le conferían un aspecto de
seguridad que se ajustaba plenamente a su forma de hablar.
-Muchacho, me siento muy feliz de que te lleves a mi hija.
-Yo... la amo, señor. Siento tener que apartarla de aquí, pero será sólo temporalmente...
Pienso seguir con mi investigación.
-¡Tonterías! Tu lugar está en Inglaterra, en tu mansión, en tus tierras, donde puedas ver
crecer a tus hijos sanos y felices... y celebro que Susan esté a tu lado.
-Gracias, señor.
-Gracias a ti, hijo mío. Susan se hallaba encerrada en vida en esta dichosa misión... y tú
has conseguido que recuerde de nuevo lo que es la vida y el amor.
Horas después, cuando Susan ya había cambiado sus velos de novia por un vaporoso
vestido de muselina rojo a juego con las flores que adornaban su sombrero, subieron al coche
que los esperaba en la puerta. Ante el griterío de los asistentes a la boda, se pusieron en
marcha. Jeremy se despidió alzando la mano. Susan lanzó un beso a sus padres que, abrazados,
estaban emocionados. De repente, unas gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas.
-Mi amor, ¿qué te ocurre?
-¡Nada! Estoy despidiéndome de lo que ha sido mi vida anterior. De aquí en adelante...
quiero empezar otra junto a ti.
Jeremy detuvo el coche en el arcén de la solitaria carretera y la abrazó, al principio
besándola con ternura, luego con una pasión que no podía reprimir.
Cuando los gemidos de placer cesaron y su respiración se normalizó, Jeremy, algo
avergonzado, volvió a sentarse al volante, mientras Susan intentaba alisar su vestido y recoger
el sombrero que se había caído.
Él se atrevió a mirarla a los ojos antes de hablar.
-Perdona. Debí... esperar a llegar al hotel.
-No... Ha ocurrido lo que los dos deseábamos.
-Siempre te estaré agradecido por esto. -Le tomó la mano y la besó.
Susan lo miró, sus ojos eran aún más suplicantes que las palabras que pronunció...
-Jeremy, quiero que me prometas algo...
-Lo que quieras, amor.
-Si algún día muero... siendo tu esposa, por favor quiero ser enterrada en el cementerio
que hay junto a la misión.
-¡Qué tonterías estas diciendo!
-Ahora que te pertenezco por completo, quiero que lo prometas, por favor.
Él sonrió y dijo:
-Está bien. Te lo prometo.
-Gracias. -Alzó el rostro y le ofreció de nuevo los labios.
Jeremy puso rápidamente el coche en marcha. Sabía que, de lo contrario, volvería a
perder el control, y quería esperar el placer de lo que prometía una noche entera teniéndola en
sus brazos.

Tres meses después de la boda, cuando ya habían paseado su amor por buena parte del
país, decidieron embarcar en Maracaibo rumbo a Inglaterra. Había llegado la hora de que la
nueva Lady Barthon conociera lo que desde entonces sería su hogar.
Una tarde, durante la primera semana de travesía, Susan apareció radiante en la
cubierta del barco.
Jeremy no la había visto desde hacía horas. Una camarera le había dado el encargo del
lugar donde se encontrarían antes de la cena.
Aún no había caído la noche, y la tenue luz del sol al ponerse se reflejaba en las aguas
azules y tranquilas del óceano. Ella apareció, radiante, por el otro lado de cubierta. Era una
visión que Jeremy nunca pudo olvidar.
-¡Hola, amor mío! ¿Sabes que he sido muy desgraciado durante las últimas horas?
En los ojos de ella había una mirada cálida y profunda hasta entonces desconocida.
-Creo que podrás perdonar mi ausencia... cuando te diga que he estado viendo al
médico.
-¿Te encuentras mal?
-Al contrario... estoy muy bien... En realidad estamos tu hijo y yo muy bien...
-¡Un hijo! Oh, Dios...
La tomó en sus brazos y empezó a bailar, luego la besó. No sabía si reír o llorar. Cuando
se dio cuenta de que eran objeto de las miradas de los pasajeros que estaban en cubierta, se
dirigió a ellos levantando la mano y proclamó:
-¡Oigan, amigos! ¡Voy a tener un hijo...! ¡Esta noche el champán corre de mi cuenta!
Una dama hizo un gesto despectivo mientras se ajustaba los impertinentes.
-Bah, hasta los ingleses pierden sus modales. No se adonde iremos a parar -repuso.
Susan había estado en Estados Unidos, pero no conocía Europa, por lo que decidieron
pasar unos días en Londres. Jeremy tenía que hacer varias gestiones y Susan quería comprar
ropa para ella y el bebé. Jeremy puso un coche y un chófer a su disposición. Por la noche, en el
hotel cambiaban impresiones. Él no recordaba haber sido nunca tan feliz.
En el barco había conocido a un joven que era propietario de una empresa de
decoración. Decidió contratarlo. Junto con una carta de presentación para que la servidumbre de
la casa no pusiera ninguna objeción, le autorizó a que realizara todas la reformas que creyera
convenientes y montara la habitación de bebé más bella del mundo. Su hijo iba a tener lo mejor.
La alegría con que los recibió Martha y el resto de la servidumbre no se vio reflejada en
el rostro del pastor Huber.
-¿No me felicita?
-Naturalmente, pero supuse que antes de dar un paso de tal envergadura... contarías
conmigo.
-¿Con su aprobación?
-No, simplemente con mi consejo. Me preocupas, Jeremy.
-No sabía que el verme feliz... casado y futuro padre pueda ser motivo de preocupación
para nadie.
-¿Has informado a tu madre de la boda...?
-He intentado comunicárselo por medio de la nueva enfermera, pero ni ella ha podido
hacerla reaccionar.
-En fin, ya está hecho. Que Dios te proteja...
-Que así sea.
Sin saber por qué un escalofrío recorrió su espalda.
Hacía sólo un mes que se habían instalado en Rocas Azules y Jeremy estaba preocupado.
Susan no parecía feliz.
No había querido tomar las riendas de la casa, alegando no estar preparada para ello.
Martha seguía encargándose de todo.
Daba largos paseos por la propiedad, pero apenas hablaba con el personal. No secundó
la idea de dar una fiesta para que conociera a los vecinos, y su mirada parecía ausente la
mayoría de los días. No obstante, cuando por la noche compartía el mismo lecho que su marido,
se mostraba ardiente y cariñosa, entregándose sin limitación alguna.
Su rostro se iluminaba cuando visitaba las obras en el ala norte, donde se había
proyectado instalar la habitación del bebé y de la institutriz, dejando un amplio espacio para, en
el futuro, convertirlo en alojamiento de otros hijos que pudieran tener.
Empezaba a advertirse la preñez en su vientre cuando una tarde Jeremy le mostró una
llave.
-Es la habitación del bebé -dijo-. Está terminada... ¿Quieres que vayamos a verla?
Al entrar, se quedaron completamente extasiados. Era perfecta. El joven decorador
había interpretado cada una de sus ideas y había convertido el lugar en algo idílico.
-Como ves... hay sitio para muchos niños -comentó Jeremy, ya en el dormitorio.
-Muchos niños... -repitió ella, con voz tenue.
-Aunque de momento nos contentaremos con uno. Te deseo... te deseo ahora.
La tomó entre sus brazos sin que ella pusiera resistencia alguna. En realidad, lo ayudó
despojándose de la falda.
Se tendieron sobre la mullida alfombra. Pero en aquella ocasión Susan empezó a
excitarse de una forma inusual en ella, ya que tomó la iniciativa, tocando, besando, palpando y
lanzando unos breves pero profundos gemidos que hicieron que el hombre perdiera por
completo la noción de lo que ocurría. Los instintos primitivos, que por su educación habían
permanecido ocultos hasta entonces, afloraron en aquel momento y se comportó como un ser
primitivo, obteniendo la misma respuesta.
Tras alcanzar los dos varios orgasmos, se calmaron. Jeremy, casi sin mirarla, le tendió la
mano para ayudarla a incorporarse.
La voz de Susan tenía un matiz nuevo para él.
-No volverá a ocurrir... ¡Nunca... nunca más... así!
Él estaba ofuscado. Había perdido el control, pero después de ser provocado.
-Perdóname, amor mío, perdóname. No quería ofenderte, y menos donde nacerá nuestro
hijo.
-¡Calla, por favor...! No me lo recuerdes.
Era otra mujer la que hablaba. Era incapaz de reconocer en aquella hembra herida que
tenía delante, a la dulce Susan con la que se había casado unos meses atrás...
-Mi amor... te pido perdón.
Ella lo tocó suavemente. En sus ojos volvió a aparecer la dulzura con la que lo tenía
acostumbrado.
-Eres tú quien debe perdonarme. Yo... lo deseaba. Lo deseaba ardientemente...
-¡Vida mía... te amo!
Cuando cerraron la puerta tras de sí, la puerta de la habitación del futuro bebé, que no
volvería a abrirse en muchos años, recuperaron la calma.

Jeremy jamás olvidaría aquel día, el más terrible de su vida.


Estaban en su habitación cuando Martha llamó a la puerta, alarmada.
-¡Señor, señor! ¡Corra! ¡Algo le ocurre a su madre!
Jeremy corrió hacia la habitación de su madre. No se dio cuenta de que Susan, ataviada
sólo con un salto de cama sobre su combinación, lo siguió.
La enfermera sostenía la mano de lady Barthon, que tenía los ojos abiertos y parecía
querer decir algo, aunque sólo emitía un leve murmullo.
-Señor, hace unos minutos ha recobrado el sentido. No ha cesado de pronunciar su
nombre. Martha ya ha llamado al doctor, que estará en camino...
Jeremy se acercó e inquirió.
-Mamá, ¿me reconoces?
De pronto, pareció obrarse un milagro y, tras años de silencio, sus labios tuvieron fuerza
para hablar.
-¡Jeremy... mi pequeño! ¡Mi pobre y desgraciado pequeñito!
-Mamá, mamá... no te fatigues...
-No debí ser tan egoísta... Yo he causado tu desgracia. No pude afrontarlo.
Jeremy estaba asombrado... ¿Cómo podía hablar tan claramente?
Su mirada, tan mortecina durante años, pareció brillar. Hizo un gesto con la mano de
que la enfermera y Martha los dejaran solos.
-Por favor, coge esta llave. -En una cadena que llevaba al cuello había una pequeña llave
dorada.
Él obedeció. Le parecía estar soñando, jamás había oído a su madre pronunciar tantas
palabras seguidas, ni aun cuando su padre vivía.
-Descansa...
-Deprisa, no creo que Dios pueda ser muy generoso conmigo -dijo, y añadió-: En mi
tocador hay un cofre... Ábrelo cuando yo haya muerto... Dentro encontrarás una carta... que
jamás ha visto nadie excepto yo... Debí decirle a tu padre lo que ocurría... debí decírselo y darle
la libertad... pero fui cobarde y tú, hijo mío...
-Mamá, por Dios... no sigas -Jeremy estaba emocionado, había recuperado a su madre
cuando en realidad nunca la había tenido.
-¡No...! Debo seguir... Tenía que habértelo dicho e impedir que te casaras, que tuvieras
hijos... impedir que la desgracia caiga sobre tu descendencia... Dios concedió que vivieras tú.
Fue un milagro, pero no debí condenar a tus hijos a una muerte horrible...
-¿Qué dices?
-Sí... a la misma muerte que tuvieron tus tres hermanos... y todos los hijos de mi
hermana.
-¡Mamá, estás delirando!
-Nunca he estado mas lúcida. La familia Pendenthon es portadora de un virus que se
transmite sólo a los varones. ¡Es mortal!
-Pero ¿y yo?
-Ése es el milagro... pero no volverá a ocurrir.
La mano que lo sujetaba perdió fuerza, y ella entrecerró los ojos porque la fatiga estaba
venciéndola.
Su voz se hizo más débil.
-Cuando naciste, juré que si vivías, nunca volvería a hablar y permanecería encerrada en
esta habitación hasta la hora de mi muerte... Esa hora... ha llegado...
Dio un suspiro... y dejó de existir.
Jeremy dejó caer su cabeza y empezó a sollozar desconsoladamente. Había recobrado a
su madre por unos instantes, pero acababa de perder toda esperanza de felicidad.
Notó un aliento cálido en su nuca y unos labios tibios que se posaban en ella.
Cuando se volvió, Susan salía de la habitación. ¿Cuánto tiempo llevaba allí?
La peor pesadilla del mundo no podía compararse con lo que vivió Jeremy durante las
horas siguientes.
Con el doctor, vino mucha gente. El pastor Huber se encargó de todo en aquellas
primeras horas, porque Jeremy permanecía encerrado en la parte trasera de la biblioteca, lugar
reservado para la lectura y la meditación. Leía una y otra vez la carta que encontró en el interior
del cofre. Estaba fechada sólo cuatro meses antes de su nacimiento. Junto con la carta, había un
certificado expedido por un médico de Filadelfia, extendido a nombre de su tía.
¿Cómo podía ser cierto todo aquello? ¿Significaba que tal vez su hijo no viviría como
había ocurrido con los demás niños de la familia de su madre?
Unos golpes en la puerta y unas voces en la parte exterior lo hicieron reaccionar.
-¡Señor, señor... lady Susan... ha desaparecido!
-¡Susan...! -No había pensado en ella todo ese tiempo...
Abrió la puerta. Martha y parte del servicio estaban allí, con el rostro pálido.
-¿Qué ocurre....?
-Lady Susan... no está en su habitación ni en la casa. Rosalin dice que la ha visto
atravesar el jardín, le pareció que iba descalza y sin vestir.
-Sí, milord... La llamé desde la ventana, pero siguió corriendo hacia las cuadras.
Sonny apareció en aquel instante, jadeante.
-¡Señor... los coches están en el garaje, pero la yegua blanca ha desaparecido!
-¡Oh Dios! ¿Qué maldición ha caído sobre mí...?
No podía dejar de temblar. Creía estar viviendo una pesadilla de la que despertaría en
cualquier momento. Luego todo estaría tranquilo y Susan reposaría en el lecho, a su lado, con
aquella expresión de abandono que la caracterizaba. De pronto, imaginó a la otra Susan, la que
no conocía, la mujer que lo había poseído frenéticamente. Tuvo miedo, porque intuyó todo lo
que aquella mujer era capaz de hacer.
La búsqueda resulto inútil, hasta que las primeras luces del alba iluminaron la mansión.
El pastor Huber encontró la yegua junto al acantilado, pero fue el propio Jeremy quien
descendió, atado con cuerdas, para rescatar el cuerpo inerte de su mujer del fondo de las rocas.
Tapó con su americana las huellas de las heridas y puso su mano en el vientre, un vientre vacío
de toda vida humana.

El sol lucía con todo su esplendor cuando Jeremy, desnudo en la ducha, dejaba que el
agua helada cayera sobre su cuerpo, lo que suavizaba el ardor de garganta que no lo dejaba
respirar. De pronto empezó a golpear la pared hasta que sus manos quedaron cubiertas de
sangre. Al ver el color rojo de su sangre, recordó la que había visto en el cuerpo de Susan y no
pudo soportarlo. Cayó al suelo, hecho un ovillo, sujetándose el vientre, que le dolía como si le
arrancaran las entrañas. Con la cabeza entre las rodillas, empezó a gritar, llorando
desesperadamente. Pasaron varias horas hasta que, agotado, se serenó.
Fue hacia el armario donde guardaba los medicamentos y se limpió con alcohol las
heridas que se había producido. El dolor no le afectó, porque a partir de aquel momento ningún
dolor podría ya afectarle.
Era un desconocido el hombre que pulcramente vestido salió de su habitación, el mismo
que con toda serenidad asistió al día siguiente al entierro de su madre, el que ordenó
embalsamar a su esposa para que fuera trasladada a Venezuela, como un día le prometió, el
mismo hombre que mandó tapiar con un mural la entrada del pasillo que daba acceso a la
habitación que un día habría sido para sus hijos, que ya nunca nacerían.
A partir de aquel día se apartó de todos y de todo, volviéndose huraño y solitario, pues
para él la vida había perdido todo aliciente.
Así era Jeremy Barthon, hasta que un día apareció en su vida Dinny Hallersen.

Horas después, con el equipaje cargado en el coche que lo conduciría al puerto, estaba
seguro de hacer lo correcto. En realidad, no tenía otra opción...

13
SUSAN MULLIGHAM

Susan Mulligham había encontrado consuelo a su dolor en aquella pequeña misión donde
prestaba ayuda a todos cuantos la necesitaban. Sus cursos de enfermera la hacían
imprescindible para el anciano doctor Hellew, así como sus conocimientos de historia y francés
para ayudar a la esposa de aquél en la escuela.
Desde hacía sólo un año, cuando cumplió los veintidós, la vida le sonreía por todas
partes.
Poseía una belleza dulce y serena, que hacía que todos cuantos la conocían sintieran
admiración por ella. Además, era muy inteligente, había estudiado en Estados Unidos y Canadá.
Cuando regresó con dos licenciaturas, un gran número de pretendientes pugnaban por ser su
pareja en cualquier fiesta que organizaran las compañías extranjeras en las que estaba
vinculado su padre o en las embajadas, donde siempre era bien recibida, por su encanto y
porque su familia era una de las más antiguas y acaudaladas de aquella parte de Venezuela.
Pero para Susan sólo había un hombre en su vida. Había sido su compañero de juegos
en la infancia, más tarde compartió con ella los primeros exámenes de graduación y también la
acompañó al extranjero, porque trabajando día y noche consiguió una beca para su misma
universidad.
Se trataba de Eduardo Santino. Era el hijo de Dolorcitas, la encargada de la plancha en
casa de sus padres, una mujer que sola, abandonada por el hombre que la embarazó, intento
criar a su hijo como mejor pudo, pero siempre honradamente.
Mientras fueron pequeños, los padres de Susan no daban demasiada importancia a
aquella relación. Al contrario, de esta forma la niña no andaba de un lugar a otro. Pero con el
paso de los años Mr. Mulligham se puso alerta. No era el joven Santino a quien más deseaba
como yerno, y así se lo hizo ver a su hija en más de una ocasión.
-Susan, sé que no estoy en condiciones de prohibirte nada. Vas a decirme que ya has
cumplido veintiún años, pero te ruego que recapacites. Tu amistad con Eduardo no te beneficia
en nada.
-¿Por qué? ¿Acaso no es un hombre sano, honrado y trabajador?
-Oh, sí, naturalmente, pero...
-Papá, ésas son las condiciones principales para ti, las que me has inculcado, las que
siempre me has dicho que debo tener en cuenta a la hora de escoger a mi compañero.
-Te lo he dicho y es verdad... No obstante, hay algunos factores que deben tenerse en
cuenta... Verás, ese chico no tiene padre. En realidad, no tiene un nombre que ofrecerte.
-Lo tiene. Se llama Santino. Creo que es un apellido honrado...
-Depende de lo que entiendas por eso. En ocasiones...
-Tú siempre has dicho que el apellido honra a quien lo lleva y que los pecados de los
padres no deben afectar a los hijos -lo interrumpió.
En las discusiones, utilizando sus propios razonamientos, siempre vencía su hija.
Luego, a solas con su mujer, se ponía furioso.
-Lo que yo digo es válido para los demás, pero ¡no para mi hija!
-No te sulfures -intervenía su esposa, con tono conciliador-. Es cosa de la juventud.
Sus padres ignoraban que, siendo niños, en el interior del cobertizo de cañas del Prado
de los Mendoza, un lugar casi olvidado en una finca a la que nunca acudían sus dueños, unieron
la sangre de sus dedos y se juraron amor eterno, y que años después, en el mismo lugar, la
noche antes de partir a Estados Unidos ella le hizo entrega de su virginidad, renovando aquella
antigua promesa.
Allí era donde solían encontrarse, porque alejados de las miradas ajenas podían amarse
sin reserva alguna. Los dos esperaban ansiosos ese momento del día o de la noche, cuando
gozaban uno del otro convirtiéndose en un solo ser.
Una tarde, Eduardo se retrasó. Cuando Susan se disponía a marcharse, lo vio aparecer.
Montaba en una bicicleta y llevaba la americana descosida.
-¡Eduardo! ¿Qué ha ocurrido?
Fue la primera vez que le habló de Gómez en un tono que la asustó. Siempre había
sentido animosidad contra el dictador que había hecho reparto de concesiones entre sus
parientes y amigos en perjuicio de las personas honradas y los trabajadores, pero por aquellas
fechas su dictadura, que duraba desde 1910, había alcanzado tales cotas de despotismo que
movilizaba al ejército y todo su aparato represivo para eliminar a cualquiera que fuera su simple
opositor, encarcelándolo en la tristemente famosa Rotunda.
-Ha encerrado al profesor Díez y a tres de sus alumnos.
-Y a ti... ¿qué te ha pasado?
-Julián Zarquero y yo intentamos ayudarlos y por poco también nos cogen. Salimos
corriendo y al montar en la bicicleta me desgarré el traje.
-Mi amor, ten cuidado. Por ti y por mí...
Permanecieron abrazados en silencio. Fue la primera vez que se encontraban en aquel
lugar y no hacían el amor.
El rumor de que Eduardo Santino se mezclaba con los enemigos de la política de Gómez
y que incluso era uno de los cabecillas de la oposición se extendió rápidamente, hasta que su
nombre fue de boca en boca. Al cabo de seis meses, se convirtió en un personaje famoso.
Aunque el padre de Susan no estaba de acuerdo con el hombre que gobernaba los
destinos de su país en la dictadura más larga de la historia, ahora tenía un motivo para prohibir
a su hija que continuara viéndose con el que desde entonces fue llamado «El líder de la
revolución».
-¡Es inútil, papá! Es hora de que sepas que amo a Eduardo más que nada en este
mundo, que le pertenezco no sólo con el alma sino también con el cuerpo, que he sido, soy y
seré suya siempre que me lo pida y...
-¡Basta! -la interrumpió-. Me avergüenzas. ¡Espero que tu madre no haya oído estas
palabras y ahora... ve a tu habitación! O tendré que olvidar que eres hija mía...

Cuánto le pesaron aquellas palabras cuando, de madrugada, tuvo que llamar


quedamente a la puerta donde se había encerrado su hija.
-¡Susan! Deja... que tu madre entre. Hay algo que tiene que decirte.
La joven abrió lentamente la puerta. Su madre la abrazó y se echó a llorar.
-¡Hija, hija mía, ha sido todo tan terrible...!
-No sufras, mamá. Nadie podrá separarme de Eduardo. Lo amo demasiado. Él es mi vida
y si papá no quiere entenderlo...
Cuando vio el desespero de su madre, siempre tan comprensiva y serena, se asustó.
-Mama, ¿qué te ocurre...? -preguntó.
-Hija, Eduardo... Los hombres de Gómez... ¡Oh, Dios! Dolorcitas está abajo. Si quieres,
puedes acompañarla.
Como un rayo que le partiera el alma, Susan comprendió que algo grave había pasado.
Salió corriendo de su habitación y se dirigió a la cocina, donde encontró a una pobre
madre deshecha en llanto. Las dos mujeres se abrazaron. Luego, en silencio, subieron al coche
donde las esperaba Mr. Mulligham.
Cuando llegaron al hospital, sólo tuvieron tiempo de reconocer el cadáver que junto con
el de otros tres jóvenes reposaba en el depósito antes de ser enterrado en el cementerio
destinado a los «rebeldes» del régimen.

Susan cayó enferma. En dos ocasiones intentó quitarse la vida, pero afortunadamente
llegaron a tiempo, porque su madre la vigilaba de día y de noche. El doctor Hellew le practicó el
segundo lavado de estómago, y también intentó curar su alma.
Con su modo persuasivo de hablar le hizo comprender que sólo ayudando a aquellos que
sufrían más que ella, entregándoles el caudal de amor que continuaba intacto en su corazón,
Eduardo, allí donde estuviera, se sentiría compensado.
A partir de ese momento la actitud de Susan cambió. Sus padres la ayudaron en todo lo
que pudieron, particularmente mandando dinero a la misión para que no les faltara de nada.
Nunca más volvió a nombrar a Eduardo, ya que después de su último intento de suicidio,
al salir del túnel en que voluntariamente había entrado, hizo una promesa a la sombra que la
acompañó durante todo el camino.
-Cuando alguien lo merezca, se lo daré todo, pero no recibiré nada a cambio... Si eso
sucede, mi amor, te juro que vendré a tu encuentro.
Había pasado mucho tiempo cuando la casualidad hizo que su vida se cruzara con la de
Jeremy Barthon.
Nunca llegó a saber que razón la impulsó a aceptar ser su esposa.
Sus padres lo facilitaron todo. Para ellos, aquella unión era una bendición del cielo, ya
que por fin su Susan había olvidado el triste suceso de su juventud.
Ella se dejó llevar por los acontecimientos. Jeremy era encantador y estaba dispuesta a
hacerlo feliz. Así se lo dijo a doctor Hellew.
-Haces bien. Alejarte de aquí es lo mejor que puede ocurrirte y creo que ese joven es
digno de tu amor.
-No, amigo mío. Yo aceptaré su amor, pero nunca podré darle el mío. Si eso ocurriera,
me quitaría la vida.
-No hables de ese modo. Lo que tienes que hacer es casarte pronto y salir de este
ambiente. Verás como dentro de poco me mandarás gratas noticias.
-Le prometo que sabrá de mí.
Sin embargo, la carta que recibió tres días antes de su muerte era alarmante, aunque el
doctor la guardó y durante mucho tiempo no habló de su existencia.

14

BENJAMIN HUBER
Había pasado casi un año desde que Jeremy había dejado Rocas Azules. En la mansión
todo marchaba perfectamente. El joven que el museo había enviado en sustitución de Dinny
resultó ser rápido y eficiente, por lo que no tardó en ordenar los manuscritos. Martha seguía
gobernando al resto de la servidumbre con su acostumbrada pericia. Los jardineros cuidaban del
jardín, los banqueros pagaban las facturas y los abogados resolvían cualquier cuestión que se
presentara. Por si fuera poco, de vez en cuando recibían noticias del propietario de la mansión.
Al parecer, sus investigaciones progresaban y ya tenía muchos datos recopilados para escribir su
libro.
Pero ¿a qué se debía aquel desasosiego que lo atormentaba a todas horas sin dejarlo
descansar ni de día ni de noche?, se preguntaba Benjamín Huber, sentado tras la mesa de su
despacho mientras sostenía una tarjeta que había recibido de Dinny Hallersen. Nada hacía
pensar que la joven no fuera feliz. Había encontrado un buen trabajo en una preciosa isla griega,
cuya vista le remitía y le mandaba sus afectuosos recuerdos.
Se levantó y abrió un pequeño armario, sacó una botella de brandy y se sirvió una copa
que escondía tras los libros de una estantería.
Se alegraba de no tener que ir todos los días a Rocas Azules. No soportaba la mirada de
Martha, una mirada inquisidora, desafiante, como culpándole de lo que había ocurrido, ni
tampoco tener que oír aquella recriminación casi constante:
-Yo hice lo que debía hacer... porque no sé nada. Pero usted...
Nunca terminaba la frase. Él hubiera deseado que lo hiciera, pero siempre se
interrumpía.
Volvió a sentarse. Esta vez no guardó la botella como era habitual. Se sirvió otra copa y
luego otra. Iba a necesitarlas...
Descolgó el auricular y habló con la telefonista.
-Por favor, póngame con Londres. 93 de Hyde Park, residencia de lady Cuberthon.
Cuando la voz del mayordomo sonó al otro extremo de la línea, el pastor se limitó a
decir:
-Dígale a su señoría de parte de Benjamín Huber que mañana a las cinco iré a visitarla.
-Señor, tal vez deba esperar...
-¡No hay espera...! Dígaselo así mismo.
Luego colgó el auricular y se sirvió una nueva copa.
Ya estaba hecho, y no quería tener la mente clara para no echarse atrás.

Beatriz Cuberthon había cumplido ochenta y cinco años de edad, pero su mirada seguía
siendo viva y fría como en su juventud. Iba elegantemente vestida, aunque sólo lucía unos
pendientes de perla que enmarcaban su rostro. Llevaba el cabello blanco recogido en un moño
que acentuaba su porte aristocrático.
Apoyaba ambas manos en el bastón y casi no levantó la vista cuando entró el pastor,
que se inclinó respetuosamente.
-Milady, celebro verla tan bien...
-¡Al grano, Huber! Han pasado muchos años desde que nos vimos la última vez y no
creo que su visita sea de cortesía.
-No, no lo es... Y como bien dice, han pasado muchos años, quizá demasiados... ¿Tal vez
veinte desde que dejó el castillo...?
-Si viene a darme alguna explicación... ¡No la necesito! Ya no la necesito...
-No vengo a explicarle nada, porque yo nada puedo decir. Ahora, como entonces, mi
boca debe permanecer cerrada para siempre. Hice un juramento y en mi condición de clérigo no
puedo romperlo. .Pero tampoco estoy dispuesto a seguir viendo impasible cómo personas
jóvenes, buenas e inocentes sufren sin motivo alguno.
-No le comprendo. Yo sólo entiendo de mi sufrimiento... del que me ha otorgado la vida
primero con la pérdida de mi esposo y luego de... mi hijo.
-Ese hijo cuyo rostro vio usted reflejado en un niño que corría por delante de su casa...
-Y del que usted no quiso hablarme... –lo interrumpió la anciana.
-No, no lo hice por el mismo motivo que he callado todos estos años. Pero yo sé... que
usted sabe...
-¡Por favor, Huber! Soy demasiado vieja para jeroglíficos.
-He tenido que dar muchas vueltas al asunto para darme cuenta de que Raúl sí rompió
su juramento... y se lo dijo.
-¡No se de qué está hablando!
-Sí lo sabe... Raúl estrechó mi mano antes de morir y pronunció unas palabras a las que
en principio no di significado alguno. «Ella, ella... sabe...» Luego dijo el nombre de su hija. Por
eso no caí en la cuenta. Hasta que... ¡Dios me ha iluminado!
-¡Dios! Tal vez ese Dios que tanto me castigó...
-¡Lady Cuberthon! usted puede evitar el sufrimiento de un hombre que no le ha hecho
nada, un hombre inocente cuyo único delito es haber sido fruto de un gran amor...
-¡Basta! ¡Salga de mi casa y no vuelva! -exclamó, tocando la campanilla y señalando la
puerta con el bastón.
El pastor salió con la cabeza baja... Lo había intentado, pero había fracasado.
Beatriz Cuberthon subió a su habitación. La entereza que había intentado demostrar
delante del pastor se desmoronó de pronto. De un cajón cerrado cuidadosamente con llave, sacó
un montón de cartas. Eran las que su hijo le había mandado desde la India cuando estaba allí
con su regimiento.
De entre todas cogió la última. Estaba arrugada y las letras algo corridas, producto de
las lágrimas que se habían vertido al leerla.

Querida mamá: estoy bien, muy bien. Parece que pronto van a mandarme a
casa... pero temo no llegar a tiempo para algo muy importante, algo que va a
sucederme y que debes saber.
No te enfades, mamá... Sé que he desobedecido tus órdenes, pero comprende
que el amor es lo más bello de la vida. Recuerda el amor que papá y tú os tuyisteis
antes de recriminarme. ¡Amo a Lissa! Sí, lo sé... es la hija de un jardinero y me has
ordenado mil veces que no vuelva a verla. Pero la amo, y la he amado desde hace tanto
tiempo que... muy pronto va a tener un hijo. ¡Un hijo de ella y mío! Tú eres buena, eres
mi madre y te adoro... pero también adoro a Lissa. Cuida de ella y del bebé que llegue.
Por favor... por favor, mamá. Te quiere, Charles.

La carta había llegado después del telegrama donde le comunicaban la muerte de su


hijo.
No obstante, y haciendo un gran esfuerzo, fue a ver a Raúl, el jardinero de los Barthon.
Una corona negra en la puerta indicaba señal de duelo. El niño había muerto al nacer y la madre
una hora después. Todo había terminado...
Se refugió en el Chateu Monsien, cuyo nombre había puesto su esposo en recuerdo de su
abuela francesa. No iba a ningún sitio a excepción de la iglesia. Una tarde, al regresar del oficio,
un precioso muchacho pasó corriendo hacia la gran mansión vecina. Casi chocó con ella, levantó
la cabeza y con una encantadora sonrisa le dijo: «¡Perdón, señora! ¿La he lastimado...?»
«¿Te he lastimado, mamá...?», solía decir su hijo de pequeño.
Aquella voz resonaba en sus oídos una y otra vez, y aquella expresión, aquellos ojos.
Una duda empezó a roerle el corazón.
Mandó llamar al pastor Huber. Fueron inútiles todos sus ruegos para que le diera una
explicación a aquella extraña coincidencia.
Después de aquello se instaló en Londres, cerró la casa del campo y también su corazón.
Siempre se había negado a sí misma que la historia que le contó el jardinero Raúl fuera
cierta.

Aunque habían pasado varios años, no había noche en que antes de cerrar los ojos no
viera la sonrisa de aquel jovenzuelo. Su mente rechazaba lo que su corazón sabía. Era la viva
imagen de su propio hijo cuanto tenía la misma edad. Pero... era imposible. Aquel joven era
Jeremy Barthon, el hijo de sus vecinos, los propietarios de Rocas Azules. Así pues, repitiéndoselo
una y otra vez, puso un muro entre su corazón y su razón. Pero el día que inesperadamente
recibió la visita de Raúl, el jardinero de los Barthon, ese muro se derrumbó.
Hacía mucho que no recibía ninguna visita. Su joven dama de compañía y secretaria,
siguiendo sus instrucciones, intentó hacer comprender a aquel hombre con aspecto inconfundible
de labriego que no podía ver a la señora.
Pero al oír su voz, tuvo que sujetarse a la barandilla de la escalera, porque el corazón le
dio un vuelco. ¡Sabía que un día u otro ocurriría! y entonces su voz le pareció la de otra
persona:
-¡Déjalo, Margarite! Recibiré al señor. Que me espere en la biblioteca.
Luego bajó despacio, muy despacio...

Raúl se inclinó e intentó besarle la mano.


-Dejémonos de preámbulos y diga lo que tenga que decir.
-No me lo ponga tan difícil, milady.
-¿Difícil...? ¿Y cree usted, que ha sido fácil para mí?
-La vida no lo ha sido para ninguno de los dos, pero yo, al estar hoy aquí, voy a romper
un juramento que hice... ante mi hija muerta.
-¿Acaso mi hijo no murió también?
-Sí... y el dolor de perder a uno de nuestros seres más queridos debe unirnos... Por el
recuerdo de ellos debe escucharme.
-De acuerdo... pero sea breve, por favor.
La anciana le indicó que se sentara.
-Yo tampoco deseaba que mi hija tuviera ninguna relación con su hijo. Sabía que nunca
podrían casarse. Los separaba su posición, su cultura, su dinero... pero los unía algo contra lo
que nadie puede luchar: ¡el amor!
»Por eso, cuando supe que él partía hacia la India con su regimiento y mi hija había
encontrado un buen empleo en Londres, me sentí aliviado.
»Los primeros meses, venía a visitarme. Parecía muy contenta, trabajaba de
planchadora en un taller. Allí mismo vivía con otras compañeras. Luego dejó de venir, me
escribía alegando tener mucho trabajo. Pero sus cartas denotaban mucha alegría. Creí que lo
había olvidado... hasta que una tarde, al llegar a casa, vi a través de la ventana que había luz.
Lissa estaba allí de pie, mirándome con los ojos muy abiertos iluminados por la luz del amor y la
felicidad.
»-Lissa -exclamé.
»-¡Papá! Voy a tener un hijo. ¡Un hijo de Charles! ¡Vamos a casarnos!
»-¡Lady Cuberthon jamás lo consentirá!
»- Tal vez sí. Charles le ha escrito y confía en su buen corazón y en lo mucho que le
quiere. Pero... él es mayor de edad y tiene un buen sueldo en el ejército. Así que aunque no
acepte, nos casaremos y criaremos a nuestro hijo.
»Luego llegó aquella tarde fatídica. El sol había desaparecido del cielo y unas nubes
negras se cernían sobre Rocas Azules. Lord Barthon había mandado a buscar el mejor
especialista de Londres, pero no pudo hacer nada. Su cuarto hijo había nacido muerto.
»Al regresar a mi casa, el pastor Huber salió a mi encuentro.
»-¿Dónde está ese médico? -me preguntó-. Tu hija... va a dar a luz y está muy mal...
»-¿Mi hija...?, pero si estaba perfectamente hace unas horas...
»-Antes de saber que Charles Cuberthon ha muerto en la India.
»No sé qué ocurrió después. Corrí a toda prisa al lado de mi hija. Sólo decía que quería
morir, morir...
»Esa palabra atormentaba mis oídos cuando el rumor de unas voces me hizo reaccionar.
Allí estaba el doctor con Benjamin Huber. Lo que ocurrió después fue como una pesadilla. ¡Mi
hija había muerto! Un niño lloraba sin cesar... Benjamín y lord Barthon no dejaban de hablar,
pero yo no los oía.
»-¡Piénsalo, Raúl! Mi mujer ha tenido un niño muerto. Jamás podrá tener otro y tú, en
cambio, tienes un bebé sin padre ni madre. Te prometo que lo criaré como a un hijo nuestro...
Nadie jamás lo sabrá...
»-Pero... ¡es mi nieto! -objeté.
»-Sí... y podrás verlo crecer en el jardín de Rocas Azules, que un día será suya... ¡Por
favor, por favor...!
»Tal vez el ver implorar a lord Barthon, el orgulloso lord Barthon, me decidió. El médico
fue generosamente recompensado, aunque cuando murió dos años más tarde, todos nos
sentimos liberados. El secreto quedó entre los tres. Benjamin Huber hizo su juramento como
pastor. Podíamos confiar en él. Luego lord Barthon y yo nos dimos un abrazo. Desde aquel
momento un lazo nos unió para siempre: el de nuestro secreto, que juramos guardar hasta la
muerte. Él lo cumplió. Pero yo...
-¿Por qué ahora...?
-Tengo un tumor maligno... Me han pronosticado muy pocos meses de vida... Lord
Barthon también ha muerto y milady... bueno, es como si también estuviera muerta... Sólo
queda usted...
-¡Es tarde...! Una vez fui a ver al pastor Huber... Vi pasar ante mi casa a un jovencito.
Era la viva imagen de mi hijo, o eso me pareció... Pero él lo negó, lo negó rotundamente.
¡Entonces tomé una decisión...! ¡Yo no tengo familia... no tengo a nadie! Y ahora le ruego que se
vaya y olvide por completo todo lo que me ha dicho porque yo ya lo he olvidado.
De todo aquello hacía ya muchos años. Había decidido que nada de lo que le contó Raúl
era verdad. Aquel viejo era el padre de la mujer que le había robado a su hijo. Si ella no hubiera
existido, él jamás habría pedido seguir en el regimiento, no habría ido a la India y no habría
muerto en aquella estúpida incursión.
Luego recordó la impaciencia con que había esperado las respuestas del pastor. ¿Por qué
el hijo de los Barthon tenía la misma sonrisa y los mismos ojos que su hijo? Pero esa
respuesta... nunca llegó.
Y ahora... cuando el muro que había construido alrededor de sí misma era tan sólido que
ni un ápice de amor o ternura podía traspasarlo, volvía aquel hombre a remover sus recuerdos,
a turbar su vida, esa poca vida que aún le quedaba...
Volvió a abrir el cajón, y cuando se disponía a guardar la carta que durante todo el
tiempo había tenido entre sus manos, unas letras impresas parecieron agrandarse ante sus ojos
y una voz, la voz de Charles, empezó a sonar en sus oídos: «Cuida de ella y del bebé que llegue,
por favor, por favor...»
Cerró de golpe el cajón y soltando el bastón, se tapó los oídos con ambas manos...
-¡No, oh no...! ¡Hijo mío!
Luego se arrodilló y empezó a llorar, vertiendo lágrimas amargas, lágrimas de ira, de
sufrimiento, de perdón, de amor... Lágrimas contenidas durante más de veinte años.

Tardó mucho en serenarse. Cuando recobró la compostura, mandó llamar a su


mayordomo. Era su hombre de más confianza.
-Mañana a primera hora tome el coche y vaya a Hawes y no regrese sin el pastor Huber.
¡Tiene una misión muy importante que cumplir!
Por primera vez desde hacía veinte años, se durmió con una sonrisa en los labios.

15

DOCTOR HELLEW

Tal vez Jeremy Barthon no habría tenido en consideración el urgente telegrama que le
envió el pastor Huber, en el que le rogaba que regresara a Inglaterra porque su presencia era
imprescindible en Rocas Azules, de no haber aceptado dar un ciclo de conferencias en Manaos.
Hacía un calor insoportable cuando desembarcó. Siempre había llamado su atención
aquel puerto construido unos años antes y cuya estructura subía y bajaba con el nivel de las
aguas del río Negro. Por ese motivo decidió dar un paseo antes de ir al hotel. No obstante, al
poco rato sintió la necesidad de tomar algo y al levantar la vista, vio un pequeño local.
A los pocos minutos se hallaba sentado a una mesa de mármol saboreando un delicioso
masato. Aquella bebida, compuesta de maíz, agua, azúcar y zumo de papaya, le hacía sentirse
bien.
Al oír su nombre, levantó la vista.
-¡Lord Barthon!
-¡Doctor Hellew! ¡Qué sorpresa!
-No lo es para mí. Leí en el periódico lo de sus conferencias. En realidad, he retrasado mi
salida hacia Coari para poder saludarlo.
-Ha pasado mucho tiempo... desde la última vez.
-Sí... y me alegro de saber que ha reemprendido su vida, que sigue con su trabajo y es
feliz...
Feliz, pensó Jeremy, pero se limitó a sonreír.
-La verdad, en muchas ocasiones he estado tentado de ponerme en contacto con usted
porque hay algo que creo debe saber...
-¿Por qué no lo ha hecho?
-Verá, por otra parte no estaba seguro de obrar en consecuencia, pero creo que ahora
que el tiempo ha pasado... Susan me escribió una carta... muy pocos días antes de morir.
Jeremy palideció. Había intentado olvidarla... y de pronto aquel hombre volvía a
recordársela.
Su interlocutor, cada vez con mayor entusiasmo, le expuso una historia de patriotismo,
de amor y renuncia, hasta que despertó el interés de Jeremy.
-Estoy seguro de que ella lo amó como había jurado no volver a amar nunca. Su
mente... algo trastornada, no pudo soportarlo y eso la indujo a la muerte -concluyó Hellew.
-¿Cree que eso es lo que ocurrió?
-Sí... ¡Estoy seguro! Conociendo a Susan, tal vez su intención no era suicidarse y menos
en su estado, pero sin duda pretendía huir del amor carnal que había vuelto a sentir y no podía
soportar...
-Es cierto que momentos antes... habíamos hecho el amor como nunca -desveló Jeremy.
-¡Pobre Susan...!
-Nunca pensé que estuviera enferma.
-En realidad no se trataba de una enfermedad física, sino de otra clase. Verá, era su
corazón el que estaba enfermo... Tanto sus padres como yo creíamos que usted podría salvarla.
-Pero no fue así...
-Siento haber removido sus recuerdos, pero creo que debía saberlo.
-Sí, y es justo que usted sepa que no estaba equivocado. Al menos una vez, Susan me
amó con todas las fuerzas de su ser.
Luego los hombres se dieron la mano. Tal vez nunca volverían a verse, pero siempre
existiría entre ellos el recuerdo de una bella y desdichada mujer.

Jeremy anuló su ciclo de conferencias. Cinco días después emprendía un largo viaje. Al
cabo de tres meses, desde la cubierta del barco divisó las costas de Inglaterra. ¡Volvía a casa!
Habían pasado dos años, y aunque su corazón estaba más sereno, el amor que había
sentido por Dinny seguía latente con la misma fuerza que la única vez que la poseyó.

16
ERNA WOTIKE
Murray Prescott saludó con la mano al patrón de la barcaza que le llevó hasta Moni.
Empezó a subir lentamente por el camino que le conducía hasta la casa. Quería retrasar
en lo posible la despedida. Aquélla era la última noche que Erna pasaba en la isla.
Sus relaciones, que habían estado llenas de tensión desde la noche en que se produjo el
incidente sexual, se normalizaron con la llegada de Dinny. Las dos mujeres simpatizaron muy
pronto y el pequeño los unía a los tres aún más.
Pero tras el regreso de Erna de unos de sus frecuentes viajes a Atenas todo cambió.
Estuvo tres días y tres noches encerrada en su habitación. Devolvía las bandejas sin
probar los alimentos primorosamente preparados por el servicio, no quería que ningún doctor la
visitara y no permitía que Murray entrara en la habitación.
Nunca podría olvidada tal como la vio aquella última noche en el umbral de la puerta de
entrada al salón de música.
Iba vestida de blanco y estaba muy pálida. Sólo unos ojos negros muy profundos
resaltaban en su rostro. Sus manos estaban cruzadas sobre su pecho y sujetaban con fuerza un
grueso manuscrito.
De no tenerla delante, no habría reconocido su voz, porque parecía ser la voz de un ser
del más allá.
Avanzó hacia ella con las manos extendidas.
-¡Erna!
Ella hizo un gesto de que no la tocara.
-¡No, por favor...! ¡Quédate ahí...! Sólo así tendré el valor suficiente para decírtelo...
-Decir... qué?
-Fui a Atenas porque recibí la llamada de la esposa de un tal Natheresky. Su marido es
el director de la Orquesta Filarmónica de Boston. Estaban de gira cuando se enteró del
fallecimiento de... Intentó localizarte en Londres sin conseguirlo. Luego dio con mi paradero.
Tenía algo que... te pertenecía.
Erna le tendió el manuscrito.
-¿Qué es esto? -inquirió Murray.
-Espera, deja que termine. Esa mujer me dijo que su matrimonio fracasó desde el
principio. Su marido sólo sentía por ella una buena amistad a la que se aferró intentando
convertirla en amor. Nunca lo consiguió. Pero fue sincero... Había intentado llevar una vida
acorde con sus creencias, pero no con sus necesidades... unas necesidades a las que su
educación nunca le permitirían sucumbir. Se separaron, pero continuaron siendo amigos. Un
día... recibió un paquete, contenía este manuscrito y una nota. Si algo le ocurría, debía
entregártelo a ti.
»Lo he leído. Sé que no debí hacerlo, pero era necesario... Tenía que saber la verdad.
Jamás he representado nada para Franz, todo era producto de mi imaginación, tal vez
enfermiza... Todos estos años intentando convencerme de que me amaba y sólo la diferencia de
edad y posición le impedían decírmelo. Incluso estando en coma, siempre creía que me hablaba
con el pensamiento, que sus labios callados pronunciaban palabras de amor...
Erna empezó a sollozar. Finalmente abrazó a Murray, incapaz de comprender qué estaba
sucediendo.
-¡Murray, qué necia he sido! -Se apartó y una leve sonrisa iluminó su rostro. Luego
añadió-: Pero... todo ha terminado. ¡Me marcho!
-¿Adónde?
-Ya sabes, por ahí... Tengo mucho dinero y aún no he cumplido los treinta. Además esta
casa es de los dos... Quiero conservar mi parte por si alguna vez me siento cansada y quiero
regresar...
-Erna... ¿estás segura de lo que haces?
-Sí. Él también estaba seguro de algo..,.pero fue un cobarde. No lo seas tú, mi querido
amigo.
Murray leyó el manuscrito. Todas y cada una de las doscientas páginas, escritas con la
letra clara y precisa de Franz, eran un poema de amor, dirigido única y exclusivamente a él,
pero también la desgarrada pasión de un hombre incapaz de reconocer su homosexualidad, la
lucha entre un cerebro y un cuerpo que caminaban juntos pero que deseaban ir en sentido
opuesto y cuyo único punto de acuerdo fue el de querer morir al mismo tiempo.
Murray se repetía una y otra vez el último párrafo de aquel poema de amor, pasión,
deseo y renuncia.
«Si alguna vez llega este escrito a tus manos, yo ya no estaré a tu lado... pero por todo
lo que te he amado y por todo lo que he sufrido, prométeme que no serás un cobarde como yo...
¡Lucha... lucha por lo que eres y por lo que quieres...! Únicamente así descansaré en paz.»

Erna se marchaba. Ella iba también a cumplir con su destino de mujer. No tardaría en
desterrar los fantasmas que la habían acosado desde su juventud y su cuerpo ardiente y sexual
vibraría entre los brazos de algún hombre que la haría feliz... Pero ¿y él? ¿Sería capaz de
regresar a Londres y enfrentarse con la realidad?

17

CAMINO HACIA EL FUTURO


JEREMY BARTHON
La conversación entre Jeremy Barthon y lady Cuberthon duró cuatro horas y estuvo llena
de sorpresas, reproches, emociones y lágrimas... En ocasiones el pastor Huber, que estaba
presente, tuvo que desviar la mirada para que no se notara la emoción que lo embargaba.
Cuando finalmente Jeremy se acercó a la dama para coger la taza de té que aún
temblaba entre sus manos, sus miradas se cruzaron y ambos se fundieron en un abrazo.
-¡Abuela, Abuela...!
-Hijo, perdóname...
-¡No tengo nada que perdonarte! Al contrario, me has dado la felicidad.

Era de noche cuando Jeremy y el pastor Huber iban sentados en la parte posterior del
coche que les conducía de regreso a Hawes. No habían pronunciado palabra, porque aún se
sentían poseídos por tanta emoción contenida.
-Jeremy, yo... -dijo el pastor, rompiendo el silencio.
-No se preocupe. Ya no hay nada más que decir, salvo una cosa... -Le tomó la mano y la
apretó con fuerza-. Gracias.
Los dos hombres sabían lo que aquello representaba... Ambos tenían un amigo en quien
confiar para el resto de sus vidas.

Llegaron a Rocas Azules cuando aún era de noche. De inmediato Jeremy se dirigió al
pequeño cementerio situado al fondo de la alameda, junto al invernadero de cristal. Se detuvo y
cogió la llave del lugar donde siempre había estado. Luego cortó cuatro rosas blancas, aquellas
rosas que sólo florecían en Rocas Azules y que año tras año se renovaban desde que un día el
jardinero Raúl las plantó en memoria de su hija. Abrió la verja y depositó una rosa en cada una
de las cuatro tumbas que había en el camposanto. A todos les debía ser lo que hoy era. Desde el
fondo de su corazón les dio las gracias.
Las primeras luces de la aurora caían sobre Rocas Azules cuando Jeremy emprendió
lentamente el camino hacia la casa.
Martha le esperaba en la entrada. Al llegar le abrazó y se echó a llorar.
-¡Niño, mi niño...! Te conocí cuando sólo tenías un mes, pero siempre sospeché que eras
especial... ¡Tú naciste fruto de un amor, de un maravilloso amor!
-Martha, gracias por todo lo que me has dado...
La mujer se secó las lágrimas y esbozó una sonrisa....
-Anda, vamos dentro. Entra en tu casa... Rocas Azules está esperándote...
Jeremy sonreía cuando traspasó el umbral y su voz parecía la de otra persona cuando
dijo:
-No, Rocas Azules pertenece a los Barthon...
Momentos antes, a solas con el recuerdo de los seres que tanto lo quisieron, había
tomado una firme decisión.

A partir del día siguiente abogados, notarios, banqueros... todos se -pusieron en


movimiento. Muy pronto la Fundación Barthon empezó a tomar vida. Todos los beneficios serían
repartidos entre fondos para la investigación de enfermedades genéticas incurables y en ayuda a
huérfanos. El pastor Huber y el doctor Tobias Holmer serían sus directores. Pero pasaría más
tiempo hasta que terminaran las obras necesarias para convertir Rocas Azules en un museo. Los
arquitectos podían realizar los cambios que quisieran, excepto en las habitaciones que quedaban
ocultas tras el cuadro del Olimpo. Así fue como a través del tiempo fue creciendo el rumor de
que en Rocas Azules había un secreto.
Sin embargo, nunca nadie obtuvo información alguna del servicio que, capitaneado por
Martha Hays, eran los encargados del mantenimiento.

El día que Jeremy firmó el último documento y recibió respuesta a la solicitud que había
cursado para desempeñar el cargo de profesor de la Universidad de Toronto se sintió el más feliz
de los mortales.
Por fin era un hombre libre, libre de todo su pasado, y podía ir en busca de Dinny y
ofrecerle su amor.
Por el pastor Huber, sabía dónde podía encontrarla.
El barco pronto arribaría al puerto de Atenas... ya faltaba poco para estrecharla entre
sus brazos.
Murray había invitado a Dinny y a su hijo a pasar en su finca el último fin de semana que
estaba en Moni.
Después de mucho reflexionar había tomado la decisión de que lo único que podía hacer
en memoria del hombre al que tanto amó y por el que se sintió tan amado, era seguir su último
consejo.
Tenía suficiente dinero para no depender de ningún trabajo, si es que se lo negaban por
su condición de homosexual, y estaba resuelto a dedicar todo su tiempo en ayuda de los jóvenes
que en los albores de 1933 luchaban por su libertad sexual.
Pensaba conservar la finca de la isla. Como muy bien había dicho Erna antes de partir,
era de los dos, además de ser la última morada de Franz y el lugar donde acudiría siempre que
sintiera nostalgia del pasado, un pasado que nunca llegó a realizarse por completo.
Por su parte, Dinny también pensaba regresar a Londres. Habían pasado dos años,
demasiado tiempo, pero el suficiente para que Loretta preparara poco a poco a su padre,
haciéndole comprender que la alegría de tener un nieto tan hermoso superaba cualquier crítica
social, ya que pese a los años aún no habían sabido sacudirse aquel puritanismo tan hipócrita de
la era victoriana.
Había decidido marcharse al terminar su contrato. Aún faltaba más de un mes para ello.
Estaba asomada a la baranda de la terraza, mirando hacia el horizonte. Su hijo jugaba
entre los barrotes de un pequeño parque de madera y Murray estaba preparando unos martinis
como aperitivo.
Solía pensar en Jeremy. Al hacerlo su corazón latía con fuerza, pero siempre sabía
sobreponerse. Todo aquello formaba parte de un pasado muy lejano. Sin embargo, la imagen del
hombre seguía en su mente, no podía apartarla por mucho que se esforzara y cada vez se hacía
más real. Avanzaba por el camino, ya estaba en la puerta... ¡Oh, Dios...!
Corrió hacia su hijo lanzando un grito de angustia. Murray dejó las copas sobre la mesa y
la tomó en sus brazos, sujetándola para que no cayera.
Así fue como los encontró Jeremy cuando el criado japonés lo acompañó hasta la
terraza.

Había sido un viaje interminable. Cuando por fin localizó el domicilio de Dinny, descubrió
que no estaba. Una criada, en un extraño inglés, le dijo dónde podía hallarla.
Lo que nunca imaginó fue encontrarla en aquel cuadro de familia feliz, en brazos de un
apuesto hombre y junto a un bebé.
-Perdón, no quería ser indiscreto -susurró.
-¡Jeremy!
Había tanta angustia, tanta agonía, tanta dicha y tanto amor en aquella sola palabra,
que el hombre se volvió.
Cuando Dinny se refugió en sus brazos y le ofreció sus labios, supo que su amor seguía
intacto.
Murray habíá tomado el bebé en brazos y entonces comprendió. Sin temor de
equivocarse, se dirigió a la pareja mostrándoles al niño que no paraba de sonreír.
-Anda, da un beso a tu papá.

EPíLOGO
OTAWA(CANADA)1938

Todo estaba en silencio en el campus de la universidad. Sólo se veía luz en el jardín de la


hermosa casa donde habitaba el vicerrector.
Hacía cinco años que el profesor Jeremy Cuberthon, acompañado de su esposa Dinny y
su pequeño hijo entraron a formar parte de aquel entrañable núcleo que era el profesorado de la
universidad.
Con el tiempo, llegó a ocupar el cargo de vicerrector y vio cómo su familia crecía con el
nacimiento de otros dos hermosos hijos, Arnold, que ya tenía tres años de edad, y la pequeña
Cecile, cuyo primer aniversario habían celebrado aquella tarde.

Dinny echó un último vistazo a la desordenada cocina.


Mañana lo recogeremos con la asistenta, pensó. No obstante, abrió la nevera para
guardar un trozo de tarta de cumpleaños que había quedado intacta. Los recuerdos de su niñez
y de su primera juventud le vinieron a la memoria. Sonrió y murmuró:
-Querida Loretta...
Había conseguido convencer a su padre de que estuvieran con ellos en aquella fecha tan
importante.
Luego subió lentamente por la escalera. Pasó sin hacer ruido ante la habitación que
ocupaba lady Cuberthon, que desde hacía dos años vivía con ellos. Abrió la puerta de la
habitación de los niños. Los dos dormían plácidamente con una sonrisa de felicidad en sus
rostros. Un pequeño rayo de luz salía de la estancia contigua y una voz tenue entonando una
canción de cuna indicaba que la niñera estaba al cuidado de su hijita.
Todo estaba tranquilo y en paz.
Momentos después, dejando caer la ligera bata de gasa que la cubría, se acurrucó entre
los brazos de su marido, que esperaba impaciente.
-Cuanto has tardado, mi amor.
-Pero ahora ya estoy aquí...
Al cabo de unos segundos sus cuerpos se fundieron en uno solo y, como siempre, pese a
los años transcurridos, volvieron a entregarse a la pasión, como aquella noche en que los
secretos de Rocas Azules se cernían sobre ellos amenazadoramente. Sin embargo, ahora sabían
que en el amanecer del nuevo día sólo encontrarían felicidad.

FIN

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