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Europa y la crisis política actual

Europa vive momentos importantes de su historia. No es el estallido de una guerra mundial,


como ocurrió en 1914 o 1939. Tampoco se trata del advenimiento de regímenes totalitarios,
como los que llegaron a Rusia en 1917, Italia en 1922 y Alemania en 1933. No se trata de
jornadas épicas terminadas con la violencia imperialista de la Unión Soviética, como ocurrió
en Hungría en 1956 o en Praga en 1968. Por mencionar un último ejemplo, Europa no vive
escenas como la que en noviembre de 1989 contempló la caída del Muro de Berlín y el
comienzo de una nueva era.

Pero a pesar de que la situación sea menos visible, no cabe duda de que el Viejo Continente,
la cuna de la cultura occidental, uno de los bastiones más grandes de la ciencia y la libertad
en el mundo, está viviendo una etapa que reclama una particular atención y una revisión de
su destino. Las últimas dos décadas en Europa han estado marcadas por la paz y la
democracia, una integración sin precedentes y un crecimiento de los estados miembros,
incluso los de la "otra Europa" de la que hablaba el poeta polaco Czeslaw Milosz. Pero algo
falla en la estructura y en la vida diaria de los europeos: la crisis económica que afecta a
varios países del continente ha llevado a Europa a la deriva, según el título de un libro
publicado por Gavin Hewitt (Madrid, Alianza Editorial, 2013). También hay una pérdida de
confianza en las posibilidades de su organización internacional y surgen situaciones difíciles
al interior de varias naciones.

En alguna medida eso es lo que dijeron los electores en las pasadas elecciones al Parlamento
Europeo. La molestia tuvo como víctimas a los partidos tradicionales (el caso de España e
Inglaterra son paradigmáticos), mientras benefició a corrientes populistas o consolidó a
algunas facciones más extremas del mapa político (como ocurrió con el Frente Nacional en
Francia y la izquierda Syriza en Grecia). Algunas de ellas son reflejo de la alianza entre
populismo y xenofobia, denunciadas por Tzvetan Todorov como uno de Los enemigos
íntimos de la democracia (Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2012). La sociedad, cansada,
molesta o simplemente con ganas de cambiar, manifestó sus dudas y recelos hacia el orden
establecido, sin romper todavía con él. Quizá sea solo una advertencia, pero los vencedores
de la jornada del 25 de mayo pasado ya reclaman adelantar las elecciones de gobierno en sus
respectivos países, lo que tendría consecuencias insospechadas.

Parte del problema está en la intuición de los pueblos europeos -casi se diría la convicción-
de que las condiciones de vida en los próximos años serán peores que las disfrutadas en la
etapa final del siglo XX, que los derechos sociales disfrutados hasta ahora tendrán una
tendencia a la baja, que la miel del Estado de bienestar trocará en la necesidad de más
esfuerzo y menos regalías. La Europa de la opulencia parece estar llegando a su fin y se inicia
una etapa de austeridad.

Como suele ocurrir en la historia, con los problemas aparecen los chivos expiatorios, reales
o imaginarios. En esto los inmigrantes ocupan un lugar privilegiado, como "causantes" de
males contra los europeos. Ciertamente también se puede culpar a los gobiernos y las
coaliciones que han estado al mando de las naciones, a los procesos políticos, a la estructura
administrativa del Estado, a la troika, a Bruselas o a quien sea. Sin embargo, parece que el
problema no va por ahí, sino que es más profundo.

Así como la Unión Europea requirió un cambio cultural a favor de la integración, las normas
jurídicas y económicas de la UE requieren también un cambio cultural al interior de cada uno
los países. Es lo que ocurre en el caso económico, por ejemplo. Si al interior de un país, su
grupo dirigente y la sociedad en su conjunto estiman que las medidas de austeridad o de
higiene de la economía son normas injustamente impuestas desde fuera –por Bruselas, la
troika o por Merkel– eso tendrá como consecuencia inevitable la desafección hacia Europa.
Y será pasto fértil para los movimientos políticos populistas (diversas versiones de
nacionalismo e incluso neonazismo), y de la izquierda extrema (comunismo en cualquiera de
sus denominaciones).

Es hora de hacer un giro y preparar a Europa para el tiempo que viene, o habrá que enfrentar
situaciones políticas y sociales cada vez más difíciles. Es necesario recurrir a las reservas
espirituales europeas, volver a fijar los ojos en los momentos de dificultades del pasado y en
comprender cómo el continente fue capaz de superar sus horas más amargas para reinventarse
y avanzar hacia el futuro con decisión y sentido. Las experiencias del siglo XX dan un claro
ejemplo de la capacidad de Europa para salir adelante después de las experiencias de
autodestrucción. Quizá el desafío sea, como lo planteaba Vaclav Havel el 2002, en Roma,
que Europa debe combinar "su unificación con una reflexión realmente seria y profunda
sobre sí misma" (reproducido en El poder de los sin poder, Madrid, Ediciones
Encuentro/Instituto Universitario de Estudios Europeos, San Pablo CEU, 2013).

No es primera vez que Europa enfrenta una prueba difícil. El proceso guarda similitudes con
las décadas de 1920 y 1930, cuando el continente reemergía con la ilusión de un futuro
próspero y en paz después de la Primera Guerra Mundial, pero luego se precipitó en la ruina
económica y en la destrucción de las instituciones democráticas. El resultado fue un
continente al alero del totalitarismo comunista y fascista, con riesgos de un nuevo
enfrentamiento bélico y sin capacidad para perpetuar la paz. Esa vez Europa resolvió de
manera cruenta, incluso vergonzosa, las divisiones y problemas que la afectaban. Casi un
siglo después son otros los personajes, las ideologías y los problemas, pero nuevamente
surgen desafíos que pueden enfrentarse con sentido de futuro o derechamente sin capacidad
de revertir la situación.

En los últimos días, en una interesante columna publicada en El País (1° de junio de 2014)
Mario Vargas Llosa ha llegado a decir que la decadencia de Occidente "ha pasado por fin a
ser una realidad en nuestros días", utilizando el título de la famosa obra de Oswald Spengler.
Me parece que el Premio Nobel de Literatura del 2010 exagera las consecuencias de las
elecciones europeas. El crecimiento del populismo y la xenofobia ciertamente no son razones
para alegrarse, pero pueden ser tanto una manifestación de dificultad como una gran
oportunidad. Esto no es solo retórica de evasión de los problemas, sino genuina preocupación
por el futuro de Europa, lo que tiene que ver en parte con su historia y su presente, pero
también con la rapidez con que se sucedieron las cosas en las últimas décadas.

Quizá el olvido de las causas morales de la prosperidad sea parte del problema, así como
también la construcción de instituciones del bienestar que no son sustentables en el tiempo y
que olvidan muchas veces la solidaridad intergeneracional. Se podrían hacer muchos análisis
y las ideas podrían llenar páginas de propuestas más o menos novedosas. Pero no cabe duda
que la solución a los problemas económicos y políticos de Europa no se encuentra solamente
en el futuro, sino que hunde sus raíces en el pasado y ahí puede encontrar las energías para
los difíciles tiempos que se vienen. Pero Europa ya ha superado muchas guerras, crisis y
dificultades, y con certeza -pero también con esfuerzo- esta vez vencerá la decadencia y podrá
modificar, una vez más, el curso de la historia.

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