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Psicoanálisis 2 (segundo parcial)

El yo y el ello (Freud)
II. El yo y el ello
Todo nuestro saber está ligado siempre a la conciencia. ¿Cómo es posible eso? ¿Qué quiere
decir hacer consciente algo? Son conscientes todas las percepciones que nos vienen de
afuera (sensoriales); y, de adentro, lo que llamamos sensaciones y sentimientos. ¿Qué
ocurre con aquellos otros procesos que acaso podemos reunir bajo el título de procesos de
pensamiento? ¿Son ellos los que advienen a la superficie que hace nacer la conciencia, o es
la conciencia la que va hacia ellos? Ambas posibilidades son inimaginables por igual; una
tercera tendría que ser la correcta.
La pregunta ¿Cómo algo deviene consciente? Se formularía más adecuadamente así:
“¿Cómo algo deviene preconsciente?” Y la respuesta sería: “Por conexión con las
correspondientes representaciones-palabra”. Estas representaciones-palabra son restos
mnémicos, contenidos en sistemas inmediatamente contiguos al sistema P-Cc. Sólo puede
devenir consciente lo que ya una vez fue percepción cc; y, exceptuados los sentimientos, lo
que desde adentro quiere devenir consciente tiene que intentar trasponerse en percepciones
exteriores. Esto se vuelve posible por medio de las huellas mnémicas.
Los restos de palabra provienen de percepciones acústicas, a través de lo cual es dado un
particular origen sensorial para el sistema Prcc. La palabra es el resto mnémico de la
palabra oída. Es posible devenir conscientes los procesos de pensamiento por retroceso a
los restos visuales. En tales casos casi siempre es el material concreto de lo pensado el que
deviene consciente, pero no puede darse expresión visual a las relaciones que distinguen
particularmente a lo pensado. Por tanto, el pensar en imágenes es sólo un muy imperfecto
devenir-consciente.
Si tal es el camino por el cual en sí inconsciente deviene preconsciente, la pregunta por el
modo en que podemos hacer (pre)consciente algo reprimido ha de responderse:
restableciendo, mediante el trabajo analítico, aquellos eslabones intermedios prcc. Por
consiguiente, la conciencia permanece en su lugar, pero tampoco el Icc ha trepado hasta la
Cc.
¿Estamos justificados a referir toda conciencia al sistema P-Cc? La percepción interna
proporciona sensaciones de procesos que vienen de los estratos más diversos y profundos
del aparato anímico. Son más originarios, más elementales, que los provenientes de afuera.
Las sensaciones de carácter placentero no tienen en sí nada esforzante, a diferencia de las
sensaciones de displacer que son esforzantes en alto grado: esfuerzan a la alteración, a la
descarga. Si a lo que deviene consciente como placer y displacer lo llamamos otro
cuantitativo-cualitativo en el decurso anímico, nos surge esta pregunta: ¿Otro de esta índole
puede devenir consciente en su sitio y lugar, o tiene que ser conducido hacia adelante, hasta

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el sistema P? La experiencia clínica zanja la cuestión en favor de lo segundo. Eso otro se
comporta como una moción reprimida, puede desplegar fuerzas pulsionantes sin que el yo
note la compulsión.
Así, hablamos de sensaciones inconscientes, análogas a las representaciones inconscientes.
La diferencia entre ambas es que para traer a la conciencia la representación icc es preciso
procurarle eslabones de conexión, lo cual no tiene lugar para las sensaciones, que se
transmiten directamente hacia adelante. Las diferencias entre Cc y Prcc carece de sentido
para las sensaciones; falta lo Prcc, las sensaciones son conscientes o inconscientes.
Por la mediación de las representaciones-palabra, los procesos internos de pensamiento son
convertidos en percepciones. A raíz de una sobreinvestidura del pensar, los pensamientos
devienen percibidos real y efectivamente. Vemos al yo a partir del sistema P, como de su
núcleo, y abrazar primero al Prcc. Empero, el yo es, además, inconsciente. Llamamos yo a
la esencia que parte del sistema P y que es primero prcc, y ello a lo otro psíquico en que
aquel se continúa y que se comporta como icc.
Un in-dividuo es ahora para nosotros un ello psíquico, no conocido e inconsciente, sobre el
cual se asienta el yo, desarrollado desde el sistema P como si fuera su núcleo. El yo no está
separado tajantemente del ello: confluye hacia abajo por el ello. Pero también lo reprimido
confluye con el ello, es una parte del ello. Lo reprimido sólo es segregado tajantemente del
yo por las resistencias de represión, pero puede comunicar con el yo a través del ello.
El yo es la parte del ello alterada por la influencia directa del mundo exterior, con
mediación de P-Cc. Se afana por reemplazar el principio de placer, que rige irrestrictamente
en el ello, por el principio de realidad. Para el yo, la percepción cumple el papel que en el
ello corresponde a la pulsión. El yo es el representante de lo que puede llamarse razón y
prudencia, por oposición al ello, que contiene las pasiones.
Al yo se le es asignado el gobierno sobre los accesos a la motilidad, por lo que, con relación
al ello, se parece al jinete que debe enfrentar la fuerza superior del caballo.
Además del influjo del sistema P, otro factor parece ejercer una acción eficaz sobre la
génesis del yo y su separación del ello. El cuerpo propio es un sitio del que pueden partir
percepciones internas y externas. Es visto como un objeto otro, pero proporciona al tacto
dos clases de sensaciones, una de las cuales puede equivaler a una percepción interna.
El nexo del yo con la conciencia ha sido examinado repetidas veces. Habituados como
estamos a aplicar por doquier el punto de vista de una valoración social o ética, no nos
sorprende escuchar que el pulsionar de las pasiones inferiores tiene curso en lo
inconsciente, pero esperamos que las funciones anímicas encuentren un acceso tanto más
seguro y fácil a la conciencia cuanto más alto se sitúen dentro de esa escala de valoración.
Si queremos volver a adoptar el punto de vista de nuestra escala de valores, tendríamos que
decir: No sólo lo más profundo, también lo más alto en el yo puede ser inconsciente.

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III. El yo y el superyó (ideal del yo)
En otros textos se expusieron los motivos que nos movieron a suponer la existencia de un
grado en el interior del yo, una diferenciación dentro de él, que ha de llamarse ideal-yo o
superyó. Ellos conservan su vigencia. Que esta pieza del yo mantiene un vínculo menos
firme con la conciencia, he ahí la novedad que pide aclaración.
Al comienzo de todo, es imposible distinguir entre investidura de objeto e identificación.
Más tarde, lo único que puede suponerse es que las investiduras de objeto parten del ello,
que siente las aspiraciones eróticas como necesidades. El yo recibe noticia de las
investiduras de objeto, les presta su aquiescencia o busca defenderse de ellas mediante el
proceso de la represión. Si un tal objeto sexual es resignado, no es raro que a cambio
sobrevenga la alteración del yo que es preciso describir como erección de objeto en el yo,
lo mismo que en la melancolía. El carácter del yo es una sedimentación de las investiduras
de objeto resignadas, contiene la historia de estas elecciones de objeto.
Otro punto de vista enuncia que esta trasposición de una elección erótica de objeto en una
alteración del yo es, además, un camino que permite al yo dominar al ello y profundizar sus
vínculos con el ello a costa de una gran docilidad hacia sus vivencias. Cuando el yo cobra
los rasgos del objeto, se impone él mismo al ello como objeto de amor, busca repararle su
pérdida. La trasposición así cumplida de libido de objeto en libido narcisista conlleva una
resignación de las metas sexuales, una desexualización y una suerte de sublimación.
Los efectos de las primeras identificaciones, las producidas a la edad más temprana, serán
universales y duraderos. Esto nos reconduce a la génesis del ideal del yo, pues tras ese se
esconde la identificación primera, la identificación con el padre de la prehistoria personal.
Es una identificación directa e inmediata y más temprana que cualquier investidura de
objeto. Las elecciones de objeto que corresponden a los primeros periodos sexuales y
atañen al padre y madre parecen tener su desenlace en una identificación de esta clase,
reforzando de ese modo la identificación primaria.
Dos factores son los culpables de esta compilación: la disposición triangular de la
constelación del Edipo, y la bisexualidad constitucional del individuo. El varón desarrolla
una investidura de objeto hacia la madre, que tiene su punto de arranque en el pecho
materno; del padre, el varoncito se apodera por identificación. Ambos vínculos marchan un
tiempo uno junto al otro, hasta que, por el refuerzo de los deseos sexuales hacia la madre, y
por la percepción de que el padre es un obstáculo para estos deseos, nace el complejo de
Edipo. La identificación padre cobra ahora una tonalidad hostil, se trueca en el deseo de
eliminar al padre para sustituirlo junto a la madre. A partir de ahí, la relación con el padre
es ambivalente.
Con la demolición del complejo de Edipo tiene que ser resignada la investidura de objeto
de la madre. Puede tener dos diversos reemplazos: una identificación con la madre, o un
refuerzo de la identificación padre. Este último desenlace es el más normal: la masculinidad
experimentaría una reafirmación en el carácter del varón por obra del sepultamiento del

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complejo de Edipo. Análogamente, la actitud edípica de la niñita puede desembocar en un
refuerzo de su identificación madre.
La salida y el desenlace de la situación del Edipo en la identificación padre o identificación
madre parece depender, entonces, de la intensidad relativa de las dos disposiciones
sexuales. Este es uno de los modos en que la bisexualidad interviene en los destinos del
complejo de Edipo. El otro es más significativo: uno tiene la impresión de que el complejo
de Edipo simple no es, el más frecuente, sino que corresponde a una simplificación. El
complejo de Edipo más completo es uno duplicado, positivo y negativo, dependiente de la
bisexualidad originaria del niño. El varoncito se comporta también como una niña, muestra
la actitud femenina tierna hacia el padre, y la correspondiente actitud celosa y hostil hacia
la madre.
A raíz del sepultamiento del complejo de Edipo, las cuatro aspiraciones contenidas en él se
desmontan y desdoblan de tal manera que de ellas surge una identificación padre y madre;
la identificación padre retendrá el objeto madre del complejo positivo y, simultáneamente,
el objeto padre del complejo invertido; y lo análogo es válido para la identificación madre.
En la diversa intensidad con que se acuñen sendas identificaciones se espejará la
desigualdad de ambas disposiciones sexuales.
Así, como resultado más universal de la fase sexual gobernada por el complejo de Edipo, se
puede suponer una sedimentación en el yo, que consiste en el establecimiento de estas dos
identificaciones, unificadas de alguna manera entre sí. Esta alteración del yo recibe su
posición especial: se enfrenta al otro contenido del yo como ideal del yo o superyó. Empero
el superyó no es simplemente un residuo de las primeras elecciones de objeto del ello, sino
que tiene también la significatividad de una enérgica formación reactiva frente a ellas. Su
vínculo con el yo no se agota en la advertencia: “Así debes ser”, sino que comprende
también la prohibición: “Así no te es lícito ser”. Esta doble faz del ideal del yo deriva del
hecho de que estuvo empeñado en la represión del complejo de Edipo. Debe su génesis a
este ímpetu subvirtiente.
El superyó conservará el carácter del padre, y cuanto más intenso fue el complejo de Edipo
y más rápido se produjo su represión, tanto más rigurosos devendrá después el imperio del
superyó como conciencia moral, quizá también como sentimiento inconsciente de culpa.
El superyó es el resultado de dos factores biológicos: el desvalimiento y la dependencia del
ser humano durante su infancia, y el hecho de su complejo de Edipo. El ideal del yo es la
herencia del complejo de Edipo, la expresión de las más potentes mociones y los más
importantes destinos libidinales del ello. Mediante su institución, el yo se apodera del
complejo de Edipo y simultáneamente se somete, él mismo, al ello. Mientras que el yo es
esencialmente representante del mundo exterior, de la realidad, el superyó se le enfrenta
como abogado del mundo interior, del ello.
El ideal del yo satisface todas las exigencias que se plantean a la esencia superior del
hombre. Como formación sustitutiva de la añoranza del padre, contiene el germen a partir
del cual se formaron todas las religiones. El juicio acerca de la propia insuficiencia en la

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comparación del yo con su ideal da por resultado el sentir religioso de la humillación, que
el creyente invoca en su añoranza. En el posterior circuito del desarrollo, maestros y
autoridades fueron retomando el papel del padre; sus mandatos y prohibiciones han
permanecido vigentes en el ideal del yo y ahora ejercen, como conciencia moral, la censura
moral. La tensión entre las exigencias de la conciencia moral y las operaciones del yo es
sentida como sentimiento de culpa.
Religión, moral y sentir social han sido, en el origen, uno solo. Se adquirieron,
filogenéticamente, en el complejo paterno: religión y limitación ética, por el dominio sobre
el complejo de Edipo genuino; los sentimientos sociales, por la constricción a vencer la
rivalidad remanente entre los miembros de la joven generación.
El ello no puede vivenciar o experimentar ningún destino exterior si no es por medio del
yo, que subroga ante él al mundo exterior. Ahora bien, no puede hablarse de una herencia
directa en el yo. Aquí se abre el abismo entre el individuo real y el concepto de la especie.
Las vivencias del yo parecen al comienzo perderse para la herencia, pero, si se repiten con
la suficiente frecuencia e intensidad en muchos individuos que se siguen unos a otros
generacionalmente, se transponen en vivencias del ello, cuyas impresiones son conservadas
por la herencia. De ese modo, el ello hereditario alberga en su interior los restos de
innumerables existencias-yo, y cuando el yo extrae del ello su superyó, quizá no haga sino
sacar de nuevo a la luz figuras, plasmaciones yoicas más antiguas.
Psicología de las masas y análisis del yo (Freud)
VII. La identificación
El psicoanálisis conoce a la identificación como la más temprana exteriorización de una
ligazón afectiva con otra persona. Desempeña un papel en la prehistoria del complejo de
Edipo. El varoncito manifiesta un particular interés hacia su padre; querría crecer y ser
como él, hacer sus veces en todos los terrenos. Toma al padre como su ideal, conducta
masculina por excelencia.
Contemporáneamente a esta identificación, el varoncito emprende una cabal investidura de
objeto de la madre según el tipo de apuntalamiento. Muestra entonces dos lazos
psicológicamente diversos: con la madre, una directa investidura sexual de objeto; con el
padre, una identificación que lo toma por modelo. Ambos coexisten un tiempo. Pero ambos
lazos confluyen eventualmente, y por esa confluencia nace el complejo de Edipo normal. El
pequeño nota que el padre le significa un estorbo junto a la madre; su identificación con él
cobra entonces una tonalidad hostil.
Desde el comienzo mismo, la identificación es ambivalente; puede darse vuelta hacia la
expresión de la ternura o hacia el deseo de eliminación. Se comporta como un retoño de la
primera fase, oral, de la organización libidinal, en la que el objeto anhelado y apreciado se
incorpora por devoración y así se aniquila como tal.

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Puede ocurrir después que el complejo de Edipo experimente una inversión, que se tome
por objeto al padre en una actitud femenina. En tal caso, la identificación con el padre se
convierte en la precursora de la ligazón de objeto que recae sobre él.
En el primer caso el padre es lo que uno querría ser; en el segundo, lo que uno querría
tener. La diferencia depende de que la ligazón recaiga en el sujeto o en el objeto del yo. La
identificación aspira a configurar el yo propia a semejanza del otro tomado como modelo.
La identificación en el caso de una formación neurótica de síntoma. Supongamos que una
niña pequeña reciba el mismo síntoma de sufrimiento que su madre. Ello puede ocurrir por
diversas vías: la identificación puede ser la misma que la del complejo de Edipo, que
implica una voluntad hostil de sustituir a la madre, y el síntoma expresa el amor de objeto
por el padre; realiza la sustitución de la madre bajo el influjo de la conciencia de culpa:
“Has querido ser tu madre, ahora lo eres al menos en el sufrimiento”. O bien el síntoma
puede ser el mismo que el de la persona amada (Dora, por ejemplo, imitaba la tos de su
padre); en tal caso no tendríamos más alternativa que describir así el estado de las cosas: La
identificación reemplaza a la elección de objeto; la elección de objeto ha regresado hasta la
identificación.
Hay un tercer caso de formación de síntoma en que la identificación prescinde por
completo de la relación de objeto con la persona copiada. Por ejemplo, si una muchacha
recibió en el pensionado una carta de su amado secreto, la carta despertó sus celos y ella
reaccionó con un ataque histérico, algunas de sus amigas, que saben del asunto, pescarán
este ataque, como suele decirse, por la vía de la infección psíquica. El mecanismo es el de
la identificación sobre la base de poder o querer ponerse en la misma situación. Las otras
querrían tener también una relación secreta, y bajo el influjo del sentimiento de culpa
aceptan también el sufrimiento aparejado. Uno de los yo ha percibido en el otro una
importante analogía en un punto, luego crea una identificación en este punto, e influida por
la situación patógena esta identificación se desplaza al síntoma que el primer yo ha
producido. La identificación por el síntoma pasa a ser así el indicio de un punto de
coincidencia entre los dos yo que debe mantenerse reprimido.
En primer lugar, la identificación es la forma más originaria de ligazón afectiva con un
objeto; en segundo lugar, pasa a sustituir a una ligazón libidinosa de objeto por la vía
regresiva, mediante introyección del objeto en el yo; y, en tercer lugar, puede nacer a raíz
de cualquier comunidad que llegue a percibirse en una persona que no es objeto de las
pulsiones sexuales.
La ligazón recíproca entre los individuos de la masa tiene la naturaleza de una
identificación de esa clase (mediante una importante comunidad afectiva), y esa comunidad
reside en el modo de la ligazón con el conductor.
El ser humano, toda vez que no puede contentarse consigo en su yo, puede hallar su
satisfacción en el ideal del yo, diferenciado a partir de aquel.

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VIII: Enamoramiento e hipnosis
El enamoramiento no es más que una investidura de objeto de parte de las pulsiones
sexuales con el fin de alcanzar la satisfacción sexual directa, lograda la cual se extingue; es
lo que se llama amor sensual, común. La certidumbre de que la necesidad que acaba de
extinguirse volvería a despertar tiene que haber sido el motivo inmediato de que se volcase
al objeto sexual una investidura permanente y se lo amase aun en los intervalos, cuando el
apetito estaba ausente.
En la primera fase, concluida ya a los cinco años, el niño había encontrado un primer objeto
de amor en uno de sus progenitores. La represión que sobrevino obligó a renunciar a la
mayoría de esas metas sexuales infantiles y dejó como secuela una profunda modificación
de las relaciones con los padres. El niño permaneció ligado a ellos, pero con pulsiones de
meta inhibida. Los sentimientos que alberga hacia esas personas amadas reciben la
designación de tiernos. Las anteriores aspiraciones sensuales se conservan en el
inconsciente.
Con la pubertad se inician nuevas aspiraciones, dirigidas a metas sexuales. En casos
desfavorables permanecen divorciadas de las orientaciones tiernas que persisten. El hombre
se inclina a embelesarse por mujeres a quien venera, que empero no le estimulan al
intercambio amoroso; y sólo es potente con otras mujeres, a quienes no ama, a quienes
menosprecia. Pero es más común que el adolescente logre cierto grado de síntesis entre el
amor no sensual, celestial, y el sensual. Su relación con el objeto sexual se caracteriza por
la cooperación entre pulsiones no inhibidas y pulsiones de meta inhibida. Y gracias a la
contribución de las pulsiones tiernas puede medirse el grado del enamoramiento por
oposición al anhelo simplemente sensual.
El objeto amado goza de cierta exención de la crítica. El afán que falsea al juicio es el de la
idealización; el objeto es tratado como el yo propio, y por tanto en el enamoramiento afluye
al objeto una medida mayor de libido narcisista. El objeto sirve para sustituir un ideal del
yo propio, no alcanzado. Se ama en virtud de perfecciones a que se ha aspirado para el yo
propio y que ahora a uno le gustaría procurarse, para satisfacer su narcisismo, por este
rodeo.
Contemporáneamente a esta entrega del yo al objeto, fallan por entero las funciones que
recaen sobre el ideal del yo. Calla la crítica, todo lo que el objeto hace y pide es justo e
intachable. En la ceguera del amor, uno se convierte en criminal sin remordimientos. El
objeto se ha puesto en el lugar del ideal del yo.
Ahora es fácil describir la diferencia entre la identificación y el enamoramiento de sus
expresiones más acusadas, que se llaman fascinación y servidumbre enamorada. En la
primera, el yo se ha enriquecido con las propiedades del objeto, lo ha introyectado. En el
segundo, se ha empobrecido, se ha entregado al objeto. Exponiendo así las cosas caemos en
el espejismo de unos opuestos que no existen; desde el punto de vista económico no se trata
de enriquecimiento o empobrecimiento. En el caso de la identificación, el objeto se ha
perdido o ha sido resignado; después se lo vuelve a erigir en el interior del yo, y el yo se

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altera parcialmente según el modelo del objeto perdido. En el otro caso el objeto se ha
mantenido y es sobreinvestido como tal por el yo a sus expensas. La esencia de este estado
de cosas está contenida en otra alternativa, a saber: que el objeto se ponga en el lugar del yo
o en el del ideal del yo.
El trecho que separa el enamoramiento de la hipnosis no es muy grande. Hay una misma
sumisión humillada, igual obediencia y falta de crítica hacia el hipnotizador como hacia el
objeto amado. El vínculo hipnótico es una entrega enamorada irrestricta que excluye toda
satisfacción sexual, mientras que en el enamoramiento esta última se pospone sólo de
manera temporaria, y permanece en el trasfondo como meta posible para más tarde.
Por otra parte, podemos decir que el vínculo hipnótico es una formación de masa de dos. La
hipnosis es idéntica a la formación de masa.
El amor sensual está destinado a extinguirse con la satisfacción; para perdurar tiene que
encontrarse mezclado desde el comienzo con componentes puramente tiernos, de meta
inhibida.
Una masa primaria, que tiene un conductor y no ha podido adquirir las propiedades de un
individuo, es una multitud de individuos que han puesto un objeto, uno y el mismo, en el
lugar de su ideal del yo, a consecuencia de lo cual se han identificado entre sí en su yo.

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