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Meritocracia

El término tiene origen en el libro “The rise of the meritocracy” (“El triunfo de la
meritocracia”), publicado en 1958 por el sociólogo y político británico Michael
Young*, obra satírica en la que presenta un futuro distópico describiendo el
surgimiento de una sociedad estratificada, desigual, donde el éxito depende del
acceso a ciertas instituciones educativas y de la posesión de ciertas habilidades
mentales estrechamente definidas; el sistema educativo selecciona a los
ganadores y descarta a los perdedores. El Estado valoraba la aptitud y la
inteligencia por encima de todo, seleccionando a los miembros de la élite y
olvidando al resto. “El mérito es igual a la inteligencia más el esfuerzo, sus
propietarios se identifican a una temprana edad y son seleccionados para una
apropiada educación intensiva, hay una obsesión con la cuantificación, la
realización de tests y las notas”. “Los talentosos tienen la oportunidad de
alcanzar el nivel que se muestra de acuerdo con sus capacidades, y las clases
bajas por lo tanto están pensadas para aquellos que tienen peores habilidades”.

El esfuerzo como métrica

El término ganó un sentido positivo en las décadas siguientes al ser adoptado


por una variedad de escritores de autoayuda, empresarios y políticos. En los
Estados Unidos el concepto fué incorporado a la sólida mitologia del “self-made
man”, del personaje de origen humilde que vence solo en la vida, asociado a las
historias del escritor Horatio Alger (1832-1899) con su prédica de que mediante
la honestidad, la perseverancia y el arduo trabajo, un muchacho pobre pero
virtuoso tendría su recompensa justa.

En el Reino Unido, el término fue adoptado con entusiasmo por el primer


ministro Tony Blair, que ocupó el cargo entre 1997 y 2007, en un discurso de
2001, Blair hizo alusión al concepto sentenciando que “las personas deberían
ascender de acuerdo con el mérito y no su nacimiento”. En un artículo para el
diario británico The Guardian el mismo año, Young criticó al político por el uso
inadecuado de la palabra**.
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* Michael Young fue un sociólogo, activista social y político del Reino Unido. Durante su vida
fundó o ayudó a fundar un número importante de organizaciones sociales. Estas incluyen la
"Consumers' Association" o Asociación del consumidor, El Consejo nacional del Consumidor,
la Universidad Abierta y la compañía telefónica Language Line

** el artículo fue escrito cuando Tony Blair era Primer Ministro por el Partido Laborista de
Gran Bretaña, Michel Young falleció el 14 de enero de 2002

1
Abajo la meritocracia
Michael Young Fri 29 Jun 2001
https://www.theguardian.com/politics/2001/jun/29/comment

Me he sentido tristemente decepcionado por mi libro de 1958, The Rise of the


Meritocracy [El Triunfo de la Meritocracia]. Inventé una palabra que ha entrado
en la circulación general, especialmente en los Estados Unidos y que, más
recientemente, encontró un lugar prominente en los discursos del Sr. Blair.
El libro era una sátira destinada a ser una advertencia (que, huelga decirlo, no
ha sido escuchada) contra lo que podría pasarle a Gran Bretaña entre 1958 y la
imaginada revuelta final contra la meritocracia en 2033.
Mucho de lo que se predijo ya se ha producido. Es muy poco probable que el
primer ministro haya leído el libro, pero utiliza la palabra sin darse cuenta de
los peligros de lo que él está defendiendo.
Mi argumento se basaba en un análisis histórico sin que hubiera grandes
desacuerdos sobre lo que le había sucedido a la sociedad durante más de un
siglo antes de 1958, y más enfáticamente desde la década de 1870, cuando la
escolarización se hizo obligatoria y el ingreso competitivo en la función pública
se convirtió en la regla.
Hasta ese momento, el estatus era generalmente asignado por el nacimiento.
Pero independientemente del nacimiento de la gente, el estatus se ha vuelto
gradualmente más alcanzable.
Es sensato designar a personas individualmente para algún trabajo según sus
méritos. Es lo opuesto cuando aquellos a quienes se juzga que tienen méritos de
un tipo en particular se endurecen en una nueva clase social sin espacio para
otros.
La capacidad de algo convencional, que solía distribuirse entre las clases más o
menos al azar, se ha vuelto mucho más altamente concentrada por el motor de
la educación.
Se ha logrado una revolución social mediante el aprovechamiento de escuelas y
universidades para la tarea de clasificar a las personas de acuerdo con la
estrecha banda de valores de la educación.
Con una sorprendente batería de certificados y títulos a su disposición, la
educación ha puesto su sello de aprobación en una minoría, y su sello de
desaprobación en los muchos que no brillan desde el momento en que son
relegados a los niveles inferiores a la edad de siete años o antes.

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La nueva clase tiene los medios a su alcance, y en gran parte bajo su control, por
el cual se reproduce.
La más controvertida predicción y advertencia proviene del análisis histórico.
Esperaba que los pobres y los desfavorecidos fueran derrotados, y de hecho lo
fueron. Si se los marca en la escuela, son más vulnerables para el desempleo
posterior.
Pueden desmoralizarse fácilmente al ser menospreciados por personas que lo
han hecho bien por sí mismas.
En realidad, es difícil en una sociedad que fabrica tantos méritos juzgar a quien
no tiene ninguno. Ninguna subclase ha quedado tan moralmente desnuda como
esta.
Se han visto privados por la selección educativa de muchos de los que habrían
sido sus líderes naturales, los hábiles portavoces de la clase trabajadora que
continuaran identificándose con la clase de la que provenían.
Sus líderes estaban en una oposición permanente a los ricos y poderosos en una
competencia interminable en el parlamento y la industria entre los que tienen y
los que no tienen.
Con el advenimiento de la meritocracia, las masas ahora sin líderes fueron
parcialmente privadas de derechos; a medida que pasa el tiempo, más y más de
ellos se han disgregado, y se han desilusionado hasta el punto de ni siquiera
molestarse en votar. Ya no tienen a su propia gente para representarlos.
Para demostración vale la pena comparar los gabinetes de Attlee y de Blair. Los
dos miembros más influyentes del gabinete de 1945 fueron Ernest Bevin,
aclamado como secretario de Asuntos Exteriores, y Herbert Morrison, aclamado
como señor presidente del consejo y viceprimer ministro.
Bevin dejó la escuela a los 11 años para aceptar un trabajo como granjero, y
posteriormente fue un pinche de cocina, un chico de los recados, un ayudante
del reparto en el camión, un conductor de tranvía y antes un cochero, a la edad
de 29 años se hizo activo localmente en Bristol en el muelle Wharf, Riverside y
General Labour’s Union.
Herbert Morrison fue en muchos aspectos una figura aún más significativa,
cuyo ascenso a la prominencia no fue tanto a través de los sindicatos sino a
través del gobierno local.
Su primer trabajo fue también como un chico de los recados y asistente en una
tienda de comestibles, de la que pasó a ser dependiente y recepcionista. Más
tarde llegó a ser muy influyente como líder del Consejo del Condado de
Londres en parte debido a su éxito anterior como ministro de transporte en el
gobierno laborista de 1929.

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Triunfó en la forma en que Livingstone y Kiley esperan hacerlo ahora, al poner
todo el servicio de transporte público de Londres, autobuses y tranvías bajo una
administración y propiedad unificada en su Consejo de Transporte de Pasajeros
de Londres.
Hizo que el transporte público de Londres fuera el mejor del mundo por otros
30-40 años y el Consejo de Transporte de Pasajeros de Londres también fue el
modelo para todas las industrias nacionalizadas después de 1945.
Muchos otros miembros del gabinete de Attlee, como Bevan y Griffiths (ambos
mineros), tenían similares orígenes humildes y también eran motivo de orgullo
para muchas personas comunes y corrientes que podían identificarse con ellos.
Es un agudo contraste con el gabinete de Blair, en gran medida lleno de
miembros de la meritocracia.
En este nuevo entorno social los ricos y los poderosos han estado haciendo el
bien para sí mismos. Han sido liberados de los viejos tipos de críticas por parte
de personas que tuvieron que ser escuchadas. Esto que entonces ayudaba a
mantenerlos bajo control ha sido todo lo contrario bajo el gobierno de Blair.
La meritocracia empresarial está de moda. Si los meritócratas creen, a medida
que más y más de ellos son alentados, que su avance proviene de sus propios
méritos, pueden sentir que merecen todo lo que puedan obtener.
Pueden ser insoportablemente petulantes, mucho más que las personas que
sabían que habían logrado su estatus no por sus propios méritos sino porque,
como hijo o hija de alguien, eran los beneficiarios del nepotismo. Los recién
llegados creen firmemente que tienen la moralidad de su lado.
Tan segura está la élite de lo alcanzado que casi no hay bloqueos para las
recompensas que se arrogan para sí mismos. Las viejas restricciones del mundo
de los negocios se han eliminado y, como también se predijo en el libro, se han
inventado y explotado todo tipo de nuevas formas en que esas personas puedan
construir sus propios nidos.
Salarios y honorarios se han disparado. Los planes de opciones de acciones
generosas han proliferado. Primas superiores y dorados apretones de manos se
han multiplicado.
Como resultado, la desigualdad general ha sido cada vez más grave con cada
año que pasa, y sin una queja por parte de los líderes del partido que antaño
hablaban mordaz y característicamente por una mayor igualdad.
¿Se puede hacer algo acerca de esta sociedad meritocrática cada vez más
polarizada? Sería de gran ayuda si el señor Blair quitara esta palabra de su
vocabulario público, o al menos admitiera la desventaja. Ayudaría aún más si él
y el señor Brown marcaran su distancia de la nueva meritocracia mediante el
aumento de los impuestos sobre la renta de los ricos y la reactivación más

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poderosa de los gobiernos locales como una forma de involucrar a la población
local y capacitarla para la política nacional.
También había una predicción en el libro de que la masiva selección educativa
sería reintroducida, yendo incluso más allá de la que ya tenemos. Mi autor
imaginario, un ardiente apóstol de la meritocracia, dijo poco antes de la
revolución que "Ya no es necesario degradar los valores intentando extender
una civilización superior a los niños de las clases inferiores".
Al menos la plenitud de eso todavía se puede evitar. Espero.

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Michael Young, cuando era secretario del comité de políticas del Partido Laborista, fué el responsable de
redactar Hagamos frente al futuro, el manifiesto del Partido Laborista para las elecciones generales de
1945.

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La traición de las élites a la democracia
Torres Mora, José Andrés 4 enero, 2017 (Diputado socialista por Málaga en el Congreso).

I La democracia explicada a gente muy preparada

Hoy día, salvo muy pocas excepciones, no hay régimen político en el mundo
que no trate de legitimarse democráticamente, es decir, por el consentimiento
del pueblo. Desde ese punto de vista se puede decir que, al menos en teoría, la
democracia es incuestionable. Sin embargo, en la práctica, las democracias están
siendo discutidas. Lo que ocurre es que las democracias realmente existentes
son cuestionadas en nombre de la aspiración a una democracia más auténtica,
razón por la cual ese cuestionamiento no produce alarma entre los demócratas.
El rendimiento insatisfactorio de la democracia respecto a la crisis económica, y
a la corrupción, ha provocado la aparición de viejas ideas no democráticas que,
como infecciones latentes en un cuerpo debilitado, han reaparecido con fuerzas
renovadas. La desmemoria propia de los seres humanos, y la juventud de las
personas que ahora las encarnan, dan un inmerecido aire de novedad a esas
viejas ideas. Sin embargo, la tecnocracia y el populismo, por mucho que hayan
cambiado de piel, no son nuevas, y su aparición en un momento de debilidad
de la democracia, tampoco lo es.
Una de las cosas que más está debilitando a nuestra democracia es,
precisamente, el desconocimiento de los principios que la sustentan. Hace
meses, una persona, profesionalmente muy preparada, que se iniciaba en las
lides parlamentarias me decía en la cafetería del Congreso de los Diputados que
es difícil entender que el voto de un analfabeto valga igual que el voto de un
catedrático de universidad. Treinta y cinco años antes, con palabras más
sexistas y más clasistas, le escuché hacerse la misma pregunta a un catedrático
de mi facultad. “¿Por qué vale igual mi voto que el de la mujer que limpia mi
despacho?”, dijo aquel hombre tan preparado en su profesión. La persona que
me hablaba en el Congreso daría su vida por defender la democracia, pero sería
más útil que, en lugar de morir por ella, conociera uno de sus principios
esenciales: la igualdad en el voto.
Lo cierto es que, lo verbalicen o no, a muchas personas se les hace cuesta arriba
aceptar que para dar clase a niños de seis años en el colegio del pueblo sea
necesario tener una titulación universitaria y, sin embargo, para ser el alcalde
de ese mismo pueblo no sea necesario ningún título académico. Son muchas las
personas que se preguntan por qué alguien sin estudios universitarios, o sin
saber inglés, es diputado, o ministra, cuando jóvenes con doble titulación
universitaria y varios idiomas están en paro, o deben marcharse del país a
buscarse la vida. Es posible que quienes se hacen esas preguntas no sospechen,

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ni por asomo, que el sentido común que las inspira no es un sentido común
democrático. La pregunta por el nivel académico de los votantes y de los
elegidos no sólo pone en cuestión el principio igualitario en el que se sostiene
nuestra democracia, que es el derecho de cualquier ciudadano o ciudadana a
elegir y ser elegido, sino que demuestra desconocer qué razones justifican ese
principio igualitario. Las razones por las que vale igual el voto de todos y por
las que todos pueden presentar su candidatura.
Quienes se hacen estas preguntas, por muy demócratas que se declaren, no
tienen fácil defender la democracia del ataque de los tecnócratas y meritócratas.
De hecho son estos últimos los que han conquistado la hegemonía del discurso
político. Si, hoy día, alguien pusiera un tuit defendiendo que sólo puedan votar
o presentarse a las elecciones los ciudadanos y ciudadanas que paguen más de
veinte mil euros anuales de IRPF, sufriría un linchamiento digital inmediato,
pero si alguien nos dice que sólo puedan presentarse a liderar un partido las
personas que hablen dos idiomas extranjeros, no ocurrirá nada, y
probablemente mucha gente lo apruebe. Sin embargo, limitar el acceso a los
cargos públicos a las personas con cierto nivel educativo no es una forma de
mejorar la democracia, sino de limitarla y empequeñecerla, como ocurría con el
voto censitario en el siglo XIX.
Una ideología triunfa cuando la sociedad deja de percibirla como ideología y
empieza a considerarla como sentido común. Si una persona va a un hotel de
gran lujo, le preguntarán por el tamaño de su cartera, pero nadie le pedirá sus
credenciales académicas. ¿Se imagina el amable lector, o lectora, que, antes de
operarse, alguien le preguntara a su cirujano cuánto dinero tiene en el banco?
No, esa pregunta no es de sentido común, nos dirían. Y es que el sentido común
en nuestra sociedad es más capitalista, y más meritocrático, que democrático. Si
tienes mucho dinero, no te preguntan por tus títulos académicos, porque en el
mercado basta con el dinero. Si te presentas a una oposición a un puesto de
profesor, no te preguntan por tu dinero, porque en el mundo académico suele
bastar con el conocimiento. Sin embargo, si tienes muchos votos te preguntarán
por el título académico, y por los conocimientos, y por si has cotizado alguna
vez en la vida a la Seguridad Social, porque para mucha gente los votos, por sí
solos, no legitiman ninguna jerarquía, ni ningún poder, social. Los años que
pasamos en el sistema educativo, los procesos de selección laboral, nos han
socializado en los valores meritocráticos antes que en los democráticos. Nuestra
sociedad se ha hecho coherentemente meritocrática, pero no se ha hecho
coherentemente democrática. De manera casi inconsciente desafiamos
cotidianamente la jerarquía, temporal, que nace del voto, en tanto que somos
muy respetuosos con otros poderes, u otras jerarquías, como la del dinero o la
del conocimiento.
A estas alturas espero haber convencido al paciente lector o lectora de este texto
de que los meritócratas están cuestionando la democracia, y con bastante éxito.

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La pregunta es si, además de éxito, tienen razón. Lo cierto es que el
compromiso de la democracia no es que gobiernen los mejores, ni los que tienen
más títulos académicos, sino los elegidos por todos. Y, por cierto, la democracia
no se basa en la primacía intelectual del pueblo. Lo que atribuye la democracia
al pueblo, como su propio nombre indica, no es la razón, sino el poder. Una
distinción que no conviene olvidar. Entre las facultades del pueblo en una
democracia está el hacerte más poderoso, pero no más listo. Saber que te han
dado el poder, pero no la razón, o un conocimiento superior, debería ser un
incentivo para que los líderes democráticos usaran el poder de forma más
prudente y aceptaran, de buen grado, límites y contrapesos.
Como dice mi admirado amigo el profesor Manuel Zafra, la democracia es el
sistema político en el que los no expertos gobiernan a los expertos. Y esto es lo
que les resulta imposible digerir a muchas personas que forman parte de una
sociedad tan racional y avanzada como la nuestra, o como la griega de hace dos
mil quinientos años. Sócrates se preguntaba por qué nadie era escuchado con
respeto en la Asamblea de Atenas cuando se atrevía a hablar sobre cómo se
debían construir los barcos o los edificios, si esa persona no tenía formación en
dichos temas y se conocían sus maestros, y sin embargo, en lo referente al
gobierno de la ciudad “aconseja, tomando la palabra, lo mismo un carpintero
que un herrero, un curtidor, un mercader, un navegante, un rico o un pobre, el
noble o el de oscuro origen, y a éstos nadie les echa en cara, como a los de antes,
que sin aprender en parte alguna y sin haber tenido ningún maestro, intenten
luego dar su consejo”.
Esta es la pregunta que nos lanza Sócrates a los demócratas, y a esa pregunta
responde Protágoras contando un mito: “Zeus, entonces, temió que sucumbiera
toda nuestra raza, y envió a Hermes que trajera a los hombres el sentido moral
y la justicia, para que hubiera orden en las ciudades y ligaduras acordes de
amistad. Le preguntó, entonces, Hermes a Zeus de qué modo daría el sentido
moral y la justicia a los hombres: «¿Las reparto como están repartidos los
conocimientos? Están repartidos así: uno solo que domine la medicina vale para
muchos particulares, y lo mismo los otros profesionales. ¿También ahora la
justicia y el sentido moral los infundiré así a los humanos, o los reparto a
todos?» «A todos, dijo Zeus, y que todos sean partícipes. Pues no habría
ciudades, si sólo algunos de ellos participaran, como de los otros conocimientos.
Además, impón una ley de mi parte: que al incapaz de participar del honor y la
justicia lo eliminen como a una enfermedad de la ciudad.»”.
Afortunado ejemplo el de la medicina. Nos será útil para entender qué tipo de
decisiones son las decisiones políticas. Si le preguntamos a un médico qué
especialidad clínica es mejor tener para ser director médico de un hospital,
probablemente se quedará sorprendido. ¿Son mejores directores médicos de
hospital los neumólogos o los cardiólogos? ¿Los urólogos o los ginecólogos?
¿Los pediatras o los traumatólogos? No hay una respuesta, pero lo más

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frecuente es que nos digan que la pregunta está mal planteada. Y está mal
planteada porque el director médico no se ocupa de curar a los niños, o de
examinar la próstata a los varones cincuentones, sino de hacer que la vida del
hospital fluya de manera positiva para quienes trabajan en el mismo y para la
sociedad. El director médico del hospital, en tanto que tal, no tiene nada que
decir sobre una técnica quirúrgica concreta, su tarea es política no técnica. La
más joven y brillante neurocirujana recién llegada del mejor hospital de Estados
Unidos no será necesariamente mejor directora médica que una veterana
cardióloga que ha vivido los conflictos y las esperanzas del hospital durante
varios lustros.
Lo mismo ocurre con los rectores de las universidades. Hay que ser catedrático
para presentarse a rector, pero ¿sabemos qué especialidad produce los mejores
rectores? ¿El Derecho Constitucional o la Macroeconomía? ¿La Psicología o la
Estadística? En realidad el rector no forma parte de los tribunales de tesis o de
oposición (salvo en los de su especialidad, en los que, obviamente, no está a
título de rector), aunque firma los títulos de doctor, junto con el rey, o los
nombramientos de catedrático. Las decisiones del rector no son técnicas. El
rector tiene que abordar problemas que no tienen una única solución, sino
varias y de resultado incierto. El rector tiene que decidir, por ejemplo, si se
externaliza o no el servicio de limpieza de la Universidad. Y como para esa
decisión no hay una respuesta científica, sino política, es bueno que el personal
de administración y servicios tenga derecho a votar y a participar en los
órganos de gobierno de la universidad. ¿Deben tener derecho los hijos del
personal de limpieza externalizado a asistir a la colonia de verano que la
universidad organiza para los hijos de los profesores? Esta es una típica
decisión política, y para responder a ella da igual si eres catedrático de latín o
de filología inglesa, por eso el rector es un político, y por eso no hay oposiciones
a rector con un temario, sino elecciones con un programa. La política se ocupa
de decidir sobre aquellos problemas que no tienen una solución científica.
La igualdad política de la democracia tiene una explicación racional que tiene
que ver con cierta superioridad del sistema democrático en lo referente al
conocimiento, pero no se trata de la superioridad que reivindican los que
defienden que el pueblo, o ese sucedáneo del pueblo que es la mayoría, está
siempre en posesión de la verdad. La inteligencia de la democracia consiste en
conocer que en ocasiones tenemos que tomar decisiones sabiendo que no tienen
una solución científica, que ninguna es verdadera, o que ninguna es más
verdadera que las demás. Si nos montamos en un avión para ir de vacaciones y
un grupo de pasajeros propone que votemos democráticamente a qué velocidad
debemos emprender el vuelo o qué inclinación debe tener el avión al aterrizar,
tendríamos motivos para ponernos muy nerviosos, esas cosas no se votan,
como no se vota el teorema de Pitágoras. Por el contrario, si el piloto nos dijera
que la decisión del lugar de vacaciones la iba a tomar él, también deberíamos

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ponernos nerviosos, porque estaría usurpando una decisión que no le
corresponde, por muchos lugares de vacaciones que conozca.
Muchos abogados, economistas, médicos, ingenieros, politólogos y
profesionales de todo tipo están convencidos de que, si bien ellos
personalmente no serían capaces, hay otros expertos que sí tendrían la
capacidad de arreglar los problemas de naturaleza estrictamente política, eso sí,
siempre que les diéramos todo el poder. Ese es el ideal de los tecnócratas y de
los meritócratas, pero ese ideal no se basa en un conocimiento científico, sino en
una fe, en la fe en la ciencia. Una creencia que, paradójicamente, comparten con
personas sin ningún tipo de formación científica. La ciencia no tiene respuestas
para muchas decisiones que tienen que ver con la libertad humana de organizar
la convivencia de esta o aquella manera. Sin embargo, impulsadas por esa fe en
la ciencia, que las convierte a ellas en el pueblo elegido, muchas personas, muy
preparadas, han decidido invadir el terreno de la política y, sin ser elegidas por
el pueblo, sustraer a los ciudadanos decisiones para las que sus conocimientos
como expertos no sirven para nada.

II La rebelión de las élites

A mediados de los años noventa, el sociólogo norteamericano Cristopher Lasch


escribió un libro titulado La rebelión de las élites y su traición a la democracia.
Cuando Lasch hablaba de las élites no se refería a esa famosa minoría del 1%
que denunciaban los activistas del 15M y los que ocuparon Wall Street por las
mismas fechas. Por clases privilegiadas Lasch entiende, “en un sentido amplio
el 20% más elevado de la población”. A diferencia de lo que suele hacer la
prensa, más que en esas divinidades olímpicas que vemos fugazmente en los
medios de comunicación, o a las que ni siquiera vemos, cuando los sociólogos
hablan de élites sociales están pensando en los sectores sociales que tienen una
mejor posición relativa. Al hablar de élites sociales los sociólogos nos referimos
a los profesionales, a personas con formación universitaria y trabajos de cuello
blanco, a los profesores, a los médicos, a los funcionarios y ejecutivos, a los
empresarios con varios trabajadores asalariados. Por cierto, y valga para el resto
del artículo, los sociólogos, cuando hablamos del comportamiento de
determinado tipo de personas, por ejemplo, de clases sociales, de segmentos de
edad, o determinados tipos de población según el hábitat en que viven, lo
hacemos en términos de probabilidad. Sin duda, para cualquiera que conozca la
realidad social es evidente que lo que se dice aquí de las clases medias, no se
corresponde con el comportamiento de todas las personas de clase media, lo
que se sostiene en este texto es que es más probable encontrar el tipo de
comportamiento o de valores que describimos en esas clases medias que entre
las personas de otras clases sociales.

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Dice Lasch que las personas de clase media-alta “son incapaces de comprender
la importancia de las diferencias de clase en la configuración de las actitudes
ante la vida”. Y el primer problema es que no se ven a sí mismos como clase alta
o media-alta ni por asomo. Una persona que tenga unos ingresos netos anuales
de veintidós mil euros, y una diplomatura universitaria, difícilmente creerá que
cerca del ochenta por ciento de la población tiene menos ingresos y menos
estudios que ella y que, por tanto, forma parte de los sectores altos de nuestra
sociedad. Lo cierto es que el veinte por ciento de la población con menos
ingresos gana, como máximo, siete mil quinientos euros anuales. Un profesor o
una profesora de enseñanza primaria en una escuela pública difícilmente se
consideraría formando parte de las élites de la sociedad española, pero sus
ingresos anuales son tres veces más altos que los del veinte por ciento de los
españoles que menos gana, y casi el doble que los del cuarenta por ciento de la
población con menos ingresos. Es verdad que alguien podría decir que, si bien
una persona con ingresos netos de veintidós mil euros anuales y titulación
universitaria forma parte de las élites de nuestro país, las élites de nuestro país
son muy pobres, pero lo cierto es que los salarios de los profesores en España
son superiores a la media de la OCDE.
De modo que, aunque para ellos resulte increíble, lo cierto es que buena parte
de los que se manifestaron en 2011 contra el 1% de los más ricos, en la Puerta
del Sol y en Wall Street, forman parte, ellos mismos, de las élites de nuestra
sociedad. Son lo que Bourdieu llamaba la fracción dominada de la clase
dominante. En la encuesta postelectoral del CIS de las elecciones de 2011, un
11% del total de la población declaraba haber participado en algún acto del 15M.
En noviembre del mismo año el CIS realizó una encuesta a una muestra
representativa de los jóvenes españoles con edades comprendidas entre 15 y 29
años. Un 18% había participado en la manifestaciones del movimiento del 15M
y un 9% en sus asambleas. El profesor Kerman Calvo realizó una síntesis de los
trabajos sociológicos sobre los participantes en el 15M en la que, al definir el
perfil sociológico de los mismos, afirmaba que “nos encontramos con personas
jóvenes, que no adolescentes, con un alto nivel educativo; en torno a un 70 % de
las personas que participan en el movimiento 15-M tiene educación
universitaria”.
En su libro, Lasch dialoga con el José Ortega y Gasset de la Rebelión de las
masas, para sostener, en cierto sentido, la tesis opuesta a la del filósofo español:
son las élites las que ahora actúan como las masas de antaño. Unas masas que
despertaban a un mundo que no habían construido pero del que se apropiaban
sin sentirse en deuda con quienes lo construyeron. En este sentido, las masas de
las que hablaba Ortega son bien distintas de las élites del pasado, que eran
hereditarias, y sus miembros eran conscientes de que debían su fortuna a los
méritos de sus antepasados, con los que estaban en deuda y hacia los que se
sentían obligados. La nueva élite es meritocrática y “se concibe a sí misma como

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una élite que sólo debe sus privilegios y posición actuales a sus propios
esfuerzos”, lo que “hace más probable que las élites ejerzan irresponsablemente
su poder al reconocer tan pocas obligaciones respecto a sus predecesores o a las
comunidades que dicen dirigir”.
Cuando algunos representantes de esas nuevas élites suben a la tribuna del
Parlamento para decir que no deben su posición a nadie salvo a sus padres que
“se deslomaron” trabajando, y a sus propios esfuerzos personales, olvidan que
todo eso no ocurrió en el Estado de naturaleza del que hablaba Hobbes, sino en
una sociedad política con unos derechos que fueron conquistados, y unas
instituciones que fueron construidas, con el esfuerzo de millones de personas y
también con el liderazgo, y en ocasiones el sacrificio, de organizaciones y de
hombres y mujeres individuales. Esos mismos representantes que, después de
vivir toda su vida en democracia, cuestionan ahora el honor, la valentía y la
inteligencia de quienes hicieron la Transición, para reprocharles a ellos, y a sus
supuestas cesiones en aquel momento, todos los males de la sociedad actual.
Lasch señala a la ideología meritocrática, en el sentido que le daba Michael
Young en El triunfo de la meritocracia, como la razón de los hábitos mentales de
estas nuevas élites sociales, cuyos hábitos y valores se han construido en un
espacio fundamentalmente meritocrático como es la escuela. “La meritocracia es
una parodia de la democracia”, dice Lasch. La meritocracia, en teoría, ofrece
iguales oportunidades de ascenso social a quienes sepan aprovecharlas, pero
esas oportunidades no pueden reemplazar una difusión de los medios
generales “de dignidad y de cultura que necesitan todos, asciendan o no”. En
realidad, los meritócratas no están preocupados porque haya diferencias
injustas en el nivel de vida entre las diferentes posiciones sociales, sino porque
la atribución de las diferentes posiciones a cada persona se haga con justicia. El
meritócrata dice: “yo trabajé y aprobé mi oposición a registrador, tú tuviste la
oportunidad y la desaprovechaste, ahora no tienes derecho a quejarte”. Lo que
escandaliza a los meritócratas no es que haya diferencias entre ricos y pobres,
sino que unos no se merezcan su pobreza y, sobre todo, que otros no se
merezcan su riqueza. Por otro lado, los meritócratas suelen olvidar que en
sociedades desiguales como las nuestras, las historias de ascenso social
meritocrático son menos frecuentes de lo que la ideología meritocrática supone,
por más que esos casos de ascenso sirvan para legitimar esa ideología. Buena
parte de las élites de las sociedades meritocráticas son más bien hijas del
privilegio que del mérito.
El proyecto político de los meritócratas es, como su propio nombre indica,
trasvasar el poder del pueblo a los técnicos. Confundir la meritocracia con la
democracia es un error conceptual muy grave, y pensar que los meritócratas
son de izquierdas, también. De modo que, cuando la democracia tiene
problemas, como la crisis económica y los casos de corrupción, la ideología

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meritocrática, como una infección oportunista en un cuerpo débil, hace su
aparición. La meritocracia es finalmente una tecnocracia.
Paradójicamente, los datos dan la razón a Lasch, el 15M fue la rebelión de las
élites, y el lema “no nos representan”, podría significar su particular “traición”
a la democracia. Más que las políticas, lo que cuestionaban los manifestantes era
la política. No era un desafío al gobierno, sino al Congreso. Había triunfado la
idea de que todo nuestro sistema político se había convertido en un sistema de
selección adversa, por el que el poder estaba en manos de incompetentes,
corruptos, o las dos cosas. El 15M no fletó sino que se subió a un tren que ya
había salido antes desde algunos ámbitos de las élites mediáticas y económicas
de nuestro país. No conviene olvidar la acusación al gobierno socialista de
incompetente a la hora de detectar y combatir la crisis por una parte de esas
élites económicas y mediáticas, que, por cierto, llevaron a la ruina a sus propias
empresas.
(…)
Con todo, tanto el discurso de la solidaridad con los excluidos, como el discurso
contra la corrupción, eran sólo vectores para el verdadero discurso político que
se ha vuelto hegemónico en las élites meritocráticas: el discurso de la
antipolítica. Cuando la política democrática ha mostrado su debilidad frente a
la crisis y a la corrupción, una debilidad real, pero bastante menor de lo que se
ha publicitado, cada clase ha mostrado, por su parte, su verdadero nivel de
compromiso ideológico y político con la democracia y sus instituciones.
Siempre en los términos de tendencia, o de mayor probabilidad relativa, en los
que nos venimos expresando aquí, por supuesto en la práctica, en cada clase
hay una importante diversidad de actitudes, valores y opiniones.
Sin duda, el 15M nació de la indignación de buena parte de lo mejor de la
sociedad española respecto a la impotencia de la democracia para hacer frente a
una situación de crisis económica que se prolongaba por cuatro años, pero
quienes lo lideraron entonces y, sobre todo, se reclaman sus legítimos herederos
ahora, no han aportado nada nuevo a la política, salvo la presencia de algunos
de ellos en los parlamentos, y a eso todos nos hemos acostumbrado pronto.

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