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EN LOS CONFINES DE LA ESPECIE : FIERAS,

MONSTRUOS Y BICHOS RAROS EN LOS TRABAJOS DE


PERSILES Y SÍGISMUNDA

Michel Moner
Universidad de Toulouse-Le Mirad

El bestiario cervantino es probablemente uno de los más ricos


y originales, entre la producción de los novelistas del Siglo de
Oro, si bien lo que recordamos de nuestras lecturas suele girar en
tomo a unas cuantas figuras animales, como los tan famosos Ro­
cinante y el burro, que acompañan a don Quijote y Sancho en sus
andanzas, o los no menos ilustres perros hablantes del singular
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coloquio que cierra las Novelas ejemplares . Ahora bien, la men­
ción o representación del animal, en el texto de Cervantes, resulta
más bien significativa y pocas veces se deja reducir a la categoría
anecdótica de elemento subalterno. Todo lo contrario. Cervantes
organiza, al parecer, un juego complejo con las figuras de su bes­
tiario a las que suele conferir las más de las veces un eminente
valor emblemático, como bien se echa de ver, por ejemplo, con
los cuentos de perros y de locos, que amenizan el prólogo de la
segunda parte del Quijote. Pero lo que más llama la atención es el
especial interés que manifiesta por lo que toca al lenguaje de los
animales o más concretamente a la posibilidad de que sean capa­
ces de hablar y comunicar con el hombre, mediante un discurso
racional. Los mismos protagonistas del «Casamiento engañoso»,
así como los perros de Mahudes, en el «Coloquio de los peños»,
cuestionan esta posibilidad, al considerar que existen animales
capaces de imitar el lenguaje humano, como tordos, picazas o pa­
pagayo, por ejemplo, pero que carecen a todas luces de sentido
común, cuando otras especies, que no tienen el mismo don de
imitación del lenguaje articulado - c o m o el propio perro, el ele-

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fante, el caballo, o la jimia- dan manifiestas señales de inteli­
gencia ".
El tema da lugar a una serie de alusiones, en el corpus cervan­
tino, y sobre todo a ocurrencias y variaciones que pasan de la
mera anécdota y llegan a la categoría de peripecia, como en la
Gran Sultana, por ejemplo, donde se llega a contemplar (eso sí
con no poca soma) la posibilidad de crear una cátedra de Uir-
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quesco para dar clases de idioma a un elefante . Cabe observar,
sin embargo, que dichas ocurrencias conllevan una buena dosis
de humor o de ironía, cuando no dan en las extravagancias de la
farsa y de la burla. En una palabra, antes parecen proceder de una
intencionalidad cómica o burlesca que de una reflexión de fondo
sobre la condición de los animales, tal y cómo se desarrolla, por
ejemplo, en los tratados eruditos y en la literatura miscelánea del
Siglo de Oro, estimulada por los exuberantes relatos de viajeros o
soldados, a raíz del descubrimiento y de la conquista de América.
Ahora bien, el caso del Persiles es muy diferente y puede consi­
derarse al respecto, como una excepción.
En esta extravagante novela, es el lobo - o sea la fiera, y no el
perro doméstico- el que posee el don del habla -concretamente,
pero hay que precisar que su presencia se limita en la parte sep­
tentrional del periplo de Persiles y Sigismunda. Además se nos
presenta mediante el testimonio de un narrador de segunda ma­
no, Antonio, el « bárbaro español », el cual, a imitación del alfé­
rez Campuzano en su relación del «Coloquio de los perros»,
acude a las ambigüedades del mundo nocturno, para contar lo que
le ocurrió, al encontrarse con unos lobos, en una isla desierta:

Finalmente, no sé a cabo de cuantos días y noches que anduve


vagamundo por el mar, siempre más inquieto y alterado, me vine a
hallar junto a una isla despoblada de gente humana, aunque llena de
lobos, que por ella a manada discurrían [...] Llegó la noche, menos
escura que había sido la pasada [...] Estando en esto, me pareció, por
entre la dudosa luz de la noche, que la peña que me servía de puerto
se coronaba de los mismos lobos que en la marina había visto y que
uno de ellos (como es la verdad) me dijo en voz clara y distinta y en
mi propia lengua : Español, hazte a lo largo y busca en otra parte tu
venUira, sí no quieres en ésta morir hecho pedazos por nuestras uñas
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y dientes .

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Presentado a la vez como dudoso («me pareció por entre la
dudosa luz de la noche») y verdadero («como es la verdad»), el
encuentro con los lobos hablantes no puede sino suscitar el
legítimo escepticismo del lector, cuanto más que el testimonio del
personaje no recibe legitimación alguna por parte de la voz su­
puestamente autorizada del narrador principal. No obstante, y por
más extravagante que parezca, tampoco el motivo del animal que
habla viene presentado, en este caso, en contexto cómico, ni es
objeto de burla o de sarcasmo: todo lo contrario.
La aventura de Antonio, no es más que el primer eslabón de
una cadena de secuencias (tres en total), en las que se cuestionan,
sin el menor asomo de humor o de ironía, las fronteras entre el
hombre y la fiera. Así es cómo, a poco trecho de la increíble
aventura del «bárbaro español» con los lobos hablantes, nos en­
contramos con la no menos increíble aventura de un «bárbaro
italiano», Rutilio, con una «mujer loba», al parecer «hechicera»,
de quien nos cuenta Rutilio que le libró de la cárcel bajo promesa
de casamiento y le llevó de noche por los aires, en un manto
mágico, a una tierra desconocida (Noruega), donde ella se meta-
morfoseó en loba y él tuvo que matarla para librarse de sus ase­
dios amorosos (I, 8 ; pp. 186-188). Ahora bien, todo esto ocurre,
una vez más, en un ambiente nocturno, y en tierras exóticas,
amén de que el propio Rutilio parece tener ciertas dudas acerca
de la realidad de los hechos, según se transluce en sus propias
palabras:

Apártela de mí con los brazos y, como mejor pude, divisé que la


que me abrazaba era una figura de lobo, cuya visión me heló el alma,
me turbó los sentidos y dio con mi mucho ánimo al través. Pero, co­
mo suele acontecer que, en los grandes peligros, la poca esperanza de
vencerlos saca del ánimo desesperadas fuerzas, las pocas mias me
pusieron en la mano un cuchillo que acaso en el seno traía, y con fu­
ria y rabia se le hinqué por el pecho a la que pensé ser loba, la cual,
cayendo en el suelo, perdió aquella fea figura, y hallé muerta y
corriendo sangre a la desventurada encantadora. (I, 8 ; p. 188)

Sea lo que fuere, el episodio no recibe otro comentario que el


de un anónimo noruego, descendiente de italianos, por más señas,
cuyas palabras de consuelo a Rutilio no hacen sino confirmar la

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realidad del peligro, sin llegar a pesar d e t o d o a zanjar la c u e s t i ó n
de la veracidad de los hechos:

«Puedes, buen hombre, dar infinitas gracias al cielo por haberte


librado del poder destas maléficas hechiceras, de las cuales hay mu­
cha abundancia en estas setentrionales partes. Cuéntase dellas que se
convierten en lobos, así machos como hembras, porque de entrambos
géneros hay maléficos encantadores. Cómo esto pueda ser, yo lo ig­
noro y, como cristiano que soy católico, no lo creo; pero la espe-
riencia me muestra lo contrario. Lo que puedo alcanzar es que todas
estas transformaciones son ilusiones del demonio y permisión de
Dios y castigo de los abominables pecados deste maldito género de
gente. » ( 1 , 8 ; p. 189)

Por supuesto, resulta un tanto sorprendente, frente a seme­


jante caso y a tales dudas y ambigüedades, que el relato de Ruti-
lio no provoque reacciones críticas, ni de parte de los que le están
escuchando, ni de parte del narrador principal, que ha de «contro­
lar» in fine, todas esas declaraciones. En realidad, el caso se va a
comentar más adelante, de modo que, como lo recuerda oportu­
namente Carlos Romero, en una nota a pie de página (n° 1 1 , p.
188), la cuestión de la verdad de los hechos narrados queda sus­
pendida, así como queda en vilo la perplejidad del lector.
La tercera secuencia dedicada al tema del «hombre lobo»,
toma la forma de un diálogo entre Rutilio y el sabio Mauricio,
personaje respetable, por su edad y sus conocimientos, a quien
debemos una explicación razonada, por no decir «racional», de
las extravagantes aventuras licantrópicas de Antonio y de Rutilio:

Lo que se ha de entender desto de convertirse en lobos es que


hay una enfermedad, a quien llaman los médicos manía lupina, que es
de calidad que, al que la padece, le parece que se ha convertido en
lobo, y aulla como lobo, y se junta con otros heridos del mismo mal,
y andan en manadas por los campos y por los montes, ladrando ya
como peiros o ya aullando como lobos; despedazan los árboles, ma­
tan a quien encuentran y comen la carne cruda de los muertos, y hoy
día sé yo que hay en la isla de Sicilia (que es la mayor del mar Medi­
terráneo) gentes deste género, a quien los sicilianos llaman lobos
menar, los cuales, antes que les dé tan pestífera enfennedad, lo sien­
ten y dicen a los que están junto a ellos que se aparten y huyan dellos,

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o que los aten o encierren, porque, si no se guardan, los hacen pe­
dazos a bocados y los desmenuzan, si pueden, con las uñas, dando
terribles y espantosos ladridos. Y es esto tanta verdad que entre los
que se han de casar se hace información bastante de que ninguno
dellos es tocado desta enfennedad y si después, andando el tiempo, la
esperiencia muestra lo contrario, se dirime el matrimonio. (1, 18; pp.
244-245)

Como bien se echa de ver, Mauricio formula un comentario


erudito, extenso y pormenorizado en extremo, cuyo tono magis­
tral contrasta con las incoherencias y vacilaciones de los comen­
tarios anteriores. Para Mauricio, en efecto, no hay lugar a dudas:
no se trata de ningún fenómeno sobrenatural, ni tampoco tiene
que ver el demonio con esos casos. Se trata ni mucho menos que
de una enfennedad. Y por si fuera poco, Mauricio se explaya en
comentar casos citados por Plinio a los que considera como poco
menos que extravagancias: «pero todo esto se ha de tener por
mentira y, si algo hay, pasa en la imaginación, y no realmente.»
(I, 18 ; p. 245). En cuanto a la « contraprueba » que constituye la
«experiencia» de Rutilio, testigo de la metamorfosis de la hechi­
cera en loba, no se considera como pnieba fehaciente, por parte
de Mauricio, que se aferra a su interpretación «racional» de los
hechos: «Todo esto puede ser [...] porque la fuerza de los hechi­
zos de los maléficos y encantadores (que los hay) nos hace ver
una cosa por otra ; y quede desde aquí asentado que no hay gente
alguna que mude en otra su primer naturaleza.» (I, 8 ; p. 246). Así
es cómo queda zanjada, al parecer, la cuestión del hombre-lobo y
de sus avatares, si bien llega a rebotar, a partir del caso concreto
referido por Rutilio, la cuestión más genérica de la metamorfosis
del hombre en animal, evocada in fine, en el debate, por el prín­
cipe Anialdo, que se da por desengañado de su error:

Gusto me ha dado grande - dijo Arnaldo- el saber esta verdad,


porque también yo era uno de los crédulos deste error; y lo mismo
debe de ser lo que las fábulas cuentan de la conversión en cuervo del
rey Artus de Inglaterra, tan creída de aquella discreta nación, que se
abstienen de matar cuervos en toda la isla. (I, 8 ; pp. 246-247)

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Semejante insistencia, en tomo a un motivo de tan escasa re­
levancia diegética, no deja de llamar la atención, cuanto más que
la opinión de Mauricio, respecto de las fábidas artúricas tampoco
deja de recordar la posUira irónica y demoledora del autor del
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Quijote, para con los libros de caballerías . Ahora bien ¿Qué sig­
nifica tanta insistencia ?
Si consideramos el marco narrativo en el que se despliegan
las variaciones y comentarios en torno a la cuestión del híbrido
«hombre-fiera», observamos que forma parte de un proceso de
textualización -dicho sea de paso, muy característico de la com­
posición del Persiles- que consiste en presentar al lector, para­
lelos y reminiscencias que invitan a comparar y a contrastar las
distintas facetas de una misma «realidad». Poca duda cabe, en
efecto, que en este caso, la aventura de Rutilio «funciona» como
reminiscencia de la de Antonio. Cuanto más, que ambos narra­
dores viene caracterizados por la misma etiqueta bimembre que
induce a la simetría, siendo denominado el primero «bárbaro
español», y el segundo «bárbaro italiano». Pero hay más: amén de
la simetría que incita a reunir ambos casos en una misma lectura
interpretiva, cabe observar que la doble denominación «bárbaro
español» y «bárbaro italiano», contituye en sí un a modo de oxí­
moron, o de paradoja, no menos desconcertante que la figura
híbrida del licántropo. Concretamente, lo que resulta paradójico
es que ambos «bárbaros» dominen, o por lo menos usen un idio­
ma «civilizado», cuando lo que caracteriza el bárbaro es precisa­
6
mente su incapacidad a manejar dicho idioma . Es de suponer,
por lo tanto, que el lector no dejará de preguntarse: ¿cómo es po­
sible tachar de bárbaro a un español o a un italiano? Pues bien, la
respuesta está en el texto, donde nos la facilita el narrador prin­
cipal, en un breve paréntesis explicativo, a ocasión de una in­
terrupción del relato del «bárbaro español»: «A este punto llegaba
el bárbaro español (que este título le daba su traje) cuando[...] se
oyeron tiernos gemidos y sollozos.»(l, 5 ; p. 170). O sea que es
«el traje», el que caracteriza el bárbaro, o mejor dicho las pieles
1
que le sirven de vestido . De modo que nos encontramos frente a
una categoría de seres híbridos, que participan, juntamente, de la
animalidad (por su aspecto físico) y de la humanidad (por su
lenguaje). De allí, tal vez, que estén relacionados con el mundo

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híbrido, y hasta cierto punto contiguo, de los lobos hablantes, con
los que comparten «el traje» y el manejo, en ambos casos para­
dójico, de un idioma «civilizado». De ahí también, probable­
mente, que les toque a esos mismos bárbaros contar a continua­
ción historias de licántropos.
Todo ello induce a pensar que las aventuras septentrionales se
desarrollan en tierras pobladas de seres poco menos que infra­
humanos, o por lo menos, en una gran promiscuidad y semejanza
entre el hombre y el animal. Lo cual reforzaría la idea de los que
interpretan las tribulaciones de Persiles y Sigismunda como un
camino de perfección, desde el Norte oscuro y bárbaro, hasta la
radiante capital de la cristiandad. Con todo, ya hace tiempo que la
crítica ha observado que las aventuras septentrionales y las meri­
dionales, no son tan antitéticas, sino que se compenetran y pre­
sentan notables imbricaciones y conexiones, precisamente por la
capacidad que tienen los personajes, de trasladarse de uno a otro
ámbito. Y si bien es cierto que la llegada de los peregrinos a
Portugal, marca una profunda escisión estructural en la arqui­
tectura del relato, no por eso significa ésta una oposición mani-
quea, entre un polo negativo (paganismo y barbarie) y un polo
positivo (cristianismo y civilización). La parte meridional del
viaje, jalonada de escenas de violencia, con robos, duelos y asesi­
natos, prostitutas hechiceras y rufianes, poco tiene que envidiar,
en efecto, a las «costumbres bárbaras» de las tierras septentrio­
nales. Por cierto, los peregrinos no dejan de parecer más «civili­
zados», al desprendrese de las pieles con que iban vestidos (el
texto precisa que el «bárbaro español» llevaba «pieles de lobos»;
p. 435), pero tampoco deja de resultar paradójico que, a continua­
ción, y ya en tierras «civilizadas», la desdichada Feliciana de la
Voz, tenga precisamente que taparse con pieles de animales y
hasta encerrarse en un árbol hueco, para librarse de la furia crimi­
nal de su padre y de su hermano (III, 2-3).
Ni que decir tiene que este encerramiento en el árbol hueco,
presentado como regreso ad útero («preñada estaba la encina», p.
451), merecería un análisis pormenorizado, del que tenemos que
prescindir aquí para centrarnos en la cuestión que nos ocupa. Lo
que llama la atención, en efecto, en esta secuencia «pastoril» de
las aventuras de Feliciana (tan significativamente llamada «de la

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Voz»), es que se barajan, al parecer, una serie de rasgos y datos
ambiguos, que nos sitúan a la frontera de las especies, entre el
hombre y el animal. Así es cómo, además de las mencionadas
pieles y zamarras con que se cubre y encubre la desdichada partu­
rienta, se nos precisa que la criatura va a ser amamantada por
unas cabras («[... ]el pastor[...]mandó que, tomando aquella
criatura, la llevase al aprisco de las cabras y hiciese de modo
cómo de alguna dellas tomase el pecho (sic).» (III, 2 ; p. 451). Y
por si fuera poco, el «compasivo pastor» no duda, in fine, en
equiparar el parto de una mujer al de una simple res:

[...]el anciano pastor dijo que no habia más diferencia del parto
de una mujer que del de una res y que, así como la res, sin otro regalo
alguno, después de su parto, se quedaba a las inclemencias del cielo,
ansí la mujer podía, sin otro regalo alguno, acudir a sus ejercicios,
sino que el uso había introducido entre las mujeres los regalos y todas
aquellas prevenciones que suelen hacer con las recién paridas. » (III,
4 ; p. 462)

Ahora bien, tanta rudeza no quita la compasión, ni mucho


menos. Y en este sentido, la acogida de Feliciana de la Voz a la
hospitalaria majada, no carece de semejanzas con otra situación
de apuro, que se nos cuenta en los primeros capítulos del Persi-
les, o sea dentro del marco de las aventuras septentrionales,
cuando la pareja de protagonistas, junto con la moribunda Cloe-
lia, se libra de un peligro de muerte gracias a la caridad y compa­
sión de una familia de semi-bárbaros, recogidos en una cueva (I,
4). En efecto, amén de que ambos refugios (ya que de esto se
trata) se parecen en ciertos aspectos (lugares apartados, o en
despoblado, que se caracterizan por el buen acogimiento que se
recibe en ellos, de parte de gente «bárbara» o «rústica»), el mis­
mo texto parece inducimos a la reminiscencia. Por lo menos, se
incita al lector a reflexionar sobre el caso, al recordarle, en las
mismas premisas de la historia de Feliciana de la Voz, que la
caridad y la compasión no son propias del pueblo español, sino
que igual pueden manifestarse en «estranjeras tierras», según se
desprende de este breve y sugestivo diálogo que mantienen los
peregrinos, en la oscuridad de la noche, a poco trecho de llegar a
la majada protectora :

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[...] se cenó la noche con tanta escuridad que los detuvo y les
hizo mirar atentamente la lumbre de los boyeros, porque su resplan­
dor les sirviese de norte para no errar el camino. [...] Llegó en esto
un hombre a caballo, cuyo rostro no vieron, el cual les dijo :
- ¿Sois desta tierra, buena gente ?
- No, por cierto -respondió Periandro-, sino de bien lejos della ;
peregrinos estranjeros somos, que vamos a Roma y, primero, a Gua­
dalupe.
- Sí, que también -dijo el de a caballo-hay en las estranjeras
tierras caridad y cortesía, también hay almas compasivas donde­
quiera. (III, 2 ; p.448)

Con este sorprendente intercambio nocturno, entre desco­


nocidos, y con esta entrega de una criatura a gente extranjera, lo
que se nos sugiere, al parecer, es la simple y hermosa idea de que
la humanidad no tiene fronteras. Dicho en otras palabras, no tiene
sentido una división bipartita del mundo, entre bárbaros y civili­
zados, puesto que la piedad o compasión (según reconoce el ca­
ballero anónimo) no sólo es propia de la la gente «desta tierra»
(España), sino también de la de las «estranjeras tierras». Pero
también se sugiere la idea de que no es menos relativa, hasta
cierto punto, la línea divisoria que separa el hombre de la bestia,
ya que en un episodio anterior, se ha llegado al extremo, como se
ha visto, de que las mismas fieras llegan a compadecerse de los
desdichados, según advierte el lobo hablante, que le perdona la
vida a Rutilio: «Y no preguntes quién es el que esto te dice, sino
da gracias al cielo de que has hallado piedad entre las mismas
fieras» (I, 5 ; p. 170). Y por supuesto, el que unas cabras le den
de mamar a una criaturita y le salven la vida, cuando su propio
abuelo la está buscando para matarla, no puede, sino contribuir en
hacer resaltar el contraste y a poner en tela de juicio la frontera de
las especies. Cuánto más la que deslinda la supuesta «barbarie»
de las tierras del Norte de la no menos supuesta «civilización», de
las naciones del Sur.
Este último aspecto queda recalcado en el texto, donde se ex­
presa, y hasta cierto punto se exacerba, un violento contraste en­
tre la representación tópica de una España «santa» y «pacífica»,
evocada por la ingenua Auristela, y la sangrienta realidad con la
que se topan los peregrinos, en cuanto se alejan de la majada

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protectora. Según Auristela, en efecto, España es poco menos que
una tierra idílica:

[...] ya podemos tender los pasos, seguros de naufragios, de


tonnentas y salteadores, porque, según la fama que, sobre todas las
regiones del mundo, de pacífica y santa tiene ganada España, bien
nos podemos prometer seguro viaje. (III, 4 ; p. 459)

Pero la «realidad» es muy diferente, y el contraste entre el


«pastoral albergue» (para decirlo en palabras de Góngora) o el
locus amoemis, y la irrupción de la muerte violenta en el mismo,
desmienten en seguida, el optimismo candoroso de la joven prota­
gonista :

Dábales asiento la verde hierba de un deleitoso pradecillo;


refrescábales los rostros el agua clara y dulce de un pequeño arro-
yuelo que por entre las yerbas corría ; servíanles de muralla y de
reparo muchas zarzas y cambroneras que casi por todas partes los
rodeaba, sitio agradable y necesario para su descanso, cuando, de im­
proviso, rompiendo por las intrincadas matas, vieron salir al verde
sitio un mancebo vestido de camino, con una espada hincada por las
espaldas, cuya punta le salía al pecho. Cayó de ojos y, al caer, dijo :
- ¡Dios sea conmigo !
Y el fin desta palabra y el arrancársele el alma ftie todo a un
tiempo; y. aunque todos, con el estraño espectáculo, se levantaron
alborotados, el que primero llegó a socorrerle fue Periandro y, por
hallarle muerto, se atrevió a sacar la espada. Los dos Antonios sal­
taron las zarzas, por ver si verían quién hubiese sido el cruel y
alevoso homicida : que por ser la herida por las espaldas, se mostraba
que traidoras manos la habían hecho. (III, 4 ; pp. 464-465)

La verdad es que el contraste no puede ser más violento, ni


más elocuente, ni su significado más claro: España no es tan
«santa», ni tan «pacífica», como la pintan. Y sería fácil desde lue­
go, amontonar los ejemplos, en apoyo de una representación nada
idílica, de las tierras y de las costumbres «civilizadas» del Sur.
Por cierto, la historia de Feliciana de la Voz, no se resume a este
juego de contrastes, ni a un caso más en la cadena de las remi­
niscencias de las complejas relaciones hombre/animal.Con todo,
dentro de las múltiples interpretaciones que se nos proponen de
este episodio, creo que cabe la posibilidad de una lectura que in-

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tegre esta reflexión . Poca duda cabe, en efecto, que el caso de
esta mujer de sobreparto, que quiere «ponerse bajo tierra», y se
acoge a una majada, donde se la encierra en un árbol, entre pieles
y zamarras (motivo suficientemente llamativo como para servir
de epígrafe a uno de los capítulos claves), se nos presenta como
un proceso regresivo, muy parecido a una vuelta a los orígenes. Y
no deja de resultar significativo que encuentre refugio en un
mundo que se parece a una Arcadia primitiva y pagana (el niño
no está bautizado, según se declara de manera tan enfática a
principios del episodio ; III, 2 ; p. 449), o sea un mundo en el que
el hombre y el animal conviven en armoniosa promiscuidad y en
el que las criaturas llegan a amamantarse de los pechos de las
hembras de especies inferiores, a imitación de Dafnis y Cloe, en
9
la novela primigenia de la tradición pastoril . Pero si bien, en el
Persiles, mujeres y reses llegan a compartir rasgos comunes, no
por eso -menos mal- se borra por completo la frontera entre las
especies. De ahí probablemente, que Feliciana de la Voz, se dis­
tinga precisamente por su voz (humana, y casi sobrehumana), y
carezca, en cambio, de ese «instinto» que permite a las hembras
l0
de los animales reconocer a sus criaturas . En cualquier caso, no
es de extrañar que el animal sirva de piedra de toque en esa serie
de reflexiones ontológicas (a todas luces salpicadas, dicho sea de
paso, de reminiscencias platónicas) que acompañan la trayectoria
de los protagonistas, en la medida en que su «peregrinación» se
presenta, en definitiva, como un itinerario iniciático, donde sabi­
do es que los animales suelen desempeñar un papel fundamental,
como bien se comprueba en la novela griega, y especialmente en
Las Etiópicas, que el mismo Cervantes nos señala como parangón
del Persiles ".
El bestiario del Persiles es juntamente abreviado y
concentrado: las pocas especies mencionadas casi todas viven o
aparecen en la parte septentrional de la historia. Como si las
tierras norteñas constituyeran una especie de zona infrahumana,
marcada por la presencia reclínente de la animalidad. Cuanto más
que las fieras, monstruos y demás bichos raros que allí viven, se
presentan bajo la fonna de figuras ambiguas, cuyos rasgos carac­
terísticos no contribuyen poco en alimentar la reflexión sobre la
peliaguda cuestión de la frontera entre las especies. Concreta-

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mente, además de los licántropos, ya señalados (I, 5, 8 y 18), la
lista incluye una rara avis, el pájaro Barnaclas, criatura medio
marítima y medio aérea, de la que se precisa que nace del mar,
como por generación espontánea (I, 12); luego, unas criaturas
monstruosas, los «náufragos», presentados juntamente como pe­
ces y como serpientes, en parte «reales» y en parte imaginarias, o
mejor dicho soñadas (II, 15); y por fin, el improbable caballo
«volador» del rey Cratilo (II, 20-21). De modo que en definitiva,
todos los animales que constituyen la abreviada zoología del Sep­
tentrión, remiten más o menos a la categoría harto ambigua del
híbrido. Cuanto más que bien se puede añadir a la serie, una
«ballena» que, por ser de madera, no resulta menos híbrida. Se
trata, en efecto, de una nave volcada, identificada como «ballena»
o «gran pescado», de la que se van a rescatar unos cuantos
12
sobrevivientes . Ahora bien, el episodio da lugar a que se re­
cuerde una anécdota de náufragos (en este caso, seres humanos),
rescatados del «vientre» de una nave, por lo que dicha anécdota
se transforma en reminiscencia poco menos que transparente del
mito de Jonás, en palabras de un viejo caballero, que se presenta
como testigo ocular de semejante «portento»;

Yo vi esto, y está escrito este caso en muchas historias españolas,


y aun podría ser viviesen agora las personas que segunda vez na­
cieron al mundo del vientre desta galera. Y, si aquí sucediese lo
mismo, no se ha de tener a milagro, sino a misterio, que los milagros
suceden fuera del orden de la naturaleza, y los misterios son aquellos
que parecen milagros y no lo son, sino casos que acontecen raras
veces (II, 2 ;pp. 284-285).

De modo que el rescate de los protagonistas encerrados en la


nave, se convierte en metáfora continuada (con el uso de palabras
tan significativas como «ballena», «nacieron», «vientre»), que no
contribuye poco en alimentar el juego de las interferencias entre
el hombre y el animal, tal y cómo se despliega en el texto me­
diante la figura del híbrido, junto con el motivo de la generación,
de la preñez y del parto, cuya primera ocurrencia, dicho sea de
paso, coincide con la primera frase de la novela". Sea lo que
fuere, es difícil imaginar, en todo caso, que tanta insistencia en
motivos tan afines resultara mera casualidad. ¿Se inspiraría Cer-

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vantes en los debates platónicos, en torno a la generación y a las
analogías entre el hombre y el animal? ¿Reaccionaría frente a las
extravagancias zoomórficas derivadas de las obras de Plinio? El
estado actual de la identificación de sus fuentes, antes parece
apuntar hacia los relatos de viajeros o hacia las misceláneas «sen-
sacionalistas», si bien tampoco hay que descartar la idea de una
reflexión tal vez menos superficial, a partir de textos filosóficos o
médicos, o derivados de ellos, como el tan ilustre e insoslayable
14
Examen de los ingenios, del doctor Huarte de San Juan . Pero si
la identificación de los conocimientos y fuentes de Cervantes
puede resultar azarosa y dar lugar a divergencias, en cambio, po­
ca duda cabe que la figura del animal entra en el Persiles, no
como una simple viñeta de adorno, sino como un tema de debate,
dentro de un proceso reflexivo, y en cierto modo pedagógico, que
acompaña el programa narrativo y que se presenta con una gama
de matices de suma variedad. Unas veces se utiliza como metá­
fora o emblema, o como hito del proceso iniciático en el que es­
tán involucrados los personajes (es el caso del caballo indómito
de Cratilo, por ejemplo, que ejemplifica la necesaria toma de
control de los instintos), y otras veces sirven las figuras animales
para aclarar y matizar la complejidad de las relaciones humanas.
Así es cómo los supuestos bárbaros viven en tierras lejanas, po­
bladas de fieras crueles y de monstruos temibles, mientras que los
no menos supuestos civilizados, viven en torno nuestro, en tierras
«santas» y «pacíficas», donde predominan rebaños de cabras y
ovejas... Sólo que, en el Persiles, las cosas no son así de sen­
cillas. A la visión de mundo bipartita, considerado desde un punto
antropocéntrico, se sustituye la de un mundo complejo y mucho
menos seguro, pero sí más conforme al estado en que se en­
cuentra, en el momento en que escribe Cervantes, o sea en tiem­
pos de grandes sacudidas políticas, religiosas, y científicas, o por
decirlo en otras palabras, en el momento en que nuevas tesis,
reputadas heterodoxas, están socavando los cimientos de tan
firme arquitectura....
Ahora bien, al darle la vuelta a los tópicos, y al jugar con
paralelismos y contrastes ¿entraría Cervantes en la categoría
sulfurosa de esos heterodoxos? La respuesta (si es que la pregunta
tiene sentido) queda pendiente de los avances de la exégesis en el

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terreno tan resbaladizo de la ideología cervantina. Indagación tan­
to más difícil cuanto que C e n a n t e s no es tan arriesgado como
Giordano Bruno, ni pretende llevar a cabo ninguna revolución
copéniica. Dicho de otro modo, no es de esperar de Cervantes
que acuda a simplezas, como la que consistiría en invertir los
papeles o los valores. Si nos atenemos a las lecciones del Persi-
les, bien se echa de ver que los bárbaros no tienen por qué con­
siderarse como buena gente, ni los civilizados como violentos y
perversos. Ni son todos compasivos los animales, ni todos los
hombres crueles. De los dos casos de licantropía evocados, es sig­
nificativo que el uno se sitúa del lado del Bien, y el otro, indis­
cutiblemente, del lado del Mal. Del mismo modo, el cruel padre
extremeño de Feliciana de la Voz, ejemplo de humanidad «bár­
bara», debe equiparase con la figura ejemplar de la caritativa
madre portuguesa, doña Guiomar de Sosa, que salva la vida del
asesino de su hijo, en vez de acudir a una legítima venganza (III,
6). En resumidas cuentas, las variaciones en tomo a animales o
híbridos, con comportamientos y posturas análogas o contras­
tadas, no constituyen en sí una clave alegórica para desentrañar el
sentido oculto de la novela. Tan sólo funcionan como una figura
macroestructural que contribuye a abrir pistas y caminos, para
encontrarle, gracias al dominio de las palabras y de los actos,
pero también y antes que nada, gracias a la compasión, una salida
15
al laberinto de los instintos y de los apetitos incontrolados .
En su hernioso libro sobre el Pcrsilcs, Diana de Armas Wil-
son privilegia la figura del andrógino, como hilo de Ariadna, y
16
desde luego no le faltan buenos argumentos para ello . Pero sin
restar mérito a las sugestivas interpretaciones que se nos ofrecen
en ese estudio, cabe observar que la figura del andrógino no es,
en definitiva, sino una de las manifestaciones (eso sí, proba­
blemente, la más fascinante) de esa amplia red de variaciones que
se despliega en el texto en tomo al concepto globalizador del
híbrido. La hibridez abarca la noción de androginia: no sólo
afecta las categorías genéricas (hombre/mujer), sino que llega a
cuestionar los mismos fundamentos de la identidad. Una
identidad que, a lo largo del Pcrsilcs, resulta borrosa y conflic-
tiva, frente a una alteridad huidiza y equívoca de la que cabe
17
sospechar que forma parte de nosotros . En este sentido, el Per-

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siles, nos es tan diferente del Quijote, en el que el autor, magistral
alcahuete, se las ingenia para casar cada concepto con su con­
trario (la locura con la razón, las apariencias con la realidad, la
mentira con la verdad, etc.), en un desconcertante concierto. Los
juegos de variaciones y ecos en tomo a la frontera «hombre /
animal», «civilizado / bárbaro», con sus variantes comporta-
mentales «compasivo / cruel», «pacífico / violento», resuenan,
del mismo modo, dentro del no menos desconcertante Persiles,
como un coro de voces, en el que la armonía no excluye estri­
dencias y hasta disidencias. La ambigua y amarga lección que se
puede sacar de esta breve (y abreviada) incursión en los confínes
de la especie, es que no faltan razones para pensar que la fiera y
el bárbaro no están fuera, sino dentro de nosostros mismos. Los
monstruos no viven en ninguna parte, sino que habitan nuestros
propios sueños, y perduran en nuestros corazones.

NOTAS

' Es probablemente en la segunda parte del Quijote donde encon­


tramos el mayor número de especies representadas, ya que amén de los
consabidos leones, gatos, jabalíes, cerdos, toros, perros y liebre, ni siquie­
ra falta una muestra de la irritante «gente menuda», (tipo pulga, piojo,
etc.), tan aludida en la literatura del Siglo de Oro (II, 29)
" Véase «El casamiento engañoso y Coloquio de los perros» in No­
velas ejemplares, ed. prol. y notas de J. García López, con un estudio
preliminar de Javier Blasco, Barcelona, Crítica, 2001, pp. 535-536 y 540-
544.
3
Véase Obras completas ¿te Miguel de Cenantes Saavedra. Come­
dias y entremeses, ed. publicada por R. Schevilt y A . Bonilla, Madrid,
Imprenta de Bernardo Rodríguez, 1916, La gran sultana, t. II, pp. 142-
147, 165-178, 199-200 y p. 215. Sobre las fuentes de esta farsa, véase la
nota de Schevill y Bonilla, ibid., pp. 361-362. hay burlas parecidas,
aunque menos desarrolladas, en La casa de los celos y selvas de Ardenia,
ed. cit., t. I, pp. 291-292 y en La entretenida, ed. cit., t.III, pp. 21 y 35.
4
Los trabajos de Persiles y Sigismundo, ed . de Carlos Romero Mu­
ñoz, segunda edición revisada y puesta al día, Madrid, Cátedra, 2002; I, 5;
p. 170. Todas las referencias al Persiles remiten a esta edición.
* Cf. las palabras sarcásticas de Clodio: «Yo soy un hombre a quien
no se le da por averiguar estas cosas un dinero. ¿Qué se me da a mí que
haya lobos hombres o no, o que los reyes anden en figura de cuervos o de

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águilas? Aunque, si se hubiesen de convertir en aves, antes querría que
fuesen en palomas que en milanos.» (I, 8 ; p. 247).
6
Es el primer sentido que recoge Sebastián de Covarrubias, en su
Tesoro de la Lengua Castellana o Espartóla: «Este nombre fingieron los
griegos de la grosera pronunciación de estrangeros, que procurando
hablar la lengua griega la estragavan, estropeándola con los labios, con el
sonido de fiappap barbar.[...} De aquí nació el llamar bárbaros a todos
los extrangeros de la Grecia, adonde residía la monarquía y el imperio.
Después que se passó a los romanos, también ellos llamaron a los demás
bárbaros, y a los que son inorantes (sic) sin letras, a los de malas cos­
tumbres y mal morigerados, a los esquivos que no admiten la comu­
nicación de los demás hombres de razón, que viven sin ella, llevados de
sus apetitos, y finalmente los que son despiadados y crueles.» (Madrid,
Turner, 1977, p. 194a.) Véase también la voz «Barbarismo» (ibid.). En Le
Robert. Dictionnaire historique de la langue française, sous la direction
e
de Alain Rey (2 édition, Paris, Le Robert, 1998), se señala una curiosa
voz rumana, barbant, que significa lobo. También se precisa en el dic­
cionario de Alain Rey(s.v. Barbarie), que Montaigne fue el primero, en
Francia, en 1580, en usar el término barbarie para calificar el estado de
un pueblo no civilizado «sous le regard d'un autre». Por supuesto, el
sabio Montaigne no llegó a conocer la categoría de semi-bárbaro, ¡men­
tada por Cenantes (?), con el «bárbaro español», el «bárbaro italiano» y
la «bárbara polaca»...
Parte de las pieles, «lanudas» o de cabras, se usan a modo de
alfombra, para poner en el suelo (I, 4 ; p. 159) ; otras, en especial las pie­
les de lobo, sinen para vestirse, según se recuerda repetidas veces en el
relato (III, 1 ; pp. 435-436).
8
Además de las notas y apéndices (XIV y XV) de la edición de
Carlos Romero, véase Isabel Lozano Renieblas : Cervantes y el mundo
del Persiles. Alcalá de Henares, CEC, 1998, pp. 176-184.
Es una cabra, la que amamanta a Dafnis, y una oveja, la que ama­
manta a Cloe, ambos abandonados, el uno, en un bosque, y el otro, en una
cueva. (I, 2-3 y I, 6). Es curioso obsenar cómo el relato de Longo tam­
bién incluye el paralelo entre el hombre y el animal, y contempla la
posibilidad que el uno sea menos compasivo que el otro. En efecto, al
cabrero, que encuentra a Dafnis, colgado de las tetas de la cabra, se le
ocurre robar las joyas y prendas que lleva la criatura y desatenderse de
ella, pero se avergüenza de mostrarse menos compasivo que una cabra:
«D'abord, il eut le projet de faire main basse seulement sur les objets de
reconnaissance et de ne pas s'occuper de l'enfant, puis il eut honte à
l'idée de ne pas témoigner d'autant d'humanité qu'une chèvre...». Ro­
mans grecs et latins, textes présentés, traduits et annotés, par Pierre Gri­
mai, Paris, Gallimard, p. 796. Asimismo, precisa el narrador que el pastor

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que encuentra a Cloe, atiende a la criatura movido por el ejemplo que le
da la oveja : «Le berger, pensant que cette trouvaille lui était envoyée par
les dieux, et instruit par l'exemple de la brebis à avoir pitié de l'enfant et
à l'aimer, ramasse le bébé...», ibid., pp. 797-798.
"' Sabido es que Cervantes tiene costumbre de darle la vuelta a los
casos dudosos y a los temas de controversia, y por lo que toca a la creen­
cia en «la fuerza de la sangre», parece que, como lo han señalado los
anotadores, se trata de un motivo recurrente que da lugar a un tratamiento
distinto según los textos (véase C. Romero, ed. cit., nota 7, p. 460).
" La importancia de los animales en el proceso iniciático se mani­
fiesta especialmente en el final apoteósico de Las Etiópicas, en el que
aparecen un elefante, un extraño hibrido, calificado de «camello leo­
pardo» (se trata al parecer a una girafa), unos caballos salvajes y un toro
furioso (VIII, 26-29).
'" Vieron los de la ciudad el bulto de la nave y creyeron ser el bulto
de una ballena o de otro gran pescado que, con la borrasca pasada, había
dado al través. (11,2 ; p. 283).
" Véase, al respecto, el fino estudio de Stefano Arata: «I primi capi-
toli del Persiles Armonie e fratture», Stuili Spanici, III, 1982, pp. 71-86.
Cf. Aurora Egido, Cervantes y las puertas del sueño, Barcelona, PPU,
1994. pp. 213-214 y Michel Moner, «El engendramiento del personaje en
la narrativa cervantina», in Antonio Bernât Vistarini (ed.). Actas del
tercer congreso internacional de la Asociación de cen'antistas (III-
CINDAC), Menorca, Universität de les liles Balears, 1998, pp. 4 3 4 8 . No
sé si será una casualidad el que aparezcan «náufragos», rescatados del
vientre de una «ballena» (II, 2), poco antes de que otros «náufragos» se
traguen en sueño a unos marineros de la tripulación de Periandro (II,
16)...
14
Sobre el trasfondo « científico » de los acontecimientos y casos
portentosos del Persiles, véase, en complemento de las enjundiosas notas
y apéndices de Carlos Romero, las páginas que Isabel Lozano dedica al
tema de la metamorfosis (op. cit., pp. 161-171). Por cierto, tampoco es
cuestión de pensar que llegaría Cervantes a anticipar las tesis evolu­
cionistas que iban a relacionar las especies animales con la especie hu­
mana, ya que la misma noción de «especie» tan sólo llegaría a conceptua-
lizarse a partir el siglo XVIII.
15
Sobre este tema fundamental de la compasión (que no ha sido
posible desarrollar aquí), son interesantes las sagaces observaciones de
Anthony W. Bartlett, «Epistémologie de la victime, Eros de compassion»,
in Maria Stella Barberi (dir.), La spirale mimétique. Dix-huit leçons sur
René Girard, Paris, Desclée de Brouwer, 2001, pp. 279-295.
"' Diana de Armas Wilson, Allegories of Love. Cenantes s Persiles
and Sigismunda, Princeton, Princeton University Press, 1991.

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17
Es el tema del trabajo que presentó José Manuel Martín Moran en
este mismo congreso, y de quien comparto plenamente, al respecto, los
(siempre) sagaces análisis.

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