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Sanguinaria Los azares de la vida, suelo pasar 14 o 15 horas sentado plácidamente frente a la

pantalla del ordenador, siempre hay muchas personas en mi casa, sobrinos, cuñados y cuñadas, la
abuela y una que otra visita de familiares, el único ajeno a la línea sanguínea soy yo, ellos me
adoptaron cuando me casé con Isabel y desde allí he vivido en la gran casa que alberga a los
Sulbaran.

El patio de la casa familiar es amplio, lo acobija la sombra de un gran árbol de mango, y una serie de
depósitos que anteriormente eran las casas de los primeros dueños, algunos ya son especies de
ruinas modernas en pleno casco urbano de San Carlos.

Ese día la familia había salido, un familiar lejano había fallecido, como no tuve siquiera la
oportunidad de conocerlo en persona, ni una vez, decidí no acompañar a los familiares, que un giro
inesperado se llevaron hasta los niños, para que fuesen cuidados por la cuñada Mary.

Por primera vez en 10 años la casa estaba silente al mediodía, me levanté de la silla que descansó
de la silueta que mi pesado cuerpo le había marcado, me desplace a la cocina en busca de algo para
comer, cuando levanté la mirada y vi un extraño celaje pasar hacía uno de los depósitos en ruinas,
quedé un rato expectante pensando que era un ladrón que pudo haber entrado a merodear.

Tras unos minutos sin ver movimiento y antes de regresar a la silla, una curiosidad inusitada revistió
mi pensamiento, ¿que quedaría en esas ruinas? Movido por el deseo de exploración, caminé hasta
el sitio, recuerdo haber separado algunas tupidas telarañas y ver la asombrosa hojarasca que el
mango había dejado crecer bajo las pútridas láminas de cinc.

Me adentré un poco en el depósito y sentí crepitar la hojarasca bajo mis pies, estaba húmedo y tenía
un particular olor dulce. Por un momento sentí que alguien me observaba y recordé el celaje de
hacía unos minutos atrás, giré bruscamente para ver quién podía estar acechándome, dado el
impulso impregnado, mi sedentario cuerpo cedió a mi propia centrífuga y dejó caer todo el peso de
mi cuerpo sobre mi rodilla izquierda, que traqueó haciendo una rotación externa anormal.

Mi grito pudo haberse oído en toda la casa, pero nadie estaba para oírlo, estaba solo, tan adolorido
que no podía siquiera respirar, empecé a sentirme nauseabundo y oír un pitido resonar en mi
cabeza, de repente todo empezó a nublarse y sumirse en un negro inconsciente, estaba desmayado.

Pasaron varios minutos antes de reaccionar, al volver en mí, pude revivir el horrendo dolor de la
fractura, instintivamente lleve ambas manos sobre la rodilla, armándome de valor intenté
levantarme, pero no teniendo nada cerca de que asirme no pude hacerlo.

Respiré. Hondo y pausado.

Miré en todas direcciones y la pared me pareció la opción más lógica para intentar levantarme, con
mis manos apoyadas en el suelo traté de empujar mi cuerpo hasta la pared, cada movimiento que
realizaba, torpe y pesado, era acompañado por un grito agudo y desgarrador, nuevamente sentí
nauseas, ganas de vomitar, sólo me había arrastrado centímetros, mi rodilla se había hinchado y
tomado un violáceo color.

Fue allí donde pude darme cuenta que mi tormento apenas empezaba, cuando arrastré mi cuerpo
por encima de la hojarasca, removí un grupo de marabuntas que se encontraban formando una
pequeña bola, unidas pata a pata, mis gritos y movimientos había alertado a las mismas a que
algo estaba ocurriendo, una oportunidad para ellas y una desgracia latente para mí.
En instantes sentí un enjambre de filosas mandíbulas hincadas en mí, se extendían desde el
nido en forma de sombrilla, y cada una que se tropezaba con mi cuerpo, realizaba su feroz
ataque. En segundos toda mi pierna estaba cubierta de guerreras negras que atacaban como
millones de agujas encajándose en la piel.
-Auxilio, Auxilio –Grité.
Me sentí aterrado y solo ante mis atacantes, el dolor de la rodilla pasó a segundo plano. Hundí
mis manos en la hojarasca para tratar de levantarme, el dolor era tal, que sentí asfixiarme, la
horda marabunta, atacaban mis manos al punto de adormecerlas, había profanado su habitat y
ahora debía pagar.
Con las extremidades inutilizadas bajo el ataque, pude sentir la verdadera definición de
hormigueo en el cuerpo, subían dentro de mí por el abdomen, pecho y tráquea; sus mandíbulas
no estaban hechas para romper mis carnes, pero si causaban hinchazón por la ponzoña al dejar
sus cráneos enterrados en la dermis, desprendidos de sus cuerpos en su intentó por devorar
mis carnes.
Ya no sentí nada. Todo se silenció de repente, las náuseas volvían espasmódicamente, por un
momento sólo mi olfato funcionó perfectamente, un revuelto hedor dejaba escapar la hojarasca,
mezclada con mi sangre. En mi último grito, sentí el sabor de las patas negras y alargadas
hormigas que se metían por la boca, era un muñón de carne devorado por la naturaleza. Las
tropas ingresaron por mis orejas y segundos después empecé a convulsionar, no existía el dolor,
miedo ni angustia.
Lo último que mis ojos llenos de patas negras pudieron ver, fue el intento de mi cuñado de quitar
con un trapo la marabunta y mi esposa desesperada moviendo los labios como gritando,
atrapando a mi hijo que intentaba ir a mi encuentro, antes de caer por completo en la oscuridad
del adiós que no pude soltar, vi el sol que se colaba entre el techo carcomido, mostrándome la
dueña del celaje, que ahora se hacía mi eterna compañera, la muerte.

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