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Vivimos tiempos difíciles, los cambios que vive nuestra sociedad, y los que ha sufrido en los
últimos treinta años redunda en una comunidad de docentes y de estudiantes que también va
cambiando. La revisión de nuestras conductas, la capacidad de autocrítica que lleva a nuestra
constante actualización y superación, responde a la idea de que es posible prever “el mañana”.
Desde esta perspectiva, los tiempos de crisis son al mismo tiempo, momento de oportunidades y
nuevas esperanzas. Los docentes debemos ser congruentes con los nuevos cambios y demandas que
la enseñanza ofrece, lo cual implica, que el ejercicio de la profesión se alimente constantemente de
una formación que recupere nuestra identidad y vocación: formadores de estudiantes adolescentes,
que con nuestro “decir” y “mostrar”, hacemos de la docencia una fuente inagotable del diálogo y el
afecto.
La imagen del docente nos remite a la de una persona dedicada a la creación, una persona que al
investigar, enseñar, o interactuar con su entorno, que renueva la esperanza. Su relación con la
escuela como parte central de su proyecto de vida, en el que cada jornada es una jornada de
aportación y de enriquecimiento personal que tiene una influencia benéfica en sus colegas y
estudiantes. En suma, un docente que es en esencia un oficiante, un artista. Entendiendo al artista
como alguien dedicado a vivir primero para sí mismo, buscando su propia realización, aislado de las
demandas de los demás ("bajo la protección de una caverna" como Platón dijo), con capacidad de
concentrarse en su trabajo, de tomar conciencia de sus potencialidades, de su posibilidad de
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Profesor de la materia de Filosofía de la Escuela Preparatoria Oficial No. 16, Chimalhuacán, Estado de
México y estudiante de la Maestría en Docencia para Educación Media Superior, Facultad de Filosofía y
Letras, Universidad Nacional Autónoma de México.
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Por ello, se considera que el ser humano ha nacido para vivir intensa, plenamente y en
perfección, como lo señala Aristóteles. Cuando pueda hacerlo sin limitar la libertad de otros, sin
lastimar a nadie y sus actividades le sean agradables, será más sano, más civilizado, más humano.
Será más el mismo, será un “docente de carne y hueso”. Cuando una persona está auténticamente
feliz, quiere decir que está en armonía consigo mismo, con su ambiente y con su vocación.
Si existe un privilegio para los que se dedican a la tarea educativa es que se trata de una
tarea destinada a cuidar y desarrollar todo lo bueno que sea posible en cada ser humano y en la
sociedad. El docente es aquel que acerca a los estudiantes a la experiencia viva del aprendizaje,
donde su tarea primordial es la formación, no sólo información, que siempre busca que sus
estudiantes sean mejores personas.
Por ello, cuando el docente que se erige en evaluador y busca ejercer su autoridad, se
convierte en el confeso enemigo del académico y de sí mismo. Al buen académico no le importa. Es
él el que en su interior conoce lo que es y también lo que no es. Nadie se pertenece solo a sí mismo.
Ser autónomos no significa ser sujetos aislados y autosuficientes que se limitan al discurso del
“deber ser”, sin otorgarle sentido y significación a la práctica educativa, a lo que puede ser.
Muchos pueblos antropófagos abren o abrían el cráneo de sus enemigos para comer parte de su
cerebro, en un intento de apropiares así de su sabiduría, de sus mitos y de su coraje. Si me permiten,
nuestros estudiantes, deben alimentarse de los conocimientos, de la experiencia, de la relación que
guardan todos los días con sus profesores. Jóvenes; no se pierdan de este alimento, sin embargo; por
nuestra parte, solo queremos apropiarnos a mordiscos de una buena porción del tesoro que les
sobra: juventud intacta.
Cada uno de nosotros estamos obligados a no dejar de narrar, a no dejar de alimentarnos del
cerebro de los demás, de urdir cada noche una nueva ruta, que no es otra cosa que un nuevo plan, un
nuevo proyecto, una nueva forma de ejercer la docencia, necesario para poder seguir viviendo,
puesto que la palabra es el único hilo que conecta nuestra existencia relativa, el mismo que le da
sentido a nuestra condición de educadores, a nuestro ser preuniversitario.
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La escuela no es ese edificio que nos cobija, ni el organigrama que nos organiza
formalmente. La escuela somos nosotros, sus habitantes, que junto a los estudiantes marchamos
como aquellos soldados cuya vida transitaba entre encuentros, guerras y epopeyas, pasando de un
territorio a otro, de una nacionalidad a otra, muriendo en cada batalla, para renacer una y otra vez en
nuevas contiendas y en nuevas campañas. El docente es un organizador mediador, por eso, hoy en
día, no basta con “saber” para “enseñar”, así, la calidad del aprendizaje depende necesariamente de
la habilidad del docente que interpreta a sus alumnos y les ofrece lo que necesitan ante los cambios