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LECTURAS CASI VACÍAS


Monografía de Horacio Tignanelli, sobre tanto texto vacío que hay por ahí

HORROR INFANTIUM
De niño me asombraban pocos artefactos; en particular, eran los llamados “domésti-
cos”, esos que se usaban en casa para diversas necesidades y problemas. Entre
ellos, hubo un trío que cautivó muchas de mis horas infantiles:
• el sifón de la soda, infaltable en los almuerzos,
• la sopapa, imprescindible cuando se tapaban las rejillas del patio, y
• la aspiradora, un aparato omnipotente que jamás pude activar por mi
cuenta, ya que su uso estaba terminantemente prohibido para mí.
Demoré bastante en hacerme una idea racional sobre sus respectivos funcionamientos. Sin embargo re-
cuerdo que de a poco fui construyendo un modelo de los mismos a partir de las escuetas respuestas que
recibía:
• ¿Cómo hace la soda para salir del pico del sifón?
• La soda tiene gas. Sale por el gas – decía mi hermana.
Así, el gas fue para mí algo que movía las cosas. Cuando supe que el aire también es
un gas, comprobé mi conjetura observando como el aire meneaba las hojas de los
árboles. Además de provocar la expulsión del agua en el sifón, también tuve la impre-
sión que el gas era responsable de otorgarle cierta “textura” al agua, convirtiéndola en
eso que llamábamos soda.
• ¿Por qué puedo destapar un agujero con la sopapa?
• Para eso, hay que hacer fuerza. Vos hacés fuerza, la sopapa hace fuerza y lo destapa –decía mi
papá.
La sopapa a que hago referencia era un listón de madera, generalmente un pedazo de palo de escoba, en
uno de cuyos extremos se colocaba una especie de campana de goma negra. Con esta estructura tan sen-
cilla, la sopapa se convertía en una herramienta que transmitía los esfuer-
zos. Además, me permitió entender por qué me dolía una cachetada, cuan-
do supe que también podía llamársela “sopapo”.
Hasta dónde llegaban los esfuerzos y cómo lograba la sopapa traspasarlos
por el interior del agujero, fueron auténticos misterios que, sin embargo,
jamás me incomodaban para su uso.
• ¿Por qué la aspiradora levanta cosas?
• Adentro tiene un motor que las chupa – sentenciaba mi mamá.
Un aparato “chupador” me parecía un objeto extraordinario. Observar su funcionamiento me fascinaba. No
podía imaginarme cómo lo hacía. Solía prepara hileras muy prolijas con colocar bollitos de papel, migas de
© Horacio Tignanelli, 2011
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pan y pequeñas figuritas redondas, para que aquel extraño artefacto los chupara. Todos mis objetos de
prueba eran inexorablemente atraídas por su tubo brillante, camino a ser engullidas y confinadas en una
bolsa lateral, de color gris, en la que se entremezclaban con pelusas y con polvo que instantes antes pare-
cían invisibles; debo aclarar que luego abría la bolsa y recuperaba las figuritas.
HORROR SCHOLARIS
Durante la escuela primaria tuve oportunidad de preguntar
mucho sobre el mundo y de obtener nuevas e inquietantes res-
puestas a mis interrogantes. Con esas respuestas ordené varias
de mis ideas sobre la naturaleza y modifiqué varios de mis
modelos, pero unas cuantas dudas sobrevivieron a mis aprendi-
zajes como incertidumbres que no me atrevía a esclarecer,
quizás por miedo a profundizarlas.
Había descubierto el funcionamiento de varios aparatos, pero
aún me sentía incapaz de comprender aquel trío doméstico. Reconozco que mis maestros hicieron su
máximo esfuerzo explicándomelos, pero igual no conseguí asimilar muy bien sus argumentos. En mi
memoria todavía resuenan algunas de sus respuestas:
• ¿Cómo funciona el sifón?
• Bueno, el líquido, la soda, sale afuera de la botella, el sifón, por una diferencia de presiones –
explicó Federico, mi maestro de quinto grado.
En esos años, la presión era “algo” que debía tomarse mi mamá en la farmacia de la esquina e invaria-
blemente se describía por dos números, uno siempre mayor que el otro (12 y 14, 9 y 12, entre otros que
recuerdo). Aprendí además que cierta combinación de ambos resultaba perjudicial para su salud. Supuse
entonces que en el caso del sifón, habría dos presiones: una del líquido y otra de la botella de vidrio, cada
una descripta por un número. Mi idea era que, de acuerdo a qué combinación de números se le diese al
sifón en la sodería, el agua saldría o no por el pico. Incluso recuerdo que había algunos sifones a los que se
enfundaban con un cobertor de lata, el que yo suponía era para aumentar la presión del vidrio.
• ¿Cómo es que la sopapa hace fuerza, maestra?
• No, no, no. La sopapa no hace fuerza, la fuerza la hace el aire cuando es impulsado por el mo-
vimiento que vos hacés con la sopapa – dijo Beatriz, la de sexto, haciendo ademanes como quien
mueve un pistón o toca un trombón.
Aquella respuesta parecía similar a la de mi papá, sólo que ahora el aire intervenía en el proceso. Como ya
estaba convencido de los estragos que podía producir un ventarrón, no era sorprendente que el aire fuese
también el responsable de un empuje, como el necesario para destapar la pileta de cocina. Ciertamente, no
tenía muy claro cómo la sopapa se las ingeniaba para que el aire engendrase esa fuerza, pero interpreté
que, de alguna manera, el movimiento que producía su mango de palo era la causa final y única.
• ¿Qué hace funcionar a una aspiradora, maestro?
• Es un motor eléctrico que produce vacío. Al hacerse el vacío, por el tubo entra el aire a gran ve-
locidad, levantando y absorbiendo lo que se encuentre a su paso – dijo César, el de séptimo
grado.

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Aunque una vez más apareció el aire como un agente intermediario, en aquella explicación llamó especial-
mente mi atención una palabra prodigiosa y hasta entonces casi inútil en mis modelos del mundo: vacío.
Inmediatamente, recordé que el vacío tenía diferentes significados en mi vocabulario:
ƒ Era una cualidad de los recipientes. Esto es, cuando no tenían nada, solía decir que estaban va-
cíos.
ƒ Era una forma de hablar de la profundidad de los precipicios. En las películas, cuando alguien se
desbarrancaba sin remedio se escuchaba que el sobreviviente, sentenciaba: “se cayó al vacío”.
También en las crónicas policiales alguna vez había escuchado que alguien se había “arrojado al
vacío”, como una forma elegante de decir que se tiró del balcón o de la terraza.
ƒ Era un procedimiento usado para empaquetar café. La publicidad de una popular marca de café
colombiano anunciaba que su producto era envasado al “vacío total”. Entonces deduje que debía
de haber también un vacío “parcial”, que seguramente era el que usaban el resto de los produc-
tores cafeteros.
De cualquier manera, lo que menos habría sospechado en aquellos días era que el secreto de la aspiradora
se resumía tan sólo a la producción de vacío. Nunca había pensado que una máquina familiar fuese capaz
de algo así, creía que tal portento era exclusivo de instrumentos científicos, fantásticos o algo así. Es más,
ni siquiera había imaginado que el vacío podía producirse mecánicamente mediante un motor, en otras
palabras, que podían existir “motores productores de vacío”.
Más adelante, ya en el colegio secundario, hubo un tiempo que las clases de física estuvieron abarrotadas
de conceptos y anécdotas científicas relacionadas con el vacío. En algún momento me descubrí estudiando
la noción de presión, definida entonces como una fuerza aplicada sobre toda una superficie. Más tarde,
alguien nos habló del barómetro, un instrumento que medía presiones sin que hubiese ninguna superficie
cerca, y también de cierto experimento fundamental hecho por un italiano de nombre Evangelista y con un
apellido encantador: Torricelli, una palabra que, salvajemente, solía traducir para a mis amigos como “las
torres del cielo”.
Durante mi secundaria creí que aquel experimento se relacionaba únicamente con la posibilidad de medir
la presión atmosférica, ni siquiera intuía su vínculo con la idea de vacío. Mucho menos cuando lo ejemplifi-
caban con un barómetro, en el cual, para mí, nada hacia evidente ningún vacío.
HORROR HISTORIAE
La idea de vacío volvió a seducirme bastante después, cuando hallé pistas en pasajes ilustrados de histo-
ria de la ciencia, en una enciclopedia, particularmente en un uno de sus tomos, la mitad del cual estaba
dedicado a describir aspectos de la antigua civilización griega.
Allí hallé que el registro más primitivo sobre la idea de vacío correspon-
día a los postulados de un filósofo llamado Demócrito [470–370 aC].
Aquel griego imaginó la materia como una acumulación de minúsculas
partículas indivisibles [los átomos] y de su ausencia, es decir, el vacío.
De los átomos algo conocía, aprendí sobre ellos en la escuela y hasta
podía pensarlos como pequeñas esferas girando alrededor de una cen-
tral o núcleo que, invariablemente, lo concebía como un racimo de uvas
relativamente más grande.
Recién con la referencia acerca de las ideas de Demócrito tomé conciencia del espacio libre entre esas
esferitas y me resultó razonable que entre ellas no hubiese materia alguna, al menos para que de ese modo
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fuera posible su movimiento. La enciclopedia señalaba también a Demócrito como uno de los primeros
pensadores en concebir la existencia del vacío e incluso en usarla para edificar un original modelo del
mundo.
Me resultó sorprendente pensar que antes de Demócrito no se concebía el vacío. Aún me cuesta imaginar
de qué manera se entendía la ausencia de materia, es decir, la cualidad de no haber nada en cierto lugar;
sólo alcancé a imaginar que tal vez sería construyendo, justamente, la idea de la “nada”.
De cualquier modo, aunque me pareció una gran conquista intelectual aquella ocurrencia de Demócrito,
apenas un par de páginas más adelante, en la misma enciclopedia, resultaba evidente que sus ideas tu-
vieron un éxito efímero.
Quien dominó esa parte de la historia del vacío fue también un griego, Aristóteles
[384-322 aC] para quien una de las bases físicas del mundo es, precisamente, que
el vacío no existe. Inmediatamente quise conocer cuáles fueron sus argumentos y,
además, de qué forma se habrían desvanecido en la actualidad, ya que era eviden-
te que en el presente el vacío era algo existente, aunque tan sólo fuese para expli-
car el funcionamiento de las aspiradoras.
Debido a que las ideas de Aristóteles abarcaron abundantes y diversos temas, en la
enciclopedia había un capítulo sólo dedicado a sus enseñanzas. Encontré que su
postura en contra de la existencia del vacío se basaba en cierto tipo de razonamiento filosófico, que traté
de reproducir para entenderlo.
Mi impresión es que Aristóteles empleó una delicada manera de expresar que el vacío se trataba de una
idea absurda afirmando que era, simplemente, un concepto “inconsistente”. En otras palabras, si el vacío
se considera la ausencia de todo, o bien se define como lo que no tiene nada, por lo tanto, no existe. Inme-
diatamente, a cambio, Aristóteles no duda en asegurar que, dado que el vacío no existe, todo el espacio
está lleno de alguna clase de materia.
Aquel sabio griego hace referencia también a los postulados de su paisano Demócrito ya que, como él,
consideraba que la materia puede partirse indefinidamente en átomos, sólo que Aristóteles aclara que no
hay vacío alguno entre átomo y átomo, ni tampoco entre los cuerpos que pueden formarse con esas minús-
culas partículas. Para convencer a sus discípulos que, espontáneamente, la misma naturaleza llenaría
todo el espacio con cualquier tipo de materia que estuviese a su alcance, presentó algunos ejemplos a
modo de evidencia.
El clásico caso de la ventosa impotente. Cuando se aprieta una sopapa contra una pared lisa,
cambia su forma y se aplasta contra la superficie; en esa posición, entre la sopapa y la pared no
hay nada, están una contra la otra. La infortunada ventosa no puede recuperar su forma original
ya que tal hecho supone la generación de vacío y, como eso es imposible, permanece adherida a
la superficie para siempre (a menos que se rompa la pared o se destruya la ventosa externa-
mente).
El típico caso del fuelle rebelde. Dado que el vacío es imposible, resulta prácticamente irreali-
zable la tarea de abrir un fuelle que se halla construido herméticamente.
El primero de sus ejemplos me dejó atónito. Por una parte me resultó sorprendente que un filósofo griego se
ocupase de artefactos tan mundanos como las sopapas y, por otra, me satisfacía su argumento porque
trataba sobre uno de mis grandes interrogantes infantiles. Como sea, confieso que su idea, aunque no
podía asegurar si era correcta, parecía la mejor respuesta que había obtenido jamás.
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El segundo ejemplo era similar al primero e inmediatamente pensé en un bandoneón; si se obstruye su


boca de entrada, no se expandirá por más el músico que se esfuerce. Cierta contrariedad surgió cuando,
repentinamente, sentí que pensaba como un auténtico “aristotélico” y debía tratar de conciliar la inexisten-
cia del vacío con la única explicación que conocía sobre el funcionamiento de las aspiradoras.
Sólo se me ocurrió que el motor de esos aparatos quiere producir vacío, por ejemplo, a través del tubo de
succión, pero no lo consigue. En otras palabras, la aspiradora no produce ningún vacío, sólo lo intenta, ya
que la naturaleza no se lo permite; es más, directamente la naturaleza se lo impide llenando el tubo con el
aire y, consecuentemente, con toda la basura que se encuentre cerca.
HORROR VACUI
Quien ha visto vaciarse todo, casi sabe de qué se llena todo (Antonio Porchia)
Algo resultaba indudable: aunque el vacío no existiese, eventualmente era posible hablar acerca de él; la
posibilidad de nombrarlo, por ejemplo, era una prueba de ello. El mismo Aristóteles previó que, cuando una
persona lo necesitase, podría considerar al vacío como una entidad inmaterial, esto es, algo que no forma-
ba parte del mundo real; de esa manera se salvaba su inconsistencia. En otras palabras, para mencionar o
tener en cuenta al vacío, se lo podía considerar una entidad impalpable, casi espiritual. Sólo era posible
pensarlo, tal como sucede con tantas otras ideas descabelladas o fantásticas que solemos concebir.
Cuando murió Aristóteles, sus discípulos y los seguidores posteriores de su escuela, sostuvieron la idea de
la inexistencia del vacío durante muchísimos años. En particular, se destacó un conjunto de filósofos lla-
mados estoicos. Su peculiar denominación procede del sitio donde aquellos hombres celebraban sus en-
cuentros, denominado “pórtico de las pinturas” (algo así como “stoa pikile”), en la antigua ciudad de Ate-
nas.
El fundador de la escuela estoica fue un tal Zenón de Citium (340-265 aC). La mayor
parte de los estoicos concebía el universo como un ser vivo y racional. Es decir, todas
las partes del cosmos se hallaban ligadas entre sí como las de un solo organismo.
Decían también que el mundo era una estructura cambiante, en la que todas las co-
sas se transforman unas a otras.
Ahora bien, una diferencia importante entre el pensamiento aristotélico y el de los
estoicos es que mientras para ambos el vacío no existía en el mundo, para los estoi-
cos podía hallarse algo de espacio vacío más allá de los límites del mundo. En otras palabras, habría un
mundo “pleno” rodeado de otro, vacío.
Más tarde, quienes se empecinaron en sostener el pensamiento de Aristóteles fueron muchos de los profe-
sores de la mayoría de las antiguas escuelas de la Edad Media europea. Así, las ideas aristotélicas perdu-
raron por siglos, casi sin discusión.
En el siglo XIII sucedió que un grupo de sacerdotes católicos trató de conciliar la tan aceptada filosofía de
Aristóteles con el dogma cristiano, y se encontraron con no pocas dificultades. Entre ellas, una de las más
embrolladas fue justamente la noción de imposibilidad de la existencia del vacío, ya que para aquellos
sacerdotes tal cosa implicaba la negación misma de la omnipotencia divina.
Es decir, para un clérigo era legítimo asumir que si Dios quiere, produce vacío donde se le da la gana, in-
dependientemente de lo que haya dicho Aristóteles. Para salvar ese obstáculo los sacerdotes resolvieron
que es sólo a las personas a quienes les resulta imposible producir vacío ya que tal ejercicio podría reali-
zarse únicamente mediante fuerzas sobrenaturales (para ellos, obviamente, fuerzas divinas). En otras

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palabras, Dios puede, el hombre, no. De ese modo, aquellos monjes siguieron respaldando a Aristóteles y,
además, mantuvieron los atributos divinos.
En la misma época comenzó a usarse una proposición especial para manifestar, emulando a Aristóteles,
que la naturaleza tiene cierta aversión por el vacío; tal es su desafecto, que trata de ocupar con materia
todo espacio que parezca proclive a generar algún tipo de vacío. Esa idea se enunciaba en latín, que enton-
ces era el idioma culto por excelencia y el único usado por los sacerdotes para escribir. Aquella expresión
fue horror vacui, que significa algo así como fobia al vacío.
Sucede que “horror” significa erizamiento del cabello. Como tal fenómeno se produce generalmente cuan-
do alguien se asusta, es comprensible que la palabra horror también se usara para indicar el pavor, el
miedo extremo a alguna cosa. Cuando querían referirse entonces a la idea aristotélica de que la naturaleza
llenaba todo con algún tipo de materia para evitar que se produzca vacío, indicaban que se manifestó el
horror vacui, un supremo terror al vacío, natural y espontáneo, y con ello se explicaban los fenómenos de
modo que nadie pudiese ni siquiera conjeturar la posible existencia del vacío. A continuación, un ejemplo
clásico de cómo se revela esa horrorosa manía de la naturaleza:
El extravagante asunto de la botella helada. Se conocía que al congelar una botella total-
mente llena de agua, se rompía. La explicación de tal fenómeno partía de admitir que el agua,
al congelarse, disminuye su volumen y, en consecuencia, la naturaleza provoca la rotura de la
botella para impedir que esa contracción de volumen crease vacío dentro de la misma.
Estas lecturas simplificaron mi modelo sobre el funcionamiento de la aspiradora, ya que interpreté que en
el intento de su motor por producir vacío, se manifestaba el horror vacui y, para evitar que tal aberración
se produjese (el vacío), el tubo del aparato succionaba todo lo que tenía enfrente: papelitos, aire, pelusas y
figuritas. Para sostener y defender sus ideas, los mismos sacerdotes dieron una señal muy clara a quienes
pudiesen ponerlas en duda. Si alguien negaba el horror vacui correría el riesgo de ser ridiculizado en públi-
co y, si llegase a insistir, podía ser quemado en una fogata acusado de hereje. En este punto, mi siguiente
duda fue: dado que la naturaleza aborrece el vacío, entonces ¿con qué llena el espacio que amenaza
vaciarse?
La respuesta se hallaba también en los escritos de Aristóteles. El sabio griego había concebido que el mun-
do sublunar (este es el espacio entre la Luna y nosotros) está compuesto de cuatro elementos: el fuego, el
aire, la tierra y el agua. A cada uno de ellos le correspondería cierto lugar favorito: arriba, el fuego y el aire,
abajo, la tierra y el agua. Los elementos aristotélicos podían ser removidos de sus sitios privilegiados sólo
de un modo violento, ya que en todo momento buscarían permanecer en su lugar natural.
Por otra parte, allí ubicados, los elementos no tendrían peso; esto implica, enseñó Aristóteles, que el aire,
por ejemplo, no pesaba ni ejercía presión alguna sobre las cosas. Entonces, si en una cavidad parecía
manifestarse la mínima intención de vaciarse, enseguida se llenaba de agua, cuando no de fuego o de
tierra. No obstante, el aire parecía ser el primero de los elementos que solía obedecer solícitamente el
encargo natural impuesto por el horror vacui.
A esos cuatro elementos, se sumó un quinto llamado éter [aether] con el que se rellenaba el resto del
espacio (es decir, la zona supralunar, el espacio que se encontraba más allá de la Luna) evitando que se
formase vacío en las regiones extraterrestres más lejanas.
Recuerdo que entonces esperé la noche y al mirar el cielo resultó más fácil representarme a las estrellas
sumergidas en éter que pendiendo en el vacío. Sin embargo, reconozco también que fue algo más compli-
cado imaginar cómo era ese éter, su apariencia, consistencia, estructura, color, etc. Una vez más, Aristóte-

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les había pensado en respuestas a preguntas por el estilo. Mientras los cuatro primeros elementos eran
tangibles y hasta desagradables, el éter era inmaculado y eterno, impalpable e inmutable. Sin duda, Aristó-
teles estaba seducido con su idea del éter omnipresente, ya que hablaba de él como de una sustancia
fantástica y de características extraordinarias.
Por la misma razón, no es extraño que ese elemento haya recibido una denominación divina, de origen
mitológico. El éter formaba parte de los cielos superiores donde habitaban las divinidades del Olimpo, con
Zeus como máximo regente. El éter era la sustancia que respiraban los dioses, una especie de análogo del
aire para los humanos; se lo consideraba en una categoría similar a la “ambrosia”, que era su alimento
divino o el “néctar”, su bebida.
HORROR ARISTOTELIS
Con el desarrollo y la permanencia de la filosofía aristotélica, el éter se constituyó en un elemento de la
realidad, cuya propiedad básica era colmar todo el espacio; además, su existencia era justificada por y
para el horror vacui.
De nada sirvió que algunos rescataron del olvido algunos apuntes de un tal Epicuro
[341-270 aC] un filósofo que, en el año 306 aC se instaló en Atenas y comenzó a
enseñar su particular doctrina. Las clases de Epicuro tenían lugar en el patio de su
casa, por lo que a sus discípulos se los conoció como los “filósofos del jardín”. Como
su escuela admitía tanto hombres como mujeres de Grecia y de otras partes del Asia
Menor, se generaron suspicaces chismes sobre la conducta de aquellas personas en
aquel jardín filosófico.
Epicuro escribió 37 tratados sobre física y en uno de ellos señaló no sólo que el vacío existía sino que ade-
más se podía generar de modo artificial, relativamente fácil. Enseñó que se puede hacer vacío con sólo
separar velozmente dos láminas planas bien unidas. Por un instante, dice Epicuro, antes de que el aire
llene el espacio entre ambas, allí mismo se produce vacío. De alguna manera, aquel griego retomaba, aho-
ra a través del vacío, el caso de la ventosa aplastada contra la pared.
Ese argumento de Epicuro en particular, había sido desarrollado también en otras
culturas, aunque quizás no usado para discutir la existencia o no del vacío. Por
ejemplo, se conoce que lo utilizaron los herreros de Egipto y de China para inventar
y desarrollar los fuelles usados en las fraguas; se utilizaban para aspirar aire que
luego comprimían presionando el fuelle. Así, avivaban el fuego y producían tempe-
raturas suficientemente altas como para fundir bronce y hierro.
Es decir, así como el típico caso del fuelle rebelde bien podía tener otra explicación, algunos pensadores
comenzaron a reflexionar sobre algunas ideas de Aristóteles, cuestionándolas a la luz de lo que parecía
nuevas formas de entender el mundo natural.
Pero no todos escribieron al respecto o se atrevieron a poner en duda el pensamiento
de aquel griego. En la misma enciclopedia, hallé que una de las primeras personas
que debatió las ideas de Aristóteles y divulgó su pensamiento al respecto, fue el
italiano Galileo Galilei [1564-1642] durante el siglo XVII.
Quizás Galilei sea reconocido más por sus aportes a la física del movimiento de los
cuerpos y a sus descubrimientos astronómicos, o también por el pleito que sostuvo
con la Iglesia por sus ideas o por la condena que debió sufrir por ello, pero vale destacar también su con-
tribución a la compresión racional de la noción de vacío. Galilei desconfiaba bastante del horror vacui. No
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se ocupó de esta manía natural directamente, pero sus trabajos acerca de la debilidad de las explicaciones
aristotélicas sobre diferentes fenómenos físicos, son prueba suficiente de que al sabio italiano no le con-
vencía demasiado la existencia de esa extraña fobia de la naturaleza.
La duda galileana acerca del horror vacui queda manifiesta en su respuesta a una carta que recibió en
1630. Entonces, un genovés llamado Giovan Battista Baliani [1582-1666] no tenía consuelo ante el fra-
caso de su empeño por elevar agua a través de una pendiente de unos 21 metros de altura. Para lograr su
cometido, Baliani había construido un acueducto conectado a una especie de sifón, pero el agua no sólo no
subía, sino que no superaba cierta altura. Desolado, decidió averiguar si Galilei, entonces un personaje
conocido y que gozaba de gran autoridad académica, podía darle alguna explicación.
Antes de comentar la respuesta que dio el italiano debo mencionar que cuando leí “sifón” en esa referen-
cia, en la enciclopedia, lo primero que pensé era en una botella de soda, como las que me fascinaban en la
niñez. Pero tal cosa era imposible en la época de Baliani y además no podía imaginar cómo usar un sifón
de mesa para elevar agua hasta la cima de una colina.
Entonces indagué un poco en los libros de física y hallé que el sifón que refiere Baliani en su carta puede
pensarse como un sistema de dos recipientes, uno de ellos lleno de líquido, entre los cuales se conecta un
tubo. Un extremo se sumerge en el recipiente lleno. Antes de ubicar el otro extremo, se succiona por él
haciendo que el líquido recorra la extensión del tubo y, ya arribando, se lo vuelca rápidamente en el reci-
piente vacío. El líquido seguirá pasando espontáneamente por el tubo para evitar que se forme vacío en su
interior (obra y gracia del horror vacui). Evoqué enseguida dos ejemplos cercanos de ese tipo de sifón:
• Los padres de mis amigos Mario y Eduardo tenían automóviles. Una noche salimos un gru-
po de amigos salimos a pasear en esos coches. Me tocó ir en el Renault, con Mario. A mi-
tad de camino, el coche de Eduardo, un Ford, se detuvo sorpresivamente. Inspeccionamos
el motor, pero pronto nos dimos cuenta que su problema era que no tenía nafta. Estábamos
bastante lejos de cualquier estación de servicio. Mario aportó la solución: pasó un poco de
nafta del tanque de su coche al de Eduardo mediante una pequeña manguera que guarda-
ba en el baúl. Apoyó un extremo en sus labios y chupó con fuerza; cuando sintió que la naf-
ta estaba cerca de sus labios introdujo la manguera rápidamente en el tanque vacío de
Eduardo. Como anécdota, recuerdo que después mascó chicles de menta toda la noche,
para sacarse el sabor a nafta que tenía en la boca.
• Roberto, con quien jugábamos ajedrez, en su casa tenía un acuario con decenas de peque-
ños peces de colores, los que me distraían bastante durante nuestras partidas. Una tarde
presencié cómo mi amigo limpiaba la pecera. Para ello, después de extraer los peces con
una red y colocarlos suavemente en otro recipiente con agua, Roberto comenzó a vaciarla.
Trajo un artefacto compuesto por un tubo flexible que en uno de sus extremos tenía una
especie de vaso y en el otro un fuelle pequeño, de material plástico, del que salía otro tubo
en continuación. Colocó el vaso contra las piedritas del fondo de la pecera e inició el bom-
beo del fuelle. Arrastrando toda la suciedad, el agua comenzó a subir por el tubo y a salir
por el extremo opuesto, ubicado por Roberto en un balde. Incluso podía verse cómo varias
piedritas eran arrastradas por el líquido que fluía.
Retomando la carta enviada por Baliani a Galilei, éste le respondió que su dispositivo no era adecuado. El
sabio había hecho algunos cálculos y éstos le indicaban que un sifón como el fabricado por el genovés, no
podría alzar una columna de agua más allá de los 11 metros de altura.

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Lo que llamó mucho la atención es que Galilei respondiera con argumentos que no involucraban el horror
vacui como la causa que condicionaba el proceso de elevar el agua. Al contrario, afirmaba que si bien
existía un límite, ése era natural y, por lo tanto, salvable. En otras palabras, Galilei sugirió que se podía
superar esa altura máxima produciendo la fuerza apropiada, la que denominó fuerza de vacío para que
quede bien claro de qué se trataba. Baliani entendió bien: la columna de agua que intentaba elevar, se
desplomaría al superar ese límite natural, ya que la fuerza de vacío que generaba su sifón no sería sufi-
ciente.
Confieso que la idea de una “fuerza de vacío” me pareció atrayente, misteriosa (sobre todo luego de tratar
de asociarla, infructuosamente, con la fuerza que aún creía que podría transmitir el palo de las sopapas).
De mis estudios elementales de física, conocía otras fuerzas: la eléctrica, la magnética, las fuerzas mecá-
nicas, la gravitatoria, pero nunca había oído hablar de una fuerza de vacío y esto me llevó a buscar más
información, ya que intuía que pronto podría responder también a la pregunta inicial sobre el mecanismo
de las ventosas sin utilizar el horror vacui.
Primero, hallé en un libro de física que, antes e independientemente de Galilei, un
holandés llamado Isaac Beeckman [1538-1637] había rechazado la idea de que el
horror vacui era la causa por la que ascendía el agua en un sifón. Sugirió que era la
presión del aire la auténtica causa. Me enteré también que Beeckman era médico,
amigo del filósofo René Descartes [1596-1650] y reconocido en el ambiente cientí-
fico de su época como quien instaló la primera estación meteorológica de Europa.
En 1626, cuatro años antes de la carta de Baliani a Galilei, el Doctor Beeckman I. Beeckman
determinó que existía cierta relación entre la presión y el volumen de una cantidad
dada de aire; en su tratado no sólo admitió explícitamente la existencia del vacío,
sino que reconoció que el aire ejercía presión en todas las direcciones.
No pude averiguar si Galilei conocía las ideas del holandés. Como sea, entendí que
además de explicarle qué sucedía con su sifón, su respuesta a Baliani advirtió sobre
algo más trascendente aún: considerando que la acción producida por el horror va-
cui es limitada en cuanto a la fuerza que genera, si se continuara ejerciendo presión, R. Descartes
llegaría un momento en que la naturaleza no alcanzaría a llenar ese espacio y, nece-
sariamente, aparecería el vacío.
A Baliani parece que no le satisfizo la explicación de Galilei y siguió estudiando el fenómeno; incluso llegó a
atribuir la ineficacia de su acueducto a cierta presión ejercida por el peso del aire sobre el agua del sifón.
Los historiadores de la ciencia coinciden que esa interpretación de Galilei, difundida abiertamente como el
resto de sus ideas sobre los fenómenos del mundo físico, contribuyó a poner en marcha la realización de
experimentos para tratar de vencer la fuerza de vacío que había especificado y, sobretodo, desvanecer la
supuesta impotencia humana para generar vacío.
Diez años después de la carta de Baliani, en 1640, mientras Galilei permanecía preso por orden de la Igle-
sia, un tímido profesor de matemática de la universidad La Sapienza [en Roma] sorprendió al mundo aca-
démico con un singular experimento.
Aquel profesor era Gasparo Berti [1600-1643], un cuidadoso colaborador de importantes personajes de su
época; entre ellos del famoso jesuita Athanasius Kircher [1602-1680] quien paradójicamente se converti-
ría en breve en un defensor encarnado de la inexistencia del vacío.

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Berti estaba empeñado en elaborar un artefacto con el que pudiese verificar experimentalmente el límite
máximo fijado por Galilei para el nivel de ascensión de agua mediante la succión
[como dije, lo fijó en 11 metros]. Para ello, en el patio de su casa, con un largo
tubo de plomo construyó un sifón con el cual pretendía hacer experiencias que le
permitiesen explicar el fenómeno como una manifestación de la diferencia de
presiones en el aire del lugar. De ese modo, en sus intentos, Berti creó un primiti-
vo barómetro de agua ( 1 ), con el cual algunos autores sugieren que fue capaz de
producir cierto vacío.
En el capítulo sobre Hidroestática del libro de física que
usé en la escuela, junto a una pequeña referencia a Gas-
paro Berti, hallé un artículo más extenso sobre Evange-
lista Torricelli [1608-1647], uno de los últimos discípu-
los de Galilei.
Torricelli se dedicó al estudio de la fuerza de vacío y fue
el primero en demostrar que el horror vacui no era el
fenómeno responsable del famoso caso de la ventosa impotente, sino que éste se
debía a la presión del aire externo que la rodea. Decididamente, confieso que sentí
la necesidad de conocer más sobre el trabajo del italiano Torricelli ya que la breví-
sima alusión que encontré al respecto, acababa de darme una pista concreta sobre el funcionamiento de
las sopapas de mi infancia.
Parece que todo comenzó cuando Benedetto Castelli [1577-1643], discípulo de
Galilei y maestro de Torricelli, habiendo tomado nota de las conclusiones de Balia-
ni, realizó algunos experimentos al respecto. En particular, observó la altura que
llegaba el agua en un tubo lleno por completo con ese líquido, cuando su extremo
superior quedaba sellada (cerrada) y el inferior era sumergido en un tonel también
colmado de agua.
Aunque Torricelli no presenció las experiencias de su maestro, conocía muy bien
sus resultados y pudo compararlos con los del Profesor Berti; justamente, fueron
las experiencias de Berti y no las de Castelli, las que le inspiraron la realización de
un célebre experimento que en muchos libros de física, lleva su nombre.
Fue en la ciudad de Firenze, Italia, durante la primavera de 1644 y, en realidad,
esa famosa experiencia la realizó materialmente Vicenzo Viviani [1622-1708],
colega de Torricelli. Como Berti, Viviani llenó un tubo fino, hecho de vidrio, con
agua, bastante similar a los modernos tubos de ensayo usados en los laborato-
rios; el tubo estaba abierto en sólo uno de sus extremos.
Más tarde, Rafaello Magiotti [1597-1656], que seguía sus ensayos, les aconsejó
emplear agua de mar en la experiencia, considerando que, debido a la salinidad,
su mayor “peso” resultaría trascendente en los resultados. Viviani y Torricelli no le hicieron caso a Magiotti,
pero su sugerencia resultó decisiva en la determinación posterior de utilizar “plata viva”, tal como llama-
ban en su época al mercurio.

1
Vale que aclare que denomino “barómetro” a su instrumento en similitud a los aparatos posteriores
usados para medir la presión atmosférica; en su época, Berti no lo llamó de esa manera y no pude hallar
cuál fue su denominación original.
© Horacio Tignanelli, 2011
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Como el mercurio es unas catorce veces más pesado que el agua, la columna resultaría catorce veces más
pequeña que la de agua y, por lo tanto, de más cómoda manipulación y mejor observación ( 2 ). Así, mante-
niendo tapado con un dedo el extremo abierto de un tubo lleno con mercurio, Viviani colocó ese extremo,
suavemente, en un recipiente hondo también colmado de ese metal. Después sacó el dedo y observó cómo
la columna de mercurio descendía parcialmente, deteniéndose siempre a una altura de 760 milímetros.
Torricelli se convenció entonces que, al descender el mercurio, en la parte del tubo que había quedado libre
se había generado vacío y que el sostén de la columna de metal debía depender de la presión ejercida por
el aire sobre el mercurio del recipiente.
Recién entonces comprendí por qué en el colegio aprendíamos a expresar la presión atmosférica en “milí-
metros de mercurio” [mm Hg] y, aunque tardíamente, me impresionó saber que esa unidad había sido
impuesta varios siglos atrás, en aquella hermosa ciudad italiana. Me pregunté entonces por qué el mercu-
rio se comportaba de ese modo y hallé que la explicación es similar a la razón por la cual un “sube y baja”
se equilibra cuando son iguales los pesos de las personas que en están en sus extremos.
El instrumento de Viviani y Torricelli también se equilibraba cuando el peso del líquido que está adentro del
tubo ejerce la misma presión que la atmósfera. Si la presión atmosférica aumentase, la columna de mercu-
rio subiría más allá de los 760 milímetros. En otras palabras, la presión atmosférica empujaría el mercurio,
haciéndolo subir por el tubo del instrumento.
Pero aún había algo más sorprendente en el pensamiento de Torricelli. Ante el resultado del experimento, el
italiano sospechó que el vacío que se había generado no era “perfecto”, es decir, no se había desalojado
toda la materia en el espacio del tubo dejado libre por el descenso del mercurio. Evangelista intuyó que allí
quedaban “vapores” de mercurio.
Para verificar su idea, Torricelli construyó un nuevo y original instrumento, que también funcionaría con
mercurio y contendría, en la parte del tubo en la que se buscaría provocar un vacío “imperfecto”, otro tubo
semejante que serviría para medir la presión del aire en esa zona. El resultado del nuevo experimento fue
que no apareció ninguna columna de mercurio en el tubo pequeño. En otras palabras, el líquido no ascen-
dió en absoluto debido a que allí no había presión de aire alguna.
Con esto, Torricelli aclaró que no existían vapores de mercurio en la parte del tubo que se vaciaba y, de esa
manera, puso en evidencia no sólo la presión atmosférica (es decir, la generada por el aire) sino la existen-
cia del vacío y la posibilidad concreta de realizarlo. En junio de ese mismo año (1644), en una carta al
matemático Michelangelo Ricci [1619-1682] Torricelli comentó que su curioso experimento parecía pro-
bar dos conceptos fundamentales:
• que la naturaleza no aborrecía el vacío, y
• que el aire pesa. Al respecto, hallé muchas veces citado un párrafo de sus escritos en los
que señaló que “vivimos debajo de un mar de aire” que intenta llenar todo el espacio y hace
sentir su peso; sin duda, una de las analogías más felices de la física.
Con estas ideas, Torricelli explicó además que el horror vacui no era la razón que mantenía una ventosa
adherida a una pared, sino todo lo contrario: sería producto de la presión del aire externo intentando ocupar
un espacio vacío y, por lo tanto, ejerciendo presión sobre el exterior de la ventosa.

2
El mercurio es un elemento químico cuya abreviatura es Hg porque deriva de hidrargirio, del latín
“hidrargirium”, una palabra que a su vez proviene del griego y significa algo así como “agua de plata”.
Es un metal de color plateado que a temperatura ambiente es un líquido inodoro.
© Horacio Tignanelli, 2011
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Esa sencilla descripción finalmente me convenció; sentí que por fin tenía una explicación racional y cohe-
rente sobre el funcionamiento de las sopapas. Del trabajo de Torricelli me cautivó también el hecho de que
fue la primera vez que el vacío se presentaba junto a una evidencia experimental, y no a través de argu-
mentos netamente especulativos.
HORROR TORRICELLII
“Dentro de un sueño estaba emparedado. Sus muros no tenían consistencia ni peso: su vacío era su peso.”
(de “Un despertar”, de Octavio Paz)

Cuando ya estaba persuadido de que debía abandonar las rudimentarias ideas aristotélicas adquiridas con
mis lecturas juveniles, en un artículo de divulgación científica me enteré que la demostración hecha por
Torricelli no convenció demasiado al ambiente científico de su época. Quienes más se resistieron fueron
algunos filósofos, apodados plenistas. Se llamaban así porque creían en el plenum, una forma de decir que
todo el espacio estaba ocupado y que el vacío no existe. Es decir, los plenistas eran tenaces defensores del
horror vacui.
En ese grupo identifiqué a varios investigadores de la época; entre ellos se destacaban Kircher y Descartes,
a quienes ya mencioné. El primero, Kircher, se había enemistado con Beeckman, quien había sido su asis-
tente, cuando éste sugirió que habría producido vacío en algunas de sus experiencias.
El segundo, Descartes, solía explicar la inexistencia del vacío con argumentos basados en su propia filoso-
fía, a través de la cual identificaba la extensión del espacio con la materia misma. Por ejemplo, si por mila-
gro se retirara de un recipiente toda la materia, decía Descartes, y se impidiera a cualquier otra materia
ocupar ese lugar, las paredes del recipiente se juntarían dado que una extensión no puede subsistir sin
sustancia.
Por otra parte, Descartes no sólo negaba el vacío sino que insistía en la existencia del éter. De acuerdo con
el pensamiento cartesiano, el éter resultaba imprescindible en la naturaleza ya que sería el sostén impres-
cindible para la transmisión de las fuerzas. Un ejemplo de ellos son las fuerzas de atracción mutua entre
cuerpos distantes.
Sobre este punto, Descartes mantuvo una impetuosa e interesante
discusión con Beeckman, el antiguo ayudante de Kircher. Algo que
llamó mucho mi atención es un extraño desafío que hicieron algunos
plenistas. Fue una auténtica provocación basada en una comunicación
de Kircher, en la cual relataba una experiencia con la que, según el
jesuita, habría probado la imposibilidad de que existiese el vacío.
Lo que había hecho el sacerdote fue introducir una campanita en el
interior de un recipiente cerrado, en el que aparentemente se habría
producido vacío. Usando un imán por afuera del recipiente, se hace que
un martillo golpee la campanita. El sonido producido sería entonces una
evidencia de la presencia de algo material (por ejemplo, aire), merced
al cual era transmitido el sonido de la campana.
Para poner a prueba su hipótesis, los plenistas propusieron a Torricelli y
sus discípulos que repitieran la experiencia relatada por Kircher asegu-
rando que, si los presentes no oían la campanita, aceptarían la existen-
cia del vacío. Torricelli aceptó y el desafío se cumplió. Según parece, la campanita fue escuchada por todos
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los presentes, incluso por el italiano. Hubo gran algarabía entre los plenistas, y mofas y descrédito para
Torricelli quien, aunque convencido que su teoría era correcta, no insistió en su postura; sabía que de
hacerlo acaecería un castigo “ejemplar” por parte de la Iglesia y tal vez hasta una acusación por herejía,
cuyas consecuencias eran poco agradables (era innegable que Torricelli tenía bastante presente la suerte
corrida por Galilei).
De este modo, el vacío apareció y desapareció en poco tiempo. Los plenistas dominaron el dilema sobre su
existencia, y cercaron con sus ideas al ambiente científico y filosófico de la época. Así, hasta mediados del
siglo XVII el horror vacui fue considerado una verdad incuestionable. Desprestigiado Torricelli, no se cono-
cían ni surgieron otras experiencias que pudieran sugerir la existencia del vacío. Serenamente, se reanuda-
ron también las lecturas de los textos aristotélicos.
HORROR HORRORIS
Algo que me resultó muy curioso fue que en la misma época de Torriceli y el desafío de los plenistas, en la
ciudad de Alejandría [África] se hallaron antiguos tratados sobre la naturaleza, que incluían diversas refe-
rencias al tema del vacío.
Esos textos abordaban fenómenos físicos como la succión de líquidos y la expansión del aire caliente entre
otras cuestiones de neumática, y se admitía que el vacío podía, por lo menos, considerarse una excepción
posible de la naturaleza.
Aquellos tratados circularon sólo entre algunos investigadores.
No se exhibieron públicamente y no hallé registros de que alguien siquiera se haya animado a comentar su
contenido, dado que la idea de la inexistencia del vacío estaba consolidada y parecía no haber espacio
para la duda.
No obstante, de vez en cuando, en algunos círculos resurgía el debate sobre el tema.
Hubo incluso quienes avivaron la discusión con aportes admirables, como los realizados
por el cuñado de Torricelli, el francés Blas Pascal [1623-1662].
Pascal era matemático y tenía debilidad por los instrumentos
tecnológicos usados en las investigaciones científicas.
Este francés repitió el famoso experimento de Viviani y Torricelli utilizando
diversos líquidos y, además, con recipientes de formas y tamaños distintos;
sus resultados se publicaron en 1647 en un libro sugestivamente titulado
“Nuevas experiencias que involucran al vacío”.
En ese tratado, Pascal califica de absurdo considerar que la naturaleza aborre-
cería más el vacío en lo alto de las montañas que en los valles, es decir, el
horror vacui no podía ser diferente a distintas alturas; para probar su hipótesis
ideó una experiencia que sólo un año después se conseguiría realizar.
En 1648, su cuñado Périer subió a un monte de casi mil metros sobre el nivel
del mar [el “Puy-de-Dome”] con un instrumento especial, que usaba 4 kg de
mercurio. Cuando estuvo en la cima, Périer verificó que el nivel de la columna
de mercurio del tubo era significativamente menor que la medida al pie del
monte.

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De esta manera, Pascal no sólo demostró una vez más que existe la presión atmosférica sino que ésta
disminuye al aumentar la altitud. Desde entonces el ahora denominado “vacío de Torricelli” podría usarse
también para estimar la elevación de un lugar.
En la enciclopedia había un artículo completo dedicado a Pascal y, en el mismo, una cita curiosa: en la
corte de Venceslao VII, emperador de Polonia, un sacerdote capuchino llamado Valeriano Magni [1586-
1661] realizó una experiencia similar a la de Torricelli a mediados de 1647. Cuando poco después Magni
publicó sus resultados en el libro titulado “Demonstratio ocularis” , fue inmediatamente acusado de plagio.
Magni se defendió jurando ante el tribunal de la Santa Inquisición que no conocía la obra de Torricelli, aun-
que confesó ser un entendido en las teorías de Galilei.
Como resultado del juicio, Magni fue acusado de herejía y encarcelado en Viena. Parte de su “culpa” habría
sido discutir ásperamente con los sacerdotes jesuitas, varios de los cuales no sólo eran plenistas sino
también grandes admiradores de Kirchner.
Afortunadamente, en el pleito de Magni con la Iglesia intervino el emperador Venceslao VII y el capuchino
consiguió ser liberado; el resto de sus días fue confinado en Salisburgo, donde parece que se dedicó sólo al
oficio de predicador.
Como sea, la obra de Magni se constituyó en la primera referencia publicada sobre la experiencia del tubo
de mercurio, antecediendo por pocos meses a la obra de Pascal, y dando una clara señal acerca de que la
discusión sobre la existencia del vacío no estaba concluida.
“Demonstratio ocularis” fue un texto fundamental para difundir en la comunidad científica europea las
ideas sobre el vacío que, luego se comprobaría, podían derivarse también de las expe-
riencias de Torricelli.
Otra contribución importante contra las ideas plenistas fue la de un noble de Magden-
burg, llamado Otto von Guericke [1602-1686].
Aunque había estudiado leyes en varias universidades alemanas, von Guericke se las
ingenió para frecuentar cursos de matemática y ocuparse de problemas tecnológicos;
entre los años 1646 y 1676 fue elegido alcalde de Magdenburg y durante ese lapso se
ocupó de buscar evidencias para desbaratar la postura del plenum,
que no le caía simpática.
Para explicar qué hizo este alcalde, debo decir que, antes de ser
elegido, en 1640, a von Guericke se le había ocurrido instalar una
bomba de agua en un tonel de madera.
Después de llenar con agua el tonel, lo cerró herméticamente y dos
de sus asistentes comenzaron a extraer el líquido con una “jeringa”
(tal era el nombre que el futuro alcalde le daba a las bombas que
funcionaban por succión).
De modo sorpresivo, cuando había salido ya toda el agua, von Gue-
ricke prolongó el bombeo, incluso después de quedar totalmente
seco el tonel; esto produjo que el aire precipitara a través de los
poros de la madera.
Ese fenómeno le sugirió una experiencia similar, pero ahora con una
esfera de cobre en lugar del tonel de madera. Finalizada su cons-
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trucción, esta vez no la llenó de agua y directamente usó la jeringa para bombear el aire de su interior.
Cuando aparentemente se había extraído todo el aire, la esfera se deformó violentamente.
Ante tal suceso, von Guericke pensó que tal vez la súbita compresión de la esfera fuese debida a la presión
del aire de la que hablaba Torricelli.
Entusiasmado con el tema, von Guericke desarrolló diversos artefactos destinados a desalojar el aire de un
recipiente. Los llamaba “bombas de aire” por analogía con las de agua, ya que eran esencialmente muy
similares.
Inmediatamente comprendí que fueron los primeros aparatos destinados directamente a producir vacío y
esto me pareció un acontecimiento extraordinario en la historia de la controversia sobre su existencia.
Pero entonces hallé las primeras referencias del vacío como protagonista de un espectáculo popular.
Hoy
Gran Vacío Gran
Ciudadano, no se pierda las extraodinarias
ESFERAS DE MAGDENBURG
16 caballos en escena

Se trata de la experiencia más asombrosa concebida por von Guericke, hecha pública en 1654. Su detalle
aparece en todos los libros de física que hallé, tanto elementales como superiores y, obviamente, en la
enciclopedia que consultaba. También hay grabados y pinturas de la época que recuerdan el evento.
Motivado por los resultados de sus anteriores experimentos, von Guericke hizo que un grupo de hábiles
artesanos fabricaran dos semisferas de bronce idénticas, de unos 50 centímetros de diámetro; cada una
de ella tenía una manija en el centro de su convexidad.
Sus bordes se pulieron cuidadosamente, evitando cualquier rugosidad. Luego, se acoplaron con cuidado
ambos hemisferios haciendo coincidir sus contornos y luego se ajustaron únicamente con una faja de cuero
untada con grasa; es decir, no había encastres, trabas ni cadenas que sujetaran ambos hemisferios.
Así montada la esfera, von Guericke vació su interior con la más poderosa de sus “jeringas de aire” y,
enseguida, enganchó las riendas de una tropa de ocho caballos a la manija de cada hemisferio.

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Luego, el alcalde los hizo azotar con rudeza para que jalaran de la esfera vacía en direcciones contrarias,
para separarlas.
Tal exhibición de artefactos, animales y colaboradores de von Guericke, no podía desplegarse en otro sitio
que en la calle, al aire libre. De este modo, los ocasionales espectadores de la experiencia eran centenares;
muchos inclusive se sumaron para fustigar a las bestias.
Pero a pesar del esfuerzo de aquellos animales, no conseguían separar los hemisferios. Von Guericke mos-
traba que eran precisos más de 16 caballos para vencer la fuerza del
vacío que operaba en la esfera y así dividirla en dos partes. Esto lo pro-
baba enganchando más caballos en uno y otro hemisferio, hasta producir
la división.
Vale resaltar que la experiencia tenía un “detalle” que, por sí solo, la
hacía espectacular e inolvidable para todos los presentes. Luego de
mucho esfuerzo y de sumar varios caballos, cuando finalmente se logra-
ba separar en dos a la esfera de Magdenburg, se producía una gran
detonación. Esto generaba asombro en todos, miedo y desconfianza en
algunos, más gritos y rezos entre los más susceptibles.
Una variante en la rutina de aquella experiencia era que, luego de com-
probar que el esfuerzo de los 16 caballos era poco menos que nulo, un asistente del alcalde se acercaba
lentamente y, aún bajo la tensión de las bestias, abría una pequeña válvula de la esfera para permitir que
el aire entrara en su interior. De esa forma, segundos después, las semiesferas se desunían fácilmente.
Además, los hemisferios resultaban impulsados en sentidos opuestos, bajo la acción de los caballos que se
veían así liberados de la fuerza de vacío que antes los unía.
En ocasiones, como una función complementaria, von Guericke presentaba un acto, algo más divertido, en
el que el vacío también era protagonista.
Para ello, usaba una esfera de cobre similar en estructura a la usada con los caballos. Una vez hecho el
vacío en ella, la colgaba por una de sus manijas de un tirante resistente. De la otra manija, enganchaba
una cadena que terminaba en un platillo, como si fuese la bandeja de una balanza.
Así dispuesto ese artefacto, el alcalde cargaba con pesas el platillo y mostraba el enorme peso que era
necesario para separar la esfera colgada. He visto grabados en los que envidié a los chiquilines que esta-
ban dibujados en el platillo y que oficiaban de “pesas” para von Guericke; me hubiese gustado estar allí y
caer al piso bajo el estruendo generado al desarticularse las semiesferas bajo un peso que superaba a la
fuerza de vacío.
Indudablemente, estas experiencias sirvieron para ratificar los conceptos que Torricelli le había confiado a
Ricci y evidenciar el sorprendente efecto que podía causar la fuerza del vacío.
Como una de más notables propuestas de divulgación científica que se conozcan, el experimento de Mag-
denburg, luego de recibir el beneplácito del emperador, se convirtió en un espectáculo popular y se exhibió
por decenas de ciudades de Europa.
Esto contribuyó a instalar en la gente (erudita y lega) la noción sobre la existencia del vacío y la posibilidad
concreta de producirlo, además de convertirse en una excelente propaganda de las jeringas alemanas,
fabricadas por von Guericke.

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Por último, en la historia de los esfuerzos por destronar la postura plenista, me parece ineludible citar el
aporte de Robert Boyle [1627-1691], un irlandés de quien me llamó poderosamente la atención su inusual
educación, ya que no había pasado por ninguna institución académica ni realizó curso alguno.
Luego de breves estudios elementales y con sólo doce años de edad, Boyle comenzó una serie de prolonga-
dos viajes por el continente europeo, acompañado de un tutor. Visitó filósofos y científicos de diversos
países; de este modo, Boyle construyó una personalidad brillante y una destacada habilidad experimental
que lo llevó a grandes descubrimientos.
Por otra parte, Boyle fue uno de los fundadores de la Royal Society de Inglaterra, una de las primeras insti-
tuciones científicas del mundo.
Motivado por las experiencias del alcalde de Magdenburg y con la ayuda de su asistente, el joven Robert
Hooke [1635-1702], Boyle perfeccionó notablemente las “bombas de vacío” de von Guericke, a las que
llamó “bombas neumáticas”; al respecto, inventó un pestillo dentado que impedía el retroceso de la mani-
vela de la bomba, lo cual mejoraba mucho su rendimiento.
Con sus aparatos, realizó nuevas experiencias para consolidar la noción de vacío.
Justamente, fue Boyle quien repitió el desafío de los plenistas, probando que en un recipiente “al vacío”, el
sonido de una campanita no se escucha en absoluto, algo que hubiese alegrado a su antecesor, Torricelli
(muerto en 1647).
Pero además, Boyle hizo otros descubrimientos:
• Repitió el experimento de Torricelli dentro de una cámara en la que podía extraer el aire. Al
hacerlo, notó que caía el mercurio contenido en el tubo.
• Notó que en el vacío se interrumpe el efecto de sifón.
• Halló que el humo contenido en un vaso del que se extrae el aire, desciende.
• Mostró que el agua, a temperatura ambiente, hierve en el vacío.
• Probó que el aire era indispensable para vida. Boyle presenció cómo se ahogaban diferentes
animales encerrados en un recipiente vacío.
• Probó que el aire también es imprescindible para la combustión. Notó que ninguna llama se
encendía en el vacío; hallé algunas referencias sobre que esta propiedad ya había sido descu-
bierta por von Guericke.
• Comprobó que, en el vacío, continúan ejerciéndose las acciones magnéticas y eléctricas.
Pero aquello que más me sorprendió fue su idea de que el aire se comportaba como un medio “elástico”, lo
que indica que Boyle imaginaba el aire como algo que podía comprimirse cuando se le ejercía suficiente
presión y que recobraría su volumen anterior cuando esa presión desapareciese.
HORROR INDUSTRIAE
Quedé tan absorto pensando los animales asfixiados en las pruebas de Boyle, que sentí algo de repugnan-
cia por sus experimentos. No obstante, no pude vislumbrar otro modo que en esa época podría probarse
que el aire y, por lo tanto, la respiración, eran factores fundamentales para la vida.
Esto me llevó a hojear, en la misma enciclopedia, pero en la sección de anatomía humana, los artículos
sobre “respiración” para saber cómo era descripta y, además, si mencionaban a Boyle.
© Horacio Tignanelli, 2011
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No hallé referencias al científico irlandés, pero mi sor-


presa fue mayúscula al leer que el concepto de vacío
era imprescindible también para entender esa función
biológica.
Entre dibujitos de pulmones, la acción de respirar era
explicada como una consecuencia de que el tórax es
una cavidad completamente cerrada con una única
abertura al exterior: la tráquea.
En los esquemas, el tórax se representa como sin fuese
un estuche moldeado por las costillas del que emerge
un tubito que llega hasta la garganta (la mencionada
tráquea).
Cuando aumenta el volumen del tórax, como se trata de
un recipiente cerrado, en su interior disminuye la pre-
sión del aire; en consecuencia, el vacío que se produce
da lugar a que el aire externo sea aspirado hacia aden-
tro del tórax a través de la tráquea; así se produce la
“inspiración”.
Análogamente, cuando disminuye el volumen de la caja torácica, aumenta la presión y se genera la expul-
sión del aire (esta es la “expiración”).
De este modo, el proceso de respirar sucede en dos tiempos:
• expansiones y contracciones regulares del tórax causadas por las retracciones – intermi-
tentes – de ciertos músculos (principalmente del diafragma), y
• retracciones “pasivas” de los pulmones.
Se dice que la expiración es un acto pasivo porque los pulmones reaccionan como cuerpos elásticos. Al
final de la inspiración, la tendencia de los pulmones a retraerse hace que la presión en la bolsa que en-
vuelve los pulmones (llamada “pleura”) descienda, situación que produce un ligerísimo vacío.
Es cierto que la diferencia de presión es pequeña pero como el área es grande, la fuerza resultante es sufi-
ciente para provocar el movimiento respiratorio.
En otras palabras, aunque la variación de presión durante la respiración sea bastante pequeña, resulta
suficiente para desplazar aire hacia dentro y hacia fuera del tórax.
De esta lectura, dos cuestiones me conmovieron:
• Por una parte, que el cuerpo humano produzca vacío. Imaginé que posiblemente haya otras
maniobras fisiológicas, en otros sistemas de órganos, que también emplearan el vacío en
su funcionamiento. Por lo tanto, aquella costumbre de mi mamá de ir a tomarse la presión
comenzaba a cobrar sentido para mí.
• Por otra parte, en la explicación del proceso de la respiración identifiqué un significado de
vacío, diferente a la noción que había construido con las lecturas anteriores. No se hablaba
de vacío como ausencia de algo, sino como una situación en la cual se producía una pre-
sión diferente a la conocida (la atmosférica, en ese caso).
© Horacio Tignanelli, 2011
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Fue en ese momento que consulté a un ingeniero amigo, cuyo nombre prometí no difundir, sobre qué se
interpretaba como vacío en su ambiente de trabajo.
Nos reunimos en un barcito cercano a la Plaza de Mayo. Su res-
puesta fue inmediata y coincidente con mi impresión: el término
vacío se refiere a cierta porción del espacio llena de gases a una
presión total menor que la presión atmosférica.
Evidentemente, el vacío del que hablaban los anatomistas al refe-
rirse a la respiración se vinculaba más con esta última definición
“técnica” que con la ausencia de materia que venía orientando a
mi modelo.
El ingeniero amigo explicó que cuanto más se disminuye la presión
en un recipiente cerrado, mayor vacío se produce. Recuerdo que
escribió en una servilleta:
Alta presión Æ Menor vacío
Baja presión Æ Mayor vacío
Esto implica que es posible clasificar diferentes “grados” de vacío de acuerdo a la presión que se genere;
esa escala crecería a medida que disminuye la presión del gas residual adentro del recipiente.
Una presión bien conocida es la atmosférica; es la presión que produce el ya mencionado “mar de aire”
que describió Torricelli, usando una metáfora inolvidable para mí.
Un modo de medir esa presión es por la altura de 760 milímetros que alcanza la columna de mercurio en el
tubo de un instrumento similar al del italiano, todos los cuales hoy se denominan barómetros.
Por lo tanto, suele escribirse que la presión de “una atmósfera” [abreviado: 1 atm] es igual a 760 milíme-
tros de mercurio, es decir:
Presión de 1 atm = 760 mm Hg
Como conocía que los avances introducidos por Boyle en las bombas de vacío fueron determinantes para
sus experiencias, volví a releer su gesta científica para conocer qué grado de vacío había conseguido el
irlandés.
Los datos fueron precisos y asombrosos. En 1660, Boyle obtuvo una presión residual de aproximadamente
6 mm Hg; evidentemente se había acercado muchísimo a la idea de vacío predicha por Torricelli y otros
investigadores.
Con el envión por encontrar datos cuantitativos, hallé que en el siglo XX se consiguió construir una escala
de vacíos, con valores extremadamente superiores a los de Boyle. Algunos de ellos son:
- vacío industrial que corresponde a 0,1 mm Hg,
- vacío medio, que llega hasta 10-2 mm Hg,
- alto vacío, es el que se alcanza en el intervalo entre 10-3 mm Hg y 10-7 mm Hg,
y, por último,
- ultra vacío, obtenido con presiones entre 10-7 mm Hg y 10-16 mm Hg.

© Horacio Tignanelli, 2011


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Inmediatamente, mi curiosidad volvió a conectarse con las aspiradoras y, al visitar un taller de Mataderos,
donde arreglan electrodomésticos, su encargado me comentó que el motor de succión de un aparato co-
mún, de los que se venden en cualquier negocio de electrodomésticos, en general es capaz de generar una
presión entre 100 y 150 mm Hg por debajo de la presión atmosférica, suficiente para conseguir que aspire
todo el polvo que se encuentre a su paso e inclusive succionar pequeños charcos de agua.
Esta revelación motivó que mi búsqueda se orientara a las aplicaciones que tendrían esos diferentes tipos
de vacío y hallé unas cuantas, entre las que apunté como destacables, además de las aspiradoras, las
siguientes:
- Se hace vacío para extraer la humedad de los alimentos y en diversos productos farma-
céuticos y químicos. Evidentemente, de esto hablaban las propagandas de café “al vacío
total” que tanto había escuchado.
- También se produce vacío para extraer los gases disueltos en aceites plásticos y otros lí-
quidos; esos procesos se llaman “secado al vacío”.
- Se construyen “cámaras de vacío” en la producción industrial de leche concentrada y de
jugos. Usando esas cámaras, se evitan las temperaturas muy altas, necesarias para eva-
porar el agua o los solventes contenidos en esos productos.
- Se utilizan también cámaras de vacío para remover los constituyentes atmosféricos que
pudieran causar una reacción física o química. Por ejemplo, en la fundición de ciertos
metales reactivos (como el titanio).
- Para la producción de nuevos materiales y para el enriquecimiento o la separación de los
isótopos de los elementos.
- Al hacer vacío en un recipiente, aumenta considerablemente la distancia entre las partí-
culas que queden en él, ya sea un átomo o un electrón. Varios aparatos tecnológicos
funcionan haciendo viajar un haz de partículas de un punto a otro dentro de un tubo ce-
rrado. Haciendo vacío y, consecuentemente, incrementando la distancia que una partí-
cula debe viajar antes de chocar con otra, hace que esas partículas se muevan sin coli-
sión, entre la fuente que las emite y el blanco al cual se dirigen. Estos procedimientos de
vacío son importantes, por ejemplo, para el funcionamiento de los “tubos” de los apara-
tos de televisión y de los monitores de computadoras.
Pero luego, en las páginas astronómicas de la enciclopedia, hallé un comentario que reinstaló mi incerteza
original y frenó el entusiasmo que había adquirido: independientemente de sus extraordinarias aplicacio-
nes y cualquiera sea su calidad, cualquiera de esos vacíos “de laboratorio” resulta mucho menor que el
vacío interestelar, que implica presiones muy por debajo de la correspondiente al ultra vacío, como
aquellas que puede generar una densidad de apenas un átomo por centímetro cuadrado.
Esa sorprendente densidad cósmica me recordó un elemento al que no había prestado atención hasta
ahora: el éter, la quintaesencia aristotélica.
Las preguntas que me surgieron fueron dos: ¿Qué se había hecho del éter, aquel elemento que, en ausen-
cia de otra materia disponible, ocuparía todo espacio por obra y gracia del horror vacui? ¿Acaso existiría
una presión del éter?

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HORROR ELEMENTORUM
A esta altura de mi curiosidad por el tema, estaba convencido que la idea de la existencia del vacío, una
vez consolidada por Torricelli y sus seguidores, había anulado definitivamente al horror vacui.
Además, en razón que Boyle forjó la idea de “elemento químico”, pensé que entonces las viejas sustancias
fundamentales de Aristóteles se habrían desvanecido para los científicos. Según mis lecturas, en parte fue
así y en parte no.
El aire, el fuego, el agua y la tierra dejaron de ser elementos básicos, pero con el éter no ocurrió lo mismo.
Volviendo a los años de decadencia de la postura plenista, encontré
que entonces el jesuita Gaspar Schott [1608-1666] reconocía que los
efectos atribuidos al horror vacui eran en realidad producto de la
presión y de cierta elasticidad del aire.
Sin embargo, afirmaba también que en los artefactos usados en los
experimentos fundamentales, es decir, los de von Guericke, Boyle y
Torricelli, no se habría producido un auténtico vacío, o vacío total,
porque el espacio liberado por el aire había sido rellenado por éter.
Schott amplió la descripción aristotélica y sugirió que el éter era un
tipo de materia sutil, impalpable y leve (esto es, no tiene peso).
Como los textos de Schott fueron muy difundidos en Europa, la idea
del éter combinado con la nueva noción de vacío, comenzó a integrar-
se a la descripción de los aspectos básicos de la realidad, es decir,
del mundo físico.
En otras palabras, si el vacío se interpretaba como ausencia de materia, entonces implicaría presencia de
éter.
Posible ausencia de materia Æ Certera presencia de éter
Para entender el concepto de éter en la física, debí volver a leer al plenista Descartes, para quien ese ele-
mento fue necesario para explicar, por ejemplo, la gravitación.
De un viejo libro de historia de la filosofía supe que Descartes postuló que el espacio en torno a la Tierra se
puede considerar vacío, si por vacío se entiende a cierto cuerpo que no contribuyera al movimiento de otros
cuerpos ni a obstaculizarlo, y que llena por completo ese espacio.
Descartes, con esta idea, afirmaba que el origen de la gravedad radica en cierto desplazamiento del éter,
en relación a la Tierra.
Me di cuenta que, aún cuando en la época de Descartes hizo efervescencia la hipótesis atomista de la
antigüedad, esta es, en el mundo sólo hay “átomos y vacío”, se le enfrentó otro argumento postulando que
en el mundo sólo hay “materia y movimiento”.
Al respecto, Descartes concibió esa materia como un medio continuo, extenso.
Inmediatamente, las referencias al tema me llevaron al inglés Isaac Newton [1643-1727].
De acuerdo a mis recuerdos de estudiante, uno de los grandes personajes que contribuyó al desarrollo de la
física fue precisamente Newton y, como era de esperar, el éter figuró como referencia fundamental en
muchos de sus aportes.
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Antes de 1680, por ejemplo, Newton formuló hipótesis que explicaban la atracción gravitatoria por efecto
de cierta presión del éter, al que gustaba llamar “espíritu”.
En su tratado de óptica de 1675, supuso que una de las partes que componían al éter se condensaría ince-
santemente en la Tierra, luego se evaporaría elevándose y más tarde volvería a caer arrastrando consigo a
los cuerpos pesados; imaginó que en ese proceso participarían auténticos torrentes de éter, siempre des-
cendentes.
Newton pensaba que esas corrientes etéreas apretarían los cuerpos contra el planeta mediante una fuerza
proporcional a la superficie de las partículas que conformaban al éter. Al respecto, escribió:
“El enorme cuerpo de la Tierra, en cuyas partes, quizás hasta en su propio centro, tiene
lugar un trabajo permanente, puede condensar de modo interrumpido una cantidad tan
grande de ese espíritu que, para reponer las reservas, provoca su descenso con rapidez
extraordinaria; al descender de este modo, el éter puede arrastrar consigo a los cuerpos
penetrados por él [...] Es posible que el Sol, como la Tierra, absorba también en gran
abundancia ese espíritu para mantener su propia radiación y evitar que los planetas se
aparten más de él.”
Además, el sabio inglés:
• vinculó el éter con todos los fenómenos observados en las aplicaciones de las máquinas
neumáticas de Boyle;
• en su hipótesis explicativa sobre las propiedades de la luz, describe al éter como un tipo
de “gas” sumamente enrarecido; y
• demostró la existencia del éter utilizando el movimiento del péndulo: como en un recipien-
te desprovisto de aire, el batir del péndulo disminuye progresivamente, interpretó su fre-
nado por el roce del brazo del péndulo con el éter existente en el interior del recipiente.
También escribió que:
“Es posible que todas las construcciones de la naturaleza no sean otra cosa que diversas
combinaciones de determinados espíritus etéreos o de vapores como condensados por
sedimentación, de modo muy semejante a lo que ocurre con los vapores que se conden-
san en el agua”.
En otras palabras, según Newton el éter consistía de distintos constituyentes que, mediante combinaciones
diversas, darían origen a todas las sustancias que pueden hallarse en la naturaleza.
HORROR LUCIS
Casi hasta la mitad del siglo XVII muchos consideraban que la luz era una corriente de pequeñísimos cor-
púsculos emitidos por las fuentes luminosas, ya sean los rayos solares, el resplandor de una fogata, o una
típica linterna, que entonces funcionaba con velas encendidas.
Hacia 1670, el holandés Christian Huygens [1629-1695] halló que varios fenómenos
ópticos podían explicarse considerando la luz como un fenómeno ondulatorio.
Sus ideas no fueron aceptadas inmediatamente; por ejemplo, se le objetó que si la luz
estaba compuesta de ondas, una persona podría ver detrás de las esquinas o por enci-
ma de una loma, ya que se conocía que las ondas pueden doblar los obstáculos que encuentra en su tra-
yectoria.
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Recién en 1827 se mostraría que había fenómenos que la teoría corpuscular no podía explicar y, en cam-
bio, la teoría ondulatoria daba cuenta con sencillez y certeza, pero ésta es otra historia en la que no me
detendré aquí.
Aunque el holandés no avanzó sobre la naturaleza de las ondas luminosas se pronunció acerca del “me-
dio” en el que se transmitirían esas ondas, el cual resultó ser el éter.
En otras palabras, Huygens pensaba que la luz podía producirse y propagarse en el éter.
No se muy bien si apoyaba o no la postura de los defensores del horror vacui, pero sí que supuso al éter
como el elemento que llenaría todo el espacio y lo imaginaba como un “fluido aeriforme”.
Para entender qué quería decir Huygens con esas palabras busqué otras definiciones.
En principio, debido a que gases y líquidos se parecen en el hecho de que “fluyen”, a ambos se les deno-
mina fluidos. La principal distinción entre un gas y un líquido es la distancia que separa a las partículas
que los componen (las moléculas).
En un líquido, esas partículas están cerca unas de otras y experimentan fuerzas ejercidas por las molécu-
las vecinas, ocasionando cambios substanciales en el movimiento de las partículas de ese líquido.
En cambio, en un gas las moléculas están muy separadas y no experimentan fuerzas debidas a otras mo-
léculas; de este modo, las partículas del gas se pueden mover con mayor facilidad.
Con estos datos, podía representarme el éter, según la visión de Huygens, como una peculiar clase de gas.
Así, para el holandés, el éter penetraba fácilmente por los diminutos poros de los cuerpos transparentes;
sutilmente, las ondas luminosas se transmitirían a través de esos poros, sosteniéndose en el éter acumu-
lado en los mismos. De este modo, por ejemplo, explicó por qué podía verse a través de un cristal.
El éter, fluido omnipresente en el espacio, sería el sostén de las ondas luminosas que traían a la Tierra el
brillo de los astros.
Esta circunstancia llevó a varios pensadores a considerar que debía tratarse de un fluido extremadamente
sutil ya que, por ejemplo, aparentemente no presentaba resistencia alguna al movimiento de los planetas.
Esa extraña propiedad del éter provocó que se considerara a las ondas luminosas de naturaleza semejante
a las sonoras, es decir, ondas longitudinales.
En un libro de física elemental hallé la siguiente aclaración:
Cuando se sacude una soga agitando uno de sus extremos, se produce una onda. Cada punto
de la soga se mueve hacia arriba y hacia abajo mientras la “perturbación” se desplaza horizon-
talmente. Es la perturbación la que se desplaza, no las partes de la soga. El movimiento de la
soga es perpendicular a la dirección en que se desplaza la onda. Cuando el movimiento del
“medio”, en este caso la soga, es perpendicular a la dirección en que se propaga la onda, se di-
ce que se trata de una onda transversal. Otro ejemplo de este tipo de ondas, son las que se pro-
ducen en la superficie de los líquidos. Pero sucede que no todas las ondas son transversales.
En ocasiones, las partículas del medio se mueven de un lado a otro en la misma dirección en
que se propaga la onda. Es decir, se mueven a lo largo de la dirección de la onda en lugar de
moverse en forma perpendicular. En este caso se dice que se trata de una onda longitudinal.
Las ondas sonoras son longitudinales y se propagan, por ejemplo, como una perturbación del
aire.

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En la época de Huygens se consideraba que las ondas transversales se propagaban sólo en los cuerpos
sólidos. Con tal visión, evidentemente, para aquellos científicos, las ondas luminosas debían ser longitudi-
nales, similares a las ondas sonoras, ya que de otra forma, es decir si fuesen transversales, el éter debía
ser un material sólido, lo que no coincidía con la descripción de Newton ni con la del mismo Huygens.
Hooke, el ya mencionado ayudante de Boyle, también adhería a la postura de considerar la luz como un
fenómeno ondulatorio e incluso imaginó que la causa de esa ondulación, es decir la perturbación que gene-
raría la onda luminosa, sería cierta vibración del éter.
Poco a poco, varios científicos dieron forma a un arquetipo de éter portador de luz, que se denominó éter
lumnífero.
Entre ellos, Johann Bernouilli Iro [1667-1748] imaginó que existían remolinos formados por el éter lumní-
fero y que la luz se transmitiría a través de ellos; en otras palabras, su modelo indica que cada remolino
“etéreo” presiona a otro, cercano, y éste a otro, en continuación y, de esa manera, se transmitiría la luz.
Newton, quien era considerado una autoridad incuestionable en temas de ciencia por sus contemporáneos,
expuso distintas concepciones acerca de la naturaleza de la luz en diferentes períodos de su vida.
Al principio se inclinó por la teoría del éter como responsable de generar y trasmitir la luz a distancia.
Pero después sostuvo su denominada Teoría de la Emisión. De acuerdo a su nuevo modelo de la luz exis-
ten corpúsculos elementales, algo así como partículas luminosas, cuyo movimiento serviría de sostén para
la difusión de la luz.
El prestigio académico que acumuló Newton hizo que muchos investigadores se apropiaran de sus ideas
acríticamente.
Así, la Teoría de la Emisión orientó el juicio de sus contemporáneos para analizar los temas de óptica,
generó que la evolución de las ideas sobre la luz avanzara sólo por la vía de la concepción corpuscular y,
finalmente, que la teoría ondulatoria permaneciera poco menos que ignorada durante algo más de un siglo.
Paulatinamente se creó una imagen newtoniana del mundo según la cual sólo había partículas materiales,
entre las que estaban las luminosas, que actuaban unas sobre otras, y se movían aceleradamente si sobre
ellas incidían fuerzas externas, o de manera rectilínea y uniforme si no actuaba fuerza alguna.
En principio fueron muy pocos quienes intentaron derribar esa idea corpuscular, como por ejemplo el ma-
temático Leonhard Euler [1707-1783] quien insistía en comparar la luz con el sonido, en el afán por de-
fender la teoría ondulatoria.
Algunos investigadores trataron de conciliar ambas formas de describir la luz; por ejemplo, Johann Ber-
noulli IIdo [1710-1790], quien concibió un curioso modelo que combinaba corpúsculos y vibraciones.
El tema de la luz me motivó a hojear la sección de astronomía de la enciclopedia y en las referencias a la
época de Euler y Bernoulli, hallé un dato interesante.
Por entonces, el músico y astrónomo alemán William Herschel [1738-1822] se hizo
de una enorme fama al descubrir el planeta Urano, el primero hallado más allá de
Saturno desde la antigüedad.
Herschel construyó excelentes telescopios y consiguió observar nebulosas y estrellas
dobles, además de descubrir nuevos satélites en Urano y en Saturno, y varios come-
tas.
Además, Herschel realizó aportes relevantes sobre la estructura del universo y su evolución.
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Construyó un singular modelo de universo, el que se describe que en sus orígenes el cosmos se habría
iniciado con todas las estrellas distribuidas de forma uniforme; al menos una en cada zona del universo.
Con el transcurso del tiempo y por efecto de la atracción gravitatoria, las estrellas rompieron esa formación
y comenzaron a juntarse por aquí y por allá. De esa manea conformaron conglomerados estelares con
cientos o miles de miembros; los llamó “islas”, algunas de las cuales hoy se conocen como galaxias.
Con su modelo, Herschel explicó también las grandes extensiones celestes que observaba, libres de estre-
llas por completo.
Postuló que al moverse una estrella hacia su isla correspondiente, dejaría una gran cavidad vacía, un gi-
gantesco hoyo cósmico.
Luego razonó del siguiente modo: donde hay estrellas, hay luz, entonces, donde no hay luz, no hay absolu-
tamente nada.
Como ocurrió años antes con Newton, el ascendente de Herschel entre los astrónomos generó que su idea
de los “huecos” fuese aceptada y, por más de un siglo, ni siquiera revisada o cuestionada.
Por lo tanto, sólo en el sitio donde se ven los hoyos podría existir un vacío total, es decir, no habría materia
ni tampoco éter lumnífero, en razón que allí tampoco hay luz.
Esta postura reavivó la incerteza acerca de si la luz podría propagarse en el vacío total, es decir, sin sostén
alguno.
HORROR VIRIUM
En la misma época, finales del siglo XVIII, el inglés Thomas Young [1773-1829] mostró los resultados de
sus investigaciones sobre las ideas de Huygens.
En 1817, Young realizó una serie de experimentos a partir de los cuales expresó que las vibraciones lumi-
nosas no podían ser longitudinales y que debía admitirse que las partículas del éter vibraban perpendicu-
larmente a la dirección de la propagación de la luz.
También sirvieron a la misma idea los trabajos de Agustín Fresnel [1788-1827] quien, entre otras, tam-
bién enunció la hipótesis sobre el carácter transversal de las ondas luminosas.
No obstante, a pesar de estos aportes a la teoría ondulatoria, la mayoría de los físicos continuó sostenien-
do la teoría corpuscular.
El hecho de hallar que la perturbación que origina la onda luminosa, es decir la vibración del éter lumnífero,
sería perpendicular a la dirección de su desplazamiento, apenas representó un detalle en la construcción
de la noción de vacío. En cambio, para la consolidación de la teoría ondulatoria de la luz, esa idea de
transversalidad adquirió una trascendencia mucho más importante.
El éter no podía ser el fluido “aeriforme” que pensaba Huygens. Por el contrario,
debía parecerse a los cuerpos sólidos y poseer una rigidez muchísimo más grande
que el acero, dada la gran velocidad con que se propaga la luz en él, entendida ahora
como el producto de una onda transversal.
Michael Faraday [1791-1867] estaba convencido de que existía algún tipo de rela-
ción entre los fenómenos electro-magnéticos y la luz. Llegó a esta idea luego de reali-
zar múltiples experiencias.

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Aventuró también que, de algún modo, las diferentes fuerzas se deberían transformar unas en otras; por
ejemplo, las eléctricas en magnéticas, y viceversa. Incluso pensó que todas las fuerzas podrían unificarse
en una sola, única.
Faraday no se detuvo mucho en analizar el éter, le interesaba más el espacio en sí mismo que el material
que lo colmase.
En 1844, postuló que cada átomo se conecta con otro cualquiera a través de ciertas entidades que deno-
minó líneas de fuerzas. Según su modelo, sería la misma “sustancia” de la fuerza la que inundaría tanto
el espacio interior de la materia, como el que la rodea (espacio exterior).
Hacia 1820 se usaban las líneas de fuerza para visualizar algunas propiedades físicas; por ejemplo, esas
líneas son como las que se materializan con limaduras de hierro, ubicadas sobre un papel colocado a su
vez sobre los polos de un imán y que dan cuenta de cómo se distribuyen las fuerzas magnéticas que provo-
ca el imán.
Pero Faraday fue algo más allá hallando razones para reivindicar el carácter físico de las líneas de fuerza y
sugerir un nuevo modelo de la naturaleza, descrito a través de campos de fuerzas.
En ese modelo, Faraday concibió las líneas de fuerza como si fuesen diferentes estados del espacio.
El conjunto de los diferentes estados del espacio es lo que se conoce como “campo”, un método cómodo
para describir fenómenos en los que intervienen fuerzas.
Por último, consideró que para la existencia de esas líneas no era necesario el éter. Los campos pueden
existir en el vacío por lo que entonces éste no estaría tan vacío.
De este modo, Faraday presentó una nueva noción de vacío, con dos componentes esenciales:
- el éter (esa singular sustancia que queda luego de retirar toda la materia), y
- las líneas de campo (que transmiten las fuerzas).
A lo sumo, sugirió Faraday, las líneas de fuerza podrían asemejarse a ciertos estados del éter, como por
ejemplo una vibración o una tensión. Esa hipótesis, agregó, podría extenderse también a la gravedad y a la
luz.
Así, las acciones eléctricas y magnéticas se transmitirían a través de las líneas
de fuerza, prescindiendo del éter.
En 1873 el escocés James Clerk Maxwell [1831-1879], sin duda uno de los
físicos más importantes de la historia la ciencia, describió a la luz como una
onda de naturaleza electromagnética.
Tal como había sugerido Faraday, consideró que las líneas de fuerza podían in-
terpretarse como estados del éter. Escribió Maxwell:
“En varias partes de este tratado se ha hecho el intento de explicar los fenómenos elec-
tromagnéticos por medio de acciones mecánicas transmitidas de un cuerpo a otro a
través de un medio que ocupa el espacio entre ellos. La teoría ondulatoria de la luz
también supone la existencia de un medio. Llenar todo el espacio con un medio no es
una especulación filosófica, sino que, si dos ramas de la ciencia han sugerido indepen-
dientemente la idea un medio, la evidencia de su existencia física será considerable-
mente fortalecida.”

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En otras palabras, construyó un modelo del éter que incluyó esfuerzos, deformaciones, y varias analogías
mecánicas, por ejemplo con celdillas, recámaras y esferas giratorias.
El modelo elaborado por Maxwell resultó tan exitoso que le permitió derivar ciertas ecuaciones matemáti-
cas que resultaron muy eficaces para describir las principales características de los fenómenos electro-
magnéticos; esas ecuaciones despertaron la admiración de la comunidad científica, incluso del mismo
Faraday, quien no poseía la destreza matemática del escocés.
En particular, como los resultados teóricos mostraban que esos fenómenos se propagan con una velocidad
similar a la de la luz (300.000 kilómetros por segundo) dedujo que la luz misma podía asimilarse a una
onda electromagnética. De esta forma, el éter que propuso Maxwell en su modelo y el antiguo éter lumnífe-
ro parecían unificarse en una misma sustancia.
Quince años más tarde, Heinrich Hertz [1857-1894] comprobó experimentalmente la existencia de las
ondas electromagnéticas y entonces el éter tomó entidad como realidad física, además que unió dos ramas
de la física: la óptica con el electromagnetismo.
Se considera que cada onda electromagnética es única y se compone de dos perturbaciones: un
campo de fuerzas eléctricas vibrando perpendicularmente a un campo de fuerzas magnéti-
cas. Como entonces se pensaba que todas las ondas precisaban de un medio material para su
propagación (para que vibren sus moléculas o sus átomos) a los científicos les resultó natural
pensar que el medio que permitiría la transmisión de esas ondas no sería otro que el éter, ahora
más lumnífero que nunca.
En poco tiempo el descubrimiento de las ondas hertzianas, como se las llamó en su honor, permitió la
producción de ondas de radio, las mismas que hoy se usan para las comunicaciones y la transmisión de
imágenes de televisión, no sólo en la Tierra sino en el espacio extraterrestre.
Con la aparición de las ondas hertzianas y su uso para las comunicaciones, en las primeras décadas del
siglo XX se acuñó una expresión clásica usada frecuentemente por los locutores radiales: “estamos en el
éter”.
HORROR AETHERIS
¿Cómo era ese éter que permitía los mensajes a distancia y portaba la luz?
En principio, subsistía la idea aristotélica de que el éter no tendía peso porque se halla en su lugar natural.
Además, era invisible y llenaba todo el espacio que se vaciaba de materia, incluso los “huecos” de Hers-
chel.
Y así, como en 1783, en la lista de todas las sustancias conoci-
das hecha por Antonie Lavoisier [1743-1794] – ilustración de
la derecha - y sus colaboradores, se incluyeron a la luz y al
“calórico”, casi cien años después el ruso Dimitri Mendeléiv
[1834-1907] – foto de la izquierda - tuvo en cuenta al éter para
su tabla de los elementos (asignándole peso atómico menor que
el del hidrógeno).
Ahora bien, dado que las ondas transversales existen solo en los cuerpos sólidos, el
éter, además, debería hallarse en estado sólido.

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Con este argumento, el éter dejó de ser, definitivamente, el gas “enrarecido” que imaginó Newton o el flui-
do aeriforme de Huygens.
Para algunos científicos, la posible solidez del éter revivió y reformuló la pregunta: ¿si el espacio está lleno
de una sustancia sólida, por qué los astros, que se desplazan a su través, no encuentran resistencia?
Los investigadores Young y Fresnel propusieron una posible respuesta: el éter se trataría de un sólido elás-
tico aunque no admita compresión alguna.
Inmediatamente, varios científicos trataron de medir tales propiedades del éter, sin lograr ningún resultado
significativo.
Entre ellos, George Stokes [1819-1903] mejoró el modelo propuesto diciendo que
el éter, aunque sólido, es lo suficientemente elástico para que a veces vibre tan
rápidamente como la luz y, otras veces, se comporte como un fluido viscoso que
permite el movimiento de los cuerpos a su través [se refería a los astros, por su-
puesto].
Hacia la segunda mitad del siglo XIX, muchos científicos consideraron al éter como
un tema de gran importancia y varios se dedicaron a estudiar y analizar el comportamiento de los cuerpos
en su seno.
Con el advenimiento de la teoría electromagnética de la luz, el éter dejó de considerarse como un cuerpo de
propiedades mecánicas y el único rol que se le hacía desempeñar en los modelos era el de sostén de los
campos eléctricos y magnéticos.
En realidad, a fines del siglo XIX al éter aún le quedó una propiedad mecánica: su inmovilidad.
Los astrónomos fueron quienes daban cuenta de esa necesidad. Si la luz se propaga en el éter, debe admi-
tirse entonces que el éter no participa del movimiento de la Tierra, de otra forma no se podrían observar
fenómenos como el de aberración de la luz.
La aberración de luz es un fenómeno que consiste en un movimiento aparente, anual, de las es-
trellas; su causa se vincula con la combinación de la velocidad de la luz y la velocidad de tras-
lación terrestre.
Fresnel supuso que cuando un astro se mueve, parte del éter viaja con él y otra parte permanece estacio-
nario.
Por otra parte, si el éter está en reposo, a pesar del movimiento de la Tierra, podrá determinarse por medi-
das ópticas la velocidad de la Tierra con respecto al éter. En otras palabras, se debería conseguir poner de
manifiesto el “viento de éter” de modo análogo a como podría revelarse el “viento de aire” en un coche en
movimiento.
Basados en esa suposición, el alemán Albert Michelson
[1852-1931] – foto de la izquierda - y el norteamericano
Edward Morley [1838-1923] – foto de la derecha - idearon
y realizaron un experimento para detectar el desplazamiento
del éter respecto de la Tierra; se trataba de una forma de
medir el movimiento absoluto de la Tierra en el espacio. Así
fue que diseñaron un experimento capaz de medir la veloci-
dad de la luz en dos direcciones perpendiculares entre sí y

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con diferente velocidad lineal relativa al éter.


Mediante un instrumento llamado interferómetro, analizaron en detalle el movimiento terrestre, tanto para-
lelo como perpendicular al supuesto movimiento del éter.
El experimento se repitió varias veces y mostró siempre el mismo resultado: no había evidencias de tal
etéreo desplazamiento. En otras palabras, el “viento de éter” no se lograba detectar.
Ese resultado “negativo” bien pudo interpretarse considerando que el éter no tenía ningún movimiento
relativo a la Tierra, pero esa explicación cuestionaba principios cinemáticos instalados por Galilei y formali-
zados por Newton, lo cual era casi una irreverencia para la física de la época, ya que los científicos utiliza-
ban la noción de éter como sistema de referencia en el cual la luz tenía la misma velocidad en todas direc-
ciones.
Se buscaron otras explicaciones para ese resultado tan desesperanzador sin renun-
ciar a la idea del éter, todas las cuales no satisficieron a la comunidad de físicos.
Uno de ellos, que también era filósofo, Ernst Mach [1838-1916] propuso entonces
que debía considerarse que el experimento de Michelson y Morley era correcto y que
lo urgente era sugerir una nueva teoría.
Por ejemplo, se propuso que la velocidad de la luz en el éter dependería de la veloci-
dad de la fuente luminosa.
Aunque ese argumento daría cuenta del resultado nulo del famoso experimento,
contradecía la existencia de otros fenómenos [como el “efecto Doppler”, verificado
para la luz y el sonido] y además no estaba de acuerdo con la observación de fuentes luminosas externas,
es decir, extraterrestres [hecho que resaltaron los astrónomos, luego de presentar los registros de sus
observaciones de estrellas dobles].
Hubo una explicación que se destacó por sobre todas las demás.
Primero el irlandés George Fitzgerald [1851-1901] – foto
de la izquierda - y luego el holandés Hendrik Lorentz
[1853-1928] – foto de la derecha - propusieron que todos
los cuerpos sufrirían una contracción física [como si se
“acortarían” en longitud] y un cambio en el paso del tiempo
[algo que llamaron, mecánicamente, dilatación del tiempo].
Ese acortamiento se daría cuando el cuerpo se desplaza
respecto del éter en el sentido de su movimiento y que, en el
caso de la experiencia interferómetro de Michelson y Morley,
sería esa contracción la responsable de que al tomar el registro correspondiente, el
resultado obtenido sea nulo. En particular, Lorentz parecía convencido de que esa contracción era real.
Su hipótesis era que la materia está constituida por iones (partículas con carga eléctrica), los que interac-
túan entre sí por intermedio del éter, una sustancia que permanecería constantemente inmóvil (es decir,
los iones no producen efecto alguno sobre el éter).
En principio, Lorente adjudicó la causa de la contracción al movimiento, el que produciría cierta variación
de la fuerza entre el éter y los iones; más tarde, en cambio, supuso que la causa podría ser cierto cambio
en las dimensiones de los electrones en movimiento respecto del éter.

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Así, el argumento de la contracción permitía explicar datos experimentales sin renunciar a la idea del éter
tradicional, en el sentido de que era una sustancia que llenaba todo el espacio.
El defecto de esa hipótesis puede resumirse en su carácter artificial: fue una idea elaborada ad hoc para
explicar el resultado de un experimento en particular, no se desprendía de consideraciones más generales
y, por último, obligaba a hacer admisiones que se escapaban a toda experiencia ya que, sufriendo todos los
cuerpos ese acortamiento, no es posible descubrir el movimiento respecto del éter.
Albert Einstein [1879-1955] tenía ocho años de edad cuando se realizó el expe-
rimento de Michelson y Morley.
Ya dedicado a la física, cuando Einstein analiza esa experiencia, en lugar de aña-
dir una hipótesis más, realizó un análisis profundo de las nociones fundamentales
de espacio y tiempo sobre las que se acomodaba la física newtoniana.
Las leyes de Newton consideran que el tiempo y el espacio son los mismos para
diferentes observadores de un mismo fenómeno físico.
Antes de que Einstein formulara su teoría, Lorentz y otros descubrieron que el electromagnetismo difería de
la física newtoniana en que las observaciones de un fenómeno podrían ser diferentes para una persona u
otra que estuviera moviéndose, relativamente a la primera, a velocidades próximas a las de la luz. Así, una
puede observar la inexistencia de un campo de fuerzas (por ejemplo, magnético) mientras la otra observa
dicho campo en el mismo espacio físico.
La explicación de la contracción de Lorentz suministró un arreglo parcial entre las ideas de Newton y el
electromagnetismo; tal como lo había interpretado de mis lecturas, las ideas de Lorentz surgieron como
una descripción matemática (precisa) de los resultados experimentales.
Einstein, en cambio, derivó dichas ecuaciones de dos hipótesis fundamentales: la constancia de la veloci-
dad de la luz, y la necesidad de que las leyes de la física sean iguales para diferentes observadores; esto
es, en términos físicos, “invariantes”.
Por esa razón resultó que Einstein llamó a su tesis “Teoría de los invariantes“. Fue
el físico Max Planck [1858-1947] quien sugirió posteriormente llamarla “Teoría de
la Relatividad”, ya que ese vocablo resaltaba la noción de transformación de las
leyes físicas para observadores moviéndose relativamente entre si.
En su análisis, por resultarle totalmente innecesario, Einstein prescinde de toda
hipótesis sobre la existencia del éter al postular que la velocidad de la luz es cons-
tante; es decir, en la naturaleza no hay velocidad respecto del éter porque, sencilla-
mente, el éter no existe.
En la época que Einstein analizó este tema, la única propiedad mecánica que aún conservaba el éter era
que, para la teoría electromagnética, se consideraba “inmóvil”.
En la Teoría de la Relatividad, esa propiedad es absurda.
No tiene ningún significado afirmar que un cuerpo se mueve con respecto al éter (o que el éter se mueve
con respecto al cuerpo) por lo tanto, el éter sería un “algo” al que ni siquiera puede adjudicársele el atribu-
to de movimiento o quietud.
Ese “algo” sin atributos físicos carecería entonces de realidad física y, en consecuencia, Einstein postula,
sin pestañar, que el éter no existe.
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En un viejo libro de física leí la siguiente comparación que me ayudó a entender:


“A la Teoría de la Relatividad le basta con considerar los campos eléctricos y magnéticos, los
cuales pueden ser objeto de medidas físicas, sin preocuparse para nada del sostén que nuestros
hábitos mentales conceptúan indispensable, del mismo modo que en otra época se juzgaba im-
prescindible la existencia de soportes para que la Tierra no “cayera en el espacio”.
Previamente a Einstein se creía que el universo se desplazaba inmerso y a través del éter, por todos identi-
ficado como el espacio absoluto, respecto del cual se deberían poder medir algunas velocidades.
Los resultados de varios experimentos, entre ellos el de Michelson y Morley, sugirieron que la Tierra estaba
estacionaria (lo que resulta absurdo) o bien que la noción de un sistema de referencia absoluto era errónea
y, en consecuencia, debía de ser desechada.
Con la aparición de la Teoría de la Relatividad se concluyó que cualquier movimiento es relativo en el sen-
tido de que no existiría ningún concepto universal de "estacionario".
Eliminando el éter, creo que Einstein rescató a la física de las dificultades que acarreaba la aceptación de
su omnipresencia y también de las dificultades que habían surgido de las propiedades tan especiales que
debía tener el éter y que, a pesar de los intentos, no se llegó a dar una idea precisa de ninguna.
Por otra parte, eliminado el éter me parecía cerrada la discusión sobre el vacío, pero no fue así.
HORROR TEMPORIS PRAESENTIS
La concepción moderna de la luz admite cierta postura dual. Esa dualidad da cuenta que ante ciertos expe-
rimentos la luz se manifiesta como un fenómeno ondulatorio y, en otros, como un haz de partículas.
Según mi interpretación, los científicos aceptan a la luz bajo una doble naturaleza que explica de forma
diferente los fenómenos propios de propagación y de interacción con la materia.
Bajo la idea de dualidad, me pregunto si se podrá pensar la materia como una especie de no vacío de
modo de que pueda hablarse de “vacío-no vacío” o “vacío-materia”, como si fuesen entes complementa-
rios.
Al respecto, hacia finales del siglo XX los físicos utilizaron argumentos y presentaron algunas evidencias
sobre la existencia de un vínculo estrecho entre el vacío y la materia; aún no hay un acuerdo total en la
comunidad de físicos, ya que aparentemente hay varios problemas que no se consiguen explicar.
No obstante, alcancé a entender que los expertos en la rama de la física denominada Mecánica Cuántica,
definen el vacío como constituido por una partícula y una antipartícula, las cuales se destruyen y se crean
mutua y azarosamente.
En otras palabras, en cualquier región del universo que aparentemente está vacía, sucedería que de pronto
se manifestarían un electrón [es decir, una partícula] y un positrón [su antipartícula correspondiente].
Ambos, electrón y positrón, se aniquilan inmediatamente en un lapso demasiado breve para que pueda
detectarse; esta clase de fenómeno se indica como fluctuación cuántica.
De este modo, se deshace la idea de “vacío-no vacío” como entes complementarios.
El universo entero podría pensarse compuesto por dos medios diferentes e independientes por completo, es
decir, dos medios no complementarios.
Ahora bien, si por algún motivo se produjera una alteración en el fenómeno que define el vacío, es decir, se
produce una perturbación de alguna fluctuación cuántica, sucedería que del vacío, sorprendentemente,
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brotarían partículas o bien, antipartículas.


He leído que en algunas pruebas de laboratorio, los investigadores están convencidos de que se consiguió
detectar una alteración por el estilo.
Así, para la física actual el vacío se convirtió en una nada de la que puede surgir un algo.
Dicho de otra forma, aparecen partículas, o antipartículas, emitidas por el mismo vacío.
Cabal y rápidamente, no conseguí hacerme de esta idea ya que contradice el sentido común, aún me pare-
ce una auténtica paradoja de la realidad. Sin embargo, un dato aportado por los astrónomos abrió un atajo
hacia mi comprensión y eventual aceptación.
Se trata de una noticia asociada a uno de los objetos cósmicos más impresionantes: los agujeros negros.
Estos cuerpos son una enorme concentración gravitatoria que se manifiesta en una pequeña región del
espacio; se los describe como la etapa final en la evolución de un cierto tipo de estrellas, la cual ha esta-
llado, colapsando de modo extraordinaria.
Tan intenso resulta el campo gravitatorio de un agujero negro que absolutamente nada puede escapar sus
límites, ni siquiera su propia luz.
Los astrónomos afirman haber hallado un cierto tipo de partículas que parecen emitidas por los agujeros
negros, algo que es interpretado también como evidencia de la paradoja que señalé antes: no es que el
agujero negro emite una partícula, sino que produce cierta alteración en la fluctuación cuántica que carac-
teriza su entorno vacío y, como consecuencia, aparecen partículas como las detectadas por los astróno-
mos.
Epílogo
En este texto, el vacío aparece sólo como una idea que entretuvo a los científicos y pensadores de todas las
épocas, como una maravilla natural, como un imposible cósmico, o bien como un modelo catalizador para
algunas teorías y neutralizador para otras.
Recuerdo a mi profesora de física comentar que a fines del siglo XVII, el reverendo inglés Richard Bentley
(1662-1742), siguiendo las indicaciones de Newton, calculó que en el Sistema Solar, el vacío ocupa un
volumen 8,6·1017 veces superior al ocupado por la materia.
Es decir, la proporción de materia resulta insignificante frente a la enormidad del vacío cósmico.
Pero en aquella época, Bentley consideró en su cómputo una materia compacta, plena; por entonces los
átomos se pensaban como corpúsculos completamente atiborrados de materia y, de cierta manera, maci-
zos.
Algunas centurias después, a comienzos del siglo XX, la materia se colmó de vacío.
Comenzó con el modelo atómico propuesto por el Premio Nobel Ernest Rutherford (1871-1937), en el que
se describía el giro de los electrones en torno a un núcleo, a distancias relativamente enormes, en las
cuales hay sólo vacío. De esa manera, el vacío prácticamente se adueñó del átomo.
Si a la proporción estimada por Bentley se le adiciona el vacío que forma parte de los átomos que integran
la materia del Sistema Solar, dicha proporción aumenta superlativamente.
Con este texto ocurre algo similar.

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Por una parte, si considerase el vacío que existe en este libro y lo comparase con la materia que lo confor-
ma, la proporción que se obtiene es apenas inferior a la calculada por Bentley para el Sistema Solar.
Por otra parte, si la idea de vacío creada por los individuos fuese sólo la que describe la ciencia, sea cual
fuese la disciplina que se considere, se estaría dejando fuera otros significados y conceptos, construidos
alrededor de esa idea, por personas que no apelaron a argumentos científicos para desarrollarlos.
Es decir, mientras todo cuanto aquí aparece sobre el vacío resulta tan sólo una pequeña fracción de su real
dimensión como construcción intelectual, cuanto esto ocupa como objeto material resulta también insigni-
ficante en comparación con el vacío que lo acompaña.
En el derrotero que se ha presentado aquí sobre la noción de vacío, quedaron varios rasgos sin mencionar.
Deliberadamente seguí un rumbo “seguro” en la narración al no alejarme mucho del pensamiento científi-
co.
Por ejemplo, no mencioné que los estudiosos de la lengua señalan que cuando una palabra no tiene signifi-
cado alguno, se dice que es una palabra vacía.
Tampoco que se le hace vacío a una persona cuando se le niega el trato con los demás, cuando se la aísla
de alguna manera.
No mencioné a que a una casa o un pueblo deshabitado se lo califica como vacío.
Confieso también que evité introducir que en el campo, a las hembras de ciertas especies que no tienen
cría suelen denominarlas vacías y que, para algunas personas sádicas son también vacías las mujeres a
las que se les extirpó el útero.
Entre los mecánicos, suele decirse que un motor funciona en el vacío cuando su movimiento no tiene un
rendimiento útil.
En el relato tampoco incluí que suele hablarse del vacío como de una cualidad que define a ciertas perso-
nalidades, aludiendo a su banalidad, es decir, que se clasifica como vacías a aquellas formas de ser sin
estilo, insustanciales.
No hice referencia a que en algunas oportunidades, no pocas, se habla de vacío para sugerir una concavi-
dad o bien la cualidad de hueco de algunas cosas u objetos, como correspondiéndose a la noción de oque-
dad. Ni que por vacío se suele aludir a lo hueco o a lo falta de solidez de una cosa.
Apenas hablé de los significados de vacío en la niñez, sin mencionar otras acepciones que incorporé más
tarde. Por ejemplo, en lo cotidiano, escucho “vacío” como una indicación de lo que no está ocupado, en
particular en los vestidores de las tiendas y en los baños públicos. Y, en las carnicerías, nadie se detiene a
pensar en la idea de vacío al pedir con ese nombre un trozo de carne vacuna para asar a la parrilla.
Es que desde el lenguaje común, el vacío adquiere múltiples formas, muchas de las cuales son totalmente
independientes de los argumentos científicos.
Quizás debí referirme también a lo que en matemática se define como conjunto vacío, algo que carece de
elementos, es único y está incluido en cualquier otro conjunto posible. Tal vez debí detenerme en comentar
que el “cero”, hoy omnipresente en todas nuestras escalas, bien puede interpretarse como el vacío mate-
mático ya que alude la ausencia de cantidad. En otras palabras, con el cero se cuenta lo incontable.
Por ejemplo, antes de la invención del cero, el número “5809” se escribía “58 9”, dejando sin llenar la
posición de las decenas; cuando apareció el signo “0” se hizo explícita esa falta, se incluyó un símbolo
propiamente opuesto al número, que no designa cantidad sino su carencia. Se conoce que esta maniobra
© Horacio Tignanelli, 2011
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se originó en India, antes del siglo III aC, donde “cero”, en sánscrito, se decía “sunya”, que significa, lite-
ralmente, vacío.
No fue el resultado del ingenio de quienes crearon los sistemas de nume-
ración, sino de toda una cultura que apreciaba la ausencia, valoraba el
vacío. Esa postura no era compartida por Occidente que, durante siglos de
negación del vacío, tampoco pudo inventar el cero y debió “importarlo” de
Oriente.
En China, la escuela filosófica denominada taoísta, hacia el siglo IV aC,
hizo del vacío una noción central de su doctrina. De hecho, esta aprecia-
ción se extendió entre otras escuelas orientales; en La India, por ejemplo, Símbolo chino para el vacío.
el budismo hace de la vacuidad un concepto medular. Según el taoísmo y
el budismo, el vacío es la realidad profunda de las cosas. Buscar el vacío en la realidad aparente es buscar
su verdadera esencia; esta alta valoración del vacío en Oriente contrasta con la tradición occidental, de
sentido opuesto, lo que haría, paradójica y sorpresivamente, que estas lecturas no sean precisamente
vacías

“Treinta radios lleva el cubículo de una rueda; lo útil


para el carro es su nada (sus huecos). Con arcilla se fa-
brican las vasijas; en ellas lo útil es la nada (de su oque-
dad).
Se agujerean puertas y ventanas para hacer una casa, y
sus nadas es lo más útil para ella. Así, pues, en lo que
tiene ser está el interés. Pero en el no ser, está la utili-
dad.”
(Libro del Tao y la virtud, Lao Tsé)

© Horacio Tignanelli, 2011

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