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DIGAMOS que ha llegado la noche y que ha amainado el viento y que los árboles
verdiazules se han vuelto grises y que las montañas heladas, bruñidas bajo el rostro
cicatrizado de la luna, son como fantasmas, inmóviles en la distancia, y que la débil luz
de la luna inunda el cuarto en el que te sientas a una mesa, mirando fijamente un vaso
de whisky, y donde has estado durante tanto tiempo que la noche, tan quieta, tan
austera, se ha convertido no sólo en tu día sino en tu vida toda; y digamos que
mientras estás ahí el sol, el sol de verdad, ha salido, y se te ocurre que lo que extrajiste
de la noche fue sólo una posibilidad, una forma indolora, enrarecida de la
desesperación que podría llevarte, de continuar, a una conclusión indeseada, y
descubres que las palabras que escogiste no eran las palabras correctas —nunca
fuiste la persona que sugerían que eras; ahora digamos que hay una pistola cargada en
la casa y juegas con la idea de usarla y dices, “Adelante, pégate un tiro”, pero también
aquí las palabras no son las adecuadas, así que, como has hecho en tantas otras
ocasiones, las revisas antes de que sea demasiado tarde.