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¿Qué es lo sagrado? Como es bien sabido, para intentar dar una respuesta
a esta difícil pregunta, se ha solido plantear una oposición, más o menos radi-
cal, entre lo sagrado y lo profano. Pensadores como Durkheim, Caillois, Eliade,
o Girard, cada uno a su manera, han seguido este esquema que distribuye el
mundo en dos ámbitos de experiencia. Lo sagrado sería entonces aquello que
no pertenece a este mundo: que lo genera permaneciendo fuera de él. Es, si se
quiere, lo que le da sentido, como sugiere la idea del axis mundi propuesta por
Eliade. En lo sagrado hallamos el origen, y por tanto, el sentido; lo sagrado es el
principio de orden del caos primigenio. Rudolf Otto, a su turno, encontrará en lo
sagrado el mysterium tremendum—el misterio de la existencia. Recordando una
célebre frase de Heidegger, diría que, para esta línea de pensamiento, lo sagrado
es aquello que guarda en sí la respuesta a la que podría ser la más fundamental
de las preguntas: ¿por qué el ser y no la nada? Precisamente por tratarse del
custodio de este misterio, la relación de lo sagrado para con lo profano es, ante
todo, ambigua. Así como genera la vida, la existencia, la puede arrebatar. Ofren-
das, oraciones, sacrificios; el aspecto ritual de lo religioso no tendría otro fin más
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que el de aplacar la furia de lo sagrado, y con ello preservar, por un tiempo más,
nuestra frágil permanencia en este planeta. Me interesa la forma en que la vida
queda pensada bajo esta escisión entre lo sagrado y lo profano. Al respecto,
quisiera recordar unas palabras de Las formas elementales de la vida religiosa.
Sostiene Durkheim que “la cosa sagrada es, por excelencia, aquello que lo pro-
fano no debe, no puede tocar impunemente” (Durkheim 2003, 82). Lo que hoy
quisiera proponerles no sería más que una cierta inversión de esta fórmula, de
modo que a lo sagrado habría que entenderlo como aquello que toca a lo profa-
no (es decir, a nosotros) con total impunidad. Es decir, la vida no es lo sagrado,
como nos gusta repetir en estos días que corren, sino lo que acaba con ella.
Esto, por una parte. Lo otro, de lo que más hablaré, es del desastre. Y ello por
dos razones. La primera: porque esto es precisamente lo que he aprendido de
pensar sobre el desastre, esto es, que todo lo que puede decirse de éste se podría
reducir a esto: el desastre expone la finitud de la vida. O, en otras palabras, todo
lo que queda del desastre es la certidumbre de que la vida siempre ha estado y
siempre estará en riesgo. Ya volveré sobre esto. La segunda razón para hablar
del desastre es de orden más histórico, si se quiere. Mucho se ha escrito acerca
del nuevo mundo al que hemos entrado tras los ataques del 11 de septiembre.
Independientemente de cómo se defina la naturaleza del quiebre entre el antes
y el después del derrumbe del World Trade Center, no parece descabellado suge-
rir que la presencia del desastre se ha hecho más apremiante y difícil de ignorar.
En efecto, la inminencia del desastre pareciera rodearnos de forma que se ha
filtrado a nuestras vidas cotidianas, principalmente bajo la forma de noticias que
arriban de todos los confines del globo. No solo esto; la insistencia con que el
desastre recurre hoy ha creado la ilusión (aunque quizás se trate efectivamente
de algo más que una simple ilusión) de que las dimensiones de la destrucción
son inéditas. Basta recordar las 230.000 vidas afectadas por el tsunami que en
2004 golpeó las costas de trece países alrededor del Océano Índico, o las imá-
genes de centenares de personas tratando de huir de Nueva Orleans al ritmo de
noticias de violaciones en masa en el estadio en el que centenares también de
familias, en su mayoría negras, habían buscado refugio, o, en fin, las recientes
imágenes satelitales en las que se puede ver cómo la isla del Japón se desplazó
cerca de cuatro metros luego de ser golpeada por olas de más de ocho metros,
que arrasaron las no despreciables medidas de prevención tomadas por esta
nación acostumbrada a los embates de la naturaleza. Hace unos meses tuvimos
noticias de una nueva hambruna en alguna parte del África, aunque no sabemos
muy bien qué haya sido de eso; se sabe que en estas latitudes África no pauta.
Como tampoco pautan las recientes masacres en Sudán, cuyo número de víc-
timas no queda sino adivinar. Hace unos días encontraron plancton radioactivo
frente a las costas de Fukushima.
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El 6 de febrero monseñor recibió un telegrama del Gobernador, en el que se
alertaba sobre fallas en la comunicación debidas a la rotura de los cables subma-
rinos del Pacífico y del Atlántico, además de numerosas erupciones submarinas,
un fuerte olor a azufre, el calentamiento de las aguas costeras, cadáveres por
montones de peces y pájaros muertos por las explosiones (457). Habréis
escuchado hablar de temblores y famosos volcanes submarinos, escribe la
Hermana N. abriendo su misiva. Hay un pueblo de cincuenta y dos familias que
desapareció, al igual que toda la isla de Gorgona en el océano Pacífico. Antes
de encomendarse a las oraciones de sus lectores, la hermana pinta una imagen
similar a la dibujada por el Gobernador: También nos dijeron que el agua había
subido hasta encima de los árboles y que el volcán arroja agua hirviendo de tal
forma que el mar está blanco de peces muertos (456).
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irremediable y lo irreversible, vivimos la experiencia del límite: nada podemos
hacer para deshacer lo acaecido. Nuestra finitud se nos hace irrecusable ante
la imposibilidad de deshacer la devastación. Por ello, por tratarse de una de las
expresiones más puras y violentas del simple acaecer, el desastre es también
una de las formas más insidiosas en las que nuestra finitud se nos hace presen-
te. Casi siempre previsto, presentido, precedido por señales, no obstante nos
llega de repente, como caído del cielo. Y entonces, todo sucede después. Los
incrédulos entienden que es demasiado tarde para creer, que ya no hace ninguna
diferencia. Y aún así, a pesar de que nada puede hacerse, después del desastre
buscamos reconstruir el mundo. Con todo, la herida de la finitud ha quedado
marcada de una vez por todas: el desastre nunca podrá ser deshecho. Y sin em-
bargo, esta herida, a pesar de su carácter apabullante, categórico, no nos sume
en la impotencia. De hecho, el desastre pone en juego las dos caras de la finitud:
negación y afirmación, negatividad y positividadel límite y la posibilidad. Tras
el desastre, reiniciamos.
Pero retrocedamos un poco ante esta imagen tan finalista, tan irrecusable.
Como recordarán, tanto monseñor Larquere como nuestra Hermana N. encon-
traban lo positivo, es decir, lo productivo en el desastre. Y es que, en efecto,
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aunque el desastre siempre está ya consumado, éste rara vez nos consume.
Una vez ha tomado lugar, lo que queda del desastre no es tan solo la muerte,
la negatividad, sino la apremiante positividad de las vidas que se transforman
en rastros de su violenta manifestación, y que aún así, se rehúsan a dejarse
determinar en su totalidad por él. El desastre no lo es todo. La sobrevivencia es
lo que resta del desastre, y en tanto tal, es también su modo particular de de-
terminación, aunque siempre se trate de una determinación tan solo parcial. Las
vidas vividas después del desastre no le pertenecen; la sobrevivencia siempre
se encuentra en exceso de aquello que interrumpe la vida. Mientras existamos
como especie, ello no dejará de ser así. Y sin embargo, el desastre nos recuerda
que no podemos dejar de pensar la interrupción, la irrupción.
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Entonces, ¿cómo dar cuenta de aquello que toma lugar fuera del significado,
y por tanto, fuera de la historia? ¿Cómo dar cuenta de aquello que tan solo in-
terrumpe la historia y la significación, y que no perteneciéndoles, las determina
de modos parciales pero siempre particulares e irreductibles? Dar cuenta de lo
desastrosopues quizás nada más sea posible; pues quizás de la existencia fini-
ta sea de lo único que podemos hablar con propiedad. Al desastre lo señalamos,
e incluso entonces, lo que en realidad señalamos es su acabamiento, su rastro.
No obstante, el silencio que acompaña la designación del índice extendido no
pareciera ser suficiente ni aceptable. En el desastre lo sagrado ha tomado lugar,
sí, mas la vida no cesa de venir a la presencia. De modo que puede ser que de
lo sagrado/calamitoso solo podamos dar cuenta después de su acaecer, aunque
siempre a partir del presente de lo que persiste en darse. El desvío por la finitud
de la vida es inevitable, lo que plantea un enorme reto pues de ésta no se puede
hablar sino en singular. Así pues, ¿una Historia que son incontables historias?
¿Qué tipo de historia podría narrar la irreductible singularidad de cada mundo,
de cada alguno, de cada quien, sin ahogarse en el marasmo del solip-
sismo y la excepcionalidad? La cuestión sería, así planteada, la de hacer justicia
a todas y cada de las manifestaciones de la finitud, siempre y en cada momen-
to, sin recurrir a ninguna versión de un infinito que les conferiría sentido (Dios,
Razón, Espíritu, Historia, Capital, Ser, Cultura, Globalización). ¿Cómo comenzar
a comprender lo que significa vivir en la estela del desastre, a merced de lo sa-
grado?
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Eso en cuanto a los nasa, o mejor, algunos de los nasa, en especial aquellos
más cercanos al CRIC. (Varios nasa a los que les he preguntado por esta cos-
movisión nunca han oído hablar del asunto). En cuanto a Jair Cardozo, por esos
mismos días sus preocupaciones se encontraban en otra parte. Jair perdió die-
cisiete miembros de su familia ese 6 de junio, cuando la montaña se dejó caer
sobre el poblado de Irlanda. De repente, sin previo aviso, se encontró en el pa-
pel de padre y madre de dos hermanas menores. Cuenta que no sabe cómo no
perdió la cabeza. Solo ahora, después de todos estos años, es capaz de volver
a las ruinas de su pueblo natal sin sumirse en una profunda depresión. ¿Cómo
vivir así?, me pregunto. ¿Qué significa cargar el fin propio como si en realidad
fuese propio, como si algo se pudiese hacer al respecto, como si dependiera de
nuestra voluntad? En hogares y negocios de Belalcázar es común encontrar un
cuadro que enmarca dos fotografías aéreas del casco urbano de la población,
una sobre otra, arriba el antes, abajo el después, volviendo a traer al presente
en forma de imagen el rompimiento del mundo. En las dos fotos están señalados
con números los hitos del poblado, muchos de los cuales en la foto inferior no
son más que escombros y lodo. Jair la tiene colgada en su sala, al lado de otra
vista aérea, ésta de Irlanda, completamente sepultada por el alud. Con marca-
dor negro ha dibujado una cruz sobre el lugar aproximado donde quedaba su
casa, transformada por el desastre en sepultura familiar.
La obligación de hacerse cargo de una nueva vida en la que otras vidas se
encontraron a su cargo lo llevaría a encontrarse con el medio para sobrevivir: su
voz. Pocos días antes del desastre, Jair había entrado a trabajar en Radio Eucha,
la estación radial bilingüe del entonces vicariato de Tierradentro, creada como
medio de difusión de la palabra entre la población indígena y mestiza. Desde en-
tonces su voz se ha convertido en noticia del mundo y estafeta de la vida sísmica
del Nevado del Huila. El 20 de noviembre de 2008, una segunda avalancha se
desprendió del volcán que desde siempre ha tutelado esas tierras. Las alarmas
se disparan oportunamente y la gente huye entre gritos y llantos a las cimas de
la cordillera, pero no Jair. Él corre hacia la emisora, prende los equipos, y narra
en vivo el paso del desastre hasta que el suministro eléctrico es despedazado,
junto a los magros trabajos de reconstrucción que se habían emprendido una
década atrás. Puentes y carreteras son obliterados, como si se tratase de rea-
firmar, una vez más, el proverbial aislamiento de este trozo del mundo. (No
tenemos caminos, necesitamos caminos, morimos por falta de caminos, se
lamentaba monseñor Emilio Larquere, entonces Prefecto Apostólico de Tierra-
dentro, el 22 de agosto de 1924, en una conferencia leída en el Teatro Faenza
de Bogotá). La voz de Jair, con sus palabras de alerta, ha logrado trocar el cata-
clismo en sobrevivencia, pero sus palabras no tocan (¿pues cómo podrían?) el
desastre. La voz también es finita.
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Referencias
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Nancy, Jean-Luc (2003), La creación del mundo o la mundialización, Paidós,
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Press.