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UNA HISTORIA MÁS DE AMOR

por Pablo Noás


Concurso: Relato corto
Modalidad: castellano

Una siesta calurosa en que no se sentía muy bien, algo desarreglado y vestido para pasear,

“el Flaco” –como lo apodaban en el barrio-, salió a caminar al parque con Tobías, su labrador. Se

sentía aletargado e inquieto, su estómago se quejaba y su cabeza lo aturdía. -“Será la presión.

Caminar me va a venir bien”- se dijo.

El parque de Juan de Garay, otrora un cementerio indígena, era un espacio verde y florido,

de aire espeso, bello a la vista y de árboles magníficos. En un descuido Tobías comenzó a ladrar a

uno de los tantos transeúntes que andaban por allí. Abuelos con nietos, novios atrevidos y atletas

improvisados se contaban entre sus asiduos visitantes.

– “¡Tobías!”- llamó con fuerza el flaco, que estaba distraído estirando la vista hacia el cielo,

alargando los brazos huesudos y metiendo aire a espasmos por la boca.

– “¡Tobías!, ¡Tobías!, ¡Tobías!”- gritó a bocajarro, sin saber por qué ladraba el perro, por lo común

amigable y dócil. Pero el testarudo animal no cerraba el hocico. Irritado, se abalanzó sobre él y lo

cogió de la mandíbula topándose inesperadamente con el objeto de sus ladridos: una dulce

muchacha, de cabellos rizados, ojos azules y de tez bien blanca que antes de que la detuviera el can

trotaba por lo públicos jardines.

-“Perdone, por favor, perdone”– se apuró a decir avergonzado el Flaco. Pero ella asustada no pudo

responder palabra y solo se sonrojó. Por culpa de la involuntaria parada sus ojos se encontraron. Un

segundo o una eternidad después ella continuó sus pasos y las pupilas del Flaco no pudieron evitar

verla marcharse. “¿Cómo se llamará?”, masculló. Y la ocasional corredora mientras se alejaba

volvió la mirada y se sonrió.

Y el corazón del flaco aparentemente se enamoró.

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El fulano se llamaba Edgardo, de treinta y seis años para los del vecindario, aunque él en su

último cumpleaños solo había soplado treinta y cuatro velitas. Su apodo le venía de su cuerpo

desgarbado. Tenía un tupido bigote, los ojos un poco hundidos en sus órbitas, el pelo negro y mal

peinado, y un prominente mentón. Era más bien sencillo para vestir. Salvo para las solemnidades y

domingos. Días en que iba a misa con los adefesios de su finado abuelo, viejo navegante que según

contaba había dado la vuelta al globo y le había regalado todos sus pomposos trajes.

Edgardo trabajaba en una garita de la calle de Lamadrid y Suipacha donde todos los días

subía y bajaba a mano limpia la barrera del tren. Todos los días que el latoso tren pasase.

Su tarea no era muy bien retribuida, así y todo le proporcionaba la fortuna justa que

necesitaba para sus gastos fijos: los impuestos, las cuerdas para la guitarra española, el periódico y

los alimentos, entre los que nunca faltaban el pan francés y al menos medio kilo de ñoquis. Y por

supuesto alguna novela corta, en lo posible romántica, de la casa de usados.

Subir y bajar la barrera una vez cada tanto le dejaba tiempo de sobra para leer. Así se había

ojeado casi toda la Obra Completa de don Marcial Lafuente, sobre todo El Romancero del Quijote,

literatura heredada de su tía abuela, mujer leída emigrada de las Baleares.

Su residencia de la calle de Paraguay, frente al Parque de Garay era la misma donde había

jugado sus más ingeniosos juegos de niño y donde había crecido leyendo tebeos y escuchando a su

pesar las telenovelas de la tarde, que su madre viuda se comía por los ojos. La fachada enjalbegada

era sobria, de ecléctica arquitectura colonial, con un gran ventanal sin cortinas que revelaba los

secretos del salón donde colgaba una Mona Lisa, réplica que había recibido un cumpleaños de su

primo Alfonso, porteño y pintor, cuyos óleos se vendían en un cambalache barato de San Telmo.

Al día siguiente del incidente en el parque, al levantarse se sintió con el espíritu totalmente

renovado. Encendió silbando la vieja radio en la sintonía de folclore que escuchaba todas las

mañanas. Como se le hacía tarde, después de unos mates amargos y una rápida ducha, se empilchó

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el uniforme para trabajar y se roció con colonia. Salió apurado oliendo a cítrico y montó en su

bicicleta rumbeando a la garita.

No podía quitarse de la cabeza aquella corredora del Parque. Y sin meditarlo demasiado

estaba dispuesto a aventurarse en el campo de batalla del amor. “¿Quién será esa guapa? ¿Por dónde

vivirá?”, se preguntaba mientras arribaba a las barreras del tren. Esa tarde no cogió ningún libro. Su

cabeza comenzaba a urdir un plan. “No puede vivir muy lejos de aquí. Al Parque van a hacer

ejercicio todos los del barrio”, conjeturó. De vuelta a casa recorrió los caminos con más atención

para ver si daba de nuevo con ella. Pero nada de eso sucedió.

Así vinieron varias noches de insomnio. Aunque cuando lograba pegar el ojo tenía sueños

con la que lo enamoró.

Una noche soñó que tocaban a su puerta y que cuando atendía su labrador se abalanzaba

sobre la visitante, que no era nada más ni nada menos que la mujer de sus conquistas. Cuando

despertó de la pesadilla, le dio en pijamas al perro tal tunda de patadas que la pobre bestia no pudo

ladrar por varios días.

Al cabo de dos semanas el Flaco seguía pensando en ella y en cómo hacer para que supiera

que le interesaba.

Mientras tanto Edgardo no se daba cuenta de lo ridículo que le resultaba a sus vecinas verlo

así, acaramelado con una niña que había visto solo una vez. A decir verdad, el Flaco no les resultaba

muy simpático a sus próximos. Para doña Julia, su vecina de al lado, “estaba irremediablemente

chiflado”, y para Marta, la viuda de enfrente, “era un solterón crónico y neurótico incapaz de

enamorar a nadie”. Solamente don Manuel se compadecía un poco de él, tal vez por lástima, y a

veces compartían algunos mates mientras hablaban del tiempo. “Se pone rojo hoy el sol, don

Manuel”, le hablaba el Flaco. “Y sí… el sol se pone”, le respondía.

Incluso de vez en cuando Manuel lo llamaba para que le arreglara el televisor, algo en lo que

Edgardo era técnico aficionado. En realidad éste no sabía que el viejo más bien necesitaba auxilio,

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pues sin el bendito aparato no le quedaba otra que soportar a su mujer, qué no comprendía cómo

una noche se acostó ama de casa y la mañana siguiente se despertó arpía.

El Flaco, a pesar de los cotilleos, era muy amable con toda su cuadra. Las mañanas de los

sábados mientras mateaba en la vereda saludaba educadamente a doña Julia y doña Marta a su

vuelta de la feria de frutas y verduras, y a don Manuel, y a muchos otros con los cuales casi no tenía

relaciones.

A pesar de su pobreza no tan franciscana, nadie podía quejarse de que el desgarbado soñador

no cuidara sus modales de vecino, su vereda de cemento, su árbol y el pequeño cantero que se

florecía de margaritas todas las primaveras. Incluso la poca basura que hacía estaba siempre bien

embolsada, y Tobías que era un perro muy bien alimentado cuando su amo lo soltaba nunca se

atrevía a desparramarla por la vereda.

No obstante, y a pesar de las contradicciones, Edgardo estaba decidido a lograr el idílico

amor. Quería –le confesó una tarde a Don Manuel- hacer “un noviazgo apasionado, tener un

matrimonio fiel, con una esposa cómplice y un vecindario envidioso. Y muchos hijos para coronarlo

todo muriendo de amor, ya viejos, el amado al día siguiente que la amada”.

Un viernes que, volviendo del trabajo sentía una fuerte jaqueca, tal vez por lo destemplado

de la tarde y el poco abrigo, a pocas cuadras de su casa de repente vio a la joven de sus desvelos

caminando por la acera.

El flaco la siguió extasiado con su mirada. Y antes de que doblara la esquina una bufanda

azul que llevaba entre sus carpetas se le caía al suelo por el viento del otoño. Edgardo clavó los

frenos de su bicicleta, se bajó y se apresuró a recogerla. Y doblando la esquina para alcanzarla se

encontró con ella entrando a una casa que parecía de loza marmolada. Entonces comenzó a rumiar

rápidamente: “¿Le grito? ¿Se la acerco ahora? ¿Se la traigo mañana?” “¡Sí!”, se respondió con

decisión. “Hoy no tengo buena pinta. Vuelvo del laburo, mi ropa es un mamarracho y la sesera me

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explota. Mañana tranquilo y bien emperifollado vuelvo y se la traigo”. Se hizo la noche cuando

llegó a su nido. Dejó caer su escuálida humanidad a la cama, y se desvaneció del sueño.

A la mañana siguiente, al abrir los párpados sintió como si hiciera veinte días que reposaba

en los brazos de Morfeo. Los ojos pesados, la nariz pesada, los codos pesados, los dedos pesados, le

costó un Perú levantarse. Era tal su agobio que no podía terminar de aclarar su mente respecto del

día anterior. “Por la mañana radio, después la garita…” –repasaba mentalmente y con esfuerzo-,

“luego algunas lecturas, más tarde la jaqueca…” Cuando casualmente sus ojos se encontraron en

una de las poltronas del dormitorio una bufanda. “¡Claro!” –se exaltó-, “¡La bufanda de ella!”.

Entonces saltó de la cama, se puso el uniforme de Guarda levanta-barreras, y antes de dirigirse al

yugo diario bicicleteó hacia la casa de la niña de sus sueños a devolvérsela. En un devaneo tal vez

anticuado se decía que la susodicha moriría de amor por él ante tanta caballerosidad y cortesía.

Al llegar al lugar todavía se sentía algo confundido, y de pronto –¡maldita cabeza!- se dio

cuenta de que no acudía a su cerebro en qué portal había entrado su amada. Entonces se movió hacia

la esquina donde había recogido la bufanda. Y desde allí contempló el paisaje cual indio Pampero

que se prepara para la guerra.

Le pareció que era la de loza. Se encaminó hacia ella. Llamó a la puerta. Pero no vivía nadie,

le dijeron, con las señas que les describía. Más seguro tocó en otro portón de una casa de lajas. Y

tampoco la bufanda era de nadie que en ella morara. Y así siguió por toda la cuadra. Vivienda por

vivienda sin éxito.

Empecinado volvió a la esquina nuevamente; observó otra vez el paisaje. Sentía con

seguridad que desde allí la había visto ayer mismo, pues todos los mediodías recorría la misma

senda con su bicicleta.

Total que no pudo dar con ella, y en su fracaso no tuvo más remedio que seguir

rutinariamente su jornada: fue a trabajar cabizbajo y cuando bajaba el sol volvió a su casa por las

mismas calles con la esperanza intacta de toparse nuevamente con ella. Pero nada de eso sucedió.

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Y pasaron las noches. Y pasaron los días. Y nunca más la vio.

Sólo le quedó de ella su bufanda.

Un otoño más tarde doña Julia cotilleaba con otras vecinas diciendo que la preciosa

muchacha no existía, que Edgardo se la había inventado y que probablemente era el personaje de

alguna de las novelas que lo entretenían en sus aburridas tardes de la garita. Doña Marta

interpretaba por su lado que “el Flaco la había soñado, y que la bufanda era otro de los tantos

regalos recibido de su parentela”. Don Manuel en cambio, más romántico en sus consideraciones

sostenía que “fue Eros que se le apareció en forma de mujer, como siempre hace con los que alguna

vez le fueron indiferentes a su encanto”.

Así es que desde entonces el Flaco anda siempre con la bufanda azul encima, llevándola al

cuello en los crudos inviernos, o en su bolsa los veranos, esperando a la de los ojos azules para vivir

la aventura del amor, que hasta hoy no pudo ser, ningún vecino sabe bien por qué.

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