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Me da
más curiosidad cómo es que Alejandro se encontró con ella y cómo y por qué nos la ha llegado
a recomendar para dedicarle una sesión. Sí… teniendo que sintetizar su lectura en una idea,
resaltaría la ambigüedad, complejidad y crueldad que supone la relación entre la “democracia”
y la gente. O mejor dicho, de los “aparatos de Estado” con la gente. Yo no diría que se trata de
lo mismo, sino indirectamente, en el sentido en que es ahora la gente la que se supone que
puede llegar a tener un impacto en el Estado mediante el voto. Se supone que el Estado en el
que vivimos es democrático, o esa es la ideología que corre en el fondo del discurso que define
a muchas sociedades del presente. Incluso en varios contextos aseverar lo contrario supone
una ignominia. Mientras todo funcione para nosotros nos deslizamos ciegos en este suelo
cenagoso, muchas veces conscientes de su naturaleza resbaladiza, adaptándonos a él como los
primeros organismos se adaptaron a las desoladoras condiciones de la tierra primigenia. ¿El
Estado que tenemos es el estado que deseamos? ¿Sabemos en modo alguno qué es lo que
deseamos para un colectivo cada vez más creciente, cada vez más difuso? ¿Somos conscientes
de cómo trabaja el Estado, de cómo y por qué se mueve, de los engranajes que lo componen?
Uno puede irse a una clase de derecho y estudiar las leyes y términos que configuran nuestra
ontología del presente; leyes que enuncian los sujetos y bienes que son sujetos de derechos y
obligaciones, que definen los actos y conductas aceptables y despreciables, que definen, en
suma, en lo que consiste ser un “buen ciudadano” o un participante adecuado del tejido
objetivo mínimo y fundamental que pretende constituirse como una “realidad objetiva”. Un
primer plano o nivel básico y rudimentario que muchas veces pretende erigirse por sí mismo
en fuente de justicia y sostenibilidad de la buena convivencia. Si alguien cree todavía en esto
puede considerarse un feliz iluso.