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La potencia

Nietzsche y la filosofía

p. 90: (La voluntad de poder [puissance] no quiere decir que) la voluntad quiera la potencia, que
desee o busque la potencia como un fin, ni que la potencia sea su móvil. (Para Nietzsche, un deseo
de poder no puede ser considerado un deseo).
p. 90-91: (Habría, por tanto, algo totalmente novedoso en la idea nietzscheana de la voluntad de
poder, algo que hasta entonces había pasado desapercibido)
p. 91: (Tanto los antecesores como los supuestos seguidores de Nietzsche se apartan de él al
pensar que la potencia es el fin último de la voluntad o su motivo esencial) Como si la potencia
fuera lo que la voluntad quisiera. En la expresión: la voluntad quiere la potencia o desea la
dominación, la relación de la representación y de la potencia es incluso tan íntima que toda
potencia es representada, y toda representación, la de la potencia. El fin de la voluntad es también
el objeto de la representación, y a la inversa. (Por tanto, el poder o la potencia, es siempre el
objeto de la representación). En Hobbes, el hombre en estado de naturaleza quiere ver su
superioridad representada y reconocida por los otros; en Hegel, la conciencia quiere ser
reconocida por un otro y representada como conciencia de sí; incluso en Adler, se trata de la
representación de una superioridad que compensa según la necesidad la existencia de una
inferioridad orgánica. En todos esos casos la potencia es siempre objeto de una representación, de
un reconocimiento, que supone materialmente una comparación de conciencias. Se hace entonces
necesario que un motivo corresponda a la voluntad de poder, que sirva también de motor para la
comparación: la vanidad, el orgullo, el amor-propio, la ostentación, o incluso un sentimiento de
inferioridad. (Para Nietzsche, en cambio, es el enfermo quien concibe la voluntad de poder como
una voluntad de hacerse reconocer, quien concibe a la potencia misma como un objeto de
reconocimiento, quien quiere representarse esencialmente como superior, e inclusive representar
su inferioridad como superioridad.) Es el enfermo quien quiere “representar una forma cualquiera
de superioridad” (Nietzsche, 2005a, p. 159-160).

“«El esclavo» que hay en la sangre del vanidoso, residuo de la picardía del esclavo […] ése es el que
intenta llevarnos engañosamente a tener buenas opiniones sobre él; es asimismo el esclavo el que
luego se prosterna enseguida ante esas mismas opiniones, como si no las hubiera producido. –Y,
dicho una vez más: la vanidad es un atavismo. ” (Nietzsche, 2005b, p. 242)

“El que aspira a la distinción tiene puesto el ojo sin cesar sobre el prójimo y quiere saber cuáles son
los sentimientos de este: pero la simpatía y el abandono de los que esa inclinación necesita para
satisfacerse están bastante lejos de estar inspirados por la inocencia, la compasión o la
benevolencia. Se quiere, al contrario, percibir o adivinar de qué manera el prójimo sufre interna o
externamente ante nuestra presencia, cómo pierde su potencia sobre sí mismo y cede a la
impresión que nuestra mano o nuestro aspecto hace sobre él; e incluso el que aspira a la distinción
haría o querría hacer una impresión alegre, exaltante o aseguradora, sin embargo no gozaría de
ese éxito si alegrara, exaltara o aserenaría al prójimo, sino en tanto que dejara su huella en el alma
de este, en tanto que le cambiara la forma y la dominara según su voluntad”. (Nietzsche, 1901, p.
123-124)

p. 91-92: Lo que nos presentan como la potencia en sí misma es solamente la representación que
el esclavo se hace de la potencia. Lo que nos presentan como lo maestro, es la idea que se hace el
esclavo, es la idea que el esclavo se hace de sí mismo cuando se imagina en el lugar del maestro,
es el esclavo tal cual es, una vez que triunfa efectivamente. Habiendo puesto al esclavo en el
maestro, percibimos que la verdad del maestro está en el esclavo. De hecho, todo ocurrió entre
esclavos, vencedores o vencidos. La manía de representar, de ser representado, de hacerse
representar; de tener representantes y representados: esa es la manía común a todos los esclavos,
la única relación que conciben entre ellos, la relación que imponen con ellos, su triunfo. La noción
de representación envenena la filosofía; es el producto directo del esclavo y de la relación de
esclavos, constituye la peor interpretación de la potencia, la más mediocre y la más baja.

Genealogía de la moral

III, 14 (p. 157):

“Si, pues, la condición enfermiza es normal en el hombre –y no podemos poner en entredicho esa
normalidad-, tanto más altamente se debería honrar a los pocos casos de potencialidad anímico-
corporal, los casos afortunados del hombre, tanto más rigurosamente se debería preservar a los
hombres bien constituidos del peor aire que existe, el aire de los enfermos.”

(p. 158):

“Quien para husmear tiene no sólo su nariz, sino también sus ojos y sus oídos, ventea en casi todos
los lugares a que hoy se acerca algo como un aire de manicomio, como un aire de hospital”

(p. 160-161):

“Hombres del resentimiento […], esos seres fisiológicamente lisiados y carcomidos, todo un
tembloroso imperio terreno de venganza subterránea, inagotable, insaciable en estallidos contra
los afortunados e, igualmente, en mascaradas de la venganza, en pretextos para la venganza:
¿cuándo alcanzarían propiamente su más sublime, su más sutil y último triunfo de la venganza?
Indudablemente, cuando lograsen introducir en la conciencia de los afortunados su propia miseria,
toda miseria en general: de tal manera que éstos empezasen un día a avergonzarse de su felicidad
y se dijesen tal vez unos a otros: «¡es una ignominia ser feliz!, ¡hay tanta miseria!...» Pero no podría
haber malentendido mayor y más nefasto que el consistente en que los afortunados, los bien
constituidos, los poderosos de cuerpo y de alma, comenzasen a dudar así de su derecho a la
felicidad.”

Más allá del bien y el mal


261 (p. 240-242):

“Entre las cosas que tal vez le resulten más difíciles de comprender a un hombre aristocrático está
la vanidad: se sentirá tentado a negarla incluso allí donde otra especie de hombre cree asirla con
ambas manos. El problema para el hombre aristocrático consiste en representarse unos seres que
buscan despertar acerca de sí mismos una buena opinión que ellos mismos no tienen de sí –y, por
lo tanto, tampoco «merecen»-, y que posteriormente creen, sin embargo, en esa buena opinión.
Esto le parece al hombre aristocrático, por un lado, algo tan falto de gusto y de respeto para
consigo mismo, y, por otro, algo tan barrocamente irracional que le gustaría concebir la vanidad
como una excepción, y en la mayoría de los casos en que se habla de ella, la pone en duda. Dirá,
por ejemplo: «Yo puedo equivocarme sobre mi valor y, por otro lado, exigir, sin embargo, que mi
valor sea reconocido también por otros exactamente tal como yo lo establezco –pero eso no es
vanidad (sino presunción o, en los casos más frecuentes, eso que se llama “humildad” o también
“modestia”)». O también: «Yo puedo alegrarme, por muchas razones, de la buena opinión de los
demás sobre mí, acaso porque los honro y amo y me alegro de cada una de sus alegrías, acaso
también porque su buena opinión confirma y refuerza en mí la fe en mi propia buena opinión,
acaso porque la buena opinión de los otros, incluso en los casos en que yo no la comparta, me es
útil o promete serlo, -pero nada de esto es vanidad». De manera forzada, especialmente con ayuda
de la ciencia histórica, es como el hombre aristocrático tiene que formarse la idea de que, desde
tiempos inmemoriales, en todas las capas populares dependientes de alguna manera el hombre
vulgar era sólo aquello que valía: -no estando habituado de ningún modo a establecer valores por
sí mismo, el hombre vulgar ni siquiera a sí mismo se atribuía un valor distinto al que sus señores le
atribuían (el auténtico derecho señorial es el de crear valores). Sin duda habrá que considerar
como consecuencia de un atavismo enorme el hecho de que, todavía ahora, el hombre ordinario
continúe aguardando siempre una opinión acerca de sí, y luego se someta instintivamente a ella
[…] De hecho ahora, merced a la lenta aparición en el horizonte del orden democrático de las cosas
(y de su causa, la mezcla de sangre entre señores y esclavos), el impulso originariamente
aristocrático y raro a atribuirse un valor a sí mismo desde sí mismo y a «pensar bien» de sí se verá
alentado y se extenderá cada vez más: pero ese impulso tiene en todo momento contra sí una
tendencia más antigua, más amplia, arraigada más básicamente, -y en el fenómeno de la
«vanidad» esa tendencia más antigua predomina sobre la más reciente. El vanidoso se alegra de
toda buena opinión que oye acerca de sí mismo (totalmente al margen de todos los puntos de vista
de la utilidad de esa opinión, y prescindiendo asimismo de que sea verdadera o falsa), de igual
modo que sufre por toda opinión mala: pues se somete a ambas, se siente sometida a ellas,
merced a aquel antiquísimo instinto de sumisión que en él se abre paso. –«El esclavo» que hay en
la sangre del vanidoso, residuo de la picardía del esclavo […] ése es el que intenta llevarnos
engañosamente a tener buenas opiniones sobre él; es asimismo el esclavo el que luego se
prosterna enseguida ante esas mismas opiniones, como si no las hubiera producido. –Y, dicho una
vez más: la vanidad es un atavismo. ”

Referencias

Nietzsche, F. (2005a). La genealogía de la moral. Madrid: Alianza.


Nietzsche, F. (2005b). Más allá del bien y el mal. Madrid: Alianza.

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