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LA AVENTURA DIALOGICA DE LA INFANCIA – MYRTHA CHOKLER – 2017 – EDICIONES CINCO.

CAPITULO 6. LOS AVATARES DE LA EXPLORACIÓN EN JUEGO


(Fichaje de cátedra. Prof. Ps. Mónica Sánchez)

La experiencia infantil emerge de la amalgama de condiciones subjetivas – maduración, seguridad afectiva y


disponibilidad corporal – con condiciones objetivas – ambiente humano cultural y material: objetos – juguetes,
espacios-tiempo- que los adultos ofrecen a los niños en la vida cotidiana. (…)

De la vivencia a la experiencia

El juego es una necesidad, una posibilidad y también un derecho de niño.


Jugar compromete una actividad esencial que no tiene más motivación ni objetivo que el placer de jugar. De
hecho el juego es libre y si no, no es juego. Su libertad y su dinámica emergen y contribuyen dialécticamente de manera
indiscutible, a la construcción subjetiva.
Todos los niños sanos juegan de acuerdo a su nivel madurativo y con sus propios instrumentos en plena
posesión de sus competencias: quieren, saben y pueden jugar. Las actividades de exploración y de juego son funciones
vitales como la respiración o el comer. Así como un niño no necesita que se le enseñe a respirar ni a succionar o tragar,
tampoco necesita que se le enseñe a jugar. Pero sí precisa que el adulto le garantice las condiciones de seguridad
afectiva, la calidad de los espacios, objetos y tiempos suficientes, apropiados y pertinentes a su maduración e intereses
para que pueda jugar. (...)
Se juega por jugar y para jugar. Ese es su valor, su motor y su efecto. El juego es inherente al desarrollo
afectivo emocional, intelectual, motor y social del niño, al mismo tiempo que constituye una vía natural de expresión y
su principal recurso psíquico de elaboración de conflictos.
Por lo tanto, el juego es tal en la medida en que es libre. Solo así, libre, cumple sus requisitos específicos
respecto de la iniciativa personal, del interés, de la búsqueda del placer. El ejercicio de la autodeterminación para el
inicio, la permanencia y la conclusión es fundamental. Es decir, la decisión de entrar y salir del estado mental de jugar.
(…) El juego se trata de una actividad escogida de manera autónoma, no impuesta desde el exterior y en un
tiempo de ocio, exento de obligaciones e improductiva.
Únicamente así puede garantizar sus funciones en los complejos procesos en los que se ve implicado el niño. El
goce vivido internamente en el acto es la fuente y la motivación del encadenamiento de acciones voluntarias que
denominamos jugar. El placer – como causa y efecto – que nace de una compleja moción-emoción-excitación, afecta los
afectos del sujeto: el descubrimiento, la sorpresa, el desafío, la tensión y la experiencia del efecto. El motor del juego y
su marca es la ratificación del placer en la reiteración del acto alojado en la memoria.
Por otra parte, el juego es un simulacro, una actividad centrada en el “como si”, una ficción. Jugar es crear otro
mundo: lo que sucede en ese momento, en ese mundo, no es en serio, aunque se juegue seriamente. Es falso, con una
simulación que puede remitir a lo real pero no es de verdad.
El juego de ninguna manera constituye un ejercicio para, ni un ensayo para, ni una preparación para tareas o
roles futuros, sino una manera particular de ser del mundo en el mundo, generando este otro mundo aquí y ahora. Es un
estado mental particular, autoinducido, donde el niño entra, se mantiene y sale por su propia decisión. Si no hay
autodecisión, no hay juego. Sin autodecisión puede haber acción, ejercicio, ejercitación, exploración, descubrimiento,
aprendizaje, también placenteros… ¿por qué no? Pero jugar es otra cosa.
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Jugar es asumir una sucesión de decisiones: empezando por la decisión de jugar, cómo, con qué reglas, luego la
decisión de mantenerlas o cambiarlas, de culminar o de concluir el juego. Y como está lleno de sorpresas, porque no es
un ensayo sino una creación, está atravesado por otra de sus condiciones: la incertidumbre.
Además el juego en sí es improductivo y no tiene particular incidencia en el mundo real: se arma y se desarma.
En la realidad lo que importa es que el niño posea la madurez y seguridad emocional suficientes para reconocer que no
es verdad y que ocurre en otro mundo de fantasía, por lo tanto se lo puede considerar con cierta banalidad o futilidad.

Las raíces de la acción y su transformación en actividad lúdica


El placer experimentado recíprocamente durante las actividades cotidianas en las interacciones entre el niño y
su entorno social (durante a alimentación, la higiene, el acunado, el sostén) generan huellas que se ratifican, se asocian,
se reafirman y puede ser evocadas, buscadas y activadas como protorepresentaciones iniciales o representaciones
mentales cargadas de la emoción compartida.
La búsqueda de la reiteración del placer promueve la activación de esas huellas mnémicas, creando un clima
relacional expectante y disponible frente a los primeros objetos de exploración: el rostro, las manos, el cuerpo, la ropa
de las personas significativas que el niño intenta tomar, aferrar. Es juntamente la actitud aceptadora del adulto, la
exteriorización del goce, lo que permite la consolidación del terreno propicio para que esta actividad intersubjetiva
cotidiana se vaya transformando lentamente en juego.
Pronto el objeto de interés y de exploración se vuelca hacia el propio cuerpo del niño, principalmente al
descubrimiento de sus manos, con su sensibilidad, sus formas, sus movimientos a diversas distancias y su utilización
como objeto de succión y su efecto de apaciguamiento. La mano que acerca a su boca le aporta también, más allá de lo
sensorial táctil y propioceptivo, una sensación de unidad y consistencia de sí mismo.
La mano – al ir ejercitándose y adquiriendo destrezas – de ser un objeto de curiosidad, indagación y
conocimiento por sí misma, se va convirtiendo poco a poco en una herramienta o instrumento privilegiado de prensión
para acceder a algo, tomar, acercar, llevar, alejar. Permite una doble función: por un lado exploratoria y de
experimentación con intencionalidad predominantemente cognitiva y por otro, de reunificación de sí y calma
emocional.
En un largo y matizado período inicial, el protoinfante1 vive múltiples procesos señalados por variadas
transformaciones psíquicas. En una primera etapa, mientras accede al descubrimiento y experimentación cada vez más
compleja del mundo circundante, siempre nuevo y renovado aún en lo conocido, el niño no puede diferencias entre
realidad y fantasía. Todo lo vive como real cargándolo emocional e imaginariamente, de variados significados. En este
estadio todavía los significantes, como soportes de significación, no pueden ser separados de los significados para
operar como símbolos. Justamente la maduración progresiva de la función simbólica le permitirá reconocer, en algún
momento, lo que es de verdad, o en broma o fantasía. Por eso para un niño pequeño “el lobo” no es una metáfora, ni un
personaje inexistente, sino que, por el contrario, en serio se comió a la abuelita de Caperucita. Los títeres, las historias
fantásticas, el teatro, exigen cierto grado de madurez que permita comprender, sin confusión angustiante, la diferencia
entre lo real y lo fantaseado. (…)
De la misma forma, las fases fundantes –pero laboriosas para los niños – de constitución de la propia imagen del
cuerpo, la continuidad y consistencia de su Yo, a pesar de los cambios subjetivos y objetivos, le llevan mucho tiempo de
pruebas y contrapruebas. (…)
Tal vez a esta edad el uso de disfraces, caretas, maquillajes, deforman lo que tan costosamente el niño intenta
construir, conocer, integrar de sí y del otro. Con todos los cambios que inevitablemente la vida cotidiana le exige
procesar y soportar, resultan una verdadera sobrecarga que atenta y sabotea sus estructuras recién organizadas y, por
tanto, extremamente lábiles.

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Protoinfancia, término creado por Myrtha Chokler, para designar el periodo del desarrollo previo a los tres años, en el que se
operan cambios vertiginosos, y en el que, al mismo tiempo, se organizan los procesos de individuación-subjetivación y las bases
estructurales de la personalidad presente y futura.
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Entre los 18 y 24 meses el niño adquiere un nivel de madurez que le permite progresivamente ir transitando un
trayecto semio-cognitivo más completo. Hasta la verdadera conversión real y semiótica de la cosa en objeto pertinente y
de éste en juguete, el trayecto ha sido fundamentalmente cognitivo, práxico y simbólico. Cabalgando la escoba está
cabalgando un caballo. Esta nueva conversión le permitirá entrar y vivir en ese estado mental particular que es el jugar y
jugarse. Con un proceso argumental de creación ficcional de personajes, asume roles, acciones y acontecimientos,
mientras va relatando. Su motor no es la necesidad ni la inquietud por el conocimiento sino el placer de reencontrar,
reelaborar y recrear lo conocido.
(…)
Cuando, en su lugar, los adultos proponen a los niños un objeto muy atractivo, réplica mimética de caballo,
diseñado, pensado y elaborado ya como juguete por un extraño juguetero, se produciría un empobrecimiento de este
potencialmente rico trayecto de emociones y cogniciones.
Con el juguete ya fabricado al gusto del juguetero, eventualmente de los adultos que lo compran inducidos por
el marketing, solo les queda a los niños adaptarse a las restricciones del objeto como meros usuarios. En lugar de
ejercer y ejercitar sus competencias en un apasionante itinerario de hipótesis y confrontaciones como creadores e
inventores, les resta únicamente intentar elaborar un trayecto ficcional. No es poco, pero notablemente menos.

La complejidad de las operaciones es absolutamente personal y autoinducida


La actividad y en particular la propia iniciativa incorporan ese objeto al universo propio del sujeto, que puede
llevarlo a un proceso singular de intimización del objeto social. Este carácter contribuye a la estabilidad y a la seguridad
en sí mismo en cada situación. (…)
El niño activa sincrónicamente emociones, saberes, atributos, actitudes y fantasías que le permiten ponerlos
afuera – proyectar objetos y situaciones – en otro escenario maleable, imaginado según su deseo, y con ello elaborar y
contener sus conflictos más íntimos.
Pero el niño no se engaña en el simulacro, por más intensamente que sea jugado y por mayor verosimilitud que
se logre. Conserva la conciencia del doble estado, de los dos mundos, real y ficcional, y también su autodecisión de
entrar, permanecer o salir, al menos de uno de ellos. La confusión entre ambos mundos, la carencia de esa conciencia,
es un claro indicador de inmadurez o de más o menos graves perturbaciones psíquicas.

Tipología y caracterización de las actividades lúdicas en el proceso de desarrollo.


En la protoinfancia, las actividades de aferrar y soltar, atrapar y arrojar, dispersar, juntar, reunir y separar partes
del cuerpo o de objetos, vaciar y llenar, podrían entenderse, además, como una profunda metáfora de los intensos y
complejos procesos de individuación. Expresan, de manera más o menos difusa, los intereses e inquietudes actuales
respecto de sus intentos, miedos y posibilidades de autonomizarse del otro. Por eso al principio, es el adulto el que,
sagazmente, junta, reúne, llena, acerca, apila, alinea objetos una y otra vez para que el niño pueda dispersarlos,
volcarlos, arrojarlos una y otra vez. Lanzar más allá y ganar sus espacios con todo el goce de la oposición, equivale a
ensayar la diferenciación y separación del otro. Los roles de ambos son complementarios. El adulto, empáticamente
complaciente y cómplice, opera como un Yo auxiliar en ese proceso. Poco a poco, por la madurez práxica y la
incorporación del rol auxiliar del otro, el niño actuará y jugará los dos roles complementarios de esos esquemas de
acción. Eso le permite asumir diversos puntos de vista y roles en la ficción alternando unos y otros cuando juega solo o
cuando se reparten entre sus pares.

Itinerario de protoinfante a niño


Saliendo de la protoinfancia, a medida que el niño evoluciona no solo en el dominio de sus praxias, sino en el de
su pensamiento discursivo y de su imaginario, desde aproximadamente los 3 hasta los 6 años, las actividades corporales
se complejizan y perfeccionan en una gama de extraordinaria riqueza. Así vive la tensión emocional de poner y ponerse
a prueba, a su medida y a su nivel. La experiencia del placer de reencontrar el goce ya vivido en su historia inconsciente
o preconsciente más o menos lejana, activa la alternancia de autodesafíos y reaseguramientos de equilibrios y
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desequilibrios. Las carreras, marchas diversas, trepados, saltos, deslizamientos, giros, caídas, se ligan a roles, a
personajes, a actitudes y expresiones mímico-gestuales, a onomatopeyas y a códigos lingüísticos, creando los escenarios
propios y los argumentos de sus relatos. Desde esta perspectiva el discurso del juego simbólico revela, además, las
modalidades subjetivas con que se viven profundamente los avatares de la afirmación y su relación con el otro. (…)
Un poco más tarde aparecen juegos de persecución, de atrapar y ser atrapado, de devorar y ser devorado. El
lobo, el cocodrilo, pueden entenderse como metáforas de la ambivalencia de los deseos y temores, amenazas,
ansiedades y fantasías primitivas de apropiación, conservación - meterse dentro del otro, desaparecer en el otro - , junto
a los juegos de omnipotencia.
También estos juegos de identificación serían preparatorios de la posibilidad ulterior de asumir diferentes roles y
lugares.
El relato ficcional del juego, así como las construcciones y las huellas gráficas representan pasajes en un proceso
de distanciamiento emocional. Pasajes, puentes y túneles en ida y vuelta, que permiten la transformación progresiva de
actividades centradas en placer del funcionamiento sensorio-motor, con eje en el propio cuerpo, para llegar a desplazar
el eje hacia la elaboración de productos externos, más o menos estables o transitorios, que toman sentido por fuera del
propio cuerpo. Así, desde evocar intensas vivencias sensomotrices primitivas autocentradas, se llega a la externalización,
proyección y simbolización de contenidos internos que se concretan en construcciones, encastres y rompecabezas, en el
dibujo y en el modelado. Ahora el foco está en el producto, aunque son actividades todas donde la corporeidad plantea
ajustes y reajustes no solo práxicos y cognitivos, sino también cierto nivel de control de la impulsividad, tanto en el gesto
como en el proyecto. (…)
En realidad las características de exploración y de placer sensorio-motor, de imitación, de simbolización de
situaciones y de roles sociales, que emergen en las etapas anteriores, se integran a nuevos juegos, se perfeccionan,
jerarquizan o se reestructuran pero no desaparecen. De hecho, aún en el juego de los adultos, es posible observar la
presencia de los rasgos propios de las experiencias lúdicas precedentes, inclusive en el deporte.
Esta nueva actitud mental que se organiza después de los 6, 7, 8 años, está construida por la decisión de
compartir y participar en actividades lúdicas regladas socialmente. Esto exige una mayor estructuración del yo, mayor
descentramiento emocional o, lo que es lo mismo, menor masividad de las proyecciones afectivas inconscientes. Es
decir, menor capacidad de gestionar las propias emociones, las intensas pulsiones, para ponerse en el lugar del otro, no
por contagio o identificación adhesiva como en etapas anteriores.
Ya señalaban Vygotsky, Wallon y Piaget, que recién entre los 6 y 7 años los niños adquieren una maduración
fisiológica y psíquica con la suficiente capacidad de atención y concentración diferenciada, para comprender
plenamente e integrar las propuestas y/o consignas que no provengan exclusivamente de su propia motivación. Logran
integrar y asumir la ley social presente de manera cada vez más simbólica, pero eficaz en la comunicación y en la
socialización. Tienen capacidad de espera y tolerancia suficiente frente a los obstáculos y las frustraciones que implican
las normas. En consecuencia, producen y comparten las reglas que comprometen a todos los jugadores y que todos se
proponen respetar, sin lo cual el juego reglado no existe.
Si aún no tienen suficiente maduración para sostener una atención concentrada, para ponerse durante cierto
tiempo en el lugar del otro y controlar sus ansiedades desbordantes, les resultará prácticamente imposible imaginarse lo
que otro tiene en mente, qué se le plantea en el juego o en la consigna. Entonces la pulsión puede culminar en la
transgresión y ahí cesa el juego.
Juegos competitivos como la escondida, la mancha y sus variantes, juegos de ingenio y de destreza motriz global,
reglados de manera compleja como las carreras, los trepados, saltos, o de manipulación, memoria y estrategia como
figuritas, cartas, bolitas, ludo, oca, ajedrez y tantos otros, necesitan cierta maduración psicológica, afectiva, cognitiva y
social.

Materiales, objetos, juegos y juguetes.


Cuando son pequeños, los niños precisan espacio y también materiales con una función de apoyo.
Ahora bien, las exigencias voraces del mercado, han desencadenado una gran rivalidad y una productividad
febril de objetos ofrecidos como juguetes que promueven prevalentemente la tendencia actual al hiperrealismo. Esto
conduce al retroceso del límite o de la maleabilidad o de su potencialidad de servir como objeto de metamorfosis de
sentido. (…)
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Los juguetes que se fabrican y se ofrecen pueden ubicarse en una escala de grado de mímesis que va desde la
reproducción perfecta a la simple evocación – a través de los objetos – de un mundo mimetizado: el mundo de los
adultos o imaginado por los adultos. (…)
La oferta actual de juguetes para niños puede así ser clasificada en cuatro tipos de juguetes: el juguete
estimulador sensorial, el juguete para manipular, el juguete para construir y el juguete-ficción.
Los objetos ya construidos como juguetes operan como soporte de una acción observable, más o menos
limitada, que va del contacto visual y/o táctil y la manipulación, a la construcción o a la posibilidad de automovimiento,
pasando por el simulacro y las acciones asociadas. Son objetos que pueden ofrecer un valor simbólico, pero están
hechos en general, con funciones o un repertorio de representaciones posibles específicas ya integradas en el mismo
diseño. Por tal razón, los juguetes supercomplicados, sofisticados, con mecanismos incomprensibles para la lógica
infantil, o ingenuamente primitivos o de apariencia demasiado llamativa imponen, de hecho, límites restrictivos tanto a
la actividad real de exploración y experimentación como a la transferencia de significaciones.
Muchos niños están habituados a que los juguetes jueguen con ellos en lugar de ellos con los juguetes. No
logran todavía hacer otra cosa que someterse a la atracción acrítica del juguete y, tal vez más adelante, tampoco
querrán ni podrán superar esos límites.
De tal manera que la actividad lúdica se ve empobrecida por las condiciones fuertemente determinadas de
algunos artículos que van llevando los procesos de intimización y de autonomía hacia la superficialidad y la vaguedad.
No suelen promover la experiencia del descubrimiento, ni del pensamiento creativo. Se acorrala a los niños como meros
usuarios en un mundo que se hace cada vez más fluido, inconsistente, pero de intensidad sensorial y emocional
desbordante y desbordada, veloz y light, efímero y descartable. Un mundo que privilegia la impresión sobre la reflexión
y la superficialidad sobre la profundidad.
Los juguetes demasiado sofisticados, mecánicos y autopropulsados, que exigen movimientos simples y repetidos
(ante un click o un impulso todo lo hace el juguete y no el niño) son los que menos contribuyen al ejercicio de sus
competencias ya que las posibilidades de transformación se ven muy reducidas. (…) Esto es demasiado pobre frente a
las posibilidades que ofrecen algunos trozos de madera con los cuales el niño diseña y fabrica un auto, un garaje, una
pista que organiza a su antojo y donde puede representar muchas clases diferentes de autos en infinidad de situaciones.
Los niños necesitan materiales simples para el juego, con ellos siempre podrán explotar, construir y transformar.
No precisan costosos juguetes, pero sí que sean seguros. Que sean manipulables de manera autónoma y no tóxicos en
un ambiente seguro donde puedan tomar sus propias decisiones. Los niños reflexionan mejor a partir de sus propias
iniciativas, inquietudes y preguntas, que los llevan a evaluar sus acciones y buscar sus propios caminos para encontrar
por sí solos las soluciones, procesando estrategias, obstáculos o errores.
También necesitan jugar mucho a solas. Poder hacerlo es un signo de salud mental. Desarrollar una idea,
imaginar, crear exige disponibilidad, tranquilidad, concentración y tiempo.
El juego con adultos puede construir una importante instancia de comunicación, de integración de la cultura y
de las normas sociales. A su vez, el jugar solo o con pares permite al niño dar curso a su propia fantasía con mayor
libertad, sin depender o quedar fuertemente atrapado en la red de afectos, condicionado inevitablemente, ante la
mirada, las expectativas, las emociones, los deseos conscientes o no conscientes, a las inducciones y/o los juicios y
prejuicios propios y de los adultos.

Los niños, las pantallas electrónicas y la televisión


Justamente porque las pantallas tienen una enorme potencia de captación y de entretenimiento, es bueno
recordar que la presencia ante el aparato y la elección de los programas está determinada por adultos que demuestran
también así su competencia para criar y educar a un niño.
En edades tempranas, hasta los 2 o 3 años, y aún después, la imagen de la pantalla fascina – en el peor de los
sentidos – atrapando al sujeto aprisionado. Sin posibilidades de elegir, pegado al estímulo, se ve incapaz de separarse y
de pensar. La pantalla resulta particularmente inadecuada en esas edades. Somete al niño a un rol de mero espectador y
no de actor cuando su necesidad esencial es el movimiento, la acción, la interrelación y comunicación humana. En una
situación de pasividad y de absorción masiva de estímulos, pixeles veloces, incomprensibles, él no alcanza a entender lo
que ve ni puede anclarlo en vivencias articuladas con sus propias experiencias corporales. El niño de esa edad, incapaz
de diferencias aún fantasía y realidad, se ve sumergido en situaciones diversas, sin capacidad para analizar, comprender,
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comparar, integrar ni utilizar esas imágenes de manera creativa. Muchas producciones, por su formato, más allá de los
contenidos del mensaje, estimulan la adhesividad emocional indiscriminada, la hiperexcitación, por la calidad invasiva,
intrusiva, improcesable de la imagen. Por lo tanto, las intensas y múltiples excitaciones sensoriales se acumulan en
tensiones, crispaciones musculares más o menos desordenadas tanto a nivel visceral como motor. Ligadas a la
agitación, a miedos, ansiedades, inquietudes, las tensiones promueven descargas tónico-emocionales y hormonales. La
desorganización también deja huellas neurofisiológicas y mentales difíciles de tramitar. Esa acumulación excesiva lleva
inevitablemente al estallido hacia adentro – haciendo síntomas psicosomáticos, trastornos del sueño, de la
alimentación, enuresis, entre otros – o hacia afuera – hipermotilidad, agresividad, irritabilidad e incontinencia
emocional.
Se ha investigado mucho en los últimos años acerca del factor adictivo de la imagen de las pantallas y sus
consecuencias en el desarrollo integral de los niños y jóvenes.
En este sentido es conveniente reflexionar acerca de la masividad de la influencia y las inducciones ideológicas
prevalente, de los modelos y valores sociales que explicitan, transmiten y jerarquizan, más o menos subliminalmente a
través de las actitudes y de los discursos de los personajes en este medio audiovisual.
Bastante después de la protoinfancia – que es la edad del movimiento y de la apropiación de la realidad real, no
de la virtual – pero no antes, el uso prudente de las pantallas interactivas, cursando ya las edades escolares, podrían
convertirse, con certeza, en un instrumento interesante de información, de acceso al conocimiento, de identificación, de
conexión, de socialización inclusive y de aprendizaje. Pero en niños pequeños constituye un verdadero atentado a su
constitución subjetiva, frente al que necesitamos estar alertas.
Los inicios de la vida son extraordinariamente complejos en un deslumbrante universo multifacético. Vale la
pena dar tiempo y darse tiempo para transitarlos como protagonista, como co-autor y/o como testigo activo, para
descubrir y construir los senderos y gozarlos con plenitud y conciencia.

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