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DE LA VAGINA DENTATA AL

PODER DEL DESEO


EL CUERPO DE LA MUJER COMO MISTERIO
Aglaia Berlutti

‘El origen del mundo’ de Gustave Courbet.

Hace unos días, recibí el siguiente mensaje en mi correo


electrónico: «Usted es irresponsable y pornógrafa. Las mujeres
de bien no ven ese tipo de fotografía». El invisible interlocutor
hacía mención a un reciente artículo que publiqué en mi blog
Nobuyoshi Araki, el controvertido fotógrafo japonés, cuyas
imágenes tienen un fuerte contenido sexual. Aunque al escribir
el texto supuse despertaría algunos comentarios de
desaprobación —sobre todo porque el trabajo de Araki incomoda
a mucha gente— me sorprendió la crítica. Sobre todo la
insinuación de lo que puede o no hacer una mujer con sus
palabras, pluma y opinión. Ignoré el comentario.
Pero para mi interlocutora (porque para mi sorpresa el
insistente crítico se trataba de una mujer), no todo parecía estar
dicho. Un día después, recibí un segundo correo, donde la mujer,
enfurecida, me reclamaba lo que llamó «mi poca moral»,
insistiendo en que como, luego de declararme defensora de los
derechos femeninos, pudiera mirar el trabajo de Araki con
«buenos ojos». Además, añadía que había investigado sobre el
autor y que todas sus imágenes eran retorcidas, «Una
declaración de violencia» y lo que según comprendí, molestaba
más a mi enfurecida lectora, «mostraba esa parte del cuerpo que
no se debe mostrar nunca».
Juro que intenté contenerme. Lo juro solemnemente. Pero
no pude. De manera que me armé de paciencia, reuní las
mejores imágenes de Araki sobre la vulva femenina, algunas más
del fotógrafo Nelson Garrido, una pareja en una tórrida escena
sexual captada por Nan Goldin y se la envíe a mi pudorosa
remitente. Aguardé su respuesta y mientras lo hacía, me
pregunté una y otra vez, el motivo por el cual a la mujer parece
resultarle tan escandaloso que su cuerpo se muestre. Me refiero,
en concreto, no solo al inspiracional desnudo artístico, sino a esa
visión mucho más quirúrgica que expresa la idea de lo femenino
—su genitalidad— de una manera muy frontal. Una
interpretación de la idea de lo que es o no moral que me
desconcierta y más allá, me hace pensar que la cultura represiva
contra la mujer ha tenido un resultado casi castrante en la
imagen que tiene de si misma, y más allá de la cultura a la que
pertenece y que presumiblemente, le enseñó que ciertas cosas
de su cuerpo «no se miran» y «no se tocan».
La perla del deseo o el pequeño secreto entre las
piernas
Hablar sobre la vulva femenina no es un tema sencillo ni
que se aborda fácil. Para el hombre, parece ser más sencillo
exhibirse desnudo: desde la Grecia clásica, el genital masculino
ha representado poder y fuerza, lo cual es comprensible. En la
visión primitiva de sexo, el hombre que penetraba simbolizaba a
ese poder de lo viril, ese símbolo del poder del macho de la
especie. Con la mujer, la cosa es distinta: tal vez sea deba a un
asunto meramente práctico: los genitales femeninos
permanecen ocultos, entre la piel, el pudor y la simple ironía de
guardar —bajo puertas casi secretas— el deseo femenino. Y
aunque las Diosas de todas las épocas han mostrado sus
exuberantes pechos desnudos —se conservan multitud de
estatuillas de Diosas de opulenta belleza— muy pocas muestran
lo femenino a un nivel más íntimo. Tal pareciera que en el
esquema de las cosas, el genital femenino se resume a ese
pudoroso pliegue de piel que los artistas de todas las épocas
representaron en dulces alegorías. Los pechos espléndidos y
altivos demostrando belleza, y la cintura cubierta por telas
transparentes, esa enigmática puerta al mundo del placer. De
manera que la mujer —como figura, identidad y expresión—
siempre pareció estar protegida por su propia naturaleza.
Pasarían siglos hasta que un cínico y provocador Gustave
Courbet descubriera el mundo el enigma femenino. Y lo hizo, a
la manera simple de los talentosos: Courbet exaltó el cuerpo
femenino en una serie de obras que parecen no solo exhibir la
belleza de la mujer real —la que existe más allá de la mordaza
histórica— sino además, dejar bien claro el poder de esa realidad
de carne y hueso, ese fragante ahora de lo recién nacido y nada
figurativo. Porque la mujer Courbet no despierta ternura ni
muestra fragilidad: es portentosa en su poder natural. Baste
como ejemplo su cuadro más conocido El origen del mundo: toda
un declaración de intenciones con su imagen del sexo femenino
como parte de una figura anónima que yace cómodamente
reclinada, en toda su gloria impúdica. La obra, con su visión casi
anatómica del sexo de la mujer, dejó muy claro que la mujer de
Courbet es poderosa por derecho propio, por la necesidad de
mostrarse sin ningún matiz. El observador no tiene un solo lugar
a donde esconderse, entre las piernas de la mujer anónima: la
sexualidad se plantea como obra de arte y se piensa así misma
como devocionario de un nuevo tipo de religión y creación visual.
Unos años más tarde, un joven y mundano Amadeo
Modigliani liberaría a su modo a la vulva femenina de su discreta
sumisión. Y lo hizo con su trazo directo y evidente: el París de su
época miro a las mujeres Modigliani y sintió horror. Eran
demasiado reales, incluso en su estilización artística, en esa
visión geométrica y disgregada del pintor, para comprenderlas.
Hablamos de un tiempo donde la mujer era una criatura divina y
etérea que se miraba así misma como reflejo de castidad. Pero
Modigliani rasgó las vestiduras: Las mostró velludas y con los
labios secretos bien a la vista. Cundió el escándalo. El pintor fue
execrado de los elitescos círculos de París y se le condenó al
ostracismo. El mundo no estaba preparado para la Mujer
Modigliani, dijo alguien. A veces me pregunto si el mundo para
lo que no estaba preparado era para la liberación de la mujer.
Cual sea el caso, el pintor logró un pequeño avance en un
camino largo y doloroso: La mujer dejó de ser una criatura sin
rostro, anónima en el deseo para existir. Real. Con sonrisas
húmedas y ojos abiertos de asombro. Y con que fuerza. Durante
años, la mujer tradicional, esa que insistía las pinturas y después
la fotografía forzó a la otra, la temible, la diablesa, la provocativa,
a subsistir al fondo de la memoria colectiva. A moverse de un
lado a otro, tropezando con la hipocresía social para encontrar
una manera de comprenderse. Y aún así, esa mujer poderosa y
creativa, la malvada, siguió sobreviviendo a pesar del peso de la
historia en común, la que comparte sin quererlo. La visión de lo
que se teme, se contempla. Desconcierta y angustia. Reprime y
finalmente contradice lo esencial de la visión femenina sobre si
misma.

La flor misteriosa, orquídea transparente


Obra de Nelson Garrido

El primer médico ginecólogo que me atendió en mi vida, era


una mujer. Pragmática, con la edad de Dios o una muy cercana,
A. era una de esas veteranas del prejuicio que parece recorrer
justamente el camino contrario, hacia la liberación. Luego de
realizarme todos los exámenes de rutina —y lidiar con mi
nerviosismo de doce años inquietos e incómodos— me pidió
escuchar una pequeña charla sobre lo que llamó «la vergüenza
social».
—Tu vulva es un tesoro —me dijo en esa primera cita— te
dirán que te cubras, que es la florcita de la familia, que te
respetes. Pero es tuya. Es el poder de que te dio la naturaleza.
Creas vida, sientes placer. Eres poderosa.
Sus palabras me gustaron. Se parecían muchísimo a lo que
mi abuela pensaba sobre el cuerpo femenino y a la manera como
me habían educado. Y es que quizás A., con su mirada dura, era
también una sobreviviente a la historia de las mujeres, esa que
nadie cuenta. Después me enteraría que para poder estudiar
medicina, había tenido que huir de la casa paterna. Su padre, un
hombre conservador y machista, le había tratado de convencer
por años que debía licenciarse en algo más femenino. Como A.
me explicará en su oportunidad, la idea de un mundo signado
por el género la aterró, de manera que decidió estudiar medicina,
sin el apoyo familiar.
—Te dirán que eres decente, que la decencia comienza por
cuidar de tus partecitas— soltó una carcajada —. No le permitas
a nadie convencerte que tu vagina, tu vulva, tu concha, no te
pertenece. Es tuya. No utilices epítetos infantiles. La mujer debe
ser adulta.
Esa idea me intrigó por años. Y es que viviendo en un país
machista como el mío, la cosa parece elaborar un propio
concepto de lo bueno y de lo malo. La niña buena lleva falda a la
rodilla, no se ríe en voz alta, no es fácil (lo que sea que signifique
ese término). La chica mala por el contrario, es destructora,
temible. La que todos desean mirar pero nadie tropezarse. Tal
vez por ese motivo, la primera vez que me tropecé con una
fotografía de Nelson Garrido, sentí un inmediato alivio. Con sus
temática vulgar, su creación de la mujer fetiche y esa devoción
por lo femenino como transgresor, era una bocanada de aire
fresco en toda esta necesidad de reconstruir a la mujer como
figura de culto, más allá de la visión real de las cosas.
Todas las fotografía de Nelson Garrido suele asquear o
atemorizar al espectador. Como diría mi profesora de fotografía
favorita, su dilema es la búsqueda del impacto a través de lo
retorcido, lo inquietante y lo directamente desagradable. No
obstante, una de sus imágenes suele causar revuelo allá donde
se muestra, sobre todo a las mujeres: se trata de una vagina,
fotografiada de una manera muy evidente y frontal. El encuadre
pequeño y muy cerrado no deja ningún elemento a la
imaginación. Y como si eso no fuera suficiente, entre los labios
interiores —justo en la llamada flor del deseo, el eufemismo más
ridículo que he escuchado para clítoris— hay una pequeña
escultura de un niño Jesús. Idéntico a los que se suelen usar en
el pesebre. Inmediato escándalo. Incluso hay un grupo de
devotos enemigos de Nelson Garrido que lo odian justamente por
esa imagen.
La primera vez que yo la vi, me la mostró una amiga. Y
estaba muy aterrorizada por todo: la vagina visible, con una
escultura religiosa en evidente provocación. Pues a mi me
encantó. Miré la imagen fascinada por un largo rato y me
pregunté como habría sido tomarla, crear una alegoría crudisima
y directa sobre el temor al sexo, la pudibundez cultural y la
estereotipación de la conducta sexual a través de algo tan
orgánico como los genitales femeninos. Bien podría haber
desarrollado un símbolo fálico, bien visible y exuberante, pero
Garrido, en toda esa radiante visión suya sobre la mujer y el arte,
lo hizo a través de una vulva. Por supuesto, cuando se lo expliqué
a mi amiga, se escandalizó.

—¡Esto es una falta de respeto! —exclamó—. Colocar allí un


crucifijo…
—¿Allí donde? —pregunté con intención. Me dedicó una
mirada durísima. Y se sonrojó.
—Allí, Aglaia… allí abajo.
—Eso tiene un nombre —dije rotunda—. Vagina.

Mi amiga se ruborizó aún más y me angustió un poco que


una palabra, su propio cuerpo, le provocara tanto horror.
Manoteó y me quitó de las manos la revista que contenía la
imagen.

—Ya sabía que no entenderías nada —me reclamó.


—¿Qué tenía que entender? —pregunté perpleja. Ella me
miró con los ojos muy brillantes.
—¡Es Cristo! ¡Es sagrado! ¡Y lo puso allí! —casi escupió las
palabras. Sentí que un malévolo sentido del humor me subía a la
garganta.
—En la vagina.
—¿Te encanta la palabra no?
—Solo es una palabra —dije. Y mientras las emociones de
mi amiga parecían sofocarla aún más, a mi toda la conversación
me parecía más incomprensible. ¿Por qué tanto pánico?, ¿qué
había tan temible en su cuerpo como para para angustiarle así?
—¡Es una grosería lo que hizo ese hombre!
—Tu cuerpo es tan sagrado como el crucifijo —respondí.
Ahora sí comenzaba a disgustarme. —No puedo entender por qué
miras tu propio cuerpo como algo corrompido e inquietante.
—¡Tu no entiendes nada! —me reclamó y, sin más, me dejó
plantada en el café donde nos encontrábamos. La verdad no, no
entendía nada.

Pasarían algunos años hasta que pude preguntarle


directamente a Nelson Garrido el motivo que le había llevado a
tomar esa fotografía y otras muy parecidas. Por entonces era su
alumna en el durísimo taller «Experimental I» y me debatía con
respecto al tema del desnudo y la autocensura. Cuando le
pregunté directamente su visión del cuerpo y la moral, soltó una
de sus carcajadas nasales.
—Solo puse el crucifijo, que considero Santo como buen
católico, en el lugar más Sagrado que encontré —respondió. Nos
encontrábamos sentados en la pequeña biblioteca de su escuela
de su fotografía, y su respuesta me pareció extraordinaria, como
si fuera parte en belleza y esencia, de ese pequeño templo a la
imagen en el que nos encontrábamos. Tomé un sorbo de café,
mirando fascinada.
—A usted le llamarían feminista radical —comenté. Me
dedicó una de sus amplias sonrisas socarronas.
—No. Soy consciente del poder del símbolo. La mejor forma
de escandalizar en el arte es hacerte pensar. Y quien ve esa
fotografía, no la olvida. Ya sea para insultarla, mostrarla,
pensarla o como tu, sonreír con ella.
Era verdad. Y me asombró que el profesor Garrido lo viera
tan claro y lo expresara con tanta contundencia. O tal vez, no
debió sorprenderme: todo fotógrafo es, ante todo, un
iconoclasta.

Araki y el temor epistolar


Volviendo a la mujer que estaba muy horrorizada por mi
artículo sobre Araki, recibí respuesta suya unas dos horas más
tarde. Al parecer, ya no solo le provocaba repulsión, sino algo
más cercano al horror. Me acusó —otra vez— de pornógrafa y
me preguntó directamente si era una «puta». Cuando le respondí
que podría serlo pero tendría que asumir mi cuota de culpa, me
respondió iracunda.
«El mundo está perdido desde el origen. La mujer tuvo la
culpa».
Solté una carcajada. Recordé el cuadro de Courbet, las
mujeres de Modigliani y la vagina sacra de Garrido y pensé que
mi extraña interlocutora, en toda su furia religiosa, tenía razón.
La mujer tiene la culpa de crear una opinión, de debatir sus
propias ideas a través de símbolos y una necesidad siempre
insatisfecha. ¿Curiosidad? ¿Putería? Quién sabe.
Lo que sí sé es que, muy probablemente, soy culpable.
C’est la vie.
Aglaia Berlutti
Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por
pasión. Desobediente por afición. Ácrata por necesidad.

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