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“Esclavos y Negreros”, de Miquel Izard Llorens, es

una obra que fue publicada como Monográfico en


la revista TESTIMONIO, número 4, editada por Edi-
torial Bruguera el 22 de diciembre de 1975.
Considerando que el texto sigue teniendo actual-
mente toda su validez e interés, y que la obra se
encuentra actualmente agotada, la hemos digitali-
zado y maquetado en forma de libro para que pue-
dan tener acceso a su lectura las personas intere-
sadas en el tema.
El trabajo de digitalización y maquetación, realizado
en agosto de 2018, ha sido realizado por Demófilo.

Nota:
Esta obra carece de valor comercial. Se ofrece
desinteresadamente al lector, sin más
finalidad que la de contribuir a la
difusión de la cultura

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Biblioteca Libre
OMEGALFA
Agosto
2018

1.

DE LA REVOLUCION NEOLITICA
A LA EXPANSION EUROPEA

EL hombre, durante los primeros doscientos cincuenta mil


años de su existencia sobre la Tierra, no varió fundamental-
mente su actitud ante la naturaleza, que fue meramente pasiva:
el hombre se limitaba a pescar, cazar o recolectar frutos sil-
vestres, alimentos y enseres que la naturaleza le ofrecía gra-
ciosamente sin que él tuviera que hacer otra cosa que recoger lo
que a su paso hallaba. Durante este largo período, la autonomía
de cada grupo humano fue muy reducida; simples depredado-
res, apenas podían almacenar alimentos, dada su mínima pro-
ductividad y la incapacidad de conservarlos, y si alguien era
privado de lo que obtenía no podía sobrevivir.
Dada esta actitud puramente pasiva, el hombre no podía ejercer
un control sobre la producción, con lo que el número de indi-
viduos dependía de los recursos naturales, y éstos, animales o
frutos silvestres, llegaban bien pronto a un límite.
Hace aproximadamente unos quince mil años, algunas comu-
nidades humanas cambiaron radicalmente su relación con el
medio ambiente. Su actitud pasiva devino activa: en lugar de
recolectar lo que la naturaleza podía proporcionarles iban a
obligarla a producir según su voluntad. El cambio estaba
preñado de consecuencias revolucionarias. Con el descubri-
miento de la agricultura y la domesticación de algunas especies
animales se iniciaba una nueva etapa de crecimiento gradual,
muy lenta al principio y explosiva desde mediados del siglo
XVIII, en la que mediante la selección de semillas o de espe-
cies animales, la utilización de mejores herramientas, el cultivo
en tierras más apropiadas, podía incrementarse no sólo la
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producción, sino también la productividad, y el excedente
obtenido podía conservarse durante un tiempo determinado;
por otra parte, los efectos del cambio fueron acumulativos,
pues los nuevos conocimientos adquiridos y las variaciones
adoptadas conducían a nuevos progresos; ya no existía un
techo, de momento, para el número de hombres, pues si au-
mentaba la población bastaba con poner más tierra en cultivo;
habría más bocas que alimentar, pero nuevos brazos podían
trabajar tierras complementarias; los niños ya no representaban
una carga, como lo habían sido en las sociedades depredadoras
hasta que eran capaces de procurarse por sí mismos alimentos:
en las sociedades agrarias, desde muy pequeños, podían cola-
borar en algunas de las fases del ciclo agrícola o cuidar de los
rebaños.

Las primeras sociedades agrícolas recogían sus escasos enseres, abandonaban


sus endebles chozas, y buscaban nuevas tierras que roturaban y quemaban,
para eliminar la maleza y obtener un mejor rendimiento merced a la acción
benéfica de las cenizas.

Las primeras sociedades agropecuarias fueron todavía semi-


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nómadas, pues al cabo de dos o tres cosechas, la tierra, sin
recibir abonos y cultivada con herramientas muy rudimenta-
rias, dejaba de producir proporcionalmente al trabajo invertido.
En estas circunstancias, la primeras sociedades agrícolas re-
cogían sus escasos enseres, abandonaban sus endebles chozas,
y buscaban nuevas tierras que roturaban y quemaban, para
eliminar la maleza y obtener un mejor rendimiento merced a la
acción benéfica de las cenizas.
Posteriormente, estas sociedades agrícolas realizaron una serie
de portentosos descubrimientos, controlaron la fuerza de los
bueyes como animales de tiro, inventaron el arado, aprendieron
a servirse de la rueda para múltiples menesteres, descubrieron
los intrincados procedimientos para fundir minerales, con los
que construyeron mejores armas y aperos, empezaron a cono-
cer los cambios estacionales, de los que dependían los ciclos de
la agricultura, y consiguieron elaborar precisos calendarios.
Algunas de estas sociedades, pertrechadas con tales progresos
y conocimientos, fueron capaces de controlar determinadas
zonas del planeta en las que las condiciones naturales permitían
actividades agropecuarias sedentarias con rendimientos, si no
crecientes, como mínimo estables. Se prestaban a ello espe-
cialmente los valles inferiores de algunos ríos de zonas casi
tropicales —Nilo, Tigris, Éufrates, Indo—, donde las crecidas
anuales irrigaban de forma natural la tierra a la vez que depo-
sitaban capas de suelo arrastradas desde las partes altas de la
cuenca, lo que suponía una renovación periódica de la tierra
cultivable.
Pero la puesta en cultivo de estos valles exigía complejos y
costosos trabajos, y en consecuencia la colaboración colectiva
de una considerable cantidad de mano de obra; era necesario
drenar el agua que quedaba estancada; controlar las avenidas,
que podían ser de resultados catastróficos, construyendo di-
ques; eliminar la vegetación espontánea no aprovechable;
exterminar las alimañas que pululaban por la zona. Una parte
de la población no podía por tanto trabajar intensamente en el
Esclavos y negreros
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campo, pues debía dedicarse a estos laboriosos quehaceres para
permitir el cultivo, pero podía ser alimentada por el excedente
producido por aquellos que sólo se dedicaban a la agricultura,
que, como hemos señalado, obtenían rendimientos considera-
bles de su trabajo.
Otro factor colaboró a asentar definitivamente a los habitantes
de estas zonas, y fue la domesticación de árboles —palmera
datilera, olivo, higuera, vid— que ayudaban a diversificar la
alimentación y cuyo fruto anual podía almacenarse durante un
tiempo considerable; estos árboles no podían trasladarse.
Estas comunidades sedentarias no sólo debían defenderse de
las alimañas y de los ríos descontrolados, sino también de
pueblos nómadas depredadores a los que resultaba más fácil
saquear a los campesinos que obtener su alimento de la natu-
raleza.
La guerra contribuyó al perfeccionamiento técnico, pues hubo
que fabricar armas más eficaces; a la aparición de caudillos
(aquellos que demostraron más bravura y mayores condiciones
para organizar los ataques o las defensas), caudillos que ob-
tendrían prestigio y autoridad y se convertirían en los prece-
dentes de los monarcas; y por último, la guerra contribuyó
también a que los pueblos agrícolas sedentarios aprendieran
que era posible domesticar hombres, como hasta el momento
habían domesticado animales. Si los rendimientos eran sufi-
cientemente altos, se podía hacer trabajar compulsivamente a
los prisioneros, ya que lo que éstos podían producir era sus-
tancialmente superior a lo que exigía su propia subsistencia.
Pero la esclavitud no debió de surgir exclusivamente de la
guerra; aquellos valles necesitaban cada vez más mano de obra
a la vez que podían abastecer poblaciones crecientes, y pueblos
vecinos, víctimas de la sequía y su secuela el hambre, encon-
traron acogida, a cambio de renunciar a un porcentaje de su
fuerza de trabajo, en los fértiles valles fluviales.

Esclavos y negreros
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Nacimiento de la esclavitud

En estas mismas sociedades pudieron convertirse en esclavos


algunos de sus propios miembros que se habían visto obligados
a endeudarse con aquellos que les podían proporcionar —con
un interés usurario— simientes o aperos, y que no pudiendo
devolver el préstamo debían venderse a sí mismos o a algunos
miembros de su familia para saldar sus deudas.
En el Egipto dinástico, al parecer, la inmensa mayoría de los
esclavos eran extranjeros, prisioneros de guerra, víctimas de
actos de piratería, o entregados por pueblos sometidos en ca-
lidad de tributo. Y parece fuera de toda duda que su número
—plausiblemente nunca representaron un elevado porcentaje
dentro de la población total— estuvo en estrecha relación con
el poderío de los distintos faraones. En épocas de expansión,
las relaciones con el extranjero permitían obtener más escla-
vos, a la vez que éstos se hacían más necesarios dada la mag-
nitud de las obras suntuarias o públicas emprendidas por el
monarca. La mayoría eran propiedad del faraón y trabajaban en
su servicio personal, en las tierras reales o en las minas y can-
teras; pero una parte eran regalados por el monarca a sus cor-
tesanos y a los altos mandos militares. En líneas generales
parece que los esclavos egipcios se encontraban en una situa-
ción muy similar a la de los fellah, los campesinos que culti-
vaban las tierras del Estado o de los templos.
En Mesopotamia los esclavos también procedían en su mayoría
de las guerras exteriores, pero los había nacidos en el país de
madre esclava o que habían llegado a esta situación por no
poder pagar sus deudas. Sin embargo, podían ahorrar, no se
sabe exactamente cómo, y comprar su libertad.
Cerca de Atenas, eran casi exclusivamente esclavos los que
trabajaban, en pésimas condiciones, en las minas de plata es-
tatales de Laurion, veinte mil de los cuales se rebelaron durante
las guerras del Peloponeso y saquearon buena parte del Ática.

Esclavos y negreros
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En la misma Atenas había un considerable número de esclavos
empleados en el servicio doméstico —generalmente bien tra-
tados e inmersos en un ambiente patriarcal— y en manufac-
turas, sin llegar a grandes concentraciones. Algunos atenienses
obtenían mejores beneficios de sus siervos estimulándolos a
trabajar por su cuenta a cambio de un canon determinado. Los
esclavos atenienses, si consideraban que eran maltratados por
sus propietarios podían asilarse en un templo y conseguir ser
revendidos a un nuevo patrono.

En el antiguo Egipto, la mayoría de los esclavos eran propiedad del faraón.


Trabajaban en su servicio personal, en las tierras reales, en las minas,
canteras y, sobre todo, en la construcción de las obras suntuarias o públicas
emprendidas por el monarca como la erección de pirámides.

En Esparta, los ilotas, esclavos del Estado, trabajaban la tierra


para producir el excedente con que alimentar a los ciudadanos
libres, que sólo debían ocuparse del ejercicio de las armas. Los
ilotas podían formar familia, cultivar como mejor les pareciera
el lote que el Estado les había asignado a cambio de un censo

Esclavos y negreros
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anual en especies, pero a la vez estaban sometidos a una larga
serie de malos usos.
En el período de la monarquía helenística aumentó considera-
blemente el número de esclavos, fruto de las guerras exteriores
y de la piratería, pero también se hizo más frecuente la ma-
numisión. Los libertos debían pagar su propio valor a los pro-
pietarios en el acto o a plazos, deduciendo una parte de los
beneficios que obtenían de sus actividades; en algunos casos
los libertos se comprometían a seguir prestando algún tipo de
servicio a aquellos que les habían manumitido.
Durante la etapa expansionista de la República romana no
cesaron de llegar a Italia millones de esclavos obtenidos por
derecho de conquista en los países sometidos. Así, por ejem-
plo, César, tras su victoria sobre los galos, vendió como es-
clavos un millón de los vencidos. Esclavos de muy diversas
procedencias, algunos de pueblos con una civilización superior
a la romana, fueron destinados a un sinfín de actividades: ser-
vicio doméstico, profesiones liberales, burocracia, gladiadores,
obras públicas, minería o manufacturas, y en este terreno los
romanos imitaron a los griegos obligándoles a que encontraran
trabajo por su cuenta a cambio de pagar un canon a sus pro-
pietarios. Pero la gran mayoría trabajaba en la agricultura,
especialmente en los latifundios de la nobleza, latifundios
acrecentados por la usurpación de las tierras de los campesinos
pobres arruinados y de las públicas propiedad del Estado.
Fueron muy frecuentes, especialmente en el sur de la península
y en Sicilia, las rebeliones de esclavos, que en algunas oca-
siones obligaron a movilizar a las legiones. Quizá la más im-
portante fue la dirigida por Espartaco, un tracio probablemente
de sangre real, que inició su revuelta en el año 73 a. C., arras-
trando primero en su movimiento a sus compañeros de una
escuela de gladiadores de Capua y aglutinando posteriormente
esclavos, en su mayoría procedentes de los pueblos bárbaros
del norte de Europa, con los que llegó a formar un ejército de
sesenta mil hombres. Espartaco era consciente de que su única
Esclavos y negreros
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salida era alejarse de Italia, pero cuando habían conseguido
alcanzar la Galia Cisalpina, sin que se sepa por qué, pero
plausiblemente por el afán de saqueo de sus hombres, retroce-
dieron, regresando al sur de Italia, donde fueron atacados por
diez legiones mientras un segundo ejército se situaba en Sicilia
para impedir una posible retirada. Fueron definitivamente
derrotados en el año 71a. C., iniciándose inmediatamente una
enconada persecución de los pocos sobrevivientes.
Para que sirviera de escarmiento a otras posibles rebeliones, se
levantaron seis mil cruces, con otros tantos ajusticiados a lo
largo de la Via Apia, desde Capua hasta Roma. Sin embargo,
en los últimos años de la República, los diversos caudillos de
las guerras civiles organizaron a los esclavos en sus ejércitos
concediéndoles a cambio su libertad.
Durante la crisis general del Bajo Imperio, las guerras, las
invasiones, las hambres y las pestes, encabalgándose unas con
otras, produjeron un descenso de la población agraria que
perjudicó todavía más la producción alimenticia y provocó
nuevas hambres y pestes; en esta época de disolución social
fueron frecuentes las rebeliones de esclavos y campesinos
pobres, que asolaron distintas regiones del Imperio colabo-
rando en la acción dislocadora provocada por los pueblos
bárbaros. Durante este confuso período, la conversión del
cristianismo en religión paraestatal no significó en forma al-
guna el fin de la esclavitud. La Iglesia, si bien buscó fórmulas
menos complejas para facilitar la manumisión, fórmulas a las
que el Estado dio validez desde Constantino, también condenó
a los que fomentaban la rebelión de los esclavos contra le vo-
luntad de sus propietarios. Un canon del concilio de Ganges
señalaba que ''si alguien, so pretexto de piedad, induce al es-
clavo a despreciar a su amo, a sustraerse a la servidumbre, a no
servir con buena voluntad y respeto, sea anatema", y la medida
fue renovada constantemente en fechas posteriores.
Roma había ido dejando cada vez más en manos de los escla-
vos las actividades agropecuarias y las manufactureras. Pero
Esclavos y negreros
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dado el escaso desarrollo técnico, la productividad era baja y
limitado el excedente agrario con que podía quedarse el pro-
pietario, una vez descontado lo que era imprescindible para su
alimentación y para la siembra siguiente, dado que el principal
cultivo eran los cereales. Por ello la economía esclavista sólo
era lucrativa si se utilizaban grandes cantidades de esclavos
—que por otra parte no tenían interés alguno en incrementar la
producción, de la que no se beneficiaban, sino que al contrario,
les exigía una mayor cantidad de trabajo— y si se hallaban
facilidades para obtener nuevos siervos a precios competitivos,
ya que su vida media era muy corta dada su subalimentación y
la sobreexplotación a que eran sometidos.
Ahora bien, la extensión de la esclavitud había significado la
ruina de los campesinos y manufactureros medios que pro-
porcionaban soldados para las legiones y tributos para sustentar
una política expansionista. Por lo tanto, la misma extensión del
trabajo coercitivo fue una de las muchas causas que contribu-
yeron a la decadencia del Imperio y a que se secaran las fuentes
—las guerras ofensivas— que facilitaban nuevos esclavos. Por
todo ello dejaron de ser rentables los grandes latifundios y los
talleres manufactureros, decayó el comercio, el mundo romano
fue retrocediendo hacia una economía autárquica, y las ciu-
dades fueron empobreciéndose a medida que el Imperio se
ruralizaba.
Los grandes latifundios se repartieron en pequeños lotes dados
en cultivo a los ex esclavos ahora manumitidos o a los restos de
los campesinos libres, que debían entregar una parte de la
producción al propietario y estaban adscritos a la tierra, que no
podían abandonar sin autorización del propietario, quien,
además, dada la descomposición del Estado, iba adquiriendo
atribuciones jurídicas y militares. Este nuevo tipo de trabaja-
dores, llamados colonos, predecesores de los siervos feudales,
se encontraban hasta cierto punto interesados en su trabajo,
como mínimo más que cuando eran simples esclavos y sólo
tenían derecho a una precaria subsistencia.

Esclavos y negreros
- 11 -
La esclavitud en Europa

En casi toda la Europa occidental la esclavitud, herencia de la


romana, permaneció hasta el siglo X, para ir siendo sustituida
por la servidumbre, sobre la que recayó el trabajo de la tierra. A
partir del mismo siglo X se produjo una considerable corriente
de esclavos que eran conducidos a la España sarracena y de
ésta al resto del mundo musulmán. Diversos autores han se-
ñalado la posibilidad de que la incipiente riqueza de Barcelona
y Pamplona —anómalas dentro de una Europa inmersa en
sociedades autárquicas, sin intercambios y sin la utilización de
moneda como medio de cambio— pudiera deberse, entre otras
causas, a que en ambas plazas, situadas durante largo tiempo en
la frontera entre Al Ándalus y los pequeños núcleos resistentes
cristianos del norte, se realizara el intercambio de dichos es-
clavos por monedas de oro musulmanas o por productos exó-
ticos que habían desaparecido de Occidente. Este tráfico hacia
el mundo musulmán desapareció en el siglo XI o siguió nuevas
rutas que desconocemos.
El comercio de esclavos, esta vez para abastecer a los países
cristianos del Mediterráneo, reapareció con gran ímpetu en el
siglo XIII, controlado por los italianos, que obtenían su mer-
cancía en el Sudeste europeo y en las orillas del mar Negro.
Fueron muy pocos los adquiridos por Castilla y Portugal, y, al
contrario, los había en mayores cantidades en el sur de Francia
y en Cataluña, donde, según diversos autores, alcanzaron
porcentajes considerables. El profesor Vicens Vives llegó a
considerar que una crónica piratería en el Mediterráneo, para la
obtención de esta mercancía humana, había sido una de las
causas de la crisis comercial catalana a finales de la Edad
Media, y Kowalewsky pensó que, debido a la hecatombe de-
mográfica producida por la Peste Negra del siglo XIV, se or-
ganizó en la Corona de Aragón una economía agropecuaria
basada en la utilización masiva de mano de obra esclava; pero
según los más recientes estudios, ésta no llegó nunca a ser
Esclavos y negreros
- 12 -
significativa en Cataluña, ni su comercio representó porcenta-
jes estimables en los intercambios barceloneses bajomedieva-
les.
En los reinos centrales y occidentales de la Península Ibérica
existió cierta parte de población en una situación similar a la de
los esclavos, procedente de los enfrentamientos armados con
los sarracenos; pero a partir del siglo XI, cuando la llamada
Reconquista empezó a avanzar a pasos agigantados, separados
por largos períodos de estancamiento, los habitantes de las
regiones recién sometidas no fueron reducidos al estado de
esclavitud.
Sin embargo, en Portugal, donde la Reconquista terminó a
finales del siglo XIII, la incipiente expansión sobre las costas
occidentales africanas proporcionó un considerable número de
siervos negros procedentes de las factorías de Arguim y, pos-
teriormente, de la de Mina, en la actual Ghana.
A finales de la Edad Media, la interconexión de una serie de
factores condujo a la irrupción europea en el Atlántico. Un
cierto auge económico había dado lugar a un incremento de la
demanda de productos orientales (especias, fármacos, piedras
preciosas, tejidos de seda chinos o de algodón indios) en el
mismo momento en que la expansión otomana por el Medite-
rráneo oriental impedía, o encarecía notablemente, la obten-
ción de estos productos a través de las rutas tradicionales.
Portugal, y más tarde Castilla cuando recobró su estabilidad
política y pudo beneficiarse con la exportación de la lana, se
lanzaron a la búsqueda de una ruta directa al Asia que les
permitiera obtener sin dificultades aquellos productos orien-
tales y ahorrarse la larga serie de intermediarios que restaban
ganancias a los comerciantes europeos.

Esclavos y negreros
- 13 -
La esclavitud medieval. Mercado de siervos en Arabia, siglo XII

En la búsqueda de esta nueva ruta, pertrechados con los exce-


lentes conocimientos de los grupos científicos hebreos espar-
cidos por la Península, iban bordeando la costa atlántica afri-
cana. En esta costa se perseguían además otros propósitos: en
su zona más septentrional se pretendían realizar conquistas
territoriales que permitieran atajar un contraataque sarraceno
apoyado por los turcos que hubiera podido poner en peligro los
reinos cristianos de la Península; y más al sur, se trataba, por
una parte, de drenar el oro sudanés, que antes llegaba a Europa
por el Magreb y los taifas andaluces, oro que permitía com-
pensar la balanza de pagos con Oriente, y, por otra, de obtener
Esclavos y negreros
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esclavos para el cultivo de la caña en las recién descubiertas o
controladas islas del Atlántico (Madeira, Azores, Cabo Verde y
más tarde Canarias).
La caña de azúcar, que se había empezado a cultivar en la
antigüedad en algunas islas del Pacífico, quizá en la Nueva
Guinea, pasó a distintas regiones asiáticas y más tarde a Eu-
ropa. Venecianos y genoveses se dedicaron durante la baja
Edad Media a la producción de azúcar en algunas islas medi-
terráneas —los primeros, por ejemplo, utilizaban esclavos en
sus plantaciones de Chipre— , y a su comercialización por el
resto de Europa. También para este producto coincidió el in-
cremento de la demanda —se utilizaba como fármaco, como
edulcorante y para la elaboración de conservas— con la ex-
pansión otomana, que impidió la producción en las zonas
controladas por los italianos.

En busca de nuevos horizontes

Castellanos y portugueses habían iniciado rotundamente esta


irrupción en el Atlántico desde mediados del siglo XIV, y
posteriormente los segundos tomaron claramente la delantera
en la empresa, sancionada por el Papa, debido a la larga crisis
política por la que atravesó Castilla, crisis que culminó en la
guerra por la sucesión al trono entre Juana la Beltraneja e Isabel
la Católica, en la que Portugal tomó partido por la primera y
que terminó con el triunfo de la segunda. Pero a pesar de su
victoria, los Reyes Católicos debieron firmar el Tratado de
Alcaçovas (1479) por el que renunciaban a cualquier preten-
sión sobre las islas y las costas africanas, excepto Canarias y el
diminuto enclave continental de Santa Cruz de Mar Pequeña,
por lo que Castilla quedaba excluida de la ruta al Asia bor-
deando el continente negro.
Entre 1 477 y 1 492 los castellanos se vieron así constreñidos al
control de las Canarias, control que vendría a ser como un

Esclavos y negreros
- 15 -
ensayo general de lo que más tarde sería la colonización de
América. La empresa fue realizada por particulares, nobles en
su mayor parte, pero bajo un rígido control de la Corona, que
concertaba con aquéllos una minuciosa capitulación en la que
se fijaban derechos y obligaciones de ambos contratantes; los
colonizadores recibieron grandes extensiones de tierras a las
que quedaban adscritos, oficialmente libres, los aborígenes
guanches, que eran esclavizados si ofrecían resistencia; en esta
empresa la Iglesia tuvo una participación relevante defen-
diendo los intereses de la Corona, de la que fue instrumento
político y espiritual, justificando la expansión colonial como
una obra misionera, aunque también se opuso a la esclaviza-
ción masiva de los guanches, con lo que se evitó que las Ca-
narias se convirtieran en una simple reserva de mano de obra
esclava para las compañías españolas o genovesas.
Terminada la reconquista peninsular, Castilla redobló sus in-
tentos de participar en el control de una ruta hacia el Asia, pero
tuvo que claudicar ante los turcos en sus proyectos de con-
quistar la costa norte del África, desde Gibraltar hasta Egipto, y
ante los portugueses que una vez más le cerraron el paso, tras el
Tratado de Cintra, por la vía de El Cabo, que los lusitanos
habían descubierto en 1487.
Cuando a esta Castilla de finales del siglo XV, ahora en plena
expansión política y económica, se le cerraban las posibilida-
des de intervenir en el lucrativo comercio oriental, vio de
pronto abrírsele una tercera vía si aceptaba los proyectos de
Cristóbal Colón de llegar a la India navegando hacia el oeste.
Los contactos entre el navegante genovés y los Reyes Católicos
se demoraron siete largos años, de 1486 a 1492, porque la
Corona estaba totalmente absorbida por la conquista de Gra-
nada, temía un ataque portugués por la espalda, que en estas
circunstancias habría podido ser fatal, si intentaba romper indi-
rectamente el monopolio lusitano sobre el comercio oriental, y
porque las exigencias del futuro almirante eran desorbitadas en
el plano político y en el económico.

Esclavos y negreros
- 16 -
En su primer viaje, Colón descubrió, el 12 de octubre de 1492,
la isla de Guanahaní; el Almirante creyó hasta su muerte, a
pesar de las muchas pruebas que demostraban lo contrario, que
había llegado al Asia, a pesar de lo cual, desde 1492 hasta
1521, los navegantes españoles recorrieron todas las costas
americanas buscando un paso que les permitiera proseguir en
su camino hacia el oeste, para llegar a la China y posterior-
mente a la India.
En esta etapa de los descubrimientos —llamada antillana o de
los viajes menores— , los castellanos esperaban también en-
contrar oro o perlas para amortizar los gastos generados por las
expediciones, nuevos lugares de asentamiento para una po-
blación blanca en crecimiento, y mano de obra indígena —que
era inmediatamente esclavizada— para utilizarla en los pla-
ceres auríferos, en las pesquerías de perlas o en las actividades
agropecuarias imprescindibles para alimentar a los recién lle-
gados y avituallar a las numerosas expediciones, dado que la
brutal explotación a que fueron sometidos los tainos de las
Antillas originó la primera de las hecatombes demográficas
entre los aborígenes americanos.
Pero en 1 521, en lugar de encontrar un paso hacia el oeste, los
conquistadores habían controlado el Imperio azteca, y once
años más tarde el de los incas, en los que coincidían ricos ya-
cimientos de plata y una apreciable densidad demográfica en
sociedades que practicaban una agricultura excedentaria y
estaban acostumbradas a la coerción, por lo que la mano de
obra que podía ser sustraída de las actividades agropecuarias
sería utilizada en las minas.
A partir de este momento, los conquistadores adoptarían una
nueva actitud; ya no les obsesionaría encontrar una ruta hacia
la India: Castilla había encontrado sus Indias en el Nuevo
Continente.

Esclavos y negreros
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2.

EL CICLO DE LA PLATA

DURANTE casi una centuria, aproximadamente entre 1530 y


1620, las minas de las Indias produjeron grandes cantidades de
metales preciosos —la plata a los pocos años aventajó al oro,
ya no sólo en peso, sino también en valor— y la Corona es-
pañola, gracias en parte a los mismos metales americanos, fue
capaz de controlar los intercambios a través del Atlántico,
consiguiendo que la mayor parte de la plata llegara a Europa a
través de Sevilla y que las Indias fueran abastecidas, con pro-
ductos españoles o del resto de Europa, en naves procedentes
de la Metrópoli. Castilla consiguió también impedir la irrup-
ción en el Nuevo Continente de otros países europeos, excepto
Portugal, que había obtenido la posibilidad de colonizar el
nordeste brasileño por los Tratados de Tordesillas (1494) y
Zaragoza (1529), en los que se acordó el trazado de una línea
imaginaria de demarcación entre las dos zonas de influencia
coloniales, que corría a doscientas setenta leguas al este y al
oeste de las Azores.
A lo largo de este siglo todo el modelo de producción indiano
giró en torno de una actividad económica central, la minería,
que se desarrolló esencialmente en la Nueva España y Perú
—donde ya hemos señalado que coincidían excelentes vetas
argentíferas con culturas de agricultura excedentaria acostum-
bradas a la coerción—, de las que dependían zonas periféricas
donde grupos humanos que, si hasta la irrupción de los euro-
peos habían vivido inmersos en una agricultura de subsistencia,
debieron transformarla en excedentaria para abastecer a los
centros mineros de productos agropecuarios y manufacturados.
Así, por ejemplo, los ricos yacimientos del Potosí, que llegaron

Esclavos y negreros
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a albergar una población urbana de ciento sesenta mil habi-
tantes en una puna estéril a más de cuatro mil metros de altitud,
obtenían mercurio para proceder a la amalgama de Huancavé-
lica, mulas para el transporte y manufacturados del noroeste de
la actual Argentina, y trigo, vino, carne y cueros para confec-
cionar los odres para el transporte de los metales, de Chile.
Para todas estas actividades, centrales o subsidiarias, se recu-
rrió al uso extensivo de la abundante mano de obra indígena,
que en una primera etapa fue simple y llanamente esclavizada y
marcada al fuego. Los conquistadores respondieron a las pri-
meras órdenes reales prohibiendo esclavizar a los aborígenes
que no ofrecieran resistencia, provocándolos a rebelarse o
acusándolos de haberlo hecho. Pero la Corona, movida, más
que por impulsos humanitarios, por el temor a que una explo-
tación abusiva de la mano de obra indígena acabara rápida-
mente con la misma —como había ocurrido en las Antillas— y
se extinguiera la posibilidad de seguir obteniendo recursos de
sus colonias, decretó una larga serie de medidas, no siempre
obedecidas en las Indias, en favor de los aborígenes.
Así, mientras una parte de éstos fueron repartidos en enco-
miendas a los colonizadores, que así obtenían prestaciones
personales o tributos en especies (y fue muy frecuente que los
beneficiados alquilaran a los indios que les habían sido enco-
mendados a terceros, especialmente a los arrendatarios de las
minas reales), otra parte de los indios, a través de la mita pe-
ruana o del quatequil mexicano, fueron obligados a trabajar en
los yacimientos o en obras públicas, para lo que algunos pue-
blos indígenas debían proporcionar un porcentaje de sus
miembros por un tiempo determinado.
Los indios encomendados fueron muchas veces brutalmente
extorsionados por los colonizadores, por los mismos interme-
diarios indígenas o por los corregidores, cargos creados por la
Corona para la protección de los aborígenes, pero que repeti-
damente se valían de sus atribuciones para alquilar un por-
centaje de sus protegidos, para obligarles a comprar determi-
Esclavos y negreros
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nados productos que en muchos casos no necesitaban, a veces
forzándolos a intercambiarlos por sus bienes comercializadles
(y en este caso el beneficio del corregidor era por partida do-
ble), o para exigir a las indias que hilaran algodón gratuita-
mente o a cambio de un salario casi simbólico.
Pero fue mucho más duro el trabajo en las minas: era frecuente
que los propios padres rompieran un brazo o una pierna a sus
hijos varones recién nacidos para que más tarde no fueran
reclutados para trabajar en ellas, y es todavía más significativo
el hecho de que a los mitayos enviados a las minas de mercurio
de Huancavélica se les recitara el oficio de difuntos antes de su
partida, dado el mínimo porcentaje de los que regresaban.

Primeras denuncias sobre los abusos

A poco de iniciada la conquista, la esclavización, más o menos


abierta, de los indígenas ya impresionó a algunos religiosos. El
domingo de adviento de 1511, fray Antón de Montesinos
condenó desde el púlpito de la iglesia de Santo Domingo a los
encomenderos, lo que ocasionó un gran escándalo en las Anti-
llas y llegó a oídos de Fernando el Católico, quien reunió juntas
al respecto que dictaron, en 1512, las leyes de Burgos, que si
bien reconocían que las encomiendas eran imprescindibles,
trataron de impedir la tendencia a la explotación ilimitada.
Más repercusión tuvieron las actuaciones de otro dominico,
fray Bartolomé de las Casas, quien con su Brevísima relación
de la destrucción de las Indias, en la que narraba las atroci-
dades cometidas con los aborígenes, colaboró a fomentar la
Leyenda Negra. Las Casas había llegado a La Española en una
expedición en 1502; nueve años más tarde pasó a Cuba, donde
obtuvo una encomienda a la que renunció bien pronto, e inició
una infructuosa labor desde el púlpito para intentar convencer a
los colonizadores de que trataran mejor a sus siervos.
En 1515, vista la poca audiencia conseguida, decidió proseguir
Esclavos y negreros
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su campaña en España; aquí fue escuchado por el cardenal
Cisneros, que envió tres jerónimos a Santo Domingo para
investigar la realidad de las acusaciones de Las Casas, pero los
jerónimos se limitaron a aconsejar que se enviaran más colonos
castellanos a las Indias.
Ante este nuevo
fracaso, el dominico
regresó a la Metró-
poli en 1517; no fue
escuchado por los
funcionarios de la
Corte, pero consi-
guió atraer la aten-
ción de Carlos I,
quien en 1520 deci-
dió acabar con las
encomiendas y con
la conversión forza-
da de los indígenas,
pero los coloniza-
dores y el mismo
Hernán Cortés hi-
cieron ver al emperador que la imposibilidad de beneficiarse
con el trabajo de los aborígenes desalentaría la inmigración de
nuevos colonos y terminaría con todas las actividades indianas,
por lo que la orden fue retirada.
Ante este nuevo contratiempo, fray Bartolomé pensó en de-
mostrar la viabilidad de un proyecto que se reveló utópico,
organizando una Arcadia en las proximidades de la actual
Cumaná: castellanos y aborígenes trabajarían mancomunada-
mente y se repartirían equitativamente el fruto de su trabajo;
pero la experiencia fue desastrosa: los segundos, que sólo veían
en los blancos cazadores de esclavos, los mataron o dispersa-
ron.
En 1537 Las Casas encontró un nuevo aliado en el papa Pablo
Esclavos y negreros
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III, quien prohibió la esclavización castigando con la exco-
munión a los infractores, pero al año siguiente el emperador
convenció al Sumo Pontífice de que revocara, si no la prohi-
bición, como mínimo la pena. Ante tantos fracasos, el domi-
nico propuso como alternativa, de la que más tarde se arrepin-
tió, la utilización de esclavos africanos. Obviamente, los co-
lonizadores prefirieron seguir utilizando la mano de obra in-
dígena, que no era necesario comprar ni alimentar.
Sin embargo, hubo dos zonas en América que utilizaron desde
un principio masivamente la mano de obra esclava negra.
Brasil y las Antillas. La Corona y los comerciantes portugueses
tardaron en interesarse por la pequeña región de las Indias que
les había correspondido por el Tratado de Tordesillas, ya que
su principal centro de interés se encontraba en el comercio
asiático, y Brasil aparentemente no contaba con metales ni con
autóctonos de civilizaciones avanzadas que pudieran explo-
tarse.
Pero la enorme disponibilidad de tierras sin dueño en zona
tropical en la nueva colonia, y el que los lusitanos controlaran
en esta época el tráfico de esclavos africanos y la comerciali-
zación del azúcar producido en las islas del Atlántico, indujo a
algunos hombres de empresa a pensar en la posibilidad de
extender este cultivo al Nuevo Continente en unos momentos
en que el incremento de su demanda en Europa podía com-
pensar suficientemente la inversión inicial en esclavos y en
maquinaria para beneficiar la caña, y los fletes del transporte.
Desde el primer momento, esta actividad se produjo en unas
determinadas circunstancias que pesarían sobre el futuro de
Brasil y de toda América. La Corona portuguesa, momentá-
neamente desinteresada de la empresa, donaba tierras a cual-
quiera que quisiera ponerlas en cultivo, pero el del azúcar no
sólo exigía grandes capitales para adquirir esclavos, sino tam-
bién para construir los ingenios, ya que la caña no podía ser
enviada a Europa si no era beneficiada.

Esclavos y negreros
- 22 -
En estas circunstancias, los pequeños empresarios no tenían
posibilidad alguna de sobrevivir y rápidamente fueron absor-
bidos por los grandes plantadores, los donatarios, quienes
además tenían poderes totales en sus gigantescos feudos, ya
que recibieron atribuciones administrativas de la Corona lusi-
tana, decidida a organizar burocráticamente la colonia al mí-
nimo costo posible. Cuando quiso rectificar el sistema, en
1549, implantando una rígida organización similar a la caste-
llana, pudo revocar el poder político de los donatarios, pero
permanecieron inalterables sus grandes plantaciones, que les
permitieron conservar su extraordinario poder económico.
Por otra parte, en las inversiones iniciales y en la posterior
comercialización del producto elaborado, junto al capital co-
mercial lusitano intervino poderosamente el holandés, lo que
facilitó la rápida expansión de la producción brasileña de
azúcar. Con la unión de las coronas portuguesa y española en
1580, Brasil quedó incluido en el ámbito del monopolio in-
diano español y Holanda excluida de los beneficios de aquella
explotación colonial, frente a lo cual reaccionó apoderándose
de la zona productora del norte brasileño, y cuando fue ex-
pulsada de ella, estableciéndose en el Caribe, desde donde le
fue más factible introducirse territorial y, sobre todo, comer-
cialmente en las Indias. Por las mismas razones los holandeses
atacaron las factorías portuguesas de las costas africanas y
desbancaron a los lusitanos del monopolio que ejercían sobre la
trata desde finales de la Edad Media.
Los aborígenes de las Antillas mayores, y los que se capturaron
en el área del. Caribe, en su mayoría pertenecientes a culturas
muy poco desarrolladas, se extinguieron rápidamente víctimas
de una explotación despiadada y de su vulnerabilidad a las
enfermedades importadas por los europeos.
Así, por ejemplo, se ha calculado que La Española tenía a la
llegada de los castellanos unos cien mil habitantes, que se
habían reducido a treinta mil en 1554 y a unos quinientos en
1570.
Esclavos y negreros
- 23 -
Los primeros esclavos africanos

Para que no se paralizaran las actividades y dado que los co-


lonizadores de las regiones vecinas, una vez establecidos, no
querían ceder su mano de obra, fue imprescindible recurrir a
esclavos africanos, no sólo más resistentes al trabajo por pro-
ceder de civilizaciones agrícolas excedentarias, sino también
menos vulnerables a las enfermedades europeas.
De esta forma, en 1601, Antonio de Herrera escribía: "Tanto
han prosperado estos negros en la colonia, que era opinión
común que, a menos que alguno fuese ahorcado, nunca mori-
ría, ya que hasta el momento nadie conocía a ninguno que
hubiese muerto por enfermedad."
La primera referencia a la existencia de esclavos en La Espa-
ñola se remonta a 1501, y la Corona, a través de las mencio-
nadas Leyes de Burgos de 1512, fomentó el envío de africanos,
entre uno de tantos intentos de salvaguardar a los aborígenes de
la esclavitud y con la esperanza de que la nueva mano de obra
permitiría incrementar la producción de oro y alimentos, lo que
repercutiría favorablemente sobre la hacienda real.
En las Antillas, los africanos fueron utilizados en los lavaderos
fluviales de oro, en todas las actividades agropecuarias y es-
pecialmente en el cultivo de la caña; esta planta fue llevada a
La Española, desde Canarias, por Colón en su segundo viaje
(1494), y ya hacia los años veinte del siglo XVI se exportaban
pequeñas cantidades de azúcar. Pero durante muchas décadas,
el azúcar producido en las Antillas y en el Continente (Nueva
España, Perú, etc.) fue beneficiado de forma muy rudimentaria
con elementos sumamente arcaicos, por lo que se obtenía un
producto final poco refinado, que podía ser consumido local-
mente, pero era incapaz de competir en los mercados exteriores
con el brasileño, elaborado esencialmente para la exportación.
Fuera de las Antillas, también se utilizaron esclavos africanos,
pero en porcentajes todavía poco considerables. En minas
Esclavos y negreros
- 24 -
ubicadas en regiones con escasa población aborigen, como las
de cobre de Cocorote, en Venezuela, las de oro de Nueva
Granada y más tarde las brasileñas de Minas Gerais; como
capataces de cuadrilla o guardianes, conocidos con el nombre
de sapayos, en las de plata peruanas, para imponerse más fá-
cilmente sobre los mitayos autóctonos; en actividades agro-
pecuarias, para el abastecimiento de castellanos y criollos, en
ciudades levantadas en regiones despobladas, o en aquellas en
que los yacimientos y los obrajes absorbían los pocos indígenas
existentes; también en talleres de artesanos y manufactureros,
en la construcción y en obras públicas para la administración o
para particulares, al servicio de órdenes religiosas, de hospi-
tales o de algunos cabildos; como descargadores en los puertos
o como arrieros y carreteros, oficios estos dos últimos en los
que eran imprescindibles en regiones donde no abundan los
mestizos, dado que a los aborígenes les estaba prohibido ale-
jarse —para que no huyeran de encomiendas y mitas— de sus
pueblos de residencia, y, en cantidades más considerables, en
el servicio doméstico, lo que más que nada era un símbolo del
status social de sus propietarios.
Como había sucedido en la antigüedad clásica, también exis-
tían esclavos urbanos que eran alquilados a terceros u obliga-
dos a procurarse trabajo por su cuenta, lo que fácilmente
conducía al robo y a la prostitución, cuando no habían conse-
guido hacerse con la suma diaria previamente fijada por sus
propietarios.
En último lugar, también se utilizaron esclavos africanos en las
plantaciones donde se cultivaban productos tropicales comer-
cializables, pero esta actividad, que iría en ascenso desde me-
diados del siglo XVII, era todavía escasamente significativa en
la primera centuria del control de las Indias por los europeos.
Durante toda la primera mitad del siglo XVI, los portugueses
consiguieron mantener el monopolio sobre la trata africana que
su primacía en el control de las costas atlánticas del Continente
Negro les había otorgado, y que les había confirmado el Sumo
Esclavos y negreros
- 25 -
Pontífice en dos bulas de 1493, bulas de las que, naturalmente,
llegado el momento, no harían caso los países católicos y
mucho menos aquellos en los que había triunfado la Reforma.
Los lusos, que no pretendían conquistar el continente, se li-
mitaron a construir presidios o fortalezas de trecho en trecho,
como centros de influencia, para avituallar a los navíos que se
dirigían al Asia y para almacenar a los esclavos antes de ser
embarcados.
Hacia 1550, aproximadamente, empezó a resquebrajarse el
monopolio portugués en el control de las costas africanas.
Otros europeos, franceses, ingleses, suecos, daneses, branden-
burgueses o prusianos, querían participar en un negocio tan
lucrativo, y todos ellos construyeron presidios que cambiaban
frecuentemente de propietario por compra o al ser conquistados
por las armas. El resquebrajamiento se aceleró a partir de 1580
con la unión de las coronas portuguesa y española; los holan-
deses, como ya hemos señalado, marginados por Felipe II de su
rentable participación en la comercialización del azúcar brasi-
leño, pasaron de colaboradores a enemigos de los lusitanos,
quienes además se vieron envueltos en las guerras españolas
contra Inglaterra y los Países Bajos, cuyas armadas, durante los
conflictos bélicos, saquearon repetidamente las costas de
Guinea.
Naturalmente, en este período el gran mercado de mano de
obra esclava era la América lusoespañola, y los comerciantes
del resto de Europa que se apoderaron de algunos presidios
africanos lo hicieron pensando en introducir negros ilícita-
mente en las Indias; por añadidura, algunos de los negreros
contrabandistas se convertían además en corsarios, atacando
durante las guerras europeas a las flotas españolas que regre-
saban del Nuevo Continente rebosantes de plata.
Quizá el más famoso de estos primeros negreros fue el capitán
inglés John Hawkins, que más tarde tendría un destacado papel
en los enfrentamientos entre las armadas británica y española.

Esclavos y negreros
- 26 -
Nacido en 1532, hijo de un capitán mercante que ya había
recorrido las costas de Guinea, realizó su primer viaje a las
costas africanas en 1562 al mando de una pequeña escuadra
privada y consiguió, a pesar del monopolio portugués, adquirir
trescientos esclavos que intercambió en La Española por per-
las, cueros y azúcar. El viaje se saldó con un beneficio tan
considerable que la misma reina Isabel de Inglaterra se interesó
en la empresa desde 1564; Hawkins siguió obteniendo esclavos
en las zonas no controladas por los lusitanos y los vendía de
contrabando en las Indias, en las que vencía la resistencia de las
autoridades españolas mediante el soborno o, si era necesario,
recurriendo a las armas.
En algunos de estos viajes participó el que más tarde sería
famoso capitán corsario, Francis Drake; así en uno realizado en
1568, al final del cual Hawkins, obligado por el mal tiempo o
con la esperanza de obtener beneficios más sustanciosos, re-
caló en Veracruz, uno de los extremos de la ruta de la plata, en
el mismo momento en que llegaba una poderosa flota española;
la mayoría de sus buques resultaron destruidos, los marinos
que cayeron prisioneros fueron ejecutados por contrabandistas
y herejes, y sólo dos navíos lograron escapar del desastre, el
buque insignia y el comandado por Drake.
Algunos otros negreros se vieron envueltos en situaciones
pintorescas o sumamente azarosas; Andrew Battel se enroló, en
1559, en la tripulación del May Morning, uno de los muchos
buques ingleses que se dedicaban al no menos lucrativo, pero
también más arriesgado, negocio de atacar los galeones espa-
ñoles que regresaban de las Indias. Habiéndose terminado los
víveres frente a las costas brasileñas, Andrew y algunos
miembros más de la tripulación desembarcaron a la búsqueda
de agua y frutos frescos, pero atacados por los indígenas fueron
abandonados a su suerte por el capitán del buque. Los aborí-
genes vendieron a Battel al gobernador portugués de Río de
Janeiro, quien decidió beneficiarse de los conocimientos náu-
ticos del inglés enviándolo a una expedición al Congo en busca

Esclavos y negreros
- 27 -
de esclavos. Ya en el Congo, intentó fugarse varias veces, pero
siempre volvía a caer prisionero de los portugueses, quienes
finalmente le ofrecieron la libertad a condición de que cola-
borara a sofocar una rebelión de los nativos. Vencida ésta, se
enroló en un buque negrero lusitano que recorría la costa en
busca de cargamento, y durante este periplo una tribu gaga
pidió su colaboración en una guerra que sostenía con otra ve-
cina, ofreciéndole gratuitamente como esclavos a los prisio-
neros de la contienda.
Ante el éxito obtenido merced a la colaboración de los euro-
peos, los gaga querían impedir que éstos se marcharan, y el
capitán portugués resolvió la delicada situación prometiendo
regresar al cabo de dos meses, lo que no pensaba cumplir,
dejando a Battel como rehén. Allá quedó éste, pues, como
mercenario de los gaga, hasta que consiguió escapar y llegar a
la costa, donde tuvo la fortuna de ser recogido por un buque
inglés que lo devolvió a su patria.
Por temor a las enfermedades tropicales y a los mismos abo-
rígenes, los capitanes negreros procuraban permanecer el mí-
nimo tiempo posible en las costas africanas, en las que, sin
embargo, se quedaban permanentemente los factores, inter-
mediarios encargados de adquirir esclavos de los soberanos y
traficantes locales, prepararlos para la travesía y procurar,
dentro de lo posible, tener siempre un depósito de esta mer-
cancía humana por si se presentaba un buque en busca de
cargamento. Estos factores eran generalmente gente corrom-
pida, que las más de las veces buscaban refugio en las factorías
porque huían de la justicia de su país, y solían terminar su vida
víctimas del alcoholismo, con el que pretendían combatir el
tedio y la embrutecedora actividad en la que se veían inmersos.
Sin embargo, hubo sus excepciones; algunos factores fueron
capaces de sobreponerse al medio y se dedicaron a investigar la
flora y la fauna de sus regiones e incluso a muy primarios
estudios antropológicos

Esclavos y negreros
- 28 -
Hacinados en las bodegas, los africanos eran transportados a América
en condiciones infrahumanas. La presente ilustración nos muestra
cómo eran colocados aquellos infelices.

Medios inhumanos para el transporte

La travesía entre las costas africanas y las de América se rea-


lizaba en condiciones brutales. Los varones, encadenados de
dos en dos, eran hacinados en las pequeñas bodegas insufi-
cientemente ventiladas, en las que, dado el escaso espacio
disponible, debían acostarse de lado al no poder hacerlo de
espaldas y menos ir sentados, dada la mínima altura; por aña-
didura no disponían de jergones ni de nada parecido, y con el
balanceo del buque se les saltaba la piel por el roce con las
maderas. Las mujeres —que frecuentemente debían complacer
los apetitos carnales de la tripulación — y los niños andaban de
día sueltos por todo el barco y de noche se cobijaban en el
entrepuente.
Además, con cierta frecuencia se prolongaba considerable-
mente la permanencia en los buques si éstos eran sorprendidos
por las calmas en las zonas tropicales, o si, antes de partir,
Esclavos y negreros
- 29 -
debían estar semanas o incluso meses frente a la costa africana
a la espera de completar su cargamento; durante este lapso de
tiempo era mayor el peligro de amotinamiento de los esclavos,
que de hecho se dio con cierta frecuencia, ya que, de triunfar,
podían retornar a nado a su tierra, lo que ya no podían hacer en
alta mar, dado que los rebeldes no habrían sabido gobernar
aquellas naves.
De día se hacía subir a los negros a cubierta, siempre encade-
nados, para que comiesen, se ventilasen y moviesen, para lo
que generalmente se les hacía danzar y cantar. Mientras tanto,
una parte de la marinería limpiaba las bodegas y purificaba el
ambiente con vinagre, aunque no todos los capitanes negreros
practicaban estas mínimas medidas higiénicas, pues algunos se
limitaban a ordenarlo una vez por semana, y otros no lo hacían
nunca en todo el viaje. Hacia las tres de la tarde, después de un
segundo refrigerio, el cargamento humano volvía a ser haci-
nado en las bodegas.
En caso de lluvia o tormenta debían suprimirse la subida a
cubierta y los ejercicios, por lo que la atmósfera de las sentinas
se hacía irrespirable, provocando un sinfín de enfermedades
que hacían verdaderos estragos entre los negros por el amon-
tonamiento y la imposibilidad de aislar a los afectados; a todo
ello venía a sumarse el enloquecimiento, que no era raro, o el
suicidio, más frecuente, dado que entre algunas tribus indíge-
nas existía la creencia de que una vez muertos regresaban a su
tierra; para conseguirlo algunos rehusaban el alimento, y se les
obligaba a comer quemándoles los labios, azotándolos o va-
liéndose de un instrumento especial —una especie de tenaza
para separarles las mandíbulas— , conseguido lo cual se les
hacía tragar la comida mediante un embudo.
Así los buques negreros no sólo transportaban productos o
negros entre los tres continentes, sino que además eran el
vehículo de toda clase de microbios, bacilos, virus y parásitos.
Los de las enfermedades africanas no causaban excesivas bajas
entre la carga, pero sí entre la marinería; los de las enferme-
Esclavos y negreros
- 30 -
dades americanas y europeas provocaban más víctimas entre
los esclavos. Las epidemias más mortales eran las provocadas
por el escorbuto, la viruela y la disentería.
Al llegar a su destino, los negros supervivientes solían encon-
trarse debilitados y exhaustos, por lo que se les cuidaba debi-
damente, en depósitos especiales, antes de proceder a su venta.
Algunos negreros pensaban que era más rentable llevar a los
esclavos en mejores condiciones, ya que así eran inferiores las
pérdidas a lo largo de la travesía; los demás, y eran mayoría,
opinaban que una merma considerable en la carga llegada viva
a su destino podía compensarse con su mayor número de piezas
transportado.
La conquista de las Indias castellanas fue monopolizada desde
bien pronto por la Corona, pero generalmente financiada por
particulares que pactaban con aquélla, celebrando contratos en
los que los colonizadores se aseguraban una serie de privile-
gios, entre otros el de introducir esclavos en las regiones por
ellos controladas, privilegio que, por ejemplo, obtuvieron
Cortés y Pizarro.
Estos esclavos, hasta 1518, debían pasar previamente por Se-
villa, antes de ser embarcados hacia América, pero a partir de
esta fecha se autorizaron envíos directos desde África.
Sin embargo, el tráfico que se hacía con las licencias para
importarlos, de las que hablaremos inmediatamente, dio lugar a
que aumentaran las entradas de contrabando; contrabando que
ponía en peligro el celoso monopolio comercial que la mo-
narquía española había establecido para los intercambios entre
las Indias y el resto del mundo, por lo que se prohibió en 1532
este transporte directo, que quedó nuevamente centralizado en
Sevilla.

Esclavos y negreros
- 31 -
La trata desde 1451 hasta 1 600. A principios del siglo XVI se inició el
comercio de esclavos hacia el Brasil y las Indias.

La Corona no tardó en caer en la cuenta de que las licencias


para introducir esclavos en América podían producir buenos
ingresos al erario real, o ahorrarle salidas concediéndolas, en
lugar de moneda, para premiar distintos servicios.
La primera licencia fue vendida en 1513; pocos años más tarde,
Carlos I concedió otra al gobernador de Bresse, Laurent Go-
rrevod, uno de los rapaces consejeros flamencos de su séquito,
que le autorizaba a introducir cuatro mil africanos; Gorrevod
menospreció el valor del privilegio, cediéndolo por veinticinco
mil ducados a unos comerciantes genoveses, que compraron
los negros en Lisboa.
En 1528 el emperador concedió una nueva licencia a sus
banqueros alemanes, los Welser, pero con carácter de mono-
polio, indicándose en la misma el número de esclavos que
podían ser transportados, el período de duración del contrato y
el lugar de destino de la mercancía.
A partir de este momento, todas las licencias tendrían tal ca-
rácter.
Esclavos y negreros
- 32 -
Poco más tarde, dada la crónica situación deficitaria de la ha-
cienda castellana, se recurrió al sistema —que se generalizaría
en la centuria siguiente— de confiscar los envíos realizados
por los españoles desde América, especialmente cuando se
trataba de plata, dándoles a cambio juros —uno de los prece-
dentes del papel de Estado— con un interés anual elevado; para
no malquistarse con los perjudicados, la Corona consintió, al
principio, en cambiar estos juros por licencias para introducir
esclavos, las cuales eran generalmente concedidas en tan ven-
tajosas condiciones, que los beneficiarios solían revenderlas,
realizando un buen negocio sin riesgo alguno, pero ocasio-
nando que los africanos llegaran recargados de precio a las
Indias precisamente en el momento en que aumentaba su de-
manda.
A partir de 1580, tras la unión de las coronas portuguesa y
española, la monarquía empezó a recurrir a comerciantes lu-
sitanos que, dominando la trata en las costas africanas, podían,
aparentemente, abastecer a las Indias con esclavos más baratos.
La primera de estas licencias monopolistas, llamadas asientos,
con comerciantes portugueses, se firmó en 1595 con Pedro
Gómez Reynel, quien debía introducir 38.250 esclavos a lo
largo de nueve años, exclusivamente por el puerto de Carta-
gena de Indias, y pagando a la Corona novecientos mil ducados
por el privilegio. Posteriormente, y hasta 1640, se celebraron
nuevos asientos con otros mercaderes portugueses, autori-
zándose también la entrada por Veracruz.
La mayoría de los esclavos fueron vendidos en las Antillas y en
las regiones costeras de Venezuela, Nueva Granada y Nueva
España, zonas en las que una oferta normalizada hizo descen-
der notoriamente el precio de esta mercancía humana; pero el
abastecimiento del resto de la América del Sur, especialmente
de Perú, que de acuerdo con las reglas del monopolio debía
efectuarse, engorrosamente, conduciendo a los esclavos a pie a
través de Panamá y reembarcándolos en las costas del Pacífico,
fue mucho más defectuoso; la demanda no se vio suficiente-

Esclavos y negreros
- 33 -
mente satisfecha y se inició un notable contrabando por la vía
de Brasil y Argentina.
Estos esclavos, hasta 1518, debían pasar previamente por Se-
villa, antes de ser embarcados hacia América, pero a partir de
esta fecha se autorizaron envíos directos desde África.
Sin embargo, el tráfico que se hacía con las licencias para
importarlos, de las que hablaremos inmediatamente, dio lugar a
que aumentaran las entradas de contrabando; contrabando que
ponía en peligro el celoso monopolio comercial que la mo-
narquía española había establecido para los intercambios entre
las Indias y el resto del mundo, por lo que se prohibió en 1532
este transporte directo, que quedó nuevamente centralizado en
Sevilla.

La trata desde 1451 hasta 1 600. A principios del siglo XVI se inició el
comercio de esclavos hacia el Brasil y las Indias.

La Corona no tardó en caer en la cuenta de que las licencias


para introducir esclavos en América podían producir buenos
ingresos al erario real, o ahorrarle salidas concediéndolas, en
lugar de moneda, para premiar distintos servicios.
Esclavos y negreros
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La primera licencia fue vendida en 1513; pocos años más tarde,
Carlos I concedió otra al gobernador de Bresse, Laurent Go-
rrevod, uno de los rapaces consejeros flamencos de su séquito,
que le autorizaba a introducir cuatro mil africanos; Gorrevod
menospreció el valor del privilegio, cediéndolo por veinticinco
mil ducados a unos comerciantes genoveses, que compraron
los negros en Lisboa.
En 1528 el emperador concedió una nueva licencia a sus
banqueros alemanes, los Welser, pero con carácter de mono-
polio, indicándose en la misma el número de esclavos que
podían ser transportados, el período de duración del contrato y
el lugar de destino de la mercancía.
A partir de este momento, todas las licencias tendrían tal ca-
rácter.
Poco más tarde, dada la crónica situación deficitaria de la ha-
cienda castellana, se recurrió al sistema —que se generalizaría
en la centuria siguiente— de confiscar los envíos realizados
por los españoles desde América, especialmente cuando se
trataba de plata, dándoles a cambio juros —uno de los prece-
dentes del papel de Estado— con un interés anual elevado; para
no malquistarse con los perjudicados, la Corona consintió, al
principio, en cambiar estos juros por licencias para introducir
esclavos, las cuales eran generalmente concedidas en tan ven-
tajosas condiciones, que los beneficiarios solían revenderlas,
realizando un buen negocio sin riesgo alguno, pero ocasio-
nando que los africanos llegaran recargados de precio a las
Indias precisamente en el momento en que aumentaba su de-
manda.
A partir de 1580, tras la unión de las coronas portuguesa y
española, la monarquía empezó a recurrir a comerciantes lu-
sitanos que, dominando la trata en las costas africanas, podían,
aparentemente, abastecer a las Indias con esclavos más baratos.
La primera de estas licencias monopolistas, llamadas asientos,
con comerciantes portugueses, se firmó en 1595 con Pedro

Esclavos y negreros
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Gómez Reynel, quien debía introducir 38.250 esclavos a lo
largo de nueve años, exclusivamente por el puerto de Carta-
gena de Indias, y pagando a la Corona novecientos mil ducados
por el privilegio. Posteriormente, y hasta 1640, se celebraron
nuevos asientos con otros mercaderes portugueses, autori-
zándose también la entrada por Veracruz.
La mayoría de los esclavos fueron vendidos en las Antillas y en
las regiones costeras de Venezuela, Nueva Granada y Nueva
España, zonas en las que una oferta normalizada hizo descen-
der notoriamente el precio de esta mercancía humana; pero el
abastecimiento del resto de la América del Sur, especialmente
de Perú, que de acuerdo con las reglas del monopolio debía
efectuarse, engorrosamente, conduciendo a los esclavos a pie a
través de Panamá y reembarcándolos en las costas del Pacífico,
fue mucho más defectuoso; la demanda no se vio suficiente-
mente satisfecha y se inició un notable contrabando por la vía
de Brasil y Argentina.

Venta de esclavos

Esclavos y negreros
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3
CAMBIOS POLITICOS Y
ACTIVIDADES ALTERNATIVAS

YA nadie pone en duda la galopante decadencia castellana del


siglo XVII, que incluso, para la mayoría de los historiadores, se
habría iniciado en la centuria anterior. Esta decadencia tuvo
considerables repercusiones en América, casi el único, o como
mínimo el más importante, de los mercados de esclavos afri-
canos: se produjo un aislamiento de las Indias, nuevas metró-
polis pudieron establecerse en el Nuevo Continente, y los
portugueses debieron ceder a los británicos el control de la
trata.
Algunos investigadores, basándose casi exclusivamente en las
remesas oficiales de plata y en los niveles del comercio legal
entre América y Sevilla, han hablado de una decadencia para-
lela a la de Castilla en las Indias, pero los más recientes estu-
dios hacen pensar que, en esta centuria, se desvincularon
prácticamente de su metrópoli, lo que condujo a una conside-
rable descentralización y a una mayor autonomía administra-
tivas, a un incremento de sus vinculaciones entre sí y con paí-
ses del resto de Europa, y al surgimiento de una serie de acti-
vidades agropecuarias alternativas.
En efecto, Castilla, en pleno marasmo, no podía controlar todo
su Imperio. En muchas regiones se dejaron cada vez más las
decisiones políticas en manos de los criollos, que, además,
dadas las dificultades hacendísticas de Madrid, podían comprar
cargos administrativos. Por otra parte, se confió a las Indias la
tarea militar de la defensa del Imperio al otro lado del Atlán-
tico, con lo que la Corona les cedía una nueva parcela de su
autoridad, mientras la organización de esta defensa fomentaba
nuevas actividades, desde la creación de fortificaciones a la
construcción naval. En tercer lugar, la creciente desvinculación
Esclavos y negreros
- 37 -
comercial con la metrópoli llevó a un incremento de los in-
tercambios interamericanos, así como al del comercio, ofi-
cialmente ilegal, entre las Indias y Asia, y entre éstas y el resto
de Europa, ya directamente, ya a través de los enclaves que las
otras metrópolis europeas conquistaron en todo el Nuevo
Continente; así por ejemplo, el cacao venezolano llegaba a
España, donde existía una gran demanda de este producto, a
través de Curazao y Amsterdam; o lo que es más significativo,
los peruleros, comerciantes limeños, controlaron legalmente o
por la vía del contrabando buena parte de las viejas o las nuevas
rutas comerciales.
Por último, estas transformaciones comerciales colaboraron en
la aparición o consolidación de actividades alternativas, que ya
no estaban totalmente vinculadas a la anterior labor central, la
minería. En la Nueva España y Perú se formaron las grandes
haciendas latitunaistas; en las zonas periféricas cercanas al
Atlántico, con clima tropical, cundieron las plantaciones con
trabajadores esclavos para producir azúcar, cacao, añil o al-
godón; y en las regiones despobladas apropiadas, se expan-
sionó la ganadería, que exigía muy poca mano de obra.
Todo este proceso condujo a un mayor peso específico de las
oligarquías criollas, que iban consiguiendo un creciente do-
minio político y un mayor poder económico al controlar buena
parte de las nuevas actividades y beneficiarse una vez más de
los apuros financieros de la Corona, obligada a ceder baratas,
por "composición", tierras de realengo.
Esta serie de transformaciones que hemos enumerado, fue
obviamente acompañada de cambios sustanciales en las rela-
ciones entre los propietarios, o beneficiarios, de los medios de
producción y aquellos que trabajaban. Para el laboreo de las
minas siguió utilizándose la mita y sus variantes, pero muy
lentamente los arrendatarios de las mismas fueron sustituyendo
el trabajo forzado por mano de obra asalariada, con la que se
podían conseguir rendimientos más elevados y que resultaba,
por lo tanto, más rentable.
Esclavos y negreros
- 38 -
Las encomiendas habían ido evolucionando; las Leyes Nuevas
de 1542, que sólo se cumplieron muy parcialmente, señalaban
que el encomendero únicamente podía exigir de los nativos el
tributo que éstos, como súbditos, debían a la Corona, pero ésta,
desde principios del siglo XVII, en su enconado intento de
obtener nuevos recursos para una hacienda en crónica banca-
rrota, exigió de los encomenderos porcentajes crecientes de
aquel tributo; la encomienda acabó así convirtiéndose en un
privilegio cada vez menos apetecido, salvo por las oportuni-
dades que ofrecía de obtener beneficios legítimos.
En algunas zonas de economía muy cerrada (Guatemala, Pa-
raguay o Yucatán, por ejemplo), la encomienda pervivió hasta
finales del período colonial, o le sobrevivió; pero en otras, de
economía expansiva, generalmente vinculadas a una minería
todavía importante, los propietarios de la tierra prefirieron
recurrir a formas más rentables.
Así en la Nueva España, por ejemplo, la expansión territorial
de los enormes latifundios significó que los indígenas se en-
contraran sin tierras para cultivar o, como mínimo, marginados
a las de peor calidad con rendimientos decrecientes. Muchas de
las grandes haciendas eran también ganaderas, los animales
invadían las sementeras de los aborígenes, y éstos se veían, por
este cúmulo de circunstancias, condenados al hambre y en la
imposibilidad de pagar el tributo, que, con la decadencia de la
encomienda, casi todos debían entregar a la Corona a través de
sus representantes.
Por todo ello, los indígenas se vieron obligados, para sobrevivir
y poder pagar el tributo, a alquilarse como peones en las
mismas haciendas que los habían marginado, y una vez dado
este paso, al terrateniente le era fácil retenerlos durante gene-
raciones recurriendo al endeudamiento generalizado; se ofre-
cían bienes a crédito a los indígenas, y éstos se encontraban
encadenados a las haciendas.

Esclavos y negreros
- 39 -
La trata en el siglo XVII. A los mercados tradicionales se sumaron los
esclavos de nuevas potencias europeas en el Caribe.

En las zonas tropicales costeras escasamente pobladas, en las


que se extendió el cultivo de plantación, fue necesario au-
mentar la producción para abastecer a las clases privilegiadas
de la región, para atender la demanda de las áreas centrales y
también para pagar esclavos, ya que los negreros, que gene-
ralmente introducían su mercancía de contrabando, solían
intercambiar sus cargamentos por los mismos productos colo-
niales, cuya demanda aumentaba en Europa, obtenidos preci-
samente con la mano de obra esclava que ellos aportaban.
En las zonas casi exclusivamente ganaderas, como en las
pampas cercanas a Buenos Aires, se organizaron empresas
poco complejas que exigían escasa mano de obra; unos pocos
gauchos eran suficientes para cuidar inmensos rebaños, que no
planteaban problemas de transporte ya que los animales se
trasladaban por su propio pie hasta los puertos donde, tras ser
sacrificados, se comercializaban sus derivados: cueros, sebo,
carne seca, etc.

Esclavos y negreros
- 40 -
Presencia de otras potencias europeas

Como hemos señalado, otra de las consecuencias de la crisis


castellana fue la irrupción colonial en América de otras po-
tencias europeas. En efecto, España pudo conseguir mantener
aún su hegemonía sobre las regiones que consideraba vitales de
las Indias, especialmente los grandes centros productores de
metales preciosos, y los puntos esenciales de la Carrera, la ruta
marítima a través de la cual una parte cada vez menor de
aquella plata llegaba a Sevilla; pero este esfuerzo de concen-
tración no le permitió mantener el control sobre los tráficos
marginales, que cayeron en manos de los contrabandistas, ni
sobre todas las islas y costas del Imperio, parte de las cuales,
como algunas de las Antillas (las llamadas por los españoles
"islas inútiles"), algunos territorios al sur de Brasil, así como la
Guayana, Honduras, la Costa de los Mosquitos y casi toda la
mitad septentrional del Nuevo Continente, cayeron en manos
de piratas y bucaneros o sirvieron de punto de partida para el
establecimiento de nuevas metrópolis europeas.
Desde principios del siglo XVII, los holandeses, que desban-
caron momentáneamente a los ingleses en el control del con-
trabando en el área del Caribe, ocuparon las salinas de Araya,
frente a la costa venezolana, interesados en la sal de la que
necesitaban grandes cantidades para la salazón de pescado.
En 1621, cuando finalizada la Tregua de los Doce Años se
reanudaron las hostilidades con España, en los Países Bajos la
oligarquía republicana y los intereses de las Indias Orientales
habían sido desplazados por el partido de Orange y los intere-
ses de las Indias Occidentales, por lo que en la nueva etapa de
la contienda, la estrategia militar y los grupos económicos de
presión holandeses se aunaron para atacar a España, además de
en Europa, en- el Nuevo Continente.
Se lanzaron sobre Perú bordeando el cabo de Hornos, lo que
obligó a Madrid a organizar una nueva armada, la del Mar del

Esclavos y negreros
- 41 -
Sur; entre 1 621 y 1 624, retomando iniciativas que se habían
iniciado a finales del siglo XVI, se instalaron en la Guayana; y
entre 1632 y 1641 se asentaron definitivamente en una serie de
Antillas, Tobago, Curazao, San Eustaquio y San Martín.
Los ingleses se apoderaron entre 1624 y 1646 de un conjunto
de las islas menores, Barbados, Nevis, Leeward, Bahamas y
Vírgenes; después de 1648 se establecieron en la Guayana,
mientras que la ocupación de las costas de Honduras y de los
Mosquitos fue realizada independientemente por contraban-
distas y negociantes en maderas exóticas.
Pero la ofensiva alcanzó su punto culminante durante el go-
bierno de Cromwell; en 1655, los ingleses, tras fracasar en un
ataque a Santo Domingo, se apoderaron de Jamaica. El control
de la América septentrional se había iniciado a finales del siglo
XVI, cuando Walter Raleigh tocó las costas de Virginia, pero
hasta 1620 no llegó la primera expedición colonizadora, la del
Mayflower, que recaló en Massachusetts. Los ingleses, durante
el resto de la centuria, eliminaron, por las armas o amistosa-
mente, los vestigios de otras potencias en las Trece Colonias
(los futuros EE. UU.), los holandeses de la desembocadura del
Hudson o los suecos de Delaware.
Los franceses ocuparon Canadá desde 1608, para cuya explo-
tación Richelieu apoyó en 1627 la creación de la compañía de
la Nueva Francia; en 1635 se instalaron en algunas pequeñas
Antillas (Martinica, Guadalupe, etc.), y a finales de siglo en la
Luisiana, a lo largo del valle del Mississippi, que encorsetaba
completamente las Trece Colonias inglesas impidiendo su
expansión territorial, y adquirieron la mitad occidental de La
Española, la futura Haití.
Los portugueses de Brasil, mientras su metrópoli permaneció
unida a la Corona española, es decir, hasta 1640, sufrieron la
presión de los hugonotes franceses, que pretendieron crear una
colonia en Río de Janeiro, y la de los holandeses, que si por una
oarte controlaron durante un tiempo la región azucarera del

Esclavos y negreros
- 42 -
noreste, los hostigaron en la ruta asiática, lo que obligó a los
lusitanos a buscar una actividad alternativa, obteniendo plata
de contrabando del Potosí.
Pero ya desde antes de 1640, Brasil se fue extendiendo, a costa
de las Indias, más allá de la línea trazada por el Tratado de
Tordesillas; en 1637 ya se había alcanzado el Oyapock, que
marca la actual frontera del noreste, mientras en el sudoeste la
expansión fue dirigida por los bandeirantes de Sao Paulo, que
se lanzaron sobre las reducciones de los jesuitas de Paraguay
para obtener esclavos guaranís; y en 1680 se llegó al punto más
austral, la colonia de Sacramento frente a Buenos Aires.
Buena parte de estas ocupaciones territoriales, especialmente
las del área del Caribe y posteriormente Sacramento, se reali-
zaron primariamente para obtener enclaves que facilitaran el
contrabando con las Indias, y el de esclavos era uno de los más
importantes; más tarde se desarrollaron algunos cultivos tro-
picales de plantación aprovechando las buenas condiciones
ecológicas y climáticas, y el mismo hecho de que en ellas se
encontraran grandes depósitos de mano de obra servil.
Al principio se establecieron pequeños agricultores que culti-
vaban tabaco, algodón, índigo y jengibre, en parte para avi-
tuallar a los contrabandistas. Posteriormente, las guerras civiles
inglesas dieron lugar a que se trasladaran a las nuevas colonias
refugiados monárquicos con siervos blancos, las más de las
veces escoceses e irlandeses hechos prisioneros en las mismas
contiendas.
Pero desde mediados de siglo se inició una expansión espec-
tacular del cultivo de la caña. Hasta entonces, la miel había sido
el único edulcorante popular, el azúcar cubano o brasileño era
tan escaso que se vendía en ínfimas cantidades, a precios Ne-
vadísimos como los de las especias, y era sólo consumido por
las capas más acomodadas de la población europea. A partir de
este momento, la extensión del cultivo y una serie de mejoras
técnicas abarataron el azúcar convirtiéndolo en un producto

Esclavos y negreros
- 43 -
más asequible, a la vez que permitían un aumento de la pro-
ducción de ron, bebida que bien pronto vio crecer su demanda
en Europa y América.
Así, por ejemplo, en Barbados los primeros colonizadores
llegaron en 1625, y dieciocho años más tarde la isla había sido
dividida en diez mil parcelas, en las que trabajaban dieciocho
mil blancos y cinco mil negros. Pero ya hemos señalado que la
caña, por exigir no sólo mano de obra esclava, sino también
una planta de tratamiento para su elaboración, era incompatible
con las propiedades pequeñas. En 1666, casi toda la tierra de
Barbados había sido absorbida por ochocientas grandes plan-
taciones, la mitad de los blancos habían emigrado a otras co-
lonias, y el número de esclavos llegaba ya a cuarenta mil. De
Barbados el cultivo del azúcar se propagó a otras islas, primero
a las de Sotavento, y más tarde a Jamaica, donde las autori-
dades inglesas limitaron, al principio, la importación de afri-
canos por temor a las revueltas.
El cultivo extensivo de la caña agotaba al cabo de poco tiempo
la tierra, y se fue desplazando lentamente la ubicación geo-
gráfica de los principales centros productores; durante el siglo
XVIII la primacía pasaría a Saint-Domingue (zona francesa de
Santo Domingo), tras la rebelión de sus esclavos, a Trinidad y
Guayana; y más tarde a Cuba al abolir Gran Bretaña el tráfico
de esclavos.
En las Trece Colonias los ingleses se enfrentaron con la im-
posibilidad de esclavizar a los aborígenes, en su inmensa ma-
yoría todavía nómadas y depredadores, lo que significaba que
les era mucho más fácil huir de los blancos —al no estar vin-
culados a la tierra por los cultivos podían refugiarse en otras
regiones más al interior donde también encontraran caza y
frutos silvestres— , y que si eran sometidos no estaban acli-
matados para el trabajo agrícola sedentario y fallecían o se
fugaban repetidamente. Como ha señalado el profesor Chaunu:
"Para el anglosajón agricultor, ávido de tierras más que de oro,
el 'mejor indio era el indio muerto'. Para el castellano, ávido de
Esclavos y negreros
- 44 -
oro más que de tierra, el indio era un colaborador indispensa-
ble, que a veces era tratado brutalmente."
Así en un principio las actividades agropecuarias preponde-
rantes en las Trece Colonias, más de subsistencia que comer-
cializables, eran suficientemente abastecidas con mano de obra
europea, contratada o forzada. Se obtenían siervos blancos
entre los prisioneros de delitos comunes vendidos por los
guardianes de las cárceles; de los criminales condenados a esta
pena; de los prisioneros, en su mayoría irlandeses o escoceses,
hechos en las repetidas guerras civiles; de los fugitivos de la
justicia por razones religiosas, como los cuáqueros; y de los
niños o adultos raptados en Inglaterra con esta finalidad.
Todos estos siervos, que debían trabajar en América por unos
años o de por vida, eran transportados en peores condiciones
que los negros, ya que éstos eran vendidos a su llegada y el
beneficio dependía del porcentaje que arribara vivo a su des-
tino; y muchas veces eran tratados peor que los esclavos, ya
que los compradores querían recuperar lo invertido en el menor
tiempo posible. Pero una buena parte consiguió sobrevivir y
sus hijos nacieron libres, y además, la sobreexplotación tenía
sus límites: su nivel cultural, semejante al de sus propietarios,
hacía difícil mantenerlos en un estado de semiesclavitud, y si
conseguían fugarse era imposible identificarlos por el color de
su piel, como ocurría con los africanos. Pero en las colonias del
sur el clima tropical y las enfermedades que provocaba eran un
obstáculo para la utilización extensiva de estos siervos blancos,
y pronto se empezó a pensar en utilizar masivamente, como en
las colonias del Caribe, esclavos negros. Los españoles ya los
habían introducido, en Virginia y Florida, en el siglo XVI. En
las Trece Colonias la trata no comenzó hasta 1619, un año
antes del arribo del Mayflower, cuando un buque holandés,
plausiblemente un navio corsario, vendió en Jamestown, co-
lonia recientemente fundada, veinte esclavos negros quizá
apresados en el Caribe a un buque español. Pero la esclavitud
en esta región no alcanzó proporciones considerables hasta el

Esclavos y negreros
- 45 -
último cuarto del siglo, cuando se expandió la agricultura de
plantación y los comerciantes ingleses empezaron a monopo-
lizar el comercio de negros. Así por ejemplo, en Virginia había
en 1625 veinticinco esclavos africanos, que en 1 650 sólo ha-
bían pasado a trescientos. Y estos primeros africanos llevados a
las Trece Colonias, sólo fueron considerados "aprendices" de
por vida, y sus hijos nacían libres.
Hasta 1672, los pocos esclavos negros introducidos lo fueron
por la Compañía de las Indias Occidentales holandesa, en bu-
ques armados en los Países Bajos o incluso en Nueva
Amsterdam (la futura Nueva York). Pero desde aquella fecha, a
raíz de la constitución de la Real Compañía Africana, de la que
hablaremos posteriormente, empresa en la que estaban intere-
sadas la oligarquía británica y la misma familia real, no es
difícil comprender que el mismo Gobierno estimulara a los
colonos a adquirir esclavos, que en su mayoría no procedían
todavía directamente de África, sino de las colonias inglesas
del Caribe.
A este incremento contribuyó el hecho de que experimentados
plantadores de las Antillas se trasladaran al continente, dadas
las facilidades para dedicarse, en grandes extensiones que
podían trasladarse hacia el oeste a medida que un cultivo ex-
tensivo agotaba la tierra, a cultivar arroz y sobre todo tabaco, y
más tarde algodón y azúcar. Sin embargo, la gran expansión se
produciría posteriormente, dado que las tierras más cálidas del
sur, Florida, Luisiana o Texas, estaban todavía en poder de
españoles o franceses.

Incremento de esclavos negros

Desde este momento, al sur del Potomac, el número de inmi-


grantes forzados negros iría superando constantemente al de
los forzados blancos, a pesar de que éstos se multiplicaban y
aquéllos apenas se reproducían, dado que para sus propietarios

Esclavos y negreros
- 46 -
era más rentable comprar que criar. Además, la población
esclava, que debía ser renovada constantemente, dejó de ser
considerada como unos aprendices de por vida; serían esclavos
sus hijos, si es que los tenían, y los hijos de sus hijos.

En un principio, en las Trece Colonias, los esclavos fueron considerados


como seres racionales. Bautizo de africanos por un pastor moravo.

La expansión, en el sur de las Trece Colonias, de un modelo


económico basado en la esclavitud, exigió que los colonos,
muchos de ellos de sectas más puritanas, buscaran justificantes
morales que encontraron en la Biblia; se consideró a los afri-
canos descendientes de Canaán y se recordó lo que había dicho
su padre Noé al despertar de su embriaguez, "¡Maldito sea
Canaán! ¡Esclavo de esclavos será para sus hermanos!" (Gé-
nesis, 10, 25); o se tuvo en cuenta que eran paganos y que
Yahvé había dicho a Moisés: "En cuanto a tu esclavo y tu

Esclavos y negreros
- 47 -
sierva que hayas de poseer, de las naciones (herejes) que te
circundan, de ésas adquirirás esclavo y sierva" (Levítico, 25,
44); y también se hizo necesario crear una nueva legislación
que regulara las relaciones entre hombres de distinta pigmen-
tación cutánea; así en 1663, la Asamblea de Maryland decretó
que todos los africanos de la colonia podían tenerse por es-
clavos y prohibió los matrimonios entre personas de razas
distintas; cuatro años más tarde se acordó en Virginia que el
bautismo no significaba la libertad; las demás colonias legis-
laron de forma parecida en los años posteriores.
Como hemos venido señalando, una serie de circunstancias
(aislamiento de las Indias y surgimiento en las mismas de una
serie de actividades alternativas, entre ellas los cultivos tropi-
cales de plantación, y la extensión de estos cultivos a territorios
controlados por nuevas metrópolis) produjeron un tirón con-
siderable sobre la demanda de esclavos africanos en el Nuevo
Continente, demanda que una vez iniciada no cesó de crecer.
Por una parte, en las mismas Indias y en Europa aumentaba el
consumo de productos coloniales; por otra, esta mano de obra
se agotaba y debía renovarse constantemente. La vida media de
un esclavo era muy corta (para el Brasil central de mediados
del siglo XIX, era estadísticamente de diez años); se ha cal-
culado que aproximadamente un veinticinco por ciento de los
esclavos morían en el primer año de su estancia en el Nuevo
Continente, durante el período de aclimatación a nuevas for-
mas de trabajo y a enfermedades para las que no estaban in-
munizados; era muy bajo su índice de reproducción, dado que
sus propietarios preferían, como hemos dicho, comprar a criar,
y que por causas psicológicas las esclavas no querían parir
esclavos; la mortalidad infantil (en algunas zonas el cincuenta
por ciento) era entre ellos elevadísima, por sus mismas formas
de vida y trabajo.
Durante casi todo el siglo XVII, buena parte de esta demanda
se generó todavía en las Indias de Castilla, pero dada la galo-
pante debilidad metropolitana, el abastecimiento se realizaba
Esclavos y negreros
- 48 -
de forma creciente a través del contrabando, en el que las po-
tencias del resto de Europa estaban triplemente interesadas,
dado que era un negocio sumamente lucrativo, que la mercan-
cía negra se podía intercambiar por coloniales, muy apreciados
en Europa, o en el mejor de los casos, por plata, y que ésta,
escapándose al control oficial, aceleraba el colapso de la mo-
narquía española.
La Corona, por otra parte, se encontraba en un callejón sin
salida: si prohibía la introducción, se producía malestar entre
los criollos que podían argüir la posibilidad de un estanca-
miento económico, y, lo que era peor, la introducción se seguía
realizando, pero de contrabando, ya que la armada española era
incapaz de patrullar toda la periferia indiana, todo lo cual sig-
nificaba la no percepción de impuesto alguno y el drenaje, por
las demás potencias europeas, de frutos y metales indianos; y si
la autorizaba, dada su imposibilidad casi total de intervenir en
ella, concedía también ventajas a sus rivales.
Durante algún tiempo, pero sin resultados satisfactorios, se
concedió la trata a los consulados de Lima y Sevilla, lo que en
realidad quería decir a aquellos mismos intereses extranjeros,
dado que, como mínimo los comerciantes hispalenses, eran
meros hombres de paja de mercaderes del resto de Europa.
Pero incluso en estas licencias o asientos legales se realizaba
un considerable fraude: los beneficiados no pagaban todos los
impuestos, transportaban más negros de los autorizados y los
distribuían en las regiones donde obtenían mayores beneficios
y no donde se les había señalado oficialmente.
A finales del siglo XVII, cuando coincidieron el punto álgido
del marasmo castellano con la plena expansión de los intereses
indianos, la Corona intentó, ante el fracaso de los comerciantes
peninsulares que habían demostrado su incapacidad de con-
trolar la trata, incluso beneficiando a terceros, que ésta pasara
totalmente a manos de los criollos, que siempre serían prefe-
ribles a las potencias rivales.

Esclavos y negreros
- 49 -
En 1694, por ejemplo, se firmó un asiento con Bernardo
Francisco Marín de Guzmán, comerciante caraqueño relacio-
nado mercantilmente con Sevilla y Lisboa, pero como debía
recurrir necesariamente a algunas de las naciones que contro-
laban las costas africanas, llegó a un acuerdo con la portuguesa
Compañía Real de Guinea, y la prematura muerte del venezo-
lano hizo que el asiento fuera heredado enteramente por dicha
compañía, que de este modo controló la trata legal entre 1696 y
1703.
Ya hemos dicho que durante la unión de las coronas de Por-
tugal y España, aquélla perdió el monopolio del control de la
costa africana, y que los holandeses se apoderaron en Brasil del
noreste azucarero. Pero en 1662 los lusitanos, que ya hacía
veintidós años que se habían separado de España, llegaron a un
acuerdo con los Países Bajos, por el que éstos renunciaban a
sus conquistas en Brasil a cambio de que aquéllos reconocieran
la propiedad holandesa sobre las factorías que desde 1621 la
Compañía de las Indias Occidentales había establecido en la
costa de Guinea, desde las cuales se enviaban grandes canti-
dades de esclavos a América.
Otras potencias europeas también se aprovecharon de la de-
cadencia castellano-portuguesa para establecer algunas facto-
rías para la trata. Ya en 1626 los franceses construyeron la de
Saint Louis cerca de la desembocadura del Senegal, y en 1631
los ingleses la de Cormantine, en la Costa de Oro; poco des-
pués se apoderaron del cercano Cape Coast, anteriormente en
manos de los suecos, y años más tarde construyeron la de Ja-
mes Fort, cerca de la desembocadura del Gambia.
Pero durante esta centuria de continuas guerras y de expansión
de los apátridas bucaneros por el Caribe, no sólo intervinieron
en este lucrativo negocio los barcos mercantes exclusivamente
negreros; mientras seguían las contiendas europeas, muchos
buques corsarios, o simplemente piratas, se beneficiaban de la
confusa situación, pero ni unos ni otros se molestaban en ir a
buscar las cargazones al África, sino que atacaban navíos es-
Esclavos y negreros
- 50 -
clavistas, incluso de su propia bandera, a lo largo de la travesía
e incluso en el Caribe.
Por otra parte, los negreros que actuaban individualmente, así
algunos armados en las Trece Colonias, empezaron a obtener
esclavos en la costa oriental del Continente Negro, de la que en
la primera mitad del siglo XIX se obtendría la mayoría de los
esclavos, dado que la costa occidental iba siendo poco a poco
dominada por las compañías europeas, oficiales o privadas:
además de las grandes empresas, generalmente con interven-
ción de las coronas respectivas y, por tanto, con todo el apoyo
del Estado, se formaron otras menores, generalmente para un
solo viaje, a través del sistema de compañías, que, surgido en el
Mediterráneo medieval, permitía reunir los grandes capitales
necesarios mediante un sinfín de pequeñas aportaciones y
repartía extraordinariamente los riesgos en caso de desastre o
de fracaso.

La primacía británica

Pero si los holandeses habían desbancado a los portugueses en


el control de la costa africana, y por lo tanto de la trata, su
predominio duró sólo medio siglo, hasta 1672, y tras este breve
período de supremacía total fueron a su vez desbancados por
los ingleses, que ejercerían su hegemonía hasta principios del
siglo XIX, cuando los mismos británicos, y no precisamente,
como veremos, por motivos altruistas, se convirtieron en los
campeones del abolicionismo.
Ya en 1663, el duque de York, hermano del rey de Inglaterra
Carlos II, fundó una compañía esclavista, la de Reales Aven-
tureros del Comercio Inglés con África. Dado el peso del duque
en la organización y financiación de la empresa, los esclavos
serían marcados con las iniciales D Y; y el rey, por su parte,
para conmemorar su participación en el negocio, mandó acuñar
una nueva moneda, la guinea, con oro africano, que llegó a

Esclavos y negreros
- 51 -
cotizarse más alta que la libra esterlina.
Pero en el preludio de la guerra anglo-holandesa de 1664
-1665, el almirante neerlandés Ruyterse se apoderó de casi
todas las factorías inglesas, y tras el tratado de paz de 1667,
estas factorías permanecieron en poder de los holandeses. La
Compañía de Reales Aventureros salió totalmente quebrantada
de este suceso con grandes pérdidas de capital.
Así el monopolio holandés se mantuvo hasta 1672, pero en esta
fecha los ingleses, con el rey Carlos II al frente, intentaron
nuevamente intervenir en la trata, para lo que fundaron una
nueva sociedad, la Real Compañía Africana que, gracias a su
gran capital y al decidido apoyo de la Corona, consiguió irse
haciendo con un control cada vez más estricto, no sólo de la
costa del golfo de Guinea, sino de todo el litoral atlántico
africano, desde el Senegal francés hasta Angola, que seguía
teóricamente en manos de los portugueses.
Pero si la Real Compañía Africana iba imponiéndose a los
negreros de otras potencias europeas, debía a su vez sufrir la
ruda competencia de los propios negreros ingleses, que, ac-
tuando individualmente, no tenían que mantener factorías ni el
complejo burocrático de una gran empresa, por lo que podían
obtener los esclavos más baratos y ofrecerlos a más bajo precio
a los plantadores americanos. Nada consiguió la Real Compa-
ñía contra esta competencia "ilegal", ni siquiera cuando la
Corona decretó que serían ajusticiados si se les capturaba.
Esta intromisión de los negreros privados y las protestas de los
plantadores ingleses de América, que se lamentaban de tener
que adquirir los negros de la Real Compañía a precios dema-
siado elevados, obligaron a la Corona a decretar en 1698 la
libertad total de la trata. Cualquiera podía dedicarse al trans-
porte de esclavos, siempre que pagara un impuesto del diez por
ciento del valor de sus cargamentos en beneficio de la Real
Compañía, que a pesar de esta inyección de ingresos extraor-
dinarios no lograba superar su déficit, y que no fue disuelta

Esclavos y negreros
- 52 -
hasta 1751. A partir de esta fecha, las factorías africanas se
mantuvieron a través de un consorcio creado por los traficantes
británicos, que contó con subsidios aportados por el Estado.

La adquisición de esclavos en la costa africana por los barcos


negreros, o previamente por los traficantes de las factorías, era
un complejo proceso que exigía de los compradores habilidad,
paciencia para un largo y fastidioso regateo, cautela en la uti-
lización del soborno y un detallado reconocimiento higiénico.
Los vendedores procuraban engañar a los mercaderes euro-
peos, afeitando y rapando a los esclavos, al tiempo que los
untaban con aceite de palma para que pareciesen más jóvenes;
así el reconocimiento médico tenía como finalidad principal
averiguar la edad a través del examen de la dentadura y escla-
recer que no padecieran defectos físicos ni enfermedades
contagiosas, especialmente la sífilis, que podía producir es-
tragos entre el resto del cargamento e incluso entre la tripula-
ción, durante la travesía. Inmediatamente después, los esclavos
ya adquiridos eran marcados al hierro en el pecho.
Los ingleses intercambiaban los esclavos por sábanas viejas,

Esclavos y negreros
- 53 -
hilados o tejidos ingleses, indios o chinos, armas blancas o de
fuego, bebidas alcohólicas o sombreros de fantasía. También
los franceses y los holandeses ofrecían, en buena parte, ma-
nufacturados nacionales. Por este procedimiento se obtenía un
beneficio doble, sobre el valor de los productos importados de
la metrópoli y sobre la venta de los esclavos en América.
En cambio los portugueses estaban, en este terreno, en des-
ventaja, pues debían comprar a terceros los productos que
darían a cambio de la mercancía de ébano.
El embarque producía a veces dificultades. Muchos negros no
habían visto jamás el mar, eran presas del pánico y se hacía
difícil hacerlos subir a las canoas que los conducirían hasta los
barcos. Otros temían, lo que al parecer era creencia generali-
zada entre muchos africanos, que serían trasladados a un re-
moto país para ser devorados por gigantescos antropófagos,
por lo que se negaban a comer durante la travesía, ya que pre-
ferían morir de hambre que servir de alimento a los gigantes.
En las Indias, los principales puertos de las arribadas legales
eran La Habana, Veracruz, Cartagena y Buenos Aires, donde
los asentistas y los cabildos poseían barracones para encerrar a
los negros a la espera de compradores. Pero antes del desem-
barco las autoridades visitaban la nave para cerciorarse de que
era un arribo legítimo, de que el capitán poseía el permiso de la
Corona para la introducción en aquel puerto, realizar una ins-
pección sanitaria, a cargo de un facultativo, y comprobar que
esclavos o tripulación no estuvieran afectados por alguna en-
fermedad contagiosa, pues si esto ocurría el barco debía per-
manecer en cuarentena!
Desde la época de los asientos, los introductores podían entrar
un número determinado de "piezas de indias"; una pieza era un
esclavo que por su tamaño y edad equivalía a una unidad, y
para cobrar los derechos de importación era necesaria una
minuciosa comprobación para calcular a cuántas piezas equi-
valía el total del cargamento. Una vez realizado el palmeo,

Esclavos y negreros
- 54 -
medición de los esclavos, se procedía a la carimba, mareaje al
fuego en la espalda, pecho o muslos, marca que variaba según
el lugar de entrada y el asentista, y que indicaba que los es-
clavos habían entrado legalmente y se habían satisfecho los
derechos pertinentes.
Hasta principios del siglo XVII los asentistas sólo podían llevar
su mercancía hasta los puertos habilitados, aunque a lo largo de
esta centuria se fue haciendo menos rígida esta norma y se
autorizó introducirla en el interior de las Indias, excepto en
Perú. Pero generalmente, salvo en el caso de la Nueva España,
donde abundaba la plata en monedas, los asentistas preferían
un precio menor y vender sus cargazones a terceros, en los
puertos, y no arriesgarse a los peligros y gastos de conducir los
esclavos hasta los mercados interiores.
Así, generalmente, los negros introducidos legalmente eran
redistribuidos dentro de las Indias por comerciantes peninsu-
lares y criollos que no se dedicaban exclusivamente a este
negocio, sino que además comercializaban productos colo-
niales, en su mayoría obtenidos del intercambio por los negros,
y europeos; estos comerciantes se reunían generalmente for-
mando compañías, y las rutas de este comercio interno del
ébano coincidían naturalmente con las demás vías de los di-
versos tráficos internos e intercoloniales.
Las Antillas se abastecían a través de distintos puertos, como
La Habana, Santo Domingo, San Juan, y, dado el número de
lugares de ingreso, no coincidían con un gran intercambio
interno. La Nueva España y la América central debían abas-
tecerse por Veracruz. Tierra Firme, por Cartagena, desde
donde una parte de las cargazones pasaba a Panamá, otra se
repartía por las costas de Venezuela y una tercera se adentraba
en la Nueva Granada remontando el río Magdalena. La región
de La Plata se abastecía desde Buenos Aires, y el virreinato de
Perú recibía los esclavos desde Panamá, a donde llegaban, tras
cruzar el istmo, de Cartagena, Portobelo o Veracruz. De Pa-
namá eran conducidos por mar hasta Guayaquil, El Callao y
Esclavos y negreros
- 55 -
Valparaíso. Este virreinato también recibía esclavos asiáticos,
filipinos, japoneses, chinos, indios o malayos, procedentes de
Acapulco o traídos en viajes directos desde Asia.
Para evitar la fuga de plata en la compra de esclavos, la evasión
de impuestos y la corrupción administrativa, la Corona se
obstinó en mantener, para el surtimiento de Perú, la compleja
ruta de Panamá, cuando habría sido mucho más fácil hacerlo
por Buenos Aires. Pero lo único que consiguió fue que Perú, la
zona de Potosí y Chile, sufrieran una endémica insuficiencia en
el aprovisionamiento de esta mano de obra y recurrieran al
contrabando, que provocaba los mismos males que se trataba
de evitar.
En efecto, ya hemos afirmado que a lo largo de esta centuria las
Indias recurrieron profusamente a esta forma ilícita que plau-
siblemente (por su misma condición es casi imposible cuanti-
ficarla) fue superior a la legal. La mayoría del contrabando se
hizo desde las costas atlánticas dadas las dificultades y riesgos
de pasar al Pacífico por el estrecho de Magallanes o el istmo
centroamericano, donde el control castellano era todavía efi-
ciente.
Los principales focos de contrabando fueron las Antillas en
poder de otras metrópolis europeas, desde las que se enviaban
esclavos a toda el área del Caribe y se intercambiaban por
productos coloniales, animales vivos, perlas o plata, y el
Atlántico sur, desde donde por la vía de Brasil, Paraguay o
Buenos Aires y el noroeste argentino, los esclavos llegaban al
Alto Perú (la actual Bolivia) para trabajaren las minas, o seguir,
la mayoría, hacia las zonas selváticas interiores, las fértiles
vegas irrigadas de la costa peruana, o los valles litorales chi-
lenos, en los que los plantadores producían cultivos tropicales
para el rico mercado peruano.
La proliferación de esclavos en las Indias y su mezcla con
individuos de otras razas dio lugar a una variadísima termi-
nología, de la que citaremos los términos más frecuentes. Se

Esclavos y negreros
- 56 -
llamaba mulequillos a los esclavos menores de siete años,
muleques a los que contaban entre siete y doce, y mulecones a
los que tenían entre doce y dieciséis. Los bozales eran los re-
cién llegados de África, que todavía no hablaban el castellano,
y de los que no se conocían todavía las buenas o malas cos-
tumbres ni su capacidad de trabajo. Los ladinos eran esclavos
también nacidos en África, pero que ya llevaban tiempo en las
Indias y hablaban castellano; y criollos los nacidos ya en
América. Se calificaban de cimarrones los esclavos que habían
huido de sus propietarios, y por ello habían sido castigados por
la justicia, o los que lo habían sido por otros delitos. Final-
mente, se denominaba mulato al hijo de blanco y negra, y
zambo al hijo de negro e india.

Durante la expansión del


siglo XVIII, muchas po-
tencias se beneficiaron de
la trata. Barco negrero de
Nantes completando su
carga.

Esclavos y negreros
- 57 -
4.
EXPANSION Y DIVERSIFICACION
AGROPECUARIAS

COMO ha señalado el profesor Plerre Vilar, en su definitivo


análisis de la Cataluña del siglo de la ilustración:
"Cada vez queda más patente que la potencia creadora del siglo
XVIII —que aseguró el definitivo triunfo de la sociedad capi-
talista sobre la sociedad feudal— no se manifestó exclusiva-
mente en la Inglaterra de la 'revolución industrial' y en la
Francia de la Revolución política, sino en todo el conjunto de
Europa y en sus anejos americanos."
Efectivamente, el Nuevo Continente, no sólo no se mantuvo al
margen de esta expansión, sino que fue uno de sus compo-
nentes principales, y como hemos señalado, todo hace suponer
que, como mínimo en determinadas regiones, esta expansión se
había iniciado ya en la centuria anterior.
Volvió a crecer la población, tras la hecatombe demográfica
que había llegado a su punto culminante en el siglo XVII, lo
que significó una mayor disponibilidad de mano de obra y la
ocasión de producir más plata a menor coste, aumento de la
producción al que no fueron extraños una serie de progresos
técnicos y el hallazgo de nuevos yacimientos, especialmente en
la Nueva España.
Si un porcentaje de esta plata generó un incremento y diversi-
ficación de las actividades económicas para abastecer nuevas y
más refinadas necesidades en las mismas Indias, y entre ellas
las de frutos tropicales para las clases más acomodadas, buena
parte de la misma pasó a Europa colaborando, por un lado, a
acelerar una actividad comercial siempre en aumento en
constante interacción con una explotación más racional de las

Esclavos y negreros
- 58 -
colonias por parte de las metrópolis del Viejo Continente, y por
otro provocó un alza generalizada de los precios que estimuló
constantemente nuevos incrementos y diversificaciones de las
actividades económicas americanas.
A estos factores estimulantes deberían añadirse muchos más,
pero bastarán un par como ejemplo. Durante el siglo XVIII
fueron constantes las guerras, especialmente las coloniales, en
las cuales los buques de guerra y los corsarios entorpecían casi
totalmente los intercambios en determinados tráficos.
Pero desde finales del siglo anterior, todas las potencias euro-
peas se habían puesto de acuerdo para erradicar mancomuna-
damente a piratas y bucaneros del Atlántico, lo que significaba
que durante los períodos de paz los buques pudieran circular
con menos armamento y una tripulación más reducida (que por
otra parte disminuía a medida que los progresos técnicos sim-
plificaban las tareas del arte de navegar) y, por lo tanto, con
mayor capacidad de carga por volumen del buque, lo que re-
dundaba en una disminución de los fletes y en que los pro-
ductos americanos llegaran más baratos a Europa y pudieran
ser adquiridos por capas más amplias de población. A la vez, el
auge económico general también colaboró a que fuera mayor la
demanda de productos ultramarinos.

Auge del cafeto

Por otra parte, el incremento de los intercambios y el alza de los


precios llevaron a los plantadores americanos a aumentar la
producción, lo que podía conseguirse merced a una mayor
afluencia de esclavos debida, a su vez, al mismo incremento de
los intercambios. Los negreros, por otro lado, a cambio de su
mercancía obtenían productos coloniales de consumo directo,
como cacao o café, pero también materias primas, melaza de
azúcar o algodón, que eran elaborados en las Trece Colonias o
en Europa para producir ron o tejidos que se destinaban a la

Esclavos y negreros
- 59 -
adquisición de más esclavos en África.
También será ilustrativo el esquema de lo ocurrido en una
región concreta, en este caso Venezuela. Durante el siglo XVII
se habían expansionado dos cultivos tropicales comercializa-
bles, el del cacao en los valles de Caracas y el del tabaco en los
alrededores de Barinas, productos que salían en su mayor parte
de contrabando por la vía de Curazao. Desde 1732 se estableció
allí la Compañía Guipuzcoana, que estaba interesada en hacer
llegar el máximo porcentaje posible del cacao venezolano a
España en sus navíos y organizó un sistema de vigilancia cos-
tera para acabar con el contrabando de este producto.
Entre el primero y el último cuartos del siglo XVIII, la expor-
tación legal de cacao se multiplicó por 3,6, y el diezmo del
obispado de Caracas, un indicador bastante claro ya que sig-
nificaba un porcentaje muy aproximado de los bienes produ-
cidos en su demarcación, se multiplicó, entre 1700 y 1799, por
18,2 mientras que el de los esclavos importados lícitamente,
entre 1700 y 1 780, lo hizo por 5,3.
La disparidad entre el porcentaje de crecimiento de la expor-
tación de cacao y el del diezmo del obispado parece indicar que
hubo un importante incremento de la producción que se debió,
por una parte, a una expansión de la agricultura de subsistencia
estrechamente vinculada al crecimiento demográfico y, por
otra, a la aparición o extensión de cultivos comercializables; en
efecto, sabemos que en la zona montañosa al oeste de la capital,
desde los valles de Aragua a los de Barinas y en las llanuras
orientales cercanas a Cumaná, se incrementaron considera-
blemente los cultivos de algodón, añil, azúcar y café.
Los tres primeros lo hicieron merced al aprovechamiento de
tierras fértiles que hasta el momento apenas habían sido tra-
tadas; pero el del cafeto surgió de la necesidad de superar un
cuello de botella a que había llegado la agricultura colonial
venezolana. El cacaotero, que exigía complicados sistemas de
regadío y drenaje para hacer llegar o extraer el agua en las
estaciones seca y lluviosa, respectivamente, sólo podía sem-
Esclavos y negreros
- 60 -
brarse en las reducidas tierras llanas cercanas a los ríos; por
otra parte, la inexistencia de caminos sólo hacía rentable su
cultivo en las zonas costeras y en los valles próximos a las
corrientes navegables. Desde los centros de producción el
cacao era conducido en canoas a los puertos mayores, en los
que era exportado.

El brutal incremento del siglo XVIII. Gran demanda en las colonias inglesas
y francesas, en parte para abastecer, de contrabando, a las Indias.

Estas circunstancias limitaban extraordinariamente el área que


podía dedicarse al cacaotero, y es de prever que ésta llegó a un
techo en la segunda mitad del siglo XVIII. La economía ve-
nezolana debía orientarse hacia otro tipo de productos si no
quería entrar en una fase de estancamiento. El cafeto, cultivo
que no exige el regadío y que se acomoda en las laderas, por lo
que el drenaje en la estación lluviosa se efectúa naturalmente,
venía a solucionar este problema en unos momentos en los que
una larga serie de factores favorecían la expansión agrícola,
que contaba con mercados, además del español, en los que el
cacao no era tan apetecido.

Esclavos y negreros
- 61 -
Pero la ampliación productiva no se limitó a estos cultivos;
hubo además una expansión hacia los Llanos, las grandes ex-
tensiones de pastos del sur situadas entre los Andes, la cordi-
llera costera del norte y el Orinoco, que hasta el momento
habían permanecido prácticamente al margen de la actividad
colonizadora y en los que prosperaron enormes rebaños de
rumiantes a partir de los animales que se habían escapado
desde el inicio de la conquista.
El aumento de las actividades en Venezuela y en toda la zona
del Caribe exigía crecientes cantidades de bestias de labor y de
tiro (las regiones azucareras necesitaban más muías para con-
ducir la caña cosechada hasta los trapiches y para accionar
éstos, que la molían), más tasajo para alimento de las esclavi-
tudes, a la par que crecía constantemente la demanda, esen-
cialmente europea, de cueros.
Por otra parte, la disparidad entre el porcentaje de crecimiento
del diezmo y el de importación de esclavos, nos permite su-
poner que entraron muchos de contrabando, y que tuvieron
éxito, como veremos inmediatamente, los intentos de hacer
trabajar en las haciendas o hatos a la población mestiza.
Este incremento y diversificación de las actividades producti-
vas en las Indias repercutieron nuevamente sobre las relaciones
entre los propietarios de los medios de producción y sus tra-
bajadores; siguió, por el camino señalado en el capítulo ante-
rior, la lenta sustitución del trabajo forzado por el asalariado en
las minas y la progresiva reducción de los indígenas al peonaje
endeudado en las grandes haciendas, en detrimento de las en-
comiendas o repartimientos.
Sin embargo aparecieron nuevas relaciones, ya que aquel in-
cremento y aquella diversificación exigían cada vez más mano
de obra a la par que era más rentable su explotación, y como no
colmara suficientemente esta necesidad el crecimiento de la
población aborigen, las oligarquías criollas pensaron en la
posibilidad de beneficiarse de un grupo social, el de los pardos,

Esclavos y negreros
- 62 -
ladinos, mestizos o castas, que en algunas regiones represen-
taban altos porcentajes de la población total e incluía a todas
aquellas personas que no eran ni blancos, ni indígenas, ni ne-
gros, sino fruto de los distintos y diversos enlaces posibles
entre estos tres grupos, y que por no existir todavía, lógica-
mente, en los primeros años de la colonización no habían sido
tenidos en cuenta en la organización laboral que entonces se
había organizado tan estrictamente; más tarde, la estabilidad
rayana en la petrificación de la legislación indiana había dejado
al margen este crecientemente considerable porcentaje de la
población.
Las oligarquías consiguieron a lo largo del siglo XVIII, a través
de dos vías que conducían al mismo fin, controlar esta impor-
tante masa de mano de obra potencial; por una parte, actuando
a través de los cabildos, obtuvieron en muchas regiones que no
se les dejara adquirir tierras ni trabajar en las baldías o de
realengo, y por otra, arrancaron de la Corona nuevas leyes que
persiguieron a los "vagos, mendigos y holgazanes" y les obli-
garon a presentarse ante las autoridades judiciales para que
éstas los ofrecieran como fuerza de trabajo, a cambio de sala-
rios de subsistencia, a los hacendados.
Las regiones donde el citado incremento y diversificación
agropecuarios exigió mayores cantidades de mano de obra
esclava fueron, lógicamente, las situadas en las zonas de clima
tropical. La única Guayana donde prosperaron considerable-
mente las actividades de plantación fue la controlada por los
holandeses; éstos, ayudados por judíos que habían tenido que
emigrar de Brasil, consiguieron poner en cultivo, mediante un
complejo sistema de canales, las tierras pantanosas cercanas a
Paramaribo.
Pero en 1772, cuando la colonia albergaba setenta y cinco mil
esclavos y cinco mil blancos, se hundió todo el sistema por una
rebelión de los primeros que duró dos años. Para sofocarla se
enviaron tropas metropolitanas y mercenarias, pero finalmente
Holanda se vio obligada a pactar con la mayoría de los rebeldes
Esclavos y negreros
- 63 -
y consentir en la creación de repúblicas libres de negros, pa-
lenques, de los que hablaremos al final de este capítulo.
Por el contrario, en las Antillas holandesas el clima excesi-
vamente seco no permitió la aparición de actividades agrícolas.
Se dedicaron casi exclusivamente al comercio, lícito o de
contrabando, con el resto de las islas del Caribe y con tierra
firme, comercio que estaba controlado desde 1674 por la
Compañía Holandesa de las Islas Occidentales.
En las Antillas inglesas, donde el cultivo de la caña se había
iniciado más tempranamente, las tierras se fueron agotando y
decayó la producción a lo largo del siglo, a la vez que subía el
precio de los esclavos y se mantenía bastante estable el del
azúcar debido a la competencia de nuevos centros productores,
dependientes de franceses o españoles. Los plantadores ingle-
ses intentaron encontrar una solución presionando sobre el
Gobierno metropolitano para que protegiera su azúcar acep-
tándolo a precios más elevados y cargando de impuestos a los
de otras procedencias, solución que no pudo ser aceptada por la
presión en sentido contrario de sus mismos gremios —dro-
gueros, refinadores y destiladores— , interesados en conseguir
las melazas o el azúcar al precio más bajo posible.
Para no paralizar la actividad en estas islas, se recurrió a una
salida alternativa: se promocionaron los intereses de los ma-
nufactureros y traficantes negreros de la metrópoli abriendo
cuatro puertos libres en Jamaica y dos en la Dominica (inglesa
desde el tratado de París de 1763), a donde los colonos espa-
ñoles del área del Caribe recurrirían con toda seguridad, al
poder intercambiar allí más favorablemente sus productos por
esclavos y manufacturados europeos de contrabando; posi-
blemente esta acción británica fue una de las causas de la po-
lítica liberalizadora de Carlos III de España para la adquisición
de esclavos en las colonias extranjeras.
En cuanto a los plantadores, se les autorizó a abandonar las
tierras gastadas de las Antillas y a establecerse en la región

Esclavos y negreros
- 64 -
austral de las Trece Colonias con sus esclavos.
La colonización agrícola de las Antillas francesas se inició con
el cultivo del tabaco y con mano de obra europea en un régimen
similar al de la servidumbre, generalmente campesinos del
oeste francés, de las regiones cercanas a los puertos atlánticos.
Hacia mediados de siglo, sustituyéndose la mano de obra fran-
cesa por esclavos negros, se inició la expansión del azúcar, que
por haberse iniciado mucho más tarde que en las islas inglesas
dio durante un largo período rendimientos mucho más elevados.
Posteriormente también se cultivó café y, en porciones mucho
menores, algodón y añil. El crecimiento de los nuevos cultivos
fue tan considerable que los intercambios entre la metrópoli y
sus islas del Caribe llegaron a representar más de un tercio del
comercio exterior total francés.
Por otra parte, estos productos pagaban menos impuestos, y al
llegar más baratos a Europa, podían competir más fácilmente
con los procedentes de las colonias españolas o inglesas. A
pesar de ello, los plantadores franceses lucharon por una mayor
libertad comercial y en 1 767 obtuvieron que en algunos de sus
puertos se autorizara la entrada de navíos extranjeros, medida
de la que se beneficiaron especialmente los armadores de las
Trece Colonias, que comercializaban azúcar francés en Gran
Bretaña declarando que procedía de las Antillas inglesas, y que
facilitó un comercio de contrabando, más tarde legalizado, con
las posesiones españolas.
Los plantadores franceses eran algunos de aquellos campesinos
del oeste que habían conseguido prosperar, o comerciantes de
los puertos occidentales de la metrópoli, que tan pronto como
conseguían triunfar en su nueva actividad regresaban a Europa
e intentaban adquirir un título nobiliario, o aristócratas arrui-
nados que pasando a las Antillas para ocupar cargos burocrá-
ticos o militares, conseguían comprar una plantación y escla-
vos y rehacían sus fortunas o lo conseguían casándose con ricas
criollas.

Esclavos y negreros
- 65 -
Pero todos estos hacendados —procedentes del campesinado,
la burguesía o la aristocracia— abandonaban las colonias tan
pronto como podían para instalarse en Francia y vivir de las
rentas de sus plantaciones. En conjunto, fueron el grupo más
absentista de entre los propietarios de esclavos de la América
tropical.
El cultivo de la caña en Cuba se había incrementado, hasta
cierto punto, a mediados del siglo XVI, debido a que había
disminuido la producción en las demás islas españolas, y La
Habana se había convertido en un puerto fundamental dentro
de la Carrera, por lo que allí debían abastecerse los navíos y
había alguna posibilidad de comercializar azúcar hacia la me-
trópoli. Pero a partir de 1580, con la unión de Portugal y Es-
paña, ésta había pasado a consumir exclusivamente azúcar
brasileño, por lo que empezó a prosperar el tabaco, cultivado
esencialmente por canarios en pequeñas propiedades; ahora
bien, a mediados del siglo XVIII la producción legal de esta
planta se vio afectada por la instauración del monopolio estatal
y el consiguiente estanco, mientras el comercio con la metró-
poli y el de contrabando provocaba una nueva y lenta expan-
sión del cultivo de la caña en detrimento de las grandes fincas
ganaderas.
También aparecieron nuevos productos como el añil, el algo-
dón o el café, pero sólo prosperó el último, que podía cultivarse
en la parte alta de las laderas, en tierras no adecuadas ni para la
caña ni para el tabaco. Esta extensión de la caña se produjo
momentáneamente, de forma rudimentaria y extensiva. La
única posibilidad de incrementar la producción era utilizar más
mano de obra y nuevas tierras; no olvidemos que la revolución
agraria inglesa, que permitió por primera vez en la historia
aumentos de la productividad con menos extensiones de tierra
y reducciones en la mano de obra, fue un hecho de esta misma
segunda mitad del siglo XVIII.
Por el contrario, el cultivo del tabaco seguía realizándose por
hombres libres, todavía en su mayoría canarios, en tierras de
Esclavos y negreros
- 66 -
realengo o en los confines de las grandes haciendas pagando un
canon a sus propietarios; y dado que durante toda la centuria se
siguió produciendo casi exclusivamente para el mercado local,
las vegas tabacaleras fueron muy reducidas.
Una idea del relativamente escaso desarrollo de la producción
tropical cubana, durante el siglo de la ilustración, nos la dará el
hecho de que la población blanca representaba todavía un
sesenta por ciento, cuando en la mitad francesa de Santo Do-
mingo sólo alcanzaba un quince por ciento, y en Jamaica los
esclavos alcanzaban el noventa por ciento de la población total.
En 1789 las Antillas albergaban, aproximadamente, un millón
de esclavos, y cada año llegaban unos sesenta mil más, que
superaban la mitad de los adquiridos en el Nuevo Continente.
A pesar de su elevado porcentaje dentro de la población total
las rebeliones de esclavos habían sido relativamente limitadas
hasta esta fecha. Eran, por el contrario, más enconados los
enfrentamientos entre los llamados "grandes blancos", pro-
pietarios de enormes plantaciones con un elevado número de
esclavos, y los "pequeños blancos", pequeños propietarios,
artesanos, emigrantes recién llegados y que todavía no habían
logrado triunfar y viejos emigrantes que ya habían fracasado
rotundamente en su intento de hacerse con una plantación.
En la América septentrional surgieron dos focos de planta-
ciones esclavistas, el relativamente poco importante de la
Luisiana francesa y el de la mitad austral de las Trece Colonias,
donde los cultivos tropicales con mano de obra africana irían
expansionándose a lo largo de toda la centuria para alcanzar su
apogeo en la primera mitad del siglo XIX. En la Luisiana el
número de esclavos era mucho menor que en las colonias in-
glesas vecinas; eran bautizados, podían casarse y legalmente
no podían desmembrarse sus familias, no estaban obligados a
trabajar los domingos y demás días festivos, eran juzgados por
los mismos tribunales que los blancos, y si un propietario daba
muerte a uno de sus esclavos era acusado de asesinato.

Esclavos y negreros
- 67 -
Por el contrario, en la mitad austral de las Trece Colonias,
donde el clima cálido y húmedo y las fiebres impedían utilizar
mano de obra blanca, el número de esclavos no cesó de crecer.
Pasó de cincuenta y nueve mil en 1714 a seiscientos noventa y
ocho mil en 1790, merced en parte a que Inglaterra ya se había
convertido, desde la Paz de Utrecht, en el gran monopolizador
de la trata y a que, como hemos señalado, plantadores de las
Antillas británicas se trasladaron al continente para proseguir
allí sus actividades. I
Así, por ejemplo, las Carolinas —donde la población esclava
llegó a representar el sesenta por ciento de la población total,
mientras en Nueva Inglaterra no superó el tres por ciento—
fueron colonizadas por ingleses procedentes de Barbados. Las
nuevas plantaciones debieron instalarse siempre cerca de la
costa, ya que las dificultades de transporte impedían la orga-
nización de cultivos comercializables en las regiones del inte-
rior.
Virginia y Maryland se especializaron en el cultivo del tabaco
en grandes haciendas y con amplias instalaciones para el se-
cado de las hojas, mientras en las Carolinas y en Georgia se
siguió extendiendo el cultivo del arroz, que exigía grandes
capitales para organizar costosos y complejos sistemas de
diques para el regadío y el drenaje. Estas colonias, hacia me-
diados de siglo, debido a la caída de los precios del arroz, se
especializaron en la producción de añil.
Mientras tanto en Europa, donde no cesaba de crecer, desde
finales de la centuria anterior, la demanda de indianas, tejidos
de algodón estampados procedentes de la India, tanto para el
consumo local como para su exportación al África y a América,
diversos Gobiernos prohibieron su importación, desde princi-
pios del siglo XVIII, dado que colaboraba a mantener cróni-
camente deficitarias las balanzas de pago con Asia. Esta me-
dida condujo primero a un aumento del contrabando de estos
tejidos, pero de inmediato a su manufacturación en Inglaterra y
posteriormente en otras zonas como Francia o Cataluña.
Esclavos y negreros
- 68 -
La proliferación de estas manufacturas dio lugar a la expansión
en América, para abastecerlas, dado que ya no era suficiente la
producción de la zona mediterránea, del cultivo del algodón y
de plantas tintóreas.
El norteamericano Eli Whitney inventó en 1793 la máquina
desmotadora, que permitía un extraordinario ahorro de mano
de obra, ya que anteriormente la fibra se desbrozaba de semi-
llas manualmente, respondiendo así al colosal incremento de la
demanda de materia prima promovida por la llamada revolu-
ción industrial iniciada en Gran Bretaña, cuando a través de la
utilización de máquinas movidas por la energía hidráulica o el
vapor, en sustitución de los antiguos ingenios manuales, las
viejas manufacturas se convirtieron en industrias.
De esta forma, Estados Unidos —las Trece Colonias se habían
declarado independientes de Inglaterra en 1776— se convertiría
en el primero y en casi el único productor de algodón gracias a la
desmotadora, a una aparentemente inagotable disponibilidad de
tierras hacia el oeste, que permitía trasladar las plantaciones a
medida que un cultivo extensivo iba agotando el suelo, y a la
prosperidad provocada por el hecho de que fuera prácticamente
el único país neutral de Occidente durante las guerras napoleó-
nicas, de lo que se benefició extraordinariamente para controlar
la mayor parte de los intercambios atlánticos.
En las Trece Colonias los esclavos recibían un trato mucho más
riguroso que en la Luisiana; estaban totalmente prohibidos los
contactos sexuales entre blancos y negros (en Virginia, por
ejemplo, el estupro de una blanca por un negro era castigado
con la castración); pero también en ellas se produjo un anta-
gonismo entre los hacendados y los pequeños agricultores, a
los que el avance de las plantaciones iba marginando hacia el
oeste o hacia el sur, convirtiéndolos en opositores de la escla-
vitud, que causaba su ruina.

Esclavos y negreros
- 69 -
Al aumentar la demanda de productos coloniales, se intentó sobreexplotar a
los esclavos y aumentaron los castigos.

La situación tras la Guerra de Sucesión

La muerte sin sucesión del rey de España Carlos II (1700)


había alterado notablemente el panorama político europeo.
Francia se apartó de su bicentenaria oposición a Castilla y, tras
la Guerra de Sucesión, Luis XIV consiguió que su nieto Felipe
se convirtiera en el nuevo rey, pensando en la posibilidad de
controlar el comercio indiano, mientras Holanda, y sobre todo
Inglaterra, acentuaban su oposición a Madrid y a su nueva
aliada.
En 1701 la Real Compañía Francesa de Guinea obtuvo el
monopolio de asiento, que la facultaba para introducir cuarenta

Esclavos y negreros
- 70 -
y ocho mil esclavos a lo largo de diez años, a la vez que se la
autorizaba a abastecer puertos como los de Buenos Aires y El
Callao, hasta este momento prohibidos a las compañías asen-
tadoras. La compañía se declaró inexplicablemente en banca-
rrota en 1710, a pesar de que, además del asiento —y la de-
manda de negros no cesaba de crecer en las Indias— , se le
concedió la comercialización de otros productos y aprovechó
las difíciles circunstancias para realizar un considerable con-
trabando.
Con la Paz de Utrecht, que ponía fin a la Guerra de Sucesión a
la Corona española, Inglaterra obtuvo, en 1713, el reconoci-
miento legal de algo que ya venía ocurriendo en la realidad;
desde mediados del siglo XVII había controlado, por la vía del
contrabando, buena parte del comercio, incluido el de esclavos,
con las Indias. En 1713 conseguía, ahora oficialmente, el
monopolio de la trata con las Indias, la supremacía en la costa
africana desde Gambia hasta el Congo, la posibilidad de esta-
blecer algunas factorías en las Indias, y el Navio de Permiso,
autorización para enviar anualmente un barco de quinientas
toneladas con productos británicos para Veracruz, Cartagena y
Portobelo; pero Inglaterra, si legalmente sólo podía enviar un
buque, expedía bastantes más, que se limitaban a transbordar
sus mercancías al autorizado.
Como resultado de ello, Francia quedó eliminada de la posibi-
lidad de beneficiarse de su reciente aliada, e Inglaterra pudo
seguir controlando buena parte del comercio con la América
española.
La Corona inglesa arrendó el privilegio del asiento a la Com-
pañía del Mar del Sur, de la que ambos monarcas eran accio-
nistas por una cuarta parte cada uno, a cambio de que ésta
amortizara una parte notable de la deuda británica provocada
por la misma Guerra de Sucesión. La compañía, que estaba
autorizada a introducir ciento cuarenta y cuatro mil esclavos en
veinticinco años, llegó a su vez a un acuerdo con la Real
Compañía Africana, que señoreaba buena parte de las factorías
Esclavos y negreros
- 71 -
de la costa del Continente Negro, para que le suministrara la
mercancía. Los envíos, que podían entrar por Campeche, Ve-
racruz, La Habana, Cartagena, Portobelo, Panamá, Caracas y
Buenos Aires, no iban directamente a estos puertos, sino que
previamente pasaban por Jamaica y Barbados, los antiguos
centros del contrabando inglés con las Indias.
A pesar de que Inglaterra había obtenido el monopolio, ni ella
ni la Corona española pudieron impedir que otras potencias
siguieran introduciendo esclavos de contrabando; los franceses
y los portugueses, aunque los desembarcaban en Buenos Aires,
especialmente lo hacían en Perú desde Sacramento, y los ho-
landeses, que desde Curazao abastecían primordialmente a
Venezuela.
Y además, la Compañía del Mar del Sur tuvo serias dificultades
con otras compañías y con armadores privados ingleses que
también querían intervenir en tan lucrativo negocio, pero en
especial con las autoridades y los corsarios españoles durante
las repetidas guerras entre Inglaterra y España a lo largo de la
primera mitad del siglo.
Ya durante la guerra iniciada en 1739, motivada precisamente
por el asiento (Madrid acusaba a la compañía de no satisfacer
todos los impuestos y ésta se quejaba de que no le habían sido
reintegradas ciertas sumas que le adeudaba la Corona españo-
la), España firmó algunos asientos no monopolistas. Final-
mente el privilegio, que había sido renovado en 1748 a raíz del
Tratado de Aquisgrán, concluyó definitivamente dos años más
tarde, cuando Inglaterra renunció a él a cambio de recibir del
Gobierno español una indemnización por valor de cien mil
libras esterlinas.
Por otra parte, a lo largo de la primera mitad del siglo se pro-
dujeron, además del mencionado de 1739, diversos enfrenta-
mientos armados de Inglaterra con Francia y España para
arrebatarle el asiento a la primera, asiento que significaba,
además de buenos beneficios, resquebrajar todavía más el

Esclavos y negreros
- 72 -
debilitado monopolio español y obtener, a cambio de los es-
clavos, coloniales y, especialmente, plata.
A pesar de las dificultades señaladas, Inglaterra, a lo largo del
siglo XVIII, se colocó abiertamente a la cabeza de los trafi-
cantes de esclavos hasta 1750, gracias al monopolio obtenido
obtenido en Utrecht, posteriormente recurriendo una vez más
al contrabando, y más tarde merced a su legalización que,
como veremos, fue la única salida que encontraron los Bor-
bones españoles tras el fracaso de todas sus tentativas para
dominar la trata. Se ha calculado que llegó a controlar más de la
mitad de los llegados a América, seguida por Francia y, con
porcentajes muy inferiores, por Portugal, Holanda y Dina-
marca.
Hacia 1 750, unos doscientos barcos ingleses transportaban por
término medio cuarenta y cinco mil esclavos anuales. No sólo
se había producido el liderazgo británico en este terreno, sino
que además, dentro de Inglaterra, Liverpool, de donde a me-
diados de siglo salían más del cincuenta por ciento de los bu-
ques negreros, aventajó a Londres y Bristol que habían sido los
centros pioneros hasta ese momento.
La primacía de Liverpool fue la consecuencia de una serie de
factores: se encontraba muy próxima a los centros manufac-
tureros de Manchester o Birmingham, donde se elaboraban los
productos que se intercambiaban por negros (tejidos, cazuelas
de cobre, pólvora, armas blancas y mosquetes); lanzado desde
hacía poco a la trata, contaba con buques mayores y más ve-
loces, diseñados especialmente para transportar esclavos a
largas distancias (para estos nuevos buques, precedentes de los
cíippers, debió construirse un nuevo sistema de muelles, y
Liverpool se convirtió en el mayor puerto del mundo); sus
mercaderes, para superar a sus competidores, trabajaron a
precios más bajos y podían vender los esclavos algo más ba-
ratos.
En el tráfico negrero de Liverpool intervenía un número con-

Esclavos y negreros
- 73 -
siderable de pequeñas compañías que agrupaban limitadas
aportaciones de capital procedente de manufactureros, de los
maestros de los gremios y de individuos de profesiones libe-
rales, pero un gran porcentaje estaba controlado por diez
grandes empresas, cada una de las cuales reunía un reducido
número de accionistas.
Hasta hace relativamente poco tiempo se ha venido conside-
rando que los enormes beneficios de los negreros de Liverpool
aportaron los capitales que permitieron financiar la llamada
primera revolución industrial, que no sólo significó la indus-
trialización, sino también una expansión de la minería y
transformaciones asimismo revolucionarias en los transportes,
desde la construcción de canales hasta el tendido de ferroca-
rriles.
Ahora bien, en una parte considerable de los intercambios de
los negreros no intervenía moneda, no había compraventa, sino
que se realizaba un mero trueque (los esclavos africanos no
eran comprados, sino que se obtenían a cambio de otros pro-
ductos), y por añadidura, los más recientes estudios están de-
mostrando que en los inicios de la revolución industrial no
fueron excesivamente relevantes las acumulaciones previas de
capital, ya que no lo exigían las empresas por el bajo costo de
las instalaciones, y porque los grandes beneficios de la época
permitían fácilmente el autofinanciamiento; según ello, el
motor principal del desarrollo habría sido una creciente ex-
pansión del mercado que precisamente obligó a realizar aque-
llas innovaciones que permitieron notables incrementos de
productividad o facilitaron los transportes. En este sentido,
podríamos señalar que la indudable interacción entre el co-
mercio de esclavos y la industrialización no se debió tanto a los
beneficios como al extraordinario aumento de la demanda
generado directa o indirectamente por la trata.
En efecto, en el comercio triangular —Europa, África, Amé-
rica— y en sus tráficos marginales, los beneficios eran múlti-
ples y acumulativos. Los negreros debían adquirir manufac-
Esclavos y negreros
- 74 -
turados británicos para intercambiarlos en África por esclavos,
y éstos lo eran en América por coloniales y materias primas que
eran adquiridos o manufacturados en Inglaterra, en parte para
poder adquirir nuevos esclavos; pero a su vez los plantadores y
sus esclavos consumían manufacturados británicos y alimen-
tos, especialmente cereales y pesca de Nueva Inglaterra, donde
el abastecimiento a las zonas plantadoras abría nuevos mer-
cados a los productos ingleses. Y a la vez, el aumento de la trata
y del comercio más o menos relacionado con la misma, exigía
cada vez más navíos y comportaba una expansión de la cons-
trucción naval, para la que era necesaria una nueva y larga serie
de productos manufacturados.
Obviamente, no fueron sólo los puertos ingleses los que se
beneficiaron del comercio de esclavos; Ámsterdam vio acre-
centados sus intercambios gracias al contrabando que realizaba
por la vía de Curazao, y también prosperaron los puertos
franceses del Atlántico, Burdeos, Nantes o La Rochelle, mer-
ced al abastecimiento de mercancía de ébano para sus islas del
Caribe o para las Indias españolas.
Durante esta centuria también zarpaban algunos buques ne-
greros de las Trece Colonias, pero los comerciantes de Nueva
Inglaterra disponían de menos capital que los de Liverpool,
utilizaban navíos pequeños y más baratos, generalmente ya
desahuciados, que podían ser manejados por una tripulación
más reducida.
En 1789, el mayor barco de los que zarparon de Newport
(Rhode Island) para la compra de esclavos en África fue una
chalupa de sólo sesenta toneladas, tripulada por cinco mari-
neros, dos oficiales y un capitán. La marinería, generalmente,
recibía mejor trato que la de los barcos ingleses, no eran fre-
cuentes los castigos corporales y los capitanes que intentaban
abusar de su poder debían frecuentemente enfrentarse con
motines incruentos. Normalmente se abastecían de esclavos en
las zonas no controladas por los ingleses y adquirían la mer-
cancía a través de pequeñas transacciones, generalmente no
Esclavos y negreros
- 75 -
más de un esclavo cada vez, sistema mediante el cual solían
obtenerlos más baratos.
Por ello la compra, a veces, se demoraba meses, y era más
arriesgada por la mayor posibilidad de que falleciera la mari-
nería debido a las enfermedades tropicales, por las mayores
ocasiones de ser atacados por los nativos o por las rebeliones
del cargamento.

El rey de Dahomey realizando una trata de esclavos con compradores


europeos en 1793.

Por otra parte, los esclavos solían padecer más durante la tra-
vesía, debido al reducido tamaño de los barcos y a sus peores
cualidades técnicas; por añadidura, una marinería reducida
imposibilitaba que los esclavos subieran de día a cubierta y se
les obligaba a permanecer durante toda la travesía en la bode-
ga; también eran más vulnerables, dada su poca capacidad de
resistencia, al llegar al Caribe, donde podían ser apresados por
los corsarios, especialmente los de las islas francesas de Gua-
dalupe y Martinica.
Esclavos y negreros
- 76 -
Estos barcos practicaban igualmente un comercio triangular,
llevaban ron a África desde Nueva Inglaterra, donde lo inter-
cambiaban por esclavos, éstos lo eran por melaza en las Anti-
llas, y la melaza era conducida a Nueva Inglaterra, donde se
destilaba para producir ron, que sería a su vez enviado a África.
Los principales puertos negreros en las Trece Colonias fueron
Boston y Salem en Massachusetts, Portsmouth en New Ham-
pshire, New London en Connecticut, y Newport, Providence y
Bristol en Rhode Island. La importación de esclavos alcanzó su
primer apogeo en el período 1 764-1 773, tras la guerra de
expansión en perjuicio de franceses e indios, cuando se in-
crementaron considerablemente los territorios aptos para el
cultivo de arroz e índigo.
Pero estos cultivos llegaron pronto a un techo y los colonos del
norte se lamentaban, y no sólo por motivos humanitarios, de la
excesiva llegada de negros, los más en barcos ingleses, que
permitían a los comerciantes británicos acaparar todo el nume-
rario de las Trece Colonias, ya que la mayoría de los esclavos
importados por los colonos ingleses del norte no se vendían en
su propio territorio, sino mayoritariamente en las Antillas.
Iniciada la rebelión de las Trece Colonias contra Inglaterra, el
Congreso de Philadelphia decretó en 1774 que no se importa-
rían más negros ni en buques ingleses ni en norteamericanos;
por añadidura, durante la guerra, los buques negreros de las
colonias rebeldes fueron enteramente utilizados contra los
ingleses como navíos de guerra o como corsarios.
El problema de la esclavitud se planteó nuevamente una vez
conseguida la independencia. Se formó un poderoso núcleo
antiesclavista, dirigido por cuáqueros, y otro partidario de
reanudar la trata, en la que estaban sustancialmente interesados
los comerciantes y los plantadores del sur. A finales de siglo,
reanudado el tráfico negrero, los mercaderes esclavistas invir-
tieron crecientemente sus beneficios en actividades manufac-
tureras (destilerías, textiles, armas o velas de esperma).

Esclavos y negreros
- 77 -
Algunos corsarios famosos

Si los ingleses habían obtenido la primacía de la trata durante el


siglo XVIII, también fueron lógicamente ingleses los capitanes
más famosos, que además de a los peligros reseñados en el
capítulo anterior debieron hacer frente a los corsarios, en es-
pecial franceses y españoles, durante las repetidas guerras de
esta centuria, por lo que debían ir considerablemente armados;
pero algunas veces, cuando la ocasión se mostraba propicia,
frente a un buque peor pertrechado los barcos negreros deve-
nían corsarios.
Billy Boates —su apellido le provenía de haber sido abando-
nado recién nacido en un bote del puerto de Liverpool — en
una travesía, en 1 7 58, fue atacado por un corsario francés más
poderoso, al que logró vencer armando a los esclavos de su
barco. Más tarde, convertido en armador de naves corsarias
gracias a los beneficios obtenidos como capitán negrero, uno
de sus barcos consiguió capturar un buque español que se
dirigía a Cádiz cargado de plata.
Más azarosa y pintoresca fue la vida de John New- ton, que
empezó navegando como marinero en buques mercantes.
Llevaba una existencia depravada, que alternaba con crisis de
desesperación o de entusiasmo religioso; más tarde se enroló
en un buque negrero y después permaneció un tiempo como
ayudante de factor en las costas africanas; según los marineros
era quien mejor blasfemaba de entre los tripulantes de la tra-
vesía. Nuevamente a bordo de un barco negrero, éste sufrió una
larga serie de tormentas que Newton interpretó como enviadas
por Dios para castigar sus pecados; a partir de aquel momento
abandonó sus viejas y viciosas costumbres, llegó a ser pastor
anglicano, y acabó ejerciendo su ministerio en una parroquia
de Londres. En los últimos años de su vida se convirtió en un
fogoso antiesclavista y escribió un sinfín de himnos religiosos.
Hugh Crown, nacido en la isla de Man en 1765, entabló com-
bates con buques enemigos, generalmente corsarios franceses,
Esclavos y negreros
- 78 -
en casi todos sus viajes; para hacerles frente solía seleccionar a
unos cuantos negros entre los más jóvenes y fuertes de la bo-
dega y adiestrarlos en el uso de las armas de fuego; las más de
las veces estos esclavos le ayudaron eficazmente a salvar su
navio del abórdale de buques mejor pertrechados que el suyo.
Era también uno de los pocos capitanes negreros que cuidaban
humanamente su carga, aunque también le movían intereses
económicos, ya que así conseguía que un mayor número de
esclavos llegaran vivos y en buenas condiciones a las Indias
Occidentales; les proporcionaba diariamente un vaso de jugo
de lima, para evitar el escorbuto, e incluso les obligaba a la-
varse los dientes, cosa que en aquel tiempo no hacían ni los
blancos.
Naturalmente, la marinería no apetecía navegaren los buques
negreros. Al peligro de contraer enfermedades endémicas en la
costa africana, se añadían los avatares de la travesía hasta
América, con el constante peligro de rebeliones de las carga-
zones, de ataques corsarios, o de contagiarse de nuevas en-
fermedades contraídas por los negros dadas las pésimas con-
diciones en que viajaban. Por añadidura, recibían un trato muy
duro de sus superiores, a veces peor que el de los mismos es-
clavos, para quienes la ración de comida solía ser mejor que la
de la marinería y eran castigados repetidamente con crueldad
para conservar la disciplina abusando del terror para evitar las
rebeliones.

Dificultades con la marinería

Algunos marineros se enrolaban para huir de la justicia, del


hambre en los frecuentes períodos de crisis de subsistencias, o
para pagar deudas que no habrían podido resarcir de otro modo.
Así había capitanes que estaban relacionados con propietarios
de pensiones, tabernas y burdeles que les proporcionaban
constantemente deudores crónicos para navegar en sus buques,

Esclavos y negreros
- 79 -
o con "ganchos" que se dedicaban a engañar o raptar marineros
—las más de las veces aprovechándose de su estado de em-
briaguez— para enrolarlos en navíos negreros; uno de sus
trucos más corrientes consistía en adelantarles fuertes sumas,
que dilapidaban rápidamente; su temor a ser encarcelados por
deudas era la ocasión propicia para cederlos a los capitanes
negreros.
Los peligros anteriormente señalados y una alimentación de-
ficiente —la ración diaria normal era una libra de pan y otra de
carne salada — ocasionaron una alta mortandad entre la ma-
rinería; a finales del siglo se calculó que alcanzaba al cuarenta
por ciento de las tripulaciones.
James Stanfield, que fue raptado a finales de siglo y se vio
obligado a viajar durante dos años en buques negreros, escribió
posteriormente sus memorias (El viaje a Guinea. Edimburg,
1807), en las que narra cómo en su primer viaje hubo que re-
novar casi toda la tripulación, incluido el capitán y sus subal-
ternos, y cómo sólo llegaron a su destino tres supervivientes de
los embarcados en el lugar de origen, Liverpool.
La mortalidad a bordo solía ser incluso más elevada entre la
tripulación que entre el cargamento, y ello por diversas razo-
nes; los esclavos sólo recorrían uno de los trayectos del viaje
triangular y su permanencia en el barco era más corta; los
negros estaban mejor inmunizados frente a las enfermedades
africanas que diezmaban a los blancos; y por último, el capitán
recibía una prima por cada africano que llegaba vivo a Amé-
rica, mientras que, al marinero, si conseguía llegar al puerto de
salida, debía abonársele el salario de casi un año, y los capi-
tanes no estaban, lógicamente, muy interesados en que esto
ocurriera.
Se explica así que fueran frecuentes los amotinamientos de la
marinería, que si conseguía apoderarse del barco lo convertía
en pirata. Al generalizarse estas rebeliones por la expansión de
la trata, la armada real británica organizó, desde 1 730, fuerzas
de patrulla que vigilaban constantemente la ruta negrera, y
Esclavos y negreros
- 80 -
fueron muchos los capitanes que llevaban mastines para man-
tener a raya a la tripulación si ésta se insubordinaba. Por otra
parte, muchos marineros se fugaban de sus buques al llegar a la
costa africana, pero la mayoría caían prisioneros de los reye-
zuelos negros, que suministraban esclavos, y los devolvían a su
propio barco, o a otro cualquiera, a cambio de un rescate; res-
cate que obviamente se deducía de la menguada soldada del
marinero prófugo.

Fracasan diversos intentos de la Corona


para hacerse de nuevo con el tráfico negrero

Ya hemos señalado en el capítulo anterior como, debido a la


decadencia castellana, las Indias prácticamente se desvincu-
laron de su metrópoli, lo que las condujo a una considerable
descentralización administrativa y a un incremento de sus
vinculaciones económicas con el resto de Europa.
Por lo que respecta al tráfico negrero, éste quedó, como hemos
visto, prácticamente en manos de los ingleses entre 1713 y
1750. Precisamente hacia mediados de siglo, los Borbones
españoles —presionados por las burguesías comerciales peri-
féricas metropolitanas, es decir, de las regiones en las que por
diversas causas se habían producido notables crecimientos
económicos y querían beneficiarse de la explotación de unas
colonias que sólo producían provecho a los criollos y a los
extranjeros— intentaron reconquistar el control económico de
su imperio ultramarino, que había quedado muy menguado
hacía casi ciento cincuenta años.
Este intento de recuperación se hizo, por una parte, autorizando
el comercio libre (comercio directo, sin pasar por Sevilla,
desde varios puertos peninsulares a otros varios de las Indias,
que de hecho se realizaba ya), y por otra legalizando el inter-
cambio de productos agropecuarios por esclavos entre las In-
dias y los enclaves extranjeros.

Esclavos y negreros
- 81 -
A partir de 1750, cancelado el monopolio de la trata concedido
en 1713 a la Compañía del Mar del Sur, las Indias españolas
volvieron a abastecerse de esclavos principalmente por la vía
del contrabando, que se veía facilitado por las medidas adop-
tadas por diversos países europeos al abrir puertos francos en
sus enclaves americanos, donde los plantadores criollos podían
más fácilmente y a mejor precio intercambiar sus frutos por
esclavos africanos.
Dentro de aquel intento de reconquista que acabamos de men-
cionar, la Corona y los comerciantes peninsulares estaban
interesados en acabar con estos abastecimientos ilícitos, que no
sólo les impedían beneficiarse de la lucrativa trata, sino tam-
bién de la no menos lucrativa comercialización de los pro-
ductos coloniales indianos; para ello se concedieron diversos
asientos a españoles o criollos: a la Real Compañía de La
Habana (creada en 1740), que se puso de acuerdo con los in-
gleses y obtenía los esclavos en Jamaica; al comerciante ga-
ditano Miguel de Uriarte, en 1760; a los vascos Aguirre y
Arístegui, en 1773, que para ello fundaron la Compañía Ge-
neral de Negros; a comerciantes de Nueva España, en 1785, y a
la Real Compañía de Filipinas, en 1787, a la que se autorizó a
entrar esclavos en el virreinato de La Plata y en Perú por
Buenos Aires y Montevideo.
El monarca, decidido a que este asiento no fracasara, como lo
habían hecho los anteriores, permitió adquirir los barcos ne-
cesarios en Inglaterra, realizar los viajes desde puertos britá-
nicos a los de África, y navegar bajo pabellón inglés hasta que
llegaran a las costas de la América meridional.
Primero se señaló que los barcos debían regresar, con la plata y
los frutos obtenidos, a la Península, pero a poco de intentado
este comercio se les autorizó a regresar directamente a Ingla-
terra con cueros, astas y lanas. Entonces la Real Compañía
firmó un contrato con una sociedad negrera londinense, que se
comprometía a suministrar de cinco a seis mil esclavos
anualmente. Pero la experiencia duró muy pocos años y se vio
Esclavos y negreros
- 82 -
también coronada por el fracaso por la competencia de los
esclavos entrados de contrabando desde Brasil.
Tampoco tuvieron éxito los intentos de facilitar a asentistas
españoles y criollos, la adquisición de los esclavos directa-
mente en África. En 1777, por el Tratado de El Pardo, que
ponía fin a una nueva guerra hispano-portuguesa por el control
de la colonia de Sacramento, España obtenía las islas de An-
nobón y Fernando Poo, en el golfo de Guinea, y autorización
para comprar esclavos en las demás posesiones portuguesas de
la costa africana. Pero las factorías lusitanas ya estaban en
pleno declive y no podían suministrar la mercancía deseada.
También se intentó solventar la cuestión concediendo asientos
a empresas extranjeras; en 1765 se otorgó un privilegio a la
casa inglesa Baker y Dawson para vender esclavos en Cuba, y
en 1786 se celebraron contratos con diversas compañías de
Liverpool.
Pero los plantadores criollos seguían obteniendo sus esclavos
en las colonias extranjeras, dado que allí los encontraban más
baratos, se les valorizaban mejor sus productos y no debían
pagar impuestos o éstos eran puramente simbólicos. Los mi-
nistros ilustrados españoles debieron al fin reconocer que la
única manera de acabar con aquel contrabando era legalizarlo,
obteniendo el máximo beneficio posible.
Como mínimo en Venezuela, este tráfico ya se había autori-
zado, a título de ensayo, en 1751; en 1764 se excluyó de él a
Curazao, por ser aquella isla el principal foco del contrabando;
fue totalmente prohibido en 1774, pero legalizado nuevamente
pocos meses más tarde, excluyéndose la exportación de cacao
y el trueque con las Antillas holandesas; los frutos exportados
sólo pagarían de arancel un cinco por ciento de su valor y,
durante dos años, los esclavos importados sólo devengarían la
mitad de los derechos establecidos, derechos que en 1784 se
redujeron a sólo el seis por ciento del valor de los negros,
calculado en ciento cincuenta pesos; en 1789 se decretó la

Esclavos y negreros
- 83 -
libertad de comercio de negros para Venezuela, Cuba, Santo
Domingo y Puerto Rico, y en 1791 la medida se extendía al
resto del virreinato de Nueva Granada y al del Río de la Plata; a
la vez se autorizaba a los hacendados americanos, dado que "la
gracia de este comercio se dirige al fomento de la agricultura",
a importar, además de esclavos, herramientas para la labranza y
máquinas y utensilios para los ingenios, e incluso el valor de
las exportaciones en oro y plata si no encontraban esclavos
donde comercializaran sus productos; al año siguiente se au-
torizó que los barcos negreros extranjeros permanecieran
cuarenta días en los puertos indianos.
Esta serie de medidas culminó en 1793 al autorizarse expedi-
ciones directamente a África, desde los puertos españoles e
indianos, quedando libre de derechos lo que se embarcara para
este tráfico y eximiendo del de extranjería a las naves que se
compraran en el exterior para el mismo fin.
Como ya hemos señalado, estas medidas no eran concesiones
"graciosas" de un monarca ilustrado, sino fruto de desesperado
intento por parte de los españoles interesados en participar en
el comercio con las Indias, legalizando unos intercambios cuyo
contrabando se había revelado imposible de erradicar.

Condiciones humanas de la explotación

Otra cuestión, en relación con la esclavitud, ha provocado


grandes discusiones entre los historiadores, la de si los negros
eran explotados menos brutalmente en las posesiones españo-
las.
Es indudable, como han estudiado diversos investigadores, que
la legislación castellana sobre la esclavitud, que se remonta al
código de las Siete Partidas de Alfonso X el Sabio, contenía
una larga serie de normas para evitar los abusos que pudieran
cometer los propietarios; pero también es sabido que, en este y
en otros muchos campos, existía una diferencia abismal entre
Esclavos y negreros
- 84 -
lo que prescribían las leyes y su cumplimiento, especialmente
en las Indias, tan alejadas de Madrid y donde, como hemos
venido repitiendo, se produjo una autonomía creciente desde
principios del siglo XVII.
Así, por ejemplo, el barón de Humboldt, tras narrar una serie de
atrocidades cometidas por propietarios de esclavos en el
oriente venezolano, añadía: "Delincuencias tan grandes han
quedado más o menos impunes; el espíritu que dictó las leyes
no es el que preside en su ejecución. El gobernador de Cu-
maná era un hombre justo y humano; pero las formalidades
judiciales están determinadas, y el poder del gobernador no
llega hasta la reforma de abusos casi inherentes a todo sistema
de colonización europea."
También debemos tener presente que, en general, en las Indias
españolas no apareció una sociedad netamente esclavista, o lo
que es lo mismo, una sociedad dominada por los propietarios
de esclavos. Aunque hubo regiones, algunas zonas mineras o
costeras de plantación, donde abundaban los siervos africanos,
en la mayoría de la América hispana la gran oferta de mano de
obra indígena, que no debía ser comprada, era suficiente y no
hacía rentable la esclavitud.
Por otra parte, como ha señalado el profesor Genovese, la
actitud de los plantadores ante sus esclavos dependía consi-
derablemente de una serie de circunstancias: de sus orígenes
europeos, pues los propietarios podían proceder de metrópolis
de base señorial o burguesa, autoritaria o liberal, católica o
protestante; de la capacidad del poder político de los planta-
dores en relación con sus gobiernos locales o metropolitanos;
y, esencialmente, de los tipos de cultivo, de los niveles tecno-
lógicos o de los mecanismos de mercado.
En las que algunos historiadores han llamado plantaciones de
"viejo régimen", un porcentaje considerable del trabajo de los
esclavos no se dedicaba a los productos comercializables, sino
a producir alimentos para los propietarios y su servicio per-

Esclavos y negreros
- 85 -
sonal, como indicador de un determinado status social, mien-
tras que las llamadas de "nuevo régimen" estaban organizadas
más racionalmente, el objetivo principal era el lucro del pro-
pietario y se intentaba hacer rendir al máximo el mayor número
posible de esclavos en la producción de frutos comercializa-
bles.
Pero queda bien claro que el que privara uno u otro régimen
dependía esencialmente de la demanda. En la mitad meridional
de las Trece Colonias los esclavos trabajaban en un ambiente
patriarcal, mientras casi sólo se producía para subvenir a las
necesidades del propietario; pero cuando ascendió en flecha la
demanda de algodón, se inició una explotación intensiva de los
negros, llegándose a agotar en siete años la vida de un esclavo.
Ya no se trataba de obtener de él una determinada cantidad de
productos necesarios, sino de exprimirlo al máximo. Por otra
parte, en las Indias, según la legislación castellana, los esclavos
podían llegar a comprar su libertad, generalmente pagando su
propio precio a plazos, para lo que podían contar con el bene-
ficio que obtenían de lo que ellos mismos producían en par-
celas de la plantación que para este fin les cedía el propietario.
Pero es plausible que bien pocos llegaran a poder obtener su
libertad antes de su muerte, dado que en general la vida media
de un esclavo era muy corta, que la cantidad de tiempo que se
les concedía para cultivar estas parcelas estaba, como hemos
dicho, en estrecha relación con la demanda internacional de los
frutos que producía la plantación, y que si ésta se incrementaba
se hacía trabajar a los esclavos más horas diarias, se les reducía
el número de días festivos y, por lo tanto, quedaba muy men-
guada, por falta de tiempo o por agotamiento físico, la posibi-
lidad de trabajar en su parcela.
Lo cierto es que, tanto si la legislación era más benigna o más
drástica, tanto si la demanda era o no la culpable de una so-
breexplotación de los esclavos, éstos eran castigados cruel y
severamente por las penas más leves, por la sencilla razón de

Esclavos y negreros
- 86 -
que en determinadas regiones la población africana era muy
superior a la blanca y ésta sólo podía mantenerse por el terror.

Como medidas de castigo por la más pequeña falta, se flagelaban


o aplicaban hierros candentes a los esclavos.

El inglés sir Hans Sloane, tras un viaje por las Antillas britá-
nicas a finales del siglo XVII, informaba de algunos de los
castigos utilizados, como "clavarlos en el suelo con palos re-
torcidos y quemarlos gradualmente desde los pies y las manos
hasta la cabeza; por las faltas de menor entidad se los castigaba
castrándolos o cortándoles a hachazos la mitad de un pie. Otro
castigo consistía en flagelarlos hasta dejarlos en carne viva;
luego se les ponía pimienta o sal sobre la piel para hacerlos
entrar en razón".
Las leyes españolas decretaban, por su parte, desde cincuenta
azotes por escaparse durante cuatro días, hasta la pena de
muerte si lo hacían por más de seis meses.
A pesar del recurso sistemático al terror, los esclavos se rebe-
laban contra el sistema que se les imponía contra su voluntad.
Esclavos y negreros
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Había resistencias individuales —suicidio (pensando que tras
la muerte regresarían a su país), aborto sistemático para no
parir esclavos, asesinatos de propietarios o capataces, sabotajes
de los cultivos— , pero también revueltas o huidas colectivas.
Sería imposible realizar una pormenorizada lista de todas las
rebeliones de los esclavos negros en América. Algunas fueron
reacciones espontáneas contra el trato cruel o el trabajo exce-
sivo, otras fueron minuciosamente preparadas y contaban con
dirigentes que eran hábiles organizadores. La primera rebelión
de cierta importancia, de la que tengamos noticia, se produjo en
1522 en La Española. En 1555 hubo una sublevación de es-
clavos tan considerable en Panamá que el marqués de Cañete,
que cruzaba el istmo para dirigirse a Lima, se vio obligado a
llegar a un acuerdo con los alzados. En la expedición del cor-
sario Francis Drake contra Nombre de Dios, en 1573, contó
con el apoyo de los esclavos que se habían fugado de las
plantaciones panameñas.
Por otra parte, cuando los ingleses conquistaron Jamaica, los
esclavos de los plantadores españoles se refugiaron en las
colinas del interior e intentaron atraerse a los nuevos esclavos
de los ingleses, llegando los rebeldes a alcanzar tal trascen-
dencia que en 1730 debió organizarse una larga guerra contra
los mismos que obligó a enviar tropas metropolitanas.
Pero excepto la de Haití, casi todas estas rebeliones fracasaron
y sólo dieron lugar a peores condiciones de trabajo y a mayores
intentos de asimilación de los esclavos.
En cuanto a las fugas, solían llevar a los esclavos a intentar
refugiarse en algún lugar, generalmente las grandes ciudades,
donde podían confundirse entre los negros libres, o en regiones
recónditas para reconstruir nuevas sociedades. Se producían
huidas individuales, y al prófugo le era entonces difícil sobre-
vivir y generalmente regresaba a la plantación si no quería
perecer de hambre, o colectivas, que intentaban subsistir
creando sociedades depredadoras o, generalmente, agrícolas;

Esclavos y negreros
- 88 -
esta última posibilidad era, obviamente, mucho más factible en
el continente que en las relativamente pequeñas islas antillanas.

También se recurrió alllamado “molino disciplinario”.

Los refugios de esclavos fugitivos, que a veces debían recurrir


al bandolerismo, se llamaron palenques o cumbes en la Amé-
rica española, y quilombos en Brasil. Los huidos entraban a
veces en contacto, más o menos pacífico, con los aborígenes;
otras, en sus incursiones, se apoderaban de mujeres blancas o
mestizas. Los fugitivos no eran exclusivamente esclavos; ya
hemos dicho que a finales del período colonial las autoridades
y las oligarquías criollas intentaron obligar a trabajar, a cambio
de salarios irrisorios, a las capas mestizas de la población.
En Venezuela, desde finales del siglo XVIII, elevados por-
centajes de pardos huyeron de esta persecución refugiándose
en los Llanos y tuvieron posteriormente una destacada actua-
ción en las guerras civiles llamadas de la Independencia contra
los grandes propietarios caraqueños. Algo parecido ocurrió
también en la pampa argentina.
Algunas veces en los palenques se refugiaban esclavos que
Esclavos y negreros
- 89 -
todavía llevaban poco tiempo en América y podían fácilmente
conservar sus costumbres ancestrales, de las que guardaban un
recuerdo muy reciente. Pero en la mayoría de los casos, los
fugitivos procedían de regiones muy distintas de África, no
podían adoptar una cultura común y llegaban así a un sincre-
tismo de lo que recordaban individualmente y de lo que habían
aprendido en el Nuevo Continente.
Los primeros palenques de los que se tiene noticias históricas
se remontan a la segunda mitad del siglo XVIII en la Guayana,
donde se formaron varias sociedades de esclavos que se habían
fugado de las plantaciones de judíos portugueses de Surinam,
engrosados por negros de la misma zona que habían huido
hacia la selva cuando en 1712 los franceses atacaron la región,
y por africanos fugitivos de las plantaciones de Brasil. En estas
"repúblicas" no existía la propiedad privada de la tierra, que era
colectiva; se cultivaba arroz, mandioca, maíz, plátanos, ñame;
no había artesanos ni comerciantes, no se practicaba la gana-
dería —ya que los vampiros, los murciélagos y los parásitos
acababan pronto con los animales— y se intercambiaban ca-
noas con los blancos, de las que eran excelentes constructores,
por aquellos productos que ellos no elaboraban.
Todavía existen palenques en América, de alguno de los cuales
o no se tiene noticia o no se han estudiado; en la actual Co-
lombia, el de San Brasilia ha permanecido hasta ser absorbido
por el arrollador avance del cultivo de la caña, conservando
muchos rasgos de una cultura originaria de Angola, pero muy
influida por nuestra cultura actual, y las novias son todavía
oficialmente raptadas por el novio; el de Cujila (cerca de Oa-
xaca) ha recibido aportaciones de las culturas aborígenes y
española; en Jamaica permanece un cumbe, que se ha imper-
meabilizado totalmente frente a las culturas externas y que
incluso rehúye todo contacto con los demás negros de la isla y
se niega a ser visitado por los antropólogos.

Esclavos y negreros
- 90 -
5.

EL IMPACTO EN ÁFRICA

EN el Continente Negro, antes de la irrupción europea, ya


existía la esclavitud, que sin embargo no había llegado a la
forma absoluta de la antigüedad clásica, ni a la que alcanzaría
en la América tropical. Era una variante que los antropólogos
han calificado patriarcal, en la que sólo caían los prisioneros de
guerra —no se conocía, al parecer, la esclavitud por deudas,
delitos comunes o autoventa—, y el cautivo era incorporado,
de forma colectiva, a la familia ampliada, con un grado mayor
o menor de libertad, libertad que tarde o temprano, tras una o
varias generaciones, recuperaba totalmente.
Pero desde finales de la Edad Media hasta mediados del siglo
XIX, los europeos se lanzaron sobre el África en un insaciable
afán de obtener mano de obra servil para las Indias Occiden-
tales. Algunos investigadores han calculado que llegaron a
América entre quince y veinte millones de africanos, pero
como se ha estimado que por cada esclavo llegado al Nuevo
Continente morían unos cinco en las guerras para obtenerlos o
en la travesía, podemos pensar que a lo largo de este período
África perdió unos cien millones de habitantes.
Por otra parte, la trata no produjo en el continente afectado
ningún progreso material; lo que se exigía a cambio de las
mercancías europeas —en su mayoría armas, alcohol o bara-
tijas— ya no era pimienta, oro o marfil, sino hombres, que
acaparaban los reyezuelos como riqueza, haciendo la vez de
moneda; pero como ellos eran la fuerza potencial de trabajo,
esta riqueza, al exportarse, significaba la ruina: a partir del
momento del inicio de la trata, la única actividad fructuosa fue
la guerra, la caza del hombre por el hombre.
Esclavos y negreros
- 91 -
Evidentemente, los negros esclavizados debían pertenecer a
sociedades que ya habían superado la etapa neolítica, debían
estar inmersos en culturas de agricultura excedentaria o como
mínimo de subsistencia. La historia de «América ha demos-
trado plenamente que era imposible un brusco proceso de
transculturación. Los aborígenes depredadores morían en masa
antes de habituarse al trabajo sistemático. Así ocurrió con los
tainos de las Antillas, los pieles rojas del norte, los araucanos o
los pueblos de la selva amazónica.
Las culturas de los pueblos negros esclavizados se hallaban en
un nivel muy similar, salvando todas las distancias, al de las
grandes civilizaciones americanas. Habían alcanzado ya com-
plejas estructuras sociales y religiosas, practicaban una evolu-
cionada agricultura, levantaban impresionantes edificaciones
suntuarias o para el culto de sus divinidades, conocían el tejido
y trabajaban la madera y algunos metales. Pero todavía no
habían ideado la escritura, no habían descubierto ni la rueda ni
el arado, y en su tecnología aparecían considerables lagunas
que las mantenían en el nivel de las primeras edades de los
metales.
Por ejemplo, el reino de Gao, situado sobre el río Níger, recibía
en el siglo XII piedras sepulcrales de Almería que eran trans-
portadas a lo ancho de todo el desierto; durante el período
Sonrhai, uno de los sucesores del imperio de Malí, se organi-
zaron complejos sistemas de canalización del mismo río; y en
el reino de Benín, al este de la actual ciudad de Lagos, se ela-
boraban excelentes figuras de bronce, por el sistema de la cera
perdida, al descubrimiento de las cuales debieron trastocarse
completamente las concepciones europeas sobre el arte afri-
cano.
La irrupción de los europeos significó que se truncara brus-
camente la normal evolución de estas civilizaciones africanas,
en especial de las más avanzadas situadas en las cercanías del
golfo de Guinea, que por añadidura debían defenderse de las
presiones de los musulmanes del norte, y de los cristianos
Esclavos y negreros
- 92 -
"renegados" que con ellos colaboraban, de las invasiones desde
el sur de pueblos más primitivos como los fang, de fenómenos
climáticos adversos, especialmente la desecación de las tierras
cultivables con la expansión del desierto del Sahara, y de lu-
chas intestinas, enfrentamientos que se agravaron al alentarlos
los europeos —proporcionando armas de fuego y municio-
nes— con la esperanza de que los vencedores, fueran quienes
fuesen, les proporcionarían los prisioneros como futuros es-
clavos.
Efectivamente, las primeras adquisiciones de esclavos las rea-
lizaron los portugueses capturando nativos cerca de la costa,
pero bien pronto cayeron en la cuenta de que era menos lucra-
tivo, pero también mucho menos arriesgado, comprar los es-
clavos a los jefes aborígenes. Algunos historiadores han afir-
mado que estos príncipes africanos se mostraban complacidos
con la trata o incluso que era su "profesión y su distracción".
Pero no podemos olvidar que si la irrupción europea y la venta
de armas de fuego para facilitar la obtención de esclavos tras-
tocó totalmente, como acabamos de señalar, las relaciones
intertribales antes existentes, la trata obligó sobre todo a los
africanos a una dura lucha para sobrevivir: aquellos que no se
defendieran o no atacaran para obtener esclavos tenían muchas
posibilidades, caso de adoptar una actitud pasiva o pacífica, de
convertirse a su vez en esclavos, capturados por sus vecinos.
Por tanto, los europeos fueron los culpables de una perenne
guerra tribal y una enconada lucha entre pueblos, enfrenta-
miento, que, desafortunadamente, han hecho pervivir, después
por causas distintas, para facilitar ya no la trata, sino la con-
quista y el control del continente.
En el siglo XVIII el enorme incremento de la demanda de
esclavos ocasionó que se reanudaran los ataques de los blancos
en la costa para raptar esclavos, que, no bastando las guerras en
las zonas cercanas a los lugares de embarque, se instigara a
distintos pueblos a emprender expediciones contra "enemigos"
situados cada vez más hacia el interior del continente, y que se
Esclavos y negreros
- 93 -
iniciara la presión de los capitanes negreros sobre la costa
oriental, que hasta el momento casi se había librado de esta
brutal penetración.
Pero la insaciable rapacidad de los compradores de mercancía
humana no sólo alteró las relaciones entre pueblos distintos,
provocando guerras entre ellos como acabamos de señalar, sino
que también ocasionó notables transformaciones en el interior
de las estructuras de un mismo pueblo. Cuando no bastaban los
prisioneros de guerra para llenar las bodegas de los buques
negreros que estaban anclados en la costa, podían ofrecérseles
reos de delitos comunes o políticos, y, desde la aparición del
hombre blanco, en muchas sociedades africanas crecieron
extraordinariamente el número de delitos que conducían a la
pérdida de la libertad, así como se detectaban constantemente
conspiraciones y conatos de rebelión que engrosaban las fu-
turas cargas humanas.
También se hicieron frecuentes los raptos llevados a cabo por
cuadrillas de la misma tribu, la reducción a la esclavitud por
deudas o la autoventa de miembros de un clan para obtener
alimentos para los restantes a consecuencia de malas cosechas.
Ahora bien, esta forma de conseguir los esclavos, obtenién-
dolos de los mismos africanos, colaboró a que el continente se
mantuviera independiente por casi cuatrocientos años desde la
llegada de los europeos, merced además a que las mismas
armas facilitadas por los blancos para la caza de esclavos po-
dían servir para defenderse de posibles conquistadores y de que
las enfermedades autóctonas —paludismo, malaria, dengue,
fiebre amarilla, etc.— diezmaban a los blancos que osaban
penetrar hacia el interior.
Hay suficientes pruebas —recogidas por viajeros coetáneos y
por antropólogos actuales— de que algunos esclavos procedían
del interior del continente. Pero esto no era lo normal, la ma-
yoría de los vendidos en América fueron capturados entre las
tribus que se encontraban no más allá de unos trescientos ki-

Esclavos y negreros
- 94 -
lómetros de la costa, y ello por una simple razón, evitarse
largos y peligrosos trayectos a lo largo de selvas y sabanas,
durante los que se podía perder el cargamento al ser capturado
por otras tribus negreras. Sólo se podían drenar esclavos de las
zonas del interior sin grandes riesgos aprovechando algunos
grandes ríos, en especial el Congo y el Níger, por los que na-
vegaban tanto los negreros nativos como algunos barcos eu-
ropeos.

Las cuatro grandes zonas


donde se conseguían esclavos

Inmediatamente veremos las zonas de extracción de los es-


clavos; en su mayoría, como mínimo hasta finales del siglo
XVIII, procedían de la costa occidental, desde el río Gambia
hasta Angola. En líneas generales los portugueses, cuyo prin-
cipal mercado fue Brasil como ya hemos indicado, obtenían la
mayoría de sus cargamentos al sur del ecuador, en el Congo y
Angola y, posteriormente, en Mozambique, y tenían la curiosa
costumbre de bautizarlos antes de que partieran para el Nuevo
Continente. Por el contrario, los demás europeos, especial-
mente los ingleses, franceses y holandeses solían abastecerse al
norte del ecuador, especialmente en la amplia zona del golfo de
Guinea.
Se conocía por Mauritania la costa del norte del África hasta el
río Senegal; sus esclavos no solían ser negros puros, pues
pertenecían en su mayoría a la religión musulmana, y el centro
de depósito y aclimatación se encontraba en las Canarias. Al-
canzaron cierta importancia en los primeros decenios del siglo
XVI, pero bien pronto los reyes españoles, temiendo la ex-
pansión del islamismo en América, prohibieron la compra de
esclavos de esta zona, en el mismo momento en que también
vetaban el paso a las Indias de judíos, moriscos y conversos
procedentes de la metrópoli. Pero el mismo hecho de que

Esclavos y negreros
- 95 -
aquella prohibición se recordara repetidamente es una prueba
evidente de que la orden no se cumplía.
Senegambia, término algo vago utilizado más por los geógra-
fos que por los negreros, incluía la costa entre el río Senegal,
por el que solían remontar buques franceses, y el Gambia, por
el que lo hacían los ingleses. Del norte procedían esclavos
fulas, de religión islámica y color más claro, por lo que los
pueblos colindantes les llamaban blancos; wolof, excelentes
soldados; mandingas del interior, donde poseían grandes
plantaciones trabajadas por siervos y dedicados también al
comercio de oro, marfil, sal e incluso de esclavos de otras
tribus felups del sur, los únicos de esta región que en las Indias
Occidentales eran estimados para los pesados trabajos de las
plantaciones.

Grupos de esclavos, vigilados por negreros,


en marcha hacia su atroz destino.

Todos los demás, citados anteriormente, calificados como


"gentiles, amables, serviciales e inteligentes" por el factor
ilustrado Barbot, uno de los pocos que no se dejó dominar por
el ambiente y combatió el tedio estudiando la flora, la fauna y
las costumbres de los aborígenes, eran más apreciados para

Esclavos y negreros
- 96 -
trabajar en distintos oficios y, sobre todo, por las cualidades
mencionadas, para el servicio doméstico.
En varias de las guerras coloniales del siglo XVIII las poten-
cias europeas no sólo se enfrentaban para controlar distintas
regiones del Nuevo Continente, sino también está y las demás
zonas de la costa africana, que podían proporcionar la mano de
obra sin la cual muchas de las tierras americanas no tenían
utilidad alguna. Así, por el Tratado de París (1763), que ponía
fin a la Guerra de los Siete Años, Francia perdió, en beneficio
de Inglaterra, la posibilidad de embarcar esclavos en esta zona.
Pero por el Tratado de Versalles (1783), con el que concluía la
Guerra de la Independencia de las Trece Colonias, en la cual
España y Francia habían colaborado con los rebeldes, ésta
recuperaba el derecho de comerciar en Senegal y dos años más
tarde fundaba la Compañía del Senegal, pensada especialmente
para enviar esclavos a la Guayana francesa.
Se conocía con el nombre de Alta Guinea la zona de la costa
comprendida desde el sur del río Gambia hasta el golfo de
Biafra, y los negreros la llamaron también costa de Barlovento,
ya que los vientos soplaban siempre de mar a tierra.
La Alta Guinea se subdividía a su vez en otras subregiones. La
de los Ríos del Sur, que abarcaba lo que más tarde serían las
Guineas portuguesa y francesa, recibió este nombre por la gran
cantidad de corrientes fluviales torrentosas que desembocaban
en amplios estuarios, estuarios que desde principios del siglo
XIX, cuando los ingleses prohibieron la trata y persiguieron a
los negreros, se convirtieron en su lugar preferido de refugio;
pero mientras la trata fue legal, los barcos, o ascendían un
trecho por estos ríos o recogían sus cargamentos en tres depó-
sitos de la costa establecidos en las islas Délos y Shebro y en la
desembocadura del Sierra Leona; los esclavos de esta zona —
bogas, susus y chambas— eran muy apreciados por los plan-
tadores del Nuevo Mundo.

Esclavos y negreros
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Grupo de esclavos, vigilado por negreros armados, en marcha hacia su atroz
destino.

En la llamada Costa de la Pimienta, la de la actual Liberia,


además de esclavos se obtenía arroz, que se compraba en can-
tidades considerables como alimento para la travesía, y espe-
cialmente pimienta malagueta, producto que al parecer evitaba
la disentería, y con el cual se condimentaba la comida para
evitar aquella enfermedad; la gran cantidad de rocas sumergi-
das hacía difícil que los buques se acercaran a la costa, por lo
que éstos avisaban su llegada desde una prudente distancia
mediante cañonazos y los nativos encendían hogueras para
comunicarse con sus ocupantes si disponían de arroz, pimienta
o esclavos, productos que eran conducidos hasta donde espe-
raban los negreros en piraguas generalmente manejadas por
krumens, muy hábiles en su gobierno y que, por lo mismo,
algunas veces fueron alistados por la Armada Real británica;
con cierta frecuencia, los negreros no sólo se apoderaban de la
mercancía sin entregar nada a cambio, sino que, además, co-
gían como esclavos a los remeros de las piraguas.
También en la Costa del Marfil (recibió este nombre dado que
antes del comercio de esclavos fue considerable el de colmillos
de elefantes), los accidentes costeros dificultaban a los barcos
acercarse a la playa, pero además los nativos, que con razón

Esclavos y negreros
- 98 -
desconfiaban de los blancos, si bien estaban dispuestos a
ofrecerles esclavos conducidos también en piraguas, jamás les
dejaron establecer factorías.
Seguía a continuación la Costa de Oro, la actual Ghana, hasta la
desembocadura del río Volta, así conocida porque también
proporcionaba aquel metal, procedente de minas y de placeres
fluviales; en esta zona la coincidencia de esclavos y oro hizo
proliferar un sinfín de factorías, de diversos países europeos,
muy cercanas las unas a las otras, las más famosas de las cuales
fueron la de Axim, holandesa; Elmina, alemana; las inglesas de
Cape Coast, Anamabo y Cormantine, esta última conquistada
por los holandeses en 1665, y las de Accra, donde las había
danesas, inglesas y alemanas; en toda esta costa se obtenían
esclavos gelofes, berbesies, biafras, zapes, minas, fantis y
ashantis, todos ellos muy apreciados por los plantadores y por
los que se pagaban precios elevados; se conocía con el nombre
de coromantos a unos esclavos de diversas tribus, pero espe-
cialmente de las dos citadas en último lugar, famosos en toda
América por su indiferencia ante el dolor y la muerte, porque
recurrían más frecuentemente que otros grupos al suicidio, y
por haber organizado muchas revueltas en las plantaciones
antillanas, hasta tal extremo que en 1765 se llegó a proponer en
Jamaica gravar su entrada con diez libras esterlinas para des-
alentar su importación.
Otros plantadores afirmaban, al contrario, que eran más tra-
bajadores y fieles que los de otras procedencias si recibían
buen trato de sus propietarios.
Del golfo de Biafra, donde los nativos tampoco autorizaban la
instalación de fuertes o factorías, procedían los esclavos de
lengua yoruba o ewe, en buena parte dahomeyanos, obtenidos
en las frecuentes guerras entre este pueblo y las tribus cercanas.
Al este de la desembocadura del Níger, tierras del delta pan-
tanosas asoladas por constantes epidemias de malaria, había
tres fuertes fluviales bien protegidos, el de Nuevo Calabar,

Esclavos y negreros
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Bonny y Viejo Calabar.
La cuarta gran zona de la trata, conocida con el nombre de Baja
Guinea, era la más extensa, pues comprendía desde la frontera
norte del actual Camerún hasta la zona desértica más al sur de
Angola; estaba en su mayor parte controlada por los portu-
gueses, y sus habitantes (de lengua bantú), dado que procedían
de culturas menos avanzadas y menos habituadas a una agri-
cultura excedentaria —en parte porque con una tierra extraor-
dinariamente fértil, y una naturaleza que incitaba a la actividad
depredadora, no se habían visto en la necesidad de "descubrir"
el cultivo— eran menos apreciados en América, y por añadi-
dura era superior su índice de mortalidad tanto durante la tra-
vesía como en el primer período de aclimatación en sus lugares
de destino.
Los portugueses traficaban esencialmente desde la isla de
Santo Tomé, en la que tenían una gran factoría que fue con-
quistada por los holandeses en 1600, desde donde se exporta-
ban negros santo tomé, novo, terra nova y congo. Posterior-
mente, presionados por los holandeses, obtenían sus esclavos
en los puertos de Cabinda y, más al sur, en los de Luanda, Ben-
guela y Hossamedes, en la actual Angola, de donde se obtenían
esclavos angola, manicombo, londa y benguela; los esclavos de
estas tribus se encontraban más frecuentemente en las Indias
españolas.
Siempre desplazados por sus competidores, los portugueses se
trasladaron en busca de cargamentos a la costa oriental, y entre
1780 y 1800 obtuvieron anualmente unos diez mil esclavos en
Mozambique.
También los franceses pensaron en la posibilidad de estable-
cerse en la costa oriental; un tal Morice consiguió en 1776, del
sultán de Kilwa, al sur de Zanzíbar, un tratado por el que ob-
tenía el monopolio y la posibilidad de extraer mil esclavos
anuales a lo largo de un siglo; en 1780 los franceses también
llegaron a un acuerdo con el sultán de Omán, por el que podían

Esclavos y negreros
- 100 -
comprar en Zanzíbar mil cuatrocientos esclavos anuales. Mo-
rice intentó crear una compañía para la trata en el África
oriental, e incluso proyectó establecer una colonia en Kilwa,
pensando en organizar un tráfico triangular, similar al de los
ingleses, pero en el ámbito índico; se llevarían armas y brandy
al África, esclavos y marfil a la India y mercancías indias a
Francia. La Corona francesa no apoyó la creación de esta
compañía, pero el tráfico francés no concluyó en esta zona ni
con la proclamación de la República.
Desde principios del siglo XIX, cuando Gran Bretaña ya había
adoptado, y no precisamente por razones humanitarias, una
actitud abiertamente hostil contra los traficantes de negros en
las costas atlánticas del África, ya no existían allí factorías de
las potencias europeas, que se habían visto obligadas a suscri-
bir tratados antiesclavistas con los ingleses, pero sí de indivi-
duos que actuaban por su cuenta y riesgo, europeos y mestizos,
además de algunos jefes negros.
Así, por ejemplo, John Ormond, hijo de un capitán de Duque
negrero y una princesa africana, en 1820, a la muerte de su
padre, que jamás le reconoció legalmente, volvió a la tierra de
su madre, en la actual Guinea, y se hizo reconocer como jefe de
la tribu a la vez que sometió a algunos pueblos vecinos a una
especie de vasallaje obligándoles a pagar un tributo en escla-
vos, por lo que tenía en la costa sus barracones siempre llenos
para poder cargar prontamente los barcos negreros contraban-
distas.
Pedro Blanco, un malagueño que se estableció en la costa
cercana a la actual Monrovia, había sido capitán de un buque
negrero que abastecía Cuba.
Montó un servicio capaz de cargar los mayores buques en un
sólo día, con los esclavos que le proporcionaban los vaí, un
pueblo mahometano que atacaba y esclavizaba a sus vecinos.
Se retiró del negocio en 1839, después de haber amasado una
gran fortuna por la constante presencia de buques ingleses ante

Esclavos y negreros
- 101 -
su establecimiento, lo que impedía la llegada de contraban-
distas.
Francisco Feliz da Souza, un mulato brasileño a quien los
nativos llamaban "cha-cha", se declaró vasallo del rey de
Dahomey para que los ingleses no pudieran atacar sus barra-
cones; tenía además montado un complejo sistema para distraer
a los capitanes negreros (casas de juego y de prostitución con
mujeres de todas las razas) por si éstos debían esperar por falta
de cargamento o por la presencia de patrullas británicas ante la
costa.
A finales de la década de 1840, Gran Bretaña adoptó una ac-
titud más decidida contra los negreros; veremos en el próximo
capítulo que la colonización del África ya estaba en marcha, y
su armada destruyó todos los barracones que almacenaban
esclavos en la costa africana y patrullaba el litoral brasileño
apresando cualquier barco esclavista.
Pero durante unos años, en los estados sudistas de Norteamé-
rica y en Cuba se pagaban precios cada vez más elevados por
los esclavos, y una considerable flota de veloces clippers,
especialmente armados por norteamericanos para burlar la
persecución británica, decidieron conseguir esclavos donde ya
lo habían hecho los franceses a finales del siglo XVIII, en la
costa oriental del África. La isla de Zanzíbar, suficientemente
alejada de la costa para ser fácilmente defendida de ataques de
los aborígenes continentales, se convirtió en el mayor mercado
de esclavos del mundo, donde Estados Unidos llegó a esta-
blecer un consulado en 1836.
La isla, que había sido controlada por los portugueses, había
caído en 1730 en manos de los árabes de Omán. Los clippers
aprovechaban el monzón de primavera para llegar del cabo de
Buena Esperanza hasta la isla, y el de invierno para regresar,
cargando en Mozambique si no habían podido llenar sus bo-
degas en Zanzíbar.
Como la travesía desde la costa oriental africana hasta América

Esclavos y negreros
- 102 -
era ahora mucho más larga, se elevó notoriamente la mortali-
dad entre los esclavos transportados, pero dado que éstos se
conseguían mucho más baratos en la costa oriental, los capi-
tanes negreros se decían que bastaba con que llegara a su des-
tino la mitad del cargamento para obtener lucrativos benefi-
cios.

La gran demanda de negros obedecía a que


la mano de obra esclava era todavía rentable.

Esclavos y negreros
- 103 -
6.
LAS CAMPAÑAS ABOLICIONISTAS Y EL
INICIO DE LA COLONIZACION AFRICANA

YA a principios del siglo XVII, al iniciarse el control británico


de las costas de América del Norte, y cuando apenas habían
aparecido las actividades agrícolas que exigían grandes canti-
dades de mano de obra africana, en alguna de las nuevas co-
lonias se oyeron voces contra la esclavitud. Como consecuen-
cia de ello, Massachusetts aprobó en 1641 el Body of Diverties,
que prohibía la esclavitud en la colonia excepto la de aquellos
que hubieran sido hechos prisioneros en guerras justas o los
que se hubieran autovendido voluntariamente, y en ello imi-
taban la legislación española de los tiempos de la conquista.
Once años más tarde en Rhode Island se adoptó una legislación
similar, por la que se prohibía la entrada de nuevos esclavos y
se disponía la manumisión al cabo de diez años, de los que ya
residían en la colonia.
En el siglo XVIII la lucha contra la esclavitud fue dirigida
primordialmente por los metodistas y los cuáqueros, a través de
unas sociedades de amigos, que proliferaron esencialmente en
Pennsylvania. Pero la actitud de los cuáqueros chocaba con los
intereses de los traficantes y de la misma Corona, por lo que
debían contentarse con actitudes individuales, como no com-
prar ni utilizar esclavos, negarse a consumir azúcar de caña,
que había sido cultivado por los negros, o publicar folletos
abolicionistas como el Selling of Joseph, del juez Sewall, en el
que se recordaba que los africanos, a pesar de su color, eran
también descendientes de Adán y Eva.
Sin embargo, la propaganda contra la esclavitud alcanzó cierta
importancia, hasta el punto de que algunas medidas adoptadas
por diversas asambleas coloniales influidas por ellas, encon-

Esclavos y negreros
- 104 -
traron oposición en la Corona; por tanto, en 1770, Jorge III
manifestó que no serían toleradas nuevas medidas contra la
esclavitud.
Al proclamarse la independencia de las Trece Colonias se
renovaron, ahora incluso en los medios oficiales de la nueva
República, los ataques contra el esclavismo. Thomas Paine,
uno de los ideólogos de los colonos rebeldes, calificó de hi-
pocresía seguir hablando de libertad mientras se toleraba la
esclavitud de los negros; Washington emancipó a sus esclavos
en un testamento; y también Jefferson, a su vez propietario de
negros, se mostraba disconforme con el sistema.
La mayoría de los nuevos estados abolieron la esclavitud,
indefinidamente o por largos períodos, y no fue extraño a esta
actitud el temor, en algunos de los estados esclavistas, a que los
negros, en mayoría, aprovecharan la nueva situación política
para desencadenar sangrientas revueltas. Pero no se consiguió
que el Congreso adoptara una medida constitucional, que ha-
bría regido en toda la República, por la obstinada oposición de
Georgia y Carolina del Sur, que además consiguieron un de-
creto en sentido contrario, según el cual el Congreso no podía
prohibir la trata antes de 1808. Y veremos, en un próximo
capítulo, cómo la expansión del cultivo del algodón convirtió a
los estados sudistas en uno de los últimos reductos esclavistas.
En Europa, la afición en el siglo XVIII por los libros de via-
jeros puso en contacto a los lectores con el trato que recibían
los esclavos negros en el Nuevo Continente. Ya en 1688 una
inglesa, Aphra Behn, escribió una novela, Oroonoko of the
Royal Slave, en la que se narraban las desgracias de un príncipe
africano caído en manos de los negreros y conducido a las
plantaciones de la Guayana holandesa. Era la primera obra en
que un esclavo aparecía como un ser bueno y agradable; la
novela fue reeditada varias veces y posteriormente adaptada al
teatro.
Pero fueron los ilustrados franceses los primeros en preocu-

Esclavos y negreros
- 105 -
parse seriamente por esta cuestión. Montesquieu condenó la
esclavitud en sus Lettres persaes (1721) y en L'esprit des Lois
(1748); de forma parecida se expresaron Diderot, Rousseau y
el abate Reynal. Pero estos filósofos no sólo condenaban la
esclavitud, sino que además reconocían el derecho de los es-
clavos a rebelarse contra la opresión de que eran víctimas; y lo
mismo señalaron economistas fisiócratas como Mirabeau,
Dupont de Nemours o Turgot, y literatos como Condorcet.
En 1788 se creó en Francia la Sociedad de Amigos de los Ne-
gros, a imitación de las que, como veremos, se habían creado
en Inglaterra, a las que se adhirieron bien pronto una serie de
personalidades, entre ellas La Fayette, el héroe francés de la
rebelión de las Trece Colonias contra Inglaterra, que llegó a
proponer, y obtuvo para ello la autorización real, una expe-
riencia de colonización en la Guayana con negros libres.
Al año siguiente estalló en Francia la Revolución, y la Socie-
dad de Amigos de los Negros inició una vigorosa campaña en
favor del abolicionismo; en diciembre Mirabeau planteó
abiertamente el problema en la Asamblea, pero los diputados
de Burdeos consiguieron parar el golpe al obtener que la cues-
tión pasara a una comisión especial, comisión que fue presio-
nada por los plantadores, la burguesía comercial del Atlántico
y las clases bajas de Burdeos, estrechamente vinculadas al
comercio antillano. La Asamblea se encontraba, en el plano
colonial, en dos callejones sin salida: en cuanto a las activi-
dades comerciales, era imposible satisfacer a la vez los in-
tereses de los colonos, que querían acabar con el monopolio
metropolitano, y los de los comerciantes franceses del Atlán-
tico, que deseaban su persistencia; desde un punto de vista
político, era imposible compaginar los deseos de los esclavos y
de los plantadores y comerciantes negreros.
Los franceses de las Antillas querían estar representados en los
Estados Generales y nombraron, sin esperar la aprobación de
París, treinta y dos diputados, casi todos ellos vinculados con
los grandes propietarios blancos; los pequeños propietarios, los
Esclavos y negreros
- 106 -
mulatos y los negros debían esperar que actuaran en su nombre
los diputados metropolitanos antiesclavistas.
Ante esta situación la Asamblea decretó, en 1790, que todo lo
concerniente a las colonias sería decidido en las asambleas
locales, las cuales en las Antillas estaban controladas por los
grandes propietarios, quienes ni pensaban en la posibilidad de
alterar la situación racial. Para hacer frente a esta nueva pro-
blemática, la Sociedad de Amigos de los Negros presionó hasta
conseguir que la Asamblea metropolitana considerara, en
1791, ciudadanos activos y con derecho a ser admitidos en las
asambleas coloniales, los negros hijos de padre y madre libres.
Pero una nueva presión de plantadores y negreros hizo que se
revocara este acuerdo.
Los esclavos de Saint-Domingue, el futuro Haití, convencidos
de que los revolucionarios franceses no resolverían su situa-
ción, decidieron hacerlo por su cuenta en 1791, como veremos
más detalladamente en el capítulo próximo. Ante la imposibi-
lidad de acabar con esta rebelión y el peligro que hubiera sig-
nificado un triunfo de los grandes propietarios, que ante los
cambios acaecidos en la metrópoli adoptaban una actitud cla-
ramente reaccionaria, el enviado de la República, Santhonax,
declaró la libertad general de todos los esclavos de la isla
(1793). Decisión que hizo suya la Convención, al año si-
guiente, haciéndola extensiva a todas las colonias francesas,
gracias a que en este momento se había producido el ascenso de
los jacobinos, representantes de la burguesía central y no de la
del Atlántico, más vinculada a la explotación colonial.
En el mismo 1793, en plena rebelión de las esclavitudes,
Saint-Domingue fue ocupada por los británicos. Posterior-
mente Napoleón restableció la esclavitud, pero ya lo que que-
daba de las Antillas francesas, Martinica y Guadalupe princi-
palmente, estaba en plena decadencia, incapaz de enfrentar la
competencia del azúcar de remolacha, que había prosperado en
la metrópoli durante el bloqueo continental decretado por el
mismo Napoleón, y del de caña cubano. La esclavitud en
Esclavos y negreros
- 107 -
Francia fue abolida nuevamente, y esta vez de forma definitiva,
en 1848, en el mismo momento en que el Gobierno, como
veremos ocurrió en Inglaterra, se interesaba por la colonización
del África y no estaba interesado, sino todo lo contrario, en que
sus futuras colonias se quedaran sin su mano de obra aborigen.

El abolicionismo en Gran Bretaña

Dejando al margen otros precedentes, se suele considerar que


el abolicionismo en Inglaterra se inició en 1 772 con el vere-
dicto del Justicia General lord Mansfield, en relación con un
pleito sobre la verdadera propiedad de un esclavo a quien su
primer dueño dejó abandonado medio muerto en las calles de
Londres; el veredicto señalaba que cualquier esclavo quedaba
libre tan pronto como pisaba el territorio metropolitano. Este
juicio abolía la esclavitud en Inglaterra, pero ni afectaba a las
colonias británicas ni terminaba con la trata.
La cuestión preocupaba plausiblemente en muchos ambientes;
Adam Smith, el adelantado de la economía capitalista, en su
famosa Investigación sobre la naturaleza y causa de la riqueza
de las naciones (1776), consideraba antieconómica la escla-
vitud.
En 1787 Thomas Clarkson, seminarista hijo de pastores, se
impresionó extraordinariamente al documentarse para optar a
un premio dotado por la Universidad de Cambridge sobre la
legalidad de esta forma de explotación, y se creyó escogido por
Dios para iniciar la lucha que debía acabar con la trata.
Clarkson se estableció en Londres, reorganizó un comité
cuáquero antiesclavista y fundó la Sociedad para la Abolición
de la Trata de Esclavos; pero consciente de sus limitaciones
para dirigir acertadamente el movimiento se limitaba a recoger
informaciones, especialmente entre la marinería de Bristol y
Liverpool, y a organizar su sociedad, cuyo verdadero portavoz
fue William Wilberforce, un petimetre enfermizo y canijo, hijo

Esclavos y negreros
- 108 -
de una familia acomodada, que por diversión había comprado
un escaño en el Parlamento. Era un jugador empedernido y
gran bebedor que se reconvirtió al cristianismo y pensó que
podría redimir sus culpas pasadas mediante su acción en
aquella sociedad.
Los abolicionistas, conscientes del poder de los grandes grupos
económicos interesados en la trata, decidieron plantear una
adecuada estrategia, para impresionar a las masas y al Parla-
mento, basada en resaltar el gran número de víctimas que
ocasionaba entre los mismos marineros británicos, lo que
conmovería más a la opinión pública que el número de escla-
vos que perecían en la travesía; en señalar el peligro de las
rebeliones de las negritudes; en solicitar, en una primera etapa,
no la abolición de la esclavitud, sino simplemente la de la trata;
en recoger la mayor cantidad posible de información para
poder refutar los alegatos de los traficantes.
A tenor de esta táctica empezaron a publicarse gran número de
folletos y libros, y sus campañas consiguieron bien pronto
algunos éxitos parciales. Ante todo, lograron que el Parlamento
dictara en 1788 una serie de medidas encaminadas a evitar los
sufrimientos de los esclavos durante el viaje y el peligro que
corrían las reducidas tripulaciones de perecer víctimas de la
rebelión de su mercancía, medidas que fijaban el número de
negros y el de tripulantes que podía transportar un navio en
relación con su tonelaje; todo lo cual tuvo un resultado inme-
diato, se encarecieron los fletes y se hizo imposible el negocio
para las pequeñas empresas formadas por muchos accionistas
con limitadas aportaciones, generalmente creadas para costear
un solo viaje.
Nuevamente, en 1790, obtuvieron los abolicionistas que el
Parlamento examinara con gran atención todo lo relacionado
con la trata, desde la compra en África hasta la venta en las
Indias, pasando por las condiciones en que se realizaba el
transporte y el trato que recibían los negros.

Esclavos y negreros
- 109 -
Mayor logro fue conseguir que el problema de la abolición se
convirtiera, cada vez más, en una cuestión de alcance popular;
un número considerable de ingleses fueron convencidos para
que no consumieran ni azúcar antillano ni ron, y se puso de
moda en las reuniones sociales el entonar cánticos abolicio-
nistas.
En 1 789 Clarkson pasó a Francia para ponerse en contacto con
sus correligionarios de este país, pero había escogido un mal
momento. La Asamblea Nacional francesa acordó que no daría
ningún paso si no lo hacía previamente el Parlamento inglés, y
éste, a su vez, decidió que no aboliría la esclavitud si no lo
hacía en primer lugar la Asamblea Nacional. Por añadidura,
Clarkson fue tachado en Francia de espía inglés, y en Gran
Bretaña, a su regreso, de jacobino.
Además, desde 1 792, los antiesclavistas enfrentaron nuevas
contrariedades, la consolidación del movimiento revoluciona-
rio francés hizo que se acrecentaran en Inglaterra las fuerzas
más conservadoras, a la vez que en la lucha contra los esclavos
rebeldes de Saint-Domingue perecieron un número estimable
de soldados ingleses.
En estas circunstancias, pedir derechos para los negros, era
considerado como un acto de traición. Pero a la vez la guerra
colonial con España y Francia dio lugar a que muchos comer-
ciantes ingleses se desinteresaran momentáneamente de la
trata, ya que producía mejores beneficios alquilar los barcos
para fines militares, como buques de transporte de la armada, o
dedicarse al corso.
En 1806 se planteó, una vez más, el problema abolicionista en
el Parlamento, y esta vez encontró un eco favorable. Una nueva
ley decretaba que desde el primero de mayo de 1 807 estaría
prohibida la salida de buques negreros de los puertos británicos
y que desde el primero de marzo de 1808 no podrían desem-
barcarse esclavos en las Indias Occidentales.
Ante algunos incumplimientos de esta ley, que sólo sancionaba

Esclavos y negreros
- 110 -
a los infractores con multas y confiscaciones, una nueva, de-
cretada en 1811, castigaba a los inculpados con la pena del
destierro. En 1 823 se fundó una nueva sociedad antiesclavista
en Londres, para impulsar el abolicionismo en los países donde
todavía existía esta forma de explotación. Clarkson y Wilber-
force eran ya demasiado viejos para dirigirla,* por lo que
fueron nombrados vicepresidentes, y se eligió para ocupar la
presidencia a Thomas Fowell Buxton.
El triunfo final de los abolicionistas ingleses, con los decretos
parlamentarios de 1 806, no se debió exclusivamente al ca-
rácter humanitario de sus campañas, sino, esencialmente, a que
a principios del siglo XIX estaba cambiando radicalmente la
estructura socioeconómica de la Gran Bretaña. Y coincidieron
las campañas de aquéllos con los intereses de la burguesía
industrial, la nueva ciase en ascenso.
Con la secesión de las Trece Colonias habían perdido buena
parte de su peso específico el grupo de plantadores ingleses con
intereses en América, que ahora se veía reducido a aquellos que
explotaban las Antillas, perjudicados, además, con la secesión,
ya que, dedicada toda la tierra cultivable a productos comer-
cializables habían obtenido hasta este momento los alimentos
para ellos, pero sobre todo para sus esclavos, en las colonias del
norte.
Así, dada la nueva situación —en Jamaica murieron de hambre
quince mil esclavos entre 1780 y 1787 — , hubo que buscar una
alternativa importando los mismos alimentos a través de Ca-
nadá o de las islas suecas o danesas, pero de este modo llegaban
sensiblemente encarecidos, lo que agravaba la situación en
unas islas donde el cultivo se había iniciado más pronto y se
obtenían unos rendimientos decrecientes, y donde no existía la
posibilidad, como en Estados Unidos, de expansionarse terri-
torialmente.
La abolición de la esclavitud se produjo pacíficamente en estas
Antillas. Las más de las colonias eran islas pequeñas, en las que

Esclavos y negreros
- 111 -
se hacía imposible coordinar una resistencia y que, caso de
rebelarse, difícilmente habrían podido vivir independientes;
algunos plantadores pensaron en la secesión y en federarse con
Estados Unidos, solución que ésta no aceptó por miedo a un
enfrentamiento con Gran Bretaña; por otra parte, la extraor-
dinaria superioridad numérica

Tippu Tib asoló el valle del Congo en busca de esclavos, facilitando un


pretexto al rey Leopoldo para hacerse con un vasto imperio colonial.

de los negros sobre los blancos hizo que éstos temieran en-
frentarse, sin la ayuda militar metropolitana, a una posible
rebelión de las esclavitudes, y estaba todavía muy fresco en la
mente de los blancos el recuerdo de los sucesos de Haití.
Por añadidura, una parte de los plantadores estaban sumamente
endeudados y la abolición con indemnización les permitía
Esclavos y negreros
- 112 -
cancelar sus deudas y pensar en la posibilidad de rehacer sus
fortunas, siguiendo en el cultivo del azúcar, pero disminuyendo
los costos de producción sustituyendo a los esclavos por los
negros emancipados, como trabajadores asalariados que no
debían comprarse; por último, los plantadores más poderosos
vivían en Inglaterra y en ella tenían otros intereses económicos,
y de haber intervenido en un movimiento secesionista habrían
debido abandonar su patria y desvincularse de sus otras acti-
vidades.
A partir de este momento las relaciones entre los europeos —y
Gran Bretaña fue notoriamente en cabeza, seguida por Francia,
Bélgica y Portugal-" y los negros se establecieron en África en
los mismos términos en que se habían establecido en las Indias
desde el principio de la irrupción castellana. Podría tratarse a
los aborígenes como a siervos, podría explotárselos hasta ex-
tenuarlos, pero habría que impedir a toda costa que África
siguiera jugando exclusivamente un papel económico margi-
nal, como abastecedora de esclavos.
No fue pura coincidencia que en el mismo año 1 807, en que el
Parlamento prohibía, como hemos visto, la salida de más bu-
ques negreros de los puertos ingleses, se fundara la sociedad
África Institution, asociación que se proponía formar misio-
neros y comerciantes dispuestos a marchar al Continente Negro
para implantar allí el Evangelio y la "civilización", y tampoco
el que en 1808, cuando quedó abolida la esclavitud en las co-
lonias inglesas de América, se fundara el primer jalón del que
sería el gran imperio británico al ser declarada colonia de la
Corona Sierra Leona, un pequeño enclave al norte del golfo de
Guinea que en 1 787 había adquirido la Sociedad para la Abo-
lición de la Trata de Esclavos con el fin de acoger en su con-
tinente originario a los esclavos que se encontraban en Ingla-
terra y aquellos
que la sociedad pensaba que serían manumitidos bien pronto.
La idea fue aprobada desde el primer momento por William
Pitt el joven, que proporcionó los medios para la repatriación y
Esclavos y negreros
- 113 -
colaboró en la fundación de la capital Freetown (ciudad libre),
y llegó a crearse una Sierra Leone Company para asegurar el
éxito de la empresa.

La abolición como justificante


de acciones militares
Tanto la penetración europea en África como la lucha aboli-
cionista fueron detenidas momentáneamente por las guerras
napoleónicas. Concluidas éstas, Gran Bretaña consiguió que en
los congresos de Viena (1815) y Verona (182 2) se declarase
ilegal la trata y se la condenase como acto de piratería. Algunos
países europeos ya habían abolido la esclavitud o lo hicieron
inmediatamente después de las guerras napoleónicas, Dina-
marca en 1802, Suecia en 1813, Holanda en 1814, Portugal y
España en 1817, y Francia al año siguiente; mientras, casi todas
las Indias españolas, excepto Cuba y Puerto Rico, se habían
independizado de su metrópoli y una de las cláusulas que exi-
gió el gobierno británico para reconocer a las nuevas repúblicas
fue que declarasen abolida la esclavitud o, como mínimo, que
se comprometieran a no admitir nuevos esclavos.
Sin embargo, siguieron demandando grandes cantidades de
negros Brasil, Cuba y Estados Unidos, aunque formalmente
sus gobiernos hubiesen prohibido la trata, por lo que ésta con-
tinuó desarrollándose de forma considerable, como veremos,
durante unas décadas de forma ilegal.
Para acabar con este contrabando internacional, Gran Bretaña,
que se atribuyó el papel de potencia defensora del abolicio-
nismo, organizó una poderosa escuadra que patrullaba las
costas africanas y americanas y todo el Atlántico. Hacia me-
diados de siglo esta política inglesa parecía haber conseguido
sus propósitos, había disminuido notablemente el tráfico ilícito
—en la década de los cuarenta los contrabandistas todavía
lograron extraer unos ciento cincuenta mil negros anuales —,

Esclavos y negreros
- 114 -
sus navíos podían abordar y registrar barcos de cualquier na-
cionalidad, excepto franceses y norteamericanos, pero los
primeros ya no se dedicaban a la trata, y en las costas africanas
había muchos barracones llenos de esclavos que no encontra-
ban comprador.
De esta manera, el Gobierno británico, y también en parte el
francés, justificó ante la opinión mundial la conquista militar
de diversos reinos de las costas africanas, primeros enclaves de
su futura penetración hacia el interior, como medidas para
acabar con el tráfico que realizaban príncipes negros o aven-
tureros europeos o mestizos, o para apoderarse de territorios
donde asentar a los esclavos confiscados en los buques contra-
bandistas, lo que hicieron, por ejemplo, en las islas Seychelles,
al norte de Madagascar, o en el cabo de Buena Esperanza.
También con fines aparentemente filantrópicos, el rey Leo-
poldo de Bélgica se hizo una colonia particular ochenta veces
mayor que la metrópoli, propiedad no de Bélgica sino de la real
casa, la del Congo, que sería brutalmente explotada, para cas-
tigar la acción del príncipe Tippu Tib de Zanzíbar, que entre
1870 y 1890 asoló aquella región matando a los hombres y
llevándose a mujeres y niños para ser vendidos como esclavos
en Arabia.

Esclavos y negreros
- 115 -
7.

LA CRISIS DEL CAMBIO DE SIGLO

MIENTRAS en Europa, por motivos humanitarios o en de-


fensa de determinados intereses económicos, se imponía el
abolicionismo entre determinados grupos o por algún gobierno
en concreto, en América se producían hondas transformaciones
que iban a significar, a corto o medio plazo, la desaparición de
la esclavitud en buena parte del continente.
Por la paz de Ryswick (1 697) los franceses habían recibido la
mitad occidental de La Española, a la que llamaron
Saint-Domingue (1). Como ya hemos dicho, en ella el cultivo
del azúcar empezó bastante más tarde que en las islas inglesas,
y cuando en éstas la tierra empezó a dar señales de agota-
miento, aquélla se convirtió en uno de los grandes productores
no sólo de caña, sino también de café. Pronto albergó qui-
nientos mil esclavos, y dado que la legislación metropolitana le
prohibía elaborar la caña, vendía ésta y melazas a las Trece
Colonias, donde buena parte era destilada para producir ron,
esencialmente para enviarlo al África, donde se intercambiaba
por esclavos; por su parte, las Trece Colonias abastecían a la
colonia francesa no sólo de esclavos, sino también de alimen-
tos de clima templado.
Al concluir la Guerra de la Independencia de las Trece Colo-
nias aumentó el descontento entre los colonos de Saint- Do-

1 Santo Domingo fue el nombre posterior de La Española. Para


evitar confusiones, la zona gala de esta isla -actual Haití- será
denominada en francés (Saint-Domingue), y la parte hispana
—actual República Dominicana— se transcribirá en caste-
llano (Santo Domingo), así como la capital de este territorio.
Esclavos y negreros
- 116 -
mingue. La firma del tratado de paz no significó para ellos
todos los beneficios que habían esperado, se interrumpieron los
intercambios con las recientemente secesionadas colonias
inglesas, y el Gobierno de la nueva República se negó a reco-
nocer las deudas contraídas antes de la guerra, algunas de las
cuales afectaban a plantadores franceses a los que provocaron
una considerable crisis económica. Estos, por otra parte, ca-
yeron en la cuenta de que era posible romper el vínculo colo-
nial, lo que entre otras cosas les habría permitido no liquidar las
deudas contraídas con comerciantes metropolitanos y salvar
algunas de sus haciendas, considerablemente hipotecadas.
Sin embargo, la prosperidad general del período redujo cada
vez más el número de descontentos que veían en la secesión
una salida a sus problemas; y por añadidura, en parte para
acallar aquel descontento, el Gobierno francés autorizó el co-
mercio con el extranjero desde ocho puertos de la colonia, lo
que significaba esencialmente legalizar el contrabando con las
Antillas españolas.

Reivindicaciones y rebelión en Saint-Domingue

Pero también, debido a esta prosperidad, aumentaba el número


de esclavos, y por lo tanto el riesgo de rebeliones, a la vez que
crecía el descontento entre los pequeños blancos, los mestizos
—sobre los que recaían las más pesadas cargas de la sociedad
colonial— y los negros libres, grupos que no se beneficiaban
de los buenos negocios y que pensaban en la posibilidad de
dirigir un movimiento emancipador, separándose de la me-
trópoli y creando un gobierno que, elegido por ellos, favore-
ciera sus intereses; tal movimiento podía contar con las masas
de esclavos si se les ofrecía la libertad a cambio de su coope-
ración.
Esta conflictiva situación se vio agravada por el eco de las
campañas abolicionistas europeas, especialmente la francesa;

Esclavos y negreros
- 117 -
por el triunfo de los negros cimarrones del oeste, los huidos de
las plantaciones, que no pudieron ser sometidos por el ejército,
y con los cuales, tras ochenta años de lucha, debieron pactar las
autoridades en 1782 reconociéndoles su libertad; y sobre todo
por el inicio de la Revolución en la propia metrópoli, revolu-
ción dirigida en un principio por la burguesía que tanto se había
desarrollado durante el siglo XVIII, gracias, en parte, a la ex-
pansión de la misma explotación colonial. Tanto los grandes
como los pequeños blancos, los mulatos como los negros li-
bertos, creyeron que la Revolución les permitiría conseguir las
reivindicaciones ansiadas.
Ya hemos visto en el capítulo anterior cómo se planteó la si-
tuación colonial en los Estados Generales y en la Asamblea
Constituyente. Por otra parte, la Declaración de los Derechos
del Hombre y del Ciudadano atemorizó a los grandes propie-
tarios, que intentaron impedir a toda costa que la nueva Cons-
titución, que se estaba discutiendo en París, decretase la
igualdad política entre blancos y gentes de color. Posterior-
mente, los grandes potentados blancos, atemorizados por la
marcha de los acontecimientos en Francia, expulsaron de la
colonia a las autoridades metropolitanas a la vez que ajusti-
ciaban a algunos mulatos, o a blancos acusados de colaborar
con ellos, por el mero hecho de exigir que se aplicaran allí los
Derechos del Hombre, y en abril de 1790 se reunieron en una
asamblea general, de la que excluyeron a mulatos y negros,
dispuesta, si parecía necesario, a proclamar la independencia.
Ante esta actitud de abierta rebeldía, los pequeños colonos
blancos y los hombres libres de color se colocaron abierta-
mente al lado de las autoridades enviadas por París, conven-
cidos de que el nuevo Gobierno francés favorecería sus aspi-
raciones políticas y económicas. El peligro de una guerra civil
era inminente, pero los grandes propietarios se vieron refor-
zados con la llegada de tropas metropolitanas que inmediata-
mente confraternizaron con ellos.
Mientras tanto, Vincent Ogé, representante de los mulatos en
Esclavos y negreros
- 118 -
París, ante la inutilidad de sus gestiones en la capital, decidió
trasladarse a Saint-Domingue para hacer triunfar las aspira-
ciones de los hombres de color recurriendo a la fuerza. De París
pasó a Londres, donde recibió ayuda del abolicionista Clark-
son, lo que le permitió embarcar hacia Charleston y desde aquí
viajar, ocultando su personalidad, a la colonia. Allí, algunos de
sus partidarios le hicieron ver que una rebelión armada estaba
abocada al fracaso sin la ayuda de los esclavos, pero Ogé se
negó a recurrir a ellos, dado que varias plantaciones y una
cuarta parte de los esclavos eran propiedad de mulatos. Sin esta
ayuda la rebelión no tenía posibilidad alguna, y Ogé y sus
hombres fueron fácilmente derrotados. Los cabecillas, que se
habían refugiado en Santo Domingo, fueron entregados por las
autoridades españolas, y ejecutados en febrero de 1791.

Una de las maneras más corrientes de castigar a los esclavos era la


flagelación. Existían infinidad de modelos de látigos.

Más éxito tuvo una nueva rebelión de mulatos, que contó con el
apoyo de negros cimarrones (que una vez conseguida la victo-
ria fueron mandados asesinar por aquellos que se habían ser-
vido de ellos), la cual consiguió que se les reconociera la
Esclavos y negreros
- 119 -
igualdad política. Pero la situación en la colonia varió nueva-
mente a finales de 1791, cuando la Asamblea de París acordó
que fueran los colonos blancos quienes decidieran si debían
conceder o no aquella igualdad; respaldados por este decreto,
los grandes plantadores se echaron atrás del acuerdo anterior, a
la vez que iniciaban una despiadada persecución de los hom-
bres libres de color.
Mientras se producían estos enfrentamientos entre grandes
plantadores blancos y mulatos, los propietarios extremaban los
castigos impuestos a sus esclavos por la más pequeña falta,
temerosos de que aprovecharan la anómala situación para re-
belarse. Esto es lo que hizo efectivamente Toussaint Louver-
ture, el emancipador de las esclavitudes, mediante la estrata-
gema de aparentar alistarlas en el bando realista, el de los
grandes propietarios.
La noche del 14 de agosto de 1791, en un claro del Bois-
Caíman, se reunieron doscientos delegados de los esclavos de
las plantaciones del norte. Tras una ceremonia religiosa vudú
se acordó un solemne juramento de solidaridad. Por un error se
adelantó el alzamiento, pero la rebelión siguió adelante y se
desencadenó una devastadora guerra de castas —naturalmente
Louverture, una vez conseguido su propósito, demostró que
nunca había pensado en ayudar a los realistas— , en que
blancos y negros rivalizaron en actos de barbarie y crueldad.
Los sublevados, a los que se añadieron un número considerable
de mulatos y negros libres que antes habían seguido a Ogé,
fanatizados por el vudú y convencidos de que si morían en la
lucha resucitarían en África, no cesaban de avanzar y destruir.
Por otra parte, en los primeros momentos, los españoles de
Santo Domingo les facilitaban armas a cambio de los productos
resultantes de los saqueos de plantaciones.
Ante el progreso incontenible de la rebelión, los plantadores y
la burocracia pidieron y consiguieron ayuda de las autoridades
de las Antillas españolas e inglesas y del Gobierno norteame-

Esclavos y negreros
- 120 -
ricano; el resultado no fue apreciable, y muchos plantadores
huyeron de la isla, unos con parte de sus esclavos a otras re-
giones del Caribe, otros a Francia.
Mientras, ésta, radicalizada la Revolución, se enfrentaba con
otras potencias europeas.
En setiembre de 1792, París envió a Saint-Domingue una co-
misión civil y un ejército, con la intención de realizar los
cambios necesarios para terminar con la revuelta, a la vez que
era disuelta la asamblea colonial, dominada por los grandes
blancos, y se creaba una Comisión Administrativa formada por
seis plantadores y seis mulatos, lo que dio lugar, a su vez, a
rebeliones armadas "contrarrevolucionarias de aquéllos.
En junio de 1793, ante el peligro de que triunfara en el Cabo
esta rebelión de los plantadores, Sonthonax, uno de los tres
miembros de la comisión civil, pidió ayuda de los esclavos
rebeldes, prometiéndoles a cambio la libertad.
Las autoridades españolas de Santo Domingo, por su parte,
ofrecían su apoyo y colaboración a Louverture, y los ingleses
hacían lo mismo con los propietarios, desembarcando además
en la colonia y ocupando Port-au-Prince el 1 de junio de 1794.
A partir de este momento, una parte de los mulatos se alió a los
ingleses, mientras otra se ponía a las órdenes de Sonthonax,
quien ante la rebeldía de esclavos y propietarios y la actitud de
españoles e ingleses ya había decidido, el 29 de agosto de 1793,
proclamar la libertad de todos los esclavos; por añadidura,
cuando los comisarios de la República se aprestaban a orga-
nizar la defensa frente a la invasión inglesa, arribó a Jacmel, el
8 de junio de 1794, una corbeta francesa portadora del decreto
de la Convención Nacional que abolía la esclavitud en sus
colonias; y en este mismo año, Louverture y sus tropas de
esclavos rompían la alianza con los españoles y se ponían a las
órdenes de las autoridades republicanas para colaborar en la
guerra contra los ingleses.
En mayo de 1796, el Directorio Ejecutivo recientemente cons-
Esclavos y negreros
- 121 -
tituido en Francia, envió una nueva comisión a Saint- Do-
mingue, de la que volvía a formar parte Sonthonax, con la
misión primordial de expulsar a los ingleses, que todavía do-
minaban buena parte de la colonia, e intentar solucionar la
grave situación que se había creado por los abiertos enfrenta-
mientos por el poder entre Louverture y los jefes de los mula-
tos. Estos dominaban en el sur, donde habían restablecido la
esclavitud y vivían en un régimen casi autónomo dirigido por
Rigaud.
Los intentos de los miembros de la comisión para acabar con
esta semi independencia sólo consiguieron que se les enfren-
taran los sudistas, en Los Cayos, con el resultado de una ma-
sacre de blancos y negros.
En agosto de 1797, Sonthonax, elegido diputado por Saint-
Domingue, tuvo que trasladarse a Francia, y Louverture asu-
mió el gobierno y adoptó medidas para acabar definitivamente
con la ocupación inglesa. En efecto, en enero siguiente, de
nuevo coaligadas las fuerzas de Louverture y Rigaud, iniciaron
el ataque final contra los ocupantes; Gran Bretaña —a quien
esta aventura colonial había costado millares de hombres y más
de cinco millones de libras esterlinas— comprendió que no
podía mantener la situación y prefirió entablar negociaciones
para conseguir ventajas comerciales y garantías frente a los
corsarios franceses, y abandonó la isla a finales de agosto,
mientras Louverture, que no sólo había conseguido vencer a
sus enemigos, sino también disciplinar sus tropas y acabar con
los actos de barbarie, proclamó que no serían tomadas repre-
salias contra blancos y mulatos si juraban fidelidad a la Repú-
blica francesa.
Eliminado el peligro inglés, se reanudaron sin embargo entre
mulatos y negros manumisos los enfrentamientos, aventados
por el enviado del Directorio Ejecutivo francés, ya completa-
mente dominado por fuerzas conservadoras, que esperaba así
acabar a la vez con Louverture y Rigaud. Louverture obligó a
reembarcarse al enviado del Directorio, y a mediados de 1799
Esclavos y negreros
- 122 -
se desencadenaba una nueva guerra civil, con toda su secuela
de brutalidades; Louverture buscó el apoyo y el reconoci-
miento de Estados Unidos y Gran Bretaña, mientras Rigaud
hacía lo mismo con España; aquél venció sin grandes dificul-
tades, y millares de mulatos se refugiaron en Cuba mientras sus
dirigentes lo hacían en Francia.
Terminadas tan largas y devastadoras guerras, el caudillo de
los esclavos intentó reconstruir el país; no bastaba con poner de
nuevo en cultivo las tierras, había además que conseguir nue-
vamente productos comercializadles que facilitaran los inter-
cambios con el exterior: no se repartieron, pues, las grandes
plantaciones, se obligó a permanecer en ellas a los manumisos
recibiendo una cuarta parte de la cosecha, y en 1800 se dictó un
código que regulaba meticulosamente todas las actividades
agrícolas.

Toussaint Louverture, caudi-


llo de los esclavos rebeldes de
Saint-Domingue.

Mientras, para acabar con


la trata, que continuaba en
Santo Domingo —la mitad
española de la isla había
sido cedida a Francia tras
la Paz de Basilea (1795)—
, a principios de 1801
Louverture ordenó su
ocupación, lo que se llevó
a cabo en pocos días, y
desde la capital proclamó
la abolición de la esclavi-
tud y el final del comercio
negrero. Aquel mismo año

Esclavos y negreros
- 123 -
organizaba una Asamblea Central que elaboró una Constitu-
ción para la isla.
Toda la política de Louverture se vino abajo sin embargo por
los ambiciosos planes de Bonaparte, que quería restablecer la
esclavitud, reconquistar la autoridad total de la isla, y conver-
tirla en base logística para recuperar Luisiana y atacar a Esta-
dos Unidos. Para esta empresa Napoleón contaba con el apoyo
de los propietarios de las plantaciones refugiados en Francia,
con el de los comerciantes de los puertos del Atlántico y el de
los mulatos, y emprendió su proyecto en 1801, cuando la Paz
de Amiens le dejaba las manos libres y la Constitución de
Louverture le hizo temer un afán autonomista de los negros de
La Española; un ejército expedicionario, mandado por el ge-
neral Leclerc y compuesto de tropas francesas, holandesas,
españolas, polacas y alemanas, zarpó en diciembre; había
demostrado su eficacia en Europa y estaba abundantemente
pertrechado de artillería naval y terrestre, pero tuvo que hacer
frente a una enconada resistencia de los manumisos; Leclerc
hubo de recurrir a la traición para vencer a Louverture, con
quien firmó una tregua que no respetó, lo hizo prisionero, y lo
desterró a Europa, donde murió al poco.
Posteriormente desencadenó un régimen de terror, no sólo
contra los negros, sino también contra los mulatos que le ha-
bían ayudado contra los primeros, a la vez que se proponía
restablecer la esclavitud.
Se produjeron innumerables levantamientos armados, los re-
beldes practicaron la táctica de tierra quemada asolando el país
para entorpecer el avituallamiento de los expedicionarios,
mientras entre éstos hacía estragos la fiebre amarilla y se re-
petían las deserciones, llegando incluso algunos a pasarse al
enemigo.
El incremento del terror sólo consiguió nuevos alzamientos,
dirigidos ahora por los lugartenientes de Louverture y Rigaud,
Dessalines y Petion, que en noviembre de 1803 lograron de-

Esclavos y negreros
- 124 -
rrotar totalmente a los franceses. El primero de enero de 1804
la colonia se declaraba independiente, adoptaba el nombre que
tenía antes del descubrimiento, Haití ("tierra de altas monta-
ñas"), y Dessalines era nombrado gobernador general vitalicio,
titulación que cambió en octubre por la de emperador, con el
nombre de Jacobo I. Al año siguiente se proclamaba una nueva
Constitución que le concedía el poder absoluto.
En otoño de 1806 el emperador empezó una campaña de hos-
tigamiento contra los propietarios mulatos; la reacción no se
hizo esperar, y en octubre los sudistas se rebelaron; al poco
tiempo, Dessalines, que se dirigía hacia aquella región para
enfrentarse con los alzados, moría en una emboscada.
Siguió un largo y crítico período de enfrentamientos regionales
y de castas. En 1807 Alexandre Petion fue nombrado presi-
dente de la República, pero los mulatos no controlaban toda la
isla: durante años el negro Christophe gobernó como rey en el
norte. Petion luchó por la abolición de la esclavitud en América
enviando agitadores a otras regiones o asaltando con sus cor-
sarios a los buques negreros, y colaboró eficazmente con Bo-
lívar en la independencia de Venezuela.

Se extienden los conflictos armados

Años más tarde se iniciaban en casi todas las Indias de Castilla


las guerras civiles llamadas de la Independencia, en algunas de
las cuales los esclavos jugaron un papel decisivo. Como hemos
señalado en el capítulo cuarto, la Corona española, presionada
por las burguesías periféricas, había intentado reconquistar sus
colonias, que, desde la crisis del siglo XVII, habían alcanzado
un alto grado de autonomía en lo político y en lo económico.
Este intento de reconquista produjo tensiones económi-
co-sociales, ya que una oleada de comerciantes españoles in-
tentó beneficiarse al máximo del incremento y diversificación
de las actividades productivas. por otra parte, las nuevas auto-

Esclavos y negreros
- 125 -
ridades de las intendencias chocaron con la vieja burocracia
virreinal y con las oligarquías criollas, que se veían nueva-
mente alejadas de una serie de cargos y que preferían enten-
derse con los anteriores administradores, menos eficaces y más
fácilmente corruptibles; a estas tensiones se añadieron las in-
fluencias ideológicas de la Ilustración —francesa, española y
criolla— , de los secesionistas norteamericanos y de las pri-
meras etapas, más moderadas, de la Revolución francesa.
Pero estas influencias ideológicas no tenían necesariamente un
contenido político revolucionario, y las tensiones anunciaban,
más que una catástrofe, nuevos reajustes y componendas.
Buena prueba de ello sería la poca audiencia conseguida por
aquellos movimientos que algunos historiadores han llamado
de protoindependencia: los de Aguílar y Ubalde en el Cuzco,
los de Gual y España en La Guaira o el de Miranda en Coro, o
la resistencia criolla en Buenos Aires y Montevideo a la ocu-
pación inglesa.
De un cariz completamente distinto fue el levantamiento de
Túpac Amaru en la sierra peruana, revuelta de Antiguo Régi-
men de una raza oprimida, que en su primera etapa no se alzó
contra el rey, sino contra el mal gobierno y los abusos de
quienes la explotaban. Esta revuelta y más tarde la de Hidalgo
y Morelos en la Nueva España, más que un antecedente de la
independencia pueden darnos la clave para entender la obsti-
nación con que algunas regiones de las Indias se aferrarían,
más tarde, a la causa realista.
No fue sino la crisis del cambio de siglo —guerras con Ingla-
terra, motín de Aranjuez y, sobre todo, la ocupación de España
por las tropas francesas— lo que llevaría a situaciones irre-
versibles. En 1810, para muchos coetáneos, la incorporación de
España al dominio napoleónico debió de parecer definitiva;
con las nuevas circunstancias se planteaban una serie de inte-
rrogantes: ¿de quién dependerían las Indias? (recordemos que
eran una propiedad personal de los reyes de España). ¿De José
I Bonaparte, que para la mayoría de la oligarquía criolla con-
Esclavos y negreros
- 126 -
servadora todavía significaba la Revolución?, ¿de Carlos IV o
de Fernando VII, prisioneros en Bayona? —es sumamente
significativo que las juntas que se crearon en 1 808, en diversas
capitales americanas se proclamaran defensoras de los dere-
chos del segundo, que a raíz del motín de Aranjuez aparecía
como cabecilla de los grupos más conservadores, cuando la
corona oficialmente correspondía todavía al primero—, ¿de la
Regencia de Cádiz, discutible titular de una problemática so-
beranía? Por añadidura, la alta burocracia indiana había sido
nombrada en la época de Godoy y por lo tanto era sospechosa
de afrancesada.

Esclavo colgado de una


costilla. El terror siste-
mático era el único re-
curso ante el aumento del
número de esclavos y el
peligro de una rebelión.

Y, por último, ¿qué


papel jugarían los
españoles en la nueva
situación de acefalía
monárquica? En mu-
chas regiones indianas
se crearon juntas, a
imitación de las de
España, para el go-
bierno de las mismas
ante la situación
creada en la metrópoli,
juntas emanadas ge-
neralmente de los
cabildos, por lo tanto controladas por la oligarquía criolla, y

Esclavos y negreros
- 127 -
que no se sentían rebeldes, sino herederas legítimas de un
poder caído, probablemente para siempre.
Sólo fueron excepcionales los acontecimientos ocurridos en los
dos antiguos centros coloniales. En Nueva España, las rebe-
liones de las masas indígenas dirigidas por los curas Hidalgo y
Morelos condujeron a una unión de la oligarquía criolla, la
burocracia y los comerciantes peninsulares que, tras derrocar a
los alzados, mantuvieron su unidad hasta que la rebelión liberal
española de 1820 les hizo temer por el mantenimiento de sus
privilegios y se secesionaron pacíficamente, arrastrando en su
movimiento a la América Central.
En el virreinato de Perú, el virrey consiguió que no triunfara
alteración alguna, plausiblemente porque estaba en la mente de
todos los que tenían algo que perder en la reciente rebelión de
Túpac Amaru, porque ya era más autónomo desde el siglo
XVII, y porque se encontraba mucho más alejada de la me-
trópoli y de los sucesos en ella desencadenados por los napo-
leónicos.
La resistencia realista de Perú, el último gran foco anti inde-
pendentista de la América continental, no culminó sino tras la
batalla de Ayacucho (1824), en la que con los patriotas pe-
ruanos colaboraron activamente venezolanos y argentinos.
Fueron estas dos regiones citadas en último lugar —la capita-
nía general de Venezuela y el virreinato del Río de la Plata—
los dos principales centros del movimiento secesionista, que
culminaría con la independencia de Perú, a pesar del poderoso
ejército realista de éste y del poco interés por la empresa por
parte de la gran oligarquía criolla del virreinato.
En 1810 la junta de Caracas declaró abolida la esclavitud en
Venezuela y lo mismo hizo el cura Hidalgo en la Nueva Es-
paña. Al año siguiente adoptaba la misma actitud el Congreso
chileno y los diputados representantes de la Nueva España en
las Cortes de Cádiz (si bien la Constitución gaditana de 1812
no se pronunció al respecto).

Esclavos y negreros
- 128 -
Cuando poco después de la proclamación de la independencia
(5 de julio de 1811) se inició en Venezuela la primera guerra
civil, los esclavos jugaron un papel destacado en la misma; por
una parte, el generalísimo Miranda, ante un problema que sería
una constante a lo largo de toda la guerra como fue la escasez
de tropas, decretó como medida desesperada, el 14 de mayo de
1812, la ley marcial, a la vez que ofrecía la libertad a los es-
clavos que alistándose en el ejército patriota sirviesen durante
diez años.
Esta radical medida colaboró a ensanchar el abismo que se
había abierto desde tiempo atrás entre Miranda y los grandes
terratenientes; por otra parte, los negros, esclavos o libres, de
Barlovento, se sublevaron en junio del mismo año al grito de
"¡Viva Fernando VIl!", provocando el natural pánico entre los
propietarios de plantaciones, destruyendo las haciendas y pa-
ralizando las actividades agrícolas. Parece fuera de toda duda
que el temor a los sublevados fue una de las causas de la apa-
rentemente inexplicable capitulación de Miranda pocos días
más tarde.
Para acabar con la Segunda República, creada por Bolívar tras
su victoriosa irrupción desde Nueva Granada y por los patriotas
orientales, el asturiano Boves arrastró a los llaneros, entre los
que figuraban aborígenes mal asimilados, mestizos que allí se
habían refugiado para huir de la persecución de los oligarcas
que pretendían hacerles trabajar en sus haciendas por salarios
de miseria, y negros cimarrones (en Venezuela, a lo largo del
siglo XVIII se cuentan como mínimo dieciocho rebeliones de
esclavos y el número de los fugados de las plantaciones se
estima en unos treinta mil a finales del siglo), enemigos tradi-
cionales de los terratenientes; y, por otra parte, utilizando de
nuevo el recurso que habían intentado los realistas años antes,
promovió sublevaciones de esclavos en los mismos Llanos y en
los valles del Tuy, región cacaotera al sur de Caracas.
Bolívar, al iniciar en 1816 el tercer y definitivo intento de
vencer a los realistas (para lo que contó con la ayuda en armas,
Esclavos y negreros
- 129 -
barcos y voluntarios que le ofreció el presidente de Haití, Pe-
tion, a quien prometió acabar con la esclavitud en Venezuela),
recurrió de nuevo y decididamente a los esclavos para formar
su ejército. El 2 de junio decretó en Carúpano la libertad de
aquellos siervos, así como la de sus familiares, que empuñaran
las armas en las filas patriotas. Un mes más tarde emprendía su
fracasado ataque a la capital desde Ocumare de la Costa, y una
vez más intentaba atraerse a los esclavos a su ejército, pero esta
vez proclamando su libertad total sin condiciones: "Esa por-
ción desgraciada de nuestros hermanos que han gemido bajo
las miserias de la esclavitud, ya es libre. La naturaleza, la jus-
ticia y la política piden la emancipación de los esclavos; de
aquí en adelante sólo habrá en Venezuela una clase de hom-
bres, todos serán ciudadanos."
Las causas de la actitud de Bolívar, al fin y al cabo terrateniente
y propietario de esclavos, fueron expuestas años más tarde, en
1 820, en una carta a su vicepresidente Santander:
"Las razones militares y políticas que he tenido para ordenar la
leva de esclavos son muy obvias. Necesitamos de hombres
robustos y fuertes acostumbrados a la inclemencia y a las fa-
tigas, de hombres que abracen la causa y la carrera con entu-
siasmo, de hombres que vean identificada su causa con la causa
pública, y en quienes el valor de la muerte sea poco menos que
el de su vida. Las razones políticas son aún más poderosas. Se
ha declarado la libertad de los esclavos de derecho y aun de
hecho [...], todo gobierno libre que cometa el absurdo de
mantener la esclavitud es castigado por la rebelión y algunas
veces por el exterminio, como en Haití [...] ¿Qué medio más
adecuado ni más legitime para obtener la libertad que pelear
por ella? ¿Será justo que mueran solamente los hombres libres
para emancipar a los esclavos? ¿No será útil que éstos ad-
quieran sus derechos en el campo de batalla, y que se dismi-
nuya su peligroso número por un medio poderoso y legítimo?"
A pesar del fracaso de Ocumare, el alistamiento de esclavos fue
aparentemente una de las muchas claves del éxito de los pa-
Esclavos y negreros
- 130 -
triotas a partir de 1816. Así, en octubre de 1817, el general
Morillo, el jefe de la expedición española enviada desde la
metrópoli para acabar con los focos rebeldes, en una carta al
presidente de la Real Audiencia proponiéndole crear dos bata-
llones de esclavos para la defensa de Caracas, aducía las ven-
tajas obtenidas por los patriotas; pero el presidente no se mos-
tró partidario de esta medida dado el peligro que podía repre-
sentar, y la necesidad de esta mano de obra en la agricultura
comercializable que proporcionaba los recursos para financiar
la guerra de reconquista.

Simón Bolívar prometió la


libertad a todos los esclavos
que empuñaran las armas en
su lucha por la emancipación
americana

En marzo del año si-


guiente Bolívar, en sen-
das proclamas, hizo
nuevos llamamientos a
los esclavos de los valles
de Aragua, del Tuy y de
la Victoria, territorios todavía en poder de los realistas, pi-
diéndoles que se alistaran en su ejército alzándose contra sus
propietarios.
En un discurso ante el Congreso de Angostura, en febrero de
1819, Bolívar insistía nuevamente, y en términos parecidos, en
que la manumisión no se llevaba a cabo exclusivamente para
obtener tropas:
"La atroz e impía esclavitud cubría con su negro manto la tierra
de Venezuela, y nuestro cielo se hallaba recargado de tem-
pestuosas nubes que amenazaban un diluvio de fuego [...]. La
esclavitud rompió sus grillos, y Venezuela se ha visto rodeada
de nuevos hijos [...] que han convertido los instrumentos de su

Esclavos y negreros
- 131 -
cautiverio en armas de libertad [...]. Encareceros la justicia, la
necesidad y la beneficencia de esta medida, es suficiente
cuando vosotros sabéis la historia de los Hélotas, de Espartaco
y de Haití."
A partir de esta fecha, las esperanzadoras victorias de los pa-
triotas no sólo en Venezuela, sino también en la Nueva Gra-
nada, la incorporación a su ejército de voluntarios europeos y
de los llaneros de Páez (los mismos que habían acabado con la
Segunda República) y la en apariencia inminente recuperación
de los valles centrales, centro neurálgico de la agricultura de
plantación, dieron lugar a que el Congreso de Angostura, do-
minado por los grandes propietarios, en el que Bolívar había
declinado los poderes legislativos, iniciara un notable viraje en
relación con la manumisión de las esclavitudes. Un decreto de
enero de 1820 aplazaba por un año cualquier decisión al res-
pecto, señalando, sin embargo, que podrían obtener la libertad
no los esclavos que se alistaran voluntariamente, sino sola-
mente aquellos llamados a las armas. El Congreso señalaba que
en bien de la patria y de los propios esclavos era "necesario
proporcionarles la subsistencia con la libertad, abriendo un
vasto campo a su industria y actividad, para precaver los delitos
y la corrupción, que siguen en todas partes a la miseria y a la
ociosidad".
A mediados del año siguiente se reunió en Cúcuta el Congreso
Constituyente de la nueva República de Colombia (ideada y
creada por Bolívar y que agrupaba Venezuela, Nueva Granada
y la Presidencia de Quito), y el 19 de julio se decretó sobre la
supresión de la esclavitud; pero, mientras tanto, el panorama
político y militar ya había evolucionado suficientemente como
para que se produjera un cambio total en relación con las pro-
clamas de Bolívar de 1816. Se prohibía la introducción de
nuevos esclavos, se constituía un fondo para la manumisión de
los ya residentes en la República, fondo que debía nutrirse con
un porcentaje sobre las herencias, y sólo se declaraban libres
los hijos de esclava que nacieran a partir de este momento, pero

Esclavos y negreros
- 132 -
con la salvedad, como señalaba el artículo segundo, de que "los
dueños de esclavas tendrán la obligación precisa de educar,
vestir y alimentar a los hijos de éstas [...]; pero ellos, en re-
compensa, deberán indemnizar a los amos de sus madres los
gastos impendidos en su crianza con sus obras y servicios que
les prestarán hasta la edad de dieciocho años cumplidos".
Se había producido un decisivo enfrentamiento entre los má-
ximos dirigentes de la República, aunque movidos no sólo por
altruismo, y los grandes propietarios, que dominaban en el
Congreso; por otra parte, la prohibición de introducir nuevos
esclavos fue burlada repetidamente y el Gobierno tuvo que
considerar, desde febrero de 1825, piratas a los buques dedi-
cados a la trata y condenar, hasta con la pena de muerte, a los
infractores.
Tampoco tuvieron éxito las medidas decretadas para la ma-
numisión de los esclavos nacidos antes de 1821 y por tanto no
comprendidos en la ley de "libertad de partos"; en mayo de
1829, Revenga, enviado especial de Bolívar, le informaba,
desde Caracas, de que la Dirección de Manumisión ni tan si-
quiera había conseguido realizar un censo completo de los
esclavos existentes y de los nacidos libres desde 1821, de que
desde el establecimiento de la Dirección (poco después de
1821) únicamente se había dado libertad a sesenta y nueve
esclavos, y de que era mayor el número de los manumitidos
voluntariamente por sus patronos, posiblemente los ya inútiles
en las plantaciones y que sólo representaban una carga para sus
dueños, para ahorrarse el pago del porcentaje sobre las heren-
cias.
Poco antes de 1810, en lo que más tarde sería Argentina, los
negros representaban casi un cuarto de la población, y en 1843
ya ni siquiera una catorceava parte; también aquí sobre ellos
recayó el mayor peso de la guerra. La Asamblea General de
Buenos Aires acordó en 1812 suprimir la trata, y al año si-
guiente la compraventa de esclavos, a la vez que proclamaba la
"libertad de partos o de vientres". Pero en octubre y noviembre
Esclavos y negreros
- 133 -
del mismo 1813 el ejército argentino sufrió graves derrotas
frente a los realistas peruanos que atacaban desde el Alto Perú
y se decretó el alistamiento y manumisión de un treinta por
ciento de todos los esclavos.
En Chile, donde los esclavos no representaban ni el uno por
ciento de la población total, la junta había decretado entre 1811
y 1813 la abolición de la trata, la "libertad de vientres" y la
libertad para los esclavos de otras regiones que pisaran tierra
chilena, aunque posteriormente se revocaron estos acuerdos.
Sin embargo en 1814, cuando se temía un ataque realista desde
Perú, se alistó y manumitió a los esclavos de más de trece años,
indemnizándose a sus propietarios, a plazos, con la mitad de la
paga de los enrolados. Pero con la victoria de los realistas
peruanos, estos esclavos fueron devueltos a sus propietarios.
En 1816 el ejército argentino, comandado por San Martín, se
decidió a atacar a Perú desde Chile. Más de la mitad del ejército
que atravesaría los Andes estaba formado por esclavos, re-
quisados a sus propietarios y sin la promesa de manumisión,
gracia que se ofrecería más tarde a los que se hicieran mere-
cedores de la misma por su comportamiento excepcional. San
Martín, una vez liberado Chile, alistó una vez más a los es-
clavos de aquella región, prometiéndoles la manumisión si
servían seis años en el ejército, y arengó a sus tropas, en que los
esclavos ya eran mayoría, asegurándoles que si caían prisio-
neros de los realistas peruanos éstos los venderían en las
plantaciones costeras del virreinato.
Tan pronto como San Martín ocupó Lima, en julio de 1821,
decretó conjuntamente la independencia del virreinato, la li-
bertad de vientres, la gradual emancipación de los esclavos y la
prohibición de la trata con pena de muerte para los infractores,
así como la libertad de los esclavos pertenecientes a españoles,
que inmediatamente fueron alistados. En Perú, donde esen-
cialmente se explotaba la mano de obra indígena, los esclavos
no representaban más allá de la treintaicincoava parte de la
población, pero estaban casi todos concentrados en grandes
Esclavos y negreros
- 134 -
plantaciones costeras, propiedad de la gran oligarquía criolla o
española donde representaban más del cincuenta por ciento de
la población.
Cada vez que las tropas patriotas sufrían reveses militares (lea,
1822; Sorata y Moquegua, 1823) se decretaban reclutas y
manumisiones de esclavos, medidas que eran revocadas tan
pronto como se producía un contraataque patriota o llegaban
tropas de refuerzo. Sin embargo, la derrota definitiva de los
realistas se debería al refuerzo proporcionado por las tropas
bolivarianas tras las batallas de Junín y Ayacucho (1824),
tropas en las que, una vez más, los esclavos representaban
porcentajes considerables. Bolívar declaró libres y alistó en su
ejército a todos los esclavos importados ilícitamente en Co-
lombia desde 1821; en 1822 decretó una recluta en la que más
de la mitad de los alistados eran manumitidos y de las tropas
que se le incorporaron al pasar por el futuro Ecuador, un treinta
por ciento eran de la misma procedencia.
Esta masiva intervención de los esclavos en las guerras lla-
madas de la Independencia produjo considerables repercusio-
nes en esas zonas donde aquella mano de obra se utilizaba
esencialmente en cultivos de plantación.
Por una parte decreció, obviamente, su número de forma
alarmante (en Venezuela, por ejemplo, desapareció durante la
guerra casi una tercera parte de la población, de la que, por lo
que venimos señalando, un elevado porcentaje fueron plausi-
blemente negros), y se hacía difícil reponerlos por la decidida
actitud británica, que exigía la repulsa de la trata para recono-
cer diplomáticamente a las nuevas repúblicas.
Por otra, en aquellos estados en los que, a pesar de lo dicho,
todavía representaban un elevado porcentaje de la población,
se hacía difícil devolver a su situación anterior a unos hombres
que habían aprendido el uso de las armas y la estrategia gue-
rrillera y a los que se habían hecho innumerables promesas de
libertad.

Esclavos y negreros
- 135 -
Sin embargo, esta forma de explotación no desapareció to-
talmente. Venezuela, una vez secesionada de la República de
Colombia en 1830, modificó la ley de libertad de vientres,
obligando a trabajar a los hijos de las esclavas en las haciendas
de sus propietarios hasta los veintiún años.
En Argentina se volvieron a alistar esclavos en las guerras
civiles de la primera mitad del siglo XIX, como hizo por
ejemplo el dictador Rosas; y en Perú, la oligarquía criolla que
gobernó a partir de 1824 se apresuró a revocar casi todas las
leyes que se habían decretado en los momentos difíciles a favor
de los esclavos; se autorizó de nuevo la compraventa, se
prohibieron las manifestaciones abolicionistas, se anuló la
libertad concedida a los esclavos movilizados desde finales de
1824 y se creó la Milicia Cívica, una de cuyas misiones era la
de lograr la reincorporación a sus propietarios de los esclavos
licenciados que no habían regresado a sus plantaciones, aunque
en 1825 se decretó un reglamento interior para el trabajo en las
plantaciones, en el que oficialmente se exigía mejor trato para
los negros. Y a partir de 1849, ante la actitud inglesa que hacía
difícil adquirir nuevos siervos africanos, se importaron coolies
chinos, más de noventa mil hasta 1874, que trabajaban en
condiciones semiserviles.
Pero a mediados de siglo la esclavitud fue abolida, indemni-
zándose a los propietarios, en casi todas las repúblicas lati-
noamericanas, porque era casi imposible reponerla, y porque
un incremento de la oferta de productos tropicales por parte de
estos países no se vio acompañado de un crecimiento de la
demanda en Europa; no es que hubiera dejado de ser rentable la
explotación de la mano de obra esclava; lo que había dejado de
serlo por diversas causas, además de la señalada, era la agri-
cultura de plantación, en la mayoría de estos países.
Los negros manumitidos durante la guerra, después de la
misma o a mediados de siglo, los mestizos y los indígenas
fueron incorporados como fuerza de trabajo a las actividades
productivas de una manera más o menos compulsiva, a través
Esclavos y negreros
- 136 -
de las relaciones de producción que se habían ido forjando
desde el siglo XVII —endeudamiento, "inquilinato", leyes de
represión del vagabundaje— , y que en la mayoría de los casos
fueron aplicadas más brutalmente que en tiempos anteriores
por los nuevos Gobiernos ahora totalmente controlados por las
oligarquías criollas.

Desde principios del siglo XIX, los estados sudistas de Norteamérica se


convirtieron en el primer proveedor mundial de algodón en rama.

Esclavos y negreros
- 137 -
8.

LOS SUEÑOS DE UN IMPERIO ESCLAVISTA


Y EL IMPERIO DEL CAFÉ

HEMOS visto que a principios del siglo XIX había triunfado la


rebelión de negros y mulatos en Haití, desaparecido la escla-
vitud en las Antillas francesa e inglesa, y la secesión de España
había significado su gradual extinción en todas las repúblicas
que surgieron de lo que habían sido las Indias de Castilla. A lo
largo del mismo siglo la verdadera esclavitud sólo perduró en
los estados sudistas de Norteamérica, en Brasil y en los restos
del imperio colonial español, Cuba y Puerto Rico, especial-
mente en la primera de estas dos islas. Dada la repercusión que
el enfrentamiento por la permanencia o no de la esclavitud en
Cuba tuvo sobre la historia de la España contemporánea, de-
dicaremos a este último reducto el capítulo próximo.
Como ya hemos dicho, en las Trece Colonias, tras separarse de
Inglaterra, hubo una considerable corriente antiesclavista que,
sin embargo, por la oposición de Georgia y Carolina del Sur, no
consiguió hacer aprobar una medida constitucional que habría
eliminado radicalmente la esclavitud en toda la nueva Repú-
blica.
Así, a principios del siglo XIX, continuaba el régimen escla-
vista en varios de los estados sudistas y sus propietarios se
debatían en un exasperante dilema: el miedo a las rebeliones
—los sucesos de Haití habían causado un hondo impacto en
toda América— y la esperanza de buenos beneficios de los
cultivos tropicales con mano de obra esclava.
La disyuntiva fue resuelta con el descubrimiento de la des-
motadora del Whitney, que dio lugar a un incremento extraor-

Esclavos y negreros
- 138 -
dinario del cultivo de algodón en esta zona. Sin ella, un esclavo
despepitaba por término medio, una libra de algodón al día; con
la máquina de Whitney podía despepitar cincuenta libras en el
mismo lapso de tiempo, y con las primeras desmotadoras mo-
vidas a vapor, mil libras.

El algodón en los estados sureños

Mientras tanto, no cesaba de aumentar la demanda británica de


algodón, pues de cincuenta y dos millones de libras en 1800
pasó a mil ochenta y cuatro millones de libras en 1860, multi-
plicándose por más de veinte la cifra inicial. La revolución
industrial iniciada con las transformaciones que sufrió la ela-
boración de algodón al pasar de manufactura a industria, gra-
cias a la utilización de máquinas —de la rueca a la mulé jenny
y del telar manual al mecánico— , al abaratar constantemente
el producto final (con menos mano de obra se obtenía una
mayor productividad), ampliaba extraordinariamente el mer-
cado potencial para los nuevos tejidos.
Y a principios del siglo XIX la única región capacitada para
abastecer la creciente demanda de esta materia prima tropical
eran los estados sudistas, por su extensión territorial poten-
cialmente ampliable, por su posibilidad de seguir utilizando
mano de obra esclava a pesar de la oposición británica y por el
respaldo político que los plantadores podían encontrar, si no en
el Gobierno federal, sí en los Gobiernos estatales. Por tanto,
Estados Unidos se convirtió, en la primera mitad del siglo, no
sólo en un gran productor de algodón, sino también en casi el
único, detentando prácticamente el monopolio de su produc-
ción; la industria algodonera inglesa obtuvo, en 1860, casi el
noventa y ocho por ciento de su materia prima en Norteamé-
rica, y la industria algodonera catalana, en la misma fecha, se
abastecía en un porcentaje ligeramente superior con fibra de la
misma procedencia.

Esclavos y negreros
- 139 -
Además del algodón, también eran relevantes el cultivo del
arroz en Carolina del Sur (buena parte de la producción se
destinaba a alimentar a los mismos esclavos del Sur y a los
cubanos), el del azúcar en Luisiana y el del tabaco en las zonas
más septentrionales.
Todo ello tuvo considerables repercusiones en el mismo Es-
tados Unidos. Los plantadores necesitaron cada vez más es-
clavos, los negreros norteamericanos se dedicaron a la trata en
gran escala, y Charleston, en Carolina del Sur, se convirtió en
el principal puerto esclavista del mundo. El cultivo, organizado
de forma extensiva, agotaba rápidamente el suelo, y debían
buscarse nuevos terrenos hacia el oeste, en las tierras de los
aborígenes, constantemente marginados, o en otros países, por
lo que este cultivo colaboró en el expansionismo territorial
norteamericano. El incremento de la demanda de algodón y el
alza del precio de los esclavos los convirtió en un capital cada
vez más considerable que los plantadores del sur no estaban
dispuestos a dejarse arrebatar. Y lógicamente también aumentó
el porcentaje del valor del algodón dentro de la suma total de
las exportaciones estadounidenses: de un veintidós por ciento
en 1810 pasó a un cincuenta y siete por ciento en 1860.
Lentamente se iba dibujando una abierta oposición entre los
estados del Norte, donde predominaba una burguesía comercial
e industrial, interesada en una política aduanera proteccionista
que le permitiera colocar sus productos en su propio mercado
nacional y en consumir los bienes agropecuarios cuya pro-
ducción también iba expansionándose hacia el oeste, y los
estados del Sur, donde predominaban los plantadores vincu-
lados a una política librecambista y a una economía de creci-
miento hacia fuera, ya que colocaban casi toda su producción
en el extranjero, principalmente en Gran Bretaña, y a cambio
debían abastecerse de productos ingleses.
En el Sur, además de plantadores y esclavos, vivían granjeros
blancos pobres, inmersos en una agricultura de subsistencia,
pero la estructura social era culpable de que prácticamente los
Esclavos y negreros
- 140 -
únicos consumidores fueran los plantadores (de objetos sun-
tuarios para uso personal o de aperos para el cultivo), que ob-
tenían lo que necesitaban importándolo del exterior, lo que no
era precisamente un aliciente para una diversificación econó-
mica.

Motivado por una demanda considerable, el


precio de los esclavos creció enormemente.

Los sudistas opinaban que sus intereses económicos eran


preponderantes dentro de la República —ya hemos visto que el
algodón superó la mitad de las exportaciones— , y exigían una
representación proporcional en el Gobierno federal; los nor-

Esclavos y negreros
- 141 -
distas, por el contrario, estaban interesados en una política
económica opuesta y pensaban que si los esclavos se conver-
tían en trabajadores asalariados se ampliaría notablemente la
capacidad adquisitiva del mercado interior.
También la expansión hacia el oeste enfrentaba a los partida-
rios de una colonización de hombres libres, con los de una
extensión de las plantaciones con mano de obra esclava. El
problema se agravó con la incorporación de los territorios
arrebatados al vecino del sur.
Ya en 1803 Estados Unidos había comprado la Luisiana a
Napoleón, en 1819 la Florida, tras ocuparla, a los españoles, y
en 1848 se apoderaron de Nuevo México, Arizona y California,
tras una guerra con México en la que éste perdió casi la mitad
de su territorio. Unos nuevos estados sureños, como California,
no querían admitir la esclavitud; otros más al norte, como
Kansas, controlados por los plantadores, querían autorizarla.
La cuestión llegó a ser tan candente que en 1854 apareció un
nuevo partido, el republicano, en un principio esencialmente
antiesclavista.
En la década de los cincuenta los sudistas ya no sólo pensaban
en los esclavos como mano de obra agrícola, sino incluso en la
posibilidad de utilizarlos en fábricas de tejidos (ya que sería,
decían, una mano de obra más dócil y trabajadora que la
blanca), y en extenderse, valiéndose de las armas y la diplo-
macia, por todos los países del Caribe para levantar un pode-
roso imperio que controlaría la producción de azúcar y algo-
dón. En 1849 y 1851 enviaron expediciones filibusteras, de
tanteo, sobre Cuba; en 1854 intentaron que España les vendiera
la isla, amenazando con ocuparla por la fuerza si se negaba; su
interés por Cuba se debía, en parte, al gran número de esclavos
que albergaba la perla de las Antillas; en 1855 financiaron la
expedición del aventurero William Walker que se apoderó,
durante tres años, de Nicaragua. Al final de la década de los
cincuenta apareció en el Sur una misteriosa asociación de los
Caballeros del Círculo de oro y, naturalmente, el Círculo de
Esclavos y negreros
- 142 -
Oro eran las regiones potencialmente esclavistas por las que
pensaban expansionarse.
Toda esta política iba acompañada de campañas por el retorno
legal de la esclavitud, en la que se argüía que esclavizando a los
africanos se les hacía un bien, pues se les arrancaba a la bar-
barie para introducirlos en la civilización, a la vez que se be-
neficiaba a Europa y a América.
La propaganda de los sudistas exaltados no tuvo reflejo alguno
en la legislación federal, pero permitió que la Armada y las
autoridades del Gobierno central mitigaran todavía más su ya
débil acción frente a los negreros norteamericanos, que pu-
dieron actuar cada vez más abiertamente. El número de es-
clavos recién llegados aumentó notoriamente en el sur en esta
década de los cincuenta.
El definitivo enfrentamiento entre el Norte y el Sur, entre
abolicionistas y esclavistas, entre proteccionistas y librecam-
bistas, se inició en abril de 1861, cuando Carolina del Sur y
otros estados vecinos, tras la elección del republicano Lincoln
como presidente, decidieron separarse de la Unión y bombar-
dearon la fortaleza federal que defendía el puerto de Charles-
ton.
Tradicionalmente se ha venido diciendo que la esclavitud
norteamericana, hacia mediados del siglo XIX, había dejado de
ser económicamente rentable, y que, por tanto, la Guerra de
Secesión, en la que se luchó por abolir la esclavitud, fue una
guerra innecesaria, dado que el sistema esclavista estaba ya a
punto de derrumbarse. Se basaba esta hipótesis en las lamen-
taciones de algunos propietarios, y en el elevado precio de los
esclavos en el mercado, que aparentemente tenía que hacer la
esclavitud poco rentable. Pero a los investigadores de la joven
escuela norteamericana New Economic History les bastó el
sentido común para echar por tierra esta hipótesis: ellos caye-
ron en la cuenta de que unos precios altos indicaban una de-
manda considerable, lo que posiblemente se debía a que la

Esclavos y negreros
- 143 -
mano de obra esclava daba todavía buenas utilidades.
En relación con el caso cubano, el profesor Maluquer se pre-
gunta si no hubiera sido todavía más rentable y viable la utili-
zación de una mano de obra asalariada, que por una parte ha-
bría permitido un mayor grado de mecanización, lo que plau-
siblemente habría repercutido en más altos beneficios, y que
por otra habría ampliado el mercado interno para los productos
nacionales; considera también que el sistema esclavista de
plantación no puede calificarse de capitalista dado que, si bien
producía para un mercado, utilizaba extensivamente la tierra
sin recurrir al abono para asegurar rendimientos fijos y que,
teniendo en cuenta que las esclavitudes no estaban interesadas
en la producción y procuraban sabotearla, no se les podían
confiar herramientas perfeccionadas, lo que colaboraba a una
productividad muy mediocre.
Genovese, por su parte, ha afirmado que el encarecimiento de
los esclavos y la dificultad para obtenerlos dieron lugar en el
Viejo Sur a un sistema más paternalista, ya que al propietario le
interesaba tratar mejor a sus siervos para que vivieran más,
como mínimo durante los años en que podían trabajar, y para
que, dentro de lo posible, procrearan nuevos esclavos.

Desde principios del siglo XIX, no


cesó de crecer la demanda de
esclavos en los estados sudistas

Ya hemos hablado de la polí-


tica poco definida del Go-
bierno federal. Jefferson, de-
cidido antiesclavista, puso en
ejecución, tal como se había
acordado al finalizar la Guerra
de la Independencia, la ley que
prohibía, desde el primero de
Esclavos y negreros
- 144 -
enero de 1808, la trata en Estados Unidos. Pero para evitar un
enfrentamiento con los estados sudistas, no se hizo gran cosa
más que decretar la ley, y aunque estaba prohibido que los
barcos norteamericanos se dedicaran a este comercio, no se
tomó apenas medida alguna para evitar que entraran esclavos
de contrabando en sus costas.
Posteriormente, Estados Unidos, por presión británica, se de-
cidió a enviar algunos buques de su Armada a las costas afri-
canas para acabar con la trata en barcos de su bandera, por lo
que éstos se acogieron al pabellón español o francés, y ante su
inoperancia, la pequeña escuadra norteamericana fue retirada
En 1831 el Gobierno federal, dando un paso atrás en su política
seudo-abolicionista, decidió no intervenir en convención al-
guna que estuviera relacionada con la trata, por lo que los ne-
greros norteamericanos volvieron a navegar enarbolando su
bandera.
En 1842 se produjo un nuevo cambio de actitud, dentro de esta
trayectoria tan dubitativa, al firmar los Gobiernos norteame-
ricano y británico el Tratado de Webster-Ashburton, por el que
ambos se comprometían a luchar contra la trata patrullando la
costa africana, donde los barcos del primero podrían perseguir
y capturar a los que enarbolaran el pabellón de su país y los del
segundo a todos los demás. Pero el Gobierno de Washington,
una vez más, se limitó a firmar el tratado sin apenas enviar
navíos al África, donde tampoco abordaron barco alguno.

La Guerra de Secesión

Ya iniciada la Guerra de Secesión, el Gobierno del Norte de-


cidió intervenir, esta vez activamente, con su escuadra para
perseguir a los buques negreros en las costas africanas y en las
del Caribe, a la vez que bloqueaba los puertos sudistas para
impedir la exportación de algodón en rama, y así sitiar eco-
nómicamente a sus enemigos, lo que provocó en Europa una
Esclavos y negreros
- 145 -
crisis en la industria textil conocida como "hambre de algo-
dón". En junio de 1862, Estados Unidos y Gran Bretaña fir-
maron un nuevo tratado por el que se autorizaba a los buques
de las dos Armadas a inspeccionar cualquier barco de ambas
banderas sospechoso de dedicarse a la trata, y se organizaron
tribunales mixtos para juzgar a los presuntos culpables.
Terminada la Guerra de Secesión, la trata desapareció prácti-
camente, aunque todavía llegaron algunos cargamentos a Cuba
o a Brasil, y los británicos dejaron, desde 1867, de patrullar las
costas de ambos continentes.
También fue considerable, desde principios de siglo, la pro-
paganda abolicionista en los estados del Norte, movida por
individuos de sentimientos humanitarios y por los miembros de
determinadas sectas religiosas, lo que provocó cierta alarma en
el Sur, donde algunos dirigentes políticos llegaron a solicitar en
el Congreso que se prohibiera tal propaganda.
Un grupo de filántropos norteamericanos fundó, en 1821, el
Estado de Liberia en las costas africanas del golfo de Guinea,
para establecer allí a los esclavos manumisos. Liberia se pro-
clamó independiente en 1847, fue reconocida de inmediato por
Gran Bretaña y Francia, aunque Estados Unidos no lo hizo
hasta 1862, y desde el primer momento los negros retornados
de América fueron mal recibidos por los aborígenes, contra los
que organizaron diversas revueltas.
Por otra parte, la publicación en 1852 de La cabaña deI tío Tom
de H. Beecher Stowe, novela de la que se vendieron inmedia-
tamente varias ediciones, dio una audiencia popular a las
campañas en favor de los esclavos.
A pesar de la prohibición de 1808, y hasta 1860 aproximada-
mente, los negreros norteamericanos controlaron el tráfico
ilícito de esclavos, abasteciendo no sólo a los Estados sudistas,
sino también a Cuba y a Brasil, en barcos fletados en Char-
leston, Nueva York, Baltimore, Nueva Orleáns, Boston y
Portland, con tripulaciones formadas por expertos marinos

Esclavos y negreros
- 146 -
norteamericanos, pero también franceses, españoles o portu-
gueses. La trata descendió en la segunda década del siglo, entre
1812 y 1814 por la guerra con Gran Bretaña, llamada Segunda
Guerra de la Independencia; en 1819, por una crisis económica
general, en parte motivada por las grandes esperanzas puestas
en las posibilidades económicas de las nuevas repúblicas lati-
noamericanas, sobre las que la banca inglesa volcó considera-
bles créditos pensando que aumentarían extraordinariamente
los intercambios, y en 1820 por el temor, que después se de-
mostró infundado, ante un proyecto de ley del Gobierno fede-
ral, el Compromiso del Missouri, que fijaba el límite entre los
Estados esclavistas y no esclavistas y que condenaba la trata
como un acto de piratería sancionado con la pena de muerte.
Pero después de 1820 se reanudó la trata en grandes propor-
ciones. En las costas africanas los ingleses redoblaron sus
esfuerzos para acabar con ella, pero no cesaba de aumentar la
demanda norteamericana y, mientras hubiese negreros dis-
puestos a comprar, los soberanos de la costa africana necesi-
taban obtener armas para defenderse de aquellos otros prínci-
pes que podían convertir a sus pueblos en esclavos.
La misma prohibición británica y la oficial del Gobierno nor-
teamericano dio lugar a que ahora la trata se convirtiera en un
negocio que producía beneficios cada vez más considerables.
Mientras que el precio de los esclavos en el Continente Negro
se mantuvo estable —no se pagaban más de cincuenta dólares
en oro o mercancías por pieza —, no cesó de aumentar su valor
en los Estados sudistas, donde se pasó a pagar por un africano
joven de quinientos dólares en 1 805 a dos mil quinientos en
1860.

Una de las causas de la guerra de Secesión fue la toma de


conciencia frente a la esclavitud. El presidente Lincoln
entrando en Richmond.

Esclavos y negreros
- 147 -
Para este tráfico los negreros utilizaban clippers, barcos cons-
truidos en Estados Unidos, estrechos y veloces, capaces de
eludir la persecución de los navíos de la escuadra británica, y
que sólo podían ser capturados si eran sorprendidos cuando
estaban anclados en la costa africana cargando su mercancía
humana. Pero estos clippers más rápidos tenían una reducida
cubierta y los negros debían permanecer en la bodega durante
toda la travesía; si ésta se prolongaba por las calmas chichas, o
debían cerrarse las escotillas debido a las tormentas, las en-
fermedades proliferaban y el número de esclavos fallecidos
podía llegar a ser muy grande; por añadidura, los buques es-
clavistas sólo podían ser condenados, hasta 1839, si eran sor-
prendidos con esclavos a bordo, y en varias ocasiones, los
barcos negreros, ante el temor de ser apresados botaban toda su
carga por la borda. Una ley de 1839 acabó con esta crueldad,
declarando negreros incluso aquellos barcos que, sin llevar
esclavos a bordo, presentaban pruebas suficientes de que se
dedicaban a este comercio.
Por otra parte, los que eran apresados por la Armada británica
eran conducidos de nuevo al África para desembarcar a los
negros en Sierra Leona y algunas veces la travesía se alargaba y
de nuevo un elevado porcentaje moría durante la misma.
Una vez llegados a América, para no comprometer a su propio
Gobierno, los negreros desembarcaban la carga en Florida
(comprada en 1819, pero no ocupada hasta 1821) o en las
costas de la república de Texas (secesionada de México en
1835, pero no incorporada a Estados Unidos hasta 1845).
En la década de los cincuenta, creció todavía más la trata en
barcos norteamericanos, que utilizaron toda suerte de argucias
para burlar la vigilancia británica y la estadounidense, llegando
a utilizar grandes y veloces yates de recreo para la trata, como
el Wanderer, del Yacht Club de Nueva York.
Quizá el último de los barcos negreros fue el Erie, capitaneado
por Nathaniel Gordon, que en 1860 fue capturado por una

Esclavos y negreros
- 148 -
corbeta a vapor norteamericana; el capitán fue conducido a
Nueva York para ser juzgado, y a pesar de que la trata se con-
sideraba en Estados Unidos un acto de piratería desde 1820,
pareció que Gordon acabaría, como otros capitanes negreros
juzgados por lo mismo, obteniendo la libertad bajo fianza. Pero
mientras tanto había empezado la Guerra de Secesión, y las
autoridades creyeron que Gordon debía morir ahorcado como
mandaban las leyes. Y así ocurrió: a pesar de las innumerables
gestiones que para evitarlo realizaron altas personalidades
entre las que plausiblemente se encontraban sus armadores,
Gordon fue ejecutado el 21 de febrero de 1862 sin haber de-
nunciado a los comerciantes que habían financiado su expedi-
ción, susceptibles de ser también condenados a la misma pena.

La abolición en Brasil

En Brasil —el infante don Pedro, hijo del rey de Portugal,


había proclamado pacíficamente la independencia y creado un
imperio en setiembre de 1 822 — , se siguió utilizando mano de
obra esclava en las plantaciones de azúcar, tabaco y algodón y
en las minas de cobre. El nuevo Estado, que presionado por
Gran Bretaña firmó un tratado en 1829 por el que se prohibía la
introducción de más africanos, nada hizo para que éste se
cumpliera en la práctica.

En 1850 una nueva ley, la Eusebio de Quiroz, suprimía de


nuevo el tráfico de esclavos, lo que demuestra claramente que
la anterior no se cumplía; según un estudioso brasileño, buena
parte de los esclavistas brasileños no se opusieron a ella ya que
significaba el cancelamiento de las deudas que habían con-
traído con quienes les abastecían de esta mano de obra; y en
1871 la Ley Río Branco decretaba la libertad de partos.
Desde principios de siglo el centro esclavista se había trasla-
dado del noreste al sudeste y ya no para producir azúcar (el
brasileño no podía competir con el cubano de caña y el europeo
Esclavos y negreros
- 149 -
de remolacha), sino café, del que el Brasil se convirtió en el
primer productor mundial para abastecer primordialmente al
mercado norteamericano.

De 1811 a 1870, tres grandes mercados de mano de obra esclava:


Brasil, Cuba y Estados Unidos

El cafeto se extendió por el valle de Paraíba, que tras una ex-


celente producción en la década de los cincuenta entró en plena
decadencia por agotamiento de las tierras; sin embargo, dado
que se mantenía el precio del producto en el mercado mundial,
los plantadores reaccionaron explotando al máximo a sus es-
clavos.
En la década de los ochenta, los rendimientos ya fueron tan
reducidos que la producción de esta planta debió trasladarse a
los valles de Sao Paulo; pero para entonces ya el tráfico de
esclavos estaba legalmente cerrado, los sudistas habían perdido
la Guerra de Secesión, la presión económica, política e ideo-
lógica de los ingleses en Brasil iba en ascenso, y para colmo se
había producido el boom minero en Brasil central, lo que sig-

Esclavos y negreros
- 150 -
nificó una considerable atracción de mano de obra libre y un
importante incremento de la demanda de alimentos y manu-
facturados que estimuló el comercio, la industria y la aparición
de una agricultura de mercado. Las plantaciones de café pau-
listas, cuyos propietarios, por añadidura, tenían también in-
tereses en las actividades que surgieron a remolque de la mi-
nería, aparecieron cuando los siervos africanos ya escaseaban
en Brasil y apenas llegaban nuevos cargamentos; cuando para
incrementar los rendimientos debía recurrirse a la mecaniza-
ción, especialmente del beneficio del café, para lo que la mano
de obra esclava no era la más indicada; por todo ello debieron
empezar a pensar en prescindir de la misma y recurrir a traba-
jadores asalariados, lo que venía facilitado por la rápida ex-
pansión demográfica endógena y por el inicio de una galopante
inmigración europea.
Los plantadores paulistas, que no eran abolicionistas, acepta-
ron la ley del Treze de Maio de 1888, que abolía totalmente la
esclavitud sin indemnización, por temor a que los antiescla-
vistas provocaran un baño de sangre y dislocaran al país eco-
nómica y socialmente.
Antes de que se proclamara la ley de 1888 se produjeron un
sinfín de revueltas locales, de abandonos y destrucciones de
haciendas, de asesinatos de capataces. Los esclavos recibían,
en esta actitud, el apoyo declarado de los negros libres, de los
mulatos, pero esencialmente de los abolicionistas urbanos, que
repetidamente se anunciaron dispuestos a llegar a la guerra
civil.
En esta batalla económico-ideológica colaboraron también
decididamente los obreros; por ejemplo, en 1884 una huelga
paralizó los muelles del puerto de Fortaleza, porque los des-
cargadores no querían participar en el desembarco de esclavos.
Por su parte, los obreros ferroviarios en connivencia con los
directores de sus compañías, también colaboraban facilitando
el traslado de los africanos fugitivos hasta las ciudades donde
podían pasar más inadvertidos.
Esclavos y negreros
- 151 -
En cuanto al ejército, que se mantenía neutral, era declarada-
mente abolicionista, ya que en la guerra con Paraguay
(1864-1870) unos seis mil esclavos habían peleado brava-
mente, ganándose la libertad y la admiración de los jóvenes
oficiales, bajo la bandera brasileña.
Un año después de la abolición de la esclavitud, el imperio era
sustituido por una república. La emancipación de los negros sin
indemnización privó a la Corona de sus últimos aliados, los
propietarios de esclavos, que se consideraron traicionados por
ella, y triunfaron abiertamente el ejército y los nuevos sectores
económicos más liberales.

Esclavos y negreros
- 152 -
9.
AZUCAR Y ABOLICION

EN 1824, el inmenso imperio colonial español había quedado


reducido al archipiélago de las Filipinas y a dos de las grandes
Antillas, Puerto Rico y Cuba. Desde su descubrimiento hasta
1785 el primero fue prácticamente una subcolonia de la Nueva
España. A partir de entonces y hasta 1834, la metrópoli intentó
controlarlo económicamente, sin conseguirlo, a través de una
compañía privilegiada, la Real Compañía de Filipinas; poste-
riormente el archipiélago quedó prácticamente en manos de
algunas órdenes religiosas y comercialmente vinculado a otras
potencias europeas y a la China.
En Puerto Rico los cultivos tropicales comercializables tuvie-
ron escasa importancia, el número de esclavos era reducido y la
abolición, decretada en 1872, fue aceptada sin mayores pro-
blemas. Por el contrario, en Cuba se extendió extraordinaria-
mente el cultivo de la caña. El archipiélago y las dos Antillas
pasarían a depender de Estados Unidos, en plena fase de ex-
pansión imperialista, en 1 898.

La rebelión de los esclavos de Saint-Domingue y la desapari-


ción de Louverture que había organizado un eficaz sistema de
producción, la abolición de la esclavitud en las Antillas ingle-
sas y francesas, la dedicación intensiva de los estados sudistas
al algodón, el agotamiento de las tierras del noreste brasileño y
la difícil problemática en las nuevas repúblicas latinoameri-
canas de la región del Caribe, convirtieron a Cuba en el primer
productor mundial de azúcar de caña. La producción no cesó de
aumentar desde finales del siglo XVIII (de unas once mil to-
neladas en 1786 a algo más de un millón en 1894) y los bene-
ficios de los plantadores fueron extraordinarios mientras los
Esclavos y negreros
- 153 -
precios también subían en flecha hasta 1857. Pero a partir de
este año los precios se estabilizaron e incluso bajaron, debido
en parte a la considerable competencia del azúcar de remolacha
producido en Europa.
Esta nueva situación provocó hondas transformaciones en la
isla. Para mantener los ingresos como mínimo constantes, los
hacendados se vieron abocados a incrementar la producción y,
dentro de lo posible, la productividad. Era imprescindible
extender la zona dedicada a la caña, comprar más esclavos en
el preciso momento en que su precio subía vertiginosamente y
obtener de ellos el máximo rendimiento posible (durante la
zafra trabajaban hasta veinte horas diarias los siete días de la
semana, por lo que no debe extrañarnos que un esclavo adulto
viviera, estadísticamente, entre ocho y diez años), y adoptar
modernizaciones tecnológicas, todo lo cual exigía considera-
blemente inversiones de capital que no poseían en suficiente
escala los plantadores.
Ya se había pasado del trapiche al ingenio y se habían cons-
truido algunos centrales. Pero especialmente desde mediados
de siglo el beneficio del azúcar se modernizó considerable-
mente; esencialmente se copiaron los progresos adoptados por
la industria europea de la remolacha, lo que, si incrementaba la
capacidad de molturación, exigía, para abastecer los ingenios o
centrales, una nueva extensión de las tierras dedicadas a la
caña.

Transformación a causa de la mecanización

Por tanto, la mecanización del beneficio significó un cuello de


botella, al producirse un desfase entre la capacidad de mo-
lienda y la de producción de caña con mano de obra esclava. Se
buscaron algunas soluciones, sin resultado; así, por ejemplo, en
1863 se ensayó un arado movido a vapor. Incluso un grupo de
ricos hacendados se mostró enemigo de la mecanización del

Esclavos y negreros
- 154 -
beneficio y llegó a proponer soluciones aberrantes, como la de
exportar el azúcar sin refinar.
Las exigencias de capital fueron arruinando a los hacendados
medianos y pequeños, que se veían obligados a vender sus
tierras a los grandes productores siempre necesitados de ma-
yores extensiones de plantación para alimentar unos ingenios
que no cesaban de crecer para ser más rentables, alimentación
que se facilitó extraordinariamente con la construcción de una
red ferroviaria y la adquisición de trenes portátiles (podían
instalarse en pocas horas en el área donde se necesitaban), y
aquella ruina sentó las bases del gran latifundio azucarero que
se desarrolló esencialmente desde el último cuarto de siglo.
Los capitales —no sólo para la modernización, sino también
para la compra de esclavos y para poder realizar las zafras—
los aportaban, en cantidades considerables y exigiendo in-
tereses más usurarios a medida que aumentaba la demanda de
los mismos, comerciantes españoles, entre los que ocuparon un
lugar muy destacado los catalanes, que además se dedicaban
también a la trata clandestina y a comercializar un elevado
porcentaje del producto final. Pero desde 1825, y especial-
mente desde 1850, fueron cada vez más importantes las inver-
siones norteamericanas, de comerciantes del Norte o esclavis-
tas del Sur.
La mano de obra esclava no sólo se empleaba en las haciendas
azucareras sino también, por ejemplo, en la elaboración de
tabaco (cuando se incendiaron los talleres de Juan Gener Batet
en La Habana no se pudo comprobar que los aprendices mu-
rieron en el siniestro porque estaban encadenados a sus mesas
de trabajo) y al servicio de comunidades religiosas, comuni-
dades que además colaboraban en mitigar el espíritu de rebel-
día que podía producirse entre los negros.
Los comisionados de una junta de información, creada en
1867, señalaban: "Los que suscriben tienen por indispensable
necesidad infundir no sólo en el esclavo, sino en el hombre
libre, el espíritu religioso; porque es el único medio de hacer
Esclavos y negreros
- 155 -
que aquél sobrelleve resignado su situación, sea humilde, tra-
bajador y respetuoso, y también para que en el último reine el
sentimiento de caridad cristiana que ha de inducirle a tratar al
esclavo con dulzura y benevolencia."

Los africanos eran introducidos de contrabando por mercade-


res ingleses, españoles, cubanos y norteamericanos, en conni-
vencia con las autoridades metropolitanas y coloniales. En
1836, tras un nuevo tratado entre España y Gran Bretaña, ésta
pudo establecer un consulado en La Habana, oficialmente para
comprobar que no se desembarcaban nuevos esclavos, pero
que también se dedicó a propagar el abolicionismo entre los
cubanos más liberales y los plantadores más temerosos de
posibles rebeliones.
En 1843 se produjeron algunas revueltas entre los negros, a las
que las autoridades dieron mucha mayor importancia de la que
tenían en realidad, la llamada Conspiración de La Escalera,
para poder actuar contra los criollos anexionistas, que intri-
gaban para federarse con los estados sudistas de Norteamérica,
acusándoles de haber pactado con los alzados.
Esclavos y negreros
- 156 -
Por otra parte, el alto precio de los esclavos —la vigilancia
inglesa era cada vez más difícil de burlar y el soborno a las
autoridades era cada vez más elevado— y el renovado temor a
rebeliones de las esclavitudes hicieron pensar a los plantadores
en la posibilidad de recurrir a soluciones alternativas.
Primero se compraron indígenas mayas hechos prisioneros
durante las guerras de las castas en Yucatán (varias a lo largo
del siglo XIX); los terratenientes y las autoridades mexicanas,
en lugar de ajusticiar a los rebeldes los ofrecían a los hacen-
dados cubanos, aunque legalmente no se compraban, sino que
se alquilaban por un número de años, los que tardaran en pagar
el costo de su transporte con su trabajo, recobrando poste-
riormente la libertad.
Más tarde se compraron coolies chinos en Macao, portugués;
en este caso, oficialmente, tampoco se trataba de una venta,
sino que se contrataban para un número determinado de años,
pero bastaba que se escaparan de las haciendas, aunque sólo
fuera unas horas, para que no se les tuviera en cuenta el tiempo
que habían trabajado hasta aquel momento. También se utili-
zaron inmigrantes europeos, especialmente irlandeses y espa-
ñoles.
Hemos dicho que los esclavos introducidos en Cuba lo fueron,
en el siglo XIX, de contrabando. Recordemos que Gran Bre-
taña consiguió que el Congreso de Viena (1815) se declarara en
contra de la esclavitud, pero el representante español se opuso a
cualquier injerencia extranjera en esta materia dentro de su
ámbito territorial.
Sin embargo, ya desde principios del año siguiente, el Go-
bierno de Londres presionaba al de Madrid, en favor de los
liberales perseguidos por el restaurado Fernando VII y mal
llamado el Deseado, y por el incremento de la trata para llevar
negros a Cuba, amenazando con retirar a su embajador e in-
cluso con la guerra. Pero el Gobierno español, que no estaba
dispuesto a modificar su política interior, pensó que podía

Esclavos y negreros
- 157 -
apaciguar momentáneamente a Gran Bretaña cediendo en lo
segundo, para lo cual se iniciaron negociaciones en Londres,
proponiendo el enviado hispano la abolición de la trata a
cambio de una indemnización británica de millón v medio de
libras, que el Gobierno de Madrid decía necesitar para finan-
ciar el traslado de campesinos canarios a las Antillas en susti-
tución de los esclavos, y para compensar a los traficantes ne-
greros.
Las negociaciones, que duraron hasta finales de 1817, aboca-
ron a la abolición inmediata del tráfico en la costa africana al
norte del ecuador, y. en el resto del continente desde mediados
de 1820, y a una indemnización de sólo cuatrocientas mil li-
bras. Sin embargo, no se decretó reglamentación alguna para
perseguir a los infractores, pues se ha calculado que entre 1832
y 1865 introdujeron en Cuba trescientos mil esclavos.
La ambigua actitud del Gobierno español se hizo más difícil
desde 1839, cuando una bula pontificia condenó la trata y
castigó con la excomunión a los transgresores, y especialmente
desde 1845, ya que un nuevo tratado con Gran Bretaña le
obligó a especificar las sanciones que se impondrían a los que
continuaran practicando este comercio. La posterior victoria
del Norte en la Guerra de Secesión significó que disminuyera,
hasta casi extinguirse, la introducción de nuevos esclavos en la
isla.
A partir de este momento la cuestión que se debatiría ya no
sería la abolición de la trata, sino la de la esclavitud en Cuba.
La cuestión de la esclavitud no sólo preocupó, lógicamente, a
los hacendados cubanos, sino que trascendió a la opinión me-
tropolitana. En 1865 se fundó en Madrid la Sociedad Aboli-
cionista Española —en la que ingresaron librecambistas, de-
mócratas y radicales antillanos— , que al año siguiente fue
prohibida por el Gobierno. Las actividades de la sociedad no
pudieron ir más allá de mínimas manifestaciones humanitarias
y sentimentales, algunos mítines, un quincenario, El Abolicio-

Esclavos y negreros
- 158 -
nista, y un concurso poético sobre el tema. En 1866 el Minis-
terio de Ultramar convocó una junta de información que pre-
sentó tímidas propuestas, pero ni éstas fueron aceptadas.
La revolución de setiembre en 1868 permitió de nuevo la ac-
tuación en la legalidad de los abolicionistas españoles, en el
mismo momento en que se iniciaba una guerra secesionista en
Cuba, lo que contribuyó a un mayor enfrentamiento entre
abolicionistas y defensores de la esclavitud.
La Sociedad Abolicionista Española, dirigida en esta segunda
etapa por el cubano Rafael María de Labra, elevó una propo-
sición al Gobierno provisional pidiéndole que decretara de
inmediato la libertad de vientres, considerara piratas a los bu-
ques negreros y se planteara la supresión de la esclavitud en las
Cortes Constituyentes que se iban a reunir al poco tiempo. En
éstas, al año siguiente, los abolicionistas, que tenían un peso
considerable, y el general Prim, que estaba interesado en re-
solver el problema pensando que con ello se liquidaría la re-
belión isleña, propusieron como solución la coartación obli-
gatoria, por lo que se reconocería derechos civiles a los negros
que entrarían en una nueva situación, la de coartados, pudiendo
comprar la libertad a sus propietarios pagándola con su propio
trabajo.
El proyecto tropezó con una feroz oposición de los medios
conservadores, que consiguieron que no se aprobara.
A mediados de 1870 el Congreso aprobó la Ley Moret, bien
recibida por los conservadores si bien provocó la indignación
de los abolicionistas, tanto españoles como del resto de Europa,
que declaraba libres a los hijos de esclava nacidos a partir de
setiembre de 1868, a los negros confiscados a los insurrectos
cubanos, a los que se alistaran en el ejército metropolitano, a
los mayores de sesenta años y a los capturados en los buques
negreros. Todos ellos además (la ley sólo afectaba a unos
cuarenta y cuatro mil africanos) no obtenían la libertad total de
inmediato, sino que quedaban bajo la tutela de los plantadores,

Esclavos y negreros
- 159 -
para los que deberían trabajar gratuitamente durante unos
cuantos años más, y, por añadidura, para no enfrentarse con los
grandes hacendados cubanos y evitar su desafección, las auto-
ridades de la isla permitieron toda clase de abusos en la apli-
cación de la ley.
Esta insuficiente medida, que no acalló a los abolicionistas,
pero alarmó considerablemente a los propietarios de esclavos y
a los burgueses españoles que se beneficiaban de la explotación
colonial, condujo a éstos a crear los Centros y Círculos His-
pano-Ultramarinos y un bloque de periódicos, la Liga contra el
Filibusterismo y la Internacional. Sus oponentes respondieron
con una Liga de la Prensa Abolicionista y reanudando con más
brío las actividades de la Sociedad Abolicionista, que se vio
fortalecida por el ingreso del grupo intelectual krausista.
En diciembre de 1872, el Gobierno, ante las campañas aboli-
cionistas españolas y del resto de Europa y la imposibilidad de
acabar con la rebelión cubana, decretó, como medida disuaso-
ria, la abolición de la esclavitud en Puerto Rico.
Fue la gota que colmó la insatisfacción conservadora, que creó
una poderosa Liga Nacional —a partir de los Círculos His-
pano-Ultramarinos y el Casino Español de La Habana— que
aglutinaba desde los carlistas hasta los republicanos unitarios.
A la Liga se adhirieron, además, asociaciones de comerciantes
e industriales y la aristocracia española en bloque, pero sólo
consiguió una sucursal poderosa en provincias, la de Barce-
lona, a la que se adhirieron dos obispos, algunos intelectuales y
la gran burguesía en pleno. Ya años antes, ésta, a través de la
Diputación, organizó en colaboración con el Gobierno una
tropa de mercenarios catalanes para combatir a los secesio-
nistas cubanos.
La Liga llevó a cabo una masiva campaña de prensa y consi-
guió obstruir la discusión en las Cortes, a lo que respondieron a
su vez progresistas y republicanos con diversos actos, en los
que no quisieron intervenir los intemacionalistas, que pedían

Esclavos y negreros
- 160 -
simple y llanamente la independencia para Cuba.
Todos estos hechos colaboraron a la renuncia de Amadeo de
Saboya y a la proclamación de la Primera República, que, a
pesar de sus buenos propósitos, tampoco fue capaz de solu-
cionar el problema de la esclavitud cubana.
Ya el temor a una rebelión de los esclavos había sido una de las
causas principales de que la oligarquía criolla no se inclinara
por la emancipación, a principios del siglo XIX, como lo había
hecho la del resto de las Indias. En 1825, el capitán general
Francisco Dionisio Vives escribía al secretario de Estado:
"Los propietarios que subsisten unidos a la Madre Patria lo
estarán sin variación mientras les acose el temor de perder o
exponer sus esclavitudes que constituye el nervio primero y
más considerable de sus fortunas."

Rebeliones y luchas

Posteriormente, aumentó el antagonismo entre las dos clases


dominantes, comerciantes peninsulares y hacendados criollos,
ya que los primeros consiguieron un mayor control del co-
mercio exterior cubano, pero les unía el interés común por la
conservación de la esclavitud, de la que ambas dependían.
Sin embargo, en la primera mitad del siglo XIX los hacendados
temieron, en diversos momentos, que la metrópoli no siguiera
sosteniendo aquella forma de explotación, por sucesos inter-
nos, la rebelión liberal de 1820 por ejemplo, o por que se ple-
gara ante la presión británica. En ninguno de estos momentos la
oligarquía criolla pensó en la secesión —se sabían incapaces de
defenderse solos en una isla donde los negros, siervos o libres,
sus enemigos de clase, eran mayoría— , sino en la anexión a
Estados Unidos, actitud en la que la oligarquía contaba con el
apoyo de los comerciantes peninsulares y algunos industriales.
El momento álgido se produjo en la segunda mitad de la década

Esclavos y negreros
- 161 -
de los cuarenta: Gran Bretaña intensificaba su política contra la
trata, y la revolución de 1 848 en Francia no sólo condujo a la
definitiva abolición de la esclavitud en las colonias francesas,
sino que, además de extenderse por Europa, podía conducir a
una nueva subida al poder de los liberales españoles con con-
secuencias impensables para el régimen esclavista cubano.
Durante estos años siguió la corriente anexionista, aunque
algunos comerciantes y plantadores siguieran fieles a la me-
trópoli única y exclusivamente porque temían que una actitud
de este tipo condujera a una guerra colonial, durante la cual
podían alzarse los esclavos —el recuerdo de Haití seguía muy
vivo— o los reclutara la metrópoli, prometiéndoles la libertad,
para enfrentarlos a los anexionistas y a las tropas norteameri-
canas; mientras que los anexionistas, por su parte, intentaban
convencer a los timoratos; así, por ejemplo, en el periódico La
Verdad que editaban en Nueva York, publicaron una proclama
en la que decían:
"No os asuste, cubanos, el espantajo de la raza africana, que
tanto ha servido a vuestros opresores para perpetuar su tiranía.
La esclavitud doméstica no es un fenómeno social privativo de
Cuba, ni incompatible con la libertad de los ciudadanos. La
historia antigua y moderna os lo demuestra y bien cerca tenéis
el ejemplo de los Estados Unidos, donde tres millones de
siervos no impiden que florezcan las instituciones más liberales
del mundo. Para dar término a la constante zozobra con que la
misma institución se ve amenazada [...] respetaremos y de-
fenderemos las propiedades tales cuales existen actualmente."
Pero el movimiento anexionista terminó tan pronto como se
supo en Cuba que la Revolución francesa no se había extendido
por Europa y que la Constitución española de 1856 garantizaba
la permanencia de la esclavitud.
Desde principios de la década de los sesenta, los ideólogos de
los hacendados, convencidos de la incompatibilidad de una
imprescindible modernización agraria con la esclavitud, em-

Esclavos y negreros
- 162 -
pezaron a solicitar un abolicionismo gradual e incruento que no
comportare cambios revolucionarios, no afectara a la agricul-
tura azucarera, preparara adecuadamente a quienes iban a ob-
tener la libertad, y fuera acompañado de indemnizaciones a los
propietarios.
Por otra parte, desde 1867, exigían además del gobierno es-
pañol una serie de privilegios, la libertad de vientres dejando a
los hijos de esclava bajo el patronato de sus propietarios, el
establecimiento en La Habana de un banco de depósitos y de
crédito, y la extensión a Cuba de la ley hipotecaria española.
En este cambio de actitud de los plantadores, además de la
razón económica expuesta, influyeron también, una vez más, el
temor a la rebelión, instigada por las clases populares libres o
por los emisarios británicos, y el triunfo de los nordistas en la
Guerra de Secesión, ya que temían una presión del nuevo Go-
bierno norteamericano sobre el español para que aboliera la
esclavitud en la isla, a pesar de que durante aquella guerra la
oligarquía criolla demostró abiertamente sus simpatías por los
norteños y por Lincoln, no obviamente por su abolicionismo,
sino porque su triunfo significaba la eliminación de las plan-
taciones azucareras del Sur y una notable ampliación del
mercado para el producto cubano. Estos abolicionistas gra-
duales no sólo pensaban acabar con la esclavitud, sino también
con una población negra excesivamente numerosa: mientras
unos proponían remitirlos a la península, otros pensaban
mandarlos a Fernando Poo o a Liberia.
En agosto de 1867 los dirigentes cubanos que preparaban la
rebelión, que se iniciaría el 10 de octubre del año siguiente, se
entrevistaron con los representantes de la oligarquía criolla
para recabar su apoyo, y éstos ofrecieron entre tres y seis mi-
llones de pesos para financiarla. Pero a los pocos días se re-
tractaron de su ofrecimiento, arguyendo que un enviado del
general Grant les había informado de que estaba seguro de
alcanzar la presidencia de Estados Unidos y que una de las
primeras acciones que emprendería sería la de acabar con la
Esclavos y negreros
- 163 -
presencia española en la isla.
Los oligarcas, ante esta inmediata perspectiva anexionista, no
querían colaborar en una insurrección que podía perjudicar sus
intereses y podía promover una rebelión de las esclavitudes.

Hoja de empadronamiento de esclavos portorriqueños. 1867.

Al iniciarse la rebelión, sus líderes adoptaron frente a la es-


clavitud la misma postura que los reformistas: proponían la
abolición gradual y con indemnización a partir del momento en
que triunfaran, sin fijar fechas, plazos, ni el momento y forma
de resarcir a los propietarios. Tampoco declararon abierta-
mente su filiación política, pues sus dirigentes iban desde el
autonomismo hasta el separatismo total pasando por el ane-
xionismo a Estados Unidos, y englobaban esencialmente pe-
queños hacendados y ganaderos de Oriente, mientras que, de
momento, la oligarquía, los pequeños campesinos blancos o de
color y naturalmente los esclavos, quedaban al margen.
Sin embargo, Céspedes y los pequeños hacendados que le
siguieron desde un primer momento habían manumitido a sus
esclavos y les pidieron que se unieran a su movimiento, aunque

Esclavos y negreros
- 164 -
ni proclamaron la abolición, ni exigieron a otros hacendados
occidentales que pudieran seguirles que también manumitieran
a sus siervos; pensaban, todavía, en la posibilidad de arrastrar a
la oligarquía, y sabían que una medida de este tipo habría sido
funesta, por lo que, al mes de iniciada la revuelta, Céspedes,
como capitán general de la República en armas, decretó que
serían juzgados sumariamente y ejecutados los oficiales o
soldados republicanos que "se introdujeran en las fincas, ya sea
para sublevar o ya para extraer sus dotaciones".
Pero a finales de 1868 el panorama había cambiado sensible-
mente. Los rebeldes habían buscado el apoyo económico, mi-
litar y diplomático de Norteamérica, pero ésta, a pesar de las
promesas de Grant, apoyó clarísimamente a España.
La oligarquía criolla, por su parte, se encontraba en un callejón
sin salida. En España había triunfado el pronunciamiento en
setiembre de 1868, y como anteriormente ella se hubiera ne-
gado a conceder a los progresistas una ayuda de quinientos mil
pesos que le había solicitado el general Prim, temía que el
Gobierno provisional de Madrid, para hacer frente a la rebelión
de Céspedes y para cobrarse el favor no recibido, diera la li-
bertad a los esclavos, prefiriendo una "Cuba africana, si no
podía ser española"; y por el otro flanco no confiaba entera-
mente en los rebeldes; por ello intentaba maniobrar en Madrid
para conseguir que, de declararse la abolición, se retardase al
máximo y fuera paulatina; maniobraba con los rebeldes para
obtener de éstos, caso de que triunfaran, la sustitución de la
esclavitud por un régimen de patronato, lo que habría signifi-
cado obligar a los esclavos, una vez emancipados, a trabajar
por salarios de hambre, quizá inferiores a lo que el propietario
gastaba en alimentarlos; y maniobraba en Washington, si-
guiendo su política anexionista, porque Estados Unidos ya era
el principal mercado del azúcar cubano y porque esperaban que
aquel Gobierno les podría defender en caso de una rebelión
negra.
Los rebeldes, visto que la lucha sería larga y que no consegui-
Esclavos y negreros
- 165 -
rían el apoyo de los grandes hacendados, se vieron en la nece-
sidad de reclutar tropas entre los campesinos pobres, blancos o
de color, y entre sus esclavos.
Ampliada la base de los alzados, la actitud ante el problema del
trabajo servil no era la misma que la de sus dirigentes y em-
pezaron las llamadas al abolicionismo; el 27 de diciembre, el
mismo Céspedes tuvo que cambiar el cariz de sus proclamas y
decretó la emancipación de los negros de aquellos plantadores
que se opusieran a la revuelta, pero respetando todavía a los de
quienes se declaraban adictos a las fuerzas republicanas; el
decreto iba todavía más allá: sólo obtendrían la libertad los
esclavos que fueran enrolados en las filas republicanas por sus
propios propietarios, dejando bien sentado que, de éstos, otros
podían ofrecer sus siervos, que seguirían sin embargo siendo
propiedad de los plantadores mientras no se legislase al res-
pecto, e incluso que no se aceptarían en el ejército republicano
esclavos que huyesen de las plantaciones sin autorización ex-
presa de sus propietarios.
Mientras tanto, el Gobierno provisional de Madrid envió como
nuevo capitán general a Domingo Dulce, que, para vencer a los
rebeldes de Oriente, buscó el apoyo de la oligarquía prome-
tiendo liberalizar las relaciones entre la metrópoli y la colonia,
concediendo libertad de prensa y de reunión, y garantizando la
pervivencia de la esclavitud, y ella respondió al ofrecimiento
solicitando la autonomía.
Ante la extensión de la revuelta, las autoridades y las tropas
españolas adoptaron una política represiva que les llevó a en-
frentarse, en las zonas por ellos controladas, con la misma
oligarquía que, como hemos visto, buscaba su colaboración, y
algunos de cuyos más conspicuos representantes debieron
exiliarse a Estados Unidos o al resto de Europa, desde donde
seguían con su postura ambigua, proclamando de tapadillo su
inclinación por los rebeldes (a los que, en su mayoría, negaron
sin embargo apoyo económico), pero suspirando por una so-
lución anexionista o esperando que, liquidado el alzamiento
Esclavos y negreros
- 166 -
por las tropas españolas, podrían volver a Cuba para disfrutar
de los beneficios de sus plantaciones.
A mediados de 1869 se celebró en Guáimaro una convención
para unificar los distintos focos rebeldes que habían ido apa-
reciendo además del de Céspedes y para promulgar una Cons-
titución provisional. El tema de la esclavitud estuvo en primer
plano y se hacía difícil conciliar el parecer de la mayoría de los
caudillos, que todavía soñaban con el respaldo político y eco-
nómico de la oligarquía, y el de las masas populares que for-
maban el grueso del ejército. Los primeros trampearon hábil-
mente el escollo; en la Constitución se reconocía que "todos los
habitantes de la República son enteramente libres", pero, meses
más tarde, la Cámara de Representantes enmendó el artículo
veinticinco de la Constitución que, si en su primer redactado
obligaba a todos los ciudadanos a servir en el ejército, en la
rectificación estipulaba también el deber de trabajar, y un día
antes se había decretado un Reglamento de Libertos, según el
cual los esclavos emancipados debían seguir trabajando obli-
gatoriamente no a cambio de un salario, sino a cambio exclu-
sivamente del alimento y el vestido. Pero a principios de 1870
ya era bien patente que los grandes hacendados de Occidente
no pensaban colaborar con los rebeldes, y que, al contrario,
seguían una actitud ambigua sólo para impedir que penetraran
en sus plantaciones; desde este momento, los dirigentes re-
beldes empezaron a pensar en la posibilidad de alistar a las
esclavitudes, practicar una táctica de tierra quemada incen-
diando las cosechas, a la vez que derogaban el Reglamento de
Libertos.
Sin embargo, los rebeldes tuvieron finalmente que claudicar, a
pesar de haber conseguido un sinfín de éxitos militares, en
febrero de 1878 (Pacto del Zanjón); España había conseguido
organizar un ejército colonial de doscientos cincuenta mil
hombres, mientras los rebeldes se habían disgregado en bandos
opuestos, especialmente después de la muerte de Céspedes
(1874).

Esclavos y negreros
- 167 -
Desde antes de 1868, las enormes deudas que los hacendados
habían ido contrayendo con los comerciantes peninsulares
hicieron que muchas plantaciones azucareras fueron pasando a
manos de éstos; el proceso se aceleró durante la Guerra de los
Diez Años, ya que algunos plantadores se arruinaron por las
devastaciones provocadas durante la misma, otros fueron ex-
propiados (incapaces de pagar deudas contraídas durante la
contienda, época en que las dificultades de todo tipo incre-
mentaron la especulación y el agio de los prestamistas), y los
menos vieron confiscadas sus propiedades acusados de haber
colaborado con los rebeldes.
Terminada la guerra, mientras el partido autonomista, el de los
hacendados criollos, fundado en 1878, se inclinaba por la
abolición de la esclavitud con indemnización y por una re-
glamentación del trabajo de los libertos, pensando que las
indemnizaciones les permitirían liquidar sus deudas y moder-
nizar sus instalaciones, el partido de la unión constitucional, el
de los comerciantes peninsulares, se inclinaba por la abolición,
pero sin que se compensara a los propietarios, convencidos de
que esta medida arruinaría a los pocos criollos que todavía
conservaban sus plantaciones y éstas podrían pasar entera-
mente a sus manos. Finalmente, en 1880, el Gobierno español
decretó la abolición, aunque estableciendo el patronato por
ocho años.
Pero desde finales de la década de los setenta, a las devasta-
ciones se añadió la caída del precio del azúcar en el mercado
mundial, por la competencia del de remolacha y por la apari-
ción de nuevos productores del de caña, en el mismo momento
en que el Gobierno metropolitano elevaba los impuestos
(mientras que en Europa se subvencionaba la producción de
remolacha) y practicaba una política arancelaria proteccionista,
a pesar de que España era ya incapaz de absorber toda la pro-
ducción cubana —más de la mitad del total mundial —, con lo
que lo único que se conseguía era dificultar la exportación a
terceros países.

Esclavos y negreros
- 168 -
El sistema esclavista había llegado a un techo: era imprescin-
dible, no sólo aumentar la productividad de la cosecha recu-
rriendo a mano de obra asalariada (el esclavo carecía de ins-
trucción y conocimientos técnicos y no tenía interés alguno en
rendir más), y recordemos que los criollos y los comerciantes
ya habían solicitado la abolición, sino también mecanizar to-
davía más la elaboración para conseguir costos de producción
más bajos.
Ahora bien, los grandes capitales que exigía esta renovación
técnica no podían aportarlos ni los hacendados, arruinados, ni
los comerciantes peninsulares, que ya habían perdido el control
de la comercialización: en efecto, hacia 1860, más de la mitad
del azúcar cubano era enviado por ellos a la misma España y
reexportado a Gran Bretaña, Francia, Alemania y el resto de
Europa, y sólo un treinta y seis por ciento de la producción
pasaba a Estados Unidos; mientras que en 1877 los comer-
ciantes norteamericanos, a pesar de las dificultades arancela-
rias, ya importaban el ochenta y dos por ciento del azúcar cu-
bano y eran ellos los que se beneficiaban de la reexportación a
terceros mercados.
Los capitales necesarios para aquella modernización fueron
aportados por las grandes compañías capitalistas norteameri-
canas, las mismas que ya controlaban la comercialización, y
que al crear grandes centrales fueron absorbiendo, necesaria-
mente, primero las haciendas medianas y más tarde los restos
de las de los grandes plantadores criollos y las de los comer-
ciantes peninsulares. A partir de este momento, los días de la
Cuba dependiente de España estaban contados.

Esclavos y negreros
- 169 -
10.

LA HERENCIA DE LA ESCLAVITUD

El 12 de mayo de 1888 desaparecía oficialmente la esclavitud


del último país americano, Brasil, que todavía aceptaba esta
forma de explotación. En la actualidad es imposible saber el
número de negros que viven en América; en algunos países
latinoamericanos los gobiernos no aceptan por escrúpulos
éticos antirracistas que en los censos estadísticos conste el
color de la piel de sus ciudadanos; en los demás, depende
esencialmente de quién realice el censo, si es el mismo en-
cuestado procurará no especificar que es negro, si es un buró-
crata actuará según su idiosincrasia.

El precio de un africano
subió de quinientos
dólares en 1805 a dos mil
quinientos en 1860.

En Estados Unidos un
ochenta por ciento de
los descendientes de
los esclavos vivían
todavía, hasta hace
bien poco, en el Sur
agrícola y en un habi-
tat disperso. Pero es-
tos mismos negros, que no participaron en el poblamiento del
Oeste, desde principios de nuestro siglo emigran de forma
continuada hacia los estados del noreste, buscando mejores
condiciones económicas, especialmente en los centros indus-
triales, y mejores condiciones sociales en regiones menos ra-

Esclavos y negreros
- 170 -
cistas, y por lo mismo se encuentran mayoritariamente con-
centrados en los núcleos urbanos.
En algunos países del Nuevo Continente los descendientes de
los esclavos —representan seguramente porcentajes eleva-
dos— están equiparados legalmente a los habitantes de otras
procedencias y colores, pero la integración social y económica
sigue ocasionando a algunos de ellos graves problemas. Pro-
blemas que en Estados Unidos parecen más agudizados, quizá
por su resonancia mundial, que en otros lugares, y que van
desde la integración escolar, que sigue siendo conflictiva a
pesar de que no hace muchos años un decreto federal intentó
solucionarlo constitucionalmente, hasta la marginación en
ghettos, como el de Harlem en Nueva York.
En 1822 había desembarcado en la costa norte del golfo de
Guinea el primer contingente de esclavos negros emancipados
procedentes de Estados Unidos. Intentaban resolver utópica-
mente un problema interno trasplantándolo al continente de
origen, el africano. La creación de Liberia, en este aspecto, fue
un rotundo fracaso, fracaso africano y fracaso norteamericano;
el "coloso del norte" tiene en la actualidad un gravísimo pro-
blema para resolver la integración de los descendientes de los
esclavos que, en demasiados aspectos, siguen marginados de su
"sociedad opulenta".
Una vez terminada la Guerra de Secesión, Lincoln había op-
tado por una solución conciliadora para integrar a los estados
derrotados, pero no llegó a ser viable por el endurecimiento que
se produjo en el Norte tras el asesinato del presidente, cuando
los republicanos intransigentes, que dominaban en el Congre-
so, impusieron su reconstrucción en el Sur continuando la
ocupación militar.
La antigua oligarquía esclavista creó asociaciones secretas para
actuar contra los negros, como el Ku- Klux-Klan (fundada en
1867), y cuando se retiraron las tropas de ocupación, recuperó
el poder y adopto legislaciones estatales segregacionistas,

Esclavos y negreros
- 171 -
instituyendo un régimen de terror —el uso y abuso del lin-
chamiento fue uno de sus aspectos — , y manteniendo a los
negros totalmente marginados de la vida política. Estos, por su
parte, ya desde el siglo pasado, pero especialmente en las úl-
timas décadas, han reaccionado ante la segregación recurriendo
a veces al radicalismo extremo, o al pacifismo.
En otro terreno, los antiguos africanos, tras casi cinco siglos de
permanencia en el Nuevo Continente, han dejado huellas in-
delebles en campos tan dispares como la alimentación, la me-
dicina popular, la religión, el arte o el folklore. Los esclavos
traídos del África llegaban con sus costumbres, sus ideologías
y su religión, pero en América eran dispersados y al cabo de
pocas generaciones perdían el recuerdo de sus tradiciones; sin
embargo, en el Nuevo Continente permanecían en una situa-
ción social muy baja y quedaban completamente marginados
de las civilizaciones de los blancos o los indígenas; poco a poco
fueron forjando, para adaptarse a la nueva situación que les
había tocado vivir, una nueva cultura que no era africana, pero
sí "negra".
Muchos de los rasgos culturales que algunos investigadores
han querido ver como herencia africana no son ni más ni menos
que consecuencias de las diversas etapas por las que han pa-
sado los negros americanos: la esclavitud, la emancipación, y
el traslado a regiones, generalmente urbanas, donde pueden
aspirar, aunque bien pocos lo consigan, a mejores condiciones
de vida.
Pero además, la esclavitud no ha desaparecido totalmente.
Persiste, más o menos reconocida legalmente, en algún país del
Tercer Mundo; viven en un estado de esclavitud paralela los
africanos de Rhodesia o de la República Sudafricana, sobre-
explotados por minorías blancas. Hay mexicanos que trabajan
en el sur de Estados Unidos y norteafricanos o europeos de los
países mediterráneos que emigran a los países más desarro-
llados del continente: en la República Federal Alemana el
número de obreros extranjeros ya alcanzó la cifra de 1.216.804
Esclavos y negreros
- 172 -
en 1965; en Suiza, que ya dictó una serie de leyes federales
para restringir la mano de obra extranjera en 1963, se llegó a
celebrar un referéndum, en otoño de 1974, propugnado por
grupos políticos que estaban dispuestos a sacrificar el creci-
miento económico y el bienestar del proletariado suizo, para
evitar una afluencia masiva de peonaje exterior. Todos ellos
sufren también una segregación racial y económica y son em-
pleados como peonaje o en aquellas ocupaciones menos ape-
tecidas por la población nativa. 

Esclavos y negreros
- 173 -
EL AUTOR:

Miquel Izard Llorens nació en Barcelona en 1934. Pertene-


ciente a la última promoción universitaria preparada por Vi-
cens Vives, estudio además en la École Pratique des Hautes
Etudes de la Sorbona bajo la dirección de Pierre Vilar. Se in-
teresó por la industrialización catalana, de la que son fruto su
tesis doctoral y la obra “Industrialización y obrerismo. Las tres
clases de vapor”. Fue profesor ayudante en la Universidad de
Barcelona de 1961 a 1966 y profesor contratado en la Univer-
sidad de los Andes (Venezuela) de 1968 a 1970. Desde en-
tonces ejerce como profesor en la Universidad Autónoma de
Barcelona.
Una información más actualizada puede encontrarse en:
https://ca.wikipedia.org/wiki/Miquel_Izard_i_Llorens

Esclavos y negreros
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279-337 (VII-XII, 1970), México, 1970.






















Esclavos y negreros
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INDICE

De la revolución neolítica a la expansión europea 3


El ciclo de la plata 18
Cambios políticos y actividades alternativas 37
Expansión y diversificación agropecuarias 58
El impacto en África 91
Las campañas abolicionistas y el inicio de la colonización
africana 104
La crisis del cambio de siglo 116
Los sueños de un imperio esclavista y el imperio del café 138
Azúcar y abolición 153
La herencia de la esclavitud 170
Referencia biográfica sobre el autor 174
Bibliografía 175

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