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Había una vez un rey que estaba gravemente enfermo. Sus tres hijos, desesperados,
ya no sabían qué hacer para curarle. Un día, mientras paseaban apenados por el
jardín de palacio, un anciano de ojos vidriosos y barba blanca se les acercó.
– Sé que os preocupa la salud de vuestro padre. Creedme cuando os digo que lo único
que puede sanarle es el agua de la vida. Id a buscarla y que beba de ella si
queréis que se recupere.
– Siento deciros que es muy difícil de encontrar, tanto que hasta ahora nadie ha
logrado llegar hasta su paradero.
– ¡Ahora mismo iré a buscarla! – dijo el hermano mayor pensando que si sanaba a su
padre, sería él quien heredaría la corona.
El duende se sintió ofendido y le lanzó una maldición que hizo que el camino se
desviara hacia las montañas. El hijo del rey se desorientó y se quedó atrapado en
un desfiladero del que era imposible salir.
El hijo menor del rey estaba preocupado por sus hermanos. Los días pasaban, ninguno
de los dos había regresado y la salud de su padre empeoraba por minutos. Sintió que
tenía que hacer algo y partió con su caballo a probar fortuna. El duende del bosque
se cruzó, cómo no, en su camino.
– Voy en busca del agua de la vida para curar a mi padre, el rey, aunque lo cierto
es que no sé a dónde debo dirigirme.
¡El duende se sintió feliz! Al fin le habían tratado con educación y amabilidad.
Miró a los ojos al joven y percibió que era un hombre de buen corazón.
El duende metió la mano en el bolsillo y sacó dos panes y una varita mágica.
– Ten, esto es para ti. Cuando llegues a la puerta del castillo, da tres golpes de
varita sobre la cerradura y se abrirá. Si aparecen dos leones, dales el pan y
podrás pasar. Pero has de darte prisa en coger el agua del manantial, pues a las
doce de la noche las puertas se cerrarán para siempre y, si todavía estás dentro,
no podrás salir jamás.
El hijo del rey dio las gracias al duende por su ayuda y se fundieron en un fuerte
abrazo de despedida. Partió muy animado y convencido de que, tarde o temprano,
encontraría el agua de la vida. Cabalgó sin descanso durante días y por fin, divisó
el castillo encantado.
Cuando estuvo frente a la puerta, hizo lo que el duende le había indicado. Dio tres
golpes en la entrada con la varita y la enorme verja se abrió. En ese momento, dos
leones de colmillos afilados y enormes garras, corrieron hacia él dispuestos a
atacarle. Con un rápido movimiento, cogió los bollos de su bolsillo y se los lanzó
a la boca. Los leones los atraparon y, mansos como ovejas, se sentaron plácidamente
a saborear el pan.
Entró en el castillo y al llegar a las puertas del gran salón, las derribó. Allí,
sentada, con la mirada perdida, estaba una hermosa princesa de ojos tristes. La
pobre muchacha llevaba mucho tiempo encerrada por un malvado encantamiento.
– ¡Oh, gracias por liberarme! ¡Eres mi salvador! – dijo besándole en los labios –
Imagino que vienes a buscar el agua de la vida… ¡Corre, no te queda mucho tiempo!
Ve hacia el manantial que hay en el jardín, junto al rosal trepador. Yo te esperaré
aquí. Si vuelves a buscarme antes de un año, seré tu esposa.
Ya de vuelta por el bosque, el duende apareció de nuevo ante él. El joven volvió a
mostrarle su profundo agradecimiento.
¡No había tiempo que perder! El hermano pequeño se apresuró a darle el agua de la
vida. En cuanto la bebió, el rey recuperó la alegría y la salud. Abrazó a sus hijos
y se puso a comer para recuperar fuerzas ¡Ver para creer! ¡Hasta parecía que había
rejuvenecido unos cuantos años!
Sus dos hermanos mayores se morían de envidia. Gracias a él, su padre estaba curado
y encima se había ganado el amor de una hermosa heredera. Cada uno por su lado,
decidieron adelantarse a su hermano. Querían llegar al castillo cuanto antes y
conseguir que la princesa se casara con ellos.
Mientras tanto, ella aguardaba nerviosa al hijo pequeño del rey. Mandó a sus
criados poner una alfombra de oro desde el bosque hasta la entrada de palacio y
avisó a los guardianes que sólo dejaran pasar al caballero que viniera cabalgando
por el centro de la alfombra.
El primero que llegó fue el hermano mayor, que al ver la alfombra de oro, se
apartó y dio un rodeo para no estropearla. Los soldados le prohibieron entrar.
Una hora después llegó el hermano mediano. Al ver la alfombra de oro, temió
mancharla de barro y prefirió acceder al palacio por un camino alternativo. Los
soldados tampoco le dejaron pasar.
Por último, apareció el pequeño. Desde lejos, vio a la princesa en la ventana y fue
tan grande su emoción, que cruzó veloz la alfombra de oro. Ni siquiera miró al
suelo, pues lo único que deseaba era rescatarla y llevársela con él. Los soldados
abrieron la puerta a su paso y la princesa le recibió con un largo beso de amor.
Y así termina la historia del joven valiente de buen corazón que, con la ayuda de
un duendecillo del bosque, sanó a su padre, encontró a la mujer de sus sueños y se
convirtió en el nuevo rey.