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El abuso de poder público, que se traduce en el ejercicio de la autoridad o

desempeño de los cargos públicos sin respetar o sujetarse a los límites que
imponen la Constitución y la ley, en perjuicio de intereses generales o
particulares, es una conducta impropia que a lo largo de nuestra historia ha
sido y es fuente de excesos, aprovechamientos indebidos, arbitrariedades,
injusticias, humillaciones y expolios.

Inequívocamente, el abuso de poder redunda en opresión, dominación, así


como en violación sistemática de los derechos fundamentales de las
personas, privándolas, incluso, de su libertad, su dignidad, sus posesiones, sus
oportunidades y su vida. El abuso de poder aherroja o esclaviza a la
sociedad, porque la somete al capricho de un déspota que ejerce
autoridad.

La figura del abusador o del abusón aparece indefectiblemente en cada


una de las etapas de la historia de nuestro país. Por consiguiente, también
se registra una larga lista de insubordinaciones, rebeliones y desacatos
contra gobernantes y funcionarios abusadores.

La necesidad de proteger y defender los derechos humanos, así como la


exigencia de poner límites al uso de la autoridad, fueron pautas importantes
para que nuestra sociedad adoptara un sistema de gobierno republicano y
constitucional, sustentado en la sujeción de gobernantes y gobernados al
imperio de la ley, en el autogobierno y en la separación de poderes.

Siempre he adversado y cuestionado con pasión el abuso de autoridad,


porque, como ya advertí, lo considero el origen de todos los males que
puede padecer una sociedad. Además, los déspotas son proclives a
concentrar el poder en torno a ellos, lo que supone el origen de la
degeneración del ejercicio debido de la autoridad. Por tanto, también
rechazo cualquier propensión a concentrar el poder y a debilitar el sistema
de separación de poderes.

Sin embargo, el reconocimiento constitucional de los derechos humanos, así


como la sujeción de los funcionarios al imperio de la ley, no ha sido suficiente
para erradicar el abuso de autoridad. Por consiguiente, se han previsto
garantías constitucionales que aseguren y, en su caso, restablezcan la
eficacia de los derechos amenazados o violados. Las garantías más
relevantes y elocuentes son la exhibición personal y el amparo.

La exhibición personal es la garantía que obliga a la autoridad o funcionario


a exhibir ante un juez a la persona que está presa, detenida o cohibida de
su libertad individual, a fin de determinar que la privación de la libertad es
legal, así como que no ha sido objeto de vejámenes físicos o psicológicos;
y, en su caso, el juez hará cesar los vejámenes y que termine la coacción a
que estuviere sujeta la persona.

El amparo, a su vez, es la garantía de protección y defensa de los derechos


fundamentales de los gobernados, cuando estos fueron amenazados o
violados por la autoridad. Este derecho de defensa fue consagrado como
irrestricto y de amplio espectro en las Constituciones de 1945 y 1956. En la
Constitución de 1965 se restringió el amparo en los asuntos de orden judicial.
En la Constitución de 1985 se establece que no hay ámbito que no sea
susceptible de amparo, y que procederá siempre que los actos,
resoluciones, disposiciones o leyes de autoridad lleven implícitos una
amenaza, restricción o violación a los derechos constitucionales y legales de
las personas.

Como podrá advertirse, tanto la exhibición personal como el amparo son


instrumentos constitucionales que protegen contra al abuso de poder y la
arbitrariedad, que no pueden ni deben ser restringidos, condicionados,
atenuados, abatidos, burlados o castigados. Por supuesto, los procesos de
exhibición personal y de amparo deben substanciarse con estricto apego a
la ley y sin demora alguna, bajo pena de sanción.

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