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Tantas personas que viven solas. Que no tienen con quien compartir la
vivienda, los sueños, el camino. Tanta soledad en el corazón del
hombre que vive aislado.
La incapacidad por romper las cadenas del alma, los muros
que separan. Esa llave del corazón que he decidido tirar en el fondo
de un pantano. Para que nadie la encuentre. Porque no quiero que
nadie me conozca y me hiera.
Él decía: “Si Dios quiere usar hombres para una gran tarea, sucede
siempre así: los conduce a la soledad; ellos, de alguna manera, vienen
de la soledad, del desierto”[1].
Leía el otro día: “Muchas personas en esta vida sufren porque están
ansiosas buscando un hombre o una mujer, un hecho o un encuentro
que los libere de la soledad. Pero cuando entran en una casa donde
realmente se da la hospitalidad, pronto ven que sus propias heridas
deben ser entendidas no como fuente de desesperación y amargura
sino como signos de que tienen que seguir avanzando, obedeciendo a
las voces que les llaman, las de sus propias heridas”[2].
Puedo estar solo todo el tiempo que sea necesario. Sólo necesito
aprender a caminar solo para poder darme más tarde desde
lo más propio, desde mi verdad.
Pretendo que otros calmen mi sed. Llenen todo lo que me falta para
estar completo. Compensen la falta de amor. Lo que no recibo del
mundo ni de Dios. Lo que no me han dado.
Hoy las redes sociales parecen llenar el vacío del alma. Pero no es
así. Hablo con más gente que nunca. Pero no profundizo. Digo tener
más amigos. Pero son pocos los de verdad. Y al final me encuentro más
solo de lo que nunca he estado.
¿Acaso me ayuda saber lo que los otros hacen en cada momento del día
para tener un profundo vínculo de amistad? No, parece que no sirve.
Saber lo que otro hace me acerca, pero no me deja cavar en lo hondo
del alma.