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Título:

Con tu camiseta y unas bragas.


© 2018, Natalia Olmedo.
De la edición y maquetación: 2018, Roma García y Natalia Olmedo.
De la composición de la cubierta: 2018, Roma García. Reservados todos los derechos. No se permite la reproducción
total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por
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A Papá y Mamá, por hacerme versátil





¡Hola! Me llamo Verónica, pero todos me llaman Roni. Me encantan las flores, todas
ellas. Me pirra olerlas, admirar sus colores, observar cómo crecen desde que son una
semilla hasta que se convierten en una bonita planta… Y cuidarlas, sobre todo me encanta
cuidarlas.
De hecho, lo primero que haré en cuanto me mude a mi nueva casa, será poner un mini
jardín en el balconcito.
Doña Aurora, la casera, me ha dicho que es muy amplio, así que aparte de eso, también
podré extender mis esterillas para practicar yoga y pilates en lo que inhalo el delicioso olor
del incienso.
Estoy deseando tener la última caja empaquetada para que los señores del camión de la
mudanza la puedan meter dentro y llevarlo todo a mi nuevo hogar.
¡Qué ilusión!
Estaba hasta el moño de los que serán mis antiguos vecinos. Que si esto, que si lo otro,
que si tu perra llora cuando la dejas sola…
A ver… ¡La tengo en periodo de adaptación para quedarse sola! ¡Tiene ansiedad por
separación, por el amor de Dios!
Cuando rescaté a Perla de la calle era muy, muy pequeñita. Estaba abandonada en un
contenedor y tenía la barriga tan gorda como un balón de fútbol. Estaba un poquito
enferma, tenía lombrices en la tripa debido, seguro, a que la destetaron demasiado pronto
y empezaron a darle alimentos que ella no podía comer siendo tan pequeña.
Desde ese momento el estómago no se le quedó muy bien y he tenido muchos
problemas con su dieta.
Desde pequeña empezó a dormir conmigo, estar a mi lado en todo momento; la
cuidaba, la alimentaba debidamente, la bañaba… hacíamos todo juntas. Nunca se quedaba
sola.
Hasta ahora, que pienso que debe acostumbrarse.
Perla me da un amor incomparable. Su lealtad es infinita.
Mientras hago yoga o pilates, ella se tumba a mi lado, aunque acaba por lamerme toda
la cara, prácticamente no se está quieta.
A parte de Perla, está Sasi, mi cobaya.
Ella es más independiente, va completamente a su bola.
Y ya estamos todos.
Así somos nosotras, las de peli y porquerías varias un sábado por la noche.
O las de pasar la mañana del domingo limpiando con Amaral de fondo.
¿He dicho que me encanta el grupo Amaral? Pues me encanta. Sobre todo, a todo
volumen.
Me encanta la voz de Eva, la cantante, y las letras de las canciones.
¡Qué ganas tengo de llegar a mi nueva casa para hacer vida!
Y hasta aquí hemos rebobinado.
Así estaba yo, toda ilusionada días antes de hacer la mudanza a mi nuevo hogar. Con
mi pilates, mis plantas, mi yoga, mi perra, mi incienso, mi cobaya…y Amaral.
Lo que no sabía era que no iba a estar sola en la nueva morada y que mi compañero
de piso, inesperado, por cierto, me iba a dar algún que otro problemilla.







Cuando el camión de mudanzas llegó a la portería del edificio donde haría mi nueva
vida, yo ya llevaba diez minutos esperando.
La jaula de Sasi reposaba en el escalón del portal, a mi lado, y Perla estaba sentada en
el suelo con la lengua fuera observando a los transeúntes que pasaban por aquella calle.
Los señores de la mudanza comenzaron a descargar todas las cajas llenas con mis
pertenencias y yo me adentré en el portal para abrir la puerta del piso y que las fueran
apilando en el recibidor.
Pero cuando giré la llave dentro de la cerradura, Perla empezó a ladrar de manera
nerviosa y yo intenté inútilmente calmarla.
¿Qué le pasaba a esta ahora?, me pregunté.
Cuando abrí la puerta lo entendí todo.
Y cuál fue mi sorpresa que lo primero que vi cuando vislumbré el recibidor fue a un
maromo.
Un maromo.
Dentro de mi casa.
¿Cómo?
¿Doña Aurora, está por ahí? Esto no es lo que habíamos hablado.
Me bajo de la vida.
Y no sólo por el hecho de que pensaba que estaría sola, que fue lo que había hablado
con la casera, sino porque el chico estaba de muy buen ver.
Iba vestido de manera formal, con una camisa azul clarito de manga corta y unos
pantalones de pinza. Llevaba puestas unas gafas de pasta y, a través del cristal, observé sus
bonitos ojos del color de la miel.
En comparación a mi vestimenta, toda hippie, él iba hecho un pincel.
Y, sin comparación, también.
—Perdona ¿Qué haces? —me preguntó de forma educada, a pesar de que tenía el ceño
fruncido.
—¿Qué hago yo?
Él asintió. Como no dijo nada, yo seguí hablando:
—¿Qué haces tú? Esta es mi casa.
—¿Tu casa?
—Bueno… Mi futura casa.
—No —me respondió tajante.
Arqueé una ceja. ¿Qué estaba diciendo el maromo?
—¿Cómo dices?
—Que eso no puede ser.
—Oh, sí, claro que puede ser. De hecho, está siendo. Estos señores —le dije señalando
a los del camión de mudanzas, que se habían quedado quietos observando la escena —,
están transportando todas mis pertenencias del camión de mudanzas.
—Debe haber un error… —me dijo llevándose el dedo índice a su ojo derecho,
rascándose levemente tras la montura de las gafas.
—Desde luego que lo hay, debes recoger tus cosas e irte de aquí. Lo siento, pero yo
con Doña Aurora no tenía hablado esto —le expliqué encogiéndome de hombros.
—¿Doña Aurora?
—Sí.
—Doña Aurora firmó un contrato de alquiler conmigo. Y ya estoy prácticamente
instalado, creo que estos señores deberían volver a meter tus cajas en el camión.
Al instante, los señores de la mudanza, súper obedientes ellos, comenzaron a coger de
nuevo mis cajas del suelo.
—¡Quietos! De aquí no se mueve nadie hasta que no se aclare el asunto.
—Es que, esto…
—Roni.
—Roni, esto no tiene que aclararse, solamente debes coger tus cosas y marcharte de mi
casa.
—¿Tu casa?
—¿Quieres que te lo repita?
—No, no soy sorda ni deficiente, te entiendo de sobra. El que parece no entender, eres
tú. Yo también tengo un contrato de alquiler firmado con Doña Aurora. Así que…
—De acuerdo. Llamémosla entonces.
—Llamémosla, sí. Sigan subiendo mis cajas, por favor.
Me gané una mirada reprobatoria del maromo con gafitas, pero me dio igual. Aquella
era mi casa y de ahí no me iba a mover nadie. Al igual que los de Verano Azul con el
barco de Chanquete.
—Oye, eh…
—Raúl.
—Vale, Raúl… ¿Llamas a Doña Aurora? —le pregunté adentrándome en la vivienda
para ver cómo era.
La verdad es que firmé sin verla. Me hacía falta cambiar de casa y mientras estuviera
decente, tal y como comprobé en las fotografías de la agencia, me serviría.
Pero todavía no la había visto al natural.
Un salón, dos habitaciones, el balconcito del que me habló Doña Aurora por teléfono,
un baño y una cocina con galería.
Genial.
Ahora solamente faltaba que el maromo Raúl se marchase de aquí.
Me senté en uno de los sofás del salón y me miré las uñas con Perla tumbada a mi
lado, subida al sofá.
—No, no, no, el perro al suelo.
—Perra. Y se queda en el sofá.
Raúl resopló.
—Espero que Doña Aurora venga pronto y se aclare todo esto, yo quería hoy una tarde
tranquila.
—¿A qué te dedicas?
—Soy médico. Trabajo a domicilio porque estoy preparando oposiciones para trabajar
en un hospital público.
—Fascinante.
—¿Y tú?
—Soy escritora.
—¿En serio? No tienes pinta.
—Ni tú de médico.
—¿Y de qué tengo pinta?
De gilipollas estirado, pensé.
—De abogado borde.
—Vaya…
—¿Has llamado a la casera?
—En lo que tú entrabas a inspeccionar la casa. En seguida viene. Y… ¿Con qué
editorial estás?
—Con ninguna.
—¿Cómo?
—Autopublico en Amazon.
—Vaya, siento que no te hayan aceptado en ninguna. No debes ser muy buena…
—¿Perdón?
—Todos los grandes firman con editoriales importantes.
—Me gusta ir por libre. ¿Tienes algún problema?
—Ninguno, ninguno.
Dejé de mirarle y apoyé los brazos sobre mis rodillas. Inspeccioné la mesa baja de
madera que tenía delante y apoyé las manos en ella. Era bonita.
Estaba nerviosa… ¿Por qué Doña Aurora tardaba tanto?
Tamborileé con mis uñas en la mesa.
—¿Puedes dejar de hacer eso? Me crispa los nervios…
—Qué delicadito el medicucho…
—Eh, sin faltar, que tengo unos estudios.
—Sí, bueno.
En ese momento, Doña Aurora saludó a los señores de la mudanza y escuchamos su
vocecilla desde el salón.
—Doña Aurora —se levantó del sillón Raúl como si fuera un resorte.
—Hijo, ¿qué es lo que ha pasado aquí? Parecías molesto por teléfono.
—Eso nos gustaría saber a nosotros —le dije yo un poquitín borde.
Doña Aurora me había caído muy bien, pero aquello no me lo esperaba.
—Verónica, guapa. Ay, siento tanto este lío…
Raúl y yo compartimos una mirada fugaz.
—Y nosotros también, Doña Aurora —le dije pacientemente.
—¿Sabéis lo que ha sucedido? Que la agencia contactó contigo, Roni, querida, y Raúl
contactó conmigo, porque también tenía ofertado el piso de manera independiente. Y qué
sé yo, como el pisito tiene dos habitaciones y los dos sois jovenzuelos…
—¿Qué está insinuando? —le preguntó Raúl.
—Los dos tenéis un contrato de alquiler ¿No es así? Probad un par de semanas y, si
no…ya veremos —nos guiñó un ojo y se encaminó hacia la puerta para salir del piso,
dejando a Raúl con la palabra en la boca y a mí perpleja.
Tanto el médico como yo nos quedamos con la boca abierta sin saber qué decir.
Una vez Doña Aurora se hubo despedido de los señores de la mudanza, nos sentamos
de nuevo en el sofá.
—¿Qué opinas? —me preguntó.
—¿Lo estás diciendo en serio?
—No tengo tiempo para ponerme a buscar otra vivienda…
—Yo no quiero buscar otra vivienda —le dije de manera contundente.
¿Qué pasa? Es que me gustaba aquella casa.
—¿Qué propones? —le pregunté.
Aquello podía salir mal, muy mal. Pero, oye, cabía la posibilidad de que saliese bien
¿No?
Venga, buena vibra, ven a mí, ven a mí, ven a mí.
Ommm. Namasté.
—Necesito tranquilidad, eso ya lo sabes.
—Soy una persona tranquila, lo que pasa que es que no me conoces.
—De acuerdo, yo pongo mis condiciones y tú las tuyas.
—¿Y si no estamos de acuerdo en algo?
—¿Te gusta el vino? —me preguntó.
—El blanco, sí.
—Bien, tengo una botella enfriándose en la nevera. Creo que esto deberíamos hablarlo
mejor cuando los señores de tu mudanza hayan terminado.
Y así lo hicimos. Una vez aquellos hombres tan trabajadores terminaron de subir todas
mis cajas, nos dispusimos a abrir aquella botella de vino para negociar nuestras
condiciones y sellar un acuerdo justo de convivencia.
Eran las ocho pasadas cuando Raúl dispuso dos copas de vino sobre la mesita baja de
madera y nos sentamos en el sofá.
—Oye, unas olivitas o algo ¿No te parece?
Le arranqué una mini sonrisa. ¡Anda! ¡Si sabía sonreír! ¡Milagro!
Mis cajas todavía seguían apiladas unas encima de otras en el recibidor, pero aquello
podía esperar.
Raúl puso dos boles sobre la mesa. Uno con aceitunas y otro vacío.
Cogí una de ellas y me la metí en la boca.
Riquísima. Dejé el hueso sobre la mesa.
—¿Para qué te crees que he puesto el bol vacío?
Puse los ojos en blanco.
—Eres un poco maníaco ¿No?
—Tengo mis cosas. ¿Empezamos?
—Cuando quieras.
—Bien. Empiezo yo, si te parece.
Le hice un gesto con la mano para que arrancase a hablar.
—Como te he dicho, quiero tranquilidad porque me gusta la tranquilidad y, porque
además, la necesito para estudiar. Segundo, la perra fuera del sofá, no quiero que deje
pelos. Tercero, ¿ese bicho de la jaula huele mal? No me gustan los animales, te lo digo de
antemano. Cuarto, soy muy ordenado y limpio, por lo que detesto el desorden y la
suciedad. Opto por hacer un cuadro de tareas en el que nos repartamos las labores de la
casa. Y… creo que ya está.
Mi ceja se mantuvo erguida durante toda la formulación de sus condiciones.
—De acuerdo. Primero, como te he dicho, soy una persona tranquila ¡Si hasta hago
yoga! Segundo, la perra está acostumbrada a dormir conmigo, por lo que no puedo decirle
que no suba al sofá, no lo admite. Tercero, Sasi es una cobaya y no, no huele mal. Cuarto,
yo también opto por el cuadro de tareas ese que dices…
En cuanto a mis condiciones, solo pido poder tener un pequeño jardín con macetitas en
el balcón, me encantan las plantas. Así que tendremos que adecentarlo un poco para ello y
para poder hacer ahí por las mañanas yoga y pilates. Eso y, las noches de los sábados,
tener el salón para mí, quiero ver pelis mientras me hincho a comer mierda.
—De acuerdo, mañana mismo haré el cuadro de tareas. Me parece bien lo del balcón
siempre que te ocupes tú y lo del sábado está hecho.
—Me parece perfecto. ¿Cuál es tu habitación?
—La grande.
—¿Y eso por qué? ¿No deberíamos sortearla?
—Porque yo llegué primero y tengo todo instalado ya.
—Bueno, vale. Te lo dejaré pasar. Pagaremos a medias, ¿no?
—Por supuesto.
—Bien, ¿qué te parece si pedimos comida a domicilio? Tengo hambre y no me apetece
cocinar nada.
—Bien, ¿japonés?
—¿Comida cruda? Ni de coña.
—Pues… ¿Qué te gusta?
—¿Chino?
—¿Quieres que me dé una indigestión?
—¿Kebap?
—¿Perro colgado?
—¿Perro colgado? —me carcajeé.
—Desde luego. ¿Qué te parece si pedimos unas pizzas? A todo el mundo le gusta la
pizza.
—¡Sí! ¡Me pirra!
—¿Con piña?
—No me jodas, medicucho…
—Vale, vale… una york con queso y una barbacoa.
—Genial.
—La que nos ha liado Doña Aurora ¿Eh?
—La que nos ha liado… —le di la razón suspirando.
Y así, entre trozos de pizza barbacoa y de york con queso entablamos conversación
para conocernos mejor. Parecía que me caía mejor el medicucho, pero no quería hablar
muy alto porque no nos conocíamos de nada.
La botella de vino cayó en lo que las pizzas llegaban y, cuando por fin las tuvimos
delante, las acompañamos con un par de botellines de cerveza.
Aquella era la mayor locura en la que me había visto envuelta. Compartir piso con un
desconocido del que no sabía absolutamente nada y con el que parecía que no tener nada
en común.
¿Cómo saldría aquello? ¡Sigue leyendo!








Ring. Ring. Ring. La alarma de mi teléfono móvil me despertó con el mismo sonido
estridente de siempre.
Un día más compartiendo techo con Raúl y un día menos para tomar la decisión final.
Habíamos sobrevivido a la primera noche. A ver qué tal se daba el día…
Nueve en punto de la mañana.
Me levanté llena de energía a pesar de los contratiempos del día anterior.
Me desperecé como un gato antes de quitarme la sábana que me cubría.
Todavía tenía todas mis cosas empaquetadas en las cajas y tan sólo me había dignado a
sacar la noche anterior las pertenencias estrictamente necesarias. Es decir: las sábanas, el
pijama, una muda para el día siguiente, un par de toallas con las que secarme después de la
ducha, mis utensilios de aseo y mis infusiones.
¡Oh, yes! Soy “La Hierbas”.
Me quité la sábana y sentí fresquito.
Ya se sabe, estábamos en Junio pero en Alicante el calor nunca termina de llegar
cuando toca y tampoco se termina de ir cuando debe.
Perla estaba durmiendo como un lirón todavía cuando yo me levanté de la cama y,
después de coger un short vaquero y una camiseta básica que preparé la noche anterior, me
dirigí al baño.
Abrí la puerta sin llamar y cuando entré dentro me asusté.
La luz encendida. Un pijama tirado en el suelo de cualquier manera. Un chico más rico
que el pan bimbo con nocilla desnudo. Delante de mis ojos. Empalmado. Con el pelo
revuelto de dormir y los morritos hinchados y rosados.
Y yo ahí, delante de él. Sola. Observándole. Rígida como un palo de escoba. Con los
ojos puestos donde ya te imaginas.
Fue sin querer. Lo juro.
Lo de abrir la puerta sin llamar, digo. Lo otro no, lo otro fue queriendo.
Ya que estamos…
¿Es que hay alguien en su sano juicio que no se hubiese quedado mirando esa vara del
pecado?
No, ¿Verdad?
Venga, pues eso.
Me declaro inocente por entrar sin llamar y culpable por tener ojos en la cara.
—Los ojos los tengo en la cara —me soltó.
Hablando de ojos…
—Perdón, perdón, perdón….
Fue lo único que pude decir antes de cerrar corriendo la puerta del baño.
Sentía cómo las mejillas me ardían de vergüenza y me temblaban hasta las manos.
¡Qué tonta!
A ver… Roni, es solo una pirula.
¿Una pirula?
Sí, una chucha, el pajarito, la colita, un pene, un falo…
¡Una anaconda!
Claro, si es que es médico. ¿Qué quieres?
¿Y qué tiene que ver que sea médico?
Pues que sabe alimentarse bien y qué vitaminas tomar.
Me pegué yo sola un golpecito en la cabeza con la palma de la mano cuando me di
cuenta de la conversación tan inútil que estaba teniendo con mi subconsciente.
Y seguía ahí. Detrás de la puerta, en el pasillo. Como una imbécil. Y él dentro,
dispuesto a ducharse. A frotarse con su gel, el cual fijo olía de maravilla, ese cuerpo del
demonio.
Frena.
No le conoces. Es tu compañero de piso y punto pelota.
Me acerqué de nuevo a mi habitación y Perla seguía roncando.
Así que me dirigí a la cocina y me preparé un café con leche a ver si me sosegaba un
poco.
Cuando llevaba media taza de café ingerida, escuché a Raúl abrir la puerta del baño y
dirigir sus pisadas hacia la cocina.
—Norma número uno: antes de entrar, toca.
Asentí como una niña asustada, los ojos puestos en la barra americana de la cocina.
Pero realmente no sentía miedo, sentía vergüenza pura y dura.
Uno de esos momentos de «Tierra trágame».
—Me marcho a trabajar —me dijo en lo que se servía un café solo.
Se lo bebió de un trago y añadió:
—Que tengas un buen día.
—Igualmente —fue la única palabra que mi atontado cerebro pudo ordenar articular a
mi boca.
Escuché la puerta cerrarse y por fin pude relajarme.
Me di una ducha rápida que consiguió templarme los nervios y, después de vestirme,
saqué a Perla a pasear.
Le di un largo paseo de cinco manzanas y, al volver, limpié la jaula de mi cobaya y le
eché un vistazo al balcón.
Sin duda necesitaba una buena limpieza si quería utilizarlo para practicar pilates y
yoga.
Así que me empleé a fondo en ello hasta más o menos las once y media de la mañana.
Después me hice un sándwich y revisé mi cuenta bancaria y el dinero que tenía en
efectivo.
—Genial, vamos a comprar plantitas—me dije a mí misma en voz alta.
Me ilusioné de inmediato con la idea, así que no demoré más mi partida y salí de casa
oyendo algún que otro ladrido de Perla por haberse quedado sola.
Es lo que hay, amiga, hay que ser independiente, pensé con el corazón un poco
encogido.
Fui a paso rápido hasta un vivero pequeño que había localizado cuando salí con Perla a
pasear y no vacilé en entrar cuando llegué a la puerta.
La mujer que me atendió fue muy agradable. Tanto, que al observar mi pasión por las
plantas mientras comentaba con ella las que estaba buscando y, al necesitar ella una
ayudante en su negocio, me ofreció un contrato de trabajo por las tardes unas tres horas de
lunes a viernes.
Salí de allí más contenta que unas castañuelas.
Con mis libros me iba bien, al menos sacaba un pequeño sueldecillo cada mes, además
cobraba paro de mi anterior trabajo en una cafetería.
Pero el hecho de tener la posibilidad de trabajar con flores y plantas cuando me
propuso el puesto de empleo me había iluminado los ojos.
Así también tendría una excusa para dejar a Perla sola.
Quedé con Inés, la dueña del vivero, en ir al día siguiente a firmar el contrato.
¡Qué bien!
De camino a casa, cargada con un rosal blanco, un par de cactus pequeños, una planta
de manzanilla, otra de menta y unas cuantas bolsas de semillas, me acordé del dinero de la
fianza y del mes de alquiler pagado por adelantado.
Eso debería hablarlo con Raúl y con Doña Aurora porque esta mujer, a lo tonto, se
había llevado un buen pico entre los dos. Raúl también debería haber pagado fianza y mes
adelantado.
Encima yo había dado dos meses al haber alquilado la casa con agencia.
Sí, esto debía hablarlo con Raúl y posteriormente debíamos hablarlo los dos con Doña
Aurora. Menuda pájara, la tía.
Cuando llegué al portal, todavía escuchaba a Perla aullar desde abajo. Genial.
Había estado todo el rato que había tardado llorando.
Quería pensar que pronto se acostumbraría a estar sola. Se supone que los perros se
adaptan a todo.
Cuando subí y entré al piso, la ignoré hasta que estuvo más calmada y una vez lo hubo
conseguido, entonces la dejé subir al sofá y le acaricié la cabeza.
Después me dispuse a ordenar el balcón e instalar los nuevos seres vivos a mi cargo.
No planté las semillas, con los nervios del contrato se me había olvidado comprar
maceteros y tierra.
Cabecita loca, la mía.
Una vez estuvieron las nuevas plantitas ubicadas a mi gusto en aquel maravilloso
balcón, me dispuse a desembalar algunas cajas y a colocar mis cosas en su sitio.
Quizá solo duraran quince días colocadas o, quizá no. Pero no iba a dejarlas en las
cajas.
Cuando se hizo la hora de comer me hice una crema de verduras y pollo y unas
croquetas de jamón de segundo.
En lo que me comía esas croquetas congeladas, Raúl entró en casa.
—Lo siento, no he preparado nada para ti —me disculpé nada más verle.
—No tienes porqué, soy ya mayorcito.
Vaya, qué borde el tío. Ya sabía que era mayorcito. Cuando entablamos conversación
el día anterior, me dijo que tenía treinta años.
—No sabía que venías a comer, de todas formas.
—Tranquila.
—¿Todo bien? —le pregunté al observar su ceño fruncido.
—Mucho trabajo, eso es todo.
—¿Estás cansado?
—Sí —me contestó de manera seca.
No dije nada más y me centré en pinchar trozo de croqueta y metérmelo a la boca para
masticarlo. Así, en bucle, hasta que terminé.
Raúl se preparó algo rápido para comer y se sentó a mi lado, en la barra americana de
la cocina.
—Siento las formas… cuando estoy cansado me pongo de mal humor.
—No tiene importancia —le dije recogiendo mi plato y mi vaso.
—¿Qué has hecho durante la mañana? —me preguntó para mi sorpresa.
—He limpiado el balcón, no veas cómo estaba… Después he ido al vivero a comprar
unas plantas y… ¿A que no sabes qué?
—No ¿Qué? —me dijo encogiéndose de hombros.
—Inés, la propietaria del vivero, me ha hecho un contrato de trabajo para las tardes.
—¿En serio? Eso es genial —me sonrió.
¿Ves? Si podía ser majo y todo.
Aplaudí ante sus palabras con mis manitas y me fui a tirar al sofá con la intención de
dormir la siesta.
Raúl se terminó su comida y se metió en su habitación.
Cuando me desperté eran las cinco y media y Raúl seguía allí metido.
Quizá estuviera dormido. Tenía que hablar con él del tema de las fianzas, así que allí
que fui, con Perla pisándome los talones.
—¿Raúl? —lo llamé tocando a la puerta esta vez.
—Pasa.
Allí estaba, tendido en su cama, con las gafas de pasta puestas, sin camiseta, un
pantalón finito de pijama de color negro y con un ordenador portátil encima de sus
piernas.
—¿Estás ocupado? —le dije apoyándome en el marco de la puerta de su habitación.
—Depende. Estoy estudiando —me avisó.
Me quedé callada unos instantes.
—Oye —le dije al fin.
Él resopló.
—Roni, te he dicho que estoy estudiando. Dime.
—¿Tú sigues estando seguro de esto?
—¿De esto? ¿Qué es esto?
Puse los ojos en blanco. Para ser médico y tener tantos estudios, parecía ser algo
cortito el chico.
—De vivir juntos estos quince días.
—Sí. ¿Por?
—Porque he estado pensando y me he acordado de que ambos pagamos fianza y mes
de alquiler por adelantado. Y, en mi caso, pagué dos meses por adelantado ya que firmé
por agencia —le dije entrando a su habitación y sentándome a su lado, en un hueco libre
de la cama.
Perla entró haciendo ruido con sus patitas.
—La perra fuera de la habitación —dijo cerrando la tapa de su portátil.
—Perla, vete.
Pero ella no se iba.
—Tranquilo, no va a hacer nada.
Él resopló, pero no dijo nada.
—Bueno, ¿qué opinas?
—Tienes razón, llamaré a Doña Aurora en un rato y veremos qué dice al respecto.
—De acuerdo, me parece…
Pero interrumpí mi frase al descubrir de reojo que Perla estaba haciendo pipí en un
rincón de la habitación de Raúl.
Dios…
—¿Qué pasa? —me preguntó él al comprobar que me quedé callada y no terminé mi
frase.
—¿Eh? No. Nada.
—Roni, ¿qué pasa?
Me mordí el labio inferior intentado esbozar una sonrisilla, pero solo me salió una
mueca.
Los ojos se me fueron al lugar donde el pis de mi perra reposaba calentito y recién
hecho y Raúl miró hacia allí.
Me tapé los ojos con una mano y agaché la cabeza.
Él se levantó corriendo de la cama, asustándome, y fue hacia aquel rinconcito que
Perla había saboteado.
—Dime que esto no es pis de perro.
—No es pis de perro.
—¿Me estás vacilando, Roni? Porque no estoy de humor para tonterías.
—Lo siento, lo siento, lo siento.
Me levanté corriendo y fui hacia donde él se encontraba.
—Límpialo antes de que me dé algo.
—Voy, voy, voy.
Maldita Perla.
En un abrir y cerrar de ojos llené el cubo de fregar de agua y le puse mucha lejía.
—Ya estoy, ya estoy, ya estoy —le dije una vez estuve dentro de su habitación, fregona
en mano.
Limpié el pipí y me sentí más tranquila.
—¿Has echado lejía?
—Sí. ¿Qué pasa?
—Roni… ¡Es tarima flotante! Me encargué personalmente de comprar cada producto
de limpieza… ¡Dios! ¡Tienes que utilizar el producto adecuado!
Me volví a morder el labio.
Vaya por Dios… Qué desastre era.
—Lo…lo siento, Raúl.
—Déjalo, ya déjalo. Apúntalo para la próxima vez.
Si es que había próxima, pensé. A ese paso tenía los pies de la casa más fuera que
dentro.
Eres idiota, Roni.







Ring. Ring. Ring. La alarma de mi teléfono móvil me despertó con el mismo sonido
estridente de siempre.
Un día más compartiendo techo con Raúl y un día menos para tomar la decisión final.
Las nueve en punto de la mañana.
Me acordé al instante de mi cagada del día anterior con él cuando Perla se hizo pipí en
su habitación.
Bichito meón.
La miré y tenía los ojitos ligeramente abiertos. Más que una perra, parecía una
marmota de tanto que dormía.
Cogí unos pantalones de deporte y una camiseta básica blanca que ya tenía colocados
dentro del armario y me calcé unas chanclas básicas negras de playa.
Me miré al espejo de la habitación y contemplé mi rostro.
Aceptable, pensé pasando mis dedos por debajo de mis ojos.
Me hice un moño rápido y alto recogiéndome todo el pelo y fui al baño a lavarme la
cara y los dientes.
Después, bajé a Perla al suelo y rápidamente le puse el arnés y la correa para salir a
pasear, de lo contrario tendría que aguantar otro numerito de Raúl si a Perla se le ocurría
volver a mearse en algún sitio.
Estiré un poco las sábanas de la cama, volví a mirarme al espejo mientras Perla me
observaba desde el suelo y en marcha.
Al pasar por delante de la cocina me encontré a Raúl tomándose una tostada
acompañada de un zumo de naranja mientras hablaba por teléfono.
Normal que esté así de bueno, no veas cómo se cuida el tío, pensé.
Y, al instante, intenté que se me borrase la cara de idiota que se me ponía cada vez que
me cruzaba con él desde que le vi en pelotas.
Mejor dirás desde que le viste las pelotas, me dijo mi subconsciente cochinote.
Resoplé y me maldije a mí misma por tener la mente tan sucia.
—Buenos días —le saludé.
Él levantó la vista de su tostada y me miró.
Qué guapo era. Hasta siendo borde era guapo.
—Buenos días —me dijo en voz bajita al tiempo que señalaba el teléfono con su dedo
índice.
Asentí repetidas veces con la cabeza.
—Luego te cuento —me dijo en el mismo tono de voz.
Le levanté el dedo pulgar en señal de aprobación y me fui a la calle con Perla.
Le di el mismo paseo del día anterior, por aquellas cinco manzanas en las que estaba
ubicado el vivero.
Por la tarde iría a firmar el contrato de trabajo con Inés y estaba muy contenta por ello.
Al volver a casa, Perla estaba cansada de andar y yo tenía un hambre feroz porque aun
no había desayunado, así que iba dispuesta a hacerme un desayuno de campeonato.
Pero Raúl me sorprendió habiéndomelo preparado él mientras yo estaba de paseo con
mi perrita.
Qué detalle.
—Vaya, gracias, no lo esperaba.
—¿Y eso?
—Como eres tan…
—¿Tan…?
—Olvídalo —le dije sonriendo.
—Roni…
—¿Sí? —me interesé cogiendo la tostada de mantequilla y mermelada de melocotón.
—Sé ser amable, ¿vale? Ya te dije que cuando estoy cansado me pongo de mal humor,
pero no siempre estoy cansado y soy…
—¿Eres?
—Agradable.
—Ajá.
Le escuché suspirar.
—Bueno, he estado hablando con Doña Aurora y vendrá durante la mañana a dejar el
dinero que pagamos. El mes que diste por adelantado en la agencia se lo quedan ellos y el
mes que le diste a ella se lo queda a ella. Va a devolver todo lo demás y nos lo
repartiremos. Te abonaré, por supuesto, mi mitad de ese dinero que se han quedado.
—Genial ¿No?
—Sí. Ha salido bien.
—Era lo justo.
—Sí.
—Ahora se pensarán que nos vamos a quedar aquí los dos.
—¿No es así?
—Estamos en el tercer día de convivencia. Quedan todavía doce.
—¿Llevas la cuenta?
—¿Tú no?
—No. Tengo mucho trabajo para pensar en eso.
—¿Estás queriendo decirme algo?
—¿Qué? No. Tengo que irme a trabajar. Luego me cuentas. Hasta luego.
Le miré sin decirle nada.
A tomar por saco el detallito del desayuno.
Decidí quitarme sus insinuaciones de la cabeza y me terminé el desayuno
tranquilamente.
Después le puse comida y agua limpia a mi cobaya y me dirigí al balcón a
continuación de buscar la esterilla de yoga y el incienso.
Después de una hora de relajación con música ambiental y olor a incienso, decidí
terminar de desembalar mis pertenencias y colocarlas en mi habitación al ritmo de
Amaral.
¡Me pirraba!
Cuando me quise dar cuenta era casi la hora de comer y estaba muerta de hambre, así
que abrí la nevera en busca de alimentos con lo que hacerme algo potente para comer.
El timbre sonó y yo maldecí a Doña Aurora por venir precisamente en el momento en
el que estaba dispuesta a cocinar.
¡Vaya horas!
Pero, al igual que desde el momento en el que pisé aquella casa y me embarqué en
aquella absurda aventura, la vida no paraba de sorprenderme.
Casi no me dio tiempo a abrir la puerta, una chica de punta en blanco entró como si
fuese un vendaval sin ni siquiera saludarme.
Menuda educación para tratarse de una pija consentida, como seguro que era debido a
su vestimenta.
La seguí después de salir de mi estupefacción y la encontré en el comedor.
—¿Dónde está?
—¿Disculpa?
—Te he hecho una pregunta —me dijo de malos modos.
—Oye, mira… estás en mi casa ¿de acuerdo? Y acabas de entrar como los burros, ni
siquiera me has saludado —le dije todo lo contenida que pude, la pija me estaba tocando
las narices con su falta de educación y respeto.
—¿Tu casa?
—Sí, mi casa.
—Así que vive contigo.
—¡¿Quién?! —le dije exasperada.
¿De qué iba esa tía?
—Así que se ha buscado una nueva zorrita sin decirme nada.
—Perdona, ¿acabas de llamarme zorra?
—Sí. ¿Algún problema?
—Pues mira, ahora que lo dices, muchos. Entras en mi casa como un huracán sin mi
permiso, no me saludas, no sé quién eres y encima te tomas el privilegio de insultarme en
mi cara. Tengo muchos problemas contigo, mona. No me gusta la gente maleducada como
tú. Márchate.
Aquella se carcajeó delante de mí.
Y encima se reía… ¡El colmo!
—No me cuentes tu vida, guapa. No me voy a ir de aquí hasta que no hable con Raúl.
—Bueno, pues Raúl ahora mismo no está, está trabajando y yo no te quiero aquí, así
que pírate porque ya me estás cansando.
—¿Y si no? —me dijo encarándose a mí.
—Si no, te echo yo misma a patadas.
Nos aguantamos las miradas, retándonos, durante los cinco segundos más largos de mi
vida. Pero no iba a ser yo la primera que apartara la mirada. Ella se lo había buscado
faltándome el respeto de aquella manera.
Un instante después, Raúl abrió la puerta del piso con sus llaves y me llamó desde el
recibidor.
Pestañeé y aparté la mirada de la choni/pija.
—Estoy en el comedor —le dije sin moverme.
—¿Ha venido Doña Aurora? Espero que ya esté todo solu…
Pero no terminó la frase, porque su cara palideció y se quedó quieto, plantado ante
nosotras.
—Marina… ¿Qué haces aquí? ¿Cómo has dado con mi dirección?
—Tengo mis contactos —le contestó ella.
—Te dije que no me buscaras —le advirtió mientras dejaba su maletín, el móvil y las
llaves sobre la barra de la cocina americana.
—¿Estás con esta?
—Marina… lo nuestro está acabado. Muerto. Ya te dije que no quería saber nada de ti.
¡Deja de acosarme!
Creo que tuve que cerrarme la boca con una de mis manos porque aquello sí que no me
lo esperaba.
Raúl tenía una ex novia tarada.
Vaya, vaya… Y parecía tonto el medicucho.
—Pero Raúl… —le suplicó.
—Ni Raúl ni nada. Vete, Marina. He rehecho mi vida y te quiero fuera de ella a la de
ya.
Ella entrecerró los ojos con malicia mientras le observaba.
—¿Con ella?
—Sí —le dijo al tiempo que se acercaba a mí y me rodeaba los hombros con uno de
sus grandes y fornidos brazos —. Con ella.
¿Qué estaba pasando?
¿Cupido, le has flechado al medicucho con mi amor y yo no me he enterado?
¿Cuándo hemos empezado a salir?
Mi cara era un poema, claro.
—Muy bien — dijo ella la mar de bien y súper convencida.
Pero convencida estaba yo de que era bipolar la tía. O gilipollas, esa también era una
buena opción.
Él pareció relajarse y dejó de rodear mis hombros.
Pues vaya…, pensé poniendo los ojos en blanco.
Se separó unos centímetros de mí y ella aprovechó para pegarme un golpe en la nariz
con una de sus manos.
¿Pero qué…?
¡Casi me tira al suelo la muy bestia!
Grité de dolor y me cogí el tabique de la nariz con ambas manos. Tenía los ojos
aguados y me noté la sangre líquida manar de mi nariz y recorrer mis dedos.
¡Será puta, la tía! ¡Puta, bestia y bipolar! ¡Si es que lo tenía todo!
—¡Marina! ¿Pero qué haces? ¡Vete! ¡Vete de aquí ya!
Pero a ella no le hizo falta que Raúl la echase o volviese a repetírselo. Se frotó un par
de veces la mano con la que me había golpeado y se marchó sin más.
—¡Cuánto lo siento, Roni! ¡De verdad! ¡Será bestia…! — se disculpó intentando
examinarme la nariz.
—Ella bestia y tú idiota. ¿Se puede saber qué haces? ¿Por qué le dices que estás
conmigo?
—Pues… para que se marchara, para librarme de ella. No te imaginas cómo me acosa,
Roni. Por eso me mudé a esta casa.
—Vete a la mierda, Raúl. Vete a la mierda —le dije muy cabreada al tiempo que me
apartaba de él y me encerraba en el baño.
Menudo tercer día… de mal en peor iba todo.
Aunque aquello no acabó ahí, porque tuve que presentarme en el vivero con la nariz
roja como un tomate y con un algodón todavía metido en uno de los orificios por si
sangraba de camino.
Menudo golpe me dio… la muy perra.
Y a eso tuve que sumarle los intentos en vano de Raúl durante toda la tarde de
disculparse.
No paró hasta que me encerré en mi habitación con la cobaya, la perra y los cascos
puestos en el móvil con Amaral, y le grité que me dejase tranquila de una vez.
Estaba de un humor de perros a pesar de haber firmado aquel contrato de trabajo.
Aquello no iba a salir bien, no podía salir bien.







Ring. Ring. Ring. La alarma de mi teléfono móvil me despertó con el mismo sonido
estridente de siempre.
Un día más compartiendo techo con Raúl y un día menos para tomar la decisión final.
Las nueve en punto de la mañana.
Y el cuarto día no es que me acordase del desastre del día anterior, más bien maldije
mi estancia en esa casa, que más que casa parecía un manicomio, porque no entraban y
salían más que locos. Y me incluyo en ese saco, ya que no sabía quién cojones me había
mandado a mí a meterme en aquello.
¡Ah, sí! Raúl. El maldito y estúpido Raúl.
Y buenorro.
Y maleducado.
Y guapo.
Y borde.
Y buen partido.
Y huraño.
Y con esas gafitas que le daban ese toque intelectual que…
¡Basta!
Estaba claro que mi subconsciente me estaba echando un pulsito y me estaba ganando.
Pero dejando a parte todo eso… ¡Me dolía la nariz horrores!
Incluso al respirar.
Dejaré de respirar.
No respiraré nunca más.
Te morirás, Roni.
Aunque me muera…
Otra vez aquella vocecilla del diablo…
Estaba claro que no podía dejar de respirar, así que desde ese momento probaría a
hacerlo con la boca, algo que nunca se me daba bien, ni siquiera cuando estaba constipada
y con la nariz congestionada hasta los topes. Siempre acababa respirando por la nariz,
inspirando con fuerza hasta que los mocos me llegaban al cerebro y se me despejaban los
orificios nasales.
Quizá por eso estaba un poquito gilipollas.
Quizá por eso hacía ese tipo de tonterías como meterme a vivir en una casa de alquiler
con un completo desconocido y acabar con la nariz medio rota por culpa de la lunática de
su ex.
Estaba yo inmersa en todo aquel galimatías de pensamientos absurdos cuando unos
nudillos tocaron a la puerta de mi habitación.
Y allí estaba él, después de que le diese permiso para entrar en mi cuarto con un
congestionado “adelante”, plantado a la entrada de mi santuario con una bandeja en las
manos, cara de arrepentimiento, un pijama que sería pecado llevarlo en ese cuerpazo y el
pelo revuelto de dormir.
¡Dios, dame estos despertares cada día!
Pero sin dolor de nariz, gracias.
—¿Puedo pasar? —me preguntó.
—Ya estás casi dentro.
Asintió con la cabeza y pasó con aquella bandeja en las manos, en la que portaba cosas
deliciosas para desayunar.
Me había traído el desayuno a la cama.
Qué detalle. Qué mono, él.
—¿Cómo te encuentras?
—Quiero dejar de respirar.
Él levantó una de sus cejas.
—Aunque me muera —me quejé.
—¿Te duele?
—De ahí a que quiera dejar de respirar —le dije entre lágrimas.
—Deja que te vea.
Dejó la bandeja en el escritorio de mi habitación y se sentó en el lado libre de la cama.
—Ayer no me dejaste ni mirar qué te había hecho…
—Normal.
—Soy médico, Roni.
—Eres persona antes que médico.
—Ya…
Se acercó.
Miró mi nariz a una distancia prudente como para poder inspeccionar los daños, pero
sin acercarse demasiado.
—No parece rota.
—¿Sigue roja?
—Mñe…
—¿Qué significa eso?
—Se está poniendo…
—¿Cómo?
—Un poco…
—¡¿Cómo se está poniendo?!
—Un poco morada.
—Oh, Dios… ¿Qué he hecho yo en otra vida para merecer esto?
—¿Te ha vuelto a sangrar?
—No.
—¿Me dejas tocar? — me dijo acercándose un poco más.
¿Tocar? ¿Había dicho tocar?
¿Qué quiere tocar?
—¿Cómo?
—La nariz, ¿me dejas palparla para ver si está rota?
La nariz, sí, por supuesto.
Se refería a la nariz, obviamente. No entendí por qué me puse tan nerviosa de repente.
Y se volvió a acercar.
Más todavía.
Estábamos cara a cara. Podía ver el marrón tan sumamente clarito de sus ojos y
ahogarme en él.
Jamás había visto unos ojos del color de la miel tan bonitos.
—¡Au!
—Perdona, tenía que moverla para comprobar que el tabique está bien.
—¿Y lo está? —le pregunté inhalando su dulce aliento. Olía a pasta de dientes.
—Sí, está perfectamente. Solo tienes el golpe, que fue bastante fuerte.
—¿Bastante fuerte? ¡Casi me rompe la nariz esa lunática!
—Lo siento, Roni, créeme que lo siento mucho. No debiste presenciar ese espectáculo
y mucho menos te mereces ser golpeada por Marina.
—Te recuerdo que fue culpa tuya lo que pasó.
—¿Culpa mía?
—Exacto. Le dijiste que estabas conmigo. ¿Cómo eres tan mentiroso?
—Ya te dije que era para librarme de ella.
—¿Y por qué tienes que meterme a mí en tus problemas? —le pregunté indignada.
Él se había alejado cuando la conversación se truncó al hablar de su ex.
Así que se volvió a acercar.
—Vale… Roni, mira, no quiero discutir. En serio, lo último que quiero es discutir
contigo.
No quiero que estés mal tú y tampoco que lo estés conmigo —me dijo con la
sinceridad reflejada en sus ojos. —Perdóname, no debería haberte metido en esto.
Y entonces lo sentí. Un vuelco en el corazón. Inesperado. Fuerte. Casi doloroso.
Y estaba cerca, muy cerca.
Mucho. Demasiado.
Se acercó lentamente a mí. Nuestros labios estaban a punto de juntarse.
Y entonces…
—¡Ah! —exclamó asustándome.
Perla le había saltado encima y le había mordisqueado un poquito una oreja.
—¡Perla! Lo siento, es que es muy…
—¿Celosa?
Me mordí el labio inferior.
—Será mejor que la saque a pasear enseguida.
Él asintió y, señalando la bandeja con el desayuno que había preparado para mí,
añadió:
—Cómetelo todo y tomate analgésico cada cuatro horas e intercálalo con
antiinflamatorio.
En un par de días estarás bien otra vez.
Y se marchó de la habitación.
—Eres una entrometida —le dije a mi perrita mientras la señalaba con el dedo.
Ella me ladró.
—Bruja —le dije, y después le saqué la lengua.
Me vestí y nos fuimos a pasear.
A la vuelta Raúl ya se había marchado a trabajar y me encontré a Doña Aurora en la
puerta de casa.
—Roni, guapa…¡Anda! ¿Qué te ha pasado en la nariz?
—Una historia complicada, Doña Aurora.
¿Viene por lo del dinero?
Ella asintió.
—De acuerdo. Será mejor que pase.
Con todo lo que pasó el día anterior ninguno de los dos nos percatamos de que Doña
Aurora no había aparecido para pagarnos lo que nos debía.
No me apetecía para nada tener que darle explicaciones sobre mi nariz ni entablar ninguna
conversación con ella, así que hicimos el arreglo de cuentas todo lo rápido que fui capaz,
dirigiendo la situación, y no tardó en marcharse.
Di cuenta del desayuno que me había preparado Raúl en la barra de la cocina americana y
después arreglé un poco mi habitación.
Hice una hora de pilates sobre mi esterilla roja en el balcón y le arreglé un tallo que estaba
un poco pocho al rosal blanco.
Y, acto seguido de picar algo para almorzar, llegó mi momento.
Ese que había estado esperando desde que puse los pies en aquella casa: hacer el patrón de
capítulos de mi nueva novela y tomar todas las notas con papel y boli que tanto me
acribillaban la cabeza.
Aquella historia me ilusionaba, me entusiasmaba y hacía que el corazón me latiera con
fuerza con cada nota que apuntaba en mi cuaderno de anillas azul.
Me introduje tanto en aquella tarea, que cuando Raúl llegó a la hora de comer de trabajar,
yo no había probado bocado y él preparó algo para los dos.
Comimos juntos en un silencio que, a pesar de ser algo denso, no me incomodó lo más
mínimo, ya que seguía absorta en los apuntes de mi nuevo proyecto, esa novela que creía
que sería un pelotazo.
Me dormí un ratito la siesta y después me fui a trabajar, llegando tres horas después a casa
más cansada de lo que pensaba de tanto transportar de un lado a otro del vivero sacos de
tierra.
Pero ahí no acabó la cosa, Raúl me echó una reprimenda porque Perla había estado
llorando desde que me había ido a trabajar y no le había dejado estudiar en absoluto.
Señor, llévame pronto.
Cuarto día de nuestra aventura, el peor de los cuatro.
No mientas, no todo ha sido mal, el médico de gafitas casi te besa, me dijo mi
subconsciente de nuevo.












Ring. Ring. Ring. La alarma de mi teléfono móvil me despertó con el mismo sonido
estridente de siempre.
Un día más compartiendo techo con Raúl y un día menos para tomar la decisión final.
Las nueve en punto de la mañana.
El quinto día, viernes, no desperté con ese dolor infernal de nariz, ya que hice caso de
las recomendaciones de mi doctor particular, ese desconocido que tenía por compañero de
piso.
Aunque tampoco amanecí con tal maromo que estaba para tomar pan y mojar con una
bandeja en las manos con mi desayuno recién hecho entrando en mi habitación con ojitos
culpables.
Una de cal y otra de arena, si es que ya lo dice el refrán.
Ya casi no me dolía al respirar, así que decidí tomarme el día con energía y buena vibra
y, además, seguir tomando los calmantes tal y como Raúl me había dicho.
Me levanté como un resorte y me vestí rápidamente para sacar a mi perrita a pasear.
Desayuné bien, aunque tuve que prepararme los manjares yo solita, y me dispuse a
limpiar de nuevo la jaula de mi cobaya. Solía limpiarla de dos a tres veces por semana.
Sasi era un amor, pero la tía era muy guarrindonga.
Y le eché en falta. Al médico. A Raúl. A mi compañero de piso bipolar que no sabía
todavía por dónde pillarle. Porque, claro, un día era extremadamente borde conmigo y me
echaba broncas absurdas y, al otro, intentaba besarme.
Intentaba besarme…
¡Intentaba besarme!
Sí, Roni, guapa, ya nos hemos enterado todos de que Raúl intentó besarte.
Mi subconsciente de nuevo, claro, no había minuto que no saltara para decirme las
cuatro verdades que yo no veía o, quizá, que no quería ver por…¿Miedo?
¿Miedo?
Sí, miedo.
Tenía miedo de empezar a sentir algo por aquel chico al que no entendía y con quien
no me llevaba bien la mayoría del tiempo.
Aquel chico que era incompatible conmigo.
¿Sentir algo?
No. A ver… estaba claro que sentía una atracción física bastante potente. De esas que
te retuercen el estómago y también los puntos bajos hasta el punto de, si se presenta la
oportunidad, decirle: empótrame y hazme tuya hasta que me olvide de cómo me llamo.
Pero, de ahí a sentir algo más… de sentir amor…
Amor.
Qué palabra tan grande. ¿No?
Y tan bonita.
Y tan mala cuando te hace sufrir…
No. Rotundamente no. De ahí mi miedo.
No podía dejar que pasara a más. No podía dejar que esa atracción física tan potente
hacia él se convirtiera en mariposas en mi estómago.
No.
¿Y si pasa?
Si pasa asesino a las mariposas.
¡Pobres!
Asesino a las putas mariposas, he dicho.
Como podrás comprobar, mi subconsciente y yo teníamos una relación íntimamente
estrecha en la que nos decíamos todo lo que pensábamos sin filtro.
Los filtros no existían.
Y, pienso muy seriamente, que muchas veces la vida sería mejor si no hubiera filtros.
Aplícate el cuento, mona, me susurró.
¿Qué cuento?
Dile lo que te sucede.
Sí, claro, le digo que quiero que me empotre.
Verás como a él no le importa cumplir tus deseos.
Puse los ojos en blanco ante aquellas ocurrencias.
Por favor, lector, tú que me acompañas en mi historia, no pienses que estoy loca.
Es más, dicen que hablar contigo mismo es de personas inteligentes.
Entonces la vi. Una notita. Con su letra que, para ser médico la tenía bien bonita.
Claro, es que también es estudiante.
Ponía que había salido muy temprano a una consulta de urgencia.
Vaya, aquella mañana no lo vería recién levantado.
Intenté no pensar demasiado en el hecho de que él no estuviera y seguí con mi
pensamiento de tener un día enérgico.
Así que después de un rato de pilates que me activó los músculos y un almuerzo sano,
me puse a plantar las semillas que compré el primer día que estuve en la casa, ya que el
día anterior me traje del vivero maceteros y tierra.
Y sí, después de terminar, me decidí a hacerle una comida rica a Raúl para que cuando
viniese de trabajar no tuviera que hacer nada.
Llámame lo que quieras, ilusa tal vez por ese casi beso. Realmente no sé porqué lo
hice. Pero lo hice y punto.
Encontré una receta en Internet de pollo al horno y a ello que me puse.
Para cuando terminé, ya era la hora de comer y Raúl entraba por la puerta.
—¡Qué bien huele! ¿Lo has hecho tú? —me preguntó sonriente al tiempo que dejaba
su maletín sobre el sofá.
—Exacto.
—¿Qué se celebra?
—Pues…
Nada, no se celebraba nada. Pero no podía decirle eso, porque, de hacerlo, significaría
que no había ninguna razón especial para hacerle la comida a una persona con tanto
ahínco como lo había hecho yo. Y claro, cuando haces ese tipo de cosas es porque esa
persona te gusta o le tienes aprecio o la quieres.
No, no podía decirle eso.
Que no le quería, claro.
Pero…
Que te gusta, Roni, que te gusta. Quieres que te empotre.
—Se celebra que Doña Aurora nos ha dado el dinero por fin —le solté con voz de pito.
—¿Te… pasa algo?
—¿A mí?
—No veo a nadie más.
—No, no. ¿Qué me va a pasar?
—No sé… te noto un poco nerviosa.
—Pues son imaginaciones tuyas.
—¿Qué tal lo tuyo? ¿Cómo lo llevas?
¿Lo mío? ¿Qué mío? ¡Ay, que se ha dado cuenta! Pensé poniéndome nerviosa.
—Tu nariz.
—Ah, eso… — hice un gesto con la mano como quitándole importancia. —Está mejor.
—Me alegro.
—¿Y tu oreja?
—¿Qué le pasa a mi oreja?
—Perla te mordió un poquito cuando…
—¿Cuándo…? —me preguntó acercándose a mí.
—Cuando ca-casi…—tartamudeé para después tragar saliva por su excesiva cercanía.
Entonces la melodía de su móvil comenzó a sonar.
—Vaya… —solté una risita al tiempo que me retorcía las manos, que las tenía
sudorosas. —¡Te llaman!
Raúl sonrió enseñando su blanca dentadura y yo creo que carbonicé las bragas.
Después de atender la llamada, la cual se trataba de un paciente, comimos con la
televisión de fondo y sólo comentamos lo rico que me había salido aquel pollo con patatas
al horno.
El resto del día pasó sin pena ni gloria y, también, sin nada importante que comentar,
ya que yo me marché a trabajar y Raúl pasó la tarde estudiando.
Eso sí, Perla lloró menos y Raúl me avisó de su cambio a mejor en lo de su adaptación
de estar sin mí.
Podría definir aquel quinto día como el día en el que sentí a Raúl más cerca que nunca,
a la vez que lejos por echarle de menos y, también, el día que consiguió con aquella
sonrisa del demonio que acabase mojada y, hasta aquí puedo contar.
Aunque, como dice aquella canción de Amaral…
Quiero vivir, quiero gritar, quiero sentir el universo sobre mí.
Quiero correr en libertad, quiero encontrar mi sitio.
A lo mejor, solo a lo mejor, estaba empezando a encontrarlo. En aquella casa. Con
Raúl como compañero de piso.








Ring. Ring. Ring. La alarma de mi teléfono móvil me despertó con el mismo sonido
estridente de siempre.
Aquella vez apagué la alarma, era sábado y no me apetecía levantarme todavía. Quería
remolonear un poquito más en mi cama, con Perla pegada a la nuca roncando como un
lirón.
Un día más compartiendo techo con Raúl y un día menos para tomar la decisión final.
Pero ya no me causaba tanta ansiedad aquella decisión.
Y, he de admitir, que días atrás me aterraba pensar en el día en el que tuviéramos que
decidir quién se quedaba o quién no. O, quizá, tomábamos la decisión de quedarnos los
dos y matarnos entre nosotros.
Sí, saldríamos en todos los telediarios, ya podía ver el titular de la noticia: “Dos
desconocidos empiezan a vivir juntos a causa de una absurda prueba y, debido a sus
diferencias, se asesinan entre ellos”.
Y entonces nos encontrarían días después de estar muertos el uno en las manos del
otro, descompuestos, oliendo fatal, con Perla suicidada del disgusto de perderme, Sasi
mareada perdida de correr en su ruedecita por el estrés de la situación y un montón de
gatos alrededor mordisqueando nuestra carne putrefacta.
Qué divertido todo.
Claro, que eso era lo que pensaba antes.
En ese momento no lo creía así. Y no, no es por que el médico hubiera intentado
besarme dos veces en cinco días.
No pensaba que saldría bien, pero tampoco que pudiera salir mal, simplemente quería
disfrutar del momento, de la aventura y, eso hacía, dejarme llevar por la situación porque,
oye, que pasara lo que tuviera que pasar.
¡De perdidos al río!
Me levanté una hora más tarde y después de pasear a Perla y desayunar junto a Raúl,
nos pusimos a hacer las tareas que a cada uno nos tocaban según el cuadro de quehaceres
domésticos que Raúl diseñó el primer día que pasamos juntos en la casa.
Estuvimos de acuerdo en que durante la semana intentaríamos no ensuciar demasiado
para que se pudiera mantener un poquito el orden y la limpieza y que aguantase todo
medianamente decente hasta el fin de semana, que sería cuando hiciésemos la limpieza
general del piso entre los dos.
Cuando terminamos de limpiar, Raúl se ofreció voluntario para hacer la comida en
agradecimiento por mi pollo al horno con patatas.
Después yo dormí la siesta en el salón y él en su habitación y… por fin llegó la tarde.
Bajé al kiosko de debajo de casa y compré bastantes cosas insanas que compartí con
Raúl mientras veíamos series de Netflix.
Aquello me sorprendió. Raúl era una persona tranquila a la que le encantaban las
series. Nos pasamos la tarde comentando cada capítulo y riéndonos de las ocurrencias del
otro. Fue muy agradable. Y ahí aparecieron, las estúpidas mariposas que yo intenté
asesinar con ganchitos de queso.
Aún así me sobraron demasiadas porquerías del kiosko y, cuando Raúl se fue a dormir
al rato de terminar de cenar, seguí comiendo mientras rellenaba de más notas y apuntes el
patrón de capítulos de mi nuevo proyecto.
Me quedé durmiendo sobre mi cuaderno de anillas azul en la mesa del comedor y soñé
con mis protagonistas, con sus características físicas, psíquicas y sociales. Soñé con sus
miedos, con sus más secretos sentimientos, con sus inquietudes y temores, con sus metas,
ilusiones y sueños…
Soñé con ellos y junto a ellos. Escuché la historia que me pedían que contase, su
historia.
Me metí en sus pieles para poder sentirla también mía.
Lo reestructuré todo en mi mente. Y me ilusioné, me puse incluso nerviosa.
Tanto, que la madrugada del séptimo día fue fatal. O no, según como se mire.








Abrí los ojos con lentitud, parecía que me hubiese ido de fiesta y al día siguiente
hubiese tenido que madrugar.
Me pesaban, algo no iba bien. La boca me salivaba en exceso y un dolor infernal
parecía estrujarme las tripas.
Me sentía pesada y no me encontraba nada bien. Mejor dicho, me encontraba fatal.
Cuando por fin abrí los ojos del todo, me percaté de que me había quedado dormida
sobre la mesa y que la luz del comedor estaba encendida.
Miré mi reloj de pulsera: las cuatro y cuarto de la mañana.
Algo me pasaba.
Me levanté y el estómago me volvió a doler. La boca me seguía salivando y notaba una
presión en la boca del estómago que no me gustaba en absoluto.
Anduve muy despacio hasta la habitación de Raúl, tenía la puerta cerrada.
No me molesté en tocar, simplemente abrí la puerta y me colé dentro.
Encendí la luz y le vi llevarse acto seguido los brazos a la cara.
—¿Roni?
—Raúl… —lloriqueé.
—¿Qué? ¿Qué estás haciendo? —dijo con un ojo abierto y el otro cerrado al tiempo
que se sentaba en la cama y miraba la hora en el despertador de su mesilla de noche.
—Raúl… —le repetí.
—Roni… son las cuatro de la mañana…¿Qué haces?
—Raúl…
—Eso ya lo has dicho…—dijo suspirando.
—Raúl… —le dije esta vez con lágrimas en los ojos.
—¿Quéeeeeeeee?
—Estoy muy mala…
—¿Qué te pasa?
Me acerqué a su cama y me senté en ella.
—Creo que me pasa algo.
—Es evidente, estás horrible…
—Ah, gracias —le dije secándome una lágrima con el dedo.
—No, en serio, tienes una cara… ¿Qué te notas?
—Me duele mucho la tripa, tengo mucha saliva…quiero morir.
—Seguro que te has empachado de comer tanta porquería —me dijo.
—Raúl…
—¿Qué? ¿Qué necesitas?
—No lo sé, solo quiero encontrarme bien, tengo mucho angustia, y me duele mucho el
estómago.
—¿Tienes ganas de vomitar? ¿Quieres que te acompañe? Si lo tiras todo te sentirás
mejor.
—¿Vomitar? No, no, no. Antes muerta.
—Roni, solo es un vómito.
—Me da mucho miedo vomitar, noto que se me hincha la cabeza, como si el cerebro se
me saliera por los ojos…
—¿Y qué quieres hacer?
—Bueno, tú eres el médico.
—Vale, vamos al baño.
—¿Vas a meterme los dedos?
—¿Que si te voy a me…? ¿Qué dices, Roni?
—¿Vas a meterme los dedos para que vomite?
Él pareció sonrojarse por un segundo.
—Ah, eso… eh… no, no, por supuesto que no. ¿Cómo voy a hacer eso?
—¿Entonces qué me vas a hacer?
—De momento túmbate que te palpe la tripa. Después, te acompaño al baño y te
preparo una manzanilla.
Asentí como una niña pequeña. Y, realmente, así era como me sentía. Cuando me
encontraba mal necesitaba la protección de alguien para sentirme mejor. Siempre me había
pasado con mis padres, y ahora era con Raúl. Era la única persona que tenía cerca en ese
momento y, encima, era médico.
Me examinó la tripa con sus manos, suaves y calientes y, si no fuera por lo mal que me
encontraba, podría haber notado las mariposas revolotear dentro de mí.
—Tienes un empacho… —me dijo.
Me acompañó al baño y me senté en la taza del WC con la tapa cerrada. Aquello no se
me pasaba, más bien cada vez me sentía peor.
Y, en el fondo, sabía que todo aquello que me había comido y que tan mal me había
sentado tenía que salir de algún modo para volver a encontrarme bien. Pero no pensaba
vomitar, y menos delante de mi compañero de piso.
Cinco minutos después Raúl volvió al baño con una taza de manzanilla.
—Tómatela, a ver si te sientes mejor.
Le hice caso y, al rato, dejé de salivar y, sustituyendo a las ganas de vomitar, vinieron
los retortijones.
Creo que nunca había tenido unos retorcijones peores que esos.
—Raúl…
—Dime, Roni —me dijo cansado.
—Tienes que salir.
—¿Cómo?
—Tienes que salir del baño.
—¿Por qué? ¿Qué ocurre? ¿Vas a vomitar?
—No, eso no…
—Vale, vale, entiendo. Mejor fuera que dentro, tíralo todo —me dijo antes de cerrarme
la puerta del baño una vez estuvo en el exterior de este.
Menudo romanticismo… “Mejor fuera que dentro”. En realidad pensó: Caga, Roni,
cágalo todo. Pero, claro, era médico, y tenía que cuidar el vocabulario con sus pacientes.
En este caso, conmigo.
Y vaya si lo hice, me vacié de lo lindo. Qué limpia tuve que quedarme por dentro.
Una vez lo hube tirado todo, me di una ducha y le pedí a Raúl que me trajera ropa
interior de mi habitación.
Entró en el baño con una de mis braguitas en la mano y me dijo:
—¿Mejor?
—Sin duda —le contesté ruborizándome.
Él me sonrió.
—Me visto y salgo —le dije todavía enrollada en la toalla y con las braguitas que me
había dado en la mano.
Cuando estuve lista para salir, lo encontré en el sofá acariciando a Perla.
Si no lo veía no lo creía. ¿Y decía que no le gustaban los animales?
Sonreí mientras los observé por unos segundos.
—Bonita estampa —comenté.
Él dirigió su mirada hacia mí y me sonrió.
—Siento haberte despertado, de verdad, pero me encontraba fatal…
—Tranquila, hiciste bien en llamarme. La próxima vez verás como no comes tantas
porquerías… —me dijo echando una ojeada a la mesa del comedor, la cual estaba repleta
de los envases de todas las chucherías y snacks que me había zampado, entre ellos mi
cuaderno, un montón de hojas arrancadas sobre el proyecto y un bolígrafo azul.
—Gracias —le dije mientras me sentaba a su lado.
—No hay de qué —me sonrió.
—No, en serio, sé que no empezamos con buen pie y que ha habido días horribles
aquí.
Asintió.
—Seguramente no encajamos como compañeros de piso.
—Aún queda una semana para saberlo y decidir.
—¿Llevas la cuenta de los días?
—¿Tú no? —volvió a sonreírme.
Consiguió hacerme reír, días atrás aquella conversación fue a la inversa.
—Tengo mucho que hacer como para ponerme a pensar en eso —le imité poniendo la
voz más grave.
—¡Eh! —me dijo al tiempo que me hacía cosquillas —No te pases ni un pelo.
Me reí a carcajada limpia. Era lo que tenían las cosquillas.
Y entonces sucedió.
Ahí estábamos, a tan solo un par de centímetros mi boca de la suya.
Entonces me besó. Atrapó mis labios entre los suyos y su lengua se abrió camino en mi
boca.
Sentí calidez. Y un aleteo que cada vez cobraba más intensidad.
Las mariposas en mi estómago.
Creo que les estaba cogiendo un poco de cariño.
Con aquel beso casi deseché la idea de querer asesinarlas.
Quizá podía llegar a gustarme la vibración de sus alas al batirlas dentro de mi
estómago.
Siempre era mejor eso que una indigestión ¿O no?








Ring. Ring. Ring. La alarma de mi teléfono móvil me despertó con el mismo sonido
estridente de siempre.
Un día más compartiendo techo con Raúl y un día menos para tomar la decisión final.
Lunes, nueve en punto de la mañana y con una pequeña resaca del día anterior, en
todos los sentidos.
No, no pienses mal, el beso no llegó a más.
¿Decepcionado? Ya imagino. Seguro que te pensabas que me empotró, pero no.
Lástima.
Recuerda que estaba todavía un poco convaleciente de la cagalera que me entró y así
me quedé durante todo el día del domingo.
Después de besarnos, pusimos una película y nos quedamos dormidos, juntos y
abrazados en el sofá, con Perla entre los dos.
A la mañana siguiente me desperté en mi cama, con Perla chupeteándome una oreja.
¿Decepcionado otra vez? ¿Qué te pensabas, que despertaría en su cama y sería él en
vez de Perla quien me chupetease la oreja para el siguiente asalto?
¡Claro! ¡Yo también! ¡Pero no!
Me llevó a mi cama dormida y me acostó en ella y allí me levanté.
Cuando llegué al comedor por la mañana, todo estaba impoluto, ninguna prueba
quedaba encima de la mesa de que yo me indigesté con tanta porquería del kiosko.
Y pasé el día reposando en el sofá y cuidando un poquillo las plantas del balcón,
porque me desperté hecha un poco una mierda.
Hablando de mierda…
El estómago aun lo tenía un poco pocho, así que Raúl me hizo para comer y cenar
dieta blanda.
En fin. Nada más que comentar del día anterior.
Sigamos.
La misma rutina de siempre, supongo que ya te la sabes de memoria.
Pasear a Perla, limpiar a Sasi, desayunar (comida normal, por fin), pilates en el balcón
con incienso y, esa vez, Amaral de fondo…
Todo iba perfecto, como un lunes cualquiera. Hasta que pensé en ella, mi libreta de
anillas azul y, también, hasta que pensé en ellos, los protagonistas de mi próximo
proyecto.
Andaba yo en una nube de amor y de mariposas desde aquel beso que, por fin, al tercer
intento tuvo lugar y me había pasado el domingo vagueando y reposando mi estómago
enfermo y no me había acordado de que no recogí mis apuntes ni nada relacionado con la
historia.
Fui al comedor y miré los objetos que había sobre la mesa grande. Ninguno era mi
cuaderno de anillas azul.
Lo busqué, lo busqué por toda la casa, volviéndome a cada segundo más impaciente y
más paranoica.
Miré hasta en la basura. No estaba.
¡No estaba! ¡No podía ser!
Intenté tranquilizarme y respiré hondo.
Casi era la hora de comer y Raúl no tardaría en volver de trabajar.
En cuanto llegase le preguntaría y él me devolvería mis apuntes sobre la historia y mi
cuaderno.
Él sabría dónde estaba porque limpió la mesa.
Esperé impaciente paseando por toda la casa hasta que, por fin, abrió la puerta del piso
con sus llaves.
Prácticamente no le dejé ni siquiera llegar al salón, le avasallé en la misma puerta del
piso con mis preguntas acerca de mi libreta.
—¿Qué libreta?
—Mi libreta de anillas azul, estaba en la mesa grande del comedor cuando la limpiaste.
—Ah, sí, la recuerdo. Casi no se veía entre tanto envase.
—Esa, esa es. ¿La tienes? La estoy buscando como una loca.
—Sí, la guardé en el mueble del comedor, me parece.
Claro, en el mueble del comedor, ahí no miré pues… no se por qué no miré.
Abrí aquel aparador y ahí estaba.
Estaba el cuaderno, pero no las hojas que arranqué para ponerlas en una funda y
pasarlas al ordenador para ir uniendo las ideas conforme pasase al proceso de escritura.
—¿Raúl?
—¿Sí? —me dijo desde la cocina.
—¿Y las hojas?
—¿Qué hojas?
—Las hojas arrancadas de la libreta, estaban también con todas las cosas.
Me miró desde la barra de la cocina americana y vi seriedad en su cara.
¿Qué le pasaba?
No entendía.
Se pasó la mano por detrás de la cabeza, frotándose la nuca.
—Roni…
—¿Qué pasa?
—Es que…
—¿Qué?
—Roni…
—¿Qué, Raúl? Me estás asustando.
—Seguramente las tiré.
—¿Cómo?
—Pues que había muchos envases vacíos de snacks y cosas así. Roni eran las siete de
la mañana cuando te llevé a tu cama y recogí todo esto. Tenía mucho sueño, seguramente
lo cogí todo y tal cual lo metí en la basura, exceptuando la libreta y un bolígrafo que sí
recuerdo guardar.
Casi se me para el corazón. Es más, creo que me dio un tic nervioso en un ojo.
¿Había tirado todo lo que tenía de mi historia? ¿Esa que iba a ser un pelotazo?
—Creo que me tengo que sentar…
—Roni —me dijo acercándose. —Roni, de verdad que lo siento, ha sido sin querer.
¿Eran muy importantes esos papeles?
—¿Que si eran muy importantes? ¿Me lo estás preguntando en serio? —le dije
conteniéndome al tiempo que me ponía de pie de nuevo.
—Sí.
—¡Por supuesto que eran importantes! —le grité. —¡Claro que lo eran! ¡Eran mil
apuntes y notas sobre mi historia, mi nueva historia!
—Bueno… no pasa nada, lo repites y ya está —me dijo tan normal.
—¡¿Pero qué dices?! ¡Lo tenía todo ahí! ¡Ahora tengo que empezar de nuevo y seguro
que algo se me olvida!
—Roni, bueno, relájate, creía que era otra cosa, me has acojonado —me dijo con una
sonrisa tranquila.
¿Pero de qué iba este tío?
—¿Pero tú de qué vas, Raúl? ¡¿Tú de qué coño vas?! Es como si yo te tiro tus papeles
con el temario de las oposiciones…
—Si, claro, claro, lo mismo es —ironizó.
—¿Perdona? Te estás pasando.
—¿Yo me estoy pasando? ¿Yo me estoy pasando? Vamos a ver, Roni, ¿Has visto la que
me estás liando por unos papeles que seguro que te sabes de memoria? Es tu historia, tu
proyecto y tus personajes, mejor que tú no lo va a saber nadie. Lo siento, siento haberlo
tirado porque ahora lo tienes que repetir, pero no es para tanto, podría ser peor.
—¿Tú te oyes? Eres un egoísta ¿Lo sabías? Y un egocéntrico. Siempre tú, tú, tú y,
después, más tú. Tú todo lo haces bien, tu trabajo es el mejor y más digno, es más, desde
el minuto uno menospreciaste el mío. Todo lo hago mal para ti. Eres un borde y un
amargado que no disfruta su vida en absoluto.
—¿Sí? Pues tú eres una loca de la cabeza que solo piensa en las plantas y en el
incienso y que vive en el mundo de piruleta. ¡Esto es la tierra real, Roni! ¡Donde se
trabaja, se limpia y uno se esfuerza por conseguir sus metas! ¡Espabila de una vez! ¡Los
escritores un día están arriba y al siguiente se mueren de hambre!
—Eres un envidioso.
—¿Envidioso? ¿Envidia yo de ti? Por favor, Roni…
—Sí, envidia de que yo haciendo lo que más me gusta en el mundo gano igual o más
dinero que tú haciendo visitas a tus pacientes casa por casa. Pero no te preocupes, que ya
tengo las cosas claras.
Aquello le picó. Es más, creo que le dolió, lo sé, se le notó en la cara.
—¿Qué cosas? No mezcles las cosas, Roni.
—Yo no mezclo nada —le dije malhumorada. —Sé perfectamente lo que quiero y lo
que no, no como tú, que no haces más que marear la perdiz. Un día me intentas besar, al
siguiente me das la reprimenda por cualquier estupidez, después me quieres besar otra
vez… y así, siempre es así.
Eres lento y aburrido hasta para eso.
Aquello también le dolió.
—Mira, Roni… me estás hartando con toda esta conversación, se está yendo de madre
completamente y no me gusta nada.
—¿Por qué? ¿Porque te estoy diciendo verdades? Es que las verdades pican. Piensa lo
que quieres en la vida, yo lo tengo claro.
—¡Tú no tienes claro absolutamente nada! ¡Aquí el cabal soy yo! ¡Y tengo todo claro
desde que nací!
—¡A mi no me grites!
—¡Has empezado tú a gritar desde el principio de esta absurda conversación! —me
dijo acercándose.
—Me tienes harta, Raúl. No te pillo, no te cojo el truco, no sé por dónde tirar contigo.
¡Dime de una puta vez qué es lo que quieres!
Y entonces se acercó a mí con paso decidido, me agarró de uno de los brazos y me
atrajo hacia él, haciendo que las palmas de mis manos acabasen en su pecho.
Y me besó. Salvaje. Rudo. Pasional.
Acabé con mis piernas rodeándole la cintura y sintiendo el colchón de su cama bajo mi
espalda.
Se deshizo rápida y hábilmente de mis prendas de ropa, dejándome desnuda
completamente ante sus ojos. Y no lo digo sólo por la ropa.
Se desprendió de sus pantalones de pinza y su camisa blanca de manga corta y dejó a
mi vista una erección cubierta por sus calzoncillos bóxer negros, de los que no tardé en
deshacerme con mis propias manos.
Ahí estábamos. Piel con piel. Tanto, que incluso nos sobraba esta misma.
Queríamos más, siempre queríamos más.
Nos besamos volcando cada frustración en el otro, nos tocamos con rabia y deseo a
partes iguales, casi podíamos escuchar los latidos del corazón del otro galopando contra
los pulmones.
No hubo preliminares, tampoco hicieron falta. Nuestros cuerpos se desearon desde el
minuto en que abrí la puerta de la casa y me lo encontré dentro de ella como si fuera un
intruso.
Pero nuestras mentes no se dieron cuenta o, quizá, no quisieron.
Aunque en aquel momento, en aquella situación, era algo más que sexo lo que nos
unía.
Las mariposas. Las putas mariposas. No habían muerto, no había podido asesinarlas
como prometí.
Benditas eran.








Ring. Ring. Ring. La alarma de mi teléfono móvil me despertó con el mismo sonido
estridente de siempre.
Un día más compartiendo techo con Raúl y un día menos para tomar la decisión final.
Martes. Nueve en punto de la mañana.
No, no me desperté con Raúl chupeteándome la oreja, pero sí en su cama, oliendo su
almohada, abrazando su camiseta de pijama cual psicópata porque él se había marchado
una hora antes para hacer una consulta.
No cabe destacar nada más importante del día anterior que lo que ya sabes…
Después de los besos, las caricias y, por supuesto, el empotramiento, comimos entre
risas por haber resuelto aquella tensión sexual tan molesta que estuvo ahí desde el
principio y, después, me marché a trabajar.
Cenamos alimentos sanos y deliciosos que preparó Raúl para mí mientras veíamos una
película en la televisión y, después…
Después volví a sucumbir a sus encantos.
Como una tonta. Como una jovenzuela enchochada. Y fue increíble.
A veces me costaba reconocerlo, pero Raúl era increíble y, lo mejor de todo, es que me
hacía sentir increíble a mí misma. Más que nada porque con él podía ser yo misma al cien
por cien.
—¿Te das cuenta de que no somos una pareja normal? —le pregunté envuelta en sus
sábanas la noche anterior.
—¿Ah, no? ¿Y eso por qué? —me dijo al tiempo que daba un toquecito en mi nariz
con su dedo índice.
—Porque lo hemos hecho todo al revés, completamente al revés.
—La casa por el tejado.
—Como Fito y Fitipaldis.
—Ajá.
—Tienes razón.
—¿No me lo vas a discutir?
—No, es cierto.
—Ya. Normalmente las parejas primero se suelen conocer, después empiezan a salir, se
casan, se acuestan y viven juntos.
—¡Qué antigua eres!
Me reí.
—¡Es broma! Pero, me refiero a que, sí es cierto que lo normal es que se conozcan,
empiecen a salir y luego ya decidan si quieren o no vivir juntos. Nosotros lo hemos hecho
completamente a la inversa.
—Pues sí. ¿Te arrepientes?
—No, creo que no.
—¿Crees?
—Todavía quedan seis días para decidir.
—Creo que la decisión está casi tomada —me dijo, y después me besó en los labios.

Y, la mañana del martes, ahí estaba yo, entre sus sábanas, con Perla.
Claro, es que ella no podía faltar. Algo debía de estar pasando en el interior de Raúl
para que permitiese que Perla durmiera en su cama.
Quizá le pasaba lo mismo que a mí y se estaba empezando a pillar.
Pero no quería pensar en eso demasiado, todavía quedaban días para decidir si
seguíamos bajo el mismo techo o no.
Era raro. Difícil. ¿Cómo era posible que quisiera convivir con una persona con la que
era incompatible?
Como dice esa canción de Amaral: “A veces te mataría y, otras, en cambio, te quiero
comer”.
Tal cual. Así me sentía con toda aquella situación y no sabía cómo saldría de todo
aquello.
Podía salir airada pero, también, podía salir jodida.
No obstante, había decidido vivir el momento y no pensar demasiado en lo que
vendría.
Así que me levanté con ganas e hice mi ritual de cada mañana, ese que ya conoces a la
perfección.
Después comí junto a Raúl y sus arrumacos y me marché a trabajar.
La sorpresa me la llevé al salir por la puerta del vivero.
Ahí estaba él, mi médico. Con la correa de Perla agarrada en una mano y ella sentada
en el suelo, a su lado, esperándome.
—¿Y esta sorpresa? —exclamé nada más verlos.
—A veces soy detallista —me dijo dándome un beso. —Eso y que te dejaste el
contrato de trabajo tirado encima de la mesa del comedor y miré la dirección.
—¿A veces?
—Sí, sólo a veces. Así que, no te acostumbres, Verónica.
—Uy, Verónica dice, qué formal eres, chico. Con la de guarradas que hemos hecho tú y
yo últimamente —le dije socarrona.
Él se rio a mandíbula abierta y ahí estaba, otra vez, aquella habilidad que había
descubierto desde que empecé a vivir con él: carbonizar las bragas.
—¿Te apetece un helado?
—Claro.
—Yo invito.
—¡Mejor aún! —le dije sonriente mientras le agarraba de la mano.
Fuimos a una heladería cuca y pequeñita del centro de Alicante y, mientras yo me
quedé con Perla en la terraza de esta sentada en una mesa con dos sillitas, Raúl pidió un
cucurucho de chocolate para mí y otro para él.
Conversamos de todo lo que se nos ocurrió y nos conocimos bastante más el uno al
otro y aquello me gustó. Nos gustó.
En ese momento me sentí normal. A ver, quiero decir, me sentí la pareja de un chico,
una pareja normal, que hacían cosas de pareja normales como ir a tomar un helado.
Nada de pruebas absurdas de convivencia durante quince días, nada de despistes de
caseras como Doña Aurora, nada de incompatibilidad.
Me sentí bien. Me sentí en casa. Había descubierto que con Raúl podía sentirme en
casa a pesar de no soportar sus manías ni él las mías. A pesar de haberme tirado los
apuntes de mi nueva novela.
Aún me dolía solo de pensarlo.
Pero, dicen que las cosas pasan porque tienen que pasar, por algo en concreto que,
aunque al principio no lo vemos, con el paso del tiempo lo llegamos a entender.
Ya no me importaba aquella historia, porque tenía otra en la mente. Otra que me
gustaba y apasionaba más. Otra que estaba viviendo en mis propias carnes y que sabría
plasmarla primero sobre el papel tomando notas y, después, en las teclas de mi ordenador
portátil a la perfección.
Y sabía que ninguna historia que escribiera después sería tan especial como aquella.







Ring. Ring. Ring. La alarma de mi teléfono móvil me despertó con el mismo sonido
estridente de siempre.
Un día más compartiendo techo con Raúl y un día menos para tomar la decisión final.
Miércoles. Nueve en punto de la mañana y no me apetecía despertarme, estaba
demasiado cómoda apoyada en la espalda de Raúl para querer hacerlo.
Pero tenía cosas que hacer, como pilates, limpiar el balcón, arreglar alguna que otra
planta, escribir…
Y a todo eso sumarle los cuidados y dedicación que necesitaban mis mascotas
diariamente.
Perla empezó a jadear. A veces era por calor, otras porque quería vomitar y otras tantas
porque se hacía pis o caca.
Normalmente era por calor, así que la bajé al suelo y decidí quedarme cinco minutitos
más abrazada a la espalda de mi médico particular, inhalando el dulce olor de su piel
desnuda.
Se despertó un par de minutos después y me dio un beso de buenos días al tiempo que
sonreía.
Delicioso.
—Voy a ir levantándome… —me dijo con un mohín.
—Nooooo, un ratito más —supliqué dándole toquecitos en la nariz con la mía.
El típico beso de esquimal.
Vomitivo, hubiera pensado tiempo antes. Pero ahora me parecía lo más tierno del
mundo.
Ay que ver… cómo cambia la gente.
—Tengo que irme a trabajar, Roni.
—Jo —me quejé, resignándome y soltándole, pues lo había agarrado con mis dos
brazos.
—¿Y la perra?
—Estaba jadeando y la he bajado de la cama, seguramente tenía calor, estará por ahí.
—Espero que no haga sus necesidades aquí dentro.
—Tranquilo, suele aguantar un poco. Además, voy a vestirme ya para sacarla.
Él asintió con la cabeza y echó a andar.
Y yo me quedé ahí, estirándome, un pelín más. El tiempo suficiente para, segundos
después, escuchar un grito de Raúl y por casi sufrir un paro cardíaco.
—¡Roni! ¡Roni, ven aquí! ¡Ya!
Y eso hice. Me levanté rápidamente y, con las prisas hasta me tropecé porque pisé la
sábana, que estaba colgando de la cama.
Recé todo lo que me sabía, la calma había terminado.
—¿Qué pasa? —le pregunté angustiada.
—Lo he pisado —me dijo pálido.
—¿El qué?
—Creo que me voy a morir. No sé si de asco o de un infarto por ver así la tarima
flotante. Lo estoy decidiendo todavía.
—Perdona, pero es que no te entiendo.
—¡Una mierda, Roni! ¡La perra se ha cagado y he pisado la mierda!
Reprimí una carcajada. No debía reírme, o se enfadaría más, pero… es que era cómico.
—Bueno, mira el lado bueno, si bajas al kiosko y compras un rasca seguro que te toca.
Ya sabes, pisar mierda da suerte, o eso dicen —le dije con la boquita pequeña.
—Roni…, sabes que no aguanto que me vacilen y lo estás haciendo.
—¡Es que te ahogas en un vaso de agua! —le dije gesticulando con los brazos.
—¡Es que me da mucho asco! —me gritó. —No me gustan los animales, te lo dije. Te
lo advertí y tú, nada, la perra al sofá, la perra a la cama, la perra, la perra, la perra…
Siempre la perra, y no hace más que ensuciar, dejar pelos y encima se caga.
—Y tú vas y lo pisas.
—Y yo voy y lo… ¡No me líes! ¡No intentes quitarle importancia porque la tiene! ¡Y
mucha! —me dijo señalándome con el dedo índice.
—Baja el dedito ese y el tono también. ¿Qué problema tienes con la perra? Ya te dije
que la perra no se va y que la perra va a vivir como yo quiera porque esta también es mi
casa —le dije enfadada.
—¡Lo veremos!
—¡Ah, sí?
—¡Sí! ¡Voy a lavarme el pie!
—¡Si es que encima vas descalzo! ¡Qué grima, por favor! ¿Cómo puedes andar así?
—¿Y tú cómo puedes ser así?
—¿Así, cómo?
—¡Así de inmadura!
—¿Inmadura? ¿Por qué?
—¡Porque nada te importa!
—Eso no es cierto.
—Lo es.
—Bueno, mira, me estás tocando las narices. Vete de aquí que hueles a mierda y
déjame.
Él me asesinó con la mirada y se metió en el baño.
Pues sí que empezaba bien el día.
¿Acaso siempre iba a ser así?
Parecía que solo estábamos bien dentro de la cama, fuera de ella era una guerra
continua donde solo podía ganar uno y donde nos olvidábamos de los sentimientos.
¿Sentimientos?
Sí. No. No sé.
Otra vez hablando con mi subconsciente. Qué oportuno, vaya por Dios.
En ese momento solo quería que se marchara a trabajar y quedarme sola.
Sí, quedarme sola en MI casa con MI perra y MIS plantas.
Tenía muchas cosas que hacer y estaba un poco harta de sus tonterías.







Ring. Ring. Ring. La alarma de mi teléfono móvil me despertó con el mismo sonido
estridente de siempre.
Un día más compartiendo techo con Raúl y un día menos para tomar la decisión final.
Jueves. Diez de la mañana.
Puse la alarma una hora más tarde de lo normal solo para no cruzarme con él.
No hace falta que cuente que el día anterior no nos dirigimos la palabra en ningún
momento.
Y no por orgullo, que conste.
Se notaba a leguas que tanto él como yo estábamos enfadados y no nos apetecía cruzar
ni la más mínima palabra entre los dos.
Por la mañana me dediqué a hacer todo lo que tenía que hacer y, al medio día,
comimos cada uno a una hora distinta y cuando llegué de trabajar él estaba en su
habitación estudiando. Así que yo me di una ducha, cené algo ligero y me encerré en mi
habitación con el portátil con la intención de escribir.
Pero no pude teclear ni una sola palabra. No estaba de humor, así que me vicié a
Netflix hasta que me dormí.
Así que el onceavo día de nuestra convivencia, jueves, desperté en mi cama, con mi
pequeña perrita al lado. Ella nunca me fallaba. Si Raúl no la quería tener en su estupenda y
limpia casa, tampoco me tendría a mí.
Cuando me levanté, como supuse, él ya se había marchado a trabajar, así que anduve a
mis anchas y tranquilamente por la casa, desayunando, arreglando esto, arreglando
aquello, adecentando un poco el comedor y la habitación… todo ello al ritmo de Amaral.
Pero esa falsa tranquilidad en la que me había sumido al no estar él en la misma
estancia, se disipó cuando recibí una llamada de teléfono.
No te asustes. No era Raúl, tampoco la psicópata de su ex novia.
Se trataba de mi profesora de yoga, Clara, quien se acabó convirtiendo en mi mejor
amiga.
Obviamente, ella estaba al tanto de todo.
—Dime, nena —le dije cuando descolgué su llamada.
—Hola, bella flor, ¿cómo va todo?
—Bueno…
—Uy, ese bueno no me gusta nada. ¿Ha pasado algo con Raúl?
—Dirás qué no ha pasado.
—¿Estás bien?
Y fue ese momento. Ese preciso momento en el que un clic sonó en mi cabeza o, más
bien, en algún sitio más profundo.
Se me puso un nudo en la garganta y sentí el miedo. Ese al que tanto temía.
Qué cosas de la vida… tener miedo a sentir miedo.
—No, Clara, no estoy bien.
—¿Quieres que me acerque a tu casa?
—No, no, tranquila. Se acerca la hora de comer y tiene que venir, no me lo he querido
cruzar esta mañana, así que no me gustaría que me viese mal.
—¿Tan afectada estás? —me preguntó ella afectada.
—Bastante… lo que pasa que no me había dado cuenta hasta ahora.
—O, quizá, no querías darte cuenta. ¿Has estado haciendo cosas sin parar esta mañana,
verdad?
—¿Cómo lo sabes?
Ella suspiró.
—Porque eres mi mejor amiga, Roni, y cada vez que algo te preocupa, pero no quieres
que te afecte, tiendes a machacarte a hacer cosas sin parar para que no te dé tiempo a
pensar.
Cómo me conocía la cabrona.
—Tienes razón… admití.
—Lo sé, cielo. Cuéntame qué ha pasado. ¿Qué es lo que te está preocupando?
—Creo que la he liado.
—¿Por qué?
—No sé qué estoy haciendo con mi vida.
—¿Alguna vez lo has sabido?
—No, pero…
—Siempre has estado dando tumbos, haciendo locuras…
—Pero esto es demasiado…
—¿Con “esto” te refieres a Raúl?
—Sí, a todo. A la situación al completo.
—Si es que…
—Es que, Clara, ¿a quién se le ocurre hacer este tipo de cosas?
—Tampoco te fustigues, no me parece para tanto.
—Claro, no te parece para tanto porque no lo estás viviendo tú.
—Chica, ni que estuvieras en un infierno…
Seguro que puso los ojos en blanco.
—No, no es un infierno, pero tampoco es una convivencia sana, sólo nos entendemos
en la cama. Es en el único sitio donde no discutimos.
—No te creo.
—Es verdad.
—Seguro que hay más momentos.
Sí, claro que los había… La primera cena, aquella botella de vino blanco, los helados
de chocolate, mi pollo asado con patatas, cómo me cuidó cuando me indigesté y el buen
rato que pasamos viendo series y películas…
Claro que había más momentos.
—Sí, pero…
—¿Pero qué? ¿Qué piensas, Roni?
—Que los malos superan los buenos.
En el fondo no lo creía así del todo, más bien los malos me estaban superando a mí
porque no aguantaba discutir con él.
Lo odiaba, odiaba nuestras discusiones absurdas y me creaban estrés y yo, yo era muy
zen, no soportaba tanta tensión bajo un mismo techo, no estaba hecha para la presión.
—Creo que me he precipitado, Clara…
—¿Lo dices en serio? Pero si me has hablado maravillas de él. Bueno, también lo has
puesto a parir conmigo, sobre todo cuando tiró los apuntes de tu novela.
—No lo menciones, todavía me pica eso… Pues por eso, ¿cómo puedo estar con
alguien que no respeta mi trabajo? ¿Ni a mi perra? ¿Ni a mí?
—¿Acaso le ha hecho algo a Perla? —me preguntó asustada, Clara amaba a mi perrita.
—¡No, por Dios, eso faltaba! Es solo que no para de quejarse de ella y no le gustan los
animales. No sé, somos incompatibles, Clara.
¿Qué harías tú?
—La cuestión no es lo que yo haría, si no lo que tú quieres hacer, y creo que te estás
contestando sola.
—Hoy voy a dedicarme a mí, a hacer mis cosas, a pensar, no quiero cruzar palabra con
él.
—No lo hagas si no te apetece, cariño.
—Mañana por la mañana hablaré con él.
—Llámame para lo que necesites.
—Lo haré, cielo, gracias.
Se despidió con un beso y yo me quedé todavía más rayada y pensativa de lo que
podría haber estado, porque me conozco, si no me hubiese dedicado a hacer mil cosas para
no pensar en él.








Ring. Ring. Ring. La alarma de mi teléfono móvil me despertó con el mismo sonido
estridente de siempre.
Un día más compartiendo techo con Raúl y un día menos para tomar la decisión final.
Viernes. Diez de la mañana.
Juro que quería pillarle en el desayuno para hablar con él. Cuando me acosté tenía
clara mi decisión, pero casi no pegué ojo en toda la noche y no me atreví a enfrentarme a
él.
A su sonrisa perfecta, sus gafitas, su pelo revuelto de dormir, todavía sin peinar porque
a veces solía desayunar antes de arreglarse para ir a trabajar…
Así que volví a evitarle y pospuse esa conversación para la hora de comer.
Hice mi ritual de cada día intentando no pensar en aquel momento, el momento de
hablar con él.
Aún así, mi mente creaba una y otra vez en mi cabeza esa conversación ficticia que
tanto miedo me daba, causándome unos nervios en el estómago que hasta me dolían.
Preparé la comida para los dos, casi como si fuera a ser la última vez, como si fuera
una despedida.
Realmente no sabía lo que estaba haciendo, simplemente lo hacía y ya se vería cómo
saldría todo llegado el momento.
Y el momento llegó, claro que llegó. A las dos en punto de la tarde, escuché cómo Raúl
abría la puerta de casa con sus llaves.
Se sorprendió al verme delante de él, de pie, esperándole, con la comida hecha pero el
semblante serio.
Mi semblante era serio, pero el suyo casi de descomposición.
—¿Pasa algo? —me preguntó.
—¿Por?
—No sé, no nos hablamos, me evitas, ahora llego y tienes comida para dos… No te
entiendo.
—Ya tenemos algo en común.
—¿Tampoco te entiendes a ti misma? —Y aunque la pregunta no la hizo con mal tono
ni con maldad, lo pareció.
—Tengamos la comida en paz.
—No había acritud en mi pregunta.
—Lo sé, y sí, me entiendo a mí misma. A quien no entiendo es a ti.
—¿Tan difícil soy?
—Supongo que los dos tenemos lo nuestro.
—Hablando de lo nuestro…
—¿Qué?
—Esto tiene que acabar aquí —le dije en unas palabras apenas audibles.
—¿Me estás dejando?
—¿Acaso alguna vez ha habido algo que dejar?
Él carraspeó, como si quisiera ganar tiempo para encontrar las palabras correctas.
—No sé tú, Roni, pero yo no me acuesto con cualquiera.
—Yo tampoco.
—Eso responde a cualquier pregunta.
—Esto no es sólo sexo, Raúl.
—No he dicho que lo sea.
—¿Entonces?
—Creía que teníamos algo —me dijo con la voz quebrada.
—Yo también, pero no puedo mantener una relación o, lo que fuera toda esta locura,
con alguien con quien no tengo compatibilidad.
—¿No eres compatible conmigo?
—No.
—Vaya, no sabía que era tan insufrible…
—No lo eres.
—Tú sí —me dijo con una leve sonrisa que me contagió.
—Bueno, y tú también.
—Cada uno tiene lo suyo —me dijo pinchando un trozo de comida con su tenedor.
—Y me parece bien, pero a veces las cosas no salen y ya está.
—Roni, creo que te estás precipitando. No somos como las demás parejas, ¿te
acuerdas?
Sonreí.
—Lo sé, y por eso no debemos estropearlo más, al menos si queremos vivir aquí los
dos, aunque de eso también tengo algo que decir.
—Quieres marcharte ¿cierto?
Asentí al tiempo que suspiraba y luchaba por controlar el nudo de lágrimas que tenía
en la garganta.
Le quería. Sabía que me estaba afectando así, porque sin querer, le quería.
¿Aquello podía ser posible?
“El corazón tiene razones que la razón desconoce” me susurró mi subconsciente.
—Hagamos una cosa —me dijo.
—Dime.
—Vayamos mañana a un sitio.
—¿Un sitio? ¿Dónde?
—¿Has ido alguna vez a Tabarca?
Negué, sonriendo.
Y ahí estaba otra vez, metiéndome en la boca del lobo.
Y ahí estaban otra vez las mariposas que la noche anterior intenté asesinar y no hubo
manera, revoloteando en mi interior.
Y ahí estaba Raúl, con su blanca sonrisa, cautivándome de nuevo.








Ring. Ring. Ring. La alarma de mi teléfono móvil me despertó con el mismo sonido
estridente de siempre.
Un día más compartiendo techo con Raúl y un día menos para tomar la decisión final.
Sábado. Ocho de la mañana.
Desperté en mi cama, el día anterior fue normal después de aquella conversación con
Raúl. Él a su royo y yo al mío.
Por la noche, antes de acostarme, llamé a Doña Aurora para pedirle que se quedase con
Perla mientras nosotros estuviéramos en Tabarca, aquella pequeña y bonita isla, según
Raúl, ya que eran demasiadas horas y no estaba acostumbrada a quedarse sola.
A las nueve de la mañana, cuando la perrita estaba sacada y nosotros preparados para
irnos, Doña Aurora llegó a casa y nos deseó que lo pasáramos bien.
—Será mejor que busquemos una farmacia —me dijo Raúl una vez llegamos al centro
de Alicante.
—¿Para qué?
—¿Para qué va a ser? Para comprar Biodramina.
—¿Qué?
—Biodramina, para el mareo del barco.
—Yo no me mareo.
—¿Has montado en barco?
—No.
—¿Entonces cómo lo sabes?
—Pues porque lo sé.
—¿Tú sí?
—Sí.
—Bueno, pues cómprala para ti.
—Tú misma.
Después de buscar una farmacia donde comprar los chicles de Biodramina y pagar los
billetes de barco, nos montamos en el catamarán que nos llevó hasta la islita.
No fue para tanto, sentí un poco molesto el estómago, pero creo que fueron más bien
los nervios. El mar estaba en calma y los cincuenta minutos de viaje no se me hicieron
demasiado largos.
Una vez allí, alquilamos una sombrilla enorme de paja en la orilla de la playa y nos
tumbamos en un par de hamacas.
—¿Sabes que el bikini te sienta genial?
Sonreí mientras tenía los ojos cerrados y escuchaba el vaivén de las olas del mar.
—Adulador.
—No, en serio, el azul hace juego con tus ojos.
Solté una carcajada.
—No me hagas la pelota, medicucho, me has traído aquí para hacerme chantaje.
—¿Chantaje yo? Ninguno. Te he traído aquí para que veas que podemos hacer cosas
juntos sin discutir y pasarlo bien. Y porque me apetecía hacer algo contigo.
Sonreí.
—¿Y estás disfrutando?
—No mucho.
—Vaya, siento ser tan mala compañía.
—Pero tiene solución.
—¿Cuál?
No lo esperaba. Me asustó al ponerse sobre mí, en mi hamaca.
—¿Qué haces? —le dije apoyando mis manos sobre su gran pectoral.
La verdad es que estaba impresionante en bañador, parecía un chico de un anuncio de
colonias o algo así.
—Solucionarlo.
—¿Cómo?
—Así.
Ni siquiera pude apartarme, sus labios impactaron con los míos y los saboreé, carnosos
y dulces.
El beso duró más de lo que esperaba y no tardé en sentir algo duro entre mis piernas.
—Uy, creo que no vas a poder levantarte en unos minutos…
Me mordí el labio inferior.
—Calla —y volvió a besarme.
Pasamos el día salpicándonos agua, besándonos, abrazándonos y arrancando miradas
de los bañistas que estaban a nuestro alrededor. Parecíamos dos quinceañeros.
Después tomamos un aperitivo en un chiringuito y dimos un paseo por el pueblecito de
la isla. Era bonito, hasta había una iglesia.
Varias calas pequeñas con barquitos y motos de agua, saltos desde lo que Raúl me puso
al borde del infarto cuando se tiraba desde ellos hasta el agua, tiendas de souvenirs y ropa
de playa, hostales, bares, restaurantes…
Era estupendo.
Caminando, llegamos a una calita solitaria donde, por fin, dimos rienda suelta a toda la
contención y el estrés que habíamos tenido los días anteriores e hicimos el amor detrás de
unas rocas. Seguramente al día siguiente no podría levantarme, me clavé más de una
piedra en el trasero aguantando el peso de Raúl cuando se puse encima de mí para
hacerme volar una vez más.
Comimos una deliciosa paella con dos jarras de sangría en uno de los restaurantes, nos
dimos un baño para refrescarnos y nos pusimos a tomar el sol.
Horas más tarde, mientras tomábamos un helado en otro chiringuito el sol empezó a
esconderse y el mar a picarse un poquillo.
—¿Crees que deberíamos irnos? —le pregunté.
—Buena idea, vamos a coger el primer barco que salga, no me gustaría que el mar se
picase.
Asentí con la cabeza, nos terminamos el helado, recogimos nuestras cosas y nos
pusimos a la cola para subir al catamarán de vuelta a Alicante.
Tengo que decir que no volveré a subir en barco jamás de los jamases.
Pasé el peor rato de mi existencia.
El mar no se había picado un poquito, el mar se había picado mucho, muchito.
Creo que no vomité porque Raúl me convenció para que tomase la Biodramina.
El barco tenía tres plantas: una subterránea, desde la que se podían observar los peces
durante el viaje, otra en el medio, en la que habían mesas, sillas y un mostrador donde
comprar bebidas y snaks y otra superior, al aire libre.
Nos pusimos en la del medio y cuando el barco llevaba cinco minutos navegando, tuve
que pedir ayuda a un hombre para poder sacar a Raúl al exterior, tenía la cara de un color
amarillo verdoso.
Salimos al exterior y se sentó en unas escaleras de metal, las cuales llevaban a la parte
superior del barco y yo me quedé de pie delante de él, agarrada a una barandilla.
El barco se movía de forma considerable hacia los lados, parecía que el mar pudiese
tragarnos en cualquier momento del oleaje que había.
La gente salía corriendo a vomitar por la borda y el personal del catamarán repartía
bolsitas de plástico.
Yo solo miraba mi reloj de pulsera y contenía el vómito en la garganta.
No podía vomitar, no con Raúl con la cabeza entre sus piernas sin poder levantarla
porque, si lo hacía, echaría la primera papilla. Prácticamente no podía ni hablar.
Y rezaba. También rezaba para llegar cuanto antes, porque el tiempo parecía no correr
hacia delante.
Y yo solo quería pisar tierra. Tenía claro que cuando lo hiciera besaría el suelo, como
el Papa.
Todo el mundo parecía estar igual y, creo que, si no vomité, fue por la tensión de que
Raúl estaba peor que yo y que debía cuidar de él.
Cuando por fin llegamos, incluso se me escaparon un par de lagrimillas y me
empezaron a temblar las piernas como un flan.
Nos ayudamos mutuamente a salir del barco y, nada más pisar tierra, nos empezamos a
encontrar bien.
Puto barco. Puto mar.
BENDITA TABARCA QUÉ REVOLCÓN MÁS BUENO VIVÍ EN TU PLAYA.







Ring. Ring. Ring. La alarma de mi teléfono móvil me despertó con el mismo sonido
estridente de siempre.
Un día más compartiendo techo con Raúl y un día menos para tomar la decisión final.
Apagué el despertador y me acurruqué de nuevo tras la espalda de Raúl.
Domingo, diez de la mañana.
No sé por qué puse el despertador, no pensaba levantarme.
Cuando llegamos el día anterior, estábamos tan cansados, que solo pudimos ducharnos
y tirarnos en el sofá a ver series.
Prácticamente casi no cenamos, el viajecito en barco nos había dejado el estómago
revuelto.
Cuando nos entró sueño nos fuimos a dormir y, justo cuando iba a irme a mi
habitación, Raúl me agarró de una mano y me metió a la suya.
Y ahí estaba otra vez, entre sus sábanas, inhalando el aroma a él de su almohada.
—Buenos días —me dijo con voz somnolienta.
—Buenos días —le dije dándole un beso en los labios.
—¿Mejor?
—Estupenda.
—Menudo viajecito ¿eh?
—Pero estuvo bien.
—Sí, estuvo bien —me dio la razón sonriendo.
Le sonreí yo también y le di un golpecito cariñoso con mi puño en uno de sus
hombros.
—No me mires así.
—¿Así cómo?
—Con cara de enamorado.
Se rio a mandíbula abierta. Estaba claro que no iba a ganar para bragas. Cada vez que
dejaba de ser borde y se ponía un poquito irresistible yo las carbonizaba.
—Idiota —le dije poniendo los ojos en blanco.
—¿Puedo hacerte una pregunta?
—Claro, dime.
—¿Con qué serías feliz?
Me quedé callada. ¿Y esa pregunta?
—¿Por qué me preguntas eso?
—Tú dime.
—Pues… con tu camiseta y unas bragas.
Volvió a reírse.
—Es muy fácil hacerte feliz entonces.
—Es posible.
—¿Y tú?
—Pues…
—¡Venga! No te hagas el remolón y contesta —le dije.
—Con verte andar cada día por el pasillo con mi camiseta y tus bragas. Nada más.
—¿Nada más?
—Tú me importas, Roni.
Me quedé callada. Esa sí no la esperaba.
Le besé, le besé con todas mis ganas y nos desayunamos el uno al otro.
Sacamos a Perla juntos y fuimos a desayunar a una cafetería que había cerca de casa.
Pasamos el día adecentando un poco el piso y después vimos varias películas mientras
comíamos palomitas de maíz y bebíamos botellines de cerveza.
Qué bien sonaba eso de pasear por el pasillo todos los días con su camiseta y unas
bragas.
Podría acostumbrarme a eso y a todo lo relacionado con él.
Tabarca se había quedado con mis miedos y me había devuelto la seguridad en mí
misma.







Ring. Ring. Ring. La alarma de mi teléfono móvil me despertó con el mismo sonido
estridente de siempre.
Lunes. Nueve en punto de la mañana.
Llegó el día de la decisión final.
Quería celebrarlo, estaba contenta.
Parecía que todo iba bien y tenía muchas ganas de sentarme frente a Raúl para tomar la
decisión que pondría fin a nuestras prueba de quince días de convivencia.
Me desperté a la misma hora que él, más que nada porque su despertador sonó antes
que el mío y en mi oreja, pero todavía quedaban dos horas para que sonara el mío, así que
solo me limité a despedirme de él y volver a acurrucarme entre sus sábanas.
Me levanté y me di una ducha con agua fresquita que me espabiló y activó a partes
iguales, saqué a Perla a pasear y corté una de las rosas del rosal blanco para ponerla en un
jarrón en la barra de la cocina americana.
Era un día especial.
Lástima que Raúl me llamase comunicándome de que no vendría a comer, tenía
muchas consultas aquella mañana y a primera hora de la tarde, por lo que picaría algo
rápido en algún bar.
Resignándome, decidí no cocinar nada especial para comer y hacerlo luego para tener
una cena como la ocasión se merecía.
Comí algo ligero y rápido, reposé un poco en el sofá viendo la televisión hasta que se
me hizo la hora de irme a trabajar y, cuando llegó el momento, me costó horrores
marcharme, ya que aquel día Raúl no estaba para hacerle compañía a Perla y tenía que
quedarse completamente sola.
Lo pasé un poco mal trabajando en el vivero, pensando si estaría llorando demasiado o
si estaría muy nerviosa, así que cuando salí de trabajar casi corrí hasta llegar a casa.
Saludé a mi pequeña, quien me recibió eufórica y me extrañó no haberla escuchado
llorar desde la portería.
Entonces vi el maletín, el teléfono móvil y las llaves de Raúl sobre la barra de la
cocina americana.
Claro, por eso Perla no estaba llorando.
Contenta, me imaginé que estaría estudiando en su habitación y casi corrí hacia ella.
Llegué hasta la puerta, la abrí y allí estaba Raúl.
Con Marina, su ex novia psicópata, sin camiseta, sentada en su cama, con él al lado, en
calzoncillos.
—Roni…
—Y una mierda —le dije sin dale opción a hablar.
Cerré la puerta de la habitación de un portazo y salí disparada hacia la calle.
Con los nervios, me dejé hasta a la perra en la casa.
Él me siguió escaleras abajo, todavía en calzoncillos y con calcetines negros.
Salí de la portería con la respiración agitada y las lágrimas quemándome los ojos.
—Roni, Roni, espera, te lo puedo explicar.
—¿Qué vas a decir? —me giré hacia él de manera brusca.
—No es…
—Que no es lo que parece ¿verdad? Y un carajo.
—¡Es que es la verdad!
—Me lo merezco.
—¿Qué?
—Me lo merezco por idiota —le dije llorando. —Por enamorarme de alguien
incompatible a mí, de un imbécil como tú.
—¿Qué tonterías estás diciendo? Te juro que no estaba haciendo nada, Roni. Te
respeto, ¿me oyes? ¡Te respeto!
—Estamos en medio de la calle, baja la voz —le dije mirando de un lado a otro.
—¡Me da igual! ¡Me da igual porque no he hecho nada! Y si me dejas explicártelo, lo
haré.
—¿Qué vas a explicarme?
—He llegado a casa, iba a ducharme, ya casi estaba desnudo cuando Marina ha
llamado a la puerta y he ido a abrir. No sabía que era ella, pero en cuanto la he visto he
pensado lo peor. Pero no quería nada fuera de lo normal.
—¿Nada fuera de lo normal? Raúl me estás hartado, ni siquiera debería estar
escuchándote.
—Roni, Roni, te lo juro, te juro que te digo la verdad, escúchame, por favor —me dijo
poniéndose de rodillas.
—Levántate —le dije.
—No.
—Levanta, te digo —le dije en voz baja al borde de la histeria. Había gente mirando el
espectáculo.
—No hasta que me escuches.
—Estás haciendo el ridículo —le dije entre dientes.
—No hasta que me escuches.
—Te escucho, pero levanta.
Y se levantó.
—Marina ha venido en mal estado, estaba paseando por la zona y, de repente, le ha
dado un dolor fuerte en el pecho. Al final no ha sido nada, solo un poco de ansiedad, te
juro que es verdad. Pregúntale a ella.
—No hace falta que me pregunte —saltó la reina de Roma unos pasos detrás de Raúl.
Con los nervios, ni siquiera la había visto.
Llevaba la camiseta puesta.
—¿Qué hacías sin camiseta?
—La he auscultado.
—Dice la verdad. Siento lo del golpe del otro día, estaba fuera de mí, no aceptaba mi
realidad. Llevo demasiado tiempo persiguiendo a Raúl, hace mucho tiempo que lo
dejamos y estaba siendo una cría… De verdad que no ha pasado nada entre nosotros.
Además, estoy conociendo a alguien. Estoy teniendo mucho estrés y me ha jugado una
mala pasada, estaba por la zona y no sabía qué hacer —me explicó.
De verdad que lo que pasaba a mi alrededor no pasa ni en las películas…
—Roni, te juro que no te estoy mintiendo. Sé que es difícil lo nuestro, sé que tengo
muchos defectos, pero si en algo soy legal y firme es en respetar a la persona con la que
estoy, y yo quiero estar contigo. Y… no sé cómo, de verdad, no sé cómo ha podido
pasarme esto, pero… te quiero, te quiero sin más. Con perra, sin perra, con Amaral y con
tu incienso, te quiero cuando haces pilates y cuidas tus plantas y también cuando dejas
todo manga por hombro. Te quiero tal y como eres y no sé qué saldrá de todo esto, solo sé
que la prueba de convivencia ha terminado y no quiero que te vayas de casa o tener que
irme yo. Quiero vivir contigo. Entré en esa casa, te conocí y ahora no quiero marcharme.
—Raúl, yo…
—¿Quieres seguir conociéndome? Por favor, Roni…
—Medicucho del demonio…
Y entonces fuimos protagonistas de una de las escenas más ridículas que, seguro,
presenciaron los transeúntes de nuestra calle. Una chica con los pelos de loca y la cara
marcada de lagrimones besándose con un chico en calzoncillos y calcetines negros.
Como siempre, dando tumbos, haciendo locuras.
Pero, si de algo estaba segura, es que mi mayor y más preciosa locura, fue compartir
mi vida con Raúl.







Meses después

Hola de nuevo, lector. Si has llegado hasta aquí es porque has terminado de leer esta
historia, mi historia, nuestra historia.
La historia de Raúl y Roni, Roni y Raúl.
Han pasado meses desde esa escena ridícula en medio de la calle donde, mi médico
particular, en calzoncillos, me declaró su amor.
Y pocas cosas han cambiado, si bien los cambios son bastante importantes.
Seguimos en la misma casa, compartiendo gastos, buenos momentos y también
pequeñas trifulcas que acaban, en la mayoría de los casos, en besos y disculpas.
Porque somos así, siempre lo hemos sido, y tendemos a meter la pata el uno con el
otro.
Gracias a Dios la pifiamos en cosas sin importancia, a pesar de que a nosotros nos
parecen un mundo.
Es por la mañana, sábado, y Raúl está sentado en el balcón mientras le da el sol en la
cara. Mira al cielo a través de sus gafas de sol, pero me apuesto lo que sea a que los tiene
cerrados, porque está escuchando una de sus canciones favoritas en el equipo de música.
Belerofón del grupo Taburete.
Y, la verdad es que, si la escuchas, te darás cuenta de que nos representa.
Quizá por eso sea una de sus favoritas.
Yo estoy tumbada en el sofá, observándolo desde aquí con mi ordenador portátil al
lado.
Mi nueva novela, esa que se me ocurrió después de que Raúl me tirase los apuntes de
la anterior, cosa que aun me pica, por cierto, está en muy buena posición en el ranking de
ventas de Amazon.
Estamos muy contentos.
Sigo trabajando en el vivero, aunque Inés no me mete tanta caña.
Y tengo excusa, que conste.
¿Te acuerdas de aquel revolcón que casi me deja sin culo sobre una roca de la isla
Tabarca?
Pues nos dejó un regalito que nacerá en pocos meses.
Otra locura más. Lo sé. Pero a nosotros ya nada nos sorprende.
Las semillas que planté han crecido.
Perla por fin se ha adaptado a estar sola y Raúl está a punto de presentarse a su examen
de oposición. Estamos seguros de que va a aprobar.
Mi chico es muy inteligente. Un poco insoportable, pero muy inteligente.
Por lo demás todo sigue igual.
Sé que todo esto ha sido una locura, pero a veces hay que cometerlas para encontrar la
felicidad.
Y yo con Raúl la he encontrado. Las mariposas que siempre quise asesinar y nunca
pude son alimentadas por los dos cada día, porque cada día nos esforzamos por
entendernos, por conocernos y por hacernos felices.
Así que, querido lector, comete locuras.
Nunca sabes si tu felicidad puede depender de una camiseta y unas bragas.

FIN




En primer lugar, quiero dar las gracias a todas esas personitas tan maravillosas que
hacen de lectores cero y se leen mi libro en primicia.
Son personas cercanas a mi que viven conmigo mi día a día y me ayudan en todo lo
que pueden.
Gracias a mi Ro por esta maravillosa portada y por estar al pie del cañón durante toda
la historia.
Gracias a mis amigas, por su apoyo y consejos.
Gracias a Mamá y Rebe por estar a mi lado.
Gracias a Papá y a Fran por estar orgullosos de mí.
Gracias, Perlita, por inspirar a la Perlita de la historia.
Gracias, lectores, todo esto es por vosotros.

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