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L as drogas en nuestros días parecieran ser un objeto tan inherentemente malo y estigmatiza-
do, como lo fue —y sigue siendo en algunos círculos— el sexo. Mi objetivo aquí es repasar
los episodios más importantes de la historia del narcotráfico en México desde 1969 hasta 2000,
con el propósito de brindar una visión, aunque panorámica, que ordene la gran cantidad de
información fragmentada sobre drogas, narcotráfico y política con que los medios de comuni-
cación, los gobiernos y los académicos nos han bombardeado en los últimos años. Empezar a
superar la fragmentación es un paso necesario para poder vencer la grave tendencia a la hipo-
cresía a la que nos empuja la manera con que, en la actualidad, se maneja el tema de las drogas.
En cada sección inicio el relato analizando la cruzada estadunidense para hacer del uso
de drogas un régimen trasnacional de prohibición junto al repaso de las reacciones de los
gobiernos mexicanos; luego esbozo algunas claves para entender el efecto de las políticas esta-
tales en la organización de los productores, traficantes y distribuidores de narcóticos ilegales; y,
posteriormente, apunto las consecuencias sociales del narcotráfico en las relaciones sociales, el
consumo, la violencia, la cohesión nacional, el papel de los campesinos o los periodistas, etcé-
tera. Como ocurre en ciencias sociales, en general, podría argumentar que la línea narrativa de
este capítulo es arbitraria. Sin embargo, debo apuntar que no lo es tanto, si se toma en cuenta
que parte de consideraciones teóricas y empíricas que han sido ampliamente documentadas y que
parten de la preocupación por que la visión criminalizadora y prohibicionista de las drogas no
siga influyendo en que los análisis académicos dejen de lado sus consecuencias sociales.
No es exagerado afirmar que la década de los años setenta estuvo marcada por la reac-
ción mexicana a la política estadunidense de combate a las drogas. El tema sufrió un paulatino
proceso de politización en Estados Unidos, y México tuvo que ser receptivo a ese interés, sobre
todo después de la Operación Intercepción de 1969. Ese hecho marcó el tono de la discusión
* La revisión de fuentes primarias del Archivo Histórico Genaro Estrada de la Secretaría de Relaciones Exteriores
(en adelante Arsere) se realizó gracias al apoyo de CONACyT al proyecto “Las relaciones México-Estados Unidos
de la segunda guerra mundial a nuestros días. La visión de sus diplomáticos”, dirigido por el doctor Lorenzo
Meyer.
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y México se alineó sin remedio, aunque mantuvo ciertos principios retóricos acerca de la defen-
sa de la soberanía y la seguridad nacional. En el tema de la soberanía, el gobierno mexicano se
mostró aparentemente firme: las autoridades estadunidenses no debían realizar operaciones
extraterritoriales. En cuanto a la seguridad, mostró su preocupación por el posible intercambio
de armas por drogas, en particular en zonas donde había movimientos de izquierda radical y
guerrillas.
A lo largo de los años 1960, y hasta los 1970, algunos estadunidenses se aventuraban al
sur de la frontera para regresar a su país con un cargamento de mariguana u opiáceos. Años
después, a mediados de los setenta, fueron apareciendo grupos de traficantes con el nivel orga-
nizativo al que ahora estamos acostumbrados a ver. Del lado mexicano los liderazgos crimina-
les no estaban tan coordinados y se limitaban, más bien, al ámbito local, pero en el siguiente
decenio las políticas de erradicación, cierre de rutas de trasiego y la intercepción fronteriza
impulsaron un salto cualitativo en el tráfico de drogas. Los delincuentes locales, más conoce-
dores de la producción y las debilidades de las autoridades mexicanas, empezaron a controlar
más mercados.
Las consecuencias sociales fueron el inicio de un sostenido clima de violencia, que aún
impera en algunas regiones del país, y la fundación de una cultura y un estilo de vida que, con
el tiempo, mermó la imagen del gobierno mexicano.
La reacción mexicana
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Esta actitud se explica, en parte, por la política interna estadunidense, cuya ala dere-
cha se radicalizó ante los movimientos progresistas de los sesenta. En su campaña, el republi-
cano Richard Nixon dijo que la mariguana, el hachís y el LSD eran “la maldición moderna de la
juventud”, y prometió que, de llegar a la presidencia, triplicaría el número de agentes aduana-
les5 y trabajaría con naciones “amistosas” para “movilizarse contra las fuentes de esas drogas”.6
Así, la Operación Intercepción I fue una de las primeras acciones que mostraron su
credo y el sector político que representaban. La maniobra no logró grandes incautaciones.
Incluso, en su momento, se consideró ingenuo que el gobierno estadunidense creyera que
mayor vigilancia en los puntos oficiales de cruce reduciría el tráfico de drogas. Sin embargo, el
objetivo iba más allá; el gobierno de Estados Unidos quería presionar para que México adop-
tara medidas más agresivas.
El gobierno mexicano respondió de inmediato. David Franco Rodríguez, subprocura-
dor de la Procuraduría General de la República (PGR), salió rumbo a Washington encabezan-
do una misión en la que participó el embajador Hugo B. Margáin. El objetivo era corregir los
daños sufridos tanto en la frontera como en las relaciones bilaterales. El 10 de octubre de 1969,
la misión anunció que había persuadido a los estadunidenses de cancelar la actuación unilate-
ral y sustituirla por la Operación Cooperación.7
Ese cambio no fue una trivialidad semántica, pues México logró frenar los abusos e
inconvenientes que las autoridades estadunidenses estaban causando en la frontera, y reorien-
tar el tema. Entre otros acuerdos, se convino en realizar una reunión para el 27, 28 y 29 de octu-
bre de 1969. A partir de entonces, Washington maniobró para que México siguiera sus linea-
mientos en el combate al narcotráfico. El 30 de octubre se anunció el establecimiento de un
grupo de trabajo conjunto. Del lado mexicano, el grupo fue presidido por Sócrates Huerta Gra-
dos, procurador general de la República, y, del lado estadunidense, por Jack B. Kubisch. En su
informe del 15 de diciembre de 1969, hicieron diversas recomendaciones operativas dirigidas,
de manera particular, al gobierno mexicano.8
Los representantes de los dos países sabían que el paso de la Operación Intercepción I
a la Operación Cooperación ayudaba a mantener la imagen de cordialidad diplomática, cuan-
do el régimen autoritario mexicano necesitaba del apoyo estadunidense, sobre todo después de
la matanza de Tlatelolco, y el gobierno de Estados Unidos necesitaba de un México estable
durante la guerra fría. Esto tuvo como consecuencia que México entrara a los años 1970 atado
a la lógica con que Estados Unidos enfrentaba el problema de la creciente adicción a estupefa-
cientes ilegales entre sus ciudadanos.
Los pendientes de la reunión se fueron resolviendo, pero algunos, como el uso de her-
bicidas, tuvieron que esperar hasta la segunda mitad de los años 1970. El 5 de marzo de 1970,
Sócrates Huerta Grados firmó un acuerdo con George H. Gaffney, jefe de la Oficina de Nar-
cóticos y Drogas Peligrosas del Departamento de Justicia estadunidense, en el que el gobierno
de Estados Unidos se comprometió a entregar, en dos años, apoyos económicos por un millón de
dólares.9 En ese momento en particular, la prioridad de los estadunidenses era atacar la produc-
ción de drogas en los campos de cultivo. Como señala James van Wert:
Las estadísticas indican una aplicación creciente del método de destrucción a mano de
los campos de adormidera. Por ejemplo, se tiene noticias de que en una de las prime-
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ras campañas, que comenzó en 1947, se destruyeron 200 campos y 90 acres. En la que
comenzó en 1964, se destruyeron 1,000 acres; en 1968, se erradicaron 7,848 campos
con una superficie de 4,500 acres; y según los informes recibidos, en 1973 la campaña
destruyó 10,000 campos y 10,000 acres aproximadamente. En 1963, los mexicanos pri-
mero utilizaron helicópteros para descubrir los campos y luego, en 1967, comenzaron
los primeros ensayos de defoliación química en parcelas muy pequeñas.10
Sin embargo, la PGR aceptó el uso de herbicidas hasta la segunda mitad de los setenta,
pues se pensaba que su aplicación causaría importantes reacciones de rechazo en la opinión
pública.
En Washington, el grupo de trabajo continuó las discusiones sobre los dos asuntos aún
pendientes: las medidas de prevención del tráfico aéreo y marítimo, y la organización de semi-
narios de capacitación.11 Según el informe presentado por el gobierno mexicano, del primero
de septiembre de 1969 a marzo de 1970, el ejército y la policía judicial habían realizado impor-
tantes erradicaciones de plantíos y decomisos de estupefacientes, e inició juicio contra 764 per-
sonas involucradas, de las cuales 90 eran estadunidenses.12 En pocas palabras, más allá de cual-
quier malabarismo retórico, el gobierno mexicano estuvo siempre alineado a Estados Unidos y
consciente de su grado de responsabilidad.13
Las labores de información sobre los logros mexicanos en la intercepción de tráfico de
drogas se volvieron cosa de todos los días para los diplomáticos mexicanos. Por su parte, el
gobierno, aunque compartía el enfoque estadunidense, también trataba de posicionar la idea
de que era una responsabilidad compartida, no sólo porque en Estados Unidos hubiera un cre-
ciente consumo de drogas, sino porque muchos de los involucrados en estas actividades eran
estadunidenses.
La constante intervención y labor de relaciones públicas de los diplomáticos mexica-
nos tuvieron sus beneficios. El 15 y 16 de junio de 1972, durante la visita de Luis Echeverría a
Estados Unidos, el tema de las drogas no fue tratado con demasiada virulencia. En esa ocasión,
quizá porque la visita fue usada por Nixon para mostrar una cara conciliadora hacia América
Latina y el tercer mundo, existió el mismo énfasis al abordar los temas de la salinidad del río
Colorado, los trabajadores migratorios y los asuntos de intercambio cultural. En el comunica-
do conjunto se trató el asunto de las drogas en el mismo tenor con que se había manejado la
Operación Cooperación.
La colaboración entre México y Estados Unidos se extendió a todos los niveles de
gobierno. Por ejemplo, en marzo de 1974 el senador Vance Hartke escribió a José Juan de Ollo-
qui que estaba preocupado por el intenso tránsito de drogas de México a Estados Unidos, por
lo que solicitaba información sobre los planes del gobierno mexicano para combatirlo, y ofre-
ció su colaboración para apoyarlos.14
Estados Unidos nunca quitó el dedo del reglón ni abandonó la idea de impulsar un
régimen global de prohibición. De ahí que intensificara esa iniciativa en los foros internacio-
nales, lo que obligó a la participación mexicana en estos espacios de concertación. En el 58º
periodo de sesiones del Consejo Económico y Social de Naciones Unidas, los representantes
mexicanos dejaron claro que parte de su interés en el combate a las drogas se fincaba en la
necesidad de defender la soberanía del país, dada su vecindad con una de las potencias mun-
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diales más activas en esa cruzada. De ahí que las dos tesis en que basaban su colaboración fue-
ran la reducción de la demanda y los apoyos económicos para sustituir cultivos en zonas pro-
ductoras de drogas.15 Pero aun cuando México respaldaba la retórica del prohibicionismo uni-
versal, sus argumentaciones obedecían más a un intento por adelantarse a los planteamientos
y demandas de Washington.
La beligerancia mexicana permitió que las políticas de combate fueran menos vigoro-
sas en la segunda mitad de los años 1970. Quizá parte de la explicación está en que México pudo
envalentonarse gracias a las dificultades que pasó la clase política republicana luego del caso de
corrupción Watergate, que terminó con la dimisión de Nixon y el ascenso de Gerald Ford al
poder. Este cambio se acompañó de una ola de moralización del lado estadunidense. En 1975,
Estados Unidos reenfocó su interés en reforzar la cooperación con México.
Tiempo después, con el desmantelamiento de la ruta turco-francesa de abastecimien-
to de heroína, México se convirtió en el principal proveedor. De hecho, uno de los estudios más
certeros en el ámbito gubernamental estadunidense, The White Paper on Drug Abuse, publicado
en 1975, urgía a intensificar los acercamientos con México. Desde la perspectiva de los estadu-
nidenses no era para menos, si se toma en cuenta que 90% de las interdicciones de heroína rea-
lizadas en trece ciudades de Estados Unidos fueron procesadas en México, un aumento signifi-
cativo desde 1972, año en que sólo 40% venía de México. Por su lado, México empezó a
quejarse por el aumento del tráfico de armas, que, según ellos, bien pudieron acabar en manos
de grupos radicales que buscaban la apertura del sistema autoritario y hasta una revolución a la
manera de Cuba.16
Las fricciones fueron canalizadas por la vía de la cooperación. En marzo de 1975,
Pedro Ojeda Paullada, procurador general de la República, recibió a Webster B. Todd, Jr., del
Departamento de Estado, y a Joseph John Jova, embajador estadunidense en México. Lejos de
hacer reclamos, el propósito fue ofrecer ayuda para mejorar la imagen de México en sus labo-
res de combate al narcotráfico. Más tarde, Ojeda Paullada anunció que se iniciaba una nueva
etapa en la campaña contra las drogas, con equipo proporcionado por Estados Unidos. La nove-
dad era que, tal como lo querían los estadunidenses, se usarían defoliantes para las labores de
erradicación.17
El procurador fue cuidadoso al comunicar el asunto: “el gobierno de México en nin-
guna circunstancia conducirá operaciones que puedan tener efectos adversos en la ecología del
país [...] pero eso no significa que no debamos usar herbicidas”. En enero de 1976, Alejandro
Gertz Manero, quien estuvo al frente de la nueva campaña, dijo que “había demasiados campos
para destruir”. La declaración hacía alusión al reconocimiento oficial de que se usaban alrede-
dor de 600,000 kilómetros cuadrados para cultivos ilícitos. “Estamos esperanzados de que los
herbicidas hagan la diferencia.” Poco después, el secretario de la Defensa, Hermenegildo Cuen-
ca Díaz, admitió que ya se hacían pruebas con herbicidas en Sinaloa y Guerrero. Ante la pre-
sión de la opinión pública, Gertz Manero aclaró: “Sí, estamos usando herbicidas [...] y antes de
la primera mitad del año, vamos a erradicar completamente el cultivo de drogas”.
El primero de junio de 1976, México consideraba que su campaña para combatir las
drogas era “permanente” —más bien anual. La PGR trabajó para mejorar la coordinación entre
cuerpos policiacos locales y el ejército, la cooperación con Estados Unidos, combatir la corrup-
ción y modernizar la tecnología de erradicación. El 30 de septiembre, Félix Galván López,
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Esta colaboración no terminó con la fricción diplomática entre ambos gobiernos. Las crí-
ticas provenientes de Estados Unidos más de una vez provocaron reacciones virulentas entre los fun-
cionarios mexicanos, que señalaban la “ineficiencia y falta de colaboración” de la DEA. La discusión
sobre el tema de las drogas no cesó en la segunda mitad de los años 1970. Reflejo de estas discusio-
nes fueron los señalamientos del senador Lloyd Bentsen. Según él, entre 1975 y principios de 1976,
102 avionetas que cargaban drogas se habían estrellado en la frontera, y que ese auge del tráfico se
debía a la alianza entre grupos subversivos que ayudaban a la producción y trasiego de drogas a cam-
bio de las armas que les ofrecían los traficantes. No dejó datos que demostraran el supuesto víncu-
lo. Como prueba mencionó el testimonio de un funcionario de El Paso, quien aseguró al ejército
estadunidense 700 armas robadas que llegaron a México. También mencionó que la DEA había reci-
bido numerosos reportes de aeronaves que transportaban armas hacia México y que regresaban a
Estados Unidos con cargamentos de drogas. La solución, según el senador, era aumentar la coope-
ración con México y conseguir más recursos y personal que cuidara de la frontera estadunidense.28
La persistencia de la oferta de drogas, a la que se sumó cierta preocupación por el flu-
jo de migrantes ilegales, hizo que la atención estadunidense se concentrara en la frontera. En
el gobierno de James Carter, la Oficina de Políticas sobre el Abuso de Drogas tuvo entre sus ta-
reas analizar mecanismos para mejorar la vigilancia en la frontera. En febrero de 1978, en una
comparecencia ante el senado, Richard L. Williams, subdirector de esa oficina, propuso que se
reorganizaran las actividades, agencias y funciones de control fronterizo para evitar la falta de
coordinación y la duplicación de funciones entre las instancias encargadas del control de dro-
gas, tráfico de armas y contrabando.29 Poco después, el 19 de abril de 1978, el senador demó-
crata John Culver presidió una audiencia con la participación de: William Anderson, represen-
tante de la General Accounting Office; Peter Besinger, director de la DEA; Rex Davis, director
de la oficina de alcohol, tabaco y armas de fuego; y Charles Sava, de los servicios de inmigra-
ción y naturalización, entre otros. En su intervención, Culver se limitó a insistir en la necesidad
de cooperar con México en el combate a las drogas.30
Por su parte, Anderson, a pesar de reconocer la cooperación con México, mostró preo-
cupación por el aumento de la participación mexicana en el mercado de heroína. México,
según sus cifras, de 1971 a 1975 había pasado de 20 a 89% en su oferta del fármaco. Y, en 1977, a
pesar de los programas de erradicación seguía siendo un oferente importante. Sin embargo, no
atribuía toda la responsabilidad al gobierno mexicano y, de hecho, criticó la ineficiencia de los
programas de intercepción de la DEA, el servicio de aduanas y el migratorio. Propuso mejorar
la coordinación y evitar la duplicación de funciones entre las agencias involucradas en el com-
bate a las drogas y el control fronterizo.31
Ante esto, Peter Besinger argumentó que la DEA hacía operaciones de inteligencia y
erradicación dentro y fuera de Estados Unidos. Según él, de 1975 a 1978 la cooperación con
México había ayudado a reducir la disponibilidad de drogas. Planteó la dificultad de controlar
una frontera tan larga y transitada, pero aun así, la presencia de la DEA había cumplido con efi-
ciencia en la erradicación de plantíos. En los primeros nueve meses de 1976, los 1,597 agentes
de la DEA ubicados en Estados Unidos interceptaron cerca de 230 kilos de heroína, mientras
que los 165 agentes asignados a operaciones externas decomisaron 640. De ahí que los progra-
mas de erradicación en los países productores fueran considerados una estrategia eficiente.
Para defender el programa de erradicación en México, Besinger dijo:
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Por otra parte, la aprehensión de algunos líderes del narcotráfico —como el duran-
guense Jaime Herrera y el sinaloense José Valenzuela— no hubiera sido posible sin “coopera-
ción en inteligencia”.32
Rex Davis analizó la posibilidad de que se estuviera intercambiando drogas por armas.
Según él, el contrabando de armas se debía al fácil acceso a la compra en Estados Unidos, y a
las políticas restrictivas sobre su posesión en México. Sin embargo, el monto real del tráfico de
armas hacia México era muy difícil de estimar.33
Al margen de lo anterior, a fines de los setenta, las cifras dieron la razón a Besinger: la
política mexicana de combate a las drogas era un éxito. Según los cálculos del Comité Nacio-
nal de Inteligencia sobre Consumos de Drogas, de representar casi 90% de la heroína que
circulaba en Estados Unidos, como señalaba Anderson, la heroína mexicana representaba 30%
en 1979 y 25-30% en 1980.34
Estos resultados sirvieron para mantener la calma en la relación con los estaduniden-
ses, pero sólo por un tiempo. A partir de 1979 aumentó la cantidad de mariguana y heroína
mexicanas que entraba a Estados Unidos. A su vez, en los últimos 18 meses de la administración
de López Portillo, los agentes de la DEA fueron confinados a la embajada. Pero esta baja en la
prioridad del tema de las drogas cambiaría con la llegada de Ronald Reagan a la presidencia de
Estados Unidos en 1981.35
Aprehensiones
A principios de los años 1970 era frecuente que jóvenes estadunidenses se aventuraran
a viajar a México para conseguir mariguana o heroína. El auge de su consumo en las universi-
dades, las clases media y alta, y la integración de las drogas a la cultura pop proporcionaban los
incentivos necesarios. Éste fue el caso de George Jung, quien en 1967 se inició como revende-
dor —venía a México, obtenía mariguana barata y multiplicaba sus ganancias. En 1974, cuan-
do fue aprehendido, las ventas de Jung iban de 300 a 400 kilos de mariguana al mes, por la que
recibía de 45,000 a 60,000 dólares, suma considerable en esa época. Viajaba a México para
negociar con campesinos de la sierra de Sinaloa, volar en avioneta desde el desierto de Sonora
hasta California y llevar la mercancía, por tierra, hasta Amherst, Massachusetts, donde era dis-
tribuida en una zona escolar, con 30,000 estudiantes, ansiosos de mariguana, de cuatro prepa-
ratorias y una universidad estatal. Luego de su captura, en la prisión se conectó con algunos
colombianos y se volvió uno de los traficantes de cocaína más importantes.36
Al iniciar los años 1970 no había grandes organizaciones criminales, aunque sí una cre-
ciente producción de drogas. A pesar de la fuerte política de erradicación y la afectación a gran
número de campesinos involucrados, los productores empezaron a sembrar extensiones más
pequeñas, en terrenos localizados a alturas inalcanzables para los helicópteros Bell, usados para
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El primer narcostar
Alberto Sicilia Falcón nació en Matanzas, Cuba, el 30 de abril de 1945. Luego de la lle-
gada de Fidel Castro al poder partió a Miami, donde se enlistó en el ejército, y también se enro-
ló en una o más agencias de inteligencia. En su expediente judicial hay cargos por conducta
desordenada, vandalismo y “sodomía”, referidos a su adolescencia. En 1968, a los 23 años, cuan-
do cruzó por primera vez la frontera hacia Tijuana, los funcionarios de la garita lo aprehendie-
ron al comprobar que no era ciudadano estadunidense. Cuando fue liberado, regresó a Esta-
dos Unidos y empezó a tejer una red de traficantes que se extendió alrededor del mundo. Pocos
años después, cuando las autoridades seguían sus huellas, James Mills, un periodista estaduni-
dense que tuvo acceso a la investigación, escribió, en The Underground Empire, que para 1972:
Sicilia era parte del mundo de las mansiones fortificadas, los carros caros, los botes
acuáticos de carreras, el champagne Dom Pérignon, los puros Montecristo y la cocaí-
na por kilo. Sus fiestas lo mismo en yates, salones de hotel o casas privadas en tres con-
tinentes, divirtieron a líderes políticos, industriales, estrellas de cine, criminales inter-
nacionales y jefes de inteligencia. Sus sobornos y regalos incluían carros deportivos
italianos, joyas y pagos de millones de dólares [...] Su dinero rondó secretamente alre-
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dedor del mundo en bancos de media docena de países, Rusia incluida. Su influencia
alcanzó los servicios de inteligencia de varios países, entre ellos, México, Cuba y segu-
ramente Estados Unidos.42
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necesitaba 10 millones de dólares para arrancar la producción de una sofisticada arma en Por-
tugal. Según Mills, el arma no sólo serviría para que Sicilia la pudiera intercambiar por droga,
sino que Santos la podría usar para defender sus dominios en San Luis Potosí. No queda claro
si el negocio prosperó, pero, al parecer, algunos políticos mexicanos estuvieron involucrados.46
Alrededor de 1975, el endurecimiento de las autoridades estadunidenses en la fronte-
ra persuadió a Sicilia de trasladarse a la ciudad de México, donde siguió cultivando sus cone-
xiones. Poco después, el 2 de julio de 1975 fue aprehendido en Nieve 180, en Jardines del
Pedregal: “encamado, con una mano fracturada, junto a una pistola”. En un principio se negó
su arresto, quizá porque, como él mismo relató, fue sometido a torturas por agentes a cargo del
comandante Florentino Ventura.47 Su abogado, Roberto Sánchez Juárez, declaró a los diarios
que se violaron sus derechos al no consignarlo dentro de las 72 horas marcadas por la ley.
La detención se hizo pública hasta el 10 de julio. Ese día, en las notas periodísticas la
detención del primer “barón de las drogas” que se hizo famoso en México, compartió espacio
con la breve detención de Gastón Santos, por su posible vínculo con el narcotráfico. Lo que no
se aclaró nunca fue la relación de Sicilia con el “rejoneador millonario”. Al parecer, la deten-
ción de Santos se hizo cuando éste fue a visitar a Sicilia, a su casa del Pedregal, un día después
de la aprehensión.48
La captura de Sicilia descubrió una serie de complicidades que nunca fueron del todo
aclaradas. El día de su detención encontraron que, al igual que Gastón Santos, tenía una creden-
cial que lo acreditaba como agente especial de la Secretaría de Gobernación. Las investigaciones
apuntaron hacia Mario Moya Palencia, entonces secretario de Gobernación y, por lo mismo,
señalado como el ungido para suceder a Luis Echeverría en la presidencia de la República.
James Mills dice que cuando se supo de las conexiones de Sicilia con Moya Palencia, el PRI rem-
plazó a este último por José López Portillo.49
Ojeda Paullada presentó la detención de Sicilia como el resultado de una operación
conjunta con agentes de la DEA. Ese día también se capturó a buen número de personas en
México y en California. Entre los presos estaba su lugarteniente en México, Carlos Ángel
Kiriakides y la directora de distribuidores, Mercedes Coleman Bisval.50 A los pocos días, Sici-
lia fue trasladado a la Cruz Roja para detener una hemorragia provocada por las heridas que
él mismo se infligió al tratar de suicidarse.51 La circunstancia fue aprovechada por su aboga-
do para denunciar las irregularidades del proceso. Entre los escándalos paralelos, Irma Serra-
no, la Tigresa, declaró que ella podía decir mucho sobre “los verdaderos jefes del narcotráfi-
co”. De hecho, dijo que hablaría con la Procuraduría sólo “con la autorización del presidente
Echeverría”:52 declaración insólita si no se toma en cuenta que la prensa de la época afirmaba
que ella había sido aval para que Sicilia Falcón rentara la casa del Pedregal. Aunque quizá fue
una velada amenaza contra la clase política priísta, que le permitió zafarse del asunto. Agustín
Bárcenas, secretario del Tercer Juzgado Penal Administrativo, declaró a la prensa que no reque-
riría del testimonio de la Serrano; mientras que el abogado de Sicilia dijo que la artista “no
[tenía] ninguna relación” con su defendido.53
James Mills proporciona, además, datos sobre la probable participación de la familia
Echeverría en este asunto:
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Los agentes estadunidenses descubrieron que era más que curioso, el hecho de que el
nombre de un presidente de la República haya salido a la superficie en otro aspecto de
investigación sobre Sicilia Falcón. Cuando fue arrestado, le encontraron una carta que
tenía información sobre transacciones comerciales de plata, mercurio, cemento, hie-
rro y productos petroleros entre México y Estados Unidos que fueron autorizadas por
Antonio Buch, representante personal de María Esther Zuno de Echeverría, la esposa
del presidente de México. La carta estaba fechada dos meses después de la reunión en
Tijuana con Gastón Santos y James Morgan, concerniente a la fabricación de un super--
rifle de visión láser. Otros esfuerzos de inteligencia sugieren que la señora Echeverría,
cuyo padre y hermanos habían sido vinculados ya con operaciones de heroína euro-
pea, pudo tener inversiones en la manufactura de esa arma. La posible participación
del presidente Echeverría en el tráfico de drogas y armas (por medio de su esposa, su
secretario de Gobernación, Moya Palencia, y otros) era de particular interés, por su co-
nocida ambición: cuando dejara el cargo, deseaba ser elegido como secretario general
de las Naciones Unidas.54
Otra pista que jamás se agotó fue la de un Rolls Royce del año, propiedad de Sicilia, es-
tacionado en la casa de Dolores Olmedo. Al parecer el auto fue usado por la banda de Sicilia
para trasladar heroína desde España, cuando éste estuvo en Madrid para la negociación de un
cuarto de millón de dólares en armas de la CIA. Investigaciones posteriores revelaron que Olme-
do mantuvo una relación con Arturo Izquierdo Ebrard, importador de heroína francesa por el
puerto de Veracruz, donde tenía una finca y donde fue desembarcado el Rolls Royce.55 Tiem-
po después, Izquierdo Ebrard llegaría a ser cuñado de Arturo, el Negro Durazo.
El 15 de julio, Sicilia Falcón fue consignado por asociación delictuosa, contrabando y
acopio de armas, falsificación de documentos y delitos contra la salud en sus modalidades de
posesión, transportación, compraventa, tráfico y suministro de mariguana y cocaína. Al parecer
era el final, pero después de unos meses, el caso volvió a los medios de comunicación luego de
que Sicilia, junto con Alberto Hernández Rubí, José Egozzi y Luis Antonio Zuccoli, se fugara
de Lecumberri, por un túnel de 40 metros de largo, en abril de 1976. La fuga despertó las sos-
pechas sobre los nexos de las autoridades con el narcotráfico. Desde diciembre de 1975, La
Prensa denunció el contubernio entre la banda criminal y algunos magistrados de Hermosillo,
que dieron su aval para que Sicilia fuera trasladado a Tijuana, donde sus conexiones le permi-
tirían mejor trato. Después de la fuga, los periodistas de ese diario reprocharon haber adverti-
do “con toda oportunidad de lo que ahora se lamenta la sociedad: la fuga y burla a la justicia de
uno de los más grandes traficantes de estupefacientes”.
La presión mediática no fue la única que enfrentó el gobierno. Antes, el 16 de febrero
de 1976, Henry Kissinger, secretario del Departamento de Estado, envió una carta a Alfonso
García Robles, secretario de Relaciones Exteriores, en la que planteaba: “Mi fuerte convicción
de que el tráfico de drogas debe parar está acompañada por una convicción igualmente fuerte de
que los detenidos, sin importar los crímenes por los que deban ser procesados, deben recibir
sus derechos legales y humanos dentro de la ley aplicable”.56 La respuesta de García Robles fue
cordial y firme. Dijo que el aumento de presos estadunidenses se debía al crecimiento del con-
trabando de Estados Unidos a México y del tráfico de drogas de México a Estados Unidos. El
tono de la carta no buscaba atizar conflictos ni vender falsas expectativas: “No podemos espe-
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rar que no se cometan ocasionalmente algunas irregularidades, sobre todo, cuando las deten-
ciones se efectúan en lugares alejados”.57
No obstante, las autoridades se vieron obligadas a actuar. Se destituyeron a los magis-
trados de Hermosillo; los retratos hablados de las personas que ayudaron a la fuga se distribu-
yeron entre los cuerpos policiacos; se pidió ayuda a la DEA e INTERPOL; se siguieron todas las
pistas, desde la compra de la casa donde desembocaba el túnel, hasta los contactos de Sicilia a
lo largo de la frontera. Las cosas se complicaron cuando La Prensa denunció que Sicilia había
“comprado” por dos millones y medio la crujía L, al jefe de vigilancia de Lecumberri, Edilber-
to Gil Cárdenas, y que Zuccoli —uno de los prófugos— era compadre y exsecretario particular
de Gustavo Malo, presidente de la Comisión Administradora de Cárceles y Reclusorios del Dis-
trito Federal. Ojeda Paullada exculpó al director del reclusorio, general Francisco Arcaute, y
dijo que “los viejos reos, que son como caciques de Lecumberri, seguramente son los respon-
sables de la fuga de los narcotraficantes”.58 Por contraste, Gil Cárdenas fue aprehendido y acu-
sado de varios actos de corrupción.
El 2 de mayo de 1976, los periódicos informaron sobre la recaptura de Sicilia Falcón,
operativo a cargo del subdirector de la Dirección Federal de Seguridad, Miguel Nazar Haro, y
los comandantes Florentino Ventura y Pedro Ismael Díaz Laredo. Sicilia fue trasladado al Reclu-
sorio Sur y, en 1991, a Almoloya de Juárez. Las autoridades cerraron el capítulo de la captura
del que ha sido señalado como el primer narcostar de México,59 con granaderos resguardando
Lecumberri, ante llamadas que amenazaban con: “dinamitar el edificio” el día de la recaptura;
declaraciones de inocencia de Sicilia; declaraciones de Ojeda Paullada de que la investigación
había sido “un prodigio” y felicitaciones a su estratega, Alejandro Gertz Manero.
El periodista James Mills transcribe una conversación entre los agentes estadunidenses
que participaron en la captura de la banda de Sicilia y senadores de su país, en enero de 1977,
en la que destacan los comentarios de uno de ellos:
Al parecer, la investigación sobre esta banda inició después de que una avioneta arro-
jó “bolas de cocaína” cerca de Teotihuacán, en febrero de 1974. Luego de esa “lluvia blanca”,
ocurrió otro incidente similar en mayo de 1975: una avioneta tiró dos sacos en las cercanías del
río Lagartos, en Yucatán. Unos marinos se percataron del hecho, por lo que los traficantes sólo
tomaron uno de los sacos y se dieron a la fuga. El 7 de julio de 1975, los periódicos de la ciudad
de México informaron sobre la detención de esa “mafia” que introducía de 100 a 200 kilos de
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cocaína al mes. Las investigaciones permitieron atrapar a esta banda en diversos puntos del
país. El grupo estaba formado por los mexicanos Jesús Madrid Muñoz, Víctor Lozano Cerón,
Luis Roldán Melo, Enrique González Benítez (en la ciudad de México), José Guadalupe Franco
Lincoln (Querétaro), Cesáreo Salomón Monzón (Tecomán, Colima), los colombianos Carlos
Estrada Ortiz, Marlene Ríos Gómez, el argentino Ricardo Horacio Giarini (ciudad de México)
y el estadunidense Martín Román Zamora (Mexicali).
En una conferencia de prensa, el procurador informó que desde Colombia se envia-
ban los insumos para elaborar la droga. Normalmente se lanzaban desde el aire a sitios donde
pudieran recogerse. Con la droga en su poder, los contactos llamaban a Carlos Estrada Ortiz,
quien tenía laboratorios clandestinos, uno de ellos en Querétaro, para procesarla y luego dis-
tribuirla. No quedaba claro si la droga sólo se vendía en México, o si además se llevaba a Esta-
dos Unidos. Sin embargo, se detalló que la detención del estadunidense fue en Mexicali, “en
momentos en que recibía dinero del importe de la droga”. Es decir, la banda trasladaba cocaí-
na desde Colombia y se dedicaba a su procesamiento, venta y trasiego, por lo menos hasta la
frontera con Estados Unidos. Ojeda Paullada no dio detalles de las conexiones del grupo con
los estadunidenses, y no es de extrañar, si recordamos que eran los momentos de fricción con Es-
tados Unidos, antes de la Operación Cóndor. No obstante, afirmó que contaba con informa-
ción que comprometía a “varios agentes norteamericanos de narcóticos”.61
El 14 de julio de 1975, Estrada Ortiz declaró haber comprado un rancho para el ate-
rrizaje de avionetas y “presumió de ingenioso” al aceptar que inventó los compartimentos secre-
tos en los motores de camionetas Combi para ocultar la cocaína. Por su parte, el químico Franco
Lincoln confesó encargarse del procesamiento de la cocaína. Franco Lincoln dijo que conoció a
Estrada Ortiz en Tijuana, mientras trabajaba en un laboratorio. Ahí, Estrada Ortiz le ofreció
procesar cocaína a cambio de 30,000 dólares. Luego, el aumento de la demanda le permitió abrir
un segundo laboratorio en Tijuana y un tercero en Querétaro. Según él, a esos laboratorios lle-
gaban los principales distribuidores de Boston, Chicago y Nueva York.62
Un líder mexicano
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cocaína y heroína. En marzo de 1976, se aprehendió a otros 23 miembros de la banda, a los que
les decomisaron 83 kilos de cocaína y 5 de heroína en La Paz, Tijuana, Culiacán y el Estado de
México. A raíz de esto, un juez libró orden de aprehensión contra Jorge Favela y cinco de sus
lugartenientes. Su aprehensión ocurrió en la colonia Polanco, de la ciudad de México. En ese
momento, Favela esperaba hacer una conexión para la compra de 17 kilos de cocaína y tres de
heroína por 20 millones de pesos. La droga y 12 mil dólares fueron decomisados a Guillermo
Polanco Ávalos. Una vez procesada, la droga hubiera cuadriplicado su valor. La primera reac-
ción de Favela fue tratar de suicidarse, pero los agentes no lo dejaron. Luego ofreció: “son cin-
co, les doy diez millones y nos vamos todos, tengo mucha lana, solamente de Tijuana me ha gira-
do mi sobrino Rafael, 50 millones de mis operaciones en Chicago”.
Después de la aprehensión de Favela Escobosa, se hicieron varias detenciones más, que
reflejan el grado de sofisticación de sus procedimientos. En la ciudad de México fueron dete-
nidos Sergio Guillermo Moreno Coronado, cajero general de una sucursal del Banco Nacional
de México, quien hacía algunas de sus transacciones; Antonio Cárdenas Iribe, su mano dere-
cha; Mario Villalobos, almacenista y distribuidor; Héctor Herrera Contreras, encargado del
transporte de droga y dinero; José Guillermo Aguilar, contador; y Juan Francisco Serrano Gutié-
rrez, su asesor jurídico. En Durango cayó Felipe Favela Shaire, encargado del lavado del dine-
ro de las operaciones en Chicago. En Culiacán se detuvo a Óscar Humberto Aguilar Avilés, su
lugarteniente.64
En su conferencia de prensa del 8 de agosto de 1976, Gertz Manero anunció que se
había desintegrado la organización “más audaz y difícil de penetrar en la historia del crimen
organizado en México”.65 Sin embargo, Favela Escobosa siguió operando, por lo menos hasta
mediados de los años 1980.66
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Una de las consecuencias sociales más importantes del narcotráfico ha sido la erección
de un estilo de vida, por lo menos en algunas regiones de México. Robert DuPont, asesor sobre
drogas de la Casa Blanca en tiempos de Gerald Ford, visitó Culiacán, poco después de que aquél
asumiera la presidencia de Estados Unidos, en 1974. A su regreso, dijo que Culiacán era lo más
cercano al Viejo Oeste que había visto.72
Otro observador, Richard Craig, visitó Culiacán en 1976. Luego, en un artículo, des-
cribió así el escenario:
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Mira, cuando esas unidades barren las zonas, segura o presuntamente, productoras de
drogas, a veces limpian de más. Las casas son saqueadas, los hombres golpeados, las
mujeres violadas y sus pertenencias confiscadas. Con esas tácticas, aunque raras, los
militares no precisamente se hacen querer por los campesinos.74
Desde entonces, las denuncias por torturas y violaciones a los derechos humanos por
parte de policías federales, o de saqueos y abusos de autoridad por parte del ejército, han sido
frecuentes.75 Una de las primeras consecuencias de las operaciones de los setenta fue el éxodo
masivo de campesinos de la sierra hacia las zonas urbanas.76 Esto propició el caldo de cultivo pa-
ra que los recién llegados a las ciudades se dedicaran a actividades relacionadas con el narcotrá-
fico y para que surgieran las simientes de identidades locales vinculadas con el narcotráfico. Como
bien dice Luis Astorga, por medio de los corridos empezó a crearse una mitología propia. Y la
exaltación de la ilegalidad alcanzó dimensiones mitológicas. Prueba de ello es Jesús Malverde,
el ladrón generoso asesinado por los rurales en 1909, a quien no sólo compusieron versos y can-
ciones populares, sino que se le atribuyen milagros, al grado que ahora se ha convertido en un
santo apócrifo con adeptos en México, Colombia y Estados Unidos, que cuenta con santuarios
en Culiacán, Badiraguato, Tijuana, Cali y Los Angeles. Esta mitología se ha acompañado de
expresiones lingüísticas propias que han sido recogidas en novelas como Un asesino solitario,
de Elmer Mendoza, o los trabajos literarios de Juan José Rodríguez y Leónides Alfaro; el perio-
dista Jesús Blancornelas habla de la existencia de una ética particular; y los trabajos de artistas
plásticos como Óscar García, Fritzia Irízar, Lenin Márquez y Aurora Díaz, entre otros, exploran
la recuperación de la estética del narcotráfico.
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La década de los años 1980 fue quizá uno de los periodos más infames de la política
exterior estadunidense. Sus dobles raseros morales, las consecuencias no deseadas de la guerra
fría, su actitud intervencionista, el apoyo a movimientos políticos y militares represores, y la tor-
peza de su elección de enemigos externos para solucionar pugnas internas dan fe de la falta de
racionalidad de esa gestión.
En el caso de los estupefacientes y su relación con México y otros países productores, los
1980 vieron surgir la “guerra contra las drogas”. En el caso de México, el objetivo final era encon-
trar en la corrupción y el auge del narcotráfico un enemigo externo que redituara votos dentro
de Estados Unidos. Las estrategias para “presionar” se basaron en imponer prerrequisitos para
cualquier negociación. Proporcionaron ayuda económica para las operaciones de combate al
narcotráfico, pero también idearon un proceso de “certificación” para condicionarla. Las “ayu-
das” forzaban el alineamiento a las políticas económicas estadunidenses, ante la amenaza de reti-
rar el apoyo a las maniobras de los jerarcas priístas. No es aventurado decir que, por lo menos
desde los 1980 la denuncia pública de los métodos fraudulentos del sistema político mexicano
fue usada como método de negociación en temas como las políticas de combate a las drogas.
La reacción mexicana más llamativa fue la aparente limpieza y militarización de sus
aparatos judiciales, cuya expresión más clara se dio en 1985, cuando quedó desmantelado uno
de los brazos de control de la izquierda, la Dirección Federal de Seguridad (DFS). Por su parte,
los movimientos sociales también buscaron la democratización y el fin de la corrupción inhe-
rente al sistema, lo cual propició cambios paulatinos dentro del régimen autoritario y una rede-
finición del modelo económico.
En este proceso, el narcotráfico fue el punto de apoyo de los estadunidenses para
imponer determinadas políticas. Las cifras de intercepción y erradicación de drogas durante
este periodo fueron “históricas” —o siempre mayores que el año anterior—; sin embargo, la
década de los años 1980 fue un momento de gloria para las organizaciones criminales mexica-
nas, pues tomaron control de la producción nacional.
Las políticas
A finales de los años 1970 y principios de los 1980, como afirma Sergio Aguayo, el
tema de las drogas no fue importante en las relaciones México-Estados Unidos, por el temor
estadunidense a que la ocasional simpatía mexicana por las causas izquierdistas se convirtiera
en verdaderos compromisos. Sin embargo, este bajo perfil cambió en 1985, pues el secuestro
y asesinato de Enrique Camarena, agente de la DEA, evidenció que el narcotráfico era un asun-
to trascendental.
Estados Unidos denunció la corrupción de las autoridades mexicanas y usó todos sus
recursos para influir en las políticas de combate a las drogas. Pero ¿acaso hasta ese momento
Estados Unidos se percató de la corrupción en México? No; desde principios de los años 1950,
los informes de la CIA eran contundentes: “algunos de los poco escrupulosos jefes [de la Direc-
ción Federal de Seguridad] han abusado del considerable poder que se les ha otorgado, por-
que toleran, y de hecho realizan, actividades ilegales como el contrabando de narcóticos”.77 Es
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decir, la corrupción no era novedad, pero también hubo otras circunstancias que desemboca-
ron en la crisis bilateral, en la segunda mitad de los años 1980.
Las drogas y el narcotráfico fueron uno de los principales temas de campaña de Ronald
Reagan. La misma Nancy Reagan declaró que su compromiso en la lucha contra el narcotráfi-
co se fincaba en sus dificultades para “educar a dos hijos durante los años sesenta”.78 Pero, en
un primer momento, la prioridad no fue la mariguana ni la heroína, sino la cocaína, cuyo con-
sumo alcanzó un gran auge. Durante el verano de 1981, una portada del Time mostraba una
copa con polvo blanco: cocaína, “the all-American drug”. La revista aseguraba que ya no era un
“pecaminoso secreto” que la cocaína fuera la droga favorita de las clases adineradas y un sím-
bolo de estatus.79 Durante la campaña de 1982, Reagan, necesitado de más votos, anunció un
“plan confiable y audaz” contra la importación de drogas.
Este plan estuvo acompañado de una reorganización intergubernamental y redefini-
ción de prioridades.80 Sin embargo, el ataque al tráfico de cocaína del Caribe, a principios de
los 1980, abrió las puertas de México como ruta alterna para introducir drogas desde Sudamé-
rica. Ante esto, Estados Unidos consideró la necesidad de militarizar la lucha contra las drogas.
La Ley de autorización de la defensa, de 1982, permitió a los militares estadunidenses cooperar
con autoridades civiles.81 Reagan cedió a las presiones del congreso para que la participación
del ejército estadunidense aumentara dentro y fuera de Estados Unidos. Este hecho se limitó a
ciertos lineamientos, que Bruce Bagley resume así: “1. las fuerzas de Estados Unidos tenían que
ser invitadas por el gobierno anfitrión; 2. las fuerzas serían dirigidas y coordinadas por agencias
civiles de Estados Unidos; y 3. su papel quedaría limitado a funciones de apoyo”.82
Nada nuevo. Estados Unidos estableció la cooperación selectiva con el fin de extender
sus políticas antidrogas, erigiendo a su vez un filtro para las estrategias de los otros países. Méxi-
co impuso severas medidas contra las drogas, pero hizo señalamientos que le permitieron cierto
margen de negociación. Por un lado, definió el consumo de drogas como un problema exter-
no, y así pudo criticar al gobierno de Estados Unidos por no poner el énfasis necesario en com-
batir la demanda de drogas entre su población. Por otro lado, gracias a que mantuvo el discurso
tradicional de su política exterior (es decir, continuó reivindicando los valores nacionalistas, la
independencia económica y política de Estados Unidos y el mantenimiento de su jurisdicción
territorial), México pudo justificar su combate a las drogas por razones internas. Mientras la
visión dominante en Estados Unidos era que el gobierno de México había fracasado para hacer
efectivos los esfuerzos por controlar la oferta de drogas en el mercado estadunidense, en Méxi-
co dominó la idea de que el aumento del narcotráfico se debía a la falta de interés de Estados
Unidos en controlar su demanda. 83
Autores como Ethan Nadelmann concluyeron que “el alcance monumental del tráfico
de drogas ilícitas estaba creado, en gran medida, por la demanda estadunidense y la ilegalidad
del mercado”.84 En efecto, el ataque a la oferta era inocuo ante los crecientes intereses “empre-
sariales” de los narcotraficantes mexicanos y el mantenimiento de la demanda estadunidense.85
Otro aspecto que se debe tomar en cuenta es el de las crisis financieras por las que de
manera periódica atravesaba México. Según Richard Craig, “el fenómeno de las drogas no sigue
los modelos clásicos del desarrollo, especialmente en épocas de grave crisis económica”.86 Des-
pués de 1982, el retraimiento de la inversión privada y el desplome de los ingresos petroleros
provocaron graves crisis financieras en la economía mexicana. En esta situación, es lógico que
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ante la caída de los precios del petróleo, la fuga de capitales, el aumento del índice de precios
reales, el incremento del costo real del servicio de la deuda y el desplome generalizado del nivel
de vida de los mexicanos, el gobierno de México tuviera dificultades para canalizar mayores
recursos a las campañas de combate al narcotráfico. Las políticas adoptadas a partir de estas
negociaciones fueron las más coherentes en términos económicos, pues el hecho de declarar
que el problema debía combatirse desde la oferta y que México no tenía un problema grave de
consumo de drogas ilegales, a más de reafirmar la independencia frente a Estados Unidos, per-
mitió a México establecer programas que no fuesen una carga presupuestal excesiva al gasto
gubernamental ya conflictivo en otros aspectos, aunque tuvieron alcances muy modestos.87
Ante ese escenario, los impresionantes ingresos del narcotráfico fueron a la alza. Sólo
para dar una idea de su importancia, baste mencionar que en 1988 el PIB fue de 174 mil millo-
nes de dólares, mientras que los ingresos derivados del narcotráfico fueron de 38 mil millones
de dólares, es decir, casi 20% de la economía legal. Esto ha llevado a que autores como Reuter
y Ronfeldt hayan asegurado que “la industria de drogas ilícitas en México era suficientemente
grande en los últimos años del decenio de 1980 que el control de las drogas podría ser perci-
bido como un asunto con importantes consecuencias económicas adversas”.88
Por otro lado, las inercias y malos manejos burocráticos alimentaron el conflicto diplo-
mático. La coordinación entre México y Estados Unidos, que caracterizó la Operación Cóndor,
terminó por deteriorarse. Del lado mexicano, las rivalidades y la corrupción de las agencias
encargadas de combatir las drogas provocaban que algunos plantíos quedaran sin rociar, o que
otros fueran rociados hasta tres veces, y que, mientras un cuerpo policiaco consideraba priori-
dad perseguir a tal o cual grupo de narcotraficantes, otros los defendieran.
Según una misión de estudio de la cámara de representantes estadunidense —que tra-
bajó en México de agosto de 1984 a enero de 1985—, “las estadísticas de erradicación proveí-
das por el gobierno mexicano no eran de fiar y, probablemente, estaban muy infladas”.89 En
general, las estadísticas sobre el tema no son confiables tanto por la ilegalidad del mercado
como por los incentivos de las autoridades para inflarlas. Sin embargo, en este caso, evidencia-
ban el descuido generalizado de las burocracias de ambos países y de la corrupción de muchos
de sus funcionarios.
De 1981 a 1983,90 la campaña mexicana contra las drogas sufrió de “abandono, falta de
orientación y escaso entusiasmo” de sus operadores, por ello enfrentó un desprestigio genera-
lizado a finales de 1984.91 En noviembre de ese año fue descubierto el rancho El Búfalo, en
Chihuahua, donde se incautó la cosecha de casi mil hectáreas de mariguana.92 Este hecho des-
cubrió las relaciones de las autoridades mexicanas con los cabecillas de la época, entre ellos,
Rafael Caro Quintero.
Según fuentes estadunidenses, por lo menos diez horas antes autoridades mexicanas
informaron a los traficantes sobre el operativo. Esto provocó que no se aprehendiera a ningún
líder importante. Incluso los estadunidenses testificaron que el operativo casi se canceló, por-
que los camiones que transportaban el combustible para los doce helicópteros, proveídos por
Estados Unidos, fueron enviados “por error” al lugar equivocado. Como resultado, sólo uno
estuvo en condiciones de participar. Las denuncias de corrupción más consistentes señalaban
a la Dirección Federal de Seguridad; ocho agentes de esta institución fueron arrestados en el
operativo de Chihuahua.93
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cionalizar” la lucha contra las drogas, los funcionarios de Estados Unidos mostraban síntomas
de haberse infectado tanto o más que los mexicanos por el poder corruptor del narcotráfico y
la inercia burocrática.
El 7 febrero de 1985, el agente de la DEA, Enrique Camarena Salazar, fue secuestrado al
salir del consulado estadunidense en Guadalajara. Un par de horas después, también secuestra-
ron al piloto mexicano Alfredo Zavala Avelar en la carretera Guadalajara-Chapala. El 12 de febre-
ro, el embajador John Gavin y Francis Mullen, titular de la DEA, revelaron que el operativo de El
Búfalo se había realizado con información proporcionada por esta agencia estadunidense. Ade-
más, afirmaron que Guadalajara era el principal centro de operaciones del narcotráfico —en
ese entonces introducía 38% de la heroína consumida en Estados Unidos—, y ofrecieron una
recompensa a cambio de datos que permitieran localizar al agente. El asunto dio origen a la Ope-
ración Intercepción II y luego a la Operación Leyenda. La DEA estaba en guerra.97
La PGR informó que México no era trampolín para el tráfico de drogas, pero que ya
había “descubierto” a siete líderes del narcotráfico: José Ramón Matta Ballesteros, de Hondu-
ras, y los mexicanos Miguel Ángel Félix Gallardo, Rafael Caro Quintero, Juan José Esparragoza,
Jorge Favela Escobosa, Jaime Herrera y Juan Carlos Labastida. Según Armando Pavón Reyes,
comisionado por la PGR para esclarecer el secuestro, los responsables fueron pistoleros de Caro
Quintero, Félix Gallardo y Fonseca.
El 24 de febrero, Mullen declaró a los medios que la Dirección Federal de Seguridad
protegía a Caro Quintero y que la Policía Judicial Federal, al mando de Armando Pavón Reyes,
había ayudado a su huida en el aeropuerto de Guadalajara. Es probable que estas declaraciones
provocaran su destitución de la DEA pocos días después.
Todavía se discutía la legalidad de la intervención extraterritorial de la DEA, cuando en
marzo los cadáveres de los secuestrados fueron encontrados, con muestras de tortura, en el ran-
cho El Mareño, en Michoacán. La PGR afirmó que había recibido un anónimo en inglés, desde
Los Angeles, el cual ayudó a la localización. No obstante, el gobernador de Michoacán, Cuauh-
témoc Cárdenas, se quejó del comportamiento de los judiciales: cien agentes al mando de
Pavón llegaron al rancho donde se encontraban los cadáveres y masacraron a cinco personas
que vivían ahí.
Las denuncias de la DEA siguieron: el 14 de febrero de 1985 sus agentes localizaron en
la ciudad de México a Matta Ballesteros, pero el titular de la Policía Judicial, Manuel Ibarra
Herrera, retrasó el operativo casi un día, por lo que el traficante pudo huir. La PGR se vio obli-
gada a reconocer que trece de sus agentes y la Policía Judicial de Jalisco protegían a narcotra-
ficantes. Al mismo tiempo, el hermano de Alfredo Zavala declaró a los medios que el piloto era
informante del consulado estadunidense de Guadalajara, y que la tortura y asesinato de los
secuestrados se relacionaban con el operativo de El Búfalo.
El 23 de marzo de 1985, la PGR retiró a Pavón del caso y puso en su lugar a Florentino
Ventura. Aunque el asunto nunca se aclaró del todo, la DEA, y más tarde la PGR, denunciaron
que Pavón recibió un soborno millonario para dar credenciales de agente de la DFS a sicarios
—firmadas por José Antonio Zorrilla Pérez, entonces titular de la dependencia— y dejar esca-
par a Caro Quintero. En abril de 1985, Pavón fue apresado por estas acusaciones. Hubo otros
cambios: Zorrilla fue sustituido por Pablo González Ruelas en la DFS, y Miguel Aldana Ibarra
por Florentino Ventura en INTERPOL México.98
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La intervención de Ventura fue exitosa. El 4 de abril de 1985, Caro Quintero fue apre-
sado por la policía de Costa Rica, gracias a la información de la DEA. Estaba acompañado por Sara
Cosío, sobrina del entonces presidente del PRI en el Distrito Federal, Guillermo Cosío Vidaurri,
exgobernador de Jalisco. El encargado de su traslado a México fue Florentino Ventura.
Al margen de esto, el gobierno estadunidense siguió explotando el caso para influir en
la política mexicana de combate a las drogas. Por ejemplo, el asunto de las credenciales de la DFS,
utilizadas por gatilleros de Caro Quintero, fue una filtración de la DEA al semanario Proceso. Y
aunque Gobernación exoneró a Zorrilla, aceptó que su desempeño era ineficiente, y lo rempla-
zó por Pablo González Ruelas; además encarceló a más de 9, remplazó a 19 de sus 31 delegados
estatales y destituyó a 427 de sus 2,200 agentes e incautó las credenciales de todos.99
Al poco tiempo, la DFS fue desmantelada y surgió la Dirección General de Investigación
y Seguridad Nacional, que buscaba hacer las funciones de policía política e inteligencia, fun-
diendo las facultades de la DFS con las de la Dirección General de Investigaciones Políticas y
Sociales, que venía operando desde 1947.
Al inicio del sexenio de Carlos Salinas de Gortari se sabría que Zorrilla estaba involu-
crado en hechos delictivos de cuantía mayor, como el asesinato del periodista Manuel Buendía,
por el cual, en mayo de 1984,100 fue sentenciado a 40 años de prisión. Al final, estos cambios
desembocaron en la creación del Centro de Investigación y Seguridad Nacional (CISEN) duran-
te el gobierno de Salinas de Gortari.101
La purga en la PGR fue más discreta. A pesar de que Caro Quintero admitió haber sido
protegido por Pavón y sus agentes, éstos no fueron aprehendidos ni juzgados, pero al final de
1985 la PGR había expulsado entre 1,500 y 2,000 miembros de las fuerzas policiacas. Casi por
casualidad, luego del sismo del 19 de septiembre de 1985, se renovaron las presiones para limi-
tar los procedimientos de las policías: los cuerpos de varios colombianos, con claros signos de
abuso físico y tortura, fueron encontrados bajo los escombros de la Procuraduría de Justicia
de la ciudad de México, concienciando al público mexicano sobre el extendido uso de la tor-
tura en México. A raíz de este incidente, el senado de la República se vio obligado a aprobar la
Ley para prevenir y sancionar la tortura el 18 de diciembre de 1985. Poco después, el 26 de
diciembre, la procuradora Victoria Adato de Ibarra renunció, en medio de acusaciones de ine-
ficiencia, para ser sustituida por Renato Sales Gasque.102
A partir de 1985 el narcotráfico afectó todos los aspectos de la agenda bilateral con
Estados Unidos, y así se reconocía en un informe de la embajada mexicana en Washington:
Si bien es obvio que [el asesinato de Camarena] se trató de un acto condenable, sor-
prendió a esta misión la reacción desmesurada por parte de ciertos sectores del gobier-
no norteamericano y de algunos medios de comunicación. Este hecho fue magnifica-
do y utilizado por dichos sectores, algunos de ellos dominados por grupos de clara
tendencia conservadora y actitud inamistosa hacia México.103
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partir de 1986 Estados Unidos reaccionó con una política antidrogas que tuvo un impacto per-
manente en las acciones mexicanas. Esta estrategia incluyó la cooperación en el desmantela-
miento de redes policiacas corruptas, promovió la formación de grupos especiales y propor-
cionó entrenamiento y recursos para infraestructura; se buscó una mayor injerencia militar en
las operaciones antidrogas y se impuso un proceso de certificación anual para condicionar los
apoyos económicos al gobierno de México, así como de todos los países productores y de trán-
sito de drogas. Al final, estas medidas “fortalecieron el enfoque militarista, incentivaron prácti-
cas abusivas, y causaron serias tensiones y conflictos entre los gobiernos de México y Estados
Unidos”.104
En esta época, la animadversión contra México se extendió entre muchos funcionarios
estadunidenses. En un informe del Departamento de Estado, donde se revisaron los resultados
de la “internacionalización” de la lucha contra las drogas, se menciona a México como uno de
los retos más importantes, debido a la corrupción generalizada y al aumento de productores
y narcotraficantes. Las cifras oficiales mexicanas sobre erradicación se califican de imprecisas y
hasta falsas. Se reclama la ineficacia del gobierno mexicano ante el secuestro y asesinato de
Camarena, lo que se explicaba por la ausencia de un estado de derecho sólido. Según el Depar-
tamento de Estado, México seguía siendo el mayor proveedor de heroína, como lo indicaba el
aumento de la pureza y la baja en los precios del fármaco. La oferta de mariguana y anfetami-
nas mexicanas había aumentado. Con mayor frecuencia la cocaína consumida en Estados Uni-
dos pasaba por México.
Los funcionarios estadunidenses no exageraron, incluso fueron imparciales al señalar
que “a pesar de que los narcotraficantes mexicanos involucrados con el tráfico de cocaína tie-
nen lazos o vínculos con los criminales colombianos, no hay evidencia de redes multinaciona-
les operando en ambos países”. Hicieron énfasis en las reuniones bilaterales de los dos países
en 1985, y propusieron que se aumentara el presupuesto destinado a apoyar el programa de
erradicación, así como el monitoreo de plantíos susceptibles de erradicación y un plan de veri-
ficación de resultados.105
Mientras los estadunidenses se empeñaban en la “internacionalización” del combate a
las drogas, los políticos y diplomáticos mexicanos seguían con sus quejas habituales.106 Además,
la profunda crisis financiera en que estaba inmerso el país lo hacía especialmente vulnerable
frente a Estados Unidos, cuyos políticos se esforzaban por aumentar su influencia mediante la
búsqueda de chivos expiatorios externos.
En una entrevista del diario The San Diego Tribune a Paul D. Taylor, asesor de asuntos
interamericanos del Departamento de Estado, las preguntas giraron en torno a las fricciones con
México por el tema de narcotráfico, la inseguridad fronteriza y la crisis financiera mexicana.
Aunque Taylor inició con comentarios optimistas que hacían hincapié en el entendimiento
entre los procuradores de México y Estados Unidos, dejaba claro que los estadunidenses no esta-
ban conformes con los resultados de las investigaciones del caso Camarena y que las ascenden-
tes cifras sobre narcotráfico y producción de drogas en México les preocupaban. No es desper-
dicio señalar que en la revisión de la agenda bilateral más amplia fue tajante en sus juicios. En
lo económico, envió el mensaje de que México debía dar algo a cambio del apoyo estaduni-
dense para superar su crisis financiera liberando su mercado, y que —como si de un pago, o
velado chantaje al régimen autoritario se tratara— descartaba la posibilidad de que el descon-
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tento social por la crisis económica se saliera de control, porque México era estable, había “plu-
ralismo” y “posibilidad de disentir”.
Éste era el tono de las discusiones sobre México, cuando el congreso estadunidense
empezó a vislumbrar la posibilidad de condicionar la “ayuda internacional” para el combate a
las drogas, como una forma de arrebatar el tema que había usado el presidente Reagan y, segu-
ramente, usaría en las elecciones de 1986. El 8 de abril de ese año, Reagan firmó la Decisión
Directiva de Seguridad Nacional 221 (NSDD 221, por sus siglas en inglés). Con este documento,
Reagan oficializó algo que ya era obvio: el tráfico de drogas era una prioridad de la política exte-
rior. Para México, el significado político del documento era claro: las políticas de combate a las
drogas pasarían por un mayor escrutinio por parte de Estados Unidos.108
Al tiempo que se militarizaba la estrategia de control fronterizo, los señalamientos iban
de un lado a otro de la frontera. Así sucedió el 12 y 13 de mayo de 1986, luego de una audien-
cia de los republicanos, liderada por Jesse Helms. A las recriminaciones de los legisladores esta-
dunidenses siguió, el 14 de mayo, una carta de protesta del embajador Jorge Espinosa de los
Reyes. Pero ¿qué se dijo en esa audiencia que provocó una queja tan airada? La respuesta vino
poco después, cuando el 27 de junio los diarios estadunidenses publicaron que el senador repu-
blicano decía tener informes de inteligencia que involucraban a Edmundo de la Madrid Ochoa,
sobrino de Miguel de la Madrid, y a Florentino Ventura, director de la Policía Judicial, en el trá-
fico de drogas.
El presidente De la Madrid declaró que él no podía actuar basado en rumores y que la
ley debía cumplirse al margen de cualquier relación familiar.109 En septiembre de ese mismo
año, Jacques Denisse Derive, exchofer del sobrino del presidente, declaró a la CBS que vio el
portafolios de Edmundo repleto de cocaína, luego de que éste viajó a Sudamérica.110 Sin embar-
go, a finales de septiembre, las autoridades mexicanas concluyeron que no había evidencia para
sostener que el sobrino fuese culpable de delito alguno.111
Por su parte, Elliot Abrams, subsecretario del Departamento de Estado para Asuntos
Internacionales, en un comunicado señaló que México no había cooperado en el combate a las
drogas, y presentó al PRI como un monopolio de poder sostenido mediante el fraude. También
en esos días David Westrate, encargado de la DEA, y William von Raab, encargado de la oficina
de aduanas, aseguraron que Rodolfo Félix Valdez, entonces gobernador de Sonora, no sólo
ocultaba a Miguel Ángel Félix Gallardo, sino que era propietario de cuatro ranchos en los que
se sembraba amapola. El gobernador de Sonora amenazó con entablar juicios por difamación,
y el procurador García Ramírez pidió pruebas de lo dicho por los funcionarios estadunidenses.
El embajador John Gavin respondió que temía represalias contra sus informantes. Al final, la
Casa Blanca anunció que enviaría una disculpa formal al gobernador el 29 de mayo.112
En la XXVI Reunión Interparlamentaria México-Estados Unidos, del 30 de mayo al 2 de
junio de 1986, las recriminaciones y la tensión bilateral continuaron. Ante la posibilidad de una
ruptura mayor, la Casa Blanca anunció que revisaría el trabajo de las diferentes oficinas que tra-
taban asuntos mexicanos, con el fin de evitar acciones descoordinadas, y el 5 de junio Reagan
sustituyó al embajador Gavin por el empresario llantero Charles Pilliod. En la tercera audien-
cia que organizó Helms en el senado, a finales de junio, invitó al exembajador Gavin, quien
decidió defender al gobernador de Sonora. Sin embargo, no dejó de puntualizar que Miguel
Ángel Félix Gallardo sí era protegido del gobernador de Sinaloa, Antonio Toledo Corro, quien
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Teníamos una elección en puerta [...] y mucha gente en ambos partidos y en la admi-
nistración deseaba ser vista como muy estricta con el control de las drogas [...] era una
carrera para ver quién saldría con la legislación más rigurosa [...] cuando vino el tiem-
po de concretar acciones [...] todo mundo dijo que bien sabíamos que había sido un
ritual, la danza previa a las elecciones y que no se suponía que se cumpliera con lo que
se había escrito en la ley.118
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dada en Viena; 2. países que eran certificados por motivos de seguridad nacional, es decir, que a
pesar de no cumplir con las expectativas, sus intereses estratégicos impedían cualquier sanción; y
3. países no certificados, los que no cumplían con los estándares de Washington.119
Las sanciones contra los países no certificados eran la suspensión de hasta la mitad del
paquete de ayuda económica y militar, la eliminación de ayuda alimentaria, la reducción del trá-
fico aéreo, la posibilidad de retirar los beneficios del Sistema Generalizado de Preferencias y la
imposición de aranceles extras a las importaciones que provinieran de ese país. Además, un país
sin certificación no contaría con el voto de Estados Unidos en organismos financieros interna-
cionales, como el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y el Banco Interamerica-
no de Desarrollo, en caso de necesitar asistencia financiera.120
Aprobada la Ley, el primero en protestar fue el senado mexicano, por conducto del
presidente de la gran comisión, Antonio Riva Palacios;121 pero quizá la protesta más elocuente
fue de la Secretaría de Relaciones Exteriores, a través de la embajada:
Al final, esta crisis obligó a que México reforzara sus programas antidrogas, lo cual
generó un gradual aumento de presupuesto y militarización. A partir de 1985, el ejército empe-
zó a usar más efectivos para la lucha contra el narcotráfico. A la Operación Canador, de carác-
ter permanente, se agregaron operaciones que respondían al ciclo natural de siembra de ama-
pola (enero-abril) y mariguana (septiembre-diciembre), y un grupo especial, denominado
“Marte”, que operaba en Sinaloa, Chihuahua y Durango. El presupuesto de la PGR para com-
bate al narcotráfico pasó de representar 40.1% en 1983 a 60.3% en 1987.123 Y a pesar de la cri-
sis financiera, en 1987, la PGR recibió un aumento presupuestal de 75%, con lo cual engrosó su
aparato burocrático, creando la Supervisión General de Servicios Técnicos y Criminalísticos
para coordinar las acciones contra el narcotráfico, asimismo amplió su esfera de acción a las
costas y la frontera sur.124
Las acciones gubernamentales subieron de intensidad en el ámbito presupuestal, orga-
nizativo, pero también jurídico y discursivo. En 1985 se aumentaron las penas por delitos con-
tra la salud, y en 1987 se reguló la producción y comercialización de sustancias psicotrópicas en
la Ley General de Salud. En 1987, Miguel de la Madrid declaró al narcotráfico un “problema
de Estado”.125 También en 1987 la PGR empezó a hacer ediciones bilingües de sus boletines de
prensa y folletos de resultados,126 e incluso en navidad informaba los logros de sus operativos
día a día.
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Del lado de la estrategia fue evidente la toma de conciencia entre los diferentes acto-
res administrativos y políticos. Era necesario adelantarse a las demandas de Estados Unidos si
se quería que el sistema político priísta conservara el apoyo estadunidense. Esto fue claro des-
de mediados de los años 1980, pero aún más con la caída del bloque soviético. Al mismo tiem-
po, se vio la necesidad de adecuar marcos jurídicos, administrativos, mediáticos y discursivos
para llevar otros temas al primer plano de la relación bilateral.
Entre los cambios tecnológicos, estuvieron la sofisticación de los métodos de localiza-
ción de los cultivos, el mejoramiento de la infraestructura y el entrenamiento del personal. Pero
las cosas no podían quedarse ahí. En el último año del sexenio, 1988, se estableció un sistema
de radares para controlar el tránsito de aeronaves en la frontera sur. La razón para hacerlo fue
doble: por un lado, se reduciría la crítica perenne de Washington, y, por el otro, el gobierno se
adelantaba a la demanda estadunidense de entrar a territorio mexicano para perseguir a nar-
cotraficantes.133
Con el cambio de gobierno las condiciones para continuar con la normalización de la
agenda México-Estados Unidos estaban dadas. Carlos Salinas de Gortari llegó al poder al mis-
mo tiempo que George Bush a la presidencia de Estados Unidos. Salinas sabía que el fraude
electoral de 1988 lo obligaba a ganar legitimidad. Así, en los primeros años de su gobierno dio
golpes espectaculares, como el de atrapar al mayor narcotraficante del sexenio anterior: Miguel
Ángel Félix Gallardo, aprehendido en abril de 1989.
Luis Astorga ha desarrollado la tesis de que, con la consolidación del régimen priísta, el
tráfico de drogas pasó de ser un asunto que implicaba liderazgos y alianzas locales a un fenó-
meno de alcance nacional. Aunque los operativos de los años 1970 hayan sido exitosos, propi-
ciaron el aumento de poder y capacidad de organización de los traficantes. En este fenómeno
convergieron, por lo menos, dos procesos. En primer lugar, los cabecillas de las bandas, especial-
mente de Sinaloa, tuvieron que migrar a otros estados. En palabras de Astorga:
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izquierda, tuvieran una actuación laxa, cuando no criminal. Algunas instituciones, como la
Dirección Federal de Seguridad, degeneraron casi por completo para servir a los fines del con-
trol del narcotráfico, y las denuncias de corrupción llegaron a las esferas más altas del poder.
Desde Estados Unidos diversos actores políticos señalaban la presunta participación de altos
mandos militares, secretarios de Estado, algunos gobernadores y la misma familia de los presi-
dentes. Sin embargo, también hay otros personajes mencionados al margen, que evidenciaban
el grado de descomposición de los cuerpos policiacos de aquellos años:
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lista podría ser mucho, pero mucho más larga; incluir a miembros específicos del ejército, auto-
ridades locales, políticos, empresarios, legisladores, y no sólo a policías.
Sin embargo, con este breve recuento queda claro que no se trataba de la simple pene-
tración del crimen en el gobierno, sino de un intento articulado, que tuvo su primera expresión
con Arturo el Negro Durazo como jefe de policía del D.F., por manejar al crimen organizado
como clientela, mediante un modelo llamado por los teóricos de centralización competitiva.
Esto tuvo su expresión más clara en las formas de operación del grupo de Guadalajara, cuyos
principales líderes, según los medios de comunicación y el gobierno, fueron: Rafael Caro Quin-
tero, (a) el Rafa; Ernesto, (a) don Neto Fonseca; Manuel Salcido, (a) el Cochiloco; y Miguel
Ángel Félix Gallardo. Más tarde nos enteraríamos de la importancia de otros tantos que adqui-
rieron mayor poder luego de la aprehensión de estos cuatro, como el hondureño José Ramón
Matta Ballesteros o el sinaloense Juan José Esparragoza (a) el Azul.
Algunos emprendedores
Antes de esbozar una breve nota sobre los tres personajes más importantes del grupo
de Guadalajara, que no han sido tratados, es necesario hacer dos puntualizaciones. La primera
es que, durante los años 1980, la importancia de los extranjeros en el narcotráfico disminuyó
en lo que a operaciones nacionales se refiere. Esto se refleja bien en el caso del narcotrafican-
te estadunidense Michael Ludiwin Walters. Lo central sobre el papel de los extranjeros fue el
cambio en la naturaleza de sus vínculos transnacionales con los operadores mexicanos, espe-
cialmente desde Centro y Sudamérica. En segundo lugar, debe quedar claro que el grupo de
Guadalajara no fue el único, como se ilustrará con el caso de Juan N., que puede ser tomado
como el antecedente directo de lo que luego se conoció como el llamado “cártel del Golfo”.
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cir 50 viajes de 300 kilos de mariguana en cinco años; unas 15 toneladas. No es desperdicio
apuntar que en esa ciudad hizo sus primeras operaciones de tráfico de drogas Amado Carrillo
Fuentes, que después conoceríamos como “el Señor de los Cielos”, bajo el mando de Félix
Gallardo. Era precisamente Ojinaga el centro de operaciones del traficante Pablo Acosta, quien
trabajaba de la mano con Félix Gallardo.
Antes de sufrir una embolia que le paralizó el lado izquierdo del cuerpo, Juan Nepo-
muceno Guerra controlaba el paso de drogas y autos robados en la frontera de Tamaulipas. “Soy
un ciudadano que se ha dedicado a trabajar. Soy agricultor, ganadero, transportista [...] soy un
hombre triunfador y cuando un hombre tiene éxito surgen enemigos gratuitos. Mi imagen está
limpia por completo y si no pregúntele a la gente que todo lo sabe”, le dijo a la reportera Irma
Rosa Martínez, en 1987, en un restaurante de Piedras Negras, a los 72 años.144
Cuando se preguntaba a la gente o a las autoridades, la historia era muy diferente. Juan
N. tenía un largo historial delictivo. Además del tráfico, se le atribuían varios asesinatos, entre
ellos el de su esposa. Según diversas fuentes, Juan N. empezó muy joven, traficando whisky en
los treinta, cuando en Estados Unidos imperaba la prohibición del alcohol. Para 1987, se cal-
culaba que su fortuna era de alrededor de 5,000 millones de dólares y que era dueño de cerca
de 3,000 hectáreas de tierras. En esos años Juan N. no tenía ya el ímpetu que tuvo en los seten-
ta, cuando se decía que no sólo participó en política,145 sino que intensificó sus actividades de
contrabando, para luego dedicarse a la exportación de mariguana.
Entre 1984 y 1987, uno de sus sobrinos, Jesús Roberto Guerra, fue presidente munici-
pal de Matamoros. Pero quien aprendió a operar el “negocio” fue su sobrino Juan García Ábre-
go.146 En 1990, durante el sexenio salinista, hubo una reconfiguración del poder: García Ábrego
era el titular de lo que luego conocimos como el cártel del Golfo.147 Juan N. murió el 11 de junio
de 2001, en Matamoros, sin haber pisado la cárcel, debido, entre otras cosas, a su deteriorada
salud. Tenía 82 años.
Ernesto Fonseca Carrillo (a) don Neto, tío de Amado, Vicente y Rodolfo Carrillo Fuen-
tes, que luego conocimos como capos del cártel de Juárez, era desde aquellos años un traficante
veterano. Existen referencias de su actividad en este negocio desde 1955.148 Se sabe que de
todos los narcotraficantes que empezaron actividades antes del periodo aquí tratado, “sólo el
sinaloense originario de Santiago de los Caballeros, Badiraguato, Ernesto Fonseca, permanecía
de manera visible en el negocio hasta su captura en 1985”.149
Rafael Caro Quintero era más joven. Provenía de la misma región que don Neto, don-
de el apellido Caro había estado involucrado con el narcotráfico, al menos desde la generación
anterior. Quizá por eso más de una vez presumió que aprendió a usar pistola a los 12 años. Sin
embargo, tomó preeminencia en los medios por operar bajo el lema de “plomo o plata”. La
prensa de la época refiere que Caro decía a los policías: “Nos arreglamos ahorita o nos mata-
mos aquí mismo”, agregando que el arreglo implicaba sobornos de alrededor de 45,000 dóla-
214
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res.150 La publicidad de estos hechos hizo surgir la idea de que las organizaciones criminales
estaban penetrando todas las estructuras policiacas y políticas. Como si esas instituciones hubie-
ran funcionado con criterios de eficacia y honestidad antes de que las “corrompieran”.
Caro fue aprehendido el 4 de abril de 1985, en Costa Rica, en compañía de Sara Cosío.
A raíz de esto se supo que era dueño de 36 casas en Guadalajara y otras propiedades en Zaca-
tecas, Sinaloa y Sonora; dueño o accionista de más de 300 empresas, con una fortuna estimada
en 100,000 millones de pesos. Tres años después de ser aprehendido, dio algunas entrevistas, en
las que declaró que tuvo una buena relación no sólo con el padre de Sara Cosío, quien fue can-
didato a la gubernatura de Jalisco, sino también con uno de sus tíos, que entonces era secreta-
rio de gobierno del Departamento del Distrito Federal. Poco después denunció que había sido
torturado por Florentino Ventura por su indiscreción. El 12 de diciembre de 1989, Caro Quin-
tero fue sentenciado a 92 años de cárcel.151
Con todo, la información de los medios no fue precisa. Unos lo ubicaron como el ter-
cero en la línea de jerarquía, con Félix Gallardo en segundo y don Neto a la cabeza. Sin embar-
go, otros lo señalaron como el líder de una banda a la que pertenecían “su hermano menor Car-
los, Ernesto Fonseca Carrillo, Miguel Ángel Félix Gallardo, su sobrino Gil Caro Rodríguez, los
hermanos Manuel y Sergio Salcido Uzeta y el hondureño Juan Matta Ballesteros”.152
Al poco tiempo, aprehendieron a Ernesto Fonseca en una casa de Puerto Vallarta que
era propiedad de Candelario Ramos, director de Seguridad Pública de Ameca, Jalisco.153 Don
Neto acusó a Caro de perpetrar el asesinato de Enrique Camarena. Por supuesto que Caro le
regresó la misma acusación.154 Quizá porque fue más discreto que Caro Quintero en sus decla-
raciones, los medios de comunicación y los funcionarios, tanto mexicanos como estaduniden-
ses, comentaron menos su caso.155
El Azul
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alrededor de 1990. Según Granados Chapa, “no tardó en ser pública la presencia en la capital de
Morelos de esos jefes del narcotráfico”, debido al número de guardaespaldas que los acompa-
ñaban, incluso en su casa, por cierto cercana a la del entonces gobernador, Jorge Carrillo Olea,
y porque aquéllos y éste confiaban en las mismas personas. Carrillo Fuentes hacía cons-
tar sus adquisiciones inmobiliarias en la notaría a cargo de Hugo Salgado Castañeda, a
quien Carrillo Olea hizo secretario de Gobierno en las postrimerías del suyo [...] Como
suelen hacer, también los miembros de este novedoso cártel de Morelos organizaban
fiestas rumbosas. Se tienen datos, y aun filmaciones, de la que Esparragoza ofreció con
motivo de su vigésimo quinto aniversario de bodas, en diciembre de 1996. El jolgorio
terminó a la mañana siguiente de su inicio, sin que nadie de los muchos asistentes que
tenían cuentas con la justicia experimentara el menor temor de ser detenido o siquie-
ra molestado, pues el magno acontecimiento contaba con la protección de agentes de
la policía judicial del estado, entonces dirigida por Jesús Miyazawa.158
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hensión en su contra, misma que no fue cumplida. En 1981 Félix Gallardo se presentó ante el
juez tercero del distrito de Baja California, Ángel Morales, para rendir declaración. Fue absuel-
to de los cargos en menos de 24 horas.162
Desde 1980, Félix Gallardo aparecía en la lista de accionistas de Banca Somex. En 1984
la DEA filtró información sobre las transferencias millonarias de Félix Gallardo en Banca
Somex: mandaba dinero de Guadalajara a San Diego, y de ahí a Alto Huallaga, Perú, para pagar
la cocaína. En 1985 dos cuentas —una de Félix Gallardo y otra de su lugarteniente, Tomás Valles
Corral— fueron congeladas en El Paso y Laredo, Texas, porque presuntamente se usaban para
operaciones de lavado de dinero. Ambas cuentas sumaban cerca de ocho millones de dólares,
en el First National City Bank y el Saving and Loan. Estaban a nombre de Mardoqueo Alfaro,
subdirector de crédito de Banca Somex, en Chihuahua, hasta 1981.163
Para evitar ser aprehendido, se refugió en una finca del exgobernador de Sinaloa, Anto-
nio Toledo Corro. Cuando este político fue cuestionado sobre su relación con el traficante, con-
testó que no estaba consciente de que existieran órdenes de aprehensión en su contra.164 El
periodista Terrence Poppa señala que Félix Gallardo envió a Amado Carrillo Fuentes, acredi-
tado como judicial federal, a Ojinaga para supervisar el paso de cocaína a Estados Unidos, que
hacía en sociedad con el colombiano Pablo Acosta.165
El 8 de abril de 1989, Javier Coello Trejo, subprocurador para la lucha contra el nar-
cotráfico, y el comandante de la Policía Judicial Federal, Guillermo González Calderoni —a
quien se relacionó en la segunda mitad de los noventa con el luego llamado cártel de Juárez,
liderado por Carrillo Fuentes— encabezaron el operativo ordenado por el presidente Carlos
Salinas de Gortari, para capturar a Félix Gallardo. No hubo una sola bala de por medio,166 qui-
zá porque la familia del traficante estaba en el lugar. Al día siguiente la PGR emitió el siguiente
boletín:
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a su familia, que entendiéramos que los niños no tenían la culpa de los errores de sus
padres.
Justo después de pedir su muerte, Félix Gallardo intentó sobornar a los policías. Pidió
un día para juntar cinco millones de dólares.167 Poca cosa si se toma en cuenta que, casi al mis-
mo tiempo, se sabría que sólo Enrique Gregorio Corza Marín, encargado de combate al narco-
tráfico en Sinaloa, según la declaración de Félix Gallardo, recibió 55 millones de pesos al mes
por mantenerlo al tanto de los operativos. Junto a Corza Marín, quien trabajó para el procura-
dor general de la República, Enrique Álvarez del Castillo, cayeron otros cinco elementos poli-
ciacos, entre ellos Arturo Moreno Espinosa, jefe de la Policía Judicial de Sinaloa.168 Luego, en
sus declaraciones, Félix Gallardo reveló que destinaba, por lo menos, 300 millones de pesos
mensuales para sobornar autoridades.169
En un operativo casi simultáneo el ejército detuvo y desarmó a 600 policías en Sinaloa,
acusados de colaborar con el narcotraficante durante el gobierno de Francisco Labastida
Ochoa. Los soldados de la IX Zona Militar, bajo el mando del general Jesús Gutiérrez Rebollo,
también detuvieron al director de Seguridad Pública Robespierre Lizárraga Coronel y al jefe de
la Policía Judicial municipal Arturo Moreno, quienes fueron trasladados a la ciudad de México.
Según Gutiérrez Rebollo, las acciones del ejército se realizaron por solicitud de la PGR.170
El gobierno estadunidense reaccionó favorablemente ante la aprehensión. El 11 de
abril Margaret Tutwiller, vocera del Departamento de Estado, declaró que el arresto era “un
acontecimiento extremadamente importante” y que demostraba la determinación del gobier-
no mexicano para “actuar resueltamente contra los traficantes de drogas”.
La DEA, a contrapelo de la tonelada y media estimada por la PGR, dijo que Félix Gallar-
do introducía alrededor de 4 toneladas de cocaína mensuales al mercado estadunidense, es
decir, entre 50 y 70% de la droga en circulación; y calculó que su fortuna ascendía a 500 millo-
nes de dólares. Para la DEA, Félix Gallardo era uno de los cuatro narcotraficantes más buscados.
Su beneplácito no podía ser mayor.171 Incluso las primeras planas de los cinco periódicos más
importantes de Estados Unidos consignaron la noticia.172 Sin embargo, este arresto no implicó
un cambio realmente sustantivo. Según Astorga, resurgieron los líderes del “viejo oligopolio”
de narcotraficantes sinaloenses, que llegaron a controlar las rutas de tránsito de la cocaína y la
mayor parte de las regiones productoras del país,173 a excepción del noreste, que era controla-
do por Juan N. Guerra, su sobrino Juan García Ábrego y los hermanos Muñoz Talavera.
Este arresto y las crecientes medidas punitivas de Estados Unidos y México influyeron
para la fragmentación de las organizaciones criminales y el encumbramiento de algunos nar-
cotraficantes que, hasta entonces, desempeñaban un papel secundario. Así, al inicio de los años
1990, tomaron forma los llamados “cárteles” de las drogas y se consolidaron ciertas caracterís-
ticas culturales de algunas comunidades que habían participado en actividades relacionadas
con el tráfico de drogas: no se mejoró su situación de exclusión política y económica, y aumen-
tó su tendencia a establecer relaciones de corrupción y destrucción de los instrumentos del
Estado y su exaltación de la ilegalidad, es decir, en algunas regiones se fortalecieron los valores,
las relaciones sociales y las alianzas que las hacían menos adversas al riesgo de enfrentar al Esta-
do para llevar sus productos al consumidor final.
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Los momentos de tensión con Estados Unidos, relacionados con el tema de las drogas,
tuvieron diversas consecuencias sociales en México: el desarrollo de la producción de drogas en
todo el país, usando al campesinado pobre como la fuente principal de mano de obra; el aumento
de la farmacodependencia, fenómeno reconocido con mucha reticencia en el ámbito oficial; y
la generalización de la violencia, sobre todo en las zonas de tráfico y producción de drogas,
como Tamaulipas, Sinaloa o Jalisco.
Luego del operativo del rancho El Búfalo, en un arranque retórico durante una visita
a Chihuahua, el 26 de noviembre de 1984 el presidente De la Madrid ordenó que todas las pro-
piedades que se usaran para la siembra de drogas se entregaran a campesinos y ejidatarios.
Entre los detenidos hubo cientos de campesinos, procedentes de Oaxaca, Guerrero, Michoacán,
Sinaloa, Durango, Nayarit, Zacatecas y Aguascalientes. El hecho revelaba un lugar común: la
pobreza obligaba a dedicarse a actividades más rentables, aunque fueran ilegales.
En defensa de los campesinos se unieron muchas voces que los señalaban como vícti-
mas del sistema político. Ante esto, el entonces secretario de la Reforma Agraria, Luis Martínez
Villicaña, declaró: “Los campesinos no son víctimas [...] Ellos sabían a lo que venían. Por eso no
podemos más que lamentar que esto haya ocurrido [...] vinieron por el atractivo del dinero”. Y
negó que el desempleo los hubiera expulsado de sus lugares de origen. Es decir, según este pun-
to de vista, la exclusión no lleva a la ilegalidad; se trata de una opción personal.174
Subterfugios retóricos aparte, en ese momento era evidente el papel del campesinado
pobre en la producción de drogas. Por ejemplo, en febrero de 1985, en el ejido El Bedal, muni-
cipio de Navolato, Sinaloa, fueron localizadas 62 hectáreas de sembradíos de mariguana. Se
supo entonces que los campesinos rentaban sus terrenos, a cambio de casi un millón de pesos
de aquellos años. Según el general Carlos Rosas, comandante de la IX Zona Militar, a pesar de
que en el “Triángulo de Oro” este fenómeno fuera más frecuente, en realidad era algo que ocu-
rría en todo el país.175 Entonces los campesinos no sólo servían de mano de obra, como en El
Búfalo, sino que, además, la renta de sus terrenos representaba una opción de ingresos más
redituable que los cultivos tradicionales.
En aquella visita de De la Madrid a Chihuahua, el secretario de la Defensa, Juan Aré-
valo Gardoqui, hizo una declaración por demás reveladora de la situación real del combate al
narcotráfico:
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El año pasado fue un buen año de lluvias, y esto favoreció la labor de los narcotrafi-
cantes, que entregaron grandes cantidades de semillas a los campesinos, quienes fue-
ron objeto de un engaño generalizado; se les aseguró que sembraban otros productos.
A los cuatro meses los narcotraficantes les compraban a los campesinos la cosecha de
mariguana, en algunos casos a razón de cien pesos el kilogramo. En cambio, cuando
se les captura a estos campesinos se les aplica todo el rigor de la ley y hasta su parcela
pueden perder.177
Al margen de estas consideraciones, es claro que en el decenio de los años 1980 se empe-
zó a discutir un asunto que en algunas regiones del país inició, por lo menos, desde hacía cuatro
decenios: los campesinos serranos se habían involucrado de varias maneras en el tráfico de dro-
gas. Aunque puedan existir casos de coacción y engaño, los testimonios a los que he podido acce-
der, sobre todo en la zona rural y serrana de Sinaloa, me hacen inclinar más a posturas como la
que aquí recojo del secretario de la Reforma Agraria en el gobierno de Miguel de la Madrid: los
campesinos sabían en qué se metían. Sin embargo, lejos de compartir su cinismo, estoy conven-
cido de que es necesario combatir las razones estructurales que llevan a los campesinos a realizar
su codicia o cubrir sus necesidades por medios ilegales. Es totalmente irracional y hasta peligroso
empeñarse en desmantelar la economía tradicional campesina en lugar de buscar el aumento de
su productividad. En este sentido, es evidente que la falta de programas de modernización y sus-
titución de cultivos es una apuesta que nunca se ha hecho con seriedad en México.179
En la década de los años 1980 se generalizaron los “encostalados” y los “ajustes de cuentas”.
Antes de este periodo había violencia, pero no era tan frecuente ni tan brutal, quizá por la exis-
tencia de acuerdos mejor definidos entre los traficantes y las autoridades. Con la injerencia del
gobierno estadunidense dejaron de respetarse los acuerdos entre traficantes y autoridades
mexicanas, y el uso de la violencia se convirtió en un mecanismo de negociación interna de los
grupos delictivos y una forma de enfrentar al gobierno.
El 26 de febrero de 1985 el secretario de la Defensa, Juan Arévalo Gardoqui, declaró
que durante los primeros tres años del sexenio de De la Madrid murieron 315 soldados en el
combate al narcotráfico.180 De 1985 a octubre de 1987, murieron 26 agentes de la PGR.181 El pri-
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El consumo de drogas
Quizá desde los años 1970 empezó a preocupar la posibilidad de que la drogadicción
cobrara impulso en México. Se pensaba que los jóvenes mexicanos adoptarían el consumo de
drogas imitando a los adolescentes estadunidenses. En el fondo, los funcionarios mexicanos
compartían el principio conservador implícito en el discurso de la Casa Blanca y el Departa-
mento de Estado. Lo importante era la defensa de la institución familiar. Así, por ejemplo,
durante la instalación de un Consejo Ciudadano del Programa de Atención a la Delincuencia
Asociada a la Farmacodependencia de la Delegación Tlalpan, en la ciudad de México, en 1985
su titular, Gilberto Nieves Jenkin, dijo:
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A pesar del papel de México como un país de tránsito de cocaína y productor de heroí-
na, no tienen un gran mercado para ninguna de esas drogas. Es difícil calcular qué tan
extendido es el abuso [de] las drogas en México, en cifras generales o clases sociales,
pero la mayoría de los expertos coinciden en que el problema nacional de drogas está
ya en sus etapas tempranas con la mariguana y el resistol como las sustancias usadas
más comúnmente.188
En los años 1970 y 1980, la fuente más confiable para dar una idea sobre la magnitud
del consumo de drogas fueron las encuestas que el Instituto Mexicano de Psiquiatría y la Secre-
taría de Educación Pública (SEP) levantaron entre estudiantes de nivel medio superior, sobre
todo en la ciudad de México y el área metropolitana.189 En aquellos años, al ya difícil escenario
de nacer pobre, se agregaba cierta propensión social a algunas sustancias. Sin embargo, para
1980 cambió el perfil de los usuarios, pues el consumo había alcanzado las clases altas.
En 1981, los Centros de Integración Juvenil (CIJ) hicieron un estudio entre los estu-
diantes de enseñanza media, media superior y universitaria en las escuelas de las áreas de
influencia de cada centro, tanto en la ciudad de México como en los estados. El porcentaje
general de consumo oscilaba entre 9.4% alrededor de un centro ubicado en Nogales, a 22% en
la zona de influencia de un centro de Tijuana, y había una desviación preocupante en cuanto
al consumo de cocaína entre los estudiantes de Guadalajara.
El resto de las encuestas realizadas en los ochenta, según la SEP y el Instituto Nacional
de Psiquiatría, mostró que el consumo de drogas entre estudiantes había “aumentado en cuan-
to a su magnitud y a su extensión”, con variaciones regionales. Sin embargo, en una encuesta de
1991-1992 hecha por estas instituciones, el porcentaje de estudiantes que habían consumido
drogas, al menos una vez, era de 8.23%, y no el 12.3% calculado en los ochenta. Obviamente la
variación se debió a la metodología aplicada. Sin entrar en detalles, la encuesta de 1991-1992
sobrerrepresenta a los estudiantes más jóvenes, es decir a los que estaban por llegar a la edad
promedio de iniciación en el consumo de drogas. Al margen de esto, es importante subrayar
que la estrategia de negociación con Estados Unidos, que implicaba negar que México fuera un
consumidor importante, justificó la desatención a los programas de tratamiento de adicciones
en un país donde, como es posible ver con claridad en la tabla 1, a principios de los noventa
tenía una población de estudiantes varones mayores de 18 años, en la que 20.18% eran consu-
midores ocasionales, 7.51% moderados y 4.62 % altos.
222
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Tabla I. Consumidores de drogas altos, moderados y ocasionales entre estudiantes de educación media
y media superior, por sexo y por edad, 1991-1992
Hombres
Menor de 14 21.16 6.84 3.60 2.20
14 10.21 9.50 4.58 2.52
15 7.85 9.74 5.12 2.87
16 5.42 13.05 6.66 3.85
17 3.56 14.75 7.65 3.78
18 1.60 16.45 8.48 3.94
Mayor de 18 1.44 20.18 7.55 4.62
Subtotal 51.8 9.68 4.89 2.77
Mujeres
Menor de 14 21.41 4.85 2.80 1.75
14 9.34 7.28 4.21 2.39
15 6.47 8.00 4.53 2.83
16 4.81 8.65 5.12 2.63
17 2.76 8.99 4.75 2.38
18 1.03 10.87 5.04 2.36
Mayor de 18 0.94 9.98 5.34 3.27
Subtotal 47.1 6.65 3.78 2.19
La falta de legitimidad, derivada del fraude electoral de 1988, obligó a que Carlos Sali-
nas se adueñara de la Presidencia desde la Presidencia misma,190 mediante golpes espectacula-
res de legitimidad. Pero en el tema del narcotráfico algunos analistas señalan que
Al respecto, en 1998, un reporte especial de The New York Times puso en evidencia la
hipocresía y política de oídos sordos que llevó a cabo el gobierno estadunidense alrededor del
223
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tema de las drogas durante el salinato. El mismo reporte señaló que esta política de ceguera
frente al tema indica que el interés de Estados Unidos por no afectar su relación con México se
mantuvo después del préstamo de 12,500 millones de dólares para paliar los efectos de la crisis
de 1995.192
El expresidente Salinas no estuvo de acuerdo y, en un libro que publicó al final del
sexenio de Ernesto Zedillo, escribió:
A partir de 1995 no faltó quien afirmara que durante mi presidencia el gobierno nor-
teamericano había reunido información sobre supuestas actividades ilícitas de mi fami-
lia pero que no las había hecho públicas para lograr la ratificación del TLC. Sin embar-
go, varios de los reportes citados arriba se publicaron después de la ratificación del
Tratado. Además, durante la presidencia de George Bush (1989-1993) tampoco apa-
recieron en los Estados Unidos publicaciones gubernamentales que señalaran a mi
gobierno en ese sentido. Algunos insinuaron que las críticas se habían “escondido”
para no afectar la relación bilateral.193
Cuando Salinas asumió el poder, se ciñó a los lineamientos de las políticas estaduniden-
ses que abordaban el tema, una postura que Miguel de la Madrid había iniciado en los últimos
meses de su mandato. Años después Salinas escribiría: “el combate al narcotráfico se convirtió
en una prioridad nacional pues amenazaba la seguridad del país. Mi administración actuó con
certeza de que esa lucha era fundamental para garantizar el futuro del país”.198
Esta retórica mejoró la imagen del gobierno e impulsó una relación enfocada al logro
de un acuerdo de liberación comercial, atenuando las recriminaciones que habían caracteriza-
do la década anterior. Estados Unidos pospuso el tema en su lista de prioridades para proteger
224
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Estuvo encarcelado dos meses sin cargo en su contra. Después de haber declarado que
desconocía a Caro, Fonseca y Félix Gallardo, fue acusado de perjurio, pero fue absuel-
to de ese cargo. La casa donde se dijo que Camarena y Zavala habían sido torturados y
asesinados había sido vendida por Zuno un mes antes de los secuestros a una persona
cercana a Caro. El propio Zuno había viajado voluntariamente a Estados Unidos en
1986 para entrevistarse con agentes de la DEA y explicarles la historia de esa casa. Al
parecer, en ese entonces, la agencia estadunidense no mostró ninguna inconformidad.
Años después, testigos pagados por la DEA, reclutados entre los pistoleros y guardaes-
paldas de Fonseca y socios de Caro, señalaron a Zuno a los titulares de Gobernación,
Manuel Bartlett; de la PGR, Enrique Álvarez del Castillo, y de la Defensa, Juan Arévalo
Gardoqui, como los autores intelectuales del crimen. El 21 de diciembre de 1992, un
jurado lo declaró culpable y, posteriormente, fue sentenciado a cadena perpetua.204
225
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pable a Zuno y cómo después un juez, al detectar irregularidades en el juicio, ordenó que se
reiniciara. Zuno fue a Estados Unidos para aclarar los cargos, pero, en palabras de Salinas, para
su sorpresa, se enfrentó con un proceso judicial basado en el testimonio de testigos de baja con-
fiabilidad.
Uno de esos testigos de cargo, René López Romero, resultó ser otro criminal. En Méxi-
co se le había perseguido como corresponsable en la muerte de cuatro Testigos de
Jehová ocurrida en Guadalajara durante los años ochenta. Además López Romero
había aceptado su participación en el secuestro y la tortura de Camarena. La DEA logró
su dispensa por los asesinatos de los Testigos de Jehová; por si eso fuera poco, de mane-
ra increíble le consiguió inmunidad por su participación en el asesinato de Camarena
y le entregó varias decenas de miles de dólares. Su testimonio fue utilizado de manera
eficaz contra Zuno.205
Según Salinas, además de López Romero, otro “cómplice de traficantes”, Jorge Godoy,
declaró en el juicio contra Zuno. Godoy no había mencionado a Zuno en su declaración inicial,
pero después lo acusó directamente. Esta modificación se adjetivó de “asombrosa”. De acuerdo
con Salinas, cuando se volvió a juzgar a Zuno, el gobierno mexicano estuvo consciente de que
muchos de los testimonios se “compraron” y fueron proporcionados por policías mexicanos,
entre ellos el excomandante González Calderoni. “Una de las prácticas más corruptas entre ele-
mentos de las policías mexicanas parecía confirmarse: al convertirse en colaboradores de agen-
tes extranjeros, facilitaban testigos a modo, y ganaban la protección de las autoridades de otros
países.”206
Sin considerar la práctica —normal en el ámbito legal estadunidense— de incentivar a
criminales menores para que denuncien a otros mayores, en opinión de la familia de Zuno, Sali-
nas no hizo gran cosa. Ruth Zuno Moreno, hija de Rubén, contó que luego de la aprehensión
de su padre fue a Los Pinos, para buscar la ayuda del entonces presidente Salinas. Le entregó
una carta que nunca contestó. En su opinión, Rubén Zuno fue un chivo expiatorio de Salinas,
para mostrarle a los estadunidenses que se estaba haciendo algo contra la corrupción derivada
del narcotráfico. A su vez, fue un ajuste de cuentas político de Salinas contra Echeverría:
No creo que sea una confabulación en contra de mi papá... o sea lo que nosotros pen-
samos [la familia de Zuno] y por pláticas con mi papá, cuando fueron las elecciones
para Presidente en el 88 se decía que mi tío Luis apoyaba a Cárdenas y todo mundo
sabe —yo no sé si es cierto o no es cierto, pero se habla mucho de eso—, entonces yo
siento, como hija de Rubén Zuno y por lo que he oído y por lo que he vivido, yo sien-
to que fue ponerle un hasta aquí a Echeverría y decirle “¿sabes qué?, no te metas con
nosotros, estate en tu lugar quietecito porque te puede pasar algo por el estilo, a ti o a
cualquiera de tus hijos”.207
Por otra parte, las acciones para “limpiar” la imagen de las corporaciones policiacas
mexicanas no redujeron las embestidas mediáticas y procedimentales de Estados Unidos. El 12
de junio de 1989, José Antonio Zorrilla, exdirector de la Federal de Seguridad, fue arrestado,
acusado de asesinar al periodista Manuel Buendía. En octubre Roberto Soto, exprocurador
226
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estatal de Sonora durante el gobierno de Félix Valdés, fue arrestado en Hermosillo y traslada-
do a Ciudad Juárez, acusado de siembra, cultivo y posesión de mariguana. Pero en septiembre
de 1989, el subprocurador William Barr redactó un documento en que señalaba que el poder
ejecutivo estadunidense tenía derecho de ordenar la aprehensión de fugitivos en el exterior.
Esto fue una premonición de los problemas que esperaban a México.
A pesar de las violaciones a derechos humanos por parte de los cuerpos policiacos, a
finales de 1989 se alardeaba de la sentencia contra Caro Quintero y Ernesto Fonseca. Pero no
era suficiente, el libro de Elaine Shanon, Desperados, publicado en 1988, sirvió de guión a la
miniserie “Drug Wars: The Camarena Story”, transmitida por la NBC en 1990, donde no sólo se
acusaba a la policía mexicana de corrupta, sino que se mencionaba a Arévalo Gardoqui, al pro-
curador Álvarez del Castillo, al secretario de Educación, Manuel Bartlett y al expresidente De
la Madrid como protectores de narcotraficantes.
El embajador mexicano en Washington dijo que la serie se basaba en especulaciones e
inexactitudes. Incluso Miguel Aldana Ibarra declaró que, en 1976, Enrique Camarena había
sido aprehendido con droga en Mexicali, y que quizá ni siquiera hubiera sido asesinado. Pero
los desesperados intentos de descargo no sirvieron.
El 30 de enero de 1990, la fiscalía federal de Los Angeles formalizó cargos contra: Alda-
na Ibarra, exdirector de INTERPOL-México; José Antonio Zorrilla Pérez, extitular de la Federal
de Seguridad; Manuel Ibarra Herrera, exjefe de la Policía Judicial Federal; Antonio Vázquez
Ochoa, exjudicial; y Humberto Álvarez Machain,208 exmédico de la Federal de Seguridad en
Jalisco y médico de los hijos de Caro Quintero. En total, se acusó a 22 mexicanos por activida-
des relacionadas con el tráfico de drogas y delitos relacionados con el caso Camarena. Además
se contaba con elementos para proceder contra el exsecretario de la Defensa, Juan Arévalo Gar-
doqui.209 Zorrilla, como vimos, ya había sido arrestado en la ciudad de México por la presunta
autoría intelectual en el asesinato de Manuel Buendía, no así los otros.210
El 2 de abril de 1990, Álvarez Machain fue secuestrado en Guadalajara y entregado a la
DEA, presuntamente para cobrar los 100,000 dólares de recompensa ofrecidos por su captura.211
Lo sacaron de su consultorio por la fuerza y lo trasladaron a El Paso, Texas, en un avión particu-
lar. La DEA lo acusaba de estar involucrado en el caso Camarena.212 El incidente fue tomado en los
círculos del presidente Salinas como un golpe bajo “que estuvo a punto de descarrilar la nego-
ciación del TLC”, que había iniciado en secreto y que sólo fue conocida por una filtración de las
autoridades estadunidenses a The Wall Street Journal, el 26 de marzo de 1990.213
El 18 de abril, Relaciones Exteriores mandó una nota diplomática al Departamento de
Estado, en la que señalaba que
Ese mismo mes, seis mexicanos fueron arrestados por su presunta responsabilidad en
el secuestro; tres de ellos habían trabajado en la Policía Judicial de Jalisco, y todos reconocie-
227
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ron haber recibido recompensas por parte de la DEA para participar en la detención. Ni las reu-
niones de Salinas con representantes del gobierno estadunidense, ni las negociaciones del pro-
curador con su homólogo, ni las protestas diplomáticas sirvieron para que las autoridades esta-
dunidenses cambiaran de parecer.
En mayo de 1990, la Presidencia estaba consciente de que la DEA tenía la intención de
no amilanarse y, más aún, amenazaba con publicar informes que pretendían involucrar a algu-
nos funcionarios de la administración del presidente Miguel de la Madrid en el narcotráfico.
La DEA estaba preparada para atacar y provocar “un escándalo mayúsculo”. Por otra parte, el
presidente Salinas tenía la intención de concretar un encuentro con George Bush el 10 de
junio, para anunciar el inicio de las negociaciones formales del TLC.
En medio de las amenazas de “escándalo”, Salinas escribió en sus notas personales: “Si
la DEA decide publicar sus supuestos hallazgos, veo prácticamente imposible hacer el anuncio
sobre el arranque de las negociaciones [del Tratado de Libre Comercio]”.215 A pesar de ello, el
gobierno mexicano solicitó la extradición de dos agentes de la DEA involucrados en el operati-
vo de captura de Álvarez Machain: Héctor Berréllez y Antonio Gárate. Después de una reunión
con Dick Thornburgh, procurador general de Estados Unidos, el procurador mexicano expli-
có el punto de vista estadunidense: “más que un legítimo derecho de las autoridades mexicanas
por reclamar a estos señores como responsables intelectuales del secuestro, piensan que es una
actitud para obstaculizar el juicio en Los Angeles, en donde se ha puesto en duda la moralidad
e integridad de algunos funcionarios mexicanos”.216
Dados los desencuentros descritos, no es de extrañar que el juicio se haya desarrollado
en medio de escándalos. Una vez más, un testigo contra Álvarez Machain señaló como posibles
autores intelectuales a los personajes mencionados en el juicio contra Zuno: Bartlett, Álvarez
del Castillo y Arévalo Gardoqui. Finalmente, el 14 de diciembre de 1992, un juez federal liberó
a Álvarez Machain por falta de pruebas; regresó a México el 15 de diciembre. No obstante, en
México la PGR había señalado su responsabilidad en el lavado de dinero de Caro Quintero.
Entrevistado en marzo de 1993, en Almoloya, Caro Quintero aceptó que Álvarez Machain fue
propietario de entre 50 y 80 hectáreas del rancho El Búfalo.217
Luego de este episodio, tardamos muchos años en percatarnos de que el verdadero ene-
migo de la administración salinista era la DEA y el poder judicial estadunidense. Una serie de ar-
tículos de Los Angeles Times, por ejemplo, dio a conocer a Héctor Cervantes, un testigo que acep-
tó que agentes de la DEA le pagaron e instruyeron para declarar ante la corte. Cervantes había
recibido la promesa de que recibiría 200,000 dólares, la residencia y un permiso para trabajar en
Estados Unidos.218 El 28 de noviembre de 1997, Excélsior refirió el testimonio de Cervantes:
En varias otras sesiones me reuní con [los agentes de la DEA] Medrano y Berréllez para
ensayar mi testimonio. Fue en estas sesiones que ellos me prepararon para atestiguar
acerca de otras reuniones entre Zuno y los traficantes que en realidad nunca se habí-
an llevado a cabo [...] Ellos querían que atestiguara de otras reuniones donde yo
supuestamente había visto a Bartlett en persona. Esta vez, me puse de acuerdo con
ellos para inculpar falsamente a Bartlett y atestiguar que lo había visto con Barba, Zuno
y Gardoqui.219
228
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Sin embargo, hubo otras versiones que señalaron que el cardenal poseía copias de
documentos sustraídos de la oficina del secretario de Salinas, Justo Ceja Martínez, que presun-
tamente demostraban la relación de la familia presidencial con los cárteles de las drogas.224 El
suceso no sólo dio elementos para entender la organización de los narcotraficantes y constatar
la crudeza de sus procedimientos, sino que propició la discusión del papel de la Iglesia católica
como receptora de recursos provenientes del narcotráfico. Con relación a esto, Jorge Carpizo,
entonces titular de la PGR, cuenta que un día, alrededor de las 23:00 h., a mediados de diciem-
bre de 1993, lo llamaron para que se reuniera con el presidente Salinas y el nuncio apostólico
Girolamo Prigione. Monseñor intercedía para que Salinas recibiera a uno de los Arellano Félix,
pues quería dar su versión sobre el asesinato de Posadas y asegurarle que los hermanos “eran
inocentes”. Salinas pidió consejo a Carpizo.
229
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“No, señor presidente, usted no puede hacerlo, usted no puede recibirlo”, dijo Carpizo.
Entonces el nuncio atajó la respuesta de Salinas, preguntando qué debía decirle a ese
Arellano Félix que lo esperaba para recibir una respuesta en la nunciatura.
“Que se entregue”, contestó Carpizo.
Luego de intercambiar un par de comentarios más, monseñor Prigione hizo una soli-
citud al despedirse.
“Señor presidente, con todo respeto le pido que se preserve la integridad de la sede
diplomática.”
Dice Carpizo que en ese momento pensó organizar un operativo para aprehender al
Arellano que estaba en la nunciatura, pero que no lo hizo por miedo a las consecuencias de
improvisar una acción policiaca, que no sólo podría causar un conflicto diplomático, sino que
implicaba enormes riesgos logísticos. La anécdota despertó muchas suspicacias, pero también
sacó a la luz el proceder de los jerarcas del catolicismo frente al narcotráfico.225
En septiembre de 1997, con la muerte de Amado Carrillo, el Señor de los Cielos, el tema
volvió a los medios. El 20 de ese mes, Raúl Soto Vásquez, vicario de la Basílica de Guadalupe y
profesor de la Universidad Pontificia de México, justificó las limosnas de los narcotraficantes:
“ellos hacen obras de servicio social en algunas entidades y aplaudo lo realizado en este sentido
por Rafael Caro Quintero y Amado Carrillo, quienes no por ello dejan de ser pecadores”.
El periodista sinaloense Alejandro Sicairos clasificó la actitud de los jerarcas eclesiásti-
cos en las relaciones narco-Iglesia:
[Unos] creen que los narcotraficantes deben ser excomulgados, como lo postula el
obispo de Mazatlán, Rafael Barraza. Otros consideran prudente recibir las limosnas de
los traficantes de drogas para traducirlas en el bien común; planteamiento que respal-
da el padre Benjamín Oliva y, entre otros, el arzobispo emérito de Ciudad Juárez,
Manuel Talamás, quien opina que ‘el dinero [de las drogas o la prostitución] es adqui-
rido de una manera inmoral, pero eso no implica que su donación sea ilegal. Una ter-
cera postura se aferra a que el tema persista como un tabú, pero sin cerrarle la entra-
da a los donativos de origen dudoso.226
Ante las abigarradas ideas de la redención comprada, pareciera que Jorge Carpizo no
exageraba cuando escribió que la “reconciliación” salinista con la Iglesia y la aceptación social
de su papel público aceleró más de un efecto cuestionable: “Los Arellano Félix, antes y después
del episodio narrado enviaron una carta al papa alegando su inocencia y solicitando su apoyo;
su cómplice de muchos hechos, el sacerdote Gerardo Montaño, a pesar de las pruebas que exis-
ten, continúa gozando de impunidad; realmente ya vuelve a existir en México, como en el siglo
XIX, el fuero eclesiástico”.227
Luego del asesinato del cardenal Posadas, se hizo evidente que el sexenio de Salinas se
caracterizaría por un cambio en el enfoque de los temas de inteligencia para el combate al nar-
cotráfico. El 26 de junio de 1993 se hizo pública la existencia del Centro de Planeación para el
Control de Drogas (CENDRO), a raíz de la captura de Joaquín Guzmán Loera, (a) el Chapo. El
objetivo del Centro fue hacer trabajos de inteligencia desde una organización compacta y leal
que no llegara a contaminarse.
230
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La aprehensión del Chapo Guzmán sacó al CENDRO del anonimato. Según versiones
periodísticas, su edificio se construyó con dinero nacional y estadunidense; contaba con tec-
nología de punta que permitía rastrear aeronaves, comunicarse con agencias colombianas y
estadunidenses en tiempo real e interceptar llamadas telefónicas. Una de sus oficinas, llamada
CENDRO 6, podía conectarse a los radares estadunidenses en Centroamérica.228 Luego de aque-
lla captura, Jorge Tello Peón, su titular, entró como primer comisionado del Instituto Nacional
para el Combate a las Drogas (INCD), formalmente creado el 17 de junio de 1993, y en 1994 se
hizo cargo del CISEN, hasta 1999. El INCD continuó operando bajo distintos mandos; en 1996
asumió el cargo el general José de Jesús Gutiérrez Rebollo. Este militar fue detenido en 1997 por
haber colaborado con el cártel de Amado Carrillo.229
A lo largo de 1994 cobraron importancia los asesinatos políticos. El 3 de marzo, por
ejemplo, un enfrentamiento en Tijuana entre la Policía Judicial Federal y la estatal de Baja Cali-
fornia dejó cinco muertos y la captura, el 2 de mayo, de Sergio Ortiz Lara, subprocurador de
Justicia de Baja California, por su responsabilidad en la balacera. El 9 de mayo de 1994, Eduar-
do Valle Espinoza anunció su salida de la PGR, donde fungió como asesor, primero, de Jorge
Carpizo y, luego, de Diego Valadés. El motivo expresado por el experiodista fue la “incapacidad”
de la institución para aprehender a los líderes del cártel del Golfo y la falta de una política de lar-
go alcance. Más tarde, Valle se volvió testigo protegido en Estados Unidos, donde el 25 de agos-
to de 1994 rindió una declaración en el consulado mexicano en Washington ante personal de
la PGR. En su declaración habló sobre la relación entre altos funcionarios con el narcotráfico y
su posible relación con el asesinato del Luis Donaldo Colosio Murrieta el 23 de marzo de 1994.
Entre otros personajes, mencionó a Emilio Gamboa, Raúl Zorrilla y Juan José de Olloqui, por
sus nexos con el narcotráfico.230
El asesinato de José Francisco Ruiz Massieu, el 28 de septiembre de 1994, cerró el sexe-
nio de Salinas. Las indagaciones indicaron que los autores intelectuales habían sido Manuel
Muñoz Rocha, diputado federal por Tamaulipas, y Abraham Nava, excolaborador de Ruiz Mas-
sieu, cuando éste fue gobernador de Guerrero. Ambos estaban presuntamente involucrados en
actividades relacionadas con el narcotráfico.
Las hipótesis sobre la relación con el narcotráfico y la política interna priísta causaron
verdadero revuelo. Ya como expresidente, Salinas hizo una evaluación final sobre el tema del
narcotráfico durante su sexenio:
El combate al narcotráfico representó una batalla larga. Era por motivos de seguridad
nacional. No se ganó la guerra. Como se verá, a partir de 1995 muchos de los miem-
bros más corrompidos de esas policías pudieron regresar al control de las procuradu-
rías de justicia, por lo que el avance democrático y la vigencia del estado de derecho
ingresaron en una zona de riesgo mayor.231
El 28 de febrero de 1995, Raúl Salinas de Gortari fue detenido, acusado de haber orde-
nado el asesinato de su excuñado y adversario político José Francisco Ruiz Massieu. Julia Pres-
ton y Samuel Dillon, entonces corresponsales de The New York Times en México, señalaron: “A
ojos de la sociedad, su papel en el descrédito del sistema fue excepcionalmente espectacular,
con lo que contribuyó a precipitar el régimen autoritario”.232
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cia en la disposición de recursos para el combate al narcotráfico —desde 1993, México se había
negado a recibir “ayuda” estadunidense para sus operativos antinarcóticos. A partir de la visita
de Perry, ambos gobiernos no sólo acordaron establecer un grupo de trabajo bilateral sobre
asuntos militares, sino que se aceptó la asistencia estadunidense contra el narcotráfico.
En 1996, el Pentágono estableció un programa para entrenar y equipar a los Grupos
Aeromóviles de Fuerzas Especiales (GAFE). Y, en 1998, se empezó a entrenar a los Grupos Anfibios
de Fuerzas Especiales, que incluyeron a miembros de la armada.238 El gobierno estadunidense
también participó en el mejoramiento de recursos, mediante venta de equipo y la donación de
73 helicópteros UH-1H. Sin embargo, “la efectividad y utilidad de algunos equipos proporcio-
nados o vendidos a México era limitada”, según la General Accounting Office. En efecto, los
estadunidenses enviaron equipo que databa de la guerra de Vietnam, y no volaban lo suficien-
temente alto como para localizar los cultivos en la Sierra Madre Occidental. En 1999, México
regresó todos los helicópteros, a excepción de uno que se estrelló.239 Además de los helicópte-
ros, Estados Unidos proporcionó cuatro aviones C-26.240
De 1981 a 1995, el total de efectivos que asistieron a una academia militar estaduni-
dense fue de 1,488, pero en sólo dos años este número se duplicó, ya que en 1997 y 1998 más
de mil miembros de los GAFE se entrenaron en Estados Unidos, superando el número de entre-
namientos militares internacionales de los quince años anteriores. Por su parte, la Interameri-
can Air Force Academy entrenó a 141 elementos en 1996, 260 en 1997 y 336 en 1998.
Durante el sexenio de Zedillo se creó el Centro de Inteligencia Antinarcóticos (CIAN)
del ejército, el cual tenía oficinas encubiertas por todo el país, que reportaban a una central
que participaba lo mismo en espionaje que en aprehensiones. La prensa anunció la existencia
del CIAN hasta 2002, cuando la PGR, el ejército y la Secretaría de Seguridad Pública Federal
anunciaron el descubrimiento de una red que filtraba información a las organizaciones crimi-
nales desde las propias oficinas gubernamentales. Por lo menos tres agentes del CIAN resulta-
ron involucrados.241
El proceso de militarización fue acompañado de la reorganización jurídica y burocrá-
tica de los organismos judiciales encargados del combate al narcotráfico. Así, al llegar Antonio
Lozano Gracia a la PGR, se consideró que los problemas principales eran la falta de coordina-
ción, control y equilibrio entre las distintas áreas. Para superar estas deficiencias se emprendió
una reforma integral, lo que implicó la supervisión y evaluación de los ministerios públicos y la
Policía Judicial Federal. Estas regulaciones se publicaron en el Diario Oficial de la Federación el 10
de mayo de 1996. A su vez, con el propósito de modernizar los estatutos legales para la perse-
cución de delitos federales, se creó la Ley Federal contra la Delincuencia Organizada, publica-
da en el Diario Oficial de la Federación el 7 de noviembre de 1996.242
De modo paradójico, uno de los obstáculos para la modernización del aparato judicial
fue la asignación de atribuciones de justicia civil al ejército. En este sentido el procurador Jor-
ge Madrazo dijo alguna vez, ante la CNDH, que “el ejército no puede llevar a cabo las funciones
de la policía”.243 Y la experiencia demuestra que la inclusión del ejército en actividades de
impartición de justicia civil provoca innumerables violaciones a los derechos humanos.
Desde el sexenio de Zedillo se intensificó la militarización del combate a las drogas.
Aunque es explicable la incorporación del ejército a estas actividades en un país que goza de la
mejor reputación, también lo es que, en México, ha servido como un simple paliativo que tie-
233
04 Enciso.qxd 8/19/08 1:44 PM Page 234
ne el efecto perverso de dilatar la reforma del sistema de justicia. Y, aunque también sea com-
prensible que desde el sexenio de Zedillo en adelante se haya intensificado la militarización del
combate a las drogas en consonancia con el enfoque estadunidense, es necesario tomar en
cuenta que, en el largo plazo, entre los tantos afectados por esta idea están los propios milita-
res, que se ven obligados a introducirse en un medio y tomar acciones cuyos costos deben asu-
mir sin que se resuelvan los problemas de fondo.244 Lo anterior viene a cuento porque durante
el sexenio de Zedillo los escándalos de corrupción más sonados tuvieron como protagonistas a
militares que se vendieron a las organizaciones criminales, mientras cumplían con labores de
combate al narcotráfico.
En 1997, el general Gutiérrez Rebollo fue acusado de colaborar con el traficante Ama-
do Carrillo, (a) el Señor de los Cielos, y removido de su cargo. El episodio puso en jaque al sis-
tema de justicia y a la clase política. Entre 1980 y 1990, los mexicanos observaron que el narco-
tráfico corrompía prácticamente a todas las instituciones del país; parecía que sólo el ejército
se salvaba, pero no fue así. El 12 de noviembre, Enrique Cervantes Aguirre, secretario de la
Defensa Nacional, afirmó que “el riesgo de contaminación al interior del ejército siempre ha
existido. Lo novedoso pudiera ser la voluntad para combatir a los que en ello se involucran sin
importar prestigios, jerarquías o posiciones que ocupen”. Luego del proceso de Gutiérrez
Rebollo, el ejército purgó sus filas, entregando a 34 elementos que colaboraban con cárteles de
drogas. A su vez, la armada también acusó a 14 marinos.
El caso Gutiérrez Rebollo tuvo elementos de novela policiaca: un personaje fuerte,
militar de carrera, que ejemplificaba las posibilidades de arribo social, que representa el ejérci-
to para algunos mexicanos; una vida personal que involucraba, por lo menos, dos “casas chicas”;
vínculos con el narcotráfico; investigaciones que pasaron de la Presidencia de la República a los
medios de comunicación; su captura, la cual permaneció en secreto varios días, antes de que se
diera a conocer; esfuerzos diplomáticos para evitar que el caso provocara la descertificación de
México; el asesinato o desaparición de tres involucrados, y la participación de una reina de be-
lleza como intermediaria entre el ejército y los narcotraficantes.245
El escándalo llegó a afectar la imagen del entonces zar antidroga Barry McCaffrey,
dado que en diciembre de 1996, cuando visitó México, declaró que Gutiérrez Rebollo era “una
persona de absoluta, incuestionable integridad”. Para McCaffrey, México era fundamental en
su estrategia, porque, en su opinión, era la principal entrada de drogas a Estados Unidos. Según
Michael Massing, “esta humillación pública pudo influir en que se convirtiera en un hombre
menos determinado, aunque retomó el ímpetu, regresando a México en mayo de 1997 y luego
visitando la frontera suroeste en octubre”.246
Prescindiendo de lo anterior, sería un error asumir que la lógica estadunidense de la
militarización no tenía una estrategia detrás. Estados Unidos planteó la estrategia de enfocar
sus esfuerzos con una visión “integral” de la producción y tráfico de drogas. En este sentido,
Colombia fue el punto de producción en que enfocaría sus esfuerzos para tratar de evitar la pro-
liferación de plantíos y espacios de procesamiento de drogas. A su vez, México era un eje toral
de la estrategia estadunidense para desarticular a los grupos que se dedicaban al trasiego. Esto
se entiende bien si se toma en cuenta la cantidad de estupefacientes que entran a Estados Uni-
dos por la frontera con México, y el proceso de sofisticación y expansión que han tenido las
organizaciones mexicanas de tráfico de drogas.247
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quisas fueron clasificadas para proteger a los agentes encubiertos; ni siquiera Barry McCaffrey
ni las autoridades mexicanas supieron del asunto hasta el día del anuncio de los resultados.254
Aunque no se señaló a ningún alto funcionario de los bancos, los riesgos de sanciones
civiles y penales, la pérdida de prestigio y valor de sus acciones estuvieron latentes. El impacto en
la relación bilateral fue mayúsculo y la exhibición pública de los banqueros, muy desafortunada
para sus intereses. Otra vez, las notas del exembajador Davidow resultan invaluables para entre-
ver las reacciones estadunidenses y los efectos de la exposición de los banqueros mexicanos:
El efecto más negativo de la ley de certificación fue que dirigió la atención de los mexi-
canos hacia el asunto equivocado: el derecho de Estados Unidos a juzgar a sus vecinos
en materia de desempeño antidrogas. Esto le dio un pretexto a México para ignorar la
realidad de su situación a este respecto. Y se trata de una realidad que era, y sigue sien-
do, repugnante y amenazadora.256
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Las operaciones de erradicación e intercepción, aunadas al cierre de las rutas del Cari-
be, derivaron en un proceso de sofisticación tanto de las organizaciones criminales y sus víncu-
los transnacionales como de los productores, que después de esto optaron por sembrar en par-
celas más pequeñas y de difícil acceso.257 En este sentido, precisamente la aprehensión de
Miguel Ángel Félix Gallardo tuvo el efecto de atomizar a las organizaciones criminales. Y nadie
retrató el hecho como el periodista Jesús Blancornelas:
Rafael Aguilar Guajardo fue el encargado del hospedaje [...] logró rentar la casa que
en algunas ocasiones ocupó el Shá de Irán; quién sabe cómo le hizo; y no por un día o
una noche, toda la semana. Era 1989. Todos llegaron allí en obediencia al recado que
desde prisión mandó el gran jefe Miguel Ángel Félix Gallardo. Incapaz para seguir
maniobrando el narcotráfico mexicano, sabedor de que nunca más recobraría su liber-
tad, pensó y decidió: el pastel debe repartirse. Naturalmente, siguiendo la vieja conse-
ja: el que parte y comparte se queda con la mayor parte. Claro, no recibiría ni un cen-
tavo en la cárcel, pero a su familia no le faltaría dinero; además no viviría en la angustia
de saber que “al hombre de la casa” podrían matarlo algún día [...] Lo capturaron más
por necesidad política que por sorprenderlo con las manos en la masa; dio la lucha
legal; la ganó, pero no se la reconocieron. La autoridad le tuvo miedo a la venganza.
Pero los gobernantes de la época no entendieron: para Félix Gallardo, mexicanote,
más valía un mal arreglo que un buen pleito. Por eso, influyente y respetado en la pri-
sión, invitó a los novatos del narco, a los que consideró “soldados” y “capitanes” de “su
familia”, porque entonces cártel no era ni siquiera palabra conocida. Me imagino el
mensaje: “Júntense y arréglense, nada de pleitos, un territorio para cada quien, respé-
tenlo, ayúdense, que todos se pongan de acuerdo” [...] Nunca nadie podrá repetir lo
que hizo Félix Gallardo y [...] por vez primera en México, el narcotráfico se dividió en
“territorios”.258
Según Blancornelas, los personajes convocados por Félix Gallardo obtuvieron los
siguientes territorios:
Poco duró el intento de reparto. Durante el sexenio de Salinas México fue testigo de las
rencillas entre estos personajes. Primero fue el enfrentamiento del Chapo Guzmán, el Güero Pal-
ma y los hermanos Arellano Félix contra Rigoberto Campos.259 El recuento del Reforma es claro:
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Pero la lista de ataques es más larga: en enero de 1990, los hermanos Arellano Félix orde-
naron que descuartizaran a la esposa del Güero Palma y le enviaron la cabeza en una caja. Tam-
bién asesinaron a los hijos del Güero, Nataly y Héctor, en Venezuela. El grupo de Sinaloa respon-
dió matando y asesinando a varios colaboradores de Félix Gallardo, entre ellos a su abogado.261
En el sexenio de Salinas, el llamado “cártel del Golfo” experimentó un aumento pau-
latino de poder bajo el mando de Juan García Ábrego. A partir de entonces su organización
representó una seria competencia para los narcotraficantes sinaloenses. El comandante de la
Policía Judicial Federal, Guillermo González Calderoni, fue fundamental en este reacomodo,
gracias a dos operativos que estuvieron a su cargo. El primero fue la aprehensión de Pablo Acos-
ta, en abril de 1987. El FBI y la PGR unieron fuerzas para atrapar a Acosta, quien, se asegura,
murió a consecuencia de los golpes. La segunda operación se hizo en 1990, para aprehender a
Juan N. Guerra, lo que provocó reacomodos de poder en Tamaulipas y una subsiguiente rea-
signación de mandos. Así lo relata Jorge Fernández Menéndez:
El texto es de 2001, un par de años antes de que Osiel Cárdenas fuera aprehendido,
cuando existía una encarnizada lucha entre su organización y los sinaloenses. Un agente encu-
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bierto del FBI dijo que, desde 1986, Calderoni estaba asociado con García Ábrego. Poco duró a
Calderoni el negocio. En 1993 se le acusó de enriquecimiento inexplicable. Huyó a Estados
Unidos para entrar al programa de testigos protegidos, donde declaró haber hecho espionaje
para Raúl Salinas de Gortari. Según la prensa, ante la posibilidad de ser extraditado a México,
Calderoni amenazó con “acordarse” de muchas otras cosas si el gobierno mexicano insistía.263
Luego de la primera mitad del sexenio de Salinas, cuando ya se había desatado la lucha
por el control de territorios, había seis organizaciones importantes que la prensa y el gobierno
empezaron a llamar “cárteles”: el cártel del Golfo, de García Ábrego; el cártel de Sinaloa, de Joa-
quín Guzmán Loera, (a) el Chapo, y Héctor Palma Salazar, (a) el Güero; el cártel de Amado
Carrillo, (a) el Señor de los Cielos; el cártel de Tijuana, de los hermanos Arellano Félix; el cártel
de Juárez, de Rafael Aguilar Guajardo; y el cártel de Guadalajara, de Emilio Quintero Payán.264
Durante 1993, los asesinatos relacionados con el narcotrafico incluyeron al cardenal
Juan Jesús Posadas, Rafael Aguilar Guajardo y Emilio Quintero Payán. También, a finales de ese
año, Amado Carrillo sufrió un intento de asesinato, organizado por el excomandante de la Poli-
cía Judicial Federal, José Luis Larrazolo Rubio, quien, según algunos analistas, “actuó por órde-
nes de García Ábrego o por órdenes de los Arellano Félix”. Para 1994, las organizaciones de
García Ábrego y Amado Carrillo se disputaban la mayor parte del mercado.
Durante el sexenio de Zedillo, la captura del Güero Palma y García Ábrego modificó
el escenario al dejar la disputa entre los hermanos Arellano Félix y Amado Carrillo. Los episo-
dios de esta lucha estuvieron repletos de lo que pueden considerarse mensajes políticos inter-
sexenales. Las autoridades capturaron a García Ábrego a principios de 1996, y de inmediato
Zedillo tomó la decisión de extraditarlo a Estados Unidos. Este hecho no sólo fue un mensaje
de buena voluntad que satisfizo a los estadunidenses, el extraditado también representaba un
acuerdo con un grupo político del que Zedillo quería desmarcarse.265
Después de la captura de García Ábrego, la prioridad de los estadunidenses fue Ama-
do Carrillo, pues era considerado uno de los traficantes más poderosos del mundo. Se le con-
sideraba un excelente negociador, en todo caso sabía que las autoridades mexicanas eran más
receptivas a los cañonazos de billetes que de plomo, aunque no dejó de usar la violencia cuan-
do lo creyó necesario. Carrillo era un viajero inteligente, cosmopolita, hábil para evadir a las
autoridades en sus viajes a Estados Unidos, el Caribe o el Medio Oriente.
Pocos meses después de que Gutiérrez Rebollo fuera acusado de encubrirlo, Amado
Carrillo apareció muerto en una clínica estética de la ciudad de México. Y como suele ocurrir
en estos casos, la duda sobre las circunstancias de su muerte inundó los medios y el imaginario
popular. Se dudó que fuera él, se puso en tela de juicio que hubiera decidido hacerse una ciru-
gía plástica en México y no en algún otro lugar del mundo. Pero lo cierto es que las autorida-
des mexicanas identificaron el cadáver de Carrillo el 4 de julio de 1997.266
Durante los sexenios de Salinas y Zedillo, los Arellano Félix fueron el objetivo de varios
operativos militares poco exitosos, que bien pudieron ser enviados por los aliados de Amado
Carrillo. El exprocurador Jorge Carpizo afirma que de esta lucha resultaron “217 cateos; asegu-
ramiento de 250 propiedades, de dinero en efectivo y joyas, de armamento, ocho vehículos, cuen-
tas bancarias, 352 animales exóticos; la identificación de 54 integrantes importantes de esa ban-
da; la detención de personajes de ese cártel, entre los cuales se puede mencionar a Alfredo Valdés
Maneiro, su técnico de comunicaciones, José Alberto Loza Félix y Gregorio Rodríguez Bení-
239
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tez”.267 Es decir, no se detuvo a ningún líder importante. De hecho, el único Arellano Félix que
fue detenido durante toda la década fue Francisco Rafael Arellano Félix, en diciembre de 1993.
Este tipo de hechos llevó al Instituto Mexicano de Estudios de la Criminalidad Orga-
nizada (IMECO) a concluir que
Entender este proceso, que explica el acercamiento paulatino a las autoridades colom-
bianas en los últimos años, es todo un reto, como lo es descubrir cómo influyen los cambios de
gobierno y la alternancia, no sólo federal, sino en los ámbitos locales, en la organización del
narcotráfico.
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Es una pena que todos los sinaloenses reconozcamos que nuestro estado es el más seña-
lado como el origen del narcotráfico [...] y que lleguen a niveles de sofisticación impre-
sionantes. Mueven recursos económicos muy por encima de la capacidad económica
de cualquier estado del país. Cuentan con un equipo que les permite conocer los movi-
mientos de las corporaciones policiacas.
Lo que llevó al gobernador a decir esto fueron las críticas que su gobierno estaba
recibiendo por el número creciente de homicidios relacionados con el narcotráfico. Además,
buscaba nexos con el gobierno federal para conseguir mayores recursos y, de paso, dejar cla-
ro que se trataba de delitos de competencia federal. La ola de violencia y las declaraciones del
gobernador tuvieron repercusiones en el sector empresarial, el cual se mostró preocupado
porque la estridencia política pudiera provocar una baja en el flujo de inversiones. Luis Igna-
cio Muñoz Orozco, presidente de la Canaco de Culiacán, declaró que “Sinaloa es algo más
que sólo narcotráfico”. Por encima de todo debía asegurar que Sinaloa era un buen lugar
para invertir.271
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En esa misma ocasión, Muñoz declaró que “un porcentaje de la economía global del
estado está reflejado en ingresos del narcotráfico, tratar de negarlo sería inútil. Hay ciertas áreas
donde se incide más, como los bienes raíces, pero en comercio no tiene un impacto que pon-
ga en peligro la permanencia de negocios”.272 Después, Ernesto Hais Olea, presidente de la
Federación de Cámaras de Comercio de Sinaloa, reconoció que existían serias sospechas sobre
socios y no socios del organismo que incurrían en lavado de dinero proveniente del narcotrá-
fico: “definitivamente estamos de acuerdo en que las ejecuciones por lavado de dinero en Sina-
loa son una realidad, lo que constituye un factor de violencia cuando se rompen relaciones
entre narcotraficantes y empresarios”. Entre otras cosas, Hais Olea responsabilizaba a la Secre-
taría de Hacienda y Crédito Público (SHCP) por la falta de revisiones y auditorías a esas empre-
sas, y a la PGR por la tibieza de sus acciones contra los vínculos entre las actividades formales e
informales. Es decir, se deslindaba de cualquier responsabilidad —y de paso deslindaba al
gobierno estatal—, a pesar de que reconocía tener conocimiento de actividades ilegales.273
El gobierno federal, por su parte, sabía que la avalancha de declaraciones tenía un
objetivo político y respondió tratando de deslindarse. En julio de 2001, a unos meses de las
declaraciones de Millán, el delegado estatal de la PGR, Miguel Alejandro Sánchez Castillo, infor-
mó que 62% de la economía regional se encontraba permeada por dinero procedente del nar-
cotráfico. Ante el reconocimiento de lo evidente, Millán no pudo más que preguntar: “¿Qué
sinaloense medianamente, superficialmente enterado pudiera decir que en Sinaloa no hay
dinero del narcotráfico?”. Según Millán, éste era el origen de gran parte de la violencia y los ase-
sinatos en el estado, pero, una vez más, planteó que la SHCP era la que debía investigar el ori-
gen de los recursos de las empresas que exhibían una riqueza inexplicable.274 El gobierno fede-
ral no tardó en iniciar investigaciones:
Los periodistas
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nicación. Los peligros no se limitan a las amenazas de funcionarios corruptos, también inclu-
yen las posibles reacciones de los traficantes, pues cuando se habla mucho de ellos aumenta el
peligro de un operativo gubernamental.
Por poner el ejemplo más viejo que he visto documentado, el periodista sinaloense del
Noroeste, Roberto Martínez Montenegro, fue asesinado en Culiacán, en 1978. En abril de 1977
Martínez escribió una serie de siete artículos sobre el tráfico de drogas en Sinaloa. En los cír-
culos periodísticos se dijo que su trabajo llamó la atención del gobierno federal, y que no era
exagerado que hubiera contribuido a la aprehensión de Alejandro Valenzuela Chávez, exjefe
de la Policía Judicial del estado, capturado con 750 kilos de mariguana, en el municipio de Aho-
me. El crimen nunca se aclaró. Sin embargo, queda claro que
los artículos no descubrían nada que personas más o menos enteradas no supieran o
hubieran escuchado en el trabajo, la escuela, el café o en pláticas familiares. Ni nada
por lo que un traficante lector de periódicos pudiera haberse preocupado o sentido en
peligro. La novedad fue que esa recopilación de observaciones, datos oficiales y recuer-
dos de algunos se publicó en el momento coyuntural de la Operación Cóndor, lo cual
le dio una proyección nacional e internacional.276
Sin embargo, los periodistas y los medios están lejos de ser sólo víctimas. Hay casos
documentados de informadores que, en los ochenta, tuvieron relación con el tráfico de drogas.
Y episodios en que connotados traficantes de drogas han incursionado en el negocio de los
periódicos. Sobre este asunto, a finales de los ochenta, en Nuevo Laredo, se comentó que José
Carlos Aguilar Garza, traficante con títulos universitarios, seguía la línea trazada por el costa-
rricense Jorge Brenes, quien, luego de trabajar como funcionario en una clínica del ISSSTE y de
incursionar en el tráfico de drogas, compró un periódico. Este hecho inició la tradición de lo
que se denominó “narcoperiodismo”, en el norte del país. Brenes fue propietario de los perió-
dicos El Río y Valle de Bravo, en Reynosa. Por su parte, en 1987, Aguilar Garza estuvo a cargo del
diario La Tarde, y la edición vespertina de El Mañana, uno de los principales periódicos de Nue-
vo Laredo. Además, se dijo que Leopoldo Mascorro, director de Y... Punto, era muy cercano al
traficante Juan N. Guerra. Ese mismo año, corrió el rumor de que el entonces poco conocido
Juan García Ábrego había comprado la edición vespertina de El Gráfico.
Por su parte, los periodistas aprendieron a ejercer el oficio en ese ambiente, y más de
uno perdió el rumbo. En 1986, en Matamoros, fue muy comentado el acribillamiento de los
periodistas Ernesto Flores Torrijos y Norma Moreno frente al diario El Popular. Ambos habían
denunciado las actividades de Juan N. Guerra, pero, a diferencia de lo que se pudiera esperar,
los comentarios de sus colegas no fueron de protesta:
Ninguno de los reporteros locales duda que haya existido en principio una participa-
ción en el negocio del tráfico por parte de ambos y que luego hayan pretendido ejercer
algún tipo de presión. Es tal hecho lo que parece haber tendido una bruma en torno a
la investigación sobre los asesinatos de Brenes, Flores y Moreno, que en otras circuns-
tancias podrían haber conducido directamente a los autores materiales e intelectuales.
Estos casos, sin embargo, según fuentes extraoficiales, fueron presumiblemente archi-
vados bajo el rubro de lo que, en el argot policiaco, se conoce como ajuste de cuentas.277
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Sin embargo, algunos medios han abierto algunos espacios, como www.drogasmexico.
org o www.narconews.com, y revistas independientes, como Gaceta Cannábica, aunque de difu-
sión limitada y con pocos recursos.
No obstante, el escenario siempre es ominoso. En Mapa de riesgos para periodistas, pu-
blicado por la Sociedad Interamericana de Prensa, al final del sexenio de Vicente Fox, la
periodista que se encargó de la sección mexicana, María Idalia Gómez, inicia con un texto
muy elocuente:
En el México de hoy existe una grave amenaza al ejercicio libre del periodismo. El cri-
men organizado, en diferentes zonas del país, se ha erigido como el censor y guardián
de este oficio, siempre cuidando sus intereses. En algunos lugares la evidencia es pal-
pable, en otros es más difícil identificarlo porque su presencia es disfrazada. La gran
mayoría de los reporteros ha optado por censurarse, no investigan y ni siquiera repor-
tean sobre las mafias y sus tentáculos. En aquellas ciudades o regiones en donde los
periodistas están enfrentando el desafío, los resultados que han obtenido son amena-
zas, presiones y hostigamiento, en el peor de los casos han muerto.279
Ante las posibilidades de muerte violenta, pareciera que no hay más ruta que la auto-
censura. Por ello viene a cuento un fragmento del discurso de Jesús Blancornelas al recibir el
Premio Mundial de Periodismo:
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son como los pintan. Es como cuando dicen que México se va a colombianizar. O les
digo que si aquí pasaron o pasan amargos momentos en su tiempo y ahora los tenemos
nosotros, esto no tiene etiqueta. Son cosas de la vida. Yo les digo que en vez de pensar
en eso de colombianizar, pensemos en americanizar periodísticamente para espantar
el mal del narcotráfico y los malos gobiernos que los solapan.280
Blancornelas murió en 2006, sin haber faltado a lo que sentía su deber: “seguir inves-
tigando y escribiendo sobre el narcotráfico”.281
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