You are on page 1of 10

Trigésimo Tercer Domingo del Tiempo Ordinario (Ciclo B)

Lectura de la profecía de Daniel 12, 1-3

Por aquel tiempo se levantará Miguel, el arcángel que se ocupa de tu pueblo: serán tiempos difíciles, como no los ha
habido desde que hubo naciones hasta ahora.
Entonces se salvará tu pueblo: todos los inscritos en el libro.
Muchos de los que duermen en el polvo despertarán: unos para vida eterna, otros para ignominia perpetua. Los
sabios brillarán como el fulgor del firmamento, y los que enseñaron a muchos la justicia, como las estrellas, por toda
la eternidad.

Salmo responsorial Sal 15, 5 y 8. 9-10.11 (R/.:1)

R/. Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti.

El Señor es el lote de mi heredad y mi copa;


mi suerte está en tu mano.
Tengo siempre presente al Señor,

con él a mi derecha no vacilaré. R/.


Por eso se me alegra el corazón,
se gozan mis entrañas, y mi carne descansa serena.
Porque no me entregarás a la muerte,

ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción. R/.


Me enseñarás el sendero de la vida,
me saciarás de gozo en tu presencia,
de alegría perpetua a tu derecha. R/.

Lectura de la carta a los Hebreos 10, 11-14.18

Cualquier otro sacerdote ejerce su ministerio, diariamente, ofreciendo muchas veces los mismos sacrificios, porque
de ningún modo pueden borrar los pecados.
Pero Cristo ofreció por los pecados, para siempre jamás, un solo sacrificio; está sentado a la derecha de Dios y
espera el tiempo que falta hasta que sus enemigos sean puestos como estrado de sus pies.
Con una sola ofrenda ha perfeccionado para siempre a los que van siendo consagrados. Donde hay perdón, no hay
ofrenda por los pecados.

EVANGELIO

+ Lectura del santo evangelio según san Marcos 13, 24-32

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: -«En aquellos días, después de esa gran angustia, el sol se hará tinieblas,
la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo, los astros se tambalearan.
Entonces verán venir al Hijo del hombre sobre las nubes con gran poder y majestad; enviará a los ángeles para reunir
a sus elegidos de los cuatro vientos, de horizonte a horizonte. Aprended de esta parábola de la higuera: Cuando las
ramas se ponen tiernas y brotan las yemas, deducís que el verano está cerca; pues cuando veáis vosotros suceder
esto, sabed que él está cerca, a la puerta. Os aseguro que no pasará esta generación antes que todo se cumpla. El
cielo y la tierra pasarán, mis palabras no pasarán, aunque el día y la hora nadie lo sabe, ni los ángeles del cielo ni el
Hijo, sólo el Padre.»

San Agustín

1. Habéis oído, hermanos, la Escritura que nos exhorta e invita a estar en vela con vistas al último día. Que cada cual
piense en el suyo particular, no sea que opinando o juzgando que está lejano el día del fin del mundo, os durmáis
respecto al vuestro. Habéis oído lo que dijo a propósito de aquél: que lo desconocen tanto los ángeles como el Hijo y
solo lo conoce el Padre. Esto plantea un problema grande, a saber, que guiados por la carne juzguemos que hay algo
que conoce el Padre y desconoce el Hijo. Con toda certeza, cuando dijo «lo conoce el Padre», lo dijo porque también
el Hijo lo conoce, aunque en el Padre. ¿Hay en aquel día que no se haya hecho en el Verbo por quien fue hecho el
día? «Que nadie, dijo, busque el ultimo día, es decir, el cuándo ha de llegar». Pero estemos todos en vela mediante
una vida recta para que nuestro último día particular no nos coja desprevenidos, pues de la forma como cada uno
haya dejado su último día, así se encontrará en el último del mundo. Nada que no hayas hecho aquí te ayudará
entonces. Serán las propias obras las que eleven u opriman a cada uno.

2. ¿Qué hemos cantado al Señor en el salmo? Apiádate de mí, Señor, porque me ha pisoteado un hombre. Llama
«hombre» a quien vive según el hombre. Es más, a quienes viven según Dios se les dice: Dioses sois, y todos hijos del
Altísimo. A los réprobos, en cambio, a los que fueron llamados a ser hijos de Dios y quisieron ser más bien hombres,
es decir, vivir a lo humano: Sin embargo, dijo, vosotros moriréis como hombres y caeréis como cualquiera de los
príncipes. En efecto, el hecho de ser mortal debe ser para el hombre motivo de disciplina, no de jactancia. ¿De qué
presume el gusano que va a morir mañana? A vuestra caridad lo digo, hermanos: los mortales soberbios deben
enrojecer frente al diablo. Pues él, aunque soberbio, es, sin embargo, inmortal; aunque maligno, es un espíritu. El día
del castigo definitivo se le reserva para el final. Con todo, el no sufre la muerte que sufrimos nosotros. Escuchó el
hombre: Moriréis. Haga buen uso de su pena. ¿Qué quiero decir con eso? No se encamine a la soberbia que le
proporcionó la pena; reconózcase mortal y quiebre el ensalzarse. Escuche lo que se le dice: ¿De qué se ensoberbece
la tierra y la ceniza? Si el diablo se ensoberbece, al menos no es tierra ni ceniza. Por eso se ha escrito: Vosotros
moriréis como hombres y caeréis como cualquiera de los príncipes. No ponéis atención más que al hecho de ser
mortales, y sois soberbios como el diablo. Haga, pues, buen uso el hombre de su pena, hermanos; haga buen uso de
su mal para progresar en beneficio propio. ¿Quién ignora que es una pena el tener que morir necesariamente y, lo
que es peor, sin saber cuándo? La pena es cierta e incierta la hora; y, de las cosas humanas, solo de esta pena
tenemos certeza absoluta.

3. Todo lo demás que poseemos, sea bueno o malo, es incierto. Sólo la muerte es cierta. ¿Qué estoy diciendo? Un
niño ha sido concebido: es posible que nazca, es posible que sea abortado. Así de incierto es. Quizá crecerá, quizá
no; es posible que llegue a viejo, es posible que no; quizá sea rico, quizá pobre; es posible que alcance honores, es
posible que sea despreciado; quizá tendrá hijos, quizá no; es posible que se case y es posible que no. Cualquier otra
cosa que puedas nombrar entre los bienes es lo mismo. Mira ahora a los males: es posible que enferme, es posible
que no; quizá le pique una serpiente, quizá no; puede ser devorado por una fiera o puede no serlo. Pasa revista a
todos los males. Siempre estará presente el «quizá sí, quizá no». En cambio, ¿acaso puedes decir: «Quizá morirá,
quizá no»? ¿Por qué los médicos, tras haber examinado la enfermedad y haber visto que es mortal, dicen: «Morirá;
no escapará de la muerte»? Ya desde el momento del nacimiento del hombre hay que decir: «No escapará de la
muerte». El nacer es comenzar a enfermar; con la muerte llega a su fin la enfermedad, pero se ignora si conduce a
otra cosa peor. Había acabado aquel rico con una enfermedad deliciosa y vino a otra tortuosa. Aquel pobre, en
cambio, acabó con la enfermedad y llegó a la sanidad. Pero eligió aquí lo que iba a tener después; lo que allí cosechó,
aquí lo había sembrado.

Por tanto, debemos estar en vela mientras dura nuestra vida y elegir qué hemos de tener en el futuro.
4. No amemos al mundo; él oprime a sus amantes, no los conduce al bien. Hemos de fatigarnos para que no nos
aprisione, antes que temer su caída. Suponte que cae el mundo; el cristiano se mantiene en pie, porque no cae
Cristo. ¿Por qué, pues, dice el mismo Señor: Alegraos porque yo he vencido al mundo? Respondámosle, si os parece
bien: «Alégrate tú. Si tú venciste, alégrate tú. ¿Por qué hemos de hacerlo nosotros?». ¿Por qué nos dice «alegraos»,
sino porque el venció y luchó en favor nuestro? ¿Cuándo luchó? Al tomar al hombre. Deja de lado su nacimiento
virginal, su anonadamiento al recibir la forma de siervo y hacerse a semejanza de los hombres siendo en el porte
como un hombre; deja de lado esto: ¿dónde está la lucha? ¿Dónde el combate? ¿Dónde la tentación? ¿Dónde la
victoria, a la que no precedió lucha? En el principio existía el Verbo y el Verbo existía junto a Dios y el Verbo era Dios.
Este existía al principio junto a Dios. Todo fue hecho por él y sin el nada se hizo. ¿Acaso era capaz el judío de
crucificar a este Verbo? ¿Le hubiese insultado el impío? ¿Acaso hubiera sido abofeteado este Verbo? ¿coronado de
espinas? Para sufrir todo esto, el Verbo se hizo carne; y tras haber sufrido estas cosas, venció en la resurrección. Su
victoria, por tanto, fue para nosotros, a quienes nos mostró la certeza de la resurrección. Dices, pues, a Dios:
Apiádate de mí, Señor, porque me ha pisoteado un hombre. No te pisotees a ti mismo y no te vencerá el hombre.
Suponte que un hombre poderoso te aterroriza.

¿Con qué? «Te despojo, te condeno, te atormento, te mato». Y tú clamas: Apiádate de mí, Señor, porque me ha
pisoteado un hombre. Si dices la verdad, pones la mirada en ti mismo. Si temes las amenazas de un hombre, te pisa
estando muerto; y puesto que no temerías, si no fueras hombre, por eso te pisotea. ¿Cuál es el remedio? Adhiérete,
hombre, a Dios, por quien fue hecho el hombre; adhiérete a él; presume de él, invócale, sea él tu fuerza. Dile: En ti,
Señor, está mi fuerza. Y, lejos ya de las amenazas de los hombres, cantarás. Lo dice el mismo salmo: Esperaré en el
Señor; no temeré lo que me haga el hombre.

(San Agustín, Obras Completas, Tomo X, B.A.C., Madrid, 1983, pg. 646-650)

Juan Pablo II

AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 30 de septiembre de 1987

Jesucristo tiene el poder de juzgar

1. Dios es el juez de vivos y muertos. El juez último. El juez de todos.


En la catequesis que precede a la venida del Espíritu Santo sobre los paganos, San Pedro proclama que Cristo “por
Dios ha sido instituido juez de vivos y muertos” (Act 10, 42). Este divino poder (exousia) está vinculado con el Hijo del
hombre ya en la enseñanza de Cristo. El conocido texto sobre el juicio final, que se halla en el Evangelio de Mateo,
comienza con las palabras: “Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria y todos los ángeles con Él, se sentará
sobre su trono de gloria, y se reunirán en su presencia todas las gentes, y separará a unos de otros, como el Pastor
separa a las ovejas de los cabritos” (Mt 25, 31-32). El texto habla luego del desarrollo del proceso y anuncia la
sentencia, la de aprobación: “Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del reino preparado para vosotros desde
la creación del mundo” (Mt 25, 34); y la de condena: “Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno, preparado para el
diablo y para sus ángeles” (Mt 25, 41).

2. Jesucristo, que es Hijo del hombre, es al mismo tiempo verdadero Dios porque tiene el poder divino de juzgar las
obras y las conciencias humanas, y este poder es definitivo y universal. Él mismo explica por qué precisamente tiene
este poder diciendo: “El Padre no juzga a nadie, sino que ha entregado al Hijo todo su poder de juzgar. Para que
todos honren al Hijo como honran al Padre” (Jn 5, 22-23).
Jesús vincula este poder a la facultad de dar la Vida. “Como el Padre resucita a los muertos y les da vida, así también
el Hijo a los que quiere les da la vida” (Jn 5, 21). “Así como el Padre tiene la vida en sí mismo, así dio también al Hijo
tener vida en sí mismo, y le dio poder de juzgar, por cuanto Él es el Hijo del hombre” (Jn 5, 26-27). Por tanto, según
esta afirmación de Jesús, el poder divino de juzgar ha sido vinculado a la misión de Cristo como Salvador, como
Redentor del mundo. Y el mismo juzgar pertenece a la obra de la salvación, al orden de la salvación: es un acto
salvífico definitivo. En efecto, el fin del juicio es la participación plena en la Vida divina como último don hecho al
hombre: el cumplimiento definitivo de su vocación eterna.

Al mismo tiempo el poder de juzgar se vincula con la revelación exterior de la gloria del Padre en su Hijo como
Redentor del hombre. “Porque el Hijo del hombre ha de venir en la gloria de su Padre... y entonces dará a cada uno
según sus obras” (Mt 16, 27). El orden de la justicia ha sido inscrito, desde el principio, en el orden de la gracia. El
juicio final debe ser la confirmación definitiva de esta vinculación: Jesús dice claramente que “los justos brillarán
como el sol en el reino de su Padre” (Mt 13, 43), pero anuncia también no menos claramente el rechazo de los que
han obrado la iniquidad (cf. Mt 7, 23).

En efecto, como resulta de la parábola de los talentos (Mt 25, 14-30), la medida del juicio será la colaboración con el
don recibido de Dios, colaboración con la gracia o bien rechazo de ésta.

3. El poder divino de juzgar a todos y a cada uno pertenece al Hijo del hombre. El texto clásico en el Evangelio de
Mateo (25, 31-46) pone de relieve en especial el hecho de que Cristo ejerce este poder no sólo como Dios-Hijo, sino
también como Hombre. Lo ejerce —y pronuncia las sentencias— en nombre de la solidaridad con todo hombre, que
recibe de los otros el bien o el mal: “Tuve hambre y me disteis de comer” (Mt 25, 35), o bien: “Tuve hambre y no me
disteis de comer” (Mt 25, 42). Una “materia” fundamental del juicio son las obras de caridad con relación al hombre-
prójimo. Cristo se identifica precisamente con este prójimo: “Cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis
hermanos menores, a mí me lo hicisteis” (Mt 25, 40); “Cuando dejasteis de hacer eso..., conmigo dejasteis de
hacerlo” (Mt 25, 45).

Según este texto de Mateo, cada uno será juzgado sobre todo por el amor. Pero no hay duda de que los hombres
serán juzgados también por su fe: “A quien me confesare delante de los hombres, el Hijo del hombre le confesará
delante de los ángeles de Dios” (Lc 12, 8); “Quien se avergonzare de mí y de mis palabras, de él se avergonzará el
Hijo del hombre cuando venga en su gloria y en la del Padre” (Lc 9, 26; cf. también Mc 8, 38).

4. Así, pues, del Evangelio aprendemos esta verdad —que es una de las verdades fundamentales de fe—, es decir,
que Dios es juez de todos los hombres de modo definitivo y universal y que este poder lo ha entregado el Padre al
Hijo (cf. Jn 5, 22) en estrecha relación con su misión de salvación. Lo atestiguan de modo muy elocuente las palabras
que Jesús pronunció durante el coloquio nocturno con Nicodemo: “Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para que
juzgue al mundo, sino para que el mundo sea salvado por Él” (Jn 3, 17).

Si es verdad que Cristo, como nos resulta especialmente de los Sinópticos, es juez en el sentido escatológico, es
igualmente verdad que el poder divino de juzgar está conectado con la voluntad salvífica de Dios que se manifiesta
en la entera misión mesiánica de Cristo, como lo subraya especialmente Juan: “Yo he venido al mundo para un juicio,
para que los que no ven vean y los que ven se vuelvan ciegos” (Jn 9, 39). “Si alguno escucha mis palabras y no las
guarda, yo no le juzgo, porque no he venido a juzgar al mundo, sino a salvar al mundo” (Jn 12, 47).

5. Sin duda Cristo es y se presenta sobre todo como Salvador. No considera su misión juzgar a los hombres según
principios solamente humanos (cf. Jn 8, 15). Él es, ante todo, el que enseña el camino de la salvación y no el
acusador de los culpables. “No penséis que vaya yo a acusaros ante mi Padre; hay otro que os acusará, Moisés...,
pues de mí escribió él” (Jn 5, 45-46). ¿En qué consiste, pues, el juicio? Jesús responde: “El juicio consiste en que vino
la luz al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas” (Jn 3, 19).
6. Por tanto, hay que decir que ante esta Luz que es Dios revelado en Cristo, ante tal Verdad, en cierto sentido, las
mismas obras juzgan a cada uno. La voluntad de salvar al hombre por parte de Dios tiene su manifestación definitiva
en la palabra y en la obra de Cristo, en todo el Evangelio hasta el misterio pascual de la cruz y de la resurrección. Se
convierte, al mismo tiempo, en el fundamento más profundo, por así decir, en el criterio central del juicio sobre las
obras y conciencias humanas. Sobre todo en este sentido “el Padre... ha entregado al Hijo todo el poder de juzgar”
(Jn 5, 22), ofreciendo en Él a todo hombre la posibilidad de salvación.

7. Por desgracia, en este mismo sentido el hombre ha sido ya condenado, cuando rechaza la posibilidad que se le
ofrece: “el que cree en Él no es juzgado; el que no cree, ya está juzgado” (Jn 3, 18). No creer quiere decir
precisamente: rechazar la salvación ofrecida al hombre en Cristo (“no creyó en el nombre del Unigénito Hijo de
Dios”: ib.). Es la misma verdad a la que se alude en la profecía del anciano Simeón, que aparece en el Evangelio de
Lucas cuando anunciaba que Cristo “está para caída y levantamiento de muchos en Israel” (Lc 2, 34). Lo mismo se
puede decir de a alusión a la “piedra que reprobaron los edificadores” (cf. Lc 20, 17-18).

8. Pero es verdad de fe que “el Padre... ha entregado al Hijo todo el poder de juzgar” (Jn 5, 22). Ahora bien, si el
poder divino de juzgar pertenece a Cristo, es signo de que Él —el Hijo del hombre— es verdadero Dios, porque sólo a
Dios pertenece el juicio y puesto que este poder de juicio está profundamente unido a la voluntad de salvación,
como nos resulta del Evangelio, este poder es una nueva revelación del Dios de la Alianza, que viene a los hombres
como Emmanuel, para librarlos de la esclavitud del mal. Es la revelación cristiana del Dios que es Amor.

Queda así corregido ese modo demasiado humano de concebir el juicio de Dios, visto sólo como fría justicia, o
incluso como venganza. En realidad, dicha expresión, que tiene una clara derivación bíblica, aparece como el último
anillo del amor de Dios. Dios juzga porque ama y en vistas al amor. El juicio que el Padre confía a Cristo es según la
medida del amor del Padre y de nuestra libertad.

Fray Justo Pérez de Urbel

La catástrofe universal

Ya antes había dicho el Señor a los Apóstoles: "Es menester que primero se predique el Evangelio a todas las gentes".
Este anuncio tiene ya un sentido escatológico: alude al intervalo que habrá entre la ruina de Jerusalén y el fin de los
tiempos. Este es el tiempo de las naciones. Y viene a continuación la pintura de una catástrofe más terrible todavía,
ineludible, universal. Jesús les vio entrelazadas la una con la otra, porque hay entre ellas una relación evidente. No
obstante, sus expresiones indican suficientemente que entre una y otra existe una separación, una distancia
cronológica. Las primeras palabras: "En aquellos días", son una fórmula que se usa frecuentemente en el Antiguo y
en el Nuevo Testamento para introducir un nuevo argumento, sin indicar un tiempo determinado.

Se trata, pues, de un suceso distinto, que se desarrollará en una época imprecisa, mas no durante la generación
actual, como el primero. El Señor anuncia con toda claridad el momento en que será destruido el templo; pero
declara que el de la destrucción del mundo solo le conoce el Padre. Empieza describiendo las señales de su segunda
venida, de la parusía, como decían los primeros cristianos: "Serán aquéllos unos días de tal tribulación, cual no la
hubo desde el principio del mundo. Y si el Señor no los acortara, no se salvaría ninguna carne. Pero, por razones de
los escogidos, los abreviará." Tampoco ahora faltarán los falsos Cristos y falsos profetas, y harán señales y portentos
para seducir, si fuese posible, aun a los escogidos." Entonces no habrá fuga posible, porque el terror se extenderá
por toda la tierra: "El sol se oscurecerá, y la Luna no dará su claridad, y los astros caerán y se tambalearán las
potencias del cielo". Todo esto no es más que el preludio del gran acontecimiento: la parusía. "Entonces verán al Hijo
del hombre venir en las nubes con gran poderío y gloria; y entonces enviará a sus ángeles y juntará a sus escogidos
de los cuatro vientos, desde las extremidades de la tierra hasta los confines del cielo".

Aquí, como en otros sitios, Jesús habla la lengua de su tiempo. Su discurso tiene un carácter escatológico y
apocalíptico: y por eso encontramos en el rasgos evidentes de la tradición literaria de los judíos: ecos de apocalipsis
que corrían entonces por las escuelas rabínicas, frases de las profecías de Ezequiel e Isaías, expresiones semejantes a
otras de Daniel. "Quedarán atemorizados—había dicho este ultimo—; bajarán el rostro, y el dolor los invadirá
cuando vean a este Hijo del hombre sentado sobre el trono de si gloria". Pero las predicciones antiguas están aquí
confirmadas, transformadas y concretadas: el Hijo del hombre es ahora el propio Jesús, y los que se reunirán en
torno a El no serán solamente las tribus de Israel, sino los elegidos de todos los puntos cardinales de la tierra. No
quiere precisar nada acerca del tiempo en que habrán de suceder todas estas cosas, "porque aquel día y aquella
hora nadie los sabe, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, sino solo el Padre"; pero da las señales precursoras, y añade:
"Aprended de la higuera: cuando sus ramas se ponen tiernas y brotan las hojas, conocéis que está cerca el verano.
Así también vosotros: cuando veáis que llega todo esto, sabed que el día se encuentra cercano y a las puertas. El
cielo y la tierra pasarán; pero no mis palabras".

Es preciso observar otra cosa para mejor penetrar el sentido de esta página tan oscura del Evangelio, y es que la
colocación de los dos sucesos en un mismo fondo, violenta para nosotros muy a propósito para crear equívocos, era
natural cuando escribían los evangelistas, cuando no se sabía nada sobre el tiempo de la parusía y era todavía
impreciso el de la gran tribulación. No resultaba fácil saber si entre una y otra existía alguna relación, si la tribulación
no iba a ser la preparación de la parusía. Muchos cristianos lo creyeron así, y si es verdad que las palabras de Cristo
no justifican esta opinión, tampoco la excluyen con claridad. De todo esto nadie supo nada antes del trágico año 70.
Hoy, en cambio, conocemos perfectamente la gran tribulación, y tenemos la experiencia histórica de veinte siglos,
que viene a poner en este discurso famoso una claridad que no existía Para los primeros cristianos.

(Fray Justo Pérez de Urbel, Vida de Cristo, Ed. Rialp, Madrid, 1987, pg. 546-548)

Fillion

Aquí volvemos a hallar las imágenes, grandiosas y terribles a la vez, con que los antiguos profetas pintaron cuadros
semejantes a éste. El Salvador nos hace asistir a trastornos espantosos, que, como dijo San Pedro, siguiendo a su
Maestro, transformarán y renovarán nuestro mundo físico. La descripción de la majestuosa llegada del Hijo del
hombre, rodeado de ángeles que formarán su corte, con ser brevísima, es admirable.

Desde los primeros siglos han indagado los intérpretes qué se ha de entender por "la señal del Hijo del hombre",
cuya aparición precederá a la del mismo Mesías. Según varios Padres, será la cruz del Redentor, símbolo de nuestra
salvación; y aunque esta opinión no conste ser enteramente cierta, ningún reparo serio puede oponérsele. Jesús
describe también con estilo vigoroso el pesar que a la vista de esta serial del Hijo del hombre sentirán las gentes
congregadas para el juicio universal: se golpearán el pecho, deplorando, unos su incredulidad, otros el indigno trato
que dieron al Salvador. Ya Daniel, en un texto célebre, había representado al Mesías en figura del Hijo del hombre
que asciende sobre las nubes hasta el trono de Dios y recibe de Él "dominación, gloría y reinado" sobre todas las
naciones. Nuestro Señor alude a las claras a este pasaje, con lo que evidentemente afirma que El mismo era el Cristo
anunciado por los profetas.

El cuadro que sigue es de gran belleza. El Salvador, usando de todo su poder, enviará a sus ángeles por toda la tierra,
para que reúnan delante de Él a todos los hombres que han de ser juzgados. San Pablo completará esta descripción e
insistirá sobre la realidad de la trompeta, a cuyo penetrante sonido los muertos saldrán de sus sepulcros y acudirán
al tribunal del Soberano Juez.
Jesús, descendiendo de estas alturas sublimes, puso de relieve, con una breve parábola llena de frescura, la
infalibilidad de sus predicciones.

"Aprended de la higuera una comparación: cuando sus ramas están ya tiernas y las hojas han brotado, sabéis que el
estío está cerca; pues del mismo modo, cuando vosotros viereis todo esto, sabed que el Hijo del hombre está cerca,
a las puertas. En verdad os digo que no pasará esta generación sin que sucedan todas estas cosas. Pasarán el cielo y
la tierra; mas mis palabras no pasarán"

Por tercera vez recurre Nuestro Señor a la comparación de la higuera para dar una lección a sus discípulos, pues
como quiera que este árbol era muy común en Palestina, cualquier figura que se tomase de su cultivo o de su vida
era fácilmente entendida. Comenzaba a la sazón la primavera, y la savia subía por las ramas y las hacía tiernas y
flexibles; las yemas se hinchaban, se abrían, y las hojas empezaban a aparecer. Cuando éstas se han desarrollado por
entero, está próximo el verano. Así también cuando se vea que se cumplen las diversas señales que el Salvador ha
anunciado en la primera parte de su discurso, se sabrá que los acontecimientos de que estos signos son precursores
se cumplirán sin tardanza. Jesús lo afirma con seguridad asombrosa. De ordinario, nada hay tan frágil ni fugaz como
una palabra; las de Cristo sobrepujan en solidez a los elementos más estables y robustos.

En la segunda parte del discurso escatológico Nuestro Señor saca de sus anteriores enseñanzas exhortaciones
prácticas, que habían de ser para sus apóstoles y para su Iglesia de grandísima utilidad. Son la respuesta a la
pregunta que le habían hecho al principio: "Dinos cuándo sucederán estas cosas", mas no para determinar fechas
precisas y ciertas, sino al contrario, para insistir sobre la incertidumbre del instante de su cumplimiento. De ahí esa
continua vigilancia que ahincadamente recomienda. Las dichas exhortaciones se resumen en las palabras tantas
veces repetidas: "¡Velad y estad preparados!"

La solemne aserción con que principian, según el texto de San Marcos, es para extrañar a primera vista:
"Mas en cuanto a aquel día y aquella hora, nadie los conoce: ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre"

La ciencia de los ángeles, aunque muy superior a la de los hombres, es limitada, particularmente en lo que toca a los
misterios de la redención. En cuanto al Hijo del hombre, según lo que ya dijimos, cosa evidente es que no puede
admitirse ignorancia sobre un hecho en que Él ha de desempeñar el oficio principal, porque esto sería inconciliable
con su divinidad. De estas palabras hacían argumento los arrianos y agnoetas para negar la divinidad de Nuestro
Señor; pero ya los Padres y después los teólogos, con distinciones tan claras como sólidas, expusieron la verdadera
significación de estas palabras. Solo en apariencia son restrictivas. Así lo conceden muchos de los mismos
neocríticos, de acuerdo con nosotros esta vez. Prueba de que Jesús sabía el día y la hora del fin del mundo sería, si
otras nos faltasen, la descripción misma, tan precisa y concreta, que acaba de hacer. No solo como Dios, sino aun
como hombre, conocía hasta los mínimos pormenores del plan divino.

Con todo, aun a sus más íntimos amigos no les comunicaba de este plan sino lo que su Padre le había dado la misión
de revelar; ahora bien, esta misión no se extendía a revelar el punto indicado. Poco antes de su ascensión, a una
pregunta muy semejante de los apóstoles, dará esta significativa respuesta: "No toca a vosotros conocer los tiempos
ni las razones que el Padre ha determinado de su poder". Las últimas palabras declaran bien, de parte del Padre y
con respecto al Hijo, la restricción de que hemos hablado.

San Mateo es el único que trae en este lugar ciertas correlaciones señaladas por Nuestro Señor entre el diluvio y su
segundo advenimiento, para dar a entender lo inesperado y lo repentino del último juicio y la necesidad de estar
apercibidos.

(L. Cl. Fillion, Vida de Nuestro Señor Jesucristo, tomo II, Ed. Poblet, Buenos Aires, 1950, pg. 476-478)
Remigio Vilariño Ugarte

Oh! y ¡qué preciosa esperanza ésta para aquellos que poco antes sólo habían recibido presagios de ser perseguidos y
encarcelados y muertos! día llegará en que levanten animosos y triunfantes sus frentes, que será el de la segunda
venida de su Señor. Tras esta venida viene, sin duda, el reino, la dicha, la abundancia. Y así proseguía el Señor:

«Tomad comparación de la higuera. Cuando ya su rama está tierna y han nacido las hojas, sabéis que el verano se
acerca. Así también vosotros, cuando veáis todas estas cosas, sabed que está cerca, que está a las puertas el Reino
de Dios».

Mas los discípulos deseaban saber cuándo precisamente habían de pasar todas estas cosas.
Les dice el Señor:
«En verdad os digo, que no pasará esta generación hasta que todo esto suceda».

¿De qué generación hablaba? Es verdad que la generación entonces presente no pasó antes de la ruina de Jerusalén.
Pero quizás más que de aquella generación hablaba de la raza judía, que no se extinguirá antes del día extremo del
mundo; o de la Iglesia Cristiana, que sería perpetua. Y como esto parecía increíble, se confirma en ello Jesús de un
modo solemne, afirmando que así sucederá porque el lo afirma. Aunque otros entienden este paso de este otro
modo. De dos venidas y dos fines les había hablado, del fin de Jerusalén, y del fin del mundo. Y les dice: Este fin de
Jerusalén sucederá antes que pase esta generación.—Porque podrá pasar el cielo y la tierra: pero mis palabras no
pasarán.—Ahora aquel día y hora, los del fin del mundo, esos nadie los sabe sino el Padre, ni yo.

«El cielo, dice, y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán».


Sin embargo, nada dice ni quiere decir acerca del día preciso y hora de aquella venida. Sino que está tan escondido
que nadie lo sabe, ni siquiera el mismo Jesucristo lo sabe como legado divino; es decir, aunque para sí lo sabe y
conoce, como sabe y conoce todas las cosas con ciencia infusa, pero no lo sabe para enseñar a los hombres, no está
entre las doctrinas que su Padre le ha encomendado predicar y revelar a los mortales. Por eso y para guitar a sus
discípulos toda demasiada curiosidad, añade:

«Empero acerca de aquel día y hora nadie sabe nada, ni aun los ángeles del cielo, ni el Hijo, sino el Padre solo».
Al contrario, ni lo sabrán próximamente, sino cuando se presente, que será de súbito y cuando menos los hombres
piensen. De lo cual les advierte para que siempre vivan despiertos y cuidadosos y preparados, y en esto insiste más,
coma en lo que más nos importa. Decía así: como en los días de Noé, así será la venida del Hijo del hombre. Porque
así como en los días antes del diluvio estaban los hombres comiendo y bebiendo y tomando maridos y mujeres hasta
el mismo día en que entró Noé en el arca, y no conocieron el diluvio hasta que vino y se llevó a todos, así será la
venida del Hijo del hombre".

Y tan repentina será la venida, que no tendrán muchos tiempo de prepararse y justificarse de sus pecados, sino
sorprendidos.
«Entonces, dice, estarán dos en el campo, uno será tomado y otro dejado; estarán dos moliendo en un molino, una
será tomada y otra dejada.
»Atended, pues, velad y orad, porque no sabéis cuándo será el tiempo, ni a qué hora va a venir vuestro Señor. Mirad
por vosotros; que no estén cargados vuestros corazones de glotonería ni embriaguez, ni de los cuidados de esta villa,
y se os eche encima de repente aquel día.
»Porque vendrá como un lazo sobre todos los que habitan la superficie de la tierra. Y como el hombre que,
partiéndose lejos dejó su casa, dio órdenes a sus criados para sus quehaceres y mandó al portero vigilar. Velad, pues,
porque no sabéis cuándo va a venir el Señor de casa, si a la tarde o a media noche o al canto del gallo o a la
madrugada: no sea que al venir os halle durmiendo.
»Y lo que os digo a vosotros, se lo digo a todos: velad, pues, orando en todo tiempo, para que seáis tenidos por
dignos de evitar todo eso que va a venir, y de presentaros delante del Hijo del hombre".

Este era el punto en que por servos más provechoso, insistía Cristo nuestro Señor, más que en ninguno otro de los
que deseaban sus cuatro curiosos discípulos.

(Remigio Vilariño Ugarte, Vida de Nuestro Señor Jesucristo¸ Ed. El mensajero del Corazón de Jesús, Bilbao, 1929, pg.
562-564)
Ejemplos Predicables

EL RECUERDO DEL JUICIO NOS MUEVE A PENITENCIA

Una pintura del Juicio

El siguiente ejemplo pone de manifiesto el gran poder que tiene la memoria del Juicio final para conmover a los más
endurecidos pecadores. Un rey pagano de Bulgaria, llamado Bogoris, estaba muy aficionado a la caza y hallaba tanto
gusto en los peligros propios de este ejercicio, que perseguía las bestias salvajes y se complacía particularmente en
las escenas más terribles. Encontróse una vez con un monje llamado Metodio, que era a la vez excelente pintor; y
rogóle que le pintara un cuadro muy vistoso cuyo asunto llenara de espanto a todos los que lo contemplasen. El
monje escogió para asunto del cuadro el Juicio universal. Pintó en el centro de el a Cristo sentado en un trono, y en
torno suyo hermosas figuras de ángeles. A su derecha se veía una interminable hilera de hombres glorificados que
despedían una admirable luz en sus rostros: eran los justos. A su izquierda estaba, en cambio, un montón de
hombres de cuerpo monstruoso, llenos de terror y angustia: eran los pecadores. En la parte inferior del cuadro
abríase un abismo lleno de horrendas figuras de demonios que tenían en sus manos instrumentos de los más crueles
suplicios, y del fondo del abismo se levantaban altas, amenazadoras y obscuras llamas. Apenas vio el rey este cuadro,
lo encontró muy de su gusto, confesando que nunca había visto cosa tan bella y al mismo tiempo tan espantosa. Y
preguntó en seguida qué representaba. Metodio aprovechó la ocasión para explicarle la doctrina cristiana y
especialmente la del Juicio universal, siendo el resultado de todo ello, que el rey se hizo bautizar y en toda su villa
posterior no puso mano en ningún asunto importante sin antes renovar en su memoria el recuerdo del Juicio.

San Jerónimo y la trompeta del Juicio

El Doctor y Padre de la Iglesia San Jerónimo, pensaba muy a menudo en el día del Juicio, acerca del cual hizo una vez
la siguiente manifestación: "Doquiera que vaya o esté, me parece que estoy ya oyendo el toque de la trompeta y la
voz que me llama: ¡Jerónimo, ven a juicio!» Por esto se suele pintar a este santo con la trompeta del Juicio en la
mano. El recuerdo continuo del Juicio final hizo que San Jerónimo llevara una vida de gran penitencia. Entre otras
cosas, estuvo durante 25 altos haciendo vida eremítica en la cueva de Belén, en la cual vino al mundo el Niño Jesús.

EL DÍA DEL JUICIO FINAL NOS ES DESCONOCIDO

Los adventistas

La secta de los adventistas espera la próxima venida (Adviento) de Jesucristo para juzgar al mundo. Su fundador fue
un norteamericano llamado Guillermo Miller (+ 1849), el cual comenzó de pronto en el año 1831 a anunciar por las
calles de Nueva York y Boston la próxima venida de Cristo y el inminente fin del mundo. Fundábase en un capítulo
del profeta Daniel (VIII, 14), en el cual se habla de 2300 días, que según su opinión, debían entenderse por años,
calculando así que el mundo debía acabarse el año 1843. Llegó este año sin que se acabara el mundo y entonces
declaró Miller que había sufrido un error de cálculo, profetizando de nuevo que el fin del mundo tendría lugar el 23
de octubre de 1847. Sus secuaces vendieron a bajo precio todas sus posesiones y edificaron en Boston un grandioso
templo, que después fue convertido en teatro, en donde se reunieron el día 23 de octubre de 1847 vestidos de
blanco, esperando el toque de la trompeta anunciadora del fin del mundo y su propia elevación a los cielos. En otros
sitios, los adventistas subieron aquel día a las montañas o colinas, para esperar en ellas su elevación al Empíreo. Pero
tampoco esta vez tuvo lugar la venida de Cristo, a pesar de lo cual, persistieron ellos en su fanatismo, diciendo que
debían esperar una nueva revelación. Andando el tiempo, los adventistas han adoptado diversas doctrinas, tomadas
unas de los judíos, otras de la Religión Cristiana y otras de su propia inventiva. He aquí las principales de ellas: 1°
Toda la perdición del mundo proviene de la celebración de la fiesta del domingo, por lo cual ellos santifican el
sábado, absteniéndose aquel día de todo trabajo. No tienen tampoco ningún otro día festivo. 2° Siendo el Papa el
que ha introducido la santificación del domingo, él es el principal causante de toda la perdición del mundo; por esto
le llaman el Anticristo. 3° Jesucristo no es Dios, pero a causa de su obediencia, ha merecido ser el celestial Soberano
de los hombres. 4º En la muerte, el alma deja de existir, pero el día del Juicio despertará nuevamente a la vida junto
con el cuerpo. 5º No existe infierno alguno para los malos, pues en la hora de la muerte sufren la aniquilación, por la
que dejan de existir. 6° Aunque los adventistas no admiten ningún Sacramento, bautizan a los adultos y celebran con
carácter obligatorio la cena sagrada con el lavatorio de los pies. 7º Muchos de ellos son vegetarianos, y se alimentan
solo de pan, frutas y cacao, siendo además partidarios del movimiento de reforma sanitaria. Tienen la convicción de
que con ello se preparan mejor para la venida de Cristo. Los países en que más se ha propagado esta secta son
Norte-América e Inglaterra. Su número es de unos 100,000, y cuentan con 800 predicadores. Durante la guerra
mundial, enviaron predicadores ambulantes a Suiza y al Austria, donde se dirigían principalmente a los sencillos
labriegos, a los cuales empezaban por predicarles la reforma sanitaria, procediendo luego a repartir entre ellos las
revistas de su secta, por ejemplo, «El Vigía de Sión», «Señales del tiempo», etc., a fin de atraerlos a sus errores. Los
Adventistas andan equivocados cuando creen que Dios les ha de revelar el día del Juicio final, pues Cristo ha
declarado expresamente que «aquel día y aquella hora, nadie los conoce, ni siquiera los ángeles del cielo, sino tan
solo el Padre». (Mat XXIV, 36). Yerran igualmente cuando opinan que el día del Juicio está por llegar, pues las señales
que según las predicciones de Cristo y de los profetas deben precederle, por ejemplo el retorno de Elías, la
conversión de los judíos, la aparición del Anticristo, la propagación del Evangelio por toda la tierra, el
obscurecimiento del sol, etc., no se han verificado todavía. A ellos pueden ser referidas aquellas palabras de San
Pablo: «Tiempo vendrá en que no sufrirán la sana doctrina... y apartarán los oídos de la verdad y los aplicarán a las
fábulas». (II Tim., IV, 3.) Pueden también aplicárseles aquellas palabras del apóstol San Juan: «Probad los espíritus, si
son de Dios, pues muchos falsos profetas se han introducido en el mundo.»

(Dr. Francisco Spirago, Catecismo en ejemplos, tomo I, Ed. Políglota, Barcelona, 1941, pg. 345-347)

You might also like