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Dios, el hombre y el terremoto

Pbro. Nelson Chávez Díaz.


Departamento Formación
Diócesis de Talca.

1.- A manera de Introducción.

Recuerdo un poema de César Vallejo, “Los heraldos negros” que recoge


aquellas experiencias de dolor inconmensurables a las que estamos expuestos:

Hay golpes en la vida tan fuertes.. ¡Yo no sé!


Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,
La resaca de todo lo sufrido
Se empozara en el alma… ¡Yo no sé!

Son pocos, pero son… Abren zanjas oscuras


En el rostro más fiero y en el lomo más fuerte.
Serán tal vez los potros de bárbaros atilas;
O los heraldos negros que nos manda la Muerte.

Son las hondas caídas de los Cristos del alma,


De alguna fe adorable que el Destino blasfema.
Estos golpes sangrientos son las crepitaciones
De algún pan que en la puerta del horno se nos quema.

Y el hombre… Pobre.. ¡Pobre! Vuelve los ojos, como


Cuando por sobre el hombro nos llama una palmada;
Vuelve los ojos locos, y todo lo vivido
Se empoza, como charco de culpa, en la mirada.

Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé!

Y quise partir citando este poema porque el terremoto que nos ha asolado
no sólo nos ha revelado aquellas visiones –por cierto desfiguradas y
caricaturescas-, de un Dios que castiga o de un una divinidad que “permite” el
sufrimiento para un bien mayor, sino porque la pregunta por el “sentido” que tiene
el sufrimiento o, al menos, de aquel que se le pueda dar, cobra hoy mayor
relevancia. Y esto no quiere decir que la pregunta por el sentido del sufrimiento no
se plantee permanentemente o que ésta se haga más pertinente en algunos

1
momentos; ella está siempre ahí, latente, y se hace evidente con más fuerza cada
vez que la humanidad se ve expuesta a situaciones límite y en donde la vida,
sobre todo, se ve amenazada. Por eso me parece muy atinente que, junto con
buscar, desde las Sagradas Escrituras, el sentido de los acontecimientos y qué es
lo que nos quiere decir Dios en toda esta realidad, podamos hacer también una
reflexión acerca del “sentido” del sufrimiento desde una visión cristiana, pues
como Iglesia estamos llamados, precisamente, a ofrecer ese “sentido” a todos los
hombres y ese “sentido” sólo puede darlo y encontrarse en Jesucristo.

2.- La pregunta por el sentido de la vida.

Cuando hablamos de “sentido” de la vida, de las cosas, de buscar el sentido


de la realidad en que vivimos, ¿a qué nos estamos refiriendo precisamente? ¿Qué
engloba todo eso que llamamos “sentido”? Ciertamente hace referencia a una
necesidad imperiosa que existe en todo ser humano y también a una búsqueda
permanente de “algo más” que nos indique que existe un motivo más de fondo
para vivir, algo más trascendente que supera incluso nuestra propia existencia
personal y que de alguna manera nos hace sentir que todo lo que proyectamos y
emprendemos significará un aporte para el crecimiento de la humanidad. El
sentido dice relación, entonces, con ese ámbito de comprensibilidad de la realidad
por parte del sujeto y de aquello que nos acontece al cual le damos una
determinada significación. Con esto afirmamos, entonces, que sólo el hombre es
capaz de darle sentido a la realidad en la medida en que esa misma realidad
significa algo para él o le ayude a su crecimiento y lo haga trascender más allá de
sí mismo. El hombre está llamado a buscar el sentido no sólo de su existencia sino
de toda la realidad. Las cosas que nos pasan, aún aquello que padecemos, tendrá
sentido en la medida en que sepamos asignarle un significado que nos permita
hacer una experiencia de crecimiento y que nos pueda conectar y proyectar con
algo que va más allá de nosotros mismos. Víctor Frankl afirmará que el sentido de
la vida se podrá entender en la medida en que “cualquier situación plantea y
reclama del hombre un reto o una respuesta a la que sólo él está en condiciones
de responder” 1. Por eso es que la experiencia del terremoto que todos hemos
vivido y del cual todos hemos resultado damnificados, más allá de la triste marca
de destrucción y de muerte que ha dejado, puede ser también asumida como una
oportunidad, un reto, un desafío que la vida nos presenta, para poder responder,
en forma creativa y eficaz, y no sólo quedándonos en el lamento y en la tristeza.
Como bien lo ha dicho el Papa Benedicto XVI en Spe Salvi: “Lo que cura al
hombre no es esquivar el sufrimiento y huir ante el dolor, sino la capacidad de
aceptar la tribulación, madurar en ella y encontrar en ella un sentido mediante la
unión con Cristo” 2.

1
El hombre en busca de sentido, V. Frankl, Herder, Barcelona, 1979, p. 131.
2
N° 37.

2
3.- Las preguntas por el sentido del sufrimiento.

Es evidente que el sufrimiento en todas sus formas, sea éste físico o moral,
siempre suscita preguntas, interrogantes, interpelaciones hacia la persona misma
que lo padece (¿por qué a mí?) cuestionamientos a la propia vida cuando se hace
la experiencia del absurdo (¿para qué vivir) o finalmente, al rol que le cabe a Dios
en cuanto Creador y dador de esa vida (¿Por qué Dios “permite” este sufrimiento?
¿dónde está Dios?. ¿es posible creer todavía en un Dios lleno de misericordia
cuando existe el sufrimiento?). Demasiadas veces se escuchan aquellas típicas
frasecitas cliché, rayanas en lo cursi, que apelan a la fuerza de flaqueza que hay
que sacar de situaciones de dolor; así se habla de “lo que no te mata te hace más
fuerte”; o aquellas otras que tratan de buscar un “sentido ulterior”, “misterioso” a
aquellos acontecimientos trágicos que nos golpean cuyo esclarecimiento definitivo
será en el más allá. Sea como sea, y más allá de que el origen del sufrimiento
humano se derive de nuestra radical finitud o de la “gran cantidad de culpas
acumuladas a lo largo de la historia” 3, lo cierto es que nunca es tarea fácil buscar
y encontrarle sentido al sufrimiento. Es más, la experiencia de la vida muchas
veces nos enseña que para algunas personas la experiencia del sufrimiento no es
una oportunidad para buscarle un sentido y así salir adelante, sino que el sufrir se
torna una vivencia destructiva, aniquilante, y que termina finalmente con la vida.
Como dice León Tolstoi dramáticamente: Sentí que los fundamentos sobre los
cuales me sostenía se tambaleaban, que ya no tenía nada que me sirviera de
apoyo, que todo aquello para lo cual había vivido no significaba nada y que no
tenía una razón para vivir… la verdad era que la vida no tenía ningún sentido.
Cada día, cada paso me llevaba más cerca del precipicio donde no veía sino la
ruina”. Los golpes fuertes de la vida vienen a poner en crisis todo lo que antes
considerábamos estable y sólido; por eso la pérdida de la casa, del ser querido,
del negocio que sostenía la familia y financiaba los estudios de los hijos, devienen
en experiencias existenciales muy fuertes, ya que se viven como un morir a un
modo de ser, de vivir; es la pérdida de las relaciones, del habitat en donde se
creció, se hicieron amistades, se establecieron relaciones. La experiencia del
sufrimiento y el sentido que le demos pasa necesariamente por considerar cuán
importante es para las personas no sólo la pérdida de los seres queridos sino
también la pérdida de los objetos materiales, tales como la casa. La pérdida del
objeto amado –la casa- lugar, ámbito, donde se creció, se vivió la vida junto a la
familia plantea también un desafío a nuestra Iglesia como comunidad de
creyentes. Se trata, en el fondo, de no minusvalorar los objetos materiales
poniéndolos en relación directa con el valor de la vida humana que siempre será
más importante; en este sentido como Iglesia también debemos aquilatar el
significado simbólico, afectivo y espiritual de los objetos materiales que hemos
perdido producto del terremoto, trátese de la casa para una familia o de un templo
para la comunidad. La pregunta por el sentido del sufrimiento, entonces, tiene que
asumir primeramente el significado de la pérdida y valorarla en su real sentido
para poder hacer después el necesario proceso del duelo.

3
Benedicto XVI, Spe Salvi, N° 36

3
4.- Dar sentido al sufrimiento desde el Evangelio.

Jesús no hizo una reflexión teórica del por qué del sufrimiento humano;
tampoco elaboró una teodicea del sufrimiento. Su respuesta al sufrimiento o más
bien su forma de encararlo es lo que nos puede a nosotros ayudar a darle un
sentido, pues él mismo vivió el sufrimiento en carne propia y su experiencia,
ciertamente, nos puede ser de gran utilidad a la hora de enfrentar situaciones de
dolor y desgarramiento interior.

Para Lucas, el evangelista, la Pasión del Señor, es un camino que lo


conducirá, finalmente de la Cruz a la Resurrección. En el Libro de los Hechos de
los Apóstoles (14,22) Pablo dirá que “es necesario que pasemos por muchas
pruebas para entrar en el reino de Dios”, palabras que no sólo son de fortaleza y
aliento ante las pruebas y dificultades de la vida, sino una verdadera clave
hermenéutica desde la cual puede leerse la experiencia del sufrimiento. En efecto,
para Lucas, el hecho de que el sufrimiento sea un paso para entrar en el Reino
significa que esta experiencia humana puede ser una oportunidad para abrirse a
Dios, particularmente en los momentos en que experimentamos la desolación y el
sin sentido. Desde luego, esta lectura requiere una apertura nueva hacia Dios
pues Él se nos revela de una forma sorprendente, como un Dios incomprensible e
inalcanzable y nos hace ver la experiencia del sufrimiento como un misterio
incomprensible. Se trata, en el fondo, de dejar a un lado aquellas imágenes, a
veces caricaturescas de Dios, que nos hacemos y que termina, finalmente, por
hacernos creer y relacionarnos con un Dios hecho a nuestra medida y según
nuestra necesidad y no haciéndonos nosotros a su imagen y semejanza.

En este sentido, particularmente novedosa y esperanzadora será la lectura


del evangelio de San Lucas en el capítulo 24, cuando Jesús resucitado acompaña
a unos atribulados discípulos en el camino a Emaús. Pudiésemos decir que estos
discípulos van camino de la vida llorando su pérdida; para ellos Jesús había
representado toda su esperanza, en Él habían puesto toda su confianza (Lc.
24,21) y sin embargo, ahora experimentan el sin sentido, el desengaño, la
desolación y el derrumbe de todo (¿podríamos afirmar que estos discípulos
estaban viviendo un verdadero “terremoto” existencial?) Pero en medio de este
dolor inaudito surge un caminante por la vera del camino. Ese caminante es Jesús
resucitado. Y su primer gesto es preguntar por las razones de su tristeza. Jesús,
empáticamente, se interesa por lo que les pasa en el corazón (Lc. 24,17) y hace
sintonía con sus sentimientos; Jesús acompaña esa pérdida desde el desahogo
del corazón para ayudarlos a abrirse ante la crisis de la pérdida por un camino
nuevo de referencia, de crecimiento y de superación personal. Jesús les ayuda a
no quedarse en el lamento o en la queja y los invita más bien a asumir la realidad
para poder transformarla o que se transformen ante ella. Jesús, en sus palabras,
no esquiva la experiencia del sufrimiento, más bien la asume como parte de la
vida y también como parte de su vida. Y desde el misterio de la cruz Jesús
comienza a iluminar la vida de los discípulos, haciendo del sufrimiento una

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experiencia de salvación, no sin antes acompañar el duelo y la pérdida (Lc. 24, 25-
27). La experiencia posterior de estos discípulos nos dice que, una vez llegados al
pueblo, lo reconocen al partir el pan. Inmediatamente se ponen en camino para
comunicar a la comunidad su encuentro con el Señor. Es que la vivencia del
miedo no sólo paraliza sino que aisla; por eso estos discípulos iban solos por el
camino (Lc. 24,13), y luego de retornar a Jerusalén (Lc.24,33) se unen a la
comunidad de los Once. La Comunidad, sea esta la Parroquia o el pequeño grupo
pastoral debe estar disponible para acoger a esos hermanos y no dejarlos solos o
abandonarlos; lo que la gente en situación de tragedia provocada por el terremoto
o el tsunami espera y necesita de nosotros es que nos movilicemos y
despleguemos signos concretos de caridad eficaz que les hagan sentir nuestra
cercanía y calidez. En una palabra, que se sientan acogidos por la Comunidad. Y
no sólo será importante el colocarlos en la oración personal y comunitaria sino
sobre todo, mostrar con hechos que como Iglesia estamos con el sufrimiento de
las personas y también sufrimos con ellas y por ellas. El sufrimiento nos debe
colocar en una actitud de dinamismo de tal manera que nos permita realizar del
mismo sufrimiento una experiencia para hacer el bien. Como Iglesia estamos
llamados a hacer del sufrimiento un instrumento de bien y así poder generar una
corriente de solidaridad y un ambiente de acogida del otro como prójimo.

5.- La santa materia.

Teilhard de Chardin ha descrito, en una página maravillosa, la importancia


de la materia en la vida del hombre y cómo ella ha sido reivindicada, salvada y
consagrada por el Señor. Afirma: “La Materia, por una parte, es la carga, la
cadena, el dolor, el pecado, la amenaza de nuestras vidas. Es lo que lastra, lo que
sufre, lo que hiere, lo que tienta, lo que envejece. Por la Materia somos
paralizados, vulnerables, culpables. ¿Quién me liberará de este cuerpo de
muerte?

Pero la Materia, al mismo tiempo, es la alegría física, el contacto exultante,


el esfuerzo virilizador, la felicidad de crecer. Es lo que atrae, lo que renueva, lo
que une, lo que florece. Por la materia nos hemos alimentado, elevado, ligado al
resto del mundo, hemos sido invadidos por la vida”. 4

Pienso en tantos hombres y mujeres, que por estos días, han vivido la
pérdida de sus casas y enseres, de sus cosas materiales. Es cierto que, como
dice la gente, las cosas materiales se recuperan, pero, aún así, no debemos
despreciarlas. Pienso en esas casas de adobe derruidas y convertidas en
escombros; el trabajo, el esfuerzo, el sudor de muchos años. Contemplo esas
montañas de barro y paja amasados y acumulados por las calles y avenidas de
nuestra región del Maule. Para nosotros nuestras casas no son simplemente
estructuras arquitectónicas. En nuestras casas, en los muros está impregnada la
vida y la historia de una familia; sus lágrimas de tristeza y de alegría. Allí, como

4
El Medio Divino, Taurus, Madrid, 1967, p. 108.

5
esas pinturas rupestres, están grabados los silencios y los gritos de momentos
felices y las situaciones duras y difíciles de nuestra gente. Siento que nuestras
casas, como un gran sacramento natural nos hablan, nos evocan la vida que ha
sido, el crecimiento de los hijos, la enfermedad de la abuela, el aniversario de
nuestros padres. En estos días, las casas y los templos nos han comenzado a
hablar y hemos escuchados sus voces. La casa es amor narrado en lágrimas y en
perdones, en vida anodina y rutinaria pero vivida en familia; el templo es
celebración del encuentro del hombre con Dios, evocación de ese deseo ardiente
del corazón humano de querer trascender, del encuentro de la criatura con su
Creador. Boff, recordando aquella escena en que Dostoyewski se despide de la
cárcel que lo alojó cuenta: “Al abandonar la Casa de los Muertos contempla los
hierros que encadenaban sus piernas; sus deshechos a martillazos; contempla los
fragmentos por tierra, fragmentos que el dan el gusto de la libertad. Antes de salir,
visita y se despide de las empalizadas, de las casamatas inmundas. Habían
llegado a ser familiares y fraternas; allí había dejado parte de su vida y ahora
formaban ya parte de su vida. Se sentía implicado en todo aquello, porque las
cosas ya no eran cosas; eran sacramentos que evocaban el sufrimiento, las largas
vigilias, el ansia de libertad” 5.

Al contemplar hoy día los dañados templos de nuestras Iglesia diocesana


no se puede dejar de pensar en que cada uno de ellos está invadido por la
memoria; por eso mucha gente valora ese espacio sagrado, ese ámbito especial
porque allí transcurrieron los momentos más importantes de sus vidas: ¡Padre,
aquí se casaron mis padres, aquí me casé yo y aquí bautizé a mis hijos! Los
templos, nuestros templos, junto con ser patrimonio histórico, es decir, aquello
que tiene un valor colectivo, se convierten en patrimonio espiritual, nos conectan
con nuestras raíces, nos ligan con nuestra identidad, nos hacen pertenecer a un
pasado, a un presente y un futuro común. Porque nuestros templos poseen
relato, historias vividas, por eso es que debiera pensarse con serenidad la
posible demolición de ellos teniendo en cuenta de que en ellos se encuentra
depositado parte de la memoria y de la historia de nuestro pueblo; no se trata tan
sólo de nostalgia, sino sobre todo, de identidad y de historia común, de memoria y
de racionalidad.

6.- A manera de conclusiones: algunos desafíos pendientes.

1.- Como Iglesia y como cristianos nos hace falta emprender mayores iniciativas
de acompañamiento personal. La sociedad organizada, afortunadamente, ha
respondido con un servicio de contención por parte de profesionales y
especialistas, labor necesaria e insustituible, sobre todo en el ámbito de las
experiencias de pérdidas y duelos, las que han sido tan dramáticas para algunos.
Llama la atención que, pasados los días de la emergencia, en aquellas

5
Los sacramentos de la vida, 1,4.

6
comunidades que no sufrieron grandes destrozos por el terremoto, pareciera que
la única preocupación, sea el inicio de la catequesis para la primera comunión y la
pastoral de la confirmación, Resulta de una necesidad imperiosa, más todavía, es
un imperativo de carácter pastoral, el que nos preocupemos de formar personas,
con cualidades centradas en el acompañamiento de personas, que realicen un
servicio de escucha y de orientación en lo espiritual. Formar personas en ese
particular ámbito, allí donde confluyen la psicología y la fe para hacer presente la
diaconía de la caridad, especialmente en esas tristes situaciones en que, por
diversos factores, existe un duelo no resuelto. Como Iglesia podemos hacer un
aporte significativo, tal vez sea creando centros de escucha o desde la liturgia
conmemorando la pérdida de los seres queridos de la comunidad.

2.- El hombre es un ser fundamentalmente ritual y simbólico. Aunque a diario


convive con objetos, con la realidad de lo material, sin embargo, hay algunos de
ellos que se hacen habituales y familiares; esos objetos dejan de ser tales y se
convierten en símbolo de otra realidad humana más profunda, de tal manera que,
por ejemplo, la casa deja de ser casa y se convierte en el hogar. La casa se carga
de sentido y de espesura simbólica y cuando ésta se pierde, entonces sentirnos
que algo de lo nuestro también se pierde. Y necesitamos, entonces, despedirnos
de ellos, ritualizar también esta experiencia. El trauma social que ha provocado y
dejado el terremoto recién pasado, nos impone como Iglesia el hacer liturgia de
estos dolores y estas perdidas y no sólo en esa pequeña comunidad sino en la
macro-comunidad que es la ciudad, y que, a fin de cuentas, es nuestra casa, la
casa de todos; y ella también ha resultado dañada no sólo en sus fábricas y
negocios, no sólo en sus caminos y en sus edificios sino sobre todo en su alma.
Se hace necesario que, también como Iglesia, podamos convocar, a todos los
habitantes de la ciudad, a sus instituciones y organismos, al servicio público y
privado, al habitante común y corriente, a celebrar una liturgia de la ciudad donde
coloquemos, todos juntos nuestros dolores y esperanzas como comunidad para
ofrecerlas al Señor de la Vida.

Talca, 13 Abril 2010.

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