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Importancia de la compunción para el sacerdote

El espíritu de compunción fortifica en el alma el deseo de agradar a Dios, la preserva de muchas


tentaciones y la ayuda a triunfar de las que la acometen. Este es uno de sus frutos más estimables.
Y en especial para el sacerdote, que está llamado a alcanzar la santidad. El sacerdote vive en
medio de la corrupción de la sociedad, en la que debe hacer frente a tres enemigos: el demonio, el
mundo y la carne. Estos enemigos le persiguen desde su ordenación hasta la tumba, y conspiran para
privarle de su verdadera vida, de la vida que tiene en Jesucristo.

La concupiscencia de la carne. –El hombre ha sido creado para fundar un hogar y no podrá
pasar toda su vida en una soledad completamente virginal, si no se sobrepone a sí mismo, con la
ayuda de la gracia. Semejante renuncia suele revestir para algunos una dificultad extraordinaria,
porque tienen que entablar un combate permanente con su propia naturaleza. No hay edad, ni
dignidad, ni condición alguna que se vea libre de estos ataques.
Aún los santos más austeros han sufrido los ataques de este enemigo que todos llevamos dentro
de nosotros mismos. Se cuenta de San José de Cupertino que, después de haber sido arrebatado en
éxtasis angélicos, volvía a sentir la rebelión humillante de sus pasiones [Acta Sanctorum, septembris,
V, 1019].
En esta materia, debemos observar una vigilancia perseverante, por muy casta que haya sido
nuestra vida pasada. Nunca lleguemos a pensar que nos hemos hecho invulnerables. Toda presunción
es peligrosa, trátese de lo que se trate.
Por grande que sea nuestra intimidad con Dios, por elevado que sea el nivel de santidad que
hayamos alcanzado, siempre deberemos observar una humilde circunspección.

El segundo enemigo es el mundo. –Vivimos en un ambiente cuyas ideas, máximas y aspiraciones


son radicalmente opuestas a las de Cristo: «Ellos no son del mundo, como no soy del mundo Yo»
(Jo., XVII, 14 y 16). Estas palabras se las repitió dos veces Jesucristo a sus apóstoles inmediatamente
después de haberlos consagrado sacerdotes. Estas palabras deben verificarse también en nosotros. Si
nuestro corazón no está impregnado del espíritu del Evangelio, será el espíritu del mundo el que se
insinuará en nosotros y hará que poco a poco vayamos descendiendo a su mismo nivel, para
preocuparnos exclusivamente de los negocios profanos y del bienestar de la vida, desinteresándonos
completamente de nuestra sagrada misión.
Se dice a veces que esta tierra es un valle de lágrimas, y nada hay que, en el fondo, sea más
cierto. Pero, con todo, hay días en que las satisfacciones que el mundo nos brinda ejercen un atractivo
vivísimo en nuestra naturaleza. Parece que el mundo nos proporciona la felicidad. Sus alegrías, la
risa, la belleza, las comodidades, las mil bagatelas que halagan a nuestros sentidos y encienden el
fuego de nuestras pasiones, son mucho más agradables que la oración y las austeridades que la
continencia lleva aparejadas.
Son muchos los santos que han experimentado el poderoso influjo de esta fascinación:
Fascinatio… nugacitatis (Sap., IV, 12), y confiesan que, cuando entraban en contacto con el mundo,
aunque fuese con ocasión de cumplir con sus ministerios sagrados, sentían la tentación de la triple
concupiscencia que reina en él: la de la carne, la de los ojos y la soberbia de la vida (I Jo., II, 16). El
polvo del mundo vela fácilmente la luz de la fe, e impide que fijemos únicamente nuestra mirada en
Dios y en su amor. San Carlos Borromeo, modelo de fortaleza y de virtud varonil, reconocía que,
cuando vivía en la lujosa mansión de su aristocrática familia, se amortiguaba el temple de su espíritu.
Con más razón nosotros, que no tenemos ni la santidad ni la fortaleza de este gran príncipe de la
Iglesia, debemos guardar las debidas cautelas en las visitas y en las relaciones que nos impone el
ejercicio de nuestro ministerio, si no queremos correr el riesgo de dejarnos arrastrar por el espíritu
mundano.

El tercer enemigo es el demonio. –Como ya lo hemos indicado, aún los hombres más perversos
conservan ciertos sentimientos de humanidad por muy despiadados que sean. Difícilmente pierde el
corazón humano la capacidad de sentirse afectado ante la desgracia del prójimo. Por el contrario, el
odio diabólico es completamente despiadado. Como la naturaleza de los espíritus que fueron lanzados
al infierno es inmaterial, no conoce ni la fatiga ni el descanso, y por eso siempre están dispuestos para
dañar. El demonio odia a Dios, pero como es impotente para llegar hasta Él, se vuelve contra las
criaturas, y en especial contra su criatura privilegiada, contra el sacerdote, que es la imagen viva de
Cristo.
Por el carácter mismo de nuestra vocación, por la misión y los deberes que comprende, nosotros
los sacerdotes estamos particularmente expuestos a los ataques, manifiestos o encubiertos, de estos
enemigos.

Cuando consideramos, por una parte, su enorme poder y por la otra nos damos cuenta de nuestra
extrema debilidad, espontáneamente viene a nuestro recuerdo aquella frase que los apóstoles dijeron
a Jesús: «¿Quién, pues, podrá salvarse?»: Quis ergo poterit salvus esse? (Mt., XIX, 25). El divino
Maestro nos responderá como a sus discípulos: «Para los hombres esto es imposible, mas para Dios
todo es posible» (Ibid., 26). Importa mucho que grabemos bien esta frase en nuestro corazón. Las
fuerzas naturales, abandonadas a sí mismas, no pueden triunfar de las solicitaciones de la carne, de la
seducción de la gloria del mundo y de la vana complacencia en sí mismo.
Pero santamente compungidos, reconozcamos nuestra fragilidad y, siguiendo la recomendación
del Señor, «vigilemos y oremos» (Mt., XXVI, 41).
Vigilate. Todo hombre reflexivo sabe por propia experiencia y por la de sus semejantes cuáles
son las circunstancias que nos llevan a la quiebra moral. Mejor que ningún otro puede discernir el
sacerdote cuáles son las negligencias que en las condiciones propias de su estado le disponen al
pecado. Las ocasiones son distintas para unos y para otros, según sean diversas sus tendencias, sus
debilidades y el ambiente que les rodea, pero todos tienen la posibilidad de sucumbir. Persuadámonos
de que no hay pecado que haya cometido un hombre que cualquiera otro no pueda cometer.
A la vigilancia debemos unir la oración, el recurso a Aquél para quien «todo es posible» y que
es nuestro divino Maestro. Él es quien nos ha elegido y, rogando por nosotros como por los apóstoles,
ha dicho a su Padre: «No pido que los tomes del mundo, sino que los guardes del mal» (Jo., XVII,
24). Mirad a San Pablo. El gemía: «¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?» (Rom., VII, 24). Y
respondía: «Gracias a Dios, por Jesucristo nuestro Señor» (Ibid., 25). Es la misma respuesta que el
propio Jesús le dio cuando el Apóstol, zarandeado por el demonio, suplicó por tres veces a Cristo que
le libertara: «Te basta mi gracia, que en la flaqueza llega al colmo mi poder» (II Cor., XII, 9). Lo
mismo nos sucederá a nosotros. Leed el salmo 90, que recitamos todas las tardes. Es el salmo por
excelencia de la confianza en la lucha. En él se describen con expresivas imágenes todas las
tentaciones a que estamos sujetos, pero también se nos asegura que Dios promete la victoria al que
ora: «Caerán a tu lado mil, caerán a tu derecha diez mil, a ti no llegará… Me invocará él y Yo le oiré,
estaré con él en la tribulación… Le saciaré de días y le daré a ver mi salvación».

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