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La concupiscencia de la carne. –El hombre ha sido creado para fundar un hogar y no podrá
pasar toda su vida en una soledad completamente virginal, si no se sobrepone a sí mismo, con la
ayuda de la gracia. Semejante renuncia suele revestir para algunos una dificultad extraordinaria,
porque tienen que entablar un combate permanente con su propia naturaleza. No hay edad, ni
dignidad, ni condición alguna que se vea libre de estos ataques.
Aún los santos más austeros han sufrido los ataques de este enemigo que todos llevamos dentro
de nosotros mismos. Se cuenta de San José de Cupertino que, después de haber sido arrebatado en
éxtasis angélicos, volvía a sentir la rebelión humillante de sus pasiones [Acta Sanctorum, septembris,
V, 1019].
En esta materia, debemos observar una vigilancia perseverante, por muy casta que haya sido
nuestra vida pasada. Nunca lleguemos a pensar que nos hemos hecho invulnerables. Toda presunción
es peligrosa, trátese de lo que se trate.
Por grande que sea nuestra intimidad con Dios, por elevado que sea el nivel de santidad que
hayamos alcanzado, siempre deberemos observar una humilde circunspección.
El tercer enemigo es el demonio. –Como ya lo hemos indicado, aún los hombres más perversos
conservan ciertos sentimientos de humanidad por muy despiadados que sean. Difícilmente pierde el
corazón humano la capacidad de sentirse afectado ante la desgracia del prójimo. Por el contrario, el
odio diabólico es completamente despiadado. Como la naturaleza de los espíritus que fueron lanzados
al infierno es inmaterial, no conoce ni la fatiga ni el descanso, y por eso siempre están dispuestos para
dañar. El demonio odia a Dios, pero como es impotente para llegar hasta Él, se vuelve contra las
criaturas, y en especial contra su criatura privilegiada, contra el sacerdote, que es la imagen viva de
Cristo.
Por el carácter mismo de nuestra vocación, por la misión y los deberes que comprende, nosotros
los sacerdotes estamos particularmente expuestos a los ataques, manifiestos o encubiertos, de estos
enemigos.
Cuando consideramos, por una parte, su enorme poder y por la otra nos damos cuenta de nuestra
extrema debilidad, espontáneamente viene a nuestro recuerdo aquella frase que los apóstoles dijeron
a Jesús: «¿Quién, pues, podrá salvarse?»: Quis ergo poterit salvus esse? (Mt., XIX, 25). El divino
Maestro nos responderá como a sus discípulos: «Para los hombres esto es imposible, mas para Dios
todo es posible» (Ibid., 26). Importa mucho que grabemos bien esta frase en nuestro corazón. Las
fuerzas naturales, abandonadas a sí mismas, no pueden triunfar de las solicitaciones de la carne, de la
seducción de la gloria del mundo y de la vana complacencia en sí mismo.
Pero santamente compungidos, reconozcamos nuestra fragilidad y, siguiendo la recomendación
del Señor, «vigilemos y oremos» (Mt., XXVI, 41).
Vigilate. Todo hombre reflexivo sabe por propia experiencia y por la de sus semejantes cuáles
son las circunstancias que nos llevan a la quiebra moral. Mejor que ningún otro puede discernir el
sacerdote cuáles son las negligencias que en las condiciones propias de su estado le disponen al
pecado. Las ocasiones son distintas para unos y para otros, según sean diversas sus tendencias, sus
debilidades y el ambiente que les rodea, pero todos tienen la posibilidad de sucumbir. Persuadámonos
de que no hay pecado que haya cometido un hombre que cualquiera otro no pueda cometer.
A la vigilancia debemos unir la oración, el recurso a Aquél para quien «todo es posible» y que
es nuestro divino Maestro. Él es quien nos ha elegido y, rogando por nosotros como por los apóstoles,
ha dicho a su Padre: «No pido que los tomes del mundo, sino que los guardes del mal» (Jo., XVII,
24). Mirad a San Pablo. El gemía: «¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?» (Rom., VII, 24). Y
respondía: «Gracias a Dios, por Jesucristo nuestro Señor» (Ibid., 25). Es la misma respuesta que el
propio Jesús le dio cuando el Apóstol, zarandeado por el demonio, suplicó por tres veces a Cristo que
le libertara: «Te basta mi gracia, que en la flaqueza llega al colmo mi poder» (II Cor., XII, 9). Lo
mismo nos sucederá a nosotros. Leed el salmo 90, que recitamos todas las tardes. Es el salmo por
excelencia de la confianza en la lucha. En él se describen con expresivas imágenes todas las
tentaciones a que estamos sujetos, pero también se nos asegura que Dios promete la victoria al que
ora: «Caerán a tu lado mil, caerán a tu derecha diez mil, a ti no llegará… Me invocará él y Yo le oiré,
estaré con él en la tribulación… Le saciaré de días y le daré a ver mi salvación».