Professional Documents
Culture Documents
EL GRAN
BURUNDUN
BÜRUNDA
HA MUERTO
LA
METAMORFOSIS
DE SU
EXCELENCIA
ARA N G O EDITORES
EL GRAN
BURUNDUN
BURUNDA
HA MUERTO
•
Jorge Z alam ea
El Gran Burundún-Burundá
ha muerto
En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el
* Verbo era Dios.
En El estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres.
Y la luz en las tinieblas resplandece; mas las tinieblas no la
comprendieron.
S an Ju a n , I, 1, 4 , 5 .
Ese tirano cuyo solo nombre ampolla nuestra lengua.
Shakespeare.
Sólo quiero que me quede una voz inarticulada,
como la naturaleza concedió a los animales, con que en vez
de palabras forme gemidos, y suspiros en vez de quejas.
L ope d e V e g a .
Ninguna crónica de la gloria de sus actos,
sería tan convincente ante las generaciones veni
deras como la minuciosa y verídica descripción
del cortejo que ponderó su poder en la hora de
su muerte.
Pues cada uno de los pasos de aquella lujosa
y luctuosa procesión, obra fue de su genio, sím
bolo de sus designios, eco de su insigne borbo
rigmo^
las dos de la tarde, las Iglesias Unidas
dieron fin a su muda disputa dfe símbolos y ritos
con una bendición unánime *|gjb.re su ataúd de
plomó’
Que bajó entonces las escalinatas de la Basí
lica Unionista sobre los enlutados hombros de
la administración.
Lo colocaron en el carruaje pesado de alego
rías pero aligerado por cabeceantes penachos.
Los Consejeros Supremos cerraron la puerta
de biselados cristales.
El Canciller, embarazado, en su rígida dal
83
mática de vitela, dio la orden de marcha con el
“toe” de su bastonzuelo de plata.
Se inició el desfile varios kilómetros más allá
de la Basílica. ¡Tan extenso era el poder del
Difunto! ¡Y tan diversos los signos de su mando!
Pero antes de describir esta marcha, esta mar
cha triunfal y fúnebre, hay que decir -para que
toda la verdad resplandezca- que también la na
turaleza se hallaba de luto. Sobre la avenida más
ancha y más larga del mundo -trescientos
ochenta metros de lo primero, ciento dieciséis
kilómetros de lo segundo, para ser exactos-5, cer
nióse todo aquel día una incontinente llovizna,
Y se humilló el cielo en sus nubes hasta confundir
las fuentes del agua pura con el hollín de' las
chimeneas y el grasoso mador que exhala el cubil
de los hombres.
La altanería del hedor urbano y el Vejamen
del cielo, se confabularon, pues, para fraguar
una especie de blando y hediondo túnel sófire la
avenida más ancha y más íafgá dél mundo.
A lo largo de la cual a las dos de la tarde,
comenzó a abrirse lento y mudo paso él lujoso,
el luctuoso cortejó fúnebre, ;
A cuya cabeza andaba él Cuerpo de Zapado
res. ffHifl ¡J1
(Comienza a revelarse aquí el génio del Éx-
tinto: sublime modisto, pasmó del buen sentido,,
padre de la concordancia).
Sus Zapadores tenían por rostro una atrufada
jeta de cerdo, sin otros ojos que la ciclópea pupila
de neón que iluminaba, sórdida, la visera del
84
casco. Casco a prueba de derrumbamientos y tan
sólido que bastaba un testarazo para hendir las
más duras rocas subterráneas. Cubríanse los Za
padores con holgados uniformes del triste color
del polvo. Podían henchirse a voluntad y ofrecer
entonces una elástica, elusiva e irreductible resis
tencia a las imprevistas contracciones del subsue
lo. Los bombachos pantalones se ajustaban en
los tobillos bajo la caña de una especie de escar
pines de acero que permitían a los Zapadores el
lujo de convertir sus coces en un trabajo rápido
y eficaz de horadación.
A los hombres que trabajan bajo la tierra,
les amenazan muchos peligros: el más grave en
tre ellos, la exudación de gases mefíticos que
corroen los pulmones, hinchen los vientres, ha
cen saltar de los ojos lágrimas de icor amarillo
u oxidan la sangre.
Pero el Difunto fue más cauto que el minero
más viejo. Sabía las vías del gas; conocía los
lagrimales del agua; presumía de petrógrafo,
pero no creía en la belleza de las estalactitas y
opinaba que nada es tan peligroso para un hombre
bajo la tierra como el enternecerse mirando, en
la oscuridad, los ojos del carbunclo de una rata
que U&oen pensar inesperádam piteen la alegría
de una ventana contra cuyos cristales golpea el
sol en su poniente.
Para contrarrestar aquellos riesgos, para in
munizar a sus Zapadores, el Gran Brujo recurrió
a la contramagia, dotando a sus criaturas del
propio poder que las amenazaba. En las entrañas
85
ae ia nerra, en el laberinto oscuro de sal, hierro
y marmaja, los hombres de cuerpo elástico y
pupila de neón emanaban su propio grisú, aterro
rizando a la misma roca. E iban quedando iner
tes, yertos, a su moroso paso los dulces topos
de azulada pelambre, las gordas o escuálidas
ratas que también son dulces en su mirada pes-
quisidora, los acorazados armadillos que so n tP
► míelos y "de entraña tan blanda como áspera su
apariencia; los hurones de aguzado hocico y ro-
* sados deditos de niño; las golosas mangostas
* cubiertas de ceniza. Y todas las bestias que son
blandas, babosas y asustadizas.
Dé manera que cuando loS Zapadores del
Gran Destructor abrían bajo la tierra la mina que
* los condujera por sorpresa hasta los campamen-
* tos enemigos o a los centros vitales de las ciuda
des asediadas, su furor bélico se veía permanen
temente estimulado por la taciturna hecatombe
de las furtivas bestezuelas miopes.
Ahora, los Zapadores avanzaban sorda, pe-
r s a d a ^lentam ente por la avenida, abriendo un
túnel en la niebla y la lluvia para que desfilasen,
tras ellos, los Territoriales.'
Los cascos de éstos eran también de acero.
É Pero estaban barnizados de verde, y de noche
p s e encendían con breves chispas que imitaban
ingeniosamente el luminoso parpadeo de las lu-
" ciérnagas.
Por Obra de minuciosa selección, los rostros
de los Territoriales eran idénticos entre sí, como
«cabezas intercambiables: grandes peras sin gra
86
cia, lívidas y pecosas; con ojos planos, incoloros
y acuosos, como dos leves magulladuras. N ari
ces y boca desaparecían bajo el dispositivo anti
gás que se desprendía de las ocultas barbillas a
manera de una rugosa trompa de paquidermo.
Los uniformes de los Territoriales eran de
una tela vegetal del color de la hojarasca podrida
y la purriela. Algún insidioso atractivo tendrían
estos uniformes para las bestias del cam po, pues
cuando los Territoriales andaban en campaña o
realizaban batidas contra los bandoleros que con
tradecían el Nuevo Orden -corderillos, liebres,
terneras y cabras les andaban a la zag a-, tratando
de m ordisquear con sus belfos^felpudos y sus
anchos dientes lucientes la tela de color de hoja
seca. Y cuando los Territoriales fingían yacer
entre los pastos o en los rincones nem orosos
como grandes coágulos de purriela, no tardaban
en precipitarse sobre ellos minúsculas hordas de
hormigas color de minio; regimientos de escara
bajos preciosamente caparazonados de acero
azul, de llameante cobre, dq, oro quemado, y
zigzagueantes vanguardias de lagartijas. Y mos
cas multicolores danzaban frenéticamente sobre
ellos con su música de pífanos diminutos. Pero
toda bestia del campo pagaba con la vida aquel
breve contacto con el uniforme de los Territoria
les. Que así cumplían con la táctica de la “tierra
arrasada” . Y satisfacían los ocultos pruritos del
Gran Matador.
En el orden del desfile correspondía el tercer
lugar al arma predilecta del Insigne Borborista:
87
los aviadores invisibles, la cristalina policía del
cielo, los transparentes ángeles de la Administra
ción.
La milenaria ambición del hombre de volar
por sí mismo, en contacto directo con las mareas
del viento, había sido finalmente alcanzada bajo
el régimen providencial del ahora Caudillo de
los Difuntos.
Envueltos en una tripa que participaba a la
vez de la ligereza del celofán y la fortaleza del
supemylon, los hombres volantes eran invisibles
en el éter sin dejar de ser videntes. El gran pre
servativo color de cielo y camuflado de cirros
que los contenía, confundíase con la atmósfera
sin que el interno feto destructor perdiese la exac
ta puntería de sus minúsculas ametralladoras.
En la insuperable crónica del gran Burundún-
Burundá —finalmente hay que pronunciar su
nombre, ¡y que los cielos y los siglos lo repitan
como el eco de un largo eructo!—nada superó a
la delicada, a la poética escenografía que imagi
nara para ensayar y probar la invisibilidad de
sus policías celestes.
Con la adjetiva minuciosidad de los estadis
tas, convocó a los ornitólogos más reputados del
país para precisar con ellos la fecha en que pa
sarían sobre su capital las hordas migratorias
de las aves norteñas. Sin sorprenderse de nada,
estableció el padrón de las especies; se enteró
de la densidad de las bandadas; de la altura y
velocidad de su vuelo; de la resistencia de los
cuellos y la envergadura de las alas; del peso y
88
calidad de la carne; de la mayor o menor malicia
que tuvieran los pájaros pilotos que guían a ía
alada tribu por los senderos más propicios del
viento, por las comarcas más tibias del aire. V
Y como sus secretas debilidades y sus muy
ocultos pánicos necesitaban aliviarse de vez en
cuando con la apelación a poderes sobrenatura
les, hizo venir también a su palacio a un extra
viado arúspice que lo inició en los secretos de
la omitomancia y le indicó las hecatombes más
propicias, mientras paseaba sus engarfíados de
dos vellosos por entre las entrañas todavía palpi
tantes de un desventrado ánade.
Chupando el tuétano -deTas^calvas cabezas
de ornitólogos y omitómanos ; el Gran Burundún-
Burundá dio las órdenes f í h ^ ^ ^ r á la estupenda
revista^aérea que, ^égúft' sUáHinfalibles, cálculos,
tendría dos consecuenci^p de incalculable tras
cendencia política: primera, demostrar la invisi
bilidad de sus autoaviadprési^sigunda, suminis
trar un suplemento *(sucu}eqt|ij y-glatuito al pu
chero de sus gobernados . '
En el día y |^ hora. séiAádoSspara el paso
de los patos silvestres -réspede escogida por ra
zones eminentemente técnicas, secundariamente
augúrales y finalmente culinarias—, ascendieron,
invisibles, sobre la ciudad hasta cinco escuadro
nes de policía-nylon. Escalonados, esperaron en
el pacífico cíelo la llegada -rauda, rauca- de las
aves.
90
Acaso porque no llegaran todavía los tiempos
en que los hombres comprendiesen los altos de
signios del Sumo Policía, la suculenta lluvia de
ánades, en vez de regocijar el corazón de los
ciudadanos, los sumió en incomprensible zozo
bra.
Ni el hombre que busca en sus bolsillos briz
nas de pan y tabaco para ofrecérselas, entre el
negror de las uñas, a sus escuálidas hijas; ni la
mujer que se detiene largamente ante la vitrina
de las fiambrerías esperando que la saliva que
le endulza la boca se convierta en delgada leche
para su mamoncillo; ni el niño que roe un botón
asomado al ventanuco de su buhardilla; ni la
doncella cuya boca se hace más pequeña cuando
piensa en los hollejos de fruta que podrían resca
tarse Bsi no fuese tan orgullosa, o tan tím ida-|
de los cubos de la basura; ni el anciano que se
alimenta mirando el cromo de una naturaleza
muerta -la misma que su joven esposa colgara
en el primer aniversario de su boda ante la mesa
de pino que, servida, la reproducía jugosa, viva—;
ni el mozo que anhela chupar una espina de
pescado para que no muera la tierna e impaciente
llama que golpea sus ingles; ,y ni siquiera los
perros sin dueño, ni los gatos sin pelo, ni las
cornejas desplumadas, ni los buitres de cuello
sarnoso; más aún: ni siquiera los burócratas que
se alimentaron siempre con las viandas caídas
del cielo de la Administracióiji; más todavía: tam
poco los policías que se nutfen de carne magu
llada y ponen a pacer sus ojos en la descompo
91
sición délos cadáveres... nadie, nadie quiso re
coger aquellas aves de cuello tronchado; nadie
pensó que se pudiera comer de aquellos cuerpos
reventados; nadie, nadie concibió que el vuelo
se detuviese en el puchero.
Mientras el Gran Burundún-Burundá espe
raba en su palacio un himno de regüeldos, la
ciudad, oscuramente solidaria con la horda ase
sinada, gemía sordamente, balaba lastimeramen
te, sin atreverse a graznar cómo acaso lo hicieran
los patos silvestres en el momento de su impre
visto accidenté de tránsito.
Pero el Gran Burundún-Burundá se había co
rroborado en su máxima previsión: su policía
celeste era invisible. Y ciento por ciento eficaz.
¡Ya pasaría la inapetencia de lós bobos!
Por la avenidá aVánzaban jlos«Autoaviadores
envueltos en el cendal de sus fláccidas uniformes
de celofán y Supemylon.
Tras ellos., andadura furtiva de las
bestias que son sanguinarias pero asustadizas,
en cerrados pelotones desfilaba la Policía Urbana
y Rural del Gran Pesquisante.
Esta no vestía uniforme, no: sino trajes civi
les, anónimos trajes civiles un poquitín pasados
de moda y casi nunca ajustados en su medida a
los cuerpos que cubrían. Unas veces demasiado
estrechos para ciertos pechos de gorila y ciertas
nalgas excesivas y equívocas; otras, demasiado
amplios para los hombros caídos y los muslos
entecos de Ios-hominicacos. De sus ajadas ropas
se desprendían —con cierta nauseabunda regula
92
ridad- vaharadas de moho y gasolina, de sudor
fy de semen, de caries y frías flatulencias, de
papel sellado y resobada miga de pan. Super
puestos hedores que acaban por fundirse en unj
relente abominablemente dulzón de cadaverina.
Tampoco usaban cascos guerrefos7~smó~go- |
rras, bombines y los deshormados sombreros |
blandos de la pequeña burguesía. Y como no se
cubrían el rostro con máscaras antigás, ni usaban
barboquejo, ni visera, ni anteojos, ofrecían toda
lá faz desnuda. Que era arma eficaz en manos
del gran terrorista.
Pues los ojos -que eran coágulos de pus, o
reventones de sangre, ó líbidas ostras verdino-
sas-, tenían esos rápidos guiños solapados que
petrifican la dulce entrada de las mujeres y hacen
nacer el yerto %hdayál del miedo en los testícu
los de los hombres más págales. Pues los ceni
cientos labios sin bisel sabían alargarse, cerra
dos, en la sonreída mueca que desata inesperada
mente el lla n tO ':^ ^ ^ P ^ ^ ^ ^ ,'!si eran protube
rantes y amoratados, fruncirse con la gula del
impotente que espanta aun a las más viejas rame
ras. Pues en las mejillas y en las mandíbulas y
hasta en las mismas orejas tenían de repente
subcutáneas contracciones que eran como la de
glución de todas las codicias, como el baboso
saboreo de todas las concupiscencias: peor aún
y más temible: como el azoro que divide al crrí*
minal entre su crueldad y su cobardía. Pues loa
rostros todos tenían esa cerosidad sudorosa de
quienes acechan tras el ojo de las cerraduras; de
quienes buscan en la cosquilla erótica el camino
de la fatal confidencia; de quienes pasan la lengua
cirrosa por el engomado de los anónimos; de
quienes brindan a la salud del amigo condenado
de antemano; de quienes reciben todavía caliente
el pan que amasara la madre anciana, cuando
han ido a su casa para arrestar al hijo que se
oculta en el granero.
Pasaban por la gran avenida soslayadámente,
palpando con una secreta y feroz angustia el
revólver que llevaban bajo la axila, la manopla
hundida en los bolsillones del saco, el vergajo
que les envaraba los pantalones, la matraca que
les golpeaba el trasero, el puñal que les colgaba
sobre el ombligo como una yerta cruz. Aterrados
bajo su arsenal, aterido el corazón bajo la placa
que los identificaba, pero embriagados en la con
tradictoria conciencia de su irremediable ignomi
nia y de su omnipotente autoridad.
Tras ellos venían, rebosantes de bendiciones
como un árbol en el despertar de sus aves, las
Venerables Jerarquías de las Iglesias Unidas.
Un palio largo de cien metros y ancho de
treinta, sostenido en astas de plata por acólitos,
bonzos, sacristanes, almuédanos, legos y verdes
vejetes acuciosos, amparaba de la terca llovizna
al Magno Capítulo.
Desde el envés del palio primorosamente bor
dado por Santas Mujeres Unificadas, el largo,
enjuto y martirizado cuerpo de un hombre on
deaba al paso procesional, balando mudamente
por la entreabierta jeta de su cabeza de cordero.
94
Dándose de codazos y en pugna de pisotones,
se apiñaban bajo el palio los Sacerdotes Unifica
dos. Si miraban hacíaTa movediza perspectiva
de Policías, Autoaviadores, Territoriales y Zapa
dores, les cundían en los dedos las bendiciones.
Si, de reojo, atisbaban a sus colegas, trepidaban
de ira sus grandes vientres -si gordos- o se veía
el trasegar de la bilis en sus cuellos gallináceos
—si flacos-. Y si tomaban la cabeza hacia el
carruaje fúnebre, se les volteaban y entelaban
los ojos en el éxtasis de la consentida autoridad.
Nada exterior los distinguía entre sí. No dis
putaban ya las púrpuras romanas con el luto de
los reformistas; ni competían en lujo patriarcas
y lamas; coptos y ulemas habían cesado de dis
cutir si serían negros íO^erde^ los turbantes; ni
temía ya el archimandrita mancillar Jos vuelos
de su hopalanda si pasaba al lado deUpandanus
estercolario; ni- puja de fláca desnudez estable
cían shamanes y derviches para garantizar la cla
rividencia de sus trances; ni; se enorgullecían ya
los mormones de que en sus albas barbas busca
sen las avispas cálido nido, mientras que en las
de los rabíes sólo se aposentaban los piojos. Ni
ponían pleito las mitras a las tiaras; ni la estola
a las filacterias; ni las muías a los pies francisca
nos; ni el rosario de cuescos al de jade; ni pelea
ban el cilicio de nudos con el de espinos; ni
había pugna entre la copa chata y la que ama al
lirio; nijtejiíanjvíctima distinta la cruz recta, la
gamada y la de ocho brazos. No había ya quere
llas de vedas, tesmósforos y mayas en tomo al,
95
almanaque. El estolista y el inquisidor habían
hecho tregua en la disputa de las víctimas. La
codorniz del azteca, el cordero primogénito del
judío, el babilano buey babilónico, el gallo negro
de los romanos, el ocelado leopardo de los bantús
y, desde luego, el Cristo... vertían ahora su san
gre expiatoria sobre la misma, única, ara.
El Gran Burundún-Burundá los había unifi
cado. Y ya nada los distinguía entre sí.
Los había unificado en tomo a dos cosas
muy simples; un rodillo de oraciones y una escu
dilla petitoria.
¡Como no loar al Gran Cismático, descubri
dor a través de tantos siglos de desollamiento,
de empalamiento; a través de tales husmos de
carne hereje; a pesar de tantos aullidos de enro
dado, de escaldado, de escalpado, que las múl
tiples Iglesias podrían unificarse con sólo darles
el conjunto monopolio de la escudilla y el rodillo!
A diferencia, pues, de la policía y a seme
janza de las fuerzas armadas que antes se detalla
ron los Sacerdotes de las Iglesias Unidas vestían
un uniforme. Largas y holgadas túnicas color de
azafrán, sobre las cuales era fácil discernir la
sombra o la mancha de cualquier veleidad polí
tica; pero tan inocentes y generosas en sus plie
gues, que todo perseguido se sintiera tentado a
buscar en ellas el refugio último de la confesión
ante Dios, ante lo que creyera ser su Dios sobre
la tierra: ¡candidez y vanidad del pobre!
Y de su confesión resultaban luego las huellas
espirituales en su prontuario policíaco.
96
Reducidos, finalmente, a un común denomi
nador, desfilaban como simples buhoneros de la
plegaria, como Taimados mendicantes los que
antes fueran Grandes Extorsionadores de la Vida
Terrenal, Grandes Empresarios del Infierno,
Grandes Intercesores del Purgatorio, Grandes
parceladores del Paraíso Ultraterreno. Y hasta
Grandes Parteros del Limbo.
¿Qué maestro de ceremonias marcó las dis
tancias?
Entre Zapadores y Territoriales, entre Autoa-
viadores y Policías, entre éstos y las Jerarquías
Eclesiásticas, la separación había sido rigurosa:
doscientos metros entre cada sorda masa.
Pero he aquí que entre el palio de las Iglesias
Unidas y la carroza funeraria, se abría el inespe
rado, horrendo y a la vez cómico margen de un
kilómetro de soledad.
A la mitad del cual venía el caballo de batalla
del Gran Burundún-Burundá.
¡Vivo!
¡Bello!
¡Todo él negro!
¡Todo él luciente!
¡Todo él luciente, sin estrella en la frente!
¡Sin sudor en el pecho!
¡Con pronunciadas venas en el cuello y las
ingles!
¡Un caballo!
Un caballo que recordaba su desconcertada
misericordia cuando blandamente se levantaba
y caía sobre sus lomos, a través de gualdrapas
heráldicas, el arrugado y lacio peso del hombre
a horcajadas. Un caballo que se sorprendía de
los sordos rezongos que el azote de las ramas
en su rostro arrancaba a quien se alzaba sobre
su alzadura. Un caballo al que la mano de quien
se creía su dueño —si se paseaba morosamente
sobre sus duras partes- causaba fastidio. ¡Un
caballo que desdeñara ser cónsul!
Su distanciamiento en el cortejo era, sin
duda, determinación suya. ¡Qué manera de mor
der y de cocear tuviera si alguno de los palafre
neros de la Administración pretendiese acortar
las distancias!
¡Danzaba sobre la avenida!
Como finos crótalos, sus breves cascos em
pavonados repiqueteaban sobre el pavimento;
donosamente doblaba las rodillas para mejor
trenzar los pasos; su enarcado cuello marcaba el
mudo compás de la danza7~3ibujado también en
el aire por el vuelo de las crines y el lujoso
vaivén de la peinada cola. Meneaba apenas el
anca, pero todo su gran cuerpo luciente danzaba.
¡Y se reía!
Levantaba la fina testa angular; le temblaba
el afelpado acanto de las orejas; se le dilataban
las narices de azul betún; se levantaban y bajaban
sobre sus grandes dientes amarillos los suavísi
mos belfos y, en lentísima progresión geométri
ca, sus divorciadas mandíbulas convertían el más
agudo de los ángulos en un ángulo recto. La
rosada bisectriz de la lengua palpitaba en su muda
alegría.
98
¡Risa!
¡Qué risa!
En el túnel de niebla y de llovizna urdido
sobre el cortejo, esa risa era un berbiquí. Lo
horadaba todo. Y por los agujerillos que abría,
era posible entrever aún un mundo en que las
orugas no temiesen a los Zapadores; en que las
liebres no tomasen a los Territoriales por rába
nos; en que los pájaros no tronchasen sus cuellos
contra nubes de nylon; en que las mujeres no
pariesen Policías; en que los hombres no pasasen
por el rodillo para caer en la escudilla.
Tanta risa tenía el caballo de batalla del Gran
Burundún-Burundá, que le bajaba de la cabeza
altanera al pecho enjuto y de allí se propalaba a
las finísimas manos obligándolo, sí, obligándolo
en la embriaguez de la alegría, a dimitir de su
propia dignidad y belleza para competir con los
corceles circenses. Pues cayó en la flor de hacer
de sus manos batutas que quisieran dar otro ritmo
al desfile. Su propio ritmo.
¡No le cabía al animal tanta risa en el cuerpo!
Hasta tuvo la humildad -¿o la insolencia?-
de fingirse tambor mayor femenino de la ban
da de un colegio de Arkansas; se puso enton
ces vertical sobre las patas traseras, exhibió su
casto vientre, puso de relieve sus lustrosas ver
güenzas y comenzó a manear en el aire como si
jugase en él con la verga —¡oh blasfemia!—del
Gran Fariseo.
Nuevamente piafaba sobre el pavimento y,
a pesar de la distancia, de la niebla y de la 11o-
99
vizna, era posible adivinar que se reía pensando
en que, finalmente, tras de sus ancas, venía
muerto el partero de tantos cadáveres. Y que,
de ahora en adelante, acaso fuese posible hundir
la jeta golosa en esas pasturanzas en las que hay
que pelear con suaves testarazos la flor del trébol
al celoso aguijón de la avispa.
A quinientos metros de las ancas del alegre
caballo, venía el carruaje fúnebre. Bajo las mor
tuorias cimeras y los plañideros penachos, entre
columnas salomónicas, ingeniosas alegorías e
historiados cristales, yerto yacía en su ataúd de
plomo el autor de tanta grandeza, el inventor de
tan asombrosos artificios.
¿Será menester detallar aquí las desusadas y
desmesuradas empresas del Gran Burundún-Bu-
rundá?
Que vengan sus guardias de asalto, sus tropas
de choque, los jefes de su policía, las cuadrillas
seleccionadas de sus caciques, su mercenario Es
tado Mayor. Que vengan sus amarillos sacerdo
tes, sus amoratados verdugos , sus verdes delato
res, sus negros matones, sus rojos escribanos,
sus azules exactores,»,sus blancos sepultureros...
y embotinen todos ellos sus trompas hacia el
cielo.
Y cuando su trompetería haya creado el uni
versal, expectante silencio, que se congreguen
en tomo al féretro los millones de sus vasallos
y, sopesando bajo las vestiduras sus calabacines
de castrados, en bestial coro aúllen, rujan, chi
flen, jadeen, ladren, graznen, ronquen, balen,
100
cacareen, relinchen, tosan, berreen, roznen, bu
fen, croen, zumben, eructen, rebuznen, mujan,
verraqueen, chillen, himplen, piten, gruñan,
venteen, trinen, mayen, cloquean, píen, gargari
cen, crotoren, gañan, silben, voznen, gangueen,
resuellen, pujen, gorjeen, parpen, bramen, y ulu
len. .. en postumo homenájéycletallada necrolo
gía del Gran Charlatán que comenzaba a hacer
la felicidad de los pueblos con la abolición de
la palabra articulada.
101
Sólo la grandeza de los actos burundunianos
pudo justificar a los escultores que dieron a la
apariencia física de su avasallante modelo la en
juta belleza que parece ser propia de la estatua.
Pues visto en carne y hueso —no en mármoles ni
bronces—, el personaje fue patizambo, corto de
muslos, de torso gorilesco, cuello corto, volumi
nosa cabeza y chocante rostro. Tenía al sesgo
la cortadura de los párpados y globulosos los
saltones ojos. El breve ensortijado del cabello y
la prominencia de los morros, le daban cierto
cariz negroide. Y cuando hubiese querido presu
mir de romano por el peso de la nariz y el vigor
de la mandíbula, quién sabe qué internos humo
res le abullonaron la frente, le agrumaron la carne
en las mejillas, le desguindaron la nariz y le
tomaron vultuoso todo el rostro.
Tan notorias desventajas no impidieron, em
pero, que hiciese carrera Burundún.
La comenzó —como tantos grandes hombres
y a diferencia de unos pocos de ellos—, en menes
teres más mezquinos que humildes. Tuvo, por
ejemplo, el prurito de revolver y olisquear ropas
sucias; fue cleptómano de cartas íntimas y Cham-
pollión de documentos ajenos; discípulo de Dio
nisio el siracusano, se hizo perito en escuchar
tras de las puertas y ojear por las cerraduras; le
puso casa al chisme y abrió garito a la calumnia;
le ofreció incienso al Diablo Cojuelo, oro a la
Celestina y mirra a Yago.
Pero el hombre tenía su malicia y, en vez
de inspector de alcantarillas, lo diputaron Catón.
102
No llevó, pues, la ropa sucia a la lejía domés
tica ni echó los pasquines al fuego. Con el he
diondo saco a la espalda, se presentó a los lugares
en que los hombres vociferan. ¡Y les ganó sin
remedio con los redaños del cínico!
Hablaba como se sufre una hemorragia o se
padece un flujo. Hablaba como se vacía una
carreta de grava. Como revienta una granizada.
Como se vuelca un río en catarata. Hablaba el Gran
Burundún-Burundá como su nombre lo indica.
Durante largos años pareció no tener ambi
ción distinta a la de hablar; ni quiso ocupar otros
puestos que los que permiten hablar; ni dio otro
testimonio de su vida que el de la palabra; y
cuando los auditorios se iban a dormir, todavía
tenía Burundún que palabrear con el papel...
pues también era escribidor el Elocuente.
Como hay quienes destruyen con una lima,
con una piqueta, con una tea, con una cuchilla
-Burundún destruía con las palabras. Destruía
de preferencia, claro está, lo que con las palabras
se forma y de ellas se alimenta: honra, fama,
reputación, prestigio. Todas esas cosas tanto más
preciosas cuanto más vulnerables; todas esas co
sas de que se nutren los hombres y se visten, y
sin las cuales vienen a ser como pobres bestias
hambrientas y desolladas; todas esas cosas sobre
las cuales se asienta el amor, se edifica la paz,
se establece la justicia y se ensancha la vida;
todas esas cosas que, en su mismo esplendor, ni
son comprobables, ni mensurables, ni compara
bles, ni defendibles. Todas esas cosas...
103
A la manera de ciertas bestezuelas rampantes
y subterráneas que hacen del propio desmonte
del camino que se van abriendo su alimento,
Burundún convertía en grasas las famas que de
molía. Y cuanto mayor era la escombrera que
formaba, tragaba y digería, tanto más amplio el
sendero que perforaba ante su creciente y mal
sana obesidad y tanto más nauseabundo el que
iba cegando a sus espaldas.
¿Entendió jamás alguien la estrategia de Bu-
rundún?
La empachante presencia de su ataúd, un
ataúd en que hubiese cabido una familia entera
■¡oh supertragón de cosas inmateriales!— nos
veda discutir aquí los secretos de su rabia, más
devoradora que la de la espada.
Pero fue indiscutible el triunfo de su palabra:
uno cualquiera entre los innumerables días de la
vida, todo en tomo de Burundún, fue escombro.
El gorgojo había carcomido la viga maestra de
la fe y derrumbado la casa ante el estólido asom
bro de quienes no se percataron -n i en el sueño
ni en la vigilia- de los minúsculos chasquidos,
del arenoso desmoronamiento, del rechinante es
polvoreo, del apenas crepitante desmigajarse del
alma de la madera.
Y saltó entonces el Gran Burundún-Burundá
sobre la escombrera.
Saltó sobre los cascotes como un aleteante
y berreante papagayo de fábula.
(La verdad histórica nos obliga a anotar aquí
una inconveniencia: tan repentino, estruendoso
104
y catastrófico fue el derrumbamiento de la casa
que el propio Burundún —su demoledor—tuvo un
momento de pánico. De tal manera que cuando
el papagayo brincó sobre las ruinas, hubo quien
observase que las plumas de su cola habían en
riquecido sus variados colores en la aceitosa pa
leta de su propio excremento. ¡Pero las tornaso
laba ya el sol del triunfo, y pareció nueva gala
la inmundicia!).
Los grandes reformadores suelen ser hijos
de sus propios vicios.
Ya un poco antes de su glorioso advenimiento
a la escombrera, algo comenzó a marchar mal
en el aparato vocal de Burundún. Todavía no
hemos podido establecer exactamente si fue la
parcial insensibilidad de un paladar estragado,
o cierta ataxia mandibular, o una especie de bi-
sojismo de los labios, o, acaso algún engrosa-
miento o hipertrofia de la lengua; o tal vez, un
complejo desajuste de lengua, labios, mandíbula
y paladar -lo que vino a impedir impertinente o
providencialmente, ¡quién lo sabrá nunca!, que
continuara fluyendo la palabra por la ahora tor
cida boca del Gran Parlanchín.
Que dio en la flor, entonces, de abominar
de la palabra.
En el camino de sus hondas meditaciones,
le cayó sobre la frente cancerosa la centella de
la revelación: si las bestias son más dóciles y
más felices que los hombres, es porque no par
ticipan de la maldición de la palabra articulada.
Si se quiere, pues, hacerles dichosos y mansos,
es menester extirpar de sus costumbres la más
vana y peligrosa: la de hablarse entre sí, la de
comunicarse sus cobardes temores, sus ineptas
imaginaciones, sus torpes ideas, sus enfermizos
sentimientos, sus engañosos sueños, sus inciertas
aspiraciones, sus imperdonables quejas y protes
tas, su torpe sed de amor.
Que chillen si tienen hambre; que tosan si
tienen frío; que bramen si están en celo; que
gorjeen si están dichosos; que ronquen si dormi
dos; que cacareen si despiertos; que rebuznen si
entusiastas; gañan si codiciosos y gruñan si co
léricos, pero que no hagan indecente inventario
entre unos y otros de sus deseos ni se estimulen
sediciosamente en ellos fomentándolos con pala
bras.
Y serán entonces más dóciles para con quien
les racione el hambre, les administre el sueño,
les reparta la fatiga, les mida el reposo y les
controle la brama.
En un inesperado rapto de ternura, rumiando
su reforma el Gran Burundún-Burundá se decía:
“¡Que vuelvan a ser como las bestias del campo
y yo los redimiré de su angustia!” .
Tras la revelación, la meditación.
¿Cómo alejar a los hombres de la palabra?
¿Cómo persuadirlos de su pemicia? ¿Cómo en
mudecerlos para desbravarlos y enseñarles la di
cha muda?
El Gran Extirpador tenía ideas que cualquier
hombre de acción le envidiaría. ¿Por qué no,
por ejemplo, la ablación universal de la lengua?
106
¿Acaso no era ésta —aparte de la creciente inco
modidad que proporcionaba al propio Burundún—
vehículo de venenos, espía de uno mismo, llama
para los demás, traidora del interés propio, usur
padora del ajeno, plaga de Babel, microbio pes
tilencial del espíritu?
Pero moderó el Gran Burundún-Burundá los
ímpetus de su genio para refocilarse en una idea
más sutil y que, en cierto grado, podría armoni
zar la reverencia que antes tuviera y el rencor
que ahora sentía por la palabra. Y fue delegar
en ella misma la tarea de menospreciarse y des
truirse.
Como todos los que han ido a las plazas de
los burgos para echar a rodar por ellas los dados
cargados de la oratoria, el Gran Tahúr sabía ha
blar a la manera del pueblo. Y conocía la sabi
duría popular, al menos en su letra. “Que podría
ser de dos filos, como el hacha alunada del ver
dugo”, —pensaba el reformista, sin que su engro
sada lengua alcanzase a humedecer con la es
puma verdosa de su gula los prominentes y bise
lados labios.
Las grandes máquinas -con bielas de mercu
rio y negros rodillos aceitosos- del Ministerio
de la Propaganda comenzaron a emitir entonces
millones y millones de. lujosas hojas que sólo
llevaban impresas, entre los amplios márgenes
ominosos y en una agorera tinta negra con visos
violetas, muy escasas palabras. Y esa voz fantas
mal que croa tras las redecillas de su tela, de
celofán o de plástico de los amplificadores de
107
las radios y berrea por las bocinas de los altopar
lantes, se trabó —como en un viejo disco de gra
mófono- en la repetición de esas mismas pala
bras. Y se alzaron sobre los campos, en la cima
de los alcores, sobre el costillar oxidado de las
grandes cordilleras, en los claros de las sierras
agrifadas de pinos, a la linde de los lentos ríos
legamosos y a la vera de los caminos, vallas que
reiteraban con los colores más crudos y las luces
más hirientes esas mismas palabras. Y los pies
tropezaban en las calles con las letras de las
mismas palabras. Y anidaban los pájaros en ár
boles cuyos troncos hablaban esas mismas pala
bras. Y si se levantaban los ojos al cielo, unas
nubes cursivas repetían esas mismas palabras
sobre el azul acongojado. Y en los cinematógra
fos, en las plazas públicas, en los confesionarios
exudantes de las iglesias, en los vagones de los
ferrocarriles, en los muros de los restaurantes,
entre los yertos mármoles de las bancas, en los
cosos en que la muerte se viste de luces, en los
jardines infantiles, en los patios de los cuarteles,
en las oficinas del jurista, en los lavaderos de
las pobres mujeres, sobre los andamios y sobre
las playas, en los cafés, en los salones, en las
alcobas color naranja de los burdeles, en los
páramos y en el desierto, en alta mar y entre las
arenas o las nieves en que por fin cree el hombre
estar a solas... en los despintados labios convul
sos de las hembras y entre los bolsillos del traje,
se encontraban las mismas, escasas, palabras:
las palabras suicidas.
108
A los que tienen menosprecio de la inteligen
cia, se les repetía:
HPalabras,, palabras, palabras!'” .
A los que tienen el escrúpulo de su integri
dad, se les repetía:
“En bocas cerradas no entran moscas”.
A los cobardes y a los tímidos, se les repetía:
“El silencio es oro”.
A los que son pedantes en la estupidez, se
les repetía:
“A palabras necias, oídos sordos”.
A los que tienen intenciones ocultas, se les
repetía:
“El que mucho habla, mucho yerra”.
A los que quisieran ser fervorosos, se les
repetía:
“Quemadas se vean tus palabras’”
A los que quisieran tener fe, se les repetía:
“Vale más el silencio de un necio que la
palabra de un sabio”.
A los avaros se les repetía:
“Escatimar las palabras”.
A los cavilosos, se les repetía:
“La mejor palabra es la que está por decir”.
A los confiados se les repetía:
“Palabras de boca, piedra de honda” .
A los testarudos se les repetía:
“A dos palabras, tres porradas”.
A los precavidos, se les repetía:
“Palabra suelta no tiene vuelta”.
A los codiciosos, se les repetía:
“Lo que entra por un oído sale por el otro” .
109
A los que sólo anhelaban seguridad, se les
repetía:
“Palabras y plumas, el viento las tumba” .
A los que querían amor, se les repetía:
“Palabras de santo, uñas de gato” .
Así, interminablemente, infatigablemente, la
palabra se combatía a sí misma.
Y comenzó a ser la palabra para los hombres
una intrusa. Y muchos de ellos, la enorme ma
yoría de ellos, pensaron que lo que los usaba y
desgastaba y envejecía no era otra cosa que la
palabra. Si permaneciesen mudos, no se darían;
si dejasen de oír, no compadecerían. ¡Y acaso
el no dar y el no compadecer les hiciese durar
más!
Un vasto silencio de rumiantes, indicó al
Gran Burundún-Burundá que, una vez más, ha
bía acertado.
Pero hubo quienes creyeron que no hay lujo
en la vida semejante al de compensar el desgaste
de quien se entrega con la riqueza que recibe de
quien, a su vez, se despoja. Hubo quienes creye
ron que es más bello el crepúsculo que les tiñe
las mejillas si, al llegar a la puerta de su casa,
pueden decirle a su vecino: “Qué hermosa se ha
puesto, de repente, la tarde” . Y quienes pensaron
que una palabra claramente dicha puede rescatar
a un niño de los súbitos terrores que le hacen
abrir los labios en un grito mudo mientras tiem
blan sus lágrimas en las pestañas. Y quienes a
la sombra de un sauce, quisieron convertir el
oleaje de su sangre en un tierno susurrar de pa
lio
labras para que el cuerpo amado se abra con el
consentimiento del alma. Y quienes, en la mise
ria y el despojo, se consolaron hablando palabras
de justicia. Y quienes, queriéndose gobernarse
mejor a sí mismos, desearon apalabrar un mejor
gobierno para todos. Y quienes por amar tanto
a la vida, quisieron impedir su corrupción propo
niendo palabras de concierto.
Contra esos tales Burundún-Burundá fue im
placable.
Contraíéjlos creó sus Zapadores, organizó
Sus Territoriales, inventó la legión de los Angeles
Invisibles, formó su Policía, unificó alas Iglesias
'y movilizó a otras fuerzas de lás que se hablará
luego.
Y ahora no era ya solament'e subirá de tarta
mudo lo que le movía a la cruzada-, éra también
él consentimiento de millones de hombres que
habían renunciado a la palabra para no desgas
tarse vanamente.
La represión del Gran Sacrifieádon no admi
tió
En todo tiempo, la bestia humana fue horrible
de ver en la hora de Su furor, E incontables sus
destrucciones en el espacio.
Pero...
' “DioS és imparcial en nuestra lucha” -antici
paba Genghis Khan al enfrentarse a los poderosos
moscovitas. “Dios-está con nosotros”- , procla
maba Burundún al perseguir a los desvalidos.
Partes más nobles cercenaba él cuchillo de
obsidiana de Huichilopoztli que la navaja marra-
111
ñera de Burundún. Ritualmente buscaba aquel
el corazón para ofrecerlo, exento en el aire más
puro, a un tenebroso entusiasmo. Bestialmente
abría éste la ancha brecha por la que se vuelcan
glogloteantes los intestinos azulencos y vertírno
sos en una sucia ofrenda que rechazaría todo
ídolo.
Alvarez de Toledo y Juan de Vargas sabían
que en el magro de los españoles se cobraría la
injuria hecha al gordo de los flamencos. Burun
dún no ignoraba que nada tenían que temer sus
ejércitos mecanizados en el ojeo de labriegos sin
más escudo que la costra de su miseria.
La emboscada de Cajamarea fue el envite
desesperado de un centenar de hombres contra
treinta millares. De uno a trescientos la propor
ción aceptada por los alucinados. Las embosca
das de Burundún invertían los términos: cien
cazadores, cien oteadores y cien perros de presa
tras la traza de un solo ciervo -y sus crías—que
aún prefería gemir con palabras y no con balidos.
Los empalados de Kahir-ed-Din, el de las
barbas cobrizas, podían decirse en su desgarra
dora agonía que eran el rescate de la sangre
fraternal vertida en Rhodas. Los desollados de
Burundún sólo sabían que el hijo había superado
a su padre —Shylock de vereda y feriante de
milagrerías- con esta otra más trágica, aunque
más rápida, manera de robarle la piel a las gentes.
El conde y señor Rolando descontaba que
por cada aldea católica que incendiasen los “hijos
de Dios”, Montrevel haría que los de la Iglesia
112
Romana arrasasen veinte villorrios protestantes.
La malicia de Burundún había hecho imposible
lá represalia de los pueblos* que hablan contra
los pueblos que rugen.
Las grandes freidurías de la Inquisición no
temían ostentarse en el marco de los balcones,
lps altozanos y ías arquerías de las plazas públi
cas, rebósantes de espectadores sin ocultarse,
como íás de Bürundún, en la desierta vereda y
el olvidado atajo en que se tambalean las chozas
de los hombres inermes y sólitari(fs^p
Pero no."Ñóhay ■páráñ^óri?pósÍblé'.'+Pues en
toda maldad, en todo v0K)'3n todo crimen laten
una pasióÜVuna aíi^ioi^njllin^iextraviado deseo
de cambien, de que la vida caqapie.
Y én Burundún resollaba un resentimiento:
su bábtícleíflfe furor db tartatóudóL\
Pues todo reformador , é |^ a ^ ||'s ú s propios
vicios!
126
les engorde y aúpen; aquellos que creen colarse
en el reino de Dios por la hendidura de los cepos
petitorios.
No tendría término esta crónica veraz si hu
biésemos de censar la totalidad de los institutos
que formaban aún parte del cortejo.
Pues mucho habría que decir, por ejemplo,
de las sociedades científicas que en un momento
crítico para la economía burunduniana: cuando
estuvo a punto de fracasar la industria de los
nuevos armamentos que harían invencibles a Za
padores, Territoriales y Autoaviadores, tuvieron
la genial ocurrencia de convertir los cadáveres
de los lenguaraces en ricos depósitos de materias
primas: la piel, los intestinos y los músculos
sirvieron entonces para hacer hilos y tejidos
irrompibles; los dientes, las uñas y los huesos,
para plásticos de insospechada resistencia; las
grasas, los cartílagos y los cabellos como insu
perables sebos de los superexplosivos; la san
gre, en fin y los residuos intestinales se reserva
ron para crisma bautismal de los reformistas.
¿Y cómo mencionar apenas a los rematadores
de fincas, a los contratistas de demolición, a los
cambalacheros de muebles, a los falsificadores
de herencias, a los parientes postizos, a los adul
teradores de actas, registros y escrituras, a los
vendedores de falsos testimonios, a los acreedo
res artificiales, a todas esas organizadas divisio
nes de golillas, traficantes y testaferros que, al
día siguiente de cada expedición punitiva, se
abatían con negros brincos de cuervos sobre los
127
arrasados pueblos de los rebeldes para hacer el
patriótico traslado de sus patrimonios a manos
menos atrevidas y más fieles?
Y habría que hacer reverente mención de la
Sociedad Protectora del Pudor y la Liga de la
Decencia, de las Milicias del Hogar y las Falan
ges Vecinales, aguerridas escuadras femeniles
que en su celo apostólico quisieran hacer con
los sentidos de la vista y el oído lo que el Gran
Burundún-Burundá con la palabra: eliminarlos
para reducir las seducciones del demonio Prome
teo y evitar el mayor desgaste de los seres empe
ñados en obtener siquiera la aparente inmortali
dad de los minerales. .
Y algo habría que decir de los-domadores
de fieras, y de los pajareras, y de ÍÓS pedagogos
de perros de lujo, y de los amaestradores de
bestias circenses, y de los que son duchos en
imitar el reclamo de las aves, y de los domesti-
cadores de queloniós y de fócidos, y de los en
cantadores de serpientes, y de los maestros de
alta equitación, y de lós cornacas, y hasta de los
arrieros, gentes todas promovidas a altos rangos
en el Nuevo Orden por razón de sus significativos
oficios y sus urgentes servicios.
¿Y de los orfeones y de las sociedades corales
que propagaban el arrullante canto sin palabras
la pacificadora polifonía gutural? ■
¿Y de aquellos feroces sindicatos obreros que
se amansaron repentinamente y se precipitaron
a jurar la bandera del Mistagogo con su nuevo
slogan: “La mejor palabra, el pan”? u
128
¿Y de los Esauditas que, abozalados no acer
taban a tragar sus lentejas?
¿Y de los maestros de la escuela muda?
¿Y de los profesores de la universidad silen
ciosa?
¡No! No tendría término la crónica.
¡Ah!, pero olvidábamos...
Como hez que tras sí perdiesen todas aquellas
corporaciones castrenses, eclesiásticas y civiles,
desfilaban finalmente los tolerados desechos de
la palabra: eslabón indispensable entre la época
fatídica de los lenguaraces y la edad de oro del
gañido:
¡Aquellos postillones de la pluma, aquellos
jaleadores de la oratoria!
Hongos de las redacciones periodísticas, pio
jos de los pasillos del Congreso, habían sido los
sacapruebas en las noches del Escribidor; habían
formado la “claque” en los días del Gran Voci
ferante.
Estafetas del chisme, lacayos del rumor, co
rreveidiles de la calumnia, estilistas del “se
dice”, aurigas del escándalo, husmeadores de
sábanas, correos del anónimo... se diputaron
horneros de la fragua en que se reducía a ceniza
la vieja casa. Y pararon luego en simples mozos
de gabela.
Y ahora verdes de envidia, amarillos de des
pecho, grises de miedo, relegados en la hora del
botín y relegados en el orden del desfile, resul
taron idénticos a sí mismos.
Eran...
129
Los que no son paridos sino exudados. Los
que nacen del escupitajo de una pluma que se
hiende, del descuido de una escoba que se apre
sura. Los que brotan como una urticaria sobre
esas cosas sucias e innominables que se olvidan
en los rincones de las casas y que se toman agrias
y mohosas y estorbosas y malolientes en esos
rincones: una nata de leche, media naranja mon
dada, una espina de pescado, un mechón de pe
los, un hueso de aceituna, un algodón sanguino
so, un troncho de zanahoria, una piltrafa de car
ne.
Hijos del moho, bastardos del polvo, duende-
cilios de la basura; orín de las cuchillas de afeitar,
liendres de los poderosos; ladillas de los botara
tes; caspa, sudor, hedor de los que mandan; lí
vidas efímeras de las pesadas aguas de las alcan
tarillas.
En una crónica verídica, como es ésta, no
se puede decir que estos engendros desfilaran:
manaban. Como manan la pus y el menstruo:
nauseabundo rescate de la vida limpia y sana.
130
cosas con las cuales —por prudente o imperiosa
decisión de los jefes secretos del Partido- el Pue
blo Mudo contribuía, en la muerte del Gran Pre
cursor, a la consolidación de su Reforma.
Las cosas que hablan:
Los grabados antiguos, los retratos de los
antepasados, los daguerrotipos de los abuelos,
las fotografías de los padres que todavía alcan
zaron a sufrir el azote de la palabra;
Los libros: amarillentos y fofos libros de re
zos; biblias con inscripciones genealógicas en la
páginas de guarda; historias, crónicas y anales
de las haciendas; recopilaciones epistolares e
inéditas memorias de parientes que emigraron;
cuadernos escolares con poemas de adolescentes;
gacetas de las épocas de persecución y clandes
tinidad; diarios de niñas que murieron prematu
ramente y de solteronas longevas;
Los muebles: los que engendran fantasmas
en los desvanes o presiden, bajo un forro reveren
cial, los salones: la silla,en que pontificaba, blas
femando, el abuelo procer; la cama en que murió
el guerrillero herido; el espejo que sirvió de es
pectador y censor a los ensayos que hizo la bisa
buela antes de la audiencia en que ganaría con
sus palabras la libertad de unos rehenes indiscre
tamente queridos; el viejo piano confidencial; el
caballete en que un tío loco pintaba los horrores
de su época; el escritorio del panfletista; el recli
natorio del varón quieto; los baúles ahitos de
uniformes desgarrados y ensangrentados -no im
polutos y relucientes como los de hogaño-, de
131
crinolinas y verdugados que eran fortalezas que
sólo se rendían al mimo de la palabra; de boas
blancos y negros que servían para disimular la
risa, amortiguar la crueldad de una negativa y
hacer más rosado y madoroso el hombro que, a
la vez, ocultaban y ofrecían;
Los cachivaches: la copa que sirvió para el
brindis que sellaba la unión heroica y secreta; el
reloj con Minervas y laureles de bronce que se
ñaló la hora de las partidas sigilosas; la caja de
rapé en que se ocultaban la lima y el veneno,
como románticos símbolos de “libertad o muer
te”; el guardapelo en que Una arrebatada doncella
llevó, bajo el retrato de una abuela amulatada,
el plano de cierta comarcá; la Virgen quiteña,
el Niño Jesús de Praga, el ..crucifijo a los que
hay que hablarles entre sollozos y grite» para
que las súplicas calen, como ún hacha, en sus
leños policromados; ‘
Los utensilios:. la olla que sabe congregar a
tos hombres con el furor suculento de sus vapo
res; la damajuana que desata íás lenguas y fo
menta el diálogo; la garlopa que ríe mientras
desnuda las bellezas de la madera, pero rebaña
los nudos que la desfiguran; la hoz que silba la
alegría de la cosecha, pero estride en la cólera
de la escasez; lá hachuela que se perfuma cor
tando los leños para el lar, pero que también
sabe cortar las cadenas; el yugo que los bueyes
aceptan con lentos testarazos de protesta indolen
te, pero que nunca se intentaría calzar entre las
astas del toro; la silla de montar que invita, olo
132
rosa al sudor vegetal de las altas yeguas, a ser
el jubiloso correo de la victoria;
Los juguetes: las peponas que dicen “papá”
y “mamá” cuando se las acuna; los teatros infan
tiles y las casas de muñecas, tras de cuyos muros
de cartón hay que hablar para que el juego ad
quiera sentido; los nacimientos que sólo se ani
man y se deciden a vivir cuando se sueltan las
golondrinas de los villancicos; los rebeldes
monstruos de peluche y aserrín que no quieren
dormirse sin que se les cante una nana...
Las cosas; todas las cosas que hablan.
137
menzaron, en su pánico, ya sin jefes, ya sin nada
ni nadie, azotados dentro de su coraza de soledad
por el miedo, a disparar.
Peor espanto aún: más desconcertante mixti
ficación: más extravagante misterio: sus balas
alcanzaban a las gentes que huían saltando sobre
las tumbas, escondiéndose tras las tumbas, tras
los cipreses, saltando, huyendo, escondiéndose
y recibiendo —esto era lo insoportable- las balas
en sus espaldas, en sus hombros, en su corazón,
sin que manase de sus heridas otra cosa que un
agua chirle... Era como si disparasen contra las
altas fantasmas grises del sueño, o contra muñe
cos de aserrín, como si disparasen en una feria...
no mataban a nadie, no moría nadie. El mundo
todo no era ya de sangre sino de agua chirle,
como el Gran Burundún-Burundá no era otra
cosa ya que un obeso papagayo de papel.
Cundió también en el ejército el espanto. Y
se desbandó.
Huyeron todos: los poderosos y los humildes,
los inermes y los armados, los viejos y los jóve
nes, los avisados y los necios; revueltos como
los despojos en la ola, como las basuras en el
viento, como las cenizas en la llama, hacia un
horizonte cada vez más bajo de niebla y de llo
vizna, hacia los campos desiertos en donde ni
siquiera aullaban los perros.
Entre la negra concha del ataúd, bajo el gé
lido soplo de aquel definitivo crepúsculo, el gran
papagayo de papel periódico parecía resollar as
mático.
138
Entonces el caballo se irguió de nuevo sobre
sus patas traseras, agitó alegremente las crines,
mostró los anchos dientes en una muda sonrisa
y echó a andar, por la avenida más larga y más
ancha del mundo, hacia la ciudad abandonada
por entre los carros, los camiones, los vagones,
las carretas- colmadas de cosas, de innúmeras
cosas sin dueño.
¡No le cabía al caballo la risa en el cuerpo!
139