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El síndrome serbio
EL SÍNDROME SERBIO
Manuel Delgado
Hace unos días daba una conferencia en Madrid. El asunto era el de la expulsión
de la rauxa y la interpretación de la violencia en Catalunya como una presencia
esencialmente intrusa. Al acabar la charla, los presentes empezaron a formular
preguntas imprevistas. Más tarde, sentados en torno a la mesa de un bar, mis
contertulios arreciaron en sus opiniones y en algún caso las despojaron del
aspecto académico que las había moldeado minutos antes.
Por lo que parece, en Catalunya –así lo tenían entendido- existe en estos
momentos una situación de coacción bajo la que las autoridades de la Generalitat
llevan a cabo su campaña de imposición del catalán como idioma único. Estas
personas estaban convencidas de que aquí está produciéndose una creciente
segregación de los castellanoparlantes y que éstos están empezando a organizarse
para hacer frente al despotismo con que se les obliga a renunciar a su idioma y
para hacer respetar el principio oficial del bilingüismo. Ni que decir tiene que
con el asunto de los Juegos Olímpicos estaban que trinaban.
El problema es muy grave y creo que debería ser causa de alarma seria. Nos
hallamos ante una cuestión casi tabuada, sistemáticamente sorteada en las
instancias oficiales, de la que siempre es inconveniente hablar en los medios de
comunicación, pero con la que cualquier persona que salga de Catalunya puede
toparse con sólo insinuar el asunto, al margen de quién sea el interlocutor. La
idea que se tiene en el resto del Estado español acerca de lo que está pasando
aquí asusta no sólo porque no responde a la realidad perceptible sino porque
expresa contenciosos latentes y rencores históricos que ojalá no lleven nunca más
lejos el camino que insinúan.
Otra cosa puede suceder si alguien, desde fuera, se siente crispado por los efectos
de una especie de síndrome serbio y se le mete en la mollera que es preciso
rescatar a unos inexistentes paisanos suyos sitiados u oprimidos por un supuesto
enemigo. Inténtese ponerle ante los hechos, traigámosle a ver un país en que la
gente se entiende, hable el idioma que hable, porque se quiere entender y nunca
ha hecho del acento un motivo de discordia. No se conseguirá nada: cada cual
vive en el mundo que se imagina y la Catalunya que él o ella tienen en la cabeza
no es la misma que aquella en la que usted y yo vivimos.