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dimarts, 11 de desembre de 2018

El síndrome serbio

Este artículo apareció publicado en El Periódico de Catalunya el 26-4-1992. La


conferencia aludida tuvo lugar en el Museo de Antropología de Madrid por
invitación de la Asociación Madrileña de Antropología. Se tituló “El seny i la
rauxa. El lugar de la violencia en la construcción de la identidad catalana” y
apareció publicada como artículo en el número 6 de la revista Antropología
(1992). Vale la pena llamar la atención sobre que el artículo fue escrito cuando
estaban en curso diferentes conflictos derivados de la desintegración de la URSS
y Yugoslavia.

EL SÍNDROME SERBIO
Manuel Delgado

Hace unos días daba una conferencia en Madrid. El asunto era el de la expulsión
de la rauxa y la interpretación de la violencia en Catalunya como una presencia
esencialmente intrusa. Al acabar la charla, los presentes empezaron a formular
preguntas imprevistas. Más tarde, sentados en torno a la mesa de un bar, mis
contertulios arreciaron en sus opiniones y en algún caso las despojaron del
aspecto académico que las había moldeado minutos antes.
Por lo que parece, en Catalunya –así lo tenían entendido- existe en estos
momentos una situación de coacción bajo la que las autoridades de la Generalitat
llevan a cabo su campaña de imposición del catalán como idioma único. Estas
personas estaban convencidas de que aquí está produciéndose una creciente
segregación de los castellanoparlantes y que éstos están empezando a organizarse
para hacer frente al despotismo con que se les obliga a renunciar a su idioma y
para hacer respetar el principio oficial del bilingüismo. Ni que decir tiene que
con el asunto de los Juegos Olímpicos estaban que trinaban.

Reconozco que me impresionó la vehemencia de tales consideraciones, no tanto


porque no supiera que existía por ahí el ánimo de que “había que hacer algo” en
relación con los castellanoparlantes asediados en Catalunya, sino porque jamás
hubiera imaginado que personas con las que comparto ideas y vocación, y por las
que tanto respeto siento humana e intelectualmente, participaran de una visión
que yo tenía por restringida a ciertos ambientes muy concretos.

Y lo peor es que no conseguí disuadirles de que la política de protección y


promoción de la lengua de Catalunya, que tenían como altamente gravosa para
los derechos de una parte importante de su ciudadanía, no era cosa de un tiránico
Gobierno de Jordi Pujol, ni de las intrigas de un cada vez más demonizado Àngel
Colom, sino una orientación que tiene en los Ayuntamientos regidos por
socialistas o comunistas –entre ellos, por supuesto, el de la propia Barcelona-
impulsores tempranos y decididos.

Imposible también convencerles de que la política lingüística hoy ampliamente


consensuada y ejecutada por todas las instituciones se llevaba a cabo con un
grado importante de sensibilidad y respeto para todos y que desde el célebre
Manifiesto de los 2.300 de enero del 81 no había habido casi ninguna expresión
pública de protesta por un presunto agravio de derecho alguno por este motivo.
Ni siquiera conseguí convencerles de que nadie –ni los más radicales
separatistas– se proponía expulsar a los emigrantes andaluces.

El problema es muy grave y creo que debería ser causa de alarma seria. Nos
hallamos ante una cuestión casi tabuada, sistemáticamente sorteada en las
instancias oficiales, de la que siempre es inconveniente hablar en los medios de
comunicación, pero con la que cualquier persona que salga de Catalunya puede
toparse con sólo insinuar el asunto, al margen de quién sea el interlocutor. La
idea que se tiene en el resto del Estado español acerca de lo que está pasando
aquí asusta no sólo porque no responde a la realidad perceptible sino porque
expresa contenciosos latentes y rencores históricos que ojalá no lleven nunca más
lejos el camino que insinúan.

Nadie ignora que Catalunya es un país multiétnicamente constituido, pero nadie


discute tampoco que una lengua minoritaria como el catalán está condenada a
desaparecer si no es defendida y priorizada institucionalmente. Por ello, el
proyecto de normalización es del todo innegociable, indispensable si es que se
pretende que Catalunya continúe manteniendo su singularidad cultural, o, dicho
de otro modo, sobreviva. Así de sencillo. Es verdad que eso puede causar algún
problema, pero también lo es que, por ahora, bien pocos ha ocasionado. No estoy
diciendo “aquí no pasa nada”, sino que las tensiones que resultan de la prudente
decisión con que se está aplicando la política de normalización lingüística son
considerablemente más leves de lo que piensan más allá de los límites de
Catalunya.

Otra cosa puede suceder si alguien, desde fuera, se siente crispado por los efectos
de una especie de síndrome serbio y se le mete en la mollera que es preciso
rescatar a unos inexistentes paisanos suyos sitiados u oprimidos por un supuesto
enemigo. Inténtese ponerle ante los hechos, traigámosle a ver un país en que la
gente se entiende, hable el idioma que hable, porque se quiere entender y nunca
ha hecho del acento un motivo de discordia. No se conseguirá nada: cada cual
vive en el mundo que se imagina y la Catalunya que él o ella tienen en la cabeza
no es la misma que aquella en la que usted y yo vivimos.

Coincido plenamente con quienes advierten sobre la extensión a España de lo


que Anguita llamaba “histeria nacionalista” que parece cundir en otras latitudes.
Es más, creo que hay síntomas que avisan de que ya se está produciendo. Pero
digámoslo igual de claro: no es en Barcelona donde han empezado a darse con
inquietante virulencia esos signos, sino en Madrid.

Publicat per Manuel Delgado a 5:12 Enllaços a aquest missatge


dimecres, 5 de desembre de 2018

Fuera de lugar, fuera de sí


Christian Jankowski, "Let’s get physical/digital", 1997

Fragmento de "De la estructura al acontecimiento", texto en el catálogo de


la exposición.Revolving doors, Fundación Telefónica, Madrid, 2004, pp.
17-25. Comisariada por Montse Badia.

FUERA DE LUGAR, FUERA DE SI


Manuel Delgado

¿Qué suponen los gestos en principio elementales de entrar y salir? ¿A


qué nos conduciría una reflexión profunda acerca de las connotaciones de
ese acto de apariencia simple que es abrir una puerta para pasar de dentro
a fuera o viceversa? Dentro se supone que estaremos protegidos de las
inclemencias de un mundo exterior que la cultura moderna –desde
Descartes y desde la Reforma– aparece gravemente devaluado. Fuera
todo es banal, efímero, frío y allí nos aguardan –dicen– todo tipo de
peligros físicos y morales. Entrar entonces resulta idéntico a ponerse a
salvo de un universo exterior percibido como inhumano y atroz. Un juego
infantil que todos conocemos lo explicita y el perseguido en el tocar y
parar sabe cuál es la palabra mágica que le va proteger de quien corre tras
de él para atraparle: “¡Casa!”.

Esa concepción positiva de lo intrínseco puede verse contrastada por un


reconocimiento de las potencialidades del acto mínimo de abrir la puerta
para salir. En el dentro, precisamente porque es el escenario de y para la
estabilidad, uno puede sentirse prisionero de roles con los que no se
siente identificado, obligado como está a un ejercicio permanente de la
previsibilidad, clavado al lugar preciso que se nos asigna en una
estructura predeterminada. Como ocurre en el brevísimo cuento de Franz
Kakfa El paseo repentino y como George Simmel supo analizar en un
célebre texto de 1909,[1] el mover la puerta para salir fuera puede
asociarse a la capacidad de cambiar, de devenir otra u otras cosas, de
protegerse con aquello que en otros casos podría percibirse como una
fuente de desazón: la incertidumbre, la ambivalencia, la extrañeza... En el
exterior se extiende en todas direcciones el imperio infinito de las
escapatorias y las deserciones, de los encuentros azarosos y de las
posibilidades de emancipación. Si el dentro es el espacio de la estructura,
el fuera lo es del acontecimiento.

Es así como cerrar la puerta tras de si para entrar o salir se convierten en


actos simbólicos en que se expresan otras oposiciones: lo interior y lo
exterior, lo profundo y lo superficial, lo esencial y lo aparente, lo
intrínseco –lo que se da por sentado que las cosas son realmente– y lo
extrínseco –lo que se le antoja que son a los sentidos–, lo privado y lo
público. El adentro, lo interior, el ámbito privado remiten a ideas,
sentimientos o conductas que son objeto de reserva y no se someten al
juicio ajeno. En el cajón de lo externo, de lo público, se reune todo lo que
se muestra a los demás, lo que es objeto de percepción y opinión por parte
de quienes están también ahí fuera, mirando y escuchando. El dentro y el
afuera connotan, en sus expresiones extremas y respectivamente, el
secreto y la exposición total. En otras palabras, lo público es lo que se
muestra, lo que resulta transparente a la percepción ajena. Lo privado es
lo que se conserva dentro y no se muestra al exterior, lo que se esconde, lo
opaco, lo que no deja de ser la variable cultural de la necesidad de
ocultarse que la etología registra en el reino animal.

Las distintas intensidades de discrecionalidad y acceso a la información


que cada cual posee sobre sí mismo y sobre los otros se corresponden con
los diferentes niveles de interioridad. Cuando más nos adentramos hacia
el afuera –si se nos permite el juego de palabras– más reservados nos
hacemos, puesto que entendemos que una exposición excesiva de lo que
sabemos o creemos saber nos convierte en vulnerables ante iniciativas
indeseables de los demás. Así, en el máximo nivel de discrecionalidad, nos
encontramos con lo que el individuo vive como su interior, su adentro
absoluto, aquello que da en llamar su propia conciencia, la convivencia
con la cual da pie al concepto de intimidad. Cuando más nos alejamos de
ese núcleo de opacidad, más translúcidos nos volvemos. En primer lugar
ante el grupo de afines que constituye la propia familia con la que se
conforma un hogar o la unidad doméstica en que nos incluimos. Acaso
también ante ese núcleo cerrado en que nos podemos incluir con fines
más o menos clandestinos, dándole la razón a Bataille cuando hacía notar
que lo que no es servil es inconfesable. Más allá los parientes cercanos o
los amigos autocatalogados como íntimos. Más allá todavía, los parientes
lejanos, los compañeros de trabajo o los vecinos. Afectados por un
máximo nivel de reserva estarían los desconocidos con los que uno
práctica la vida pública, de los que nos protegemos mediante el
anonimato, el disimulo y la máscara, ejerciendo nuestro derecho a no dar
explicaciones acerca de lo que pensamos o sentimos, e incluso de quiénes
somos en realidad.

El dentro y el afuera son en esencia campos móviles que no tienen porqué


corresponderse con escenarios físicos concretos. Con todo, es cierto que el
adentro se asocia más bien al espacio construido y habitable. Se entiende
que dentro rigen principios de convivencia basados en un pacto de
franqueza y previsibilidad. En la instancia social estructurada que ese
dentro suele albergar se registran relaciones estabilizadas, como las que
vinculan entre si, por ejemplo, al empleado con su jefe o, en el máximo
nivel de privacidad interpersonal, al marido con su esposa. Dentro, tras
las puertas y las paredes construidas, bajo techo, se encuentran las sedes
de las diferentes instituciones primarias, en cuyo seno uno reconoce y ve
reconocido su puesto en un organigrama de puntos más bien fijos. Dentro
se alcanzan los máximos niveles de claridad estructural y allí puedo ser,
por ejemplo, oficinista, fresador, escolar, fiel, cliente o padre de familia,
en la medida en que el escenario que ese interior que las paredes
alberguen y al que esas puertas den acceso sea un despacho, una fábrica,
una escuela, un templo, un comercio o un hogar.

En cambio, el afuera se asocia al espacio no construido y, por tanto, no


habitable, basta comarca en que tienen su sede formas de organización
social inestables. La calle y la plaza son los afueras por excelencia, donde,
al aire libre, tiene lugar una actividad poco anclada, en la que la
casualidad y la indeterminación juegan un papel importante. Sus
protagonistas aparecen como desafiliados, es decir sin raíces. Son pura
movilidad, puesto que el puro exterior –sin techo, sin muros, sin puertas–
difícilmente puede ser sede de algo. Esa esfera, definida por la
ambigüedad de las relaciones que en ella se registran, es justamente la
que se asocia a la noción de espacio público, entendido como aquel en que
la vida social despliega dramaturgias basadas en la total visibilidad y en
que no existe ningún requisito de autenticidad, sino el mero
cumplimiento de las reglas de copresencia que hacen de cada cual un
personaje que aspira a resultar competente para conducirse entre
desconocidos. Ese espacio de y para la exposición no puede ser morado,
en el sentido de que no puede ser habilitado como residencia ni de
personas ni de instituciones. Estar fuera es estar siempre fuera de lugar,
con la sospecha de que en el fondo no se tiene. Estar fuera es siempre
estar fuera de sí, dado que es uno mismo lo primero que se abandona
cuando se sale. El adentro tiene límites, por el contrario, el afuera es ese
paisaje ilimitado en que no vive nadie y por el que lo único que cabe hacer
es deslizarse. Tenemos entonces que al adentro –lo privado, lo interior, lo
intrínseco– le corresponde lo estable, lo previsible, lo anclado, y se opone
al afuera no sólo porque no se muestra, ni se somete al juicio ajeno, sino
porque es el dominio sin dominio de lo que se agita sin reposo.

Si la calle y la plaza son los afueras por antonomasia, uno de los


escenarios emblemáticos del dentro es el hogar. No se olvide que el
concepto moderno de hogar está relacionado con esa división
inequívocamente moderna entre espacio público y espacio privado que
hizo aparecer al primero como una comarca en la que las certezas se
disolvían y uno se veía obligado a proteger su verdad personal de los altos
niveles de ambivalencia moral que allí dominaban. Frente ese terreno de
las exposiciones –en el doble sentido de las exhibiciones a la visibilidad
ajena y de las puestas en peligro–, el espacio interior o privado por
definición –lo que a partir de un cierto momento empezó a llamarse el
hogar dulce hogar, se convertía –cuanto menos en teoría– en aquel
refugio en que, lejos de la desolación y la desorientación que
caracterizaban el mundo exterior, uno podía vivir una cierta experiencia
de la verdad personal. Esa función protectora del interior hogareño
explica la importancia que cobra tener un sitio en que vivir. Cabe subrayar
que tal presunción da por incontestable que lo que cada cual hace en su
casa es ciertamente vivir, lo que automáticamente permite inferir que lo
que hace fuera no es vida. Habitar se convertía así en sinónimo de vivir.
No tener casa no es, desde entonces, no tener vida privada, sino no tener
vida, a secas.

Ahora bien, es difícil negar que el hogar no ha conseguido cumplir la


expectativa que se puso en él como el auténtico dentro en que podríamos
sentirnos a salvo de un afuera vivido como inauténtico y vacío. Lo cierto
es que la familia no se ha podido constituir en el último reducto de una
verdad comunitaria que el mundo moderno ya hacía imposible una vez
cruzado hacia fuera el umbral de la propia casa. No se ha podido
encontrar de puertas a dentro ese nido en que cada cual iba a poder ser lo
que realmente era en plenitud. Lo que se da en llamar la crisis de la
familia no es sino el resultado de la decepción que para muchos
individuos implica reconocer que ese interior doméstico también estaba
afectado de las inclemencias de las que las víctimas del mundo moderno
procuraban protegerse a toda costa. También en ese dentro fracasado se
reproducían la mentira y la inseguridad que campaban fuera. Tampoco
allí era posible la espontaneidad absoluta, el relajamiento de la vigilancia
ante un mundo percibido como absurdo y hostil y la ausencia de engaño.
También allí, en el hogar, dominaban las apariencias, las necesidades
materiales y los intereses. La familia no cumplió esas expectativas de ser
el ámbito para el intercambio de verdades personales y lanzaba al
individuo a un autoacuertelamiento en esa reserva natural de
autenticidad que prometía ser el propio interior personal, el último
refugio para una verdad que el mundo externo –incluyendo el propio
hogar– no podría ni comprender ni aceptar.

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