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Pequeño mosaico imperfecto de series políticas

Publicado por Jorge Galindo

Porque detrás de House of Cards o de Boss hay un mensaje posiblemente no


intencionado por parte de los autores, pero que resulta fantástico de apreciar: el sistema
funciona a pesar de quien esté dentro del mismo. Que en Chicago o en Washington nada
se frena porque haya unos cuantos desaprensivos haciendo política sin mirar a quién
acuchillan en cada momento. Los diseños institucionales en la mayoría de democracias
avanzadas son tan sólidos que aguantan hasta eso. Es, a mi modo de ver, algo realmente
encomiable: lo que evita que todo se desmorone no son las buenas personas, la ética, el
amor ni los ositos de peluche. No. Son las instituciones bien organizadas, los arreglos
legales sólidos, los incentivos puestos en el lugar adecuado.
Es en ese momento cuando, saturado de corrupción y de contradicción infinita, el
espectador habituado dejará volar su mente de manera inevitable al edén absoluto de la
política en la pequeña pantalla, aquel que tuvo lugar entre 1999 y 2005. Sí, estoy
hablando de El ala oeste (de la Casa Blanca). Esas siete temporadas que comprenden el
mandato de un presidente que ya ha llegado a ser un mito, Jed Bartlet, y las vidas de
todo su equipo. Un mundo en el que el diseño institucional no es necesario porque
prácticamente todo funciona bien porque quien está en política lo hace para mejorar la
vida de los demás. La visión de la serie resulta tan emocionante, tan engaging, tan
compelling (así, anglicismos horteras incluidos y todo) que no uno, ni dos, sino decenas
de personas parecen haber sido absorbidas en el mundo de la comunicación política tras
disfrutarla (el ala oeste de la Casa Blanca es donde habitan los asesores de
comunicación del presidente). De hecho, la frase «cuánto daño ha hecho El ala oeste»
es casi un lugar común en la profesión para referirse a toda una legión de neófitos que
han aterrizado en el sector con una idea romántica del mismo provocada por tomarse
demasiado en serio a Bartlet y compañía.

Que no sirva esto para desmerecer la serie. No solo Sorkin escribe los diálogos más
increíblemente ágiles de la televisión, haciendo a los personajes hablar rápido para que
parezcan más listos, sino que expone ante el espectador todo el entramado político de
Washington. Ver El ala oeste equivale a un curso intensivo, intenso y profundo de
política americana. A aprender cómo el ejecutivo y el legislativo lo tienen tan difícil
para relacionarse en un sistema que los mantiene tan separados. Cómo el primero se
frustra constantemente al intentar llevar adelante iniciativas legislativas que tropiezan en
el segundo, donde, al no haber disciplina de voto cerrada y marcada, cada legislador
tendrá un sesgo provocado por, como decíamos, su lugar de procedencia y elección.
Cómo (y esta frase no es mía, pero no recuerdo de quién es) los partidos políticos en
Estados Unidos son poco más que oficinas electorales que se montan y se desmontan
cada cuatro años, y ese «poco más» consiste en un entramado de relaciones personales
donde lo público y lo privado se confunden hasta puntos inimaginables en este nuestro
continente. De qué manera funciona la estructuración de mensajes y la relación con los
medios y la opinión pública sin necesidad de caer en el tópico de «la gente es tonta y
quiere basura populista» (más bien al contrario: Bartlet es el anti-Bush, un nobel de
economía hecho presidente). Y, por último, uno no puede sino pensar en lo vasta, sólida
y bien tramada que está la democracia americana. Sí, así lo digo, sin ambages ni
timidez. El ala oeste es mi serie predilecta porque me explica lo que quiero oír, explica
un sueño: que el mundo está lleno de gente que quiere cambiar las cosas y que
normalmente tienden a conseguirlo en el largo plazo por muchos tortazos que se den en
el corto.

The Wire es la mejor serie de la historia. Sus virtudes narrativas ya han sido glosadas
aquí de una manera soberbia, así que no osaré entrar en ello. Sin embargo, lo que no se
menciona tan a menudo es por qué resulta una serie aterradoramente realista en lo que a
retratar la política se refiere. Cada una de las cinco temporadas tratan un aspecto distinto
del mundo político (delincuencia y droga, corrupción, educación, pobreza, medios de
comunicación), manteniéndose el primero como constante hilo conductor. A través de
los 60 episodios desfilan una infinidad de personajes que a veces ganan, a veces
pierden. A veces mueren y otras llegan a acuerdos. Y la vida sigue, sin demasiados
logros enormes y con todas sus pequeña tragedias. Esto, que normalmente se conoce
como «costumbrismo» o «retratar lo cotidiano» o cualquier otro sinónimo literario, yo
lo llamo «equilibrio». Un equilibrio narrativo perfecto entre personas con motivaciones
y conflictos que resolver que se enfrentan con otras personas que tienen otras
motivaciones y otros conflictos en un contexto institucional determinado. La diferencia
no es trivial. Casi todas las series, y las anteriormente citadas no son una excepción, van
de individuos que tienen un problema y lo solucionan. Sin embargo, en The Wire los
individuos responden a los incentivos que tienen a su alrededor y que se van
encontrando. The Wire no habla de la desviación a la norma, sino que habla de la norma
y de cómo el individuo se adapta a la misma.

También habla de cómo la crea: el mercado de la droga es, por definición, desregulado
por estar fuera de la ley. Pero (particularmente en las primeras temporadas) los
protagonistas de la serie se encargan de construir sus propios acuerdos, sus propias
instituciones, leyes al fin, que les permiten hacer del mercado algo funcional. Esto
encierra dos lecciones políticas tremendamente importantes: una, la tendencia que
tenemos a crear sistemas de intercambio («los mercados»); dos, la tendencia que
tenemos a crear contratos para evitar la incertidumbre en dicho intercambio. Lo primero
es Adam Smith, lo segundo es algo menos conocido, pero en ello se basa una
grandísima parte del análisis social actual. Sirva como punto de referencia el teorema de
Ronald Coase. El teorema dice que en ausencia de costes implícitos a la transacción y
con la presencia de mercados totales (todo se puede intercambiar y por todo, incluso por
una externalidad, se puede compensar), el intercambio llegará a un acuerdo inmejorable
para ambas partes. El asunto es que, como el mismo Coase afirmaba, casi siempre
existen costes implícitos a la transacción y casi nunca existen mercados completos que
compensen por externalidades, sean estas positivas o negativas. Así que necesitamos
acuerdos, contratos, instituciones que cubran estos problemas. Y si el Estado no las
proporciona las partes las crearán. The Wire es probablemente la mejor lección que he
visto sobre esta idea en cualquier obra de ficción, enmarcado en un vastísimo retablo de
la vida urbana americana.
La presencia de instituciones, reglas y otras personas interactuando con nosotros con
objetivos dispares es uno de los límites al libre albedrío y a la racionalidad total de los
agentes. Otro límite es la falta de información perfecta, algo que trata Yes, Minister.
Pero aún nos queda uno más: lo imprevisible de nuestras decisiones y de nuestras
emociones. La multiplicidad de objetivos a veces contradictorios. Ningún ser humano es
plano o tiene un objetivo único y claro en su vida. La mayoría tenemos una idea
relativamente difusa de lo que queremos conseguir y una serie de medios relativamente
imperfectos a nuestro alcance para hacerlo. Y así vamos tirando. Muchísimas series
exageran este punto hasta el absurdo, sobre todo cuando se trata de hablar de mujeres,
amor y romanticismo. Las arriba referidas hasta ahora lo contemplan demasiado poco,
sin embargo. El punto medio es dificilísimo, y en conseguir definirlo también va el ser
capaces de explicar el cómo y por qué ciertas relaciones de amistad o de pareja (como
las de Tom y Meredith Kane, o Frank y Claire Underwood) nacen. La verdad, nunca
tuve demasiada esperanza en que ninguna serie encontrase justo ese punto. Por eso las
historias de amor siempre me tendían a estorbar un poco en la trama principal, como si
no acabasen de encajar. Pareciere que los guionistas tenían que elegir entre hacer
justicia al amor o hacer justicia al Individuo Racional Que Todo Lo Puede. Y nadie
supiese hacer ambas cosas.
Hasta que vi Homeland.
En términos estilísticos, Homeland no es precisamente la mejor de esta lista. Su relato
sobre una agente de la CIA increíblemente efectiva pero algo tocada del ala, sus jefes y
compañeros, y un marine retornado de un secuestro de siete años que tal vez se ha
vuelto terrorista no da, aparentemente, para una narración pausada. Abundan los giros
de guión (si bien al límite de lo torticero sin jamás sobrepasarlo), ciertos artificios y
lugares comunes, y toda una serie de elementos en parte ya vistos en películas recientes
(dirección de fotografía incluida). Sin embargo, cuenta con una virtud que es una joya
única y escondida: sus personajes tropiezan. Tropiezan todo el rato. Tienen una
dirección, sí. Unos objetivos, sin duda. Algo por lo que luchar y contra lo que luchar,
claro. Pero en el camino se caen. Muchas veces no se caen porque alguien les ponga la
zancadilla, ni porque haya un muro infranqueable en forma institucional. No. Se caen
porque son torpes. Porque miran para otro lado y se despistan. Son eso, personas. No
seré más específico para no reventar la trama a quien no la haya visto, pero eso es a lo
que cabe prestar atención al ver esta serie: a cómo los seres humanos, ni siquiera siendo
terroristas, vicepresidentes o agentes de la CIA, nos libramos de los límites intrínsecos a
nuestra persona: que no podemos predecir el futuro; que no podemos disponer de todos
los medios para nuestros fines, unos fines que, en cualquier caso, no están tan definidos
como nos gustaría pensar; y que nadie está a salvo de lo inesperado.
No querría terminar el pequeño mosaico sin una pincelada final color azul-corbata-de-
político. El episodio número 139 (o 7×07 en lenguaje Google) de El ala oeste de la
Casa Blanca es la mayor genialidad que nadie se ha atrevido a hacer en una serie sobre
política hasta la fecha. Dos cantidatos presidenciales, el latino Matt Santos (Demócrata)
y el blanquito Arnold Vinick (Republicano) se enfrentan en un debate que el capítulo
ofrece en tiempo real, empezando y acabando con el mismo. La realización usa el set en
el cual tuvo lugar un debate presidencial de la campaña de 2004 entre Bush y Kerry,
hace cambiar las cámaras como cambian en los debates televisados de verdad, e incluso
coloca el logo de NBC Live sobreimpreso con la hora (de hecho, esta hora varía según
se trate de la versión emitida en la zona este u oeste de los Estados Unidos, existiendo
de hecho dos versiones diferentes de la edición). La discusión entre los dos políticos
toca prácticamente todos los temas relevantes en el debate público americano. Lo hace
con realismo, con respeto, con profundidad (una profundidad inusitada no ya para una
serie de televisión sino para un debate real) y manteniendo aun así un ritmo trepidante.
Al consumirse el último minuto del capítulo no me quedó otra opción que acercar mi
mano al mando a distancia, presionar el botón de «Atrás» del DVD y volver a verlo
entero. Desde entonces, cada vez que una disputa política me decepciona especialmente,
o que el ritmo del día a día de noticias, declaraciones, dimes y diretes me exaspera hasta
dejarme agotado, me guardo la noche para volver a ver ese capítulo. Porque las series,
series son, y fantasía por tanto. Pero nunca una ficción política dejó los sueños tan
plausibles ni tan cerca de ser alcanzados.

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