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Reseña Ataque al corazón del imperio. Autonomía, RAF, Panteras Negras (La Espiga).

Ataque al corazón del imperio (2018), libro colectivo de la editorial La Espiga, saca a traslucir el
debate sobre la posibilidad de la lucha revolucionaria dentro de centros imperialistas a través
del análisis y balance de tres experiencias concretas de nuestro pasado reciente: la Autonomía
Operaia italiana, la Facción del Ejército Rojo en Alemania y el Partido Pantera Negra en EE.UU.
Los momentos de mayor fuerza de estos tres procesos coexistieron en el tiempo (estamos
hablando de finales de la década de los sesenta y principios de los setenta), y fueron expresión
de un momento de efervescencia a nivel mundial, en el cual las periferias imperializadas de
todo el mundo miraron a la cara de la bestia imperialista y lucharon a través de procesos de
descolonización y liberación nacional, y en el cual el marxismo-leninismo era efectivamente
referente de vanguardia y arma de liberación de todos los pueblos oprimidos del mundo. Fue
el último momento hasta nuestros días en el que la victoria parecía alcanzable, en el que la
tortilla parecía cerca de darse la vuelta, el último momento en el que los tigres imperialistas
más nos parecían estar hechos de papel.

Reflexionar sobre esta época como hace La Espiga, desde el corazón del imperio, puede y debe
servirnos para extraer lecciones que nos sirvan para el presente, que nos hagan trazar las
coordenadas de lucha y afilar las armas de la crítica, y sobre este tipo de reflexiones de
actualidad orbitó la presentación del libro en el espacio madrileño de Enclave de libros. A
través de cuatro puntos transversales se planteó un debate sobre la forma de entender la
lucha revolucionaria dentro de un centro imperialista, cuestión que tradicionalmente ha hecho
encadenar derrota tras derrota (podemos hablar perfectamente de estas tres experiencias
pero también de la Comuna de París o de la Revolución alemana en Weimar). Estos cuatro
puntos planteados son el sujeto revolucionario, la forma de organización, la legitimidad de la
violencia y el imperialismo.

Respecto la cuestión del sujeto revolucionario, todas estas experiencias son herederas del
marxismo, por tanto la noción de clase siempre va a estar en el centro del tablero. Lo
importante es cómo se entiende esta clase. No se deben utilizar criterios economicistas que
únicamente atiendan a la propiedad de los medios de producción y a la función social, sino que
se debe ampliar el análisis: la clase no es homogénea, está atravesada por particularidades y
determinaciones que hay que analizar (género, raza, etc.). Estas experiencias ponen de relieve
que la cuestión de la lucha dentro de un centro imperialista debe pasar, necesariamente, por
el análisis de una aristocracia obrera que ha sido cooptada por el sistema imperialista, y para
resolver este problema apelarán a un sujeto revolucionario distinto al del trabajador asalariado
clásico, es decir, a esos «chicos del barrio sin trabajo y sin futuro», a esos elementos más
precarizados y jóvenes del proletariado y lumpenproletariado urbano. Es importante también
que la clase no se disuelva en sus particularidades: estamos pensando aquí en la línea derivada
del pensamiento de Marcuse que situaba a los estudiantes como nueva clase revolucionaria,
ante la quietud de esta aristocracia obrera. Se trata de entender que la unidad de este sujeto
revolucionario no viene dada de antemano, que hay que construirla. Y la única forma de
construirla es a través de la lucha, tanto externa (contra el sistema) como interna (contra el
sistema que vive en nosotras, a través de la autocrítica). Estamos hablando entonces de un
sujeto revolucionario no homogéneo (nunca lo ha sido, por mucho que se intente vender esta
idea como novedosa el sujeto del obrero blanco de cuello azul guiando la revolución es más
una imagen mítica que una realidad), y atravesado de contradicciones que sólo pueden
resolverse a través de la organización y de la lucha contra el imperialismo.
Al definir al sujeto revolucionario también es necesario definir al enemigo: como afirma Mao
(1952), una de las enseñanzas del marxismo consiste en trazar una línea de demarcación entre
el pueblo y el enemigo. Pueblo es quien trabaja por edificar y construir la revolución, enemigo
es quien trabaja por derribarla. Y para enfrentar a este enemigo debemos tener claras las
formas de lucha: toda violencia de respuesta que se utilice para combatir un sistema
estructuralmente violento y opresor (capitalista, racista, machista, homófobo) está legitimada.
Y esta violencia no puede ejercerse de forma abstracta sino que se concreta en los enemigos,
entendidos estos como personificación de las categorías económicas. Detrás de esta
legitimación de la violencia está la identificación de la vía reformista como ineficaz para acabar
con la opresión. En el mejor de los casos, el reformismo podrá paliar las manifestaciones de
esta opresión, es decir, el sufrimiento del proletariado, los casos más sangrantes de violencia
machista y racista, pero nunca podrá abolir la sociedad de clases.

Contra este reformismo responden estas tres experiencias revolucionarias. Todas surgen como
respuesta a unos Partidos Comunistas occidentales cooptados totalmente por el sistema y
comidos por el revisionismo (como dato, el PCI llegó a considerar al movimiento autónomo
italiano como su principal enemigo), que abandonaron la posibilidad de una revolución
socialista en favor de una serie de reformas. Partiendo de aquí, cada movimiento dará una
respuesta distinta a la forma de organización de masas (desde la renuncia a la vanguardia en la
Autonomía a un Partido de corte más leninista en el caso de Panteras Negras), respuestas que
desbordarán absolutamente las formas de organización tradicionales parlamentarias.

El reformismo sólo tiene sentido en una situación favorable en una metrópolis imperialista, en
una situación de existencia de un margen de plusvalía lo suficientemente amplio para
negociar. Como afirma Lenin (1916): «una capa privilegiada del proletariado de las potencias
imperialistas vive, en parte, a expensas de los centenares de millones de personas de los
pueblos no civilizados». Es decir, el imperialismo crea en las metrópolis una aristocracia obrera
que se beneficia de la extracción de plusvalía mundial, de alguna forma se atenúan las
contradicciones de clase dentro del centro imperialista a costa de amplificarlas en las
periferias. Y precisamente este trozo de pastel imperialista es el que la socialdemocracia busca
repartir más equitativamente. Por tanto, todo proceso revolucionario que se lleve a cabo en
un centro imperialista y olvide la diferencia entre centro/periferia jamás podrá ser realmente
revolucionario, únicamente será el proyecto socialchovinista de la aristocracia obrera en
búsqueda de un estado del bienestar levantado sobre las espaldas y el trabajo de los pueblos
de la periferia. «Un ‘socialismo’ sostenido sobre el trabajo de proletarias de periferias
imperializadas no es un socialismo; será, en todo caso, un maquillaje progresista del sistema
imperialista mundial».

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