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Eduardo Grüner
“Stifter me recuerda una y otra vez a Heidegger, ese ridículo burgués nacionalsocialista en
pantalones bombachos (…) A Heidegger, detrás del cual corrieron las generaciones de la
guerra y la posguerra y al que cubrieron de un montón de repulsivas y estúpidas tesis
doctorales cuando vivía aún, lo veo siempre en el banco de su casa de la Selva Negra,
sentado junto a su mujer que, con su perverso entusiasmo por tricotar, le tricota
ininterrumpida medias de invierno con la lana tundida por ella misma de las ovejas
heideggerianas (…) Heidegger era una cabeza cursi, lo mismo que Stifter, pero sin embargo
mucho más ridículo aún que Stifter, que al fin y al cabo era realmente una figura trágica , a
diferencia de Heidegger, que fue siempre sólo cómico , tan desoladoramente megalómano,
un débil pensador prealpino, según creo, muy adecuado para el puchero filosófico alemán
(…) Era totalmente un hombre poco inteligente, carente de toda fantasía, un rumiante
filósofo superalemán, una vaca filosófica constantemente preñada (…) Todavía hoy no se
ha calado por completo a Heidegger, sin duda la vaca heideggeriana ha enflaquecido, pero
se sigue ordeñando la leche heideggeriana (…) Heidegger era un charlatán del mercado
filosófico, que sólo llevaba al mercado género robado, era y es el prototipo del repensador,
al que le faltaba todo, pero realmente todo, para pensar por sí mismo (…) El filósofo de la
comida del mediodía especialmente apropiado para el apetito filosófico alemán (…)
Cuando llega uno a una reunión pequeño burguesa o incluso aristocráticopequeñoburguesa,
a menudo le sirven ya antes de los entremeses a Heidegger, todavía no se ha sentado uno y
la señora de la casa le ha traído ya, con el jerez, a Heidegger en bandejita de plata (…)
Como Stifter, también Heidegger es para el alma media alemana un flan de lectura, sin
sabor pero digerible sin dificultades (…) A Heidegger peregrinan sobre todo los que
confunden la filosofía con el arte culinario, los que consideran la filosofía como algo frito,
asado y cocido (…)Pero lo terrible es al fin y al cabo, que estoy emparentado con los dos,
con Stifter por parte de madre y con Heidegger por parte de padre, eso resulta francamente
grotesco (…) Pero naturalmente no soy tan tonto como para avergonzarme de esos
parentescos, eso sería de lo más tonto, aunque tampoco esté necesariamente tan
entusiasmado por ese parentesco como lo estuvieron siempre mis padres y como mi familia
lo ha estado siempre…”
Cierro comillas. Porque, por supuesto, y antes de que algunos murmullos y expresiones de
fastidio se reúnan en pelotón de linchamiento, cumplo en informar –por si no se había
notado- que los párrafos precedentes no son de mi autoría, sino del gran escritor austríaco
Thomas Bernhard, y pertenecen a su novela titulada Los Maestros Antiguos.
Tal vez, pues, la referencia a Heidegger en Thomas Bernhard no sea tan gratuita, aunque sí
un tanto metonímica: es sabido el lugar especial que ocupa el arte y la poesía en Heidegger
como matriz de una originariedad del “desocultamiento” todavía no capturado por el
emplazamiento. Pero no es tan seguro –para mí, al menos- que ese lugar no esté también él
excesivamente emplazado por el propio Heidegger.
Del mismo modo, decíamos, tanto en Heidegger como en Adorno se podría sospechar una
homología del lugar del arte y la poesía como carriles de des-plazamiento del
emplazamiento. En ambos, en efecto, emerge un “momento” de verdad del
acontecimiento que se desliza fuera de las paredes del emplazamiento, o entre los
intersticios del andamiaje, sin dejarse nunca “representar” totalmente. Sin embargo, aquí es
la naturaleza histórica de ese acontecimiento lo que podría crear una diferencia decisiva.
En Heidegger se trata de lo que Lacoue-Labarthe ha mostrado como un movimiento
mimético con los orígenes pre-socráticos, en un camino que –pasando ciertamente por una
cierta lectura de Hölderlin- conduce peligrosamente a ese borde de la estetización de lo
político que el propio Lacoue-Labarthe bautiza como nacional-esteticismo , y que
paradójicamente anula la historicidad de la resistencia al emplazamiento. En Adorno, por
el contrario, la referencia al arte modernista de las vanguardias es inseparable de su carácter
de mercancía dentro de la lógica específica de la tecno-ciencia capitalista, más allá de su
grado de “autonomía” en cuanto a la lógica interna de su construcción. No se trata, está
claro, de una mera cuestión de “gustos” artísticos. Se trata de que Heidegger nunca podría
haber escrito la terrible frase sobre la poesía después de Auschwitz. Y no por razones
trivialmente obvias de biografía política. Sino porque en la frase de Adorno el emblema
“Auschwitz” –que señala un extremo, pero no una “anomalía”, del emplazamiento-
dinamita toda posible ilusión de ninguna “jerga” de la autenticidad originaria e
incontaminada por las miasmas del GeStell. Es cierto, como ha propuesto Esposito, que una
traducción de ese término de in-autenticidad por el de “im-propiedad” seguramente
hubiera evitado muchos malentendidos. Adorno no podía ignorarlo, pero tenía que elegir el
otro, no por mala fe, sino porque esa elección le permitía mostrar ese otro “momento de
verdad” por el cual Heidegger –como por otra parte lo muestra el propio Esposito- desanda
el camino que lo había llevado hasta localizar la “escisión” profunda, ese desarraigo
constitutivo, él sí originario, que está en el cuerpo mismo de la Tragedia o de la misma
poesía de Hölderlin, y es ese retroceso el que emplaza a la Tragedia o a Hölderlin en el
andamiaje de un Comienzo absoluto.
La otra heideggeriana “relación de parentesco” ineludible es, por supuesto, con Lacan. Sí,
pero, ¿con qué cosa -valga el término- de Lacan? En relación al GeStell, al
“emplazamiento”, a la “esencia de la técnica”, me parece igualmente ineludible referirse al
escrito sobre “La ciencia y la verdad”, aunque Lacan no haga allí cuestión del nombre-de-
autor Heidegger. De lo que sí se hace clarísima cuestión allí, en cambio, es de cuál es la
(anti) “representación” propia del sujeto freudiano, que lleva de nuevo inequívocamente a
una nítida historización. El sujeto del psicoanálisis es –como se recordará que lo afirma
Lacan enfáticamente- el sujeto de la ciencia moderna. Cito textualmente: “Es impensable
que el psicoanálisis como práctica, que el Inconsciente, el de Freud, como descubrimiento,
hubiesen tenido lugar antes del nacimiento, en el siglo que ha sido llamado el siglo del
genio, el XVII, de la ciencia (…) pero que más que encontrar allí su arcaísmo, tira del hilo
hacia sí de una manera que muestra mejor su diferencia respecto de cualquier otro”. Y un
poco más adelante: “A ese origen indudable, patente en todo el trabajo de Freud, a la
lección que nos deja como jefe de escuela, se debe el que el marxismo no tenga alcance –y
no sé de ningún marxismo que haya mostrado en ello alguna insistencia- para poner en
entredicho su pensamiento en nombre de sus lazos históricos”. La cadena asociativa, aquí,
la que lleva de la revolución científica del siglo XVII al marxismo, no podría ser más clara
–y convengamos que ese no es el caso más frecuente en Lacan-: si hubiera que
“heideggerianizar” ese lenguaje, habría que decir que si hay un DaSein del psicoanálisis no
puede ser otro que el emplazado –y dividido - por el GeStell de la tecnociencia moderna,
es decir por el sociometabolismo del Capital. Nuevamente, Lacan (y Freud antes que él) se
separan radicalmente, en esto, de cualquier imaginario deshistorizadamente arcaizante: no
otra puede ser la interpretación de la referencia que hace el mismo Lacan a la ruptura de
Freud con Jung y su intento de restauración de “un sujeto dotado de profundidades”.
En fin, pero antes de -y para- finalizar: ya que empezamos con la metáfora lévistraussiana
de las “estructuras del parentesco” de Heidegger aprovechándonos de esa frase de Thomas
Bernhard, no dejemos escapar las otras metáforas, igualmente dignas de las Mitológicas de
Lévi-Strauss, que hace Bernhard en nuestra parrafada, y que tienen que ver con la cocina.
La filosofía es allí frita, asada, cocida. Es leche ordeñada o flan. Es entremés o copita de
jerez servida en almuerzos pequeñoburgueses. Bien, siguiendo la idea bernhardiana de que
sería tan tonto negar nuestra parentela con Heidegger como entusiasmarnos excesivamente
con ella, diríamos que es asimismo tan tonto rechazar esas cosas ricas como atiborrarnos
hasta la indigestión. Cualquiera de esas dos cosas sería alguna forma del emplazamiento.