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Las espinas.

por Alejo Campos, para revista Ramona


http://www.ramona.org.ar/node/41673

Del platonismo al capitalismo, el arte occidental vivió entre el original y la copia. Hoy,
como en la antigüedad, el original se ha vuelto un poco lábil (gracias a la foto, el cine,
el pop y los cibermedia), pero convive en cambio con un status alto de la noción de
autor –a quien le remueve la doble espina de la prescripción: su obra debe ser nueva
(fresca, shockeante, propia) a la vez que inscripta en un campo -patrón de deuda. Esa
espina se revisita una y otra vez que se pasa de una obra principal a otra: perdida en
la carne del arte, no se ve, y solo es evidente por la expresión que deja.

Copias del Espinario grecorromano.

Invisible & evidente, ¿es esa espina metafísica -como la relación entre original y copia,
esencia y apariencia, etc.? Una metafísica lavada y larvada perdura como hábito
genético, el arma de doble filo que la crítica de arte no deja de usar cada vez que
busca y encuentra pasajes de una obra a otra.

Leonardo Da Vinci y Helmut Newton.

Pero espina no es forma: en el ámbito presencial del arte contemporáneo, heredero


del culto antiguo y de la técnica moderna, su evidencia tiene un status paradójico: es
pérdida. Al mismo tiempo que decaía la pintura de vírgenes, la construcción de
cúpulas y la pericia artesanal, el impulso laico de la técnica democratizó en el arte la
obtención de efectos, facilitando la premeditación y reproducción de la expresión,
tendiendo a volver irrisoria o jurídica la distancia entre original y copia.

Obras de Félix G. Torres y Leonello Zambón.

Pero a pesar de su ímpetu, la técnica no consiguió quebrar el eje metafísico: el original


amenaza y acecha y su presión inocula una pérdida, dona una vida infectada a
cualquier obra que quiera inscribirse en el canon. La técnica apenas consiguió
suplantar una decaída oposición metafísica con la dualidad genética entre causa y
efecto (el canon como un edén de causas, del que las otras obras serían efectos).

Harold Lloyd y Volver al Futuro.

De una espina perdida solo queda el dolor. Críticos acérrimos de las continuidades
metafísicas en ámbitos técnicos, Nietzsche y la Reina Blanca del País del Espejo nos
aclaran que para conocer el origen de la expresión, el dolor es la única causa de la
que podemos dar cuenta: cualquier aguja o espina es algo proyectado a posteriori, una
manera de apropiarnos del mundo o de entenderlo técnicamente.
Brunelleschi y Buckminster Fuller.

Si a pesar del amplio despliegue de la técnica moderna el arte sigue siendo necesario
o útil, es por la perversión de la relación causa-efecto que vieron Nietzsche y Carroll,
debida a la infinita postergación del fin del dolor que la técnica promete y no cumple. El
arte es el artificio expresivo que nos lo recuerda, frente a los artificios técnicos (o
dishonest projects, como los llamó De Foe). Recordemos el optimismo incrédulo de
Duchamp frente a una hélice: el arte querría transferir a la técnica la tarea de
liberarnos del dolor como causa mundana… pero la técnica proyecta y falla, sólo
brinda soluciones provisorias, sugestiones.

Los contemporáneos monolitos Hancock Tower y Space Odissey.

El arte, digamos, podría no ser otra cosa que el envío de expresiones de dolor original,
por espinas perdidas, de una obra a otra. Ese envío o pasaje se realiza como lazo
social (en tanto haya 2), y no puede negarse que se ha democratizado a partir de la
técnica. Estando la espina perdida, o lo que es lo mismo, arrojada en el mundo para la
ocasión de explicar (siendo el dolor la única causa de la que podemos dar cuenta), la
transferencia como asociación flotante de una obra a otra puede abrir, superar la
sugestión que provee la Forma, el patrón técnico-metafísico.
Mauro Giaconi y Ghada Amer.

La autenticidad del dolor (que es intransferible), solo es accesible a través de la obra –


que está velada por la maestría técnica y los homenajes, por la adscripción a
escuelas de rasgos identitarios o por ser copias benignas, di-vertidas. Esto no debe
subestimarse: el autor contemporáneo (mensajero técnico del dolor) no es
independiente de esa sugestión de pertenecer a una cadena de in-fluencias (esto es
así para el autor-obrero y para el autor-crítico).

Marta Minujín y Verónica. Di Toro.

Inscripto en esa cadena o patrón (a riesgo de que de lo contrario su envío no tenga


sentido), el autor occidental contemporáneo de la expresión del dolor-que-no-cesa
puede ubicarse como un-uno que le habla-ruido a un-otro: "renunciemos a la
frustración de entender cualquier poema como una entidad en sí”, pero “aprendamos a
leer todo poema como una interpretación errónea por parte de su autor, como poeta,
de un poema precedente" (H. Bloom, The anxiety of influence).

El Ángel del Hogar de Max Ernst, y poster Transformers.


Una obra trasfiere a otra un dolor, a condición de que ésta malentienda su expresión y
autentifique o se apropie, así, del envío. La originalidad es aquí algo complejo:
incluirse en una cadena desvirtuándola por medio de un residuo propio –que a falta de
un nombre mejor llamaremos deseo.

Kiki Smith y Rebecca Horn.

La expresión del dolor humano no sería así para el arte un grito propio (una forma
cerrada), sino el deseo de articular un grito ajeno: una forma con espinas. Mientras
que la cadena técnico-metafísica funciona sola, es “sin razón” (la forma sugestiona y
no garantiza la transferencia), la transferencia de un dolor como deseo, la actio in
distans (Sloterdijk) por la que una obra de arte autentifica su envío, depende de algo
invisible-evidente: un residuo menor a la forma, una hormona o vector cuyo
“procedimiento consiste en extrañar la forma” de la obra (Shklovski: остранение),
aumentando la duración de la percepción a fuerza de espinas: eslabones-esquirlas.

Rodin y Louise Bourgeois.

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