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Bruce

Chatwin:
Un gentleman
entre chilotes
Osvaldo Bayer
Bruce Chatwin:
Un gentleman
entre chilotes
Osvaldo Bayer
4 Bruce Chatwin: Un gentleman entre chilotes

Algunas palabras iniciales...

Bayer habla por sí sólo. Habla a través de su experiencia,


habla a través de sus investigaciones, habla a través de sus
actos y compromisos sociales, pero especialmente habla a través
de sus escritos. Inútil sería sentarse a escribir una biografía que
caracterice su persona, incluso sería incoherente alegar que
hemos leído todas sus investigaciones. Hace poco nos topamos
con una copia de su libro En camino al paraíso. Dicho libro, para
quien no tuvo la suerte de leerlo, es una recopilación de varios
artículos publicados entre 1993 y 1998 y escritos para varios
medios. Artículos cortos, sencillos, esclarecedores, como suele
escribir este magnífico autor. Artículos ideales para reflexionar
mientras se viaja en colectivo.
Sin embargo, un artículo nos llamó la atención. Debemos
confesar que no por el título, del cual personalmente no
entendimos mucho más que un artículo que debe reprochar
algo a algún extranjero perdido en el sur argentino. Sí habiamos
advertido una diferencia con respecto a los otros artículos: era
un escrito sumamente largo comparado con el resto. Esto sólo
quiere decir una cosa, que don Osvaldo estaba enojado. Un tipo
tan directo y claro como Bayer no anda gastando caracteres
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porque sí. ¡Qué sorpresa la nuestra cuando lo leímos por


primera vez! ¡Qué encanto leerlo una segunda! y finalmente,
¡qué impaciencia por transcribirlo!. Así es: luego de buscar
una versión digital, aunque sea de ese artículo, y no hallar
nada pensamos inmediatamente que este texto no podía quedar
perdido. Por lo tanto, hemos transcripto textualmente la versión
que aparece en el libro En camino al paraíso, publicado por la
Editorial La Página de Página/12 en su colección sobre Bayer
durante el año 2009.
Superficialmente, el texto es un alegato y defensa personal
del autoproclamado anarquista y pacífico autor ante un difunto
Bruce Chatwin. Él mismo no se perdona el no haberlo escrito
antes. Por debajo es una auténtica clase de historiografía, una
respuesta no sólo a un escritor europeo de viajes sino a todos
aquellos historiadores europeos que miran con su lupa desde
lejos, sin embarrarse las botas. Bayer no defiende la historia de
su país, defiende la historia de un pueblo. Bayer no defiende
sus investigaciones, defiende la metodología científica del
historiador. Bayer no defiende su apellido académico, defiende
los actores sociales tomados a la ligera por alguien que escribe
“desde su despacho en Londres”.
Esperamos que les lectores se entusiasmen y disfruten del
siguiente artículo tanto como nosotros. Tal vez, algún día,
sea leído y analizado en el primer día de clase de aquellas
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instituciones, escuelas y universidades que pretenden enseñar


sobre la construcción de la historia local. La propuesta está en
sus manos.

Ediciones Volcánicas
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Bruce Chatwin:
Un gentleman entre chilotes

Claro, uno no sabe cómo tomarlo, si en serio o en broma.


Hagámoslo con un poco de ironía, algo de bondad y una alta
dosis de resignación. Para colmo, el escritor británico murió,
y queda el reproche: ¿por qué esto no lo escribí cuando él
vivía? Es que hasta en eso tuvo suerte, se murió cuando
todavía yo no había leído su nuevo escrito sobre la Patagonia, al
cual llegué solo ahora, con mis kilómetros a cuestas. No como el
protagonista de aventuras de bolsillo forrado de divisas buenas
llegado desde el Primer Mundo con el respaldo del diario de
más tono y trascendencia, sino como el peregrino de búsquedas
imperativas de solar y descanso, como la moneda nacional
escasa.
A Bruce Chatwin, cuando lo conocí, lo tomé como una vieja
representación de un embajador de Su Majestad Británica, sin el
ojo tapado todavía. Tenía algo imperial, o mucho. Entre sobrio
pero sonriente embajador de Su Majestad y conquistador de
botín. Haltung, dirían los alemanes. Porte. Postura. Decisión. El
prototipo del europeo al pisar tierra colonial. Pero no como un
Francisco Pizarro criador de cerdos y bestia cristiana. No, todo
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un gentleman. Guantes blancos, sonrisa, simpatía, sangre fría.


La inclinación ante la dama. El apretón de mano mirando a
los ojos, ante el caballero. Gentleman que ha olido buen botín.
Aquí puede estar y está una buena camada. El viaje valió la
pena. La carcajada jovial. Eton College. Los colonizados,
encantados. Sabemos bien quién ganó la regata este año entre
Oxford y Cambridge. Pero ignoramos qué indios viven en el
Chaco. Mister Chatwin sabe muy bien de nuestra ignorancia.
Sabe tanto como que encuentra servidores que sueñan con
pertenecer o volver al reino de Su Majestad. Por eso el hombre
del Primer Mundo hizo notar que no tiene mucho tiempo. Por
eso es tan preciso en sus preguntas e intereses. No hay que ser
prejuicioso por aquello de time is money pero en general estos
intelectuales del Tercer Mundo son lenguaraces que quieren
decir todo a su huésped, descubrirse, desnudarse ante el Sir,
que nunca ha dejado de ser su Sir.
Sonríe, no va a ir al Chaco, no, no. Pero puede ser en el futuro,
si la cosa entra. Si Patagonia da resultado. Empezar por ahí.
Descubrir Patagonia para sus connacionales europeos. Tal vez
en su próximo viaje de experiencias pueda descubrir también el
Chaco, por lo menos hasta Resistencia.
Está frente a mí. Y pronuncia la palabra mágica, Patagonia,
y me observa con una amplia sonrisa. ¡Oh, yes! Le han dado mi
nombre y quiere conversar. Lo único es el tiempo. Time, poco.
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Muchas obligaciones. Lanza una carcajada. Pero está dispuesto


a viajar por la Patagonia. No sólo a leer sobre Patagonia. Dos,
tres, unas cuantas semanas si es imprescindible y vale la pena.
Quiere libros, bibliografía.
No, no, ni antropología ni etnología. Prehistoria no, salvo
algún animal antediluviano hallado, sí, leyendas, sí. Ecología,
no, no. Viajeros, leyendas, episodios, bandoleros, estancieros,
historia de estancieros ¿si?, mujeres, indios, sí, también pero
más aventuras. ¿Huelgas? ¡Oh, sí huelgas! ¿Anarquistas? Oh,
yes, anarquistas, formidable. Cowboys, oh, yes, yes. Me habla
de una cátedra en una universidad por Arizona exclusivamente
sobre cowboys. Se lleva los libros de Abeijón, algunos números
de la Argentina Austral, Armando Braun Menéndez, Rodolfo
Casamiquela, notas periodísticas coleccionadas por mí del
“cronista a caballo”, don Gorraiz Beloqui, Elías Chucair y todo
lo que había ido saliendo de recuerdos patagónicos. Además le
doy la dirección del negro Juárez, el hombre que más sabe de
las andanzas de los cowboys norteamericanos en la Patagonia,
ya que ha pasado cincuenta años de su vida –por lo menos–
investigando hasta el número de las botas que calzaban. Y por
supuesto, los tres primeros tomos de La Patagonia rebelde, que
en aquel tiempo había aparecido con el título de Los vengadores
de la Patagonia trágica. El cuarto tomo lo llegaría a leer tiempo
después en Europa. Se va con un maletín, un paquete y una
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bolsita de nylon con mis libros. Casi un estante de mi biblioteca


patagónica. Me los devolverá unas tres semanas después.
Volvieron casi todos los libros menos aquellos que se pierden
siempre.
Cuando repaso los libros y constato los que faltan, todavía
lo imagino nuevamente con uniforme de Su Majestad Británica.
Luego, la próxima, en París, ya lo veré con estampa de bucanero,
hasta con el ojo tapado. Esas cosas de los prejuicios.
Será en París, acompañado por Héctor Olivera, el director
del film La Patagonia rebelde. En un salón de un hotel
parisiense. Habían pasado meses enteros. Yo ya estaba en el
exilio. Mientras tanto, me había desayunado con que Bruce
Chatwin era el jefe del suplemento cultural del Times. En él
había salido una nota de tapa, muy extensa, sobre su libro En
Patagonia. Best-seller y ya con futuras traducciones al alemán,
francés, español, italiano, etcétera. En el artículo del Times me
mencionaba pero de investigador a “investigador”. Él hablaba
desde una posición superior, de europeo que sabe bien esto de
las colonias y criticaba algunos aspectos de mi investigación.
Claro, eran generalidades que dichas desde el Times tienen
fuerza de ex cátedra. Adquieren voz y postura de erudito. Me
causó hasta gracia por el desenfado, ya que sus dichos eran
generalizaciones sin ningún respaldo investigativo.
Pero claro, lo decía el Times. Ojo. ¿A quién iban a creerle los
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lectores de todo el mundo?


Pero volvamos a París. Fijó la hora y el lugar a pesar de que
él nos había llamado, ya que tenía interés en conocer nuestra
opinión. Quería hacer un film sobre los cowboys norteamericanos
en Patagonia. Divagamos acerca del tema hasta que ví llegada mi
oportunidad y comenté su libro En Patagonia. Le dije que él había
hecho un “encantador” resumen de los libros que yo le había
facilitado y que en la jerga periodística él era un extraordinario
“cocinero”. Es decir, alguien que toma crónicas de otros, picotea
un poco aquí, un poco allá, toma jamón del sandwich y eureka,
ya está listo el best-seller. Más que un cocinero, era un perfecto
chef de cocina periodística. Claro, eso en Europa no se podía
hacer con temas europeos pero sí con temas de países coloniales,
donde hasta los lectores colonizados se iban a sentir orgullosos
de ver que un europeo, y en este caso nada menos que un
británico, se ocupaba de nosotros. Le propuse, ya que había
utilizado las investigaciones de desconocidos y pobres autores
regionales patagónicos que habían trabajado en esos escritos
todas sus vidas sin ganar un solo centavo, que donara por lo
menos un 10 por ciento de sus suculentísimos derechos de
autor cobrados en todo el mundo a las bibliotecas públicas de
las pequeñas ciudades de la Patagonia, región que, como se ve,
sufre hasta las más sofisticadas explotaciones de sus recursos.
Me miró soberano, la mejor sonrisa con algo de desagrado
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que vi dibujada en los labios de seres superiores. Y en la mirada,


ironía. No se dignó a responderme.
Todo había terminado. Me di cuenta de que había merecido
entre desprecio y conmiseración en una magnitud que yo no
conocía. Realeza en su actitud. Desprecio y conmiseración. Gesto
de gran señor, de noble, de casta. No estaba acostumbrado ni se
le había pasado alguna vez por la cabeza que alguien viniera
a molestarlo con un pensamiento tan pequeño. Bibliotecas
patagónicas. No lo vi más.
Y ahora recién tengo la oportunidad de leer lo que ha escrito
de mí, su nuevo libro editado por sus herederos. Ya hace años,
al saber de su muerte, la lamenté por sentido humano. Aunque
me quedé tranquilo porque sabía que su nombre iba a ser
glorificado por las páginas culturales de todos los medios del
mundo. Fue así. Hasta un diario argentino que siempre valió
popularmente por el representante de los intereses británicos
en el Río de la Plata –principalmente en aquella década infame
de la fórmula Justo-Roca– en su suplemento literario trajo
una nota muy sentida de una escritora argentina admiradora
de aquello que fue el Grupo Sur en torno de Victoria Ocampo,
página donde propuso que se hiciera el bautizo de una calle
patagónica con el nombre de Bruce Chatwin. No hubiera
quedado mal en el curso de esta última década donde Sylvester
Stallone, Luciano Benetton, Ted Turner y Jane Fonda, los
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Swarowskys amigos de Menem y otros exitosos europeos y


americanos y noveles estancieros se han quedado con las tierras
tehuelches y mapuches. Tal vez un pico en los Andes, al lado
del Fitz Roy, podría llevar su nombre de quien necesitó sólo
tres semanas para escribir la verdad sobre la Patagonia con sus
millones de años de misterio y, de paso, ganar cientos de miles
de dólares para su best-seller en todo el mundo. Reemplacemos
algún nombre mapuche o tehuelche que queda por allí. O incluso
–hasta para alentar el turismo europeo– cambiemos el nombre
al lago Nahuel Huapi y llamémoslo Lago Chatwin. Sería un
negocio redondo.
Sí, lamenté la muerte de Chatwin con la filosofía que uno
emplea ante los avisos fúnebres, la lamenté mucho más cuando
leí hace pocos días no ya su resumen de los investigadores
patagónicos volcados en idioma y estilo hollywoodense, sino en
nuevas páginas -que los herederos han considerado dignas de
publicar y que seguramente volverá a llenarlos de divisas- las
agresiones de que me hace objeto y las tergiversaciones históricas
sólo posibles de la pluma de un europeo consciente del poder
de su cultura. Me habría gustado que Chatwin hubiera leído
ésta, mi respuesta. Por supuesto que no me habría contestado.
Ningún súbdito de S. M. B. baja de su pedestal para contestar
a una voz originada en el Tercer Mundo de un desagradecido
hijo de ex colonia en decadencia. Habría considerado, molesto,
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que era el intento de un proletario de la cultura tercermundista


de aparecer en el gran proscenio.
Pero igual. El desafío vale –en ausencia del soberano
bucanero– para los herederos de Bruce Chatwin, que podrían
gastar algo del dinero que les ha dejado y les deja, y contratar
a avisados historiadores imperiales que contesten mis
aseveraciones y constaten aquello de la verdad histórica.
Escribo esto porque así como se trató de cubrir con todo
doblez y cobardía la verdadera razón de la muerte de Bruce
Chatwin, de la misma manera se difama con toda torpeza a
autores, como es mi caso, que abrieron sus archivos y bibliotecas
al autor mencionado. (En principio, a la muerte de Chatwin,
por supuesto, se la hizo aparecer como provocada por el Tercer
Mundo; algo así como que el culpable de su muerte había sido
un hongo venenoso de una isla del Pacífico o un mosquito
de algún pantano de zonas de negros o algún coleóptero de
regiones guerrilleras. La verdad es que murió de sida, lo que no
es ninguna vergüenza sino algo trágico, injusto, para ser llorado
por la impotencia de contagiados y no contagiados. En segundo
lugar, el haber escondido su bisexualidad es también más que
una cobardía, un oportunismo. ¿Acaso porque se supiera lo de
su pareja masculina se iban a vender menos sus libros? Esta
pequeñez nos habla de todo un clima de doblez y falsa moral.
El cubrir todo con un hongo, o un mosquito o un coleóptero
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del Tercer Mundo es justo la consecuencia del mundo falso que


pintó Chatwin en su En Patagonia.)
En su libro Anatomía de la inquietud, que ha editado hace
poco Muchnik en Barcelona, capítulo “Los anarquistas
de la Patagonia”, Bruce Chatwin trata de ridiculizar a los
huelguistas de 1921-1922, por supuesto ridiculizándome a mí,
el investigador de lo sucedido en esos años en esa Patagonia.
Esa Patagonia que de pronto –luego de aguantar los dictados de
lo marcado desde Londres y Buenos Aires–, mostró su rebeldía
a través de sus auténticos hombres de campo. Increíble
rebeldía en aquellas latitudes donde en todo parecía reinar
la obediencia y el dictado. Chatwin, al juzgar este capítulo
de la historia patagónica, toma solo mi investigación porque no
hace alusión a nada nuevo. Quiere decir que no se tomó ningún
trabajo de confirmar o corregir los testimonios científicamente
históricos que allí presento, partes militares, documentación
oficial, documentación de la organización de los estancieros,
del Juzgado letrado, testimonios de protagonistas de todos los
sectores, crónicas periodísticas de época, comunicados obreros,
etcétera.
Hace un análisis de los cuatro tomos de La Patagonia rebelde a
ojo de buen cubero. Y cae en verdaderas infamias, como cuando
señala que Antonio Soto: “Se hizo elegir secretario general
del sindicato obrero local y, con un equipo de revolucionarios
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aficionados, encabezó una serie de saqueos e incendios


para finalmente abandonar a sus secuaces ante el pelotón de
fusilamiento”. Decir esto no es sólo mentira absoluta sino una
calumnia baja y digna de un mercenario. Por supuesto que el
escritor europeo no se toma el menor trabajo en probar lo que
sostiene. Lo dice él y basta. Ni siquiera se cubre las vergüenzas
trayendo el testimonio de algún estanciero de su nacionalidad.
Habla de los “deslices de Bayer a la retórica” (?) contra los
“militares y la intervención extranjera en América latina”. No
da ningún ejemplo de ello, ni siquiera uno, de manera que
deja caer la frase ex cátedra, típico de alguien que se volvió
millonario con un libro sobre la Patagonia a la cual recorrió
durante tres semanas sin conocer el idioma.
Basta reproducir esta frase para ver la calidad de escritor
de este inglés: “Después de 1900 la Patagonia se convirtió
realmente en una extensión del West salvaje: Butch Cassidy y
el Sundance Kid bajaron hasta la Patagonia y asaltaron el banco
de Londres y Tarapacá en Río Gallegos, en 1905”. Para Chatwin
no existió la épica de los colonos, ni la increíble formación de los
sindicatos en las costas, ni las conformaciones de las sociedades,
con sus diarios, sus iglesias, de mujeres que tuvieron hijos antes
de que llegara la primera partera, de los médicos, etcétera. Para él,
valen sólo dos asaltantes.
Más adelante, cuando se refiere a las primeras décadas del
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siglo, Chatwin llama “provincia” a Santa Cruz ignorando que


era territorio nacional. Y aunque reconoce que ese territorio
“parecía una avanzadilla del imperio (británico) administrado
por ejecutivos de habla castellana” señala que “Bayer no es
del todo ecuánime con los latifundistas”. Larga el aserto pero
tampoco trae ninguna cita para demostrar tal juicio. Rechazo esta
diatriba del escritor europeo. Mi juicio sobre los latifundistas se
basa en un detallado estudio en la materia en mis largas estadas
en la Patagonia, en mi vida allí, en los relatos de mis padres
que vivieron los años de la huelga en Río Gallegos, y también
en la transcripción de los comunicados de la Sociedad Rural,
en las crónicas de su diario La Unión, en largas conversaciones
con estancieros que vivieron esa época y en los diálogos con
Correa Falcón, el gerente de la Sociedad Rural en esos años. Que
venga el señor Chatwin a querer borrar todas esas pruebas con
una frase mentirosa y baja no es sólo lamentable sino también
delictivo desde el punto de vista intelectual. Es como la tarea
del pirata que llega a un lugar, les roba todo lo que tienen y
todavía se da el lujo de menospreciar a quienes ha saqueado.
Claro, a veces es la única defensa del ladrón, cubrirse con el
ataque.
Pena da el libro de Chatwin cuando analiza el lenguaje
empleado por mí para describir a los chilotes, se ve que muy
poco sabía sobre la lengua que se habla en esas latitudes.
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Cualquier lector se da cuenta de que el idioma que empleo es


–como ironía– el que empleaban los estancieros y, en general,
los funcionarios argentinos, para describir a los chilenos
trabajadores del campo. No hay desprecio de mi parte sino
una profunda crítica al lenguaje de los que tenían el poder. Y, en
el fondo, Chatwin queda al descubierto. Qué es lo que piensa
él de los peones rurales chilenos cuando señala textualmente:
“Como otros pueblos reprimidos, su reserva (la de los chilotes)
estalla de pronto en un frenesí de sexo, bebida y violencia (tal
como sucedía antes de la llegada de los españoles). Bayer ha
olvidado este aspecto de su carácter”. Tal cual, menos mal que
llegaron los europeos, menos mal que llegaron los latifundistas
británicos para acabar con el “frenesí de sexo, bebida y violencia”
de los habitantes de Chiloé. Lo mismo destila Chatwin cuando
habla de los tehuelches, aplica una interpretación digna de
los cronistas ingleses de fines del siglo pasado. Dice: “Cuando
llegaron los criadores de ovejas, los tehuelches desaparecieron
víctimas de la bebida, la desesperación, las enfermedades y
la endogamia”. Así de sencillo, “Desaparecieron”, parece la
interpretación de Jorge Rafael Videla al explicar la represión
de 1976-1983. Chatwin no habla de los escoceses cazadores
de indios y de quien trajo el alcohol, las enfermedades y el
aislamiento a los habitantes naturales de la región durante siglos.
Otro europeo habría tenido un poquito más de vergüenza en la
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explicación. Uno no sabe si calificar de ignorancia y soberbia


juicios de este tipo.
Chatwin se burla de la marcha de los trabajadores patagónicos
por Francisco Ferrer, el educador fusilado de España. Con la
pretensión de su “cultura europea”, Chatwin denomina “algo
fuera de lugar” a la marcha que en verdad es un hecho épico.
Ni siquiera analiza la repercusión que el asesinato de Ferrer
tuvo en todo el mundo ni analiza la circunstancia histórica del
mismo. Como un supino ignorante, lo califica como “algo fuera
de lugar” desde su despacho en Londres. El escribiente da buen
pasto a sus lectores burlándose de acciones verdaderamente
épicas de los más pobres de los pobres. El británico se siente
con poder mediático suficiente y llama “monaguillo” a Antonio
Soto, el anarquista que dirigió los movimientos obreros del sur
santacruceño. Una muestra de humor inglés, no dice por qué
califica así a un luchador en un medio hostil. Con la misma
ligereza que él califica así a Soto, yo podría calificar a Chatwin
como un escriba a tanto la página. Pero dejémoslo ahí, ya la
historia dirá qué importancia pueden tener las aseveraciones de
alguien que escribió un best-seller por boca de ganso.
Podríamos mencionar todos los casos de falsedad absoluta
de los datos históricos de Chatwin, quien, por supuesto, llama
“patriótico oficial” al teniente coronel Varela, autor del
genocidio. Ni siquiera el Ejército denominó así al fusilador, pero
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el inglés Chatwin sí. Es un buen pagador.


Llenaríamos un tomo -como decimos- para dejar en claro las
mentiras y embustes de Chatwin. Pero traeré una más. Dejaré
el resto de la discusión en manos de un tribunal histórico, para
lo cual invitaré al embajador británico en Buenos Aires, al
historiador británico que éste elija y a un historiador argentino
designado por la carrera de Historia de la Universidad Nacional
de Buenos Aires.
Y ahora va una prueba del “método Chatwin”. Lea bien el
lector. Chatwin dice en la página 133, textualmente: “Bayer
niega categóricamente la implicación de Chile, si bien hay
miembros de la Comisión de Fronteras argentinas que me
aseguraron que existen documentos que lo prueban”. Tal cual.
Yo traigo en mi libro toda la documentación de los ministerios
de Relaciones Exteriores de los dos países, la de los estancieros
de los dos países y nada menos que de las Ligas Patrióticas de
los dos países, donde todos concuerdan en unirse para derrotar
a los huelguistas. Chatwin habla de miembros de la “comisión
de fronteras”. ¿Quiénes son? ¿Cómo se llaman? ¿Cuándo
dijeron eso? Dice Chatwin que hay documentos. ¿Dónde están?
¿Quiénes lo firman? Es decir, un argumento falso, un recurso
delictivo en historia, una frase cazabobos. Otra mendacidad de
Chatwin es cuando señala que Soto, el líder huelguista, murió
“abrumado por los remordimientos”. Se ve que a Chatwin le
Osvaldo Bayer 21

molestó mucho Soto y trata de cargar de mentiras su figura para


ver si obtiene su condena por parte de los lectores.
Emplea el “miente, miente que algo queda”. Todo lo
contrario es la verdad. Basta leer los testimonios de quienes
lo reconocieron en los años ’60. Sus amigos intelectuales y
trabajadores lo recuerdan como a un hombre llano, pleno de
buen humor, querido por sus conocidos. Basta ver la multitud
que concurrió a su exequias. Son testimonios las fotografías del
sepelio. Por último, basta ver el descuido de Chatwin, escribe
mal los apellidos de los actores históricos (claro, total es lo
mismo, son apellidos de latitudes que se caen del mapa). O, por
ejemplo, cuando trata de vagabundo a Wilckens, el matador
del militar Varela. Wilckens justamente demostró ante la
Justicia argentina que había trabajado siempre y por eso no fue
expulsado del país, antes de su atentado.
Pero Chatwin demuestra todo su desprecio imperial por
los sindicalistas anarquistas patagónicos cuando hace figurar el
testimonio de “un viejo esquilador chilote” (otra vez testimonios
de los cuales no trae ni apellido ni la fecha) que dice haberlos
calificado así: “Estos no eran trabajadores. Nunca trabajaron
ni un día de sus vidas. ¡Taberneros, peluqueros, acróbatas,
artistas!”
Con el mismo método podría escribir yo: “encontré a un
mayordomo de una estancia patagónica que estaba leyendo el
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libro de Chatwin y le pregunté ‘qué le parecía’. Me respondió:


‘ese nunca estuvo en la Patagonia: charlatán, descuidista,
cagador, un personaje de la picaresca londinense escapado de
The Beggar’s Opera de John Gay’”.
Denigrar a los luchadores que ofrendaron sus vidas por
obtener que los botiquines de las estancias estuvieran en
castellano y no en inglés, y para que las peonadas no tuvieran
que pagar las velas para iluminar sus dormitorios, es un oficio
bajo y lamentable.
Chatwin ha hecho mucho daño a la verdad histórica. Le faltó
bondad para comprender la lucha incansable del hombre para
lograr un poco de sol. Como un decadente del trono trató de
reírse de toda una epopeya librada a treinta mil kilómetros del
centro del mundo. Pero el esfuerzo de Chatwin choca con la
reacción de los patagónicos, que han comenzado a recordar
a sus hijos del pueblo dando sus nombres a escuelas, calles y
plazas, y a poner cruces en sus tumbas masivas.
Sería bueno que el editor de este nuevo libro del escritor
muerto pusiera en nuevas ediciones, como contraprueba, esta
carta y el acta que nos prometemos del posible juicio histórico
que hagamos sobre esta traición a la verdad histórica de los
pueblos, que es este último libro de Chatwin, dado a conocer
sólo con la intención evidente de comerciar con la Memoria.
(Soy consciente de que acabo de cometer un pecado mortal
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más en mi vida. Hablar de las falsedades de un triunfador del


Primer Mundo. No me lo perdonarán ni los lectores de best-
seller ni los suplementos culturales de los medios. Llevo la
culpa de haberme interesado por chilotes borrachos y roñosos
y no por estancieros de botas bien lustradas y militares de
gatillo fácil y obediencia debida. Pero tranquilizaos, oh fans de
los triunfadores: los herejes siempre terminaron mal, en tumbas
masivas sin cruz y sus huesos mezclados con huesos anónimos
de huelguistas, de perros vagabundos y de pumas rebeldes.)

Osvaldo Bayer
Febrero de 1998.

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