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LOS TRES TOROS Por Lucrecia

Dalguerre de Paiva

28 LunesSEP 2015
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Cerro de Pasco, Folklore de Pasco, Leyendas de Pasco

La autora que presentamos a continuación, es la esposa del doctor Paiva, Juez de Primera
Instancia en el Cerro de Pasco y madre de la primera reina de belleza de nuestro Colegio
Nacional Daniel A. Carrión, que durante su estada en el primer lustro de los cincuenta, recoge
ésta y otras historias que ha publicado en varios medios de difusión. Nos es grato considerar
este relato porque viene a constituir una hermosa variante a la historia vieja que nuestros
abuelos nos narraron.

El gran
hundimiento que se nota al costado derecho de la bajada de Santa Rosa, en el Cerro de Pasco, era
un enorme cerro del mismo nombre, que tenía como particularidad estar cubierto de abundante pasto
que se extendía hasta los cerros aledaños.
Este campo era la ambición de los pastores de ganados de la región, en especial los del pueblo de
Pasco, que en la época de sequía o de continuas heladas tenían que emigrar a otros lugares,
arreando sus rebaños, en busca de mejores pastos. Pero quienes pretendían cruzar los límites del
cerro Santa Rosa se atemorizaban por el riesgo de perder la vida ante la feroz embestida de tres
enormes toros de filudas astas; uno de color rojo anaranjado, otro de blanco nieve y un tercero negro
carbón. Cual centinelas alertas salían los tres toros a merodear por las faldas del cerro en espera de
todo ser humano o animal que se aproximara, los que eran despedazados y después consumidos
por las aves de rapiña, quedando sólo osamentas en el campo.

La noticia se había propalado por comarcas vecinas. La misteriosa existencia de estos animales,
era una continua amenaza para los que caminaban por dicho lugar y para los pastores que se
aproximaban a sus inmediaciones. Crecía al mismo tiempo la codicia por al posesión del indicado
cerro, que los toros vigilaban, porque el pasto de Santa Rosa podía remediar la situación penosa de
los rebaños en las épocas de sequía.

Estas circunstancias hicieron que los principales de los pueblos de la región se dieran cita y
acordaran hacer el “chaku” (cacería) de los toros. En efecto, al amanecer del día convenido se
alistaron treinta jóvenes de a caballo, armados de lanzas y lazos, capitaneados por hombres de
experiencia, y otros treinta peones provistos de hondas y garrotes, seguidos también de muchos
perros. Todos se encaminaron al cerro Santa Rosa, guiándose por otros que iban llevando trompetas
hechas de cuerno de vaca y tambores. El sol era quemante, eran los meses de verano. Por fin,
después de una fatigosa caminata, pudieron llegar a un pequeño cerro de donde se podía divisar a
distancia, como puntos, a los tres toros y por las cimas revoloteaban cóndores oteando alguna presa.
Se acordó hacer el alto con el fin de que los caballos tomasen un poco de pasto, sacando también
los jóvenes jinetes y los de a pie su “chuspa” (bolso de lana tejida) un poco de coca para “chakchar”,
así como el tabaco que portaban en taleguitas para envolverlo en pancas de maíz y fumarlo, libando
a la vez la tradicional “chakta” (aguardiente de caña), que algunos llevaban en sus cuernos de vaca.

Después de algún tiempo de reposo y llenos los carrillos de “pikchu” (bolo de coca), se pusieron a
embozalar a los caballos y, prosiguieron la caminata a paso ligero, siendo divisados a una distancia
de tres millas por los tres animales. Los toros levantaron la cabeza y enroscaron los rabos sobre las
ancas, en señal de rabia, para acometer en seguida; pero el sonar de las trompetas, tambores y
clarines, el ladrido y la embestida de los perros y los impactos de los hondazos lanzados por los de
a pie, pusieron en fuga a los toros, que en desesperada carrera subían el cerro. En ese momento
cargaron los de a caballo con las lanzas listas para infligirles heridas mortales. Jadeantes ascendían
los caballos tras los toros. Cuando éstos ya habían llegado a la cima volvieron a huir los cornúpetas
de la presencia de los lanceros. Pero al llegar a unos peñascos, el de color rojo apartándose de los
otros dos, se había introducido a una cueva, llegando también a los pocos instantes sus
perseguidores. Estos se situaron a los costados de la entrada y otros entraron a provocar la salida y
esperaron al toro, que no fue encontrado. La cueva estaba vacía y al penetrar en ella sólo vieron un
polvillo rojo con chispitas brillantes que se veían a la luz del sol, notándose también un olor asfixiante
y apestoso a metal. Salieron de allí los hombres con una tosesita seca de tísicos.

Los peatones, que subían fatigados, vieron de pronto que por otra falda del cerro corrían velozmente
dos de los toros perseguidos y, creyendo que había sido cogido el rojo, aceleraron la subida,
encontrándose a poca distancia con sus compañeros, por quienes fueron informados de la extraña
desaparición del animal. Prosiguieron en la persecución de los toros, que habían llegado a la laguna
de Patarcocha. Estos toros volvieron a emprender veloz carrera hasta llegar a la laguna de
Quiulacocha donde se separaron el uno del otro. El negro se dirigió hacia Goyllar y el blanco hacia
Colquijirca, tomando la dirección de la laguna de Yanamate. En persecución del toro blanco fueron
una parte de los de a caballo y peatones, alejándose más y más el animal, que a la distancia se veía
como un punto blanco. Principiando la bajada hacia Colquijirca, se había desencadenado una
tempestad de rayos y granizos, cubriéndose la pampa de nubecillas blancas que impedían ver al
animal. Fue entonces cuando Quilco (Gregorio), el mayor de los hombres que perseguía a los toros,
dirigiéndose a su compañero Lauli (Laurencio), le dijo: Mala seña. El “pachap suyo” (nubes de tierra)
se ha interpuesto. Todo está perdido y no nos queda sino ir rastreando por la “chiura” (fangal) los
pasos del toro. En efecto, en medio de la niebla, atinaban a seguir los rastros que los perros
husmeaban, llegando por fin a una lagunita donde desaparecían las huellas, notándose cerca del
borde turbia el agua, como si alguien hubiera removido el lodo hacia el fondo.

Algo semejante sucedía con los hombres del otro grupo, pues cuando llegaron a la actual población
de Goyllar, en cuya dirección se encaminaba el toro negro, fueron sorprendidos por vientos
huracanados que hacían caer las piedras de los cerros, apareciendo igualmente una densa
humareda negra que se levantaba como un incendio, por lo que atemorizados por esos extraños
fenómenos tuvieron que volver en precipitada fuga.

Al día siguiente, todos los indios que intervinieron en el “chaco” se habían buscado para contarse lo
que sucedió. Acordaron en la reunión volver al cerro Santa Rosa para ver si habían vuelto los toros
huidos; pero, cuando llegaron a los hermosos pastales ya no fueron hallados ninguno de los tres
toros.

Desde el día siguiente, los indios echaron sus rebaños de carneros, llamas, y otros animales al cerro
de Santa Rosa. Empezaron también los pastores a construir sus chozas, poblándose así la región.
Transcurridos algunos años, fueron descubiertas las grandes vetas de oro y cobre en el Cerro Santa
Rosa, las de plata en Colquijirca y el carbón de piedra en Goyllar. Los tres toros, eran el ánima de
estos fabulosos yacimientos.

ATOJ HUARCO (Leyenda)

20 JuevesAGO 2015
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Cerro de Pasco, Folklore pasqueño, Leyendas de Pasco

A la vera del
viejo camino carretero que unía al Cerro de Pasco con la hermosa ciudad de los Caballeros de León
de Huánuco existía un puente que cruzaba el bullente Huallaga justo donde el camino entraba en un
recodo estrecho y peligroso. Aquí acaeció, en tanto tuvo vigencia, muchos accidentes fatales. En la
parte alta de esta fatídica curva rocosa, se podía ver muy claramente, a un zorro petrificado colgando
del cuello. La tradición oral se encargó de ir transmitiendo, generación tras generación, la siguiente
leyenda para explicar su extraña formación.
Aseguran que mucho tiempo atrás, sobre el farallón por donde se extendía el viejo puente, existía
un pueblecito pintoresco y pacífico cuyos habitantes vivían de la generosa producción de sus chacras
y la atención de su abundante ganado. Sus vidas, libres de apremios y problemas, transcurrían en
medio de una apacible quietud. Las gentes muy sencillas, creyentes y trabajadoras, se trataban unas
a otras con una conmovedora y estrecha familiaridad. Todo transcurría feliz y plácidamente hasta
que un día, ante su asombro, apareció un grotesco personaje que fue a vivir como un demonio -
heraldo de la maldad- en una sombría caverna de las alturas desde donde podía dominar
ampliamente el panorama de aquel pueblo pequeño.
Su rostro fiero, sanguíneo y anguloso, tenía la viva similitud con un zorro rapaz, su pelambre rubia y
completamente erizada, hacia más terrible su faz torva y tumefacta. De cuello de buey y amplias
espaldas, tenía un andar simiesco con el bamboleo de sus grandes brazos y gigantescas manos. La
indumentaria que cubría su cuerpo descomunal era de un negro grasiento y repugnante

Muy pronto el miedo de la gente indefensa se trocó en terror cerval. Este monstruoso engendro,
aprovechando la oscuridad de la noche, efectuaba rápidas incursiones en el pueblo para llevarse las
ovejas más gordas y las gallinas más grandes. Como la multitud pacífica no podía hacer nada para
evitar sus tropelías, la osadía del personaje creció amenazadoramente hasta llegar sus latrocinios a
plena luz del día. Por su enorme parecido físico y su costumbre de hurtar animales -ignorantes de
su verdadero nombre- terminaron por denominarlo ATOJ (zorro).

 ¡ATOJ MISHICAMUN! (¡El zorro viene¡)- era el grito que cualquier campesino largaba al ver el
inicio de las correrías del misterioso personaje. En ese momento lo abandonaban todo y se
encerraban en sus viviendas presas de un terror indescriptible. Los hombres, claro, se
encontraban trabajando en el campo.
Entre los más asustados habitantes del lugar, había un matrimonio que tenía una preciosa hija de
dieciocho años de hermosos ojos negros y grácil caminar, llamada Herminia. A la sola mención de
Atoj la pobre muchacha enmudecía y se llenaba de pavor temblando como una hoja.

Sucedió que un día que Herminia se encontraba sola en su vivienda atareada en la preparación de
los alimentos, horrorizada vio aparecer la figura del Atoj en el quicio de su puerta. Sus ojos como las
moras se abrieron espantados en tanto su rostro capulí se tornaba lívido. Sus manos trepidantes
cubrieron instintivamente sus labios carnosos y el torno armónico de sus piernas comenzó a perder
fortaleza. Sin embargo, impulsada por la grave situación en la que se encontraba, reunió las pocas
energías que le quedaban para propinar un empellón al monstruo y salir huyendo a campo traviesa.
No fue muy lejos. Impelido por una torva y apremiante lujuria, el Atoj le dio alcance. Cuando el
monstruo comenzó arrancarle las telas de su corpiño y hacer jirones sus vestiduras, Herminia se
desmayó.

Cuando despertó, claramente, se dio cuenta de su desgracia. El atoj dormía a su lado muy rendido.
Ni siquiera lloró la muchacha. Sintiendo todo el peso de su deshonor, rápidamente tramó su
venganza. Abrazó fuertemente al atoj y se impulsó de tal manera que ambos rodaron pendiente
abajo. El cuerpo de ella cayó desde la altura rompiendo la quietud de las aguas del Huallaga. El atoj
sorprendido, en todo momento trató de salvarse, pero no pudo. La hierba de la que se trataba de
sujetarse fue enredándose en el cuello y, cuando terminó el abismo, quedó colgando ahorcado. De
ahí su nombre: Atoj huarco
Aseguran que Dios, para castigar su maldad, lo convirtió en piedra en tanto ella, yace en un mundo
de paz dentro del agua; por eso cuando se mira detenidamente el discurrir del agua desde el puente,
se ve aparecer la imagen de Hermicha, rodeado de una aureola de espuma, semejante a una corona
de rosas blancas.

LA LEYENDA DE LA
VIRGEN TAPEÑA

14 ViernesAGO 2015
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Cerro de Pasco,costumbres de Pasco,Leyendas de Pasco,Tápuc

Todo el mundo en general


a voces reina escogida,
diga que sois concebida
sin pecado original.
Recostado en uno de los gigantescos promontorios del bellísimo valle de Chaupihuaranga, está
Tápuc., uno de los pueblos más hermosos de Pasco. Custodiado por el legendario cerro
Chumbivilcas y circundado por eucaliptos, molles y retamas, los diligentes pobladores del lugar
habitan sus viviendas de quincha y barro, agrupadas en cuatro barrios tradicionales: Kayao, Huaylas,
Allauca e Inga.

Es el barrio Inga, donde hace muchos años vivía un matrimonio de apellido INKA, constituido por un
noble creyente y trabajador campesino, su laboriosa mujer y una única hija, alegría y contento del
hogar.

La niña de muy corta edad, piadosa y esforzada como pocas, ayudaba a su madre en la delicada
atención de los sembríos y los animales de la casa, en la recolección de la leña para el hogar y,
sobre todo, en el cotidiano acopio de agua para las necesidades diarias. Esta obligación la cumplía
puntual y cotidianamente con los primeros rayos del alba, cuando pajarillos y gallos con sus trinos y
cantos estrepitosos, saludaba a la mañana.

Un día en que aparecía el sol por el oriente, alegre y retozona, partió a cumplir su tarea diaria. Al
prepararse para llenar su porongo en el puquial, quedó conmovida al oír un coro de dulces voces
juveniles cantando himnos muy hermosos. En el mismo instante, una luz brillante y cegadora, fue
envolviendo el ambiente. Cuando levantó los ojos, vio a una bellísima mujer, todavía joven, que
flotando ingrávida por los aires, la contemplaba sonriente.

Blondos cabellos sueltos enmarcaban el atractivo rostro agareno y ovalado de cejas finas y
arqueadas que guarnecían los ojos claros y muy vivos. Nariz delicada, labios delgados y
encarnados, entreabiertos en una dulce sonrisa. Vestía una túnica blanquísima sobre la que
flameaba un manto celeste como el cielo. Con las delicadas manos de dedos finos y alargados sobre
el pecho, un pie sobre una luna de plata en cuarto menguante, aprisionaba fuertemente una serpiente
que agónica efectuaba movimientos de estertor sin poder librarse de las sandalias de oro que la
presionaban. La bella dama, circundada de un halo rutilante de esplendor, estaba rodeado de seis
ángeles en figura de párvulos alados que portaban en sus manos, crisantemos, rosas, camelias,
claveles, azucenas, jazmines, nardos, magnolias, azaleas, begonias, gladiolos, amapolas que
emanaban aromas embriagadores. Sobre su cabeza una corona de doce refulgentes estrellas y, más
arriba, manteniéndose en los aires, el Espíritu Santo en forma de paloma, lanzando exhalaciones de
luz que alumbraban el cuerpo de la maravillosa aparición.

 Sabe, hija mía –dijo con dulce acento la encantadora visión- yo soy María Virgen, madre de Dios
verdadero. Quiero que aquí me construyan mi casa donde me mostraré piadosa madre contigo,
con los tuyos y con mis devotos. Ve a tu casa y en mi nombre dile a tu padre que tengo particular
deseo que me edifiquen un templo sobre este puquial. Cuéntale todo lo que has visto y oído y
ve segura que agradecida te pagaré el cuidado y solicitud que pusieres…
Diciendo esto, la Madre de Dios, se elevó lentamente hacia los cielos perdiéndose más tarde entre
extrañas nubes de arrebol y conmovedora música celestial.

Después de salir del éxtasis, dejando su porongo sumergido en el agua, la niña fue corriendo a su
casa y emocionada relató a su padre todo lo que le había acontecido, poniendo especial énfasis en
el mensaje.

Inicialmente no le creyó una sola palabra, pero fue tanta la insistencia y unción que puso la niña que
emocionado porque la Virgen le hubiera elegido a él, decidió acatar la orden. Durante todo el día se
ocupó de convocar a los vecinos y aquella misma noche, unidos todos en derredor del puquial de
Tauripampa, rezando en devoto recogimiento, masticando coca y bebiendo sendos vasos de chichas
de jora, esperaron la medianoche.

Justo en el minuto en que muere un día y nace el siguiente, unos fulgores arcanos fueron bajando
lentamente del cielo iluminando como potentes reflectores los totorales del puquial. Invisibles coros
de sublimes voces inundaban el ambiente justamente con la fragancia de miles de flores exóticas y
bellas. Extasiados los tapeños, vieron la excelsa visión de la Reina de los Cielos aparecer
fugazmente nimbada por una luz de extrañas transparencias y, luego de unos segundos, elevarse
hacia el firmamento. De rodillas y conmovidos, hombres, mujeres y niños oraron reverentes con los
ojos gachos y humedecidos. Cuando volvieron la mirada, vieron que la aparición se había
materializado en una bella estatua entre los totorales.

Después de realizado el milagro, llevaron en procesión a la Virgen de la Inmaculada Concepción


hasta Tapucruz, paraje ubicado en una frígida elevación al NO. de la población, donde habían
construido el oratorio.

Al día siguiente, con la claridad del día, hombres y mujeres, llevando flores y velas, fueron a visitar
a la Virgen a la ermita donde la habían dejado el día anterior. No la encontraron. Intrigados por la
desaparición, se echaron a buscar con mucho empeño. No dejaron ni un resquicio sin escudriñar.
Subieron a los cerros más agrestes y bajaron a los llanos más calientes sin encontrarla. La mañana
siguiente fue hallada por la niña en los totorales de Tauripampa. En la suposición de que algunas
personas pudieran haberla trasladado en la noche, la regresaron a su ermita. Y por segunda vez,
aprovechando la oscuridad, la Virgen volvió al lugar donde había sido hallada. Cuando por tercera
vez, la hicieron regresar a su capilla, juzgando que la Santa Madre era caprichosa al exigir la
construcción de una ermita en el puquial; la inmaculada volvió a presentarse a la niña.

 Veo hija mía, que mis devotos no quieren oír mi súplica.


 No, mamita. Mi gente cree que estás mejor allá, en Tapucruz; es más seguro, por eso te han
hecho tu capilla allá.
 Yo no pedí eso, hija mía.
 No, mamita, pero ellos creen que será imposible poder construir nada sobre el puquial.
 Cuando se tiene fe y se quiere, todo se puede. Ve y dile a tu gente que haga lo que pido; caso
contrario descargaré mi cólera sobre tu pueblo.
Fue suficiente.

Después de desecar el gran manantial de Tauripampa, erigieron la Iglesia en honor a la Virgen María
Inmaculada Concepción, la que siempre derramó sus bendiciones sobre la tierra y las gentes
tapeñas.

A partir de entonces. Ella es la matrona del pueblo de Tápuc, mismo que con gran fe celebra la fiesta
patronal el 8 de diciembre de cada año.

LA CRUZ VERDE (Leyenda) -2-

24 ViernesJUL 2015
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Cerro de Pasco, Folklore de Pasco, Leyendas de Pasco

“Una vez los minerales en cancha, después de dolorosa


extracción, se llenan los cajones para su medición y de allí se procede a su escogencia que llaman
“pallaqueo”. Este trabajo lo realizan los niños hasta desollarse las manos. Escogido el mineral, las
pobres mujeres del pueblo, débiles y entecas como sus maridos, a la puerta de las minas, haciendo
esfuerzos sobrehumanos proceden a moler estos minerales en grandes batanes. Sólo entonces son
transportados a las haciendas e ingenios para su tratado final”.
“Hombre, mujer e hijo, son inicuamente explotados por los abusivos que no tienen ninguna piedad
para estos seres cruelmente abandonados por las autoridades que deberían velar por ellos”.
“El aire aquí en la mina, es tenue y frío. Cuando salen del socavón, el agua que beben, sofocados,
es frígida y de temple endemoniado; la comida sin sustancia. Aquella gente minera, sin misericordia,
ni clemencia, toda junta, es una viva imagen de la muerte y sombra del infierno. Y así mueren infinitos
hombres, y muy aprisa”.
Tomando aliento, imbuido de piedad y de dolor, siguió diciendo en su carta testimonial: “Así pasa
esta gente gran trabajo y mueren muchos indios de enfermedad; otros despeñados; otros ahogados;
otros descalabrados de las piernas; otros vomitando sangre, y otros –los más- quedan allá dentro,
enterrados; de suerte que apenas hay día sin que ocurra algunas cosas de éstas. Y como son tantos,
como dije, encerrados en las entrañas de aquel cerro, los que barretean y los que sacan los metales,
en una parte o en otra, hay de continuo desgracias dolorosísimas. A mí se me quebraba el corazón
de ver cuando los indios salían a comer en las bocaminas, a recibir la comida que le llevaban sus
mujeres; los lloros y las lágrimas de ellas, de ver a sus maridos salir llenos de polvo, flacos y amarillos
y enfermos y cansados; y sobre todo, azotados y aporreados porque no cumplieron los montones de
metal que está tasado que han de llevar cada día; no hay consideración a que la veta sea dura y no
pueda quebrarla, sino que le hacen que saque cinco montoncillos de metal cada día, que tendrán de
ocho a diez arrobas. ¡Inhumanos, canallas, sin perdón de Dios!”. La carta finalizaba con una
imploración suprema a la superioridad eclesiástica y, seguramente, sellada con lágrimas.
Fray Buenaventura se había enfrascado de lleno en defender a los humildes japiris valiéndose de
cartas, misas, procesiones, y todo aquello que estuviera a su alcance. Así, un domingo de misa
solemne, desde el púlpito de la iglesia San Miguel de Chaupimarca, se dirigió a las autoridades y
ricos mineros allí presentes, pidiéndoles piedad a nombre de Cristo para aquellos miserables que
también eran seres humanos e hijos de Dios.

Desde aquellos tiempos, todos lo saben, los niños cerreños amamantaron con la leche materna, esta
dolorosa verdad que nadie podrá negarla: La justicia jamás existió. El abuso siempre fue una
tenebrosa constante.

Las innumerables cartas del fraile caritativo y valiente jamás fueron contestadas. Cuando finalmente
le remitieron una comunicación fue para decirle que la superioridad había recibido una grave
denuncia de hombres “notables” que se quejaban de su conducta inconveniente y por lo tanto, debía
hacerse presente de inmediato a su monasterio donde sería ejemplarmente sancionado.

El fraile, no podía dar crédito a sus ojos. No alcanzaba a entender la indiferencia de sus superiores,
menos aún, la iniquidad de respaldar a los asesinos explotadores. Pasaron algunos días y,
obediente como era, determinó presentarse en su convento pero, simultáneamente, decidió plantar
una cruz, símbolo del amor infinito del cristianismo, cerca de donde especulaban los abusivos.
Reunió a los japiris, barreteros, capacheros, y pallaqueros, con sus mujeres e hijos, para pedirles
con mucho amor que unidos construyeran una sólida cruz que vieran los asesinos explotadores; que
su presencia fuera un constante reproche a sus abusos. Les habló con tanto celo y emoción que,
unánimemente, decidieron apoyarlo.

Guiados por el santo misionero, iluminados por mortecinas velas de sebo, hombres y mujeres,
auxiliados por rudimentarias herramientas, fabricaron la hermosa cruz de la Pasión. Sólida como la
hermandad que los unía; enorme como la fe que los hacían esperanzados. Para que el símbolo
santo fuera obra de todos, los niños pallaqueros la pintaron de verde. Completaron la obra tallando
un redondo disco amarillo sobre el que pintaron una sonriente cara regordeta que colocaron sobre
el brazo derecho de la cruz: era el sol; sobre el izquierdo, una pálida luna en cuarto menguante. Del
brazo izquierdo hasta el medio del soporte central, la lanza con el que Longinos atravesó el costado
derecho del Salvador del Mundo; simétricamente, del derecho, un largo listón circular, en cuyo
extremo superior estaba la esponja, que mojada en hiel y vinagre, se le acercara al Crucificado
cuando manifestó tener sed; las dos escaleras que sirvieron para descender el bendito
cuerpo después de su muerte, oblicuamente pendientes de ambos brazos hasta el centro del
soporte central; las tres sólidas escarpias de acero con los que se fijó el cuerpo; el martillo con el
que se lo clavó triturando palmas y empeines; las tenazas, con las que se extrajeron los clavos;
en un cartelito blanco las letras S.P.Q.R.S. que en latín dice: SENATUS POPULUS QUORUM
ROMANUS y en castellano se traduce como: “El Senado y el Pueblo de Roma”. En la parte más alta
del cuerpo central la sigla INRI, que como burla sangrienta al hijo de Dios, proclamaba: “Rey de los
Judíos”. En la cúspide, al gallo; elemento indispensable en las representaciones de la Pasión de
Cristo que simboliza la encarnizada negación de Pedro. En la intersección del cuerpo central, el paño
de la Verónica con el rostro de Cristo doliente. La corona de espinas que se le colocara a Jesús
como burla al momento de la flagelación, sobre el lienzo de la Verónica. Inmediatamente después,
la túnica que el Salvador vestía en la crucifixión. Fueron añadidos: los cinco dados usados por los
soldados romanos para jugarse las vestiduras del Salvador, un largo sudario usado por Nicodemo,
José de Arimatea y sus ayudantes para descender el cuerpo; la trompeta del juicio final; la balanza
en la que habrán de pesarse las almas en el juicio final; el cáliz de la última cena y la bolsa
conteniendo las treinta monedas, símbolo de la traición de Judas.

Después de noches de intenso trabajo fue terminada la hermosa cruz recargada de símbolos y
esperanzas. Los sacrificados hombres mujeres y niños de la mina la habían tallado con amor y
dedicación. Finalmente la pintaron de verde, símbolo de la Santa Inquisición, para recordarles sus
pecados.

La víspera del viaje de Fray Buenaventura, los humildes laboreros de la mina con sus mujeres e hijos
llevaron el símbolo santo al lugar previamente escogido. Era la hora del Angelus, cuando las
campanas llamaban a oración y la plantaron fijamente en la parte más alta de aquel barrio cerreño,
frente a la oficina donde realizaban sus millonarias transacciones los opulentos plutócratas.

Con los primeros rayos del alba del día siguiente, cuando los laboreros entraban en los tétricos
socavones, partía acongojado Fray Francisco Buenaventura, para no retornar jamás al Cerro de
Pasco. Indignada la superioridad virreinal lo castigó a dura penitencia, cumplida la cual, fue
expulsado del país… ¡A perpetuidad!…. Pero allí, donde la había plantado, quedaba la sagrada cruz
de los mineros. Sin embargo, la fe y la esperanza inquebrantables que había sembrado en sus
corazones estuvieron a punto de desmoronarse cuando se enteraron del aciago destino del santo
misionero franciscano. No podían creer que semejante noticia fuera cierta. Como las plantas mueren
cuando falta la mano que las riegue, fue declinando la fe y la esperanza de los corazones. Ahora
estaban ciertos que no llegaría la justicia por la que tanto habían rogado y esperado. Muy pocos
hombres y escasísimas mujeres guardaban en un recodo del corazón aquel amor inclaudicable que
había sembrado el santo misionero. Sin embargo, como un milagro nuevo, comenzaron a renovar
su fe y su esperanza. En las noches, cuando exhaustos pasaban por la cruz verde, de rodillas
elevaban su oración por aquel que les había enseñado a orar y esperar. Pedían por ellos y su familia.

Los años fueron transcurriendo implacables, silenciosos, cruelmente rutinarios. Las inclementes
lluvias de los inviernos, el granizo, la nieve, los rayos y truenos, la cellisca, así como los rigurosos
soles y vientos de los meses secos, fueron trabajando sobre aquel monumento a la fe
minera. Primeramente empalideció el verde brillante de la cruz, haciéndose mustio y sombrío;
después, fueron trazándose unas resquebrajaduras agrandando cada vez más sus intersticios. Los
años fueron pasando. Los que la confeccionaron fueron muriendo en cumplimiento de su destino,
los hijos heredaron con fe una tradición que fue haciéndose añosa.

Un día, una mujer desesperada, arrancó el largo sudario de Cristo, asegurando que si envolvía con
él a su marido descalabrado en la mina, sanaría. Otro día se llevaron la túnica; otro, la corona de
espinas; otro el gallo… Así fue perdiéndose cada uno de los símbolos que las gentes llevaban como
sacros amuletos. Cuando ya no quedaba ninguna réplica, comenzaron a astillar el cuerpo de la cruz.
Cada japiri debía tener en su poder, siquiera una astilla. El pedazo de madero lo amparaba de los
riesgos de la mina. Todos aseveraban que la cruz los protegía. Aseguraban que quien tuviera en su
poder un pedazo del santo madero, estaba resguardado por la presencia de Cristo. Testificaban
muchos milagros ocurridos en las negras oquedades Finalmente, quedó convertida en un despojo
esquelético y deforme, hasta que la noche aquella fue llevada al cielo en la forma que vimos al
comienzo. Ese día acababa de morir en España, solo, escarnecido y desengañado, el misionero
Fray Francisco Buenaventura de Salinas y Córdova.

De aquel hermoso símbolo que la fe minera había mantenido por muchos años, quedaba el nombre,
sólo el nombre: CRUZ VERDE.

LA CRUZ VERDE (Leyenda) -1-

23 JuevesJUL 2015
POSTED BY PUEBLO MÁRTIR IN LEYENDAS, PASCO
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Cerro de Pasco, La cruz verde, Leyendas de Pasco

A través de los años esta historia ha ido pasando de padres a hijos en continuidad todavía vigente.
Habla de una milagrosa cruz de mineros que andando el tiempo le dio nombre a un populoso barrio.
Un barrio querido que como toda en la tierra expoliada ha desaparecido bajo el estruendo de las
explosiones y el rugido de las maquinarias.
La
leyenda cuenta que una antiquísima noche, cuando los tenues rayos de luna reverberaban la nieve
en albura vaporosa, ocurrió un milagro extraordinario. Todo el ámbito ocupado de casas, chozas y
rancherías mineras, se inundó de una melodía conmovedoramente celestial interpretada por coros
infantiles, acompañada por violines, chelos y arpas. Las personas como hipnotizadas asomaron a
sus ventanas desde donde pudieron verlo todo.
De una esquina de la plaza, como transportado por una fuerza invisible, un enteco y barbado
misionero franciscano se desplazaba suavemente por los aires sin que sus pies hollaran la nieve;
detrás de él, en la misma forma, iba una multitud de hombres cubiertos con túnicas blancas en
ordenada levitación. Eran los braceros que habían muerto en las minas. Todos, formando una tropa,
se arrodillaron delante de la cruz verde y pasado buen tiempo de oración, extrajeron el símbolo
clavado en el suelo y, rodeados de nubes vaporosamente brillantes, la elevaron al cielo en medio de
una conmovedora sinfonía celestial.

Este acontecimiento extraordinario quedó grabado en la memoria del pueblo minero con indelebles
signos mágicos. Pero… ¿De dónde apareció aquella cruz?… ¿Quién la puso allí?… ¿Qué significaba
aquel símbolo sacro en ese barrio cerreño?.

Ésta es su historia.

Cuando por hundimiento desaparecieron las fabulosas minas de la Villa Imperial de Potosí al
comenzar el siglo XVII, dejó de contarse con las alucinantes cantidades de plata que servían
para sustento económico de la metrópoli. En ese momento, sumamente preocupados por la
desgracia, los españoles descubren con asombro, el yacimiento argentífero de San Esteban de
Yauricocha. Al nuevo emporio se le comienza a llamar: El nuevo Potosí (1626). Su explotación se
hace monstruosamente incesante. Los querubines y milagros de las iglesias, las coronas y ex votos
de los santos, los avíos de montar, los utensilios de uso casero, hasta las tintineantes espuelas
nazarenas de los jinetes cerreños, estaban fabricados con el blanco metal.
A sus frías calles en formación comenzaron a llegar hombres de diferentes nacionalidades guiados
por la brújula de su avidez. Los más numerosos: los españoles. Admirado de la prodigalidad de sus
socavones, como una distinción especial el Rey de España lo nombra: Ciudad Real de Minas (1639).
La fama del nuevo emporio minero trasciende fronteras. Al transponer los umbrales de aquel paraje
temporal -el fantástico siglo XVIII- se produce una aguda crisis minera en América Hispánica. Muchas
minas se cierran por la escasez de mercurio: Huancavelica se ha derrumbado y clausurado. En
otros casos la inundación de los frontones hace desaparecer las vetas bajo el agua: Guanajuato,
Real del Monte, Zacatecas. Las únicas minas que en ese momento están productivas y boyantes,
son las del Cerro de Pasco. Entonces, con el fin de alimentar sus arcas, el rey de España estimula
la explotación minera y comienza a legitimar bastardías vendiendo los hábitos de caballeros y títulos
nobiliarios de condes y marqueses. La novedad se hace costumbre. Muchos españoles de oscuro
origen, residentes en el Cerro de Pasco, se avienen a la compra de estas regias mercedes pagando
significativas cargas de plata. Para ello, olvidando los más elementales principios de caridad
cristiana, exceden los límites de un genocidio dantesco explotando cruelmente a los pobres
indios. El inicuo abuso comenzaba con el tiempo que los tenían trabajando enclaustrados. Cuando
las luces aurorales asomaban entraban a sepultarse en esos antros asfixiantes y oscuros de donde
no salían sino a la oscuridad de la noche. En lugar de alimentos que repararan sus fuerzas les daban
hojas de coca con las que los estimulaban para el esfuerzo, hasta que cadavéricos, mortalmente
pálidos y sin fuerzas, caían muertos, víctimas de la anemia asesina. El consumo de la coca fue
utilizado para someter a nuestro aborigen como los ingleses utilizaron el opio para someter al pueblo
chino o el alcohol por el colono norteamericano para combatir al piel roja, a los suecos para domar
a los lapones y los franceses a los negros del África. Quienes no finaban por la opilación, la
neumoconiosis o los accidentes fatales, morían sepultados por terribles derrumbes. A estos hombres
ni siquiera se preocupaban en rescatarlos. Eran considerados mucho menos que animales. Así
sucedió en una mina. Trescientos hombres fueron sepultados vivos. Nadie movió un solo dedo por
rescatar sus restos. En ese lugar quedó una tétrica cicatriz de la tierra asesina que fue bautizada
con un nombre que lo dice todo: MATAGENTE.

Todos los títulos nobiliarios comprados, todas las riquezas que solucionaron las urgencias
económicas de España, se sustentaban en la explotación del humilde hombre del pueblo que con
sus lágrimas, sudor y sangre, amasó toda esa monstruosa fortuna. La Casa de Contratación informó
que “sólo entre 1503 y 1660, llegaron al puerto de Sevilla 185 mil kilos de oro y 16 millones de kilos
de plata. La plata transportada a España en poco más de un siglo y medio, excedía tres veces el
total de todas las reservas europeas. Y estas cifras cortas no incluyen el contrabando”. Por aquellos
años de dantesco genocidio, llega al Cerro de Pasco, como enviado por Dios, un fraile franciscano,
-alto, cenceño, tez agarena y mirada beatífica pero penetrante-: Fray Buenaventura de Salinas y
Córdova. Con el fin de conocer su realidad y alentar con sus palabras a los esforzados laboreros,
fue a visitar una mina cerreña. ¡Quedó estremecido de dolor! Gruesas lágrimas enturbiaron sus ojos
claros cuando presenció las primeras escenas del teatro del horror. Seres cadavéricos y
desmedrados como espectros de otros mundos, sacando y subiendo pesados costales de cuero a
las espaldas; silenciosos, resignados, autómatas; extrayendo los minerales que enriquecían a sus
verdugos. Reverentes y de rodillas, los japiris besaron sayal, cordón y crucifijo. Los ojos, casi sin
vida, eran un ruego implorante, una súplica suprema. Fray Buenaventura, venciendo el imperioso
mandato de su corazón, de abrazarlos y echarse a llorar, los bendijo con amor, y a partir de ese
momento decidió denunciar estos abusos a la superioridad eclesiástica y virreinal. Programó sus
piadosas visitas diarias al humilde aposento de los pobres, buscó toda la ayuda material posible para
alcanzarles, pero sobre todo, les llevó su palabra de consuelo y comprensión; unió con el sagrado
lazo del matrimonio a los amancebados, bautizó amorosamente a los niños habidos en estas uniones
y les enseño a confiar en el supremo auxilio de Dios.
Después de recoger estas fatídicas vivencias, escribió una extensa denuncia a la superioridad de
su convento. Este documento testifica la monstruosa inhumanidad de los explotadores. En uno de
los párrafos decía: “…es lástima ver a los indios de cincuenta en cincuenta, y de ciento en ciento,
ensartados como malhechores en ramales y argolletas de hierro; y las mujeres, los hijuelos y
parientes que los despiden, dando alaridos al cielo, desgreñándose los cabellos, cantando en su
lengua endechas tristes y lamentaciones lúgubres, despidiéndose de ellos, sin esperanza de
volverlos a recobrar por que allí se quedan y mueren infelizmente en los socavones. Aquí se ven las
ventas de las mulas, los empeños de los vestidos y todo lo que tienen; y lo que es más de sentir, por
este tiempo, es que empeñan y alquilan a sus hijas y mujeres a los mineros, a los soldados y mestizos
a cincuenta y sesenta pesos, por verse libres del trabajo de las minas. Y ahora escribe un clérigo
sacerdote y cura, que habiéndole sacado un soldado de la iglesia, a donde se había venido a recoger
una india muy hermosa de diez y seis años, fue a pedir al cura auxilio de justicia, y decía: Señor
Corregidor, Isabel (que así se llamaba la india) está empeñada en setenta pesos que tengo de su
padre que libré de la mina y hasta que la saquen y devuelvan mi plata, no la tengo que entregar, sino
servirme de ella. Y así la dejó llevar el corregidor a su albedrío, llorando la india, diciendo que aquel
español quería por la fuerza estar amancebado con ella; que como no le valía la iglesia y habiendo
nacido libre en su tierra, la hacían esclava del pecado”. Conmocionado de dolor y cargado de
esperanzas por encontrar comprensión y apoyo de sus superiores, el fraile siguió
escribiendo: “Habiendo llegado un indio que volvía de la mina a ver a su mujer y sus hijos y
descansar en su tierra, halló muerta a su mujer, y a los hijuelos de edad de cuatro a seis años en la
casa de una tía suya. Llegó tras él, el curaca, y queriéndolo llevar otra vez a la mina, le dijo “Bien sé
que te hago agravio, pues acabas de salir del socavón y te hallas viudo, y con dos hijos que sustentar;
flaco y consumido del trabajo que has pasado; pero no puedo más; porque no hallo indios para la
mita, y si no cumplo el número, me quemarán, azotarán y beberán mi sangre; duélete de mí y
volvamos a la mina”. Respondióle el indio a su curaca: “Tú eres el que no te dueles de tu sangre,
pues habiéndome tocado el polvillo ya no puedo respirar y hallo muerta a mi mujer, y con dos hijuelos
que sustentar y ropa que vestirles, me haces el agravio”. Y no surtiendo ningún efecto en el curaca
la razón y la justicia de este indio; cogió a sus dos hijuelos y los sacó a una legua del pueblo, y
abrazándolos y besándolos tiernamente, diciéndoles que les quería librar de trabajos que él pasaba,
sacando dos cordeles, se los puso en las gargantas y hecho verdugo de sus propios hijos, los ahorcó
de un árbol y cuando llegó el cura con el curaca, un cuchillo de cocinero, se lo clavó en la garganta,
entregando su alma a los demonios por verse libre de la opresión de las minas. Y lo mismo hacen
las madres, porque pariendo varones, los ahogan”. La carta tiene muchas páginas de denuncias
dramáticas. En otra dice refiriéndose al trabajo en las oquedades: “Bajan al interior de la mina por
estrechísimas galerías que siguen a las vetas por donde éstas fueran. Son galerías horrendas,
húmedas y pestilentes, sin ventilación alguna, inundadas por el aire corrupto del aliento y sudor de
tantos cuerpos que allí trabajan, del polvillo picante de los metales; el espeso y acre humo de las
velas de sebo que utilizan. A estos estrechos socavones bajan por medio de toscas graderías
trabajadas con quinuales o piedras por donde los hombres casi agónicos discurren de rodillas”.“Cada
grupo que trabaja en una mina, está integrado por doce hombres. Delante van dos barreteros
provistos de sólidas pértigas de hierro de 18 pulgadas de largo y 25 libras de peso, y un pesado
martillo de plomo de 25 libras. Estos hombres quiebran las rocas a pulso y son los que siguen a las
vetas. Una vez fracturadas las piedras al interior de la mina, entran los fleteros llamados capacheros,
quienes siguiendo penosamente por todas las tortuosidades de la mina, salen por las medias
barretas con sus capachos llenos de mineral a las espaldas, apoyándose en una cuerda tendida en
las paredes o de palos de forma de estacas clavadas en las paredes de la mina”. “El Japiri, llamado
capachero, tiene por atuendo un grueso gorro de cuero en el que va atado una vela de sebo para
alumbrarse el socavón. Chompa y manguillas de lana de llama. En las piernas, gruesas rodilleras de
cuero de carnero, que les permite trabajar de rodillas –como si fueran condenados a trabajos
forzados- llenando y transportando las bolsas de cuero de una capacidad de cien libras de promedio,
llamados capachos. Los minerales se llenan utilizando las paletas de las mulas muertas, a guisa de
palas”. “Mientras los hombres realizan su trabajo, son estrechamente vigilados por el sanguinario
capataz que, premunido de un largo zurriago, acelera a golpes el avance de los trabajos. A la puerta
de la mina hace estallar soberbio, una y otra vez, como tétrico reloj de abominación, el largo
zumbador que no pocas veces se tiñe de sangre inocente de los indios”.

PATARCOCHA (Leyenda)

09 JuevesABR 2015
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Cerro de Pasco, laguna de Patarcocha,Leyendas de Pasco

Muy arriba
del macizo andino del Perú, a casi cinco mil metros, donde el viento aúlla en el gélido imperio de las
nieves en el que actualmente se halla enclavada la capital minera del Perú, vivió el venerable cacique
Patar, jefe de la tribu de los Yauricochas, alternando el pastoreo con la caza y la incipiente minería.
La vida de su gente ha quedado grabada para siempre en los anales de la historia peruana; no sólo
en los nombres que perviven en los pueblos, ríos, aldeas, ventisqueros, lagunas y numerosísimas
minas, sino también en las memorables tradiciones de su noble e inextinguible raza.

Aquellos tiempos, cuando el brillo del imperio incaico declinaba, Patar, el patriarcal curaca, cargado
de años y experiencias, sintió el acecho de la muerte en silencioso merodeo por su choza. Temeroso
de que la parca lo sorprendiera en posesión de sus agüeros y sus sueños, convocó a toda su gente
y con gran parsimonia las preparó para darles una dolorosa noticia. Su rostro, surcado por profundas
arrugas, se contrajo en un rictus de odio y dolor. Su mirada era triste, su voz grave, y en aquel
momento de íntima comunicación, comenzó diciendo:

 Voy a morir siguiendo la marcha inexorable del sol de la vida. Siento que nuestros antepasados
me llaman y yo tendré que obedecer. Sólo las piedras son eternas. Por esta razón los he reunido
para mostrarles las profundas heridas de mi corazón. Escuchen estas que son mis postreras
palabras para ustedes.
Aspiró con fuerza los escasos átomos de oxígeno del ambiente y aclarándose la voz cascada,
continuó diciendo:

 No olviden que nuestra “llacta” está rodeada de encarnizados rivales. Siempre será así. Al
levante están los Panataguas ocupando la sofocante y misteriosa región del Rupa-Rupa; al
poniente están los Huancho; al norte, los Yachas y los Chupachos; por el sur los
Chinchaycochas; pero sobre todo –se mordió el labio inferior, reseco y bordeado de
pobladísimas arrugas, con una ira intensa que por un momento le impidió hablar; luego,
blandiendo su lanza adornada de flecos y colorines, tronó- ¡De allá del poniente, vendrán unos
seres extraños y barbados que cegados por la codicia, abusarán de nuestra gente y se
apoderarán de nuestras riquezas!. Ustedes conocen esos metales, uno como el sol, el ccori
(oro), el otro como la nieve, ccolque (plata); las que enviamos a las lejanas tierras del inca. Esas
riquezas se dan pródigas en nuestra “llacta”, lejos de hacernos felices labrarán nuestra desgracia
y postración.
Los cansados ojos del cacique se inundaron de lágrimas de frustración.

Hubo de inmediato un prolongado silencio. Los hombres, estremecidos por la aciaga premonición,
sólo atinaron a mirarlo transfigurado de dolor.

 Nuestros hijos, nietos, y los nietos de nuestros nietos, serán como esclavos de estos extraños,
por nevadas de nevadas, hasta que la noche de los tiempos nos cubra a todos.
Mudos de asombro, los hombres accediendo a su implorante pedido, dejaron solo al anciano. Éste,
en su solitario encierro y a la espera liberadora de la muerte, se puso a llorar inconsolablemente de
día y de noche, por la suerte que habrían de correr sus tierras y sus hombres. Tan copiosas fueron
sus lágrimas, que llegaron a formar dos lagunas enormes. Estas lagunas, una para beber y otra para
lavar, ubicadas en el corazón del Cerro de Pasco, llevan el nombre de Patarcocha, que quiere decir
laguna de Patar.

Satánicos amores prohibidos


(Origen de una leyenda)
(Segunda parte)

05 DomingoABR 2015
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Cerro de Pasco,LEYENDAS

Del impacto que causó en el cura la llegada de una hermosa mujer, dama de compañía, de la
esposa del flamante Corregidor de estas tierras.

Todo iba
muy bien para Diego de Albornoz hasta que aconteció algo que cambió el curso de su vida. Por
aquellos días, el desbocado comentario de los corros llegó a convertir a la plaza Chaupimarca en un
avispero. No era para menos. Con un gran despliegue de carretones, servidores y personas
comedidas, subían y bajaban muebles, vajillas, alfombras, adornos, instrumentos musicales, libros
y santos. Estrenaban la mansión con tres portadas, gran patio embaldosado de arcadas dispuestas
en sus dos pisos y pilares octogonales de ascendencia mudéjar en la planta alta, cubierta con balcón
corrido de resistente madera de pino. En consideración a los valiosos aportes a la Corona, no
obstante su reciente denuncio, el Virrey Toledo nombró Corregidor de la naciente ciudad San
Esteban de Yauricocha, a don Alonso de Malpartida y Zúñiga. Su teniente sería don Francisco Goñi,
y su Contador, don Iñaqui Otaegui, ambos ciudadanos vascos de reconocida trayectoria en su lugar
de origen. El primer caballero venía a aposentarse en la residencia de la plaza cerreña, con él su
esposa, y una lindísima mujer –flor de belleza morena- que fungía de acompañante de la hermosa
dama.
Una mañana que el cura se aprestaba a decir la misa dominical, hizo su aparición la joven española.
Ondulante como palmera, imponente como una diosa; parecía el sortilegio de un encantamiento. El
moreno embrujo de su rostro de niña que se convertía en mujer, estaba iluminado por negrísimos
bucles, labios carnosos, entreabiertos en sonrisa provocativa de dientes parejos y brillantes, cuerpo
magistral cubierto con mantón de encajes que dejaba apreciar un busto poderosamente mórbido.
Claro, ella no iba sola; acompañaba a su dama y al noble español. El cura quedó mudo de asombro.
Todo fue que la vio y sus aletargados bríos varoniles despertaron tórridos de su adormecida
abstinencia. La misa la dijo con un marcado rubor en las mejillas y un acentuado temblor en las
manos sudorosas que hacían audibles los tintineos de las vinajeras. Luchaba para que sus ojos no
siguieran prendidos de aquel bello rostro y, presa de indescriptible emoción, sus labios tartajearon
la homilía.

Así comenzó aquello.

Desde entonces las horas transcurrieron con aterradora lentitud para el cura que se debatía en un
torbellino de sentimientos inquietantes y obsesivos. Ya no sabía ni el día que era, su nerviosismo
activado por un redivivo deseo carnal le quemaba las entrañas. Veía a la bellísima mujer en todos
los rincones de la iglesia. En los ojos inmóviles de las vírgenes de los altares, en las perfumadas
nubes del incienso, en las formas sagradas, en todo; especialmente en sus sueños. Despertaba con
los labios resecos y el corazón desbocado. Nunca le había ocurrido nada parecido. No fue una ni
dos noches que su febril alucinación lo arrebatara. Fueron todas las noches que siguieron. Lo
encerraron en la vorágine de un mundo de loca esperanza. Desde entonces ya no conoció la
tranquilidad. No sabía ni cómo se llamaba aquella divina aparición; seguramente –pensaba- tenía el
nombre de una virgen; porque para él, era eso: una virgen.

En nuestra ciudad minera los hombres no hablaban de otra cosa. Era natural. Aquella mujer de
excelentes prendas de hermosura no iba pasar inadvertida en un lugar donde lo que faltaban era
precisamente mujeres. De diez personas, sólo una era mujer. No sólo los mozos sino también los
viejos comenzaron a admirarla en secreto. Así se enteraron que su nombre era, Amparo. Sus
apellidos, Donostiaga y Rivero. Sus pasos y actitudes, desde entonces, fueron seguidos
meticulosamente por los aspirantes a su cariño. El cura era el más obcecado.

Por aquellos días, en cumplimiento de una añeja promesa, la piadosa dama frecuentaba la iglesia a
rezar muy contrita; pero no iba sola, la acompañaba la garbosa y joven mujer que tenía sorbidos los
sesos al cura. Éste, ofuscado y olvidando su promesa de castidad y obediencia, destinó todos sus
empeños en conquistar el corazón de aquella maravillosa visión. Lánguido por interminables horas
sin sueño ni alimentos se dedicó a buscarla, a espiarla, a acosarla. No dejó ni un momento de hacerlo
con una pertinacia extrema. Los suspiros y miradas cada vez más atrevidas, las misivas escuetas
pero profundas, y finalmente, las furtivas palabras en el confesionario dichas con calor y ternura,
llegaron a doblegar el corazón de la damisela que se rindió al joven sacerdote. Por fin había
conseguido hacer bullir aquel corazón con la arrolladora intensidad que a él lo estaba agobiando.

Su constancia había alcanzado su premio.


Cada vez que la Corregidora iba a cumplir dilatadas penitencias que el cura le asignaba, éste llevaba
a la bella Amparo a un lugar escondido de la iglesia y le hablaba –susurrándole al oído- de la belleza
de sus facciones, la majestad de cada una de las partes de su cuerpo, y todo aquello que la hiciera
soñar.

Desde que escuchara aquellas frases intencionalmente dichas, la flor morena sintió la necesidad
perentoria de verse desnuda, de explorar su cuerpo que despertaba con avasallante impetuosidad
al llamado del amor; quería descubrir los insospechados mundos del placer que el cura le ofrecía.
Sobre su cama de mullido colchón de lana y abrigadoras sábanas de bayeta, se dedicaba a explorar
todos los recovecos de su cuerpo febril. Despojándose de su ropa interior, miraba la luz del
candil, sus senos grandes y firmes con pezones como garbanzos; las curvas agresivas de sus
muslos y caderas, acariciándolas con manos temblorosas; su vello crespo y enredado en el pubis,
la cavidad de las axilas; tocaba su cuello acariciándose suavemente, el arco de las cejas, la línea de
sus labios, el interior de su boca. Pasaba las manos por las nalgas para aprender sus formas y,
soñando que el fraile lo hacía, las acariciaba y estrujaba con ardor, con frenesí. Abría sus muslos y
tocaba la misteriosa hendidura de su sexo y el capullo encendido del centro mismo de sus deseos
arrebatados y, en ese momento, aparecía la imagen del sacerdote, enhiesto, sobre ella, como un
desenfrenado macho cabrío, poseyéndola y fundiéndola en su carne pecadora. Quedaba rendida,
exhausta. Después, confundida, al oler sus dedos, quedaba maravillada con ese poderoso olor de
sal y frutas marinas que emanaban de su cuerpo.

Amparo y el cura, perdidamente enamorados, sin desaprovechar la oportunidad de hablar ni de


escribirse, eligieron la sacristía de la iglesia como escenario secreto para amarse. Se reunirían la
tarde del cinco de agosto en que fray Sancho viajaría a Villa de Pasco a decir misa en loor a la
Virgen de las Nieves.
Aquella tarde se encontraron en el lugar de la cita y desesperados como a punto de perder la única
oportunidad de sus vidas ajetrearon como posesos. Abrieron un gigantesco armario donde
guardaban los útiles del culto y a manera de colchón tiraron sobre el suelo viejas casullas, capas
pluviales, esclavinas, manteles, catafalcos, ropas de santos y, el enorme lienzo morado con el que
cubrían el altar mayor en Semana Santa; añadieron otra cantidad de pequeños trapos que ocultaban
las hornacinas de los altares en la misma fecha. Ése sería el tálamo en el que se amarían. Con los
ojos brillantes de fuego y la respiración entrecortada, Amparo se quitó el “tickpe” de plata que
sujetaba su pañolón de alpaca y dejó al descubierto su corpiño con sus senos majestuosos que
latían con la turbulencia de su desbocado corazón. Al cura le temblaban las manos cuando desató
los lazos del corpiño de franela y fue despojándola de sus abrigadas enaguas, sus calzones largos
de bayeta y una camiseta que cubría las flores de sus pezones ardientes. No hubo necesidad de
quitarle los botines de cordobán ni las medias de lana sujetas con artísticas ligas bordadas. Su pecho
acezaba con palpitaciones de agonía y el corazón se desbocaba a punto de estallarle. Estaba
convencido que Amparo era la mujer más bella del mundo, un verdadero ángel. La luz parpadeante
de la lámpara minera sobre los vetustos muebles repletos de candeleros, vinajeras, floreros y
palmatorias, arrojaba luces mezquinas sobre un espejo velado por el tiempo. El resto de vestuario
ritual colgando de las paredes, en confusión de ornamentos talares, capas pluviales, manteletes,
sotanas, peplos y túnicas, daban a la escena un aire de irrealidad y misterio. No quiso atacarla con
fogosidad en un desbocado diluvio de caricias atrevidas porque denunciarían su maestría en las
artes del amor. No. Puso cuidado en los detalles para no alarmarla. Se esmeró en no perder el ritmo
de sus besos, intercalándolos con una inacabable letanía de halagos. Le habló de la brevedad de
su talle, la morena excelsitud de su piel agarena, la redondez agresiva de sus senos hermosos, la
finura de su cuello y hombros que provocaban en él un incendio de excitación incontrolable. Ella,
ebria de emociones, el cabello suelto y alborotado, las mejillas en llamas, dejó que el amante le
besara en el cuello y le acariciara los senos a manos llenas, quitándole la ropa totalmente, como en
una ceremonia ritual, dejándola desnuda, a su merced.

Para que no fuera dolorosa la ceremonia de la desfloración –maestro del amor- el cura la deleitaba
con besos y arrumacos juguetones, susurros suplicantes y diestros manoseos; ella respondió
plenamente emocionada; entonces se mordieron, se lamieron, se hurgaron desaforados en la
marisma del amor, toda la tarde, sin reparar en la hora que era ni en el frío que reinaba. Sólo ellos
existían en el mundo. Tanta fue la eficacia de la ceremonia de provocación que la beldad morena
sintió que se abría plenamente como una flor carnívora para atraer al cura como un insecto,
tragárselo plenamente y sentir en sus entrañas sus arremetidas inacabables. Estaba completamente
desnuda bajo la luz dorada que se filtraba por las hendijas de la puerta. Diego sintió que la sangre
se le convertía en fuego impetuoso y alargó sus manos temblorosas hasta colocarlas sobre su largo
cuello lúbrico. Dominada por una desconocida energía poderosa que la ahogaba, ella no sintió
ningún dolor en la penetración, más bien sí una insuperable delicia al sentir el licor de vida en sus
entrañas. Este fue el día más memorable de sus existencias. Ambos lo recordarían en sus ínfimos
detalles.

Ese fue el comienzo.

Desde entonces, aquel amor prohibido se convirtió en irrefrenable entrega pasional, desbocada y
monstruosa, que ya no conoció límites. Los mozos del pueblo que seguían los pasos de la joven
descubrieron sus citas y urdieron una historia fantasiosa que ha quedado como leyenda en el
imaginario del pueblo minero. Dice: “Una noche, desde su escondite fabricado ex profeso, los
jóvenes la vieron llegar sigilosamente para abandonarse a los ávidos brazos del cura, su amante,
para una brutal y satánica confrontación de deseos desbocados y abyectos. Desnuda ya, con las
carnes palpitantes y tentadoras, acometida de transpiraciones y temblorosos ahogos, se entregaba
lasciva y febril a los dictados carnales del cura que respondía agresivamente, apoderándose de aquel
racimo de carne lujuriosa que bajo él palpitaba incontenible. En estas circunstancias –la mirada
desorbitada y babeante de deseo de los curiosos – vieron que a la mujer le emergían orejas y cola,
en tanto su cuerpo se cubría de espesa pelambre blanca. ¡Se había convertido en briosa mula
blanca…!. El cura se cubrió totalmente de pelambre negra, un rabo y dos cuernos en la frente.
Sudoroso, infatigable y lúbrico, montaba a la mula que, encabritada, trataba de echar por los suelos
a su jinete. Tal parecía que aquello no terminaría nunca. A medianoche, los ojos relampagueantes y
los belfos babeantes de lujuria, el cura abrió la puerta e hincó las espuelas en los ijares de la mula
que, en desenfrenado galope se echó a correr por los empedrados de Chaupimarca, las alturas de
Matadería, los oconales del Misti, las faldas de Shuco, las lejanas estribaciones de Paragsha. Sólo
con el sonoro canto del gallo terminó aquel satánico aquelarre.
A partir de entonces, todos los días, a la medianoche se repitió el hecho.
Con el tiempo el cura no sólo fue perdiendo fuerzas y color, sino también feligreses. La joven mujer,
lánguida y con las carnes flácidas, ayer erectas y frescas, era evitada por las gentes del pueblo.
Una noche de luna, apesadumbrados por su pecado del que ya nunca pudieron renunciar, se
entregaron a un desenfrenado torneo de equitación, afiebrado y loco, recorriendo jadeantes las
desiguales calles cerreñas y en el clímax de la desesperación, frenéticos y desesperados, se
introdujeron en la laguna de Patarcocha de donde nunca más salieron. Aseguran, que a partir de
entonces -como castigo divino- toda mujer soltera que convive con un cura, se convierte en mula
blanca; si fuese casada, en mula negra. Eso es lo que asegura el pueblo”.
La verdad, es otra.

Avergonzados de tanta barbaridad carnal, cura y amante, decidieron huir del pueblo a un lugar donde
nadie los conociera. Por esos años, los ricos mineros buscaban conquistar la selva para traer sus
productos que compensen las necesidades de sus obreros. Aprovecharon la oportunidad.
Disfrazados y separados uno del otro -cada uno por su lado- se embarcaron en las caravanas que
iban a oriente. No les fue difícil. Allá, en las enmarañadas selvas, se encontraron. Fray Sancho,
conocedor de las debilidades humanas, jamás se pronunció al respecto.

fin
Satánicos amores prohibidos
(Origen de una leyenda)
(Primera parte)

04 SábadoABR 2015
POSTED BY PUEBLO MÁRTIR IN LEYENDAS, PASCO
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Cerro de Pasco,LEYENDAS

La llegada
de un joven cura para ayudar a fray Sancho en nuestra primera iglesia y los enredos amorosos
en los que se vio envuelto para hacer nacer en el imaginario del pueblo minero la leyenda de
la Mula Blanca de Santa Rosa.
Un día se presentó con su mezquino atadillo de ropas y un envoltorio de libros. Dijo llamarse Diego
de Albornoz. Alto, guapo, con risa abierta y sonora voz de tenor, perfecta para animar misas y
predicar la palabra del Señor; espaldas de labriego, oscuro pelo rizado, nariz romana y ojos de gato
que le dotaban de un enorme atractivo. Venía a ponerse a órdenes del fraile franciscano a quien
explicó que cumpliendo lo ofrecido el arzobispo Toribio de Mogrovejo lo enviaba como ayudante en
la flamante iglesia de Santa Rosa. Bien lo necesitaba fray Sancho de Córdova. Tenían que batallar
en una ciudad donde abundaban las casas de juego y los bares decorados con imágenes de
sicalípticas hembras calatas. Los comercios vendían dagas, puñales y demás armas, como pan
caliente. La propiedad de la mina era mucho más valiosa que la vida. Diariamente se recogían
cadáveres cosidos a puñaladas y no eran pocos los días en que nos se registraran gigantescas
bataholas con muertos y heridos. Con el correr de los días fueron sentando sus reales los
especuladores, leguleyos, predicadores, jugadores profesionales, bandoleros y emperifolladas
madamas con sus pintarrajeadas niñas de vida alegre. Había mucho que hacer en la ciudad minera
donde las calles trazadas al desgaire, sin ninguna planificación, eran producto de la improvisación;
mezquinas y estrechas, que subían y bajaban por caprichosas sinuosidades del terreno; algunas tan
abruptas y llenas de barro que ni las mulas podían treparlas. Estaban delimitadas por recios muros
como fortalezas infranqueables que resguardaban las minas. Las lluvias frecuentes las habían
convertido en un pantano cubiertas de basura, botellas rotas y demás desperdicios que atascaban
los carretones, donde se requerían de tablones para cruzarlas. El clima era tan inconstante que tras
las lluvias, granizadas o nevazos, soplaba un agresivo viento que, limpiaba las nubes del cielo que
comenzaba a verse azul en su más pura intensidad. La heterogénea multitud de mineros pululaba
presa de una frenética actividad, tropezando con materiales de construcción, barriles de dinamita,
carretones o con enormes piaras de llamas que venían de las “quebradas” trayendo las cosechas en
medio del agudo silbo de sus arrieros. Por el centro se levantaban algunos sólidos edificios, pero
eran muy pocos; el resto era un amasijo de viviendas provisionales, casuchas de paredes de barro
y techo de paja. No existían acequias ni alcantarillas. El agua para beber la sacaban de la laguna de
Patarcocha. Tanta era la plata que los querubines, ángeles, arcángeles y milagros de los oratorios,
avíos de montar, cubiertos y utensilios de uso casero, hasta las tintineantes espuelas nazarenas de
los jinetes cerreños, eran fabricados con el blanco metal. Los plateros eran incontables. En cincuenta
y tres años de proficua saca, al nuevo emporio se le comenzó a llamar: El nuevo Potosí. El siglo
siguiente se van sumar más de doscientos “agujeros de plata”. Los “aviadores” –proveedores de
dinero y avíos mineros- aprovechan la coyuntura económica, solventando gastos de arriesgados
buscadores y bajo la garantía de sus denuncios, se adueñan de innumerables pertenencias. A
medida que crecía la ciudad iba tomando una fisonomía de notables contrastes. Todo aquí era
extremo. La riqueza fantástica y la pobreza extrema. Había palacetes o rancherías. No había término
medio. El insoportable orgullo de la aristocracia europea y criolla alta y la rendida sumisión de un
pueblo mayoritariamente pobre al que la dura férula española había humillado hasta convertirla a la
dolorosa condición de esclavo. En las noches, en garitos misteriosos y cómplices, los mineros,
hacendados y comerciantes, juegan no sólo dinero, sino también propiedades, haciendas, mujeres
y honras. El trabajo es implacable para los japiris, pero la borrachera también lo es; tras el cobro de
sus salarios los sábados por la tarde, acuden en masa a las chinganas, bebederos populares en las
que se emborrachan hasta encender dormidos ánimos de reyerta y libertinaje; luego salen a las
calles gritando y buscando pendencia con los trabajadores de otras minas. Los enfrentamientos son
infinitos y escandalosos con mucha sangre de por medio, con uno o varios muertos cada semana.
La mayoría termina la borrachera en los burdeles, continuándola el domingo; el lunes por la tarde,
se rendía y, descansaba. El martes retornaba al trabajo como si nada. Un poeta popular dijo
entonces.

Si el sábado tengo plata,


el domingo me lo chupo;
el lunes duermo la siesta
y el martes ya pongo el lomo.

Otro ensalza la pertinacia del trago, cuando afirma:


¡Oh! Cerro de Yauricocha,
rica ciudad bravía;
tiene doscientas chinganas
y una sola librería.
La mita que proveía indios para el trabajo minero era el terrible medio para exterminarlos. Los
caciques de las comunidades estaban obligados a reemplazar a los mitayos que iban muriendo en
las minas con hombres de dieciocho a cincuenta años de edad. En esa centuria fatal, centenares de
miles de hombres desaparecieron tragados por la insaciable avidez de la plata de sus explotadores.

El pobre minero quiere


gozar de su libertad;
que lo entierren no precisa,
ya enterrado en vida está.
Estos mártires populares arrancados de sus comunidades agrícolas, eran arriados con sus mujeres
e hijos con rumbo al Cerro. Las ordenanzas reales que debían protegerlos, jamás fueron cumplidas.
En ellas otorgaban una protección lírica a quienes sustentaban la economía de un reino déspota y
abusivo.
“El cielo es para los hambrientos”
me han dicho en son de consuelo,
no sé si cuando me muera,
tendré fuerzas pa´ llegar
Fray Sancho quedó observándolo por buen tiempo, en silencio. Le pareció, no obstante su apariencia
vivaracha, un hombre arrepentido con suficiente experiencia vivida. Así era, efectivamente. Cuando
agobiado por el peso de sus aventuras llegó ante Santo Toribio, arrepentido y deseoso de cortar su
racha de mala vida, encontró todo su comprensión y apoyo. Desde sus primeros años en el seminario
había sido aleccionado que para alcanzar la gloria de Dios tenía que llevar una vida de expiación
y sufrimiento hasta que los fuegos terrenales que le atormentaban se fueran extinguiendo en la
fogosidad de su sangre. Él lo deseaba así. No quería que ningún vestigio de los apetitos de su cuerpo
y de su carne lo conturbaran. ¡Cuánto tuvo que luchar para domeñar las ardientes pasiones que le
quemaban las entrañas! En todo momento, para alcanzar la plenitud de su sacrificio huía de las
tentaciones que se presentaban en su diario deambular por el mundo, especialmente de la carne.
Llegó a extremos de martirizarse con castigos corporales que le hacían mucho daño aunque
atenuaban sus ansias casi incontrolables. Un día no pudo más. Cayó en la tentación del sexo. No
pudo reprimirlo. Cuando vio muy cerca de él a una mujer extremadamente sensual que con sus
ampulosidades y olores provocativos, le quemaban el alma, haciéndole enhiesto el deseo, cayó
redondo y se abandonó en una insaciable ola de quemantes sensaciones incomparables y
pecaminosas, como bestia en celo. Mucho tiempo estuvo prisionero del deseo concupiscente con
aquella mujer. Sólo cuando su libido satisfecha y agotada no lo quemaba más volvió arrepentido al
redil y allí, una vez más, Santo Toribio –tras extenuantes castigos con propósito de enmienda- le
ayudó a retomar la ruta abandonada. Igual le ocurrió con el juego. Las cartas, como instrumentos del
demonio, llegaron a tener un encanto aberrante que lo atrajo a su mundo de irrenunciable práctica.
Las monedas que llegaron a sus manos, tuvieron el extraño sortilegio de seguir de frente, a la
dilapidación de pertenencias y fortunas. No conocían límite. Aquí también –tras su aniquilamiento
económico- el arrepentimiento fue sincero. Amiguero, alegre y desenfadado, después, fue ganado
por la bebida; sus ansias incomparables lo transformaron en un dipsómano increíble. En sus
prolongados estados de embriaguez, animado con su guitarra, cantaba a las mujeres hermosas y
armaba grandes trifulcas. Se había abandonado totalmente. Tal parecía que ya no tenía salvación.
Un día, Santo Tomás, decidió transportarlo a un escenario que lo apartara de aquellas lacras. En
cumplimiento del ofrecimiento hecho al franciscano, le asignó la novísima parroquia en la cima del
mundo donde, estaba seguro, atenuaría sus correrías pecaminosas. “Te vas al Cerro de San
Esteban” -le dijo- Allí se calmarán tus ardores y tus apetitos, estoy seguro, le dijo el Santo Varón. Él,
elevando la voz a los cielos, musitó: “¡Ave María, deam gratia…Torre de Marfil, Rosa del Líbano….!
Ahora se sentía completamente regenerado y, muchas veces, cuando las espinas de la reincidencia
lo incitaban con sus tentadoras reminiscencias, se sometía a su tortura personal con disciplinas de
cuero remachados de púas que le laceraban las carnes. Así sangrante, se calmaba. Explicó que
venía ejerciendo el sacerdocio desde poco tiempo atrás y que quería hacer méritos ante la
superioridad para conseguir mejores destinos. Desde aquel primer momento puso de manifiesto su
ardiente deseo de trabajar por los demás. Así, pronto se ganó el respeto de los hombres de estos
pagos. Trabajador como los mineros, imbuido de una fe inquebrantable los convenció para que le
ayudaran a mejorar las instalaciones del novísimo templo. Empedraron con lajas toda la extensión
del atrio, reforzaron las paredes del campanario, erigieron el muro perimetral del camposanto y, muy
junto al templo, una pequeña habitación para su dormitorio. Su tiempo sobrante lo dedicó a la tarea
de salvar almas, especialmente de los aventureros díscolos e inconformes que dilapidaban sus
dineros en los garitos, burdeles y tabernas. Él bien conocía la fuerza avasallante de aquellas lacras.
Había pasado por eso.

CONTINÚA…..

EL PISHTACO

19 JuevesMAR 2015
POSTED BY PUEBLO MÁRTIR IN LEYENDAS, PASCO
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Cerro de Pasco, el pishtaco

Este fue un aterrador personaje que asoló hace muchísimos años el ámbito de nuestro

pueblo minero. Las gentes de aquellos tiempos


vivían completamente aterrorizadas evitando salir en las noches en las que, según se cuenta, ejercía
el imperio de su salvajismo sin nombre.
Las gentes lo denominaban PISHTACO, nombre que provenía de la palabra quechua “pishtay” que
significa retacear la carne de un animal después de haberlo matado.

Quienes lo habían visto aseguraban que se trataba de un gigante. Una bestia enorme que poseía
una fuerza sobrehumana a la que nadie podía vencer ni siquiera enfrentarse para competir con ella.
Que era sobrecogedor su aspecto terrorífico de gringo mofletudo, colorado, de ojos claros y greñas
rubias que caían sobre sus hombros en desordenadas guedejas como melena de león. Bastaba con
mirarle a los ojos sanguinolentos y legañosos, rodeados de espesas y rojizas barbas hirsutas para
quedar inmóvil, pegado al suelo, sumido en un terror paralizante. Tal el pavor que producía. Además
de sus ojos terroríficos lo que más impresionaba era su cuerpo ciclópeo de enormes proporciones
con los que Dios podía haber hecho varias personas normales. Nunca se había visto nada igual en
el pueblo minero. Sus manazas eran descomunales, provistas de una uñas negruzcas, como garfios
poderosos. Sus espaldas enormes como lomo de buey. Sus piernas patizambas abiertas y cansinas
que le daban una apariencia simiesca. Iba vestido con ropa minera. Los únicos que vivieron para
describir su fatídico aspecto lo habían visto protegidos por las sombras de la noche en que
deambulaba en busca de sus presas.

Se aseguraba que había aparecido aquella época en que los mineros extranjeros estaban
desesperados por las inundaciones de sus minas. Ingleses, franceses, croatas, italianos, húngaros,
polacos, ya habían hecho todo lo posible para evitar estos aniegos internos pero ningún
procedimiento lo evitó. La desesperación cundió hasta obligar a muchos a pignorar sus minas a
precios irrisorios ante los “aviadores” italianos que en un santiamén se adueñaron de ellas
enriqueciéndose notablemente.

Aseguraban los aterrorizados testigos de sus andanzas que el modo de actuar del “pishtaco” era el
siguiente: Esperaba, aprovechando las sombras de la noche o la soledad de los parajes solitarios
durante el día, a hombres o mujeres que se aventuraran a desplazarse solas para atacarlas
sin piedad. Las aprisionaba con sus brazos descomunales inmovilizándolos hasta dejarlos sin
resuello, luego, de un solo tirón les quebraba el cuello. Una vez muertos transportaba el cadáver
sobre sus hombros hasta una cueva de las alturas de “Shuco”. Allí utilizando sogas y resistentes
tablones, colgaba el cuerpo atado de las piernas. Inmediatamente, debajo del cuerpo encendía
una gran cantidad de velones y cirios que, por su número, originaba un sofocante calor que
conseguía, tras largo tiempo, la caída de un fino aceite que caía sobre unos recipientes debidamente
colocados debajo del cadáver. Ese era el motivo del crimen. Conseguir ese aceite, que a decir de
los entendidos, no sólo era muy fino sino el único que podía hacer funcionar a la perfección cualquier
tipo de máquinas, especialmente las traídas por un inglés para desaguar las minas cerreñas.
Se
aseguraba, para dar más patetismo a los relatos, que después de embotellar el aceite que no era
poco, el “pishtaco” se comía los restos del cadáver como única manera de conseguir impunidad. Con
especial fruición le extraía los ojos, la lengua y el corazón para que no delate a los brujos el lugar del
sacrificio, enmudeciéndole para que no rebele donde había muerto, ni dónde ni quién era. De esa
manera conseguía la impunidad.
A partir de entonces, la historia del “pishtaco”, viajó por gran parte de nuestro territorio llevado por
los obreros que habían trabajado en nuestras minas. Se extendió desde la zona de Conchucos hasta
Huancavelica y una parte de la selva, zona de influencia de las nuestras minas. En aquellos lugares
las gentes ya no caminaban de noche por las solitarias calles por el terror de lo que se contaba.

EL ILLA

12 MiércolesNOV 2014
POSTED BY PUEBLO MÁRTIR IN LEYENDAS, PASCO
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Cerro de Pasco, Cesar Perez Arauco, Folclore de Pasco, mitos y tradiciones
(Ilustración del maestro Dionisio Torres)

El misterioso legajo que contiene la descripción de encantamientos, hechizos y sucesos extra


normales, es y ha sido desde siempre, guardado con especial recogimiento por los viejos curacas
lugareños. Dentro del envoltorio mágico del Garashipo (Antiguo códice lugareño) el lugar preferente
está ocupado por el mágico poder del Illa. De él dicen sus custodios:

“En la brumosa hora que fluctúa entre la culminación de la noche y mágico instante del amanecer,
aparece el illa. Los manantiales constituyen su escenario preferido. Los animales le ven claramente
–los únicos que están facultados para ello- por eso el mugido de una vaca o el balido de una oveja,
anuncian que está llegando”
“Es en ese momento propicio –dice le tradición– uno debe ir silenciosa y respetuosamente llevando
un poco de sal en la mano izquierda para arrojarla sobre el manantial en el momento oportuno. En
ese brevísimo instante, quieras o no, tú sentirás una fuerza de poder milagroso que, entrando por tu
cabeza, se apodera de todo tu cuerpo, de tu “Yachag” o poder interior. Es el Illa”. -Afirma el
“Garashipo”, código ancestral que contiene la sabiduría de nuestra raza-. Continúa con su
explicación y remata: “Es la energía mágica que nos llega del cosmos para aumentar nuestra
capacidad. Irrumpe en nuestra vida desde la oscuridad de la noche para ser la luz del día astral que
nos iluminará poderosamente. Es el momento del nacimiento en que se sale de la paccarina o fuente
matriz hacia la luz. Eso lo saben los viejos aunque no lo digan. Son madrugadores porque saben
que el Illa llega con el Punchao, primeros rayos de sol que irrumpen en el momento que la noche
deja su espacio al día. Esta es la razón porque nuestros viejos, para poder recibirlo, se levantan
antes que el Punchao haga su aparición. Esa energía cósmica ayuda a reflexionar y captar mejor las
enseñanzas del mundo. Por eso es que nuestros antepasados lo veneraron y ahora son los viejos
los que guardan este culto”.
“Se recomienda -como hace milenios- que hay que esperar los primeros rayos con la mirada dirigida
a las montañas donde emerge el sol. Cuando hace su aparición, se debe inclinar la cabeza,
reverente. Por la parte superior del cráneo entrará una ráfaga de luminiscencia inigualable mediante
la cual se obtendrá el conocimiento que es la iluminación, el saber. Es el Illa. Este es un ritual
espiritual que nos enseña la humildad y el respeto a la vez”.
“Ese instante es sagrado. Al comienzo de la jornada, como una luz resplandeciente colmada de
magníficos colores, alegrará nuestro espíritu en la mejor de las formas. Nuestras ideas serán más
claras, nuestros proyectos más fáciles de realizar y nuestro entusiasmo se hará abrumador. Por eso
el hecho de entrar en meditación es conocido con el nombre de, Illay, en quechua. En todo caso, el
Illa debe sentir que tú lo estás recibiendo con afecto para que sea tu compañía y no tu prisionero”.
“La fuerza del Illay tiene tal magnitud, que todo lo que hagas estará coronado por el éxito. La
ganadería se hará próspera y las enfermedades jamás visitaran a tus animales. Esos colosales
poderes lograrán que tus animales estén protegidos por fuerzas vigorosas y desconocidas. Los
ladrones jamás podrán arrebatarte tus pertenencias. Habrá mucha felicidad en tu casa. El Illa ha
levantado una mágica coraza indestructible que hay que saber mantener con las buenas acciones
diarias”.

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